Era en parte una bendición y en parte una maldición que un buen número de científicos forenses de los laboratorios de la policía fueran chicos y chicas provistos de una curiosidad insaciable. La bendición era su propensión a trabajar días, noches, fines de semana y vacaciones si alguna prueba presentada a su examen les intrigaba lo suficiente. La maldición era saber que existía dicha bendición. Porque saber que el laboratorio forense empleaba a científicos cuya naturaleza inquisitiva les impulsaba a permanecer ante sus microscopios cuando individuos más sanos estaban en casa o de juerga en la ciudad, obligaba a uno a solicitar la información que esos científicos estaban ansiosos por proporcionar.
Así, el sábado por la noche, el inspector Peter Hanken se encontró, no al lado de su mujer y sus hijos en Buxton, sino de pie ante un microscopio, mientras la señorita Amber Kubowsky, jefe de técnicos de pruebas en aquel momento, se explayaba con entusiasmo sobre lo que había descubierto en relación a la navaja multiusos y las heridas infligidas al cuerpo de Terry Cole.
La sangre del cuchillo, confirmó con alegría, mientras se rascaba el cuero cabelludo con la goma del extremo de un lápiz, como si quisiera borrar algo escrito en el cráneo, pertenecía a Cole, en efecto. Y después de examinar con detenimiento las diversas hojas y complementos de la navaja, pudo comprobar que la hoja izquierda de las tijeras estaba rota, tal como había afirmado Andy Maiden. Así, la ineluctable conclusión a la que se llegaría normalmente era que la navaja en cuestión no solo había producido las heridas en el cuerpo de Terry Cole, sino que también tenía un marcado parecido con la que Andy Maiden, en teoría, había entregado a su hija.
—Estupendo —dijo Hanken.
La mujer pareció complacida.
—Eche un vistazo a esto, pues —dijo, y señaló el microscopio.
Hanken miró por la lente. Todo lo que la señorita Amber Kubowsky había dicho era tan evidente, que estaba intrigado por la causa de su entusiasmo. Las cosas debían de ser tan inapetentes como las gachas de ayer, para no hablar de su vida, si la pobre chica se emocionaba por aquello.
—¿Qué debo buscar, exactamente? —preguntó a la señorita Kubowsky, al tiempo que levantaba la cabeza e indicaba el microscopio—. Esto no me parece la hoja de una tijera. Ni sangre, por cierto.
—No lo es —respondió ella con entusiasmo—. Y esa es la cuestión, inspector Hanken. Es lo más intrigante de todo.
Hanken echó un vistazo al reloj de pared. Había trabajado sin parar durante más de doce horas, y antes de que terminara el día quería coordinar su información con lo que hubiera sucedido en Londres. En consecuencia, la última diversión que le atraía era enzarzarse en un juego de adivinanzas con una técnica forense de cabello rizado.
—Si no es la hoja, ni tampoco la sangre de Cole, ¿por qué lo estoy mirando, señorita Kubowsky? —preguntó.
—Es agradable que sea tan educado —dijo ella—. Encuentro que no todos los detectives tienen modales.
Iba a encontrar muchas cosas más si no empezaba a explicarse, pensó Hanken, pero le dio las gracias por el cumplido e indicó que estaría encantado de oír todo cuanto tuviera que decirle, siempre que se diera prisa.
—¡Oh! Por supuesto. Lo que está mirando es la herida de la escápula. Bien, no toda, por supuesto. Si la ampliara por completo mediría medio metro de largo. Es solo una parte.
—¿La herida de la escápula?
—Exacto. Era el corte más grande que había en el cuerpo del chico, ¿no se lo dijo el médico? En la espalda. La del chico, no la del médico.
Hanken recordó el informe de la doctora Miles. Una de las heridas había astillado la escápula y se había acercado a una de las arterias del corazón.
—En circunstancias normales —dijo la señorita Kubowsky— no me habría molestado en examinarla, pero vi en el informe que la escápula, es uno de los huesos de la espalda, ¿sabe?, tenía la marca de un arma, así que comparé la marca con las hojas de la navaja. Con todas las hojas de la navaja. ¿A que no lo adivina?
—¿Qué?
—La navaja no hizo esa marca, inspector Hanken. De ninguna manera, olvídelo.
Hanken la miró e intentó asimilar la información. Aún más, se preguntó si la mujer habría cometido un error. Parecía tan descuidada, con la mitad del borde de la bata descosido y una mancha de café en la pechera, que quizá fuera menos que eficiente en su profesión.
Al parecer, Amber Kubowsky no solo leyó la duda en su cara, sino que también comprendió la necesidad de disipar toda semblanza de duda. Cuando continuó, fue la ciencia personificada, y habló en términos de rayos X, anchuras de hojas, ángulos y micromilímetros. No concluyó sus observaciones hasta estar segura de que el inspector comprendía la importancia de lo que estaba diciendo: la hoja del arma que había atravesado la espalda de Terry Cole, astillado su escápula e interesado el hueso no se parecía a ninguna punta de hoja de la navaja multiusos. Si bien las puntas de las hojas de la navaja eran puntiagudas (es evidente, porque ¿cómo podrían ser hojas de navaja si no fueran puntiagudas?, razonó), se ensanchaban en un ángulo muy diferente del arma que había dejado su marca en el hueso de la espalda de Terry Cole.
Hanken silbó en voz baja y se vio obligado a preguntar:
—¿Está segura?
—Lo juraría, inspector. Lo habríamos pasado por alto si yo no sostuviera esa teoría sobre los rayos X y los microscopios sobre la que no me voy a extender en este momento.
—Pero ¿la navaja produjo otras heridas en el cuerpo?
—Sí, excepto la de la escápula.
Aún le reservaba otra información. Y le condujo hasta otra zona del laboratorio, donde se explayó sobre el tema de una mancha color peltre que también le habían pedido analizar.
Cuando oyó lo que Amber Kubowsky tenía que decir sobre este último tema, Hanken corrió en busca de un teléfono. Ya era hora de localizar a Lynley.
Hanken llamó al móvil de Lynley y lo localizó en el pabellón de urgencias del hospital de Chelsea y Westminster. Lynley le puso al corriente de la novedad: Vin Nevin había sido atacada brutalmente en la casa que Nicola Maiden y ella compartían.
—¿Cuál es su estado?
