2

Julian regresó a Maiden Hall poco después de las siete de la mañana siguiente. Si no había explorado todos los lugares posibles desde Consall Wood hasta Alport Height, se sentía como si lo hubiera hecho. Con la linterna en una mano y el altavoz en la otra, había recorrido el sendero boscoso que partía de Wettonmill y ascendía hasta Thor’s Cave. Había explorado la orilla del río Manifold, iluminado con su linterna la pendiente de Thorpe Cloud y seguido el río Dove hasta el antiguo caserón medieval de Norbury. En el pueblo de Alton había caminado un buen tramo por la Vía de Staffordshire. Había recorrido en coche todas las pistas de un solo carril que tanto gustaban a Nicola, al menos todas las que pudo. Y se había detenido de vez en cuando para gritar su nombre por el megáfono. Había hecho notar su presencia a propósito en cada población, y despertado ovejas, granjeros y excursionistas durante sus ocho horas de búsqueda. En el fondo, creía que no existía la menor posibilidad de encontrarla, pero al menos estaba haciendo algo, en lugar de esperar en casa al lado del teléfono. Al final, se sintió vacío y angustiado.

Y también hambriento. Habría podido devorar una pierna de cordero, si alguien se la hubiera ofrecido. Era raro, pensó. La noche anterior, presa de los nervios y la impaciencia, apenas había sido capaz de tocar su cena. De hecho, Samantha no había encajado muy bien su inapetencia. Se había tomado su falta de apetito como algo personal, y mientras el padre de Julian comentaba con sorna que un hombre también ha de ocuparse de otros apetitos, Sam, y nuestro Julie va a resolverlo esta noche con quien todos sabemos, Samantha había apretado los labios y despejado la mesa.

Ahora podría hacer justicia a uno de sus abundantes desayunos, pensó Julian, pero tal como estaban las cosas… Bien, no le parecía apropiado pensar en comida, y mucho menos pedirla, pese a que los huéspedes de Maiden Hall se pondrían a devorar de todo dentro de media hora, desde cereales a salmón ahumado.

No tendría que haberse preocupado por la corrección de desear comida en tales circunstancias. Cuando entró en la cocina de Maiden Hall, vio una bandeja intocada de huevos revueltos, champiñones y salchichas al lado de Nan Maiden. Ella se la ofreció.

—Quieren que coma, pero no puedo. Haz los honores, por favor. Espero que tengas apetito.

El plural se refería al personal de cocina que se encargaba de los desayunos: dos mujeres del cercano pueblo de Grindleford, que cocinaban por las mañanas, cuando los esfuerzos culinarios de Christian-Louis eran tan innecesarios como superfluos.

—Tráetelo, Julian.

Nan puso una cafetera sobre la bandeja, junto con tazones, leche y azúcar. Le precedió hasta el comedor.

Solo había una mesa ocupada. Nan saludó con la cabeza a la pareja instalada junto a la ventana salediza que daba al jardín y, después de preguntar cortésmente cómo habían dormido y cuáles eran sus planes para el día, se reunió con Julian en la mesa que había elegido, algo alejada, junto a la puerta de la cocina.

El hecho de que nunca utilizara maquillaje jugaba en contra de Nan aquella mañana. Sus ojos estaban hundidos en montículos de piel grisazulada. Su piel, levemente pecosa debido a los ratos que pedaleaba en su mountain bike siempre que tenía una hora libre para ejercitarse, se veía pálida por completo. Sus labios, que habían perdido hacía tiempo el color rosado natural de la juventud, exhibían finas arrugas macilentas que nacían bajo la nariz. Era evidente que no había dormido.

No obstante, había cambiado su indumentaria de la noche anterior, consciente de que la propietaria de Maiden Hall no debía aparecer ante sus huéspedes por la mañana vestida con lo que llevaba la víspera. En consecuencia, había sustituido su vestido de fiesta por unas mallas y una blusa a medida.

Sirvió una taza de café a cada uno y miró a Julian mientras atacaba sus huevos y champiñones.

—Háblame del compromiso —dijo—. Necesito algo que me impida pensar en lo peor.

Cuando habló, las lágrimas dieron a sus ojos un aspecto vidrioso y desenfocado, pero no lloró.

Julian procuró guardar la compostura.

—¿Dónde está Andy?

—Todavía no ha llegado. —Nan rodeó el tazón con sus manos. Lo apretó con tanta fuerza que sus dedos palidecieron—. Háblame de vosotros dos, Julian. Dime algo, por favor.