Se oyeron ruidos de fondo, alguien que gritaba «¡Por aquí!», y la sirena de una ambulancia cada vez más cercana.
—¿Thomas? —Hanken alzó la voz—. ¿Cuál es su estado? ¿Te ha dicho algo?
—Nada —contestó por fin Lynley desde Londres—. Aún no hemos conseguido que haga una declaración. Habrá que tener paciencia. La están atendiendo desde hace una hora.
—¿Qué opinas? ¿Lo que ha pasado está relacionado con el caso?
—Yo diría que sí. —Lynley resumió lo que había averiguado desde su última conversación, empezando por la entrevista con Shelly Platt, siguiendo con su experiencia en MKR Financial Management, y terminando con el interrogatorio de sir Adrian Beattie y su esposa—. Hemos conseguido descubrir al amante de Londres, pero tiene una coartada, que por cierto aún debemos confirmar. No lo imagino atravesando los páramos para acuchillar a una víctima y perseguir a la otra. Tiene más de setenta años.
—Así que Upman decía la verdad —dijo Hanken—, al menos en lo relativo al busca y a las llamadas telefónicas que la Maiden recibía en el trabajo.
—Eso parece, Peter, pero Beattie afirma que alguien en Derbyshire debía pasarle dinero, o no habría ido.
—No es posible que Upman saque tanto de sus divorciadas. Por cierto, dijo que no estuvo en Londres en mayo. Dijo que su agenda podía demostrarlo.
—¿Y Britton?
—Sigue en mi lista. He estado investigando la navaja multiusos.
Hanken informó a Lynley sobre sus últimos descubrimientos, y añadió la noticia sobre la herida de la escápula. Otra arma, contó a Lynley, había sido utilizada con el chico.
—¿Otra navaja?
—Es posible. Y Maiden tiene una. Hasta la exhibió para que yo la investigara.
—No estarás pensando que Andy fue tan idiota como para enseñarte una de las armas, Peter. Es un poli, no un cretino.
—Espera. Al principio, cuando la vi, no pensé que hubieran podido utilizar la navaja de Maiden contra el chico, porque las hojas son demasiado cortas, pero entonces estaba pensando en las otras heridas, no en la cuchillada asestada a la escápula. ¿A qué distancia de la piel se encuentra la escápula? Si Kubowsky descartó que una navaja multiusos hubiera producido la herida de la escápula, ¿debemos deducir que una igual no fue la causante?
—Volvemos al móvil, Peter. Andy no lo tiene. Pero sí todos los hombres que había en la vida de la chica, por no hablar de una o dos mujeres.
—No te precipites tanto a descartarle —advirtió Hanken—, porque hay más. Escucha. Han identificado la sustancia encontrada en el extraño cilindro de cromo hallado en el maletero del coche. ¿Qué imaginas?
—Dímelo.
—Semen. Y también había dos manchas de semen sobre la superficie. Lo único que Kubowsky no pudo explicarme es qué era el maldito cilindro. Yo nunca había visto nada semejante, y ella tampoco.
—Es un tensapelotas —dijo Lynley.
—¿Un qué?
—Espera, Pete. —Hanken oyó al otro extremo de la línea voces masculinas, así como ruidos de hospital al fondo. Lynley volvió a ponerse—. Se recuperará, gracias a Dios.
—¿Puedes hablar con ella?
—De momento está inconsciente. —Habló a otra persona—. Protección las veinticuatro horas. Ningún visitante podrá verla sin mi permiso. Pidan sus identificaciones si alguien aparece… No, no tengo ni idea… Lo siento —dijo a Hanken—. ¿Dónde estábamos?
—Un tensapelotas.
—Ah, sí.
Hanken escuchó mientras su colega explicaba el aparato de tortura. Sintió que, en respuesta, sus testículos se encogían.
—Supongo que se salió de su maletín cuando iba a ver a un cliente, durante la época en que trabajaba para Reeve —concluyó Lynley—. Tal vez llevaba meses en su maletero.
Hanken reflexionó y entrevió otra posibilidad. Sabía que Lynley la rechazaría, de modo que abordó el tema con cautela.
—Tal vez lo utilizó en Derbyshire, Thomas. Tal vez con alguien que no quiere admitirlo.
—No imagino a Upman o Britton enganchados a la rutina de los látigos y las cadenas. Y lo más probable es que Ferrer utilice algo con sus mujeres, no a la inversa. ¿Quién más hay?
—Su padre.
—Caray, Peter, tienes la mente muy retorcida.
—No, pero todo lo relativo al sadomasoquismo es enfermizo, y a juzgar por lo que me has dicho, sus protagonistas parecen de lo más normal.
—No hay forma…
—Escucha un momento. —Peter le informó sobre su entrevista con los padres de la chica muerta, incluyendo la intromisión de Nan Maiden y la débil coartada de Andy Maiden—. ¿Quién puede afirmar sin lugar a dudas que Nicola no estaba prestando servicios a su padre, aparte de a todos los demás?
—Peter, no puedes ir reinventando el caso para que encaje con tus sospechas. Si estaba prestando servicios a su padre, lo cual me parece inverosímil, él no pudo matarla a causa de su estilo de vida, que era tu teoría anterior, si no te has olvidado.
—Entonces, ¿estás de acuerdo en que tiene un móvil?
—Estoy de acuerdo en que estás manipulando mis palabras. —Más ruidos de fondo: sirenas y un batiburrillo de voces. Era como si Lynley estuviera hablando desde un cruce de calles. Cuando el ruido disminuyó un poco, dijo—: Aún hemos de considerar lo sucedido a Vi Nevin esta noche. Si está relacionado con los acontecimientos de Derbyshire, comprenderás que Andy Maiden no está implicado.
—En ese caso, ¿quién?
—Apuesto por Martin Reeve. Tenía una deuda pendiente con las dos mujeres.
Lynley dijo que su principal esperanza consistía en que Vi Nevin recobrara la conciencia y dijera el nombre de su atacante. Entonces tendrían una base sólida para llevar a Martin Reeve hacia el Met, el lugar donde debía estar.
—Me quedaré un rato para ver si se recobra —dijo—. Si no lo hace en una o dos horas, ordenaré que me llamen en cuanto su estado mejore. ¿Qué vas a hacer tú?