—Todo saldrá bien —dijo él. Lo último que deseaba era inventar una fantasía en la que Nicola y él se enamoraban como seres humanos normales, tomaban conciencia de dicho amor y sobre él edificaban una vida en común. En ese momento era incapaz—. Es una excursionista experimentada. Tomó toda clase de precauciones antes de salir.

—Lo sé, pero no quiero pensar en el significado de que aún no haya vuelto. Háblame de vuestro compromiso. ¿Dónde estabais cuando se lo pediste? ¿Qué dijo ella? ¿Cómo será la boda, y cuándo?

Julian experimentó un escalofrío al darse cuenta de la doble dirección que tomaban los pensamientos de Nan. En cualquier caso, eran temas que no deseaba considerar. Uno le impulsaba a pensar en lo impensable. El otro no hacía otra cosa que alimentar más mentiras.

Se decantó por una verdad que ambos conocían.

—Nicola ha recorrido los Picos desde que vinisteis de Londres. Aunque se haya hecho daño, sabe lo que ha de hacer hasta que llegue ayuda. —Pinchó con el tenedor un trozo de huevo y champiñón—. Menos mal que nos habíamos citado. De lo contrario, Dios sabe cuándo habríamos salido en su búsqueda.

Nan apartó la vista, con los ojos todavía húmedos. Bajó la cabeza.

—Deberías ser optimista —continuó Julian—. Va bien equipada, y no se asusta cuando la situación se complica. Todos lo sabemos.

—Pero si se ha caído, o perdido en una cueva… Suele pasar, Julian. Ya lo sabes. Por bien preparado que vaya alguien, lo peor sucede en ocasiones.

—Nada indica que haya pasado algo. Solo exploré la parte sur del White Peak, y seguro que pasé por alto media docena de sus escondrijos habituales. Hay más kilómetros cuadrados de los que un hombre puede explorar en la oscuridad de la noche. Podría estar en cualquier parte. Incluso podría haber ido al Dark Peak sin que nosotros lo supiéramos.

No comentó la pesadilla que Rescate de Montaña afrontaba cada vez que alguien desaparecía en el Dark Peak. Al fin y al cabo, habría sido cruel destruir las tenues esperanzas de Nan. De todos modos, conocía bien la realidad del Dark Peak, y no necesitaba que nadie le recordara que, mientras las carreteras convertían en accesible la mayor parte del White Peak, su hermano del norte solo era posible atravesarlo a caballo, a pie o en helicóptero. Si un excursionista se perdía o accidentaba en él, eran precisos sabuesos para localizarlo.

—No obstante, dijo que se casaría contigo —afirmó Nan, más para sí que para Julian—. ¿Dijo que se casaría contigo?

La pobre mujer parecía tan ansiosa por escuchar una mentira, que Julian se sintió igual de ansioso por complacerla.

—Aún no habíamos llegado a una decisión definitiva. Por eso íbamos a encontrarnos ayer.

Nan levantó la taza con ambas manos y bebió.

—¿Estaba…? ¿Parecía contenta? Solo lo pregunto porque parecía… Bien, parecía que había hecho planes, y no estoy muy segura…

Julian pinchó otro champiñón.

—¿Planes?

—Me dio la impresión… Sí, eso me pareció.

Julian la miró. Nan le miró. Él fue el primero en parpadear.

—Que yo sepa, Nicola no tenía planes, Nan —respondió.

La puerta de la cocina se abrió unos centímetros. El rostro de una de las mujeres de Grindleford apareció en la abertura.

—El señor Maiden, señora Maiden —dijo en un susurro.

Andy estaba apoyado contra una de las encimeras, de cara a ella, con la cabeza gacha. Cuando su mujer le llamó por el nombre, alzó la vista.

Su rostro estaba contraído de fatiga, tenía el bigote desordenado y el pelo enmarañado, aunque no soplaba viento. Sus ojos se posaron en Nan, y después se desviaron. Julian se preparó para oír lo peor.

—Su coche está en el borde de Calder Moor —informó Andy.

Su esposa juntó ambas manos y las apretó contra el pecho.

—Gracias a Dios —dijo.