Hanken suspiró. Se frotó sus cansados ojos y se estiró para aliviar la tensión que sentía en los músculos de la espalda. Pensó en Will Upman y en su masajista del Manchester Airport Hilton. No le iría nada mal una sesión.
—Iré a ver a Julian Britton —dijo—. La verdad, no le veo como un asesino. Un tío que acaricia cachorrillos en sus ratos libres no me parece capaz de romper la cabeza a su amante. Y en cuanto a convertir a otro tío en picadillo… Su estilo sería lanzar los perros contra alguien. No aguantaría al padre que tiene si no fuera un blandengue.
—Pero si creyera que poseía suficientes motivos para matarla… —insinuó Lynley.
—Oh, no cabe duda. Eso es de cajón —admitió Hanken—. Alguien creía que poseía poderosos motivos para asesinar a Nicola Maiden.
El médico le había dado píldoras para ayudarla a dormir, pero Nan Maiden no las había tomado después de la primera noche. No podía permitirse bajar la guardia, de modo que no hacía nada para alentar el sueño. Cuando se acostaba, dormitaba, pero se pasaba casi todo el tiempo paseándose por los pasillos como un fantasma, o bien sentada en la butaca de su dormitorio, contemplando el agitado descanso de su marido.
Esta noche, con las piernas embutidas en un pijama recogidas bajo el cuerpo y una toquilla de punto sobre los hombros, se acurrucó en la butaca y observó los movimientos de su marido en la cama. Ignoraba si estaba dormido o lo fingía, pero en cualquier caso, le daba igual. Mirarle despertaba en ella una complicada madeja de sentimientos, más importantes en aquel momento que la autenticidad del reposo de su marido.
Aún le deseaba. Era curioso que después de tantos años aún sintiera deseo por él de la misma forma, pero así era. Y ese deseo nunca había muerto para ninguno de los dos. De hecho, daba la impresión de haber aumentado con el tiempo, como si la duración de su matrimonio hubiera sazonado la mutua pasión. Por lo tanto, se había dado cuenta cuando Andy dejó de buscarla por la noche. Y se había dado cuenta cuando dejó de requerirla con la seguridad y la familiaridad nacidas de un largo y feliz matrimonio.
Temía lo que el cambio experimentado en él significaba.
Solo había sucedido una vez (la pérdida de interés por parte de Andy hacia lo que siempre había sido la parcela más vital de su relación), y hacía tanto tiempo que a Nan le gustaba creer que casi lo había olvidado. Pero no era cierto, y Nan descubrió que era capaz de admitirlo solo en la seguridad de la oscuridad, mientras su marido dormía, o no, a unos dos metros de ella.
Había trabajado de topo en una operación antidroga. La seducción había sido una parte fundamental del papel que interpretaba en el drama. Ello implicaba que debía aceptar todas las insinuaciones que se le dirigieran, fuera cual fuese la naturaleza de dichas insinuaciones. Y cuando varias fueron de índole descaradamente sexual, ¿qué otra cosa podía hacer, sino permanecer fiel a su personaje?, le preguntó más adelante. ¿Cómo podía actuar para no frustrar toda la operación y poner en peligro la vida de los agentes implicados?
Pero no había obtenido placer, dijo mientras se confesaba. Las firmes y jóvenes chicas que podían ser sus hijas no le habían emocionado. Lo había hecho porque era su deber, y quería que su esposa fuera consciente de ello. No había placer en esos coitos. Solo el acto en sí, desprovisto de sentimiento cuando se hacía sin amor.
Eran palabras elevadas. Pedían a una mujer inteligente compasión, perdón, aceptación y comprensión. Pero también habían impulsado a Nan a preguntarse por qué Andy había considerado necesario confesar sus transgresiones.
Había averiguado la respuesta durante los años en que llegó a conocer las costumbres de su marido. Y había visto las alteraciones que sufría cuando era infiel a la persona que era en realidad. Por eso el SO10 se había convertido, a la larga, en una pesadilla: porque se veía obligado, día tras día y mes tras mes, a ser alguien que no era. Obligado por su trabajo a vivir largos períodos de mentira, Andy descubrió que su mente, su alma y su psique no le permitían disimular sin que su cuerpo lo pagara de alguna manera.
El pago se había materializado de formas que, al principio, había sido muy fácil pasar por alto, catalogadas como reacción alérgica a algo o presagios de la ancianidad. La lengua envejece, de forma que la comida pierde su sabor, y la única forma de realzarlo es mojarla en salsa o regarla con pimienta. ¿Qué pasaba, en realidad, cuando ya no se captaba el sutil perfume de los jazmines, que florecen de noche, o el olor a moho de una iglesia campestre? Esos pequeños ejemplos de privación sensorial eran fáciles de pasar por alto.
Pero después empezaron privaciones más graves, de las que no podían pasarse por alto sin poner en peligro la salud. Cuando los médicos y especialistas concluyeron sus análisis, aventuraron sus diagnósticos, y por fin se encogieron de hombros, en una enloquecedora combinación de fascinación, perplejidad y derrota, los guerreros de la psiquiatría habían abordado el bajel del estado de Andy, y se hicieron a la vela como vikingos hacia las aguas inexploradas de su psique. Nunca se aplicaba un nombre a lo que le aquejaba, solo una explicación de la condición humana tal como algunas personas la experimentaban. Se fue desmoronando poco a poco, y el único medio de volver a ordenar su vida fue la confesión, reclamar su personalidad mediante un acto de purgación. Sin embargo, a la larga, escribir un diario, analizar, discutir y confesar no fue suficiente para restablecerle.
Por desgracia, considerando el tipo de trabajo al que se dedica, su marido no puede vivir una vida disociada, le dijeron después de meses y años de ver a médicos. Si desea integrarse por completo como individuo, claro.
¿Qué?, dijo ella. ¿Una vida qué…?
Andrew no puede vivir una vida llena de contradicciones, señora Maiden. No puede compartimentar. No puede asumir una identidad reñida con su personalidad. Lo que parece provocar esta falla de parte de su sistema nervioso es la adopción de identidades sucesivas. Otro hombre encontraría excitante este tipo de vida, un actor, por ejemplo, o en el otro extremo, un sociópata o un maniacodepresivo, pero su marido no.
Pero ¿no es como si jugara a disfrazarse?, preguntó ella. Cuando trabaja de topo, claro.
Con una responsabilidad subsidiaria tremenda, le dijeron, y padecimientos y costes aún más enormes.
Al principio, había pensado en lo afortunada que era por estar casada con un hombre semejante. En los años transcurridos desde su jubilación del New Scotland Yard, el futuro que habían construido en Derbyshire había borrado todas las mentiras y subterfugios que habían sido la marca de fábrica de su pasado.
Hasta ahora.
Tendría que haberse dado cuenta cuando él no percibió que en la cocina ardían las primeras piñas, pese al olor que impregnaba todo el hostal. Tendría que haberse dado cuenta de que algo estaba pasando, pero no lo hizo.
—No puede decir… —murmuró Andy desde la cama.
Nan se inclinó hacia él, angustiada.
—¿Qué? —susurró.
Él se volvió y hundió el hombro en la almohada.
—No. —Estaba hablando en sueños—. No. No.
La vista de Nan se nubló mientras le observaba. Repasó los últimos cuatro meses en un desesperado intento por descubrir algo que hubiera podido alterar este final al que habían llegado. Pero ella solo había tenido la valentía y el arrojo de pedir sinceridad, antes que nada, lo cual no había sido una opción realista.
Andy se dio la vuelta de nuevo. Ahuecó la almohada y se tumbó de espaldas. Tenía los ojos cerrados.
Nan se levantó y avanzó hacia la cama, donde se sentó. Le rozó con los dedos la frente, notó la piel pegajosa y caliente. Aquel hombre había sido durante treinta y siete años el centro de su mundo, y no estaba dispuesta a perder el centro de su mundo en el otoño de su vida.
Pero al tiempo que tomaba esta determinación, Nan sabía que su vida actual estaba plagada de incertidumbres. Y en dichas incertidumbres residían sus pesadillas, otro motivo de su negativa a dormir.
Lynley llegó a su casa después de la una de la madrugada. Estaba agotado y angustiado. Costaba creer que hubiera empezado el día en Derbyshire, y más difícil creer que había terminado con aquel encuentro que acababa de vivir en Notting Hill.
Hombres y mujeres poseían un inagotable potencial de sorprenderle. Había aceptado el hecho mucho tiempo atrás, pero estaba cansado de las constantes sorpresas que le ofrecían. Después de quince años en el DIC, deseaba poder decir que lo había visto todo. El hecho de que no fuera así, de que todavía había personas que le asombraban, era algo que pesaba en sus entrañas como un peñasco, no tanto porque fuera incapaz de comprender los actos de una persona como porque nunca conseguía anticiparlos.
Había permanecido al lado de Vi Nevin hasta que recobró la conciencia. Confiaba en que le dijera el nombre del atacante, y proporcionarle de esta forma una razón fulminante para detener al bastardo. Pero la joven había sacudido su hinchada y vendada cabeza, y sus ojos amoratados se habían llenado de lágrimas cuando Lynley la interrogó. Lo único que pudo obtener de ella fue que el ataque había sido demasiado rápido para ver con claridad al culpable. Lynley no pudo deducir si se trataba de una mentira para protegerse, pero creyó que ella lo sabía y buscó una forma de facilitarle las cosas.
—Dígame lo que ocurrió, momento a momento, porque cualquier cosa, un detalle que recuerde, puede ayudarnos a…
—Ya basta por ahora. —La hermana a cargo del pabellón intervino con férrea determinación en su cara de escocesa.
—¿Hombre o mujer? —insistió Lynley.
—Inspector, me he expresado con claridad —soltó la hermana. Y se cernió como un manto protector sobre el lecho de la paciente, mientras hacía ajustes innecesarios en sábanas, almohadas y goteros.
—¿Señorita Nevin? —probó Lynley, a pesar de todo.
—¡Fuera! —gritó la hermana.
—Un hombre —murmuró Vi al mismo tiempo.
Lynley decidió que la identificación era suficiente. Al fin y al cabo, no iba a decirle nada que no supiera ya. Solo había querido eliminar la posibilidad de que Shelly Platt, y no Martin Reeve, hubiera visitado a su antigua compañera de piso. Tras eso, se sintió justificado para dar el paso siguiente.
Había iniciado el proceso en el Star of India de Old Brompton Road, donde una conversación con el jefe de comedor estableció que Martin Reeve y su esposa Tricia, ambos clientes habituales del restaurante, habían cenado en el local a principios de semana. Sin embargo, nadie pudo decir qué noche habían ocupado su mesa junto a la ventana. Los camareros estaban divididos a partes iguales entre el lunes y el martes, mientras el jefe de comedor parecía recordar tan solo que tenía evidencia escrita en el libro de reservas.
—Veo que no reservaron —dijo con voz cadenciosa—. Siempre hay que reservar mesa en el Star of India.
—Sí. Ella dice que no reservaron —contestó Lynley—. Dijo que fue el motivo de una discusión entre usted y su marido. El martes por la noche.
—Yo no discuto con los clientes, señor —dijo el hombre, tirante. Y la ofensa del comentario de Lynley tiñó el resto de su memoria.
La naturaleza indefinida de la corroboración del Star of India proporcionó a Lynley el ímpetu suficiente para ir a visitar a los Reeve, pese a la hora. Mientras conducía, fijó en su mente la imagen del rostro desfigurado de Vi Nevin. Cuando llegó por fin a lo alto de Kensington Church Street y se desvió por Notting Hill Gate, sentía el tipo de ira contenida que le facilitó insistir en llamar al timbre de MKR Financial Management cuando nadie respondió al primer timbrazo.
—¿Tiene idea de qué hora es? —fue el saludo de Martin Reeve, nada más abrir la puerta. La luz del techo que iluminaba su cara realzaba los cuatro arañazos recientes de su mejilla.
Empujó a Reeve hacia el pasillo de entrada a la casa. Le aplastó contra la pared, asunto fácil, porque el macarra era mucho más menudo de lo que Lynley había pensado, y le apretó una mejilla contra el elegante empapelado a rayas.
—¡Eh! —protestó Reeve—. ¿Qué coño se cree que…?
—Hábleme de Vi Nevin —dijo Lynley, mientras aumentaba su presión.
—¡Eh! Si cree que puede entrar aquí y… —Otro apretón. Reeve aulló—. ¡Que le den por el culo!