Aun así, Andy no la miró. Su expresión indicaba que las gracias eran prematuras. Sabía lo que Julian sabía, y lo que la propia Nan habría deducido si hubiera reparado en las posibilidades que indicaban el emplazamiento del Saab de Nicola. Calder Moor era extenso. Empezaba justo al oeste de la carretera que corría entre Blackwell y Brough, y comprendía interminables extensiones de brezo y tojo, cuatro cavernas, numerosos túmulos, fortalezas y montículos, que abarcaban desde el Paleolítico hasta la Edad del Hierro, afloramientos y cuevas de piedra arenisca, y grietas en las que más de un excursionista incauto se había internado para no volver a salir. Julian sabía que Andy estaba pensando en esto, de pie en la cocina, al final de su larga noche de búsqueda. Pero Andy también estaba pensando en otra cosa: de hecho, sabía algo. Resultó evidente por la forma en que se enderezó y empezó a golpearse la palma de una mano con los nudillos de la otra.

—Andy —dijo Julian—. Habla, por el amor de Dios.

La mirada de Andy se clavó en su mujer.

—El coche no está en el borde, como debería.

—Entonces ¿dónde…?

—Está detrás de un muro, oculto a la vista, en la carretera que sale de Sparrowpit.

—Pero eso es bueno, ¿verdad? —jadeó Nan—. Si fue de acampada, no quiso dejar el Saab en la carretera, por si alguien lo veía y lo forzaba.

—Es verdad —dijo Andy—, pero el coche no está solo. —Dirigió una fugaz mirada a Julian, como si se disculpara por algo—. Hay una moto a su lado.

—Alguien que fue a pasar el día —indicó Julian.

—¿A esa hora? —Andy meneó la cabeza—. Estaba mojada a causa del rocío de la madrugada. Igual que su coche. Llevaba tanto tiempo allí como el Saab.

—Entonces ¿no fue al páramo sola? ¿Se citó allí con alguien? —preguntó Nan.

—O la siguieron —sugirió Julian en voz baja.

—Voy a llamar a la policía —anunció Andy—. Ahora sí que pondrán en acción a Rescate de Montaña.

Cuando un paciente moría, la costumbre de Phoebe Neill era volver a la naturaleza en busca de consuelo. Por lo general, lo hacía sola. Había vivido sola casi toda su vida, y no tenía miedo de la soledad. Y en la combinación de soledad y regreso a la naturaleza, encontraba consuelo. Allí, ninguna obra del hombre se interponía entre ella y el Gran Creador. Cuando pisaba la tierra, podía reconciliar el final de una vida con la voluntad de Dios, a sabiendas de que el cuerpo que habitamos es una cáscara que nos cobija por un breve período anterior a nuestra entrada en el mundo espiritual, para la siguiente fase de nuestro desarrollo.

No obstante, aquella mañana las cosas eran diferentes. Sí, un paciente había muerto la noche anterior. Sí, Phoebe Neill regresó a la naturaleza en busca de consuelo. Pero en esta ocasión no fue sola. Llevó con ella a un perro de linaje incierto, huérfano del joven cuya vida acababa de terminar.

Era ella quien había convencido a Stephen Fairbrook de que adoptara a un perro como acompañante durante su último año de enfermedad. Cuando fue evidente que el final de Stephen se acercaba, comprendió que facilitaría las cosas si le tranquilizaba sobre el destino del perro.

—Stevie, cuando llegue el momento, Benbow se quedará conmigo —le dijo una mañana mientras bañaba su cuerpo esquelético y masajeaba sus miembros encogidos—. No has de preocuparte por él. ¿De acuerdo?

Ya puedes morir en paz, fue lo que calló. No porque palabras como «vida» o «muerte» no pudieran pronunciarse delante de Stephen Fairbrook, sino porque tras conocer el diagnóstico, someterse a incontables tratamientos y fármacos, en un esfuerzo por mantenerse con vida hasta que descubrieran una cura, ver su peso declinar, su pelo caer y su piel llenarse de cardenales que se convertían en llagas, «vida» y «muerte» se convirtieron en compañeros inseparables para él. No necesitaba que le presentaran oficialmente a invitados que ya habían tomado posesión de su casa.

La última tarde de su amo, Benbow supo que Stephen estaba agonizando. Hora tras hora, el animal permaneció inmóvil a su lado, moviéndose solo cuando Stephen se movía, con el hocico apoyado en la mano de Stephen, hasta que Stephen les abandonó. De hecho, Benbow se enteró antes que Phoebe del fallecimiento de Stephen. Se levantó, gañó, aulló una vez y guardó silencio. Luego, buscó consuelo en su cesta, donde se quedó hasta que Phoebe fue a recogerlo.

Se alzó sobre sus patas traseras y meneó la cola con alegría cuando Phoebe aparcó el coche en el arcén, cerca de un muro de piedra seca, y cogió la correa. Ladró una vez. Phoebe sonrió.