—Ni en sueños. —Lynley le estrujó más y retorció su brazo hacia arriba. Le susurró al oído—: Cuénteme a qué ha dedicado la tarde y la noche, señor Reeve. No se olvide de ningún detalle. Estoy muy cansado y necesito un cuento de hadas antes de irme a la cama. Haga el favor de complacerme.
—¿Ha perdido los putos sesos? —Reeve torció los ojos hacia la escalera—. ¡Trish! —gritó—. Tricia… ¡Trish! Llama a la policía.
—Bonita treta —dijo Lynley—, pero no le saldrá bien. En cualquier caso, la policía ya ha llegado. Venga, señor Reeve. Hablaremos aquí.
Lo empujó hacia la sala de recepción. En cuanto estuvieron dentro, lo arrojó a una silla y encendió la luz.
—Será mejor que tenga una razón de dieciocho kilates para esto —rugió Reeve—. Porque de lo contrario le espera una querella como nunca se ha visto en este país.
—Ahórreme las amenazas —replicó Lynley—. Tal vez funcionen en Estados Unidos, pero aquí no va a conseguir ni una taza de café.
Reeve se masajeó el hombro.
—Eso ya lo veremos.
—Contaré los momentos que faltan. ¿Dónde estuvo esta tarde y esta noche? ¿Qué le ha pasado a su cara?
—¿Qué? —exclamó Reeve con incredulidad—. ¿De veras cree que voy a contestar a esas preguntas?
—Si no quiere que la brigada antivicio invada este edificio, espero que me lo cuente de pe a pa. Y no me ponga a prueba, señor Reeve. He tenido un día muy largo, y no soy un hombre razonable cuando estoy cansado.
—Que le den por saco. —Reeve volvió la cabeza y gritó—: ¡Tricia! Mueve el culo y baja. Telefonea a Polmanteer. No le pago un ojo de la cara para…
Lynley cogió un pesado cenicero de la mesa de recepción y lo tiró contra Reeve. Pasó rozando su cabeza y se estrelló contra un espejo, que se hizo añicos al instante.
—¡Joder! —gritó Reeve—. ¿Qué coño…?
—Tarde y noche. Quiero las respuestas. Ya.
Como Reeve no contestó, Lynley avanzó hacia él, lo cogió por el cuello del pijama, lo hundió en la silla y retorció el cuello hasta anudarlo alrededor de su garganta.
—Dígame quién le arañó, señor Reeve. Dígame por qué.
Reeve emitió un sonido estrangulado. Lynley descubrió que le gustaba.
—¿O lleno yo mismo los espacios en blanco? Me atrevería a decir que conozco a las dramatis personae. —Otro tirón a cada nombre que decía—. Vi Nevin. Nicola Maiden. Terry Cole. Y también Shelly Platt, ya que estamos puestos.
—Ha… perdido… la chaveta —jadeó Reeve. Se llevó las manos a la garganta.
Lynley le soltó, y el hombre cayó hacia adelante como un saco.
—Está abusando de mi paciencia. Empiezo a pensar que una llamada a la comisaría del barrio no es mala idea. Unas cuantas noches con los chicos de Landbroke Grove serán suficientes para engrasar su lengua.
—Su culo ya es historia. Conozco a bastantes personas para…
—No me cabe duda. Debe de conocer gente desde aquí a Tombuctú. Y si bien todos se levantarían en su defensa si le acusaran de alcahuete, descubrirá que maltratar mujeres no goza de muchas simpatías entre nuestros próceres. Sobre todo si piensa en la carne de cañón que proporcionaría a la prensa amarilla si corriera la voz de que habían acudido en su ayuda. Tal como están las cosas, ya les costará bastante echarle una mano si le detengo por macarra. Esperar más de ellos… Yo no sería tan ingenuo, señor Reeve. Ahora conteste a la pregunta. ¿Qué le ha pasado en la cara?
Reeve guardó silencio, pero Lynley adivinó que su mente carburaba al máximo. Estaría calculando qué datos obraban en poder de la policía. No había vivido en la periferia de la ley durante tanto tiempo sin adquirir conocimientos sobre la aplicación de la ley a su vida. Sabía sin duda que si Lynley hubiera contado con algo sólido, como un testigo ocular o una declaración firmada de su víctima, le habría detenido sin más tardanza. Pero también sabía que vivir al margen de la ley ofrecía escasas opciones cuando la situación se ponía fea.
—De acuerdo —dijo Reeve—. Fue Tricia. Está colocada. Llegué a casa después de ir a ver a dos de mis chicas cuyo trabajo ha decaído. Se había pegado un chute y yo perdí los estribos. Pensé que estaba muerta. Le di de hostias hasta en el carnet de identidad, en parte por miedo y en parte por rabia. Pero no estaba tan ida como yo pensaba y se defendió.
Lynley no creyó ni una sola palabra.
—¿Intenta decirme que su mujer, completamente drogada, le hizo eso en la cara?
—Estaba arriba drogada hasta las cejas. Hacía meses que no la veía así. Además de lo de las chicas y sus problemas, solo me faltaba eso. No puedo ser el papá de todo el mundo. Perdí los estribos.
—¿Qué problemas?
—¿Qué?
—Las chicas. Qué problemas.
Reeve miró hacia el mostrador de recepción, sobre el que descansaban los folletos que anunciaban los servicios financieros de MKR.
—Sé que sabe lo del negocio, pero quizá no sepa los trabajos que me tomo para que estén sanas. Análisis de sangre cada cuatro meses, análisis de sustancias ilegales, exámenes físicos, dieta equilibrada, ejercicio…
—Una auténtica sangría de sus recursos económicos —observó Lynley con sequedad.
—Joder. Me importa un huevo lo que usted piense. Somos una industria de servicios, y si alguien no la ofrece, otro lo hará. No he de pedir disculpas. Proporciono chicas limpias, sanas y educadas en un ambiente agradable. Un tío que pasa el rato con una de ellas paga un dinero bien empleado, sin el peligro de llevarse a casa una enfermedad. Por eso estaba tan cabreado cuando llegué a casa: dos chicas con problemas.
—¿Enfermedad?
—Verrugas venéreas. Clamidia. Estaba muy cabreado. Cuando vi a Tricia, estallé. Eso es todo. Si quiere sus nombres, direcciones y números de teléfono, se los facilitaré con mucho gusto.
Lynley le observó con detenimiento, mientras se preguntaba si todo era un riesgo calculado por parte del macarra, o una casualidad que llevara las huellas de las uñas de su mujer en la cara la misma noche que Vi Nevin había sido atacada.
—Que la señora Reeve baje para contarnos su versión de la historia.
—Oh, venga ya. Está dormida.
—Eso no pareció molestarle hace un momento, cuando chillaba que llamara a la policía. Y en cuanto a Polmanteer… Es su abogado, ¿no? Podemos llamarle cuando usted quiera.
Reeve miró a Lynley con expresión de asco y desagrado.
—Iré a buscarla —dijo por fin.
—Solo no, me temo.
Lo último que deseaba Lynley era dar una oportunidad a Reeve de obligar a su mujer a corroborar su historia.
—Estupendo. Vamos.
Reeve le precedió por dos tramos de escaleras hasta el segundo piso. En un dormitorio que daba a la calle, avanzó hacia una cama del tamaño de un campo de fútbol y encendió la lámpara de la mesilla. La luz cayó sobre su esposa. Estaba tumbada de lado, en posición fetal, profundamente dormida.
Reeve le palmeó la espalda, la cogió por las axilas y la enderezó. Su cabeza cayó hacia adelante como si fuera una muñeca de trapo. La echó hacia atrás y la apoyó contra la cabecera de la cama.
—Buena suerte —dijo a Lynley con una sonrisa. Señaló un rosario de feos moratones alrededor de la garganta—. Tuve que ponerme más duro de lo que quería con esta puta. Estaba descontrolada. Pensé que iba a matarme.
Lynley hizo un brusco gesto con la cabeza para que Reeve retrocediera. Reeve lo hizo. Lynley ocupó su lugar en la cama. Cogió el brazo de Tricia, vio las marcas de las inyecciones, tomó su pulso. En ese momento la mujer exhaló un profundo suspiro, de modo que su gesto fue innecesario. Le dio una palmada en la cara.
—Señora Reeve —dijo—. Señora Reeve. ¿Puede despertar?
Reeve se movió detrás de él, y antes de que Lynley se diera cuenta de su intención, cogió un jarrón, tiró las flores al suelo y echó el agua a la cara de su mujer.
—Maldita sea, Tricia. ¡Despierta!
—Retroceda —ordenó Lynley.
Los ojos de Tricia se abrieron, mientras el agua resbalaba por sus mejillas. Su mirada aturdida fue de Lynley a su marido. Se encogió, una reacción de lo más elocuente.
—Salga de aquí, Reeve —masculló Lynley.
—Que le jodan —replicó Reeve, y prosiguió con voz tensa—. Quiere que le digas que peleamos, Tricia. Que fui a por ti y que tú fuiste a por mí. Recuerdas cómo sucedió, ¿verdad? Así que dile que me arañaste la cara y saldrá cagando leches de casa.
Lynley se puso en pie.
—¡He dicho que fuera!
Reeve apuntó a su mujer con un dedo.
—Díselo. Se ha dado cuenta de que peleamos al vernos, pero no aceptará mi palabra hasta que le digas que es verdad. Díselo.
Lynley le echó de la habitación. Cerró la puerta de golpe y volvió a la cama. Tricia seguía sentada, tal como la había dejado. No hizo el menor esfuerzo por secarse.
Había un cuarto de baño contiguo, y Lynley fue a buscar una toalla. La aplicó con suavidad a su cara, sobre su cuello magullado y su pecho. Tricia le miró atontada un momento, antes de volver la cabeza y mirar la puerta por la que había salido su marido.
—Dígame qué sucedió entre ustedes, señora Reeve.
La mujer se volvió hacia él. Se humedeció los labios.
—Su marido la atacó, ¿verdad? ¿Se defendió? —Era una pregunta ridícula, y lo sabía. ¿Cómo habría podido hacerlo? Lo último de que eran capaces los adictos a la heroína era defenderse con vigor—. Deje que telefonee a alguien para que la vea. Ha de salir de aquí. Debe de tener alguna amiga. ¿Hermanos o hermanas? ¿Padres?
—¡No! —La mujer le cogió la mano. Su presa no era fuerte, pero sus uñas, largas y artificiales como el resto de su cuerpo, se clavaron en su carne.
—No creo ni por un momento que plantara cara a su marido, señora Reeve. Y mi resistencia a creerlo va a ponerle las cosas difíciles en cuanto él salga en libertad bajo fianza. Me gustaría sacarla de aquí antes de que eso pasara, así que si me da un nombre al que telefonear…
—¿Va a detenerle? —susurró Tricia, y dio la impresión de que hacía un monumental esfuerzo por despejar su cabeza—. ¿Va a… detenerle? Pero usted dijo…
—Lo sé, pero eso fue antes. Esta noche ha ocurrido algo que me impide cumplir mi palabra. Lo siento, pero no tengo otra elección. Ahora, me gustaría telefonear a alguien que viniera a ayudarla. ¿Me da un número?
—No. No. Fue… Le pegué. Sí. Intenté… morderle.
—Señora Reeve, sé que está asustada, pero intente comprender que…
—Le arañé. Mis uñas. Su cara. Arañada. Arañada. Porque me estaba… estaba estrangulando y yo quería que… parara. Por favor. Le arañé… la cara. Le hice sangre. De veras.
Lynley advirtió su creciente agitación y maldijo en silencio. Maldijo la astucia de Reeve y la habilidad con que se había inmiscuido en la entrevista con su mujer. Maldijo sus propias insuficiencias, la mayor de las cuales era la pérdida de los estribos que siempre oscurecía su visión y nublaba su pensamiento. Como esta noche.
En su casa de Eaton Terrace, Lynley reflexionó sobre todo esto. Su resentimiento y su necesidad de venganza se habían impuesto, y por eso Martin Reeve se había salido con la suya. El miedo de Tricia a su marido (en probable combinación con una adicción a la heroína que él sin duda fomentaba) la había espoleado a confirmar hasta la última palabra de Reeve. Lynley todavía habría podido encerrar a aquella rata inmunda durante seis o siete horas de interrogatorio, pero el norteamericano no había llegado a donde estaba sin conocer sus derechos. Tenía garantizada una representación legal, y la habría solicitado antes de salir de casa. El único resultado habría sido una noche de insomnio para todos los implicados. Y al final, Lynley no se habría encontrado más cerca de efectuar una detención que aquella mañana, cuando había llegado a Londres.