—Sí, un paseo nos sentará estupendamente, viejo amigo.

La mujer bajó del coche. Benbow le siguió, saltó con energía del Vauxhall y olfateó el aire ansioso, con la nariz apretada contra el suelo arenoso como un Hoover canino. Condujo a Phoebe hasta el muro de piedra y no cesó de husmearlo hasta llegar a los peldaños que le permitirían el acceso al páramo. Saltó el muro con facilidad, y en cuanto estuvo en el otro lado se sacudió. Enderezó las orejas y ladeó la cabeza. Lanzó un ladrido penetrante para informar a Phoebe de que prefería correr libremente a pasear con la correa.

—No es posible, viejo amigo —dijo Phoebe—. Al menos hasta que sepamos qué y quién hay en el páramo, ¿de acuerdo?

Era cautelosa y sobreprotectora en ese sentido, excelentes cualidades para cuidar a los moribundos recluidos en sus hogares, sobre todo aquellos cuyo estado requería máxima vigilancia. Sin embargo, en lo tocante a niños o perros, Phoebe sabía por intuición que su ansia protectora nacida de una naturaleza precavida habría dado como resultado un animal cobardica o un niño rebelde. Por lo tanto, no tenía hijos (aunque no por falta de oportunidades) ni perros, hasta ahora.

—Espero tratarte bien, Benbow —dijo. El animal alzó la cabeza para mirarla, a través del flequillo que caía sobre sus ojos. Dio media vuelta hacia el páramo, kilómetro tras kilómetro de brezo, un manto púrpura que cubría las espaldas de la tierra.

Si el páramo solo hubiera consistido en brezo, Phoebe no habría dudado en permitir total libertad de movimientos a Benbow, pero el, en apariencia, flujo ilimitado de brezo era engañoso para los no iniciados. Antiguas canteras de piedra arenisca producían inesperadas lagunas en el paisaje, en las que el perro podía caer, y las cavernas, minas de plomo y cuevas en las que podía adentrarse (y a las cuales ella no podría ni querría seguirle) eran cantos de sirena para cualquier animal, una seducción con la que Phoebe Neill no deseaba competir. Sin embargo, estaba dispuesta a que Benbow correteara a sus anchas por uno de los principales bosquecillos de abedules que crecían irregularmente en el páramo, como plumas que se elevaran hacia el cielo. Aferró la correa y se encaminó hacia el noroeste, donde crecía el más famoso de dichos bosquecillos.

Si bien la mañana era espléndida, aún no se veían excursionistas. El sol estaba bajo hacia el este, y la sombra de Phoebe se proyectaba hacia su izquierda, como si deseara alcanzar a un horizonte cobalto, cargado de nubes tan blancas que habrían podido pasar por enormes cisnes dormidos. Soplaba poco viento, apenas una brisa que hacía aletear el impermeable de Phoebe y apartaba el pelaje de los ojos de Benbow. Phoebe no percibió ningún olor en la brisa. El único ruido procedía de unos desagradables cuervos, agazapados en algún rincón del páramo, y de un rebaño de ovejas que balaban a lo lejos.

Benbow olfateaba cada centímetro del sendero, así como los montículos de brezo que lo flanqueaban. Era un paseante colaborador, tal como Phoebe había descubierto durante los tres paseos diarios que el perro y ella habían compartido desde que Stephen quedó confinado en su lecho sin remisión. Como no tenía que tirar de él, arrastrarle o animarle de alguna forma, su paseo por el páramo le concedió tiempo para rezar.

No rezó por Stephen Fairbrook. Sabía que Stephen estaba en paz ahora, más allá de la necesidad de una intervención (divina o humana) en el proceso de lo inevitable. Rezó para alcanzar una mayor comprensión. Quería saber por qué se había instalado una plaga entre ellos, un azote que castigaba a los mejores, los más brillantes y, con frecuencia, a los que más tenían que ofrecer. Quería saber a qué conclusiones debían conducirla las muertes de hombres jóvenes culpables de nada, las muertes de niños cuyo crimen era haber nacido de madres infectadas, así como las muertes de esas infortunadas madres.

Cuando Benbow aceleró el paso, ella se plegó a sus deseos de buen grado. De esta forma, se adentraron en el corazón del páramo. Extraviarse no preocupaba a Phoebe. Sabía que habían iniciado su paseo al sudeste de un afloramiento de piedra arenisca llamado el Trono de Agrícola. Comprendía los restos de un gran fuerte romano, un puesto de vigilancia barrido por el viento que recordaba a una gigantesca silla