Pero las cosas habían terminado en Notting Hill tal como habían terminado porque Lynley había errado en sus cálculos, y debía admitirlo. En sus prisas por tener a Tricia lo bastante consciente y coherente para intervenir en una conversación, había permitido a su marido que se quedara el tiempo suficiente para proporcionarle el guión que necesitaba en su entrevista con Lynley. De esa forma, había desperdiciado la ventaja de presentarse en casa de Martin Reeve en plena noche. Era un error costoso, típico de un principiante esforzado pero mediocre.
Quiso decirse que el error de cálculo era el producto de un largo día, un sentido de la caballerosidad equivocado y un agotamiento extremo. Pero la inquietud de su alma, que empezó a sentir en cuanto vio la tarjeta postal con el anuncio de Nikki Tentación, hablaba de un origen muy distinto. Y puesto que no deseaba pensar en la causa ni en sus implicaciones, Lynley bajó a la cocina, donde hurgó en la nevera hasta descubrir un envase de paella precocinada que metió en el microondas.
Sacó una Heineken para acompañar su cena improvisada, la abrió y transportó hasta la mesa. Se dejó caer en una silla y tomó un largo sorbo de cerveza. Había una delgada revista junto a un cuenco con manzanas, y mientras esperaba a que el microondas obrara su magia sacó sus gafas del bolsillo y echó un vistazo a lo que resultó ser un programa de teatro.
Vio que Denton había logrado triunfar sobre las multitudes que intentaban obtener entradas para el espectáculo más en boga en el West End. La palabra Hamlet formaba un atrevido diseño gráfico en letras plateadas sobre fondo negro, junto con un espadín y las palabras King-Ryder Productions, dispuestas con gusto sobre el título de la obra. Lynley meneó la cabeza con una risita y pasó las páginas, plagadas de fotografías satinadas. Si conocía a Denton, los próximos meses en Eaton Terrace serían una incesante audición de las melodías de la ópera pop que resonaban en su alma cautivada por los escenarios. Si no recordaba mal, Denton había tardado casi nueve meses en dejar de tararear The Music of the Night a la menor oportunidad.
Al menos, la nueva obra no era de Lloyd-Webber, pensó con cierta gratitud. En un tiempo había considerado que el homicidio era la única vía alternativa a tener que escuchar a Denton canturrear la melodía principal, y al parecer única, de Sunset Boulevard durante semanas interminables.
El microondas emitió su señal. Lynley recogió el envase y volcó su contenido sin más ceremonias en un plato. Atacó su cena de madrugada, pero el acto de pinchar la carne, masticar y tragar no fue suficiente para desviar sus pensamientos, de modo que buscó otra cosa para distraerse.
Lo encontró en Barbara Havers.
Ya habría logrado reunir algo útil a estas alturas, pensó. Estaba frente al ordenador desde la mañana, y solo podía suponer que por fin había logrado meter en su dura cabeza la idea de que él esperaba que continuara en el cris hasta que consiguiese algo valioso y útil.
Cogió el teléfono que descansaba sobre la encimera, y sin hacer caso de la hora marcó su número. Comunicaba. Frunció el entrecejo y consultó su reloj. Caray. ¿Con quién coño estaría hablando Havers a la una y veinte de la madrugada? Con nadie que se le ocurriera, de modo que la única conclusión era que había descolgado el teléfono, la muy cabrona. Colgó y pensó en lo que iba a hacer con Havers. Pero seguir ese camino solo prometía una noche tempestuosa, lo cual no contribuiría a mejorar su trabajo por la mañana.
Terminó la cena, con la atención concentrada en el programa de Hamlet, y dio gracias en silencio a Denton por haberle proporcionado una diversión.
Las fotografías eran buenas, y valía la pena leer el texto. El suicidio de David King-Ryder estaba todavía lo bastante fresco en la conciencia del público como para aportar un aire romántico y melancólico a todo lo asociado con su nombre. Además, no era tarea difícil mirar a la voluptuosa doncella que interpretaba el papel de Ofelia en la producción. Y el diseñador de vestuario había sido muy listo al vestirla para su muerte con una bata tan diáfana que hacía innecesaria la prenda. Iluminada desde atrás, dispuesta a ahogarse, un ser atrapado ya entre dos mundos. El vestido transparente reclamaba su alma para el cielo, en tanto su cuerpo terrenal la encadenaba con firmeza, en toda su belleza sensual, a la tierra. Era la combinación perfecta de…
—¿Es una mirada lasciva, Tommy? ¿Casada desde hace solo tres meses, y ya te descubro mirando con lascivia a otra mujer?
Helen estaba en la puerta, medio dormida, mientras se ceñía el cinturón de la bata.
—Solo porque estabas durmiendo —dijo Lynley.
—Una respuesta demasiado rápida. Supongo que la has utilizado con más frecuencia de lo que quiero saber. —Se acercó a él, miró por encima de su hombro y posó una mano fría y esbelta en su nuca—. Ah. Ya entiendo.
—Una lectura ligera para acompañar la cena, Helen. Nada más.
—Humm. Sí. Es guapa, ¿verdad?
—¿Guapa? Ah. ¿Te refieres a Ofelia? No me había dado cuenta.
Cerró el programa y cogió la mano de su mujer. Apoyó los labios sobre su palma.
—Mientes muy mal. —Helen besó su frente y fue hacia la nevera, de la que sacó una botella de Evian. Se apoyó contra la encimera mientras bebía, y le observó con cariño por encima del vaso—. Tienes un aspecto horrible —observó—. ¿Has comido hoy? No, no contestes. Es tu primera comida decente desde el desayuno, ¿verdad?
—¿Debo contestar o no?
—Da igual. Puedo leerlo en toda tu cara. ¿Por qué será, querido, que puedes olvidarte de comer durante dieciséis horas, mientras yo no consigo alejar la comida de mi mente más de diez minutos?
—Es el contraste entre los corazones puros e impuros.
—Vaya, una nueva teoría sobre la glotonería.
Lynley lanzó una risita. Se acercó a ella y la cogió entre sus brazos. Olía a sidra y a sueño, y su pelo era tan suave como la brisa cuando agachó la cabeza para apretarla contra su mejilla.
—Me alegro de haberte despertado —murmuró, y se relajó en su abrazo, que le proporcionó un tremendo consuelo.
—No estaba dormida.
—¿No?
—No. Solo lo intentaba, pero temo que no llegué muy lejos.
—No es propio de ti.
—No. Lo sé.
—Algo te preocupa. —La soltó y clavó la vista en ella, al tiempo que le apartaba el pelo de la cara. Sus ojos oscuros se encontraron con los de él, y Lynley los estudió: lo que revelaban y lo que intentaban ocultar—. Cuéntame.
Ella tocó sus labios con los dedos.
—Te quiero —dijo—. Mucho más que cuando me casé contigo. Más aún que la primera vez que me llevaste a la cama.
—Me alegro, pero algo me dice que no es eso lo que tienes en mente.
—No, no es eso lo que tenía en mente, pero es tarde, Tommy. Estás demasiado agotado para conversar. Vamos a la cama.
Lynley ya tenía ganas. Nada le parecía mejor que hundir la cabeza en una blanda almohada y buscar el reposo junto a su mujer, cálida y consoladora. Pero algo en la expresión de Helen le dijo que no sería la medida más adecuada en ese momento. Había ocasiones en que las mujeres decían una cosa cuando querían decir otra, y al parecer esta era una de esas veces.
—Estoy acabado —dijo, medio en serio medio en broma—, pero hoy no hemos hablado mucho y no podré dormir hasta que lo hagamos.
—¿De veras?
—Ya sabes cómo soy.
Ella escudriñó su rostro y pareció satisfecha con lo que vio.
—No es nada —dijo—. Gimnasia mental, supongo. He estado pensando todo el día en lo que llega a hacer la gente cuando no quiere enfrentarse a algo.
Un escalofrío recorrió a Lynley.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Ha pasado un ángel. ¿A qué viene todo esto?
—El papel.
—¿Qué papel?
—Para las habitaciones libres. ¿No te acuerdas? Reduje las opciones a seis, lo cual me pareció admirable, teniendo en cuenta lo que me cuesta elegir, y pasé toda la tarde pensando en la mejor alternativa. Clavé las muestras en las paredes. Coloqué los muebles delante de ellas. Colgué cuadros alrededor. Pero no conseguí tomar una decisión.
—¿Porque estabas pensando en lo otro? —preguntó Lynley—. ¿Eso de que la gente no se enfrenta a lo que es necesario?
—No. Estaba obsesionada con el papel, nada más. Y tomar una decisión al respecto, mejor dicho, descubrir que era incapaz de tomar una decisión se convirtió en una metáfora de mi vida. ¿Me entiendes?
No. Era demasiado complicado. Pero asintió, pensativo, y confió en que eso bastara.
—Tú habrías elegido y santas pascuas. Pero yo no pude hacerlo por más que lo intenté. ¿Por qué?, me pregunté al cabo. La respuesta era muy sencilla: porque soy como soy. Porque me moldearon así. Desde el día de mi nacimiento hasta la mañana de mi boda.
Lynley parpadeó.
—¿Para qué te moldearon?
—Para ser tu mujer. O la mujer de alguien igual que tú. Éramos cinco, y a cada una de nosotras le fue asignado un papel. En un momento dado, estábamos sanas y salvas en el útero de nuestra madre, y al siguiente estábamos en brazos de nuestro padre, que nos miraba diciendo: «Humm. Esposa de un conde, creo. O no me extrañaría que fuera la siguiente princesa de Gales». En cuanto supimos el papel que nos había asignado, lo interpretamos. Oh, no estábamos obligadas, por supuesto. Bien sabe Dios que ni Penélope ni Iris bailaron al son de la música que había escrito para ellas. Pero las otras tres, Cybele, Daphne y yo, las tres fuimos como arcilla caliente en sus manos. En cuanto me di cuenta, Tommy, tuve que dar el siguiente paso. Tuve que preguntar por qué.
—Por qué eras arcilla caliente.
—Sí. Por qué. Y cuando hice la pregunta y analicé a fondo la respuesta, ¿cuál crees que fue?
La cabeza le daba vueltas y tenía los ojos irritados a causa de la fatiga.
—Helen —dijo Lynley, con un tono que consideró razonable—, ¿qué tiene que ver esto con el papel de la pared?
A continuación supo que le había fallado de alguna manera.
Ella se liberó de su abrazo.
—Da igual. No es el momento. Lo sé. Ya me doy cuenta de que estás agotado. Vamos a la cama.
Lynley intentó contemporizar.
—No. Quiero saberlo. Admito que estoy cansado, y me he perdido en lo de la arcilla caliente bailarina. Pero quiero hablar. Y escuchar. Y saber… —¿Saber qué?, se preguntó. Lo ignoraba.
Ella frunció el entrecejo, una clara señal de advertencia que él habría debido tener en cuenta.
—¿Qué? ¿Arcilla caliente bailarina? ¿De qué estás hablando?
—No hablo de nada. He sido un estúpido. Soy un idiota. Olvídalo. Por favor, ven, quiero abrazarte.
—No. Explica lo que querías decir.
—No es nada, Helen. Una tontería.
—Una tontería producto de mi conversación.
Lynley suspiró.
—Lo siento. Tienes razón, estoy acabado. Cuando estoy así digo cosas sin pensar. Dijiste que dos de tus hermanas no bailaron a su son, mientras el resto sí, lo cual te convirtió en arcilla caliente. Me quedé con la copla y me pregunté cómo era posible que la arcilla caliente bailara al son de su música y… Lo siento, ha sido un comentario estúpido. Mi cabeza ya no rige.
—Y yo no pienso para nada. Lo cual, supongo, no debería sorprender a ninguno de los dos. Pero eso es lo que querías, ¿no?
—¿El qué?
—Una esposa que no pensara.
Lynley se sintió abofeteado.
—Helen, eso no es solo una chorrada, sino un insulto para los dos. —Se acercó a la mesa para llevar el plato y los cubiertos al fregadero. Los enjuagó y contempló cómo el agua se escurría por el desagüe. Suspiró—. Maldita sea. —Se volvió hacia ella—. Lo siento, cariño. No quiero que discutamos.
La expresión de Helen se suavizó.
—No lo estamos haciendo.
Lynley la atrajo hacia sí.
—Entonces, ¿qué? —preguntó.
—Estoy en guerra conmigo misma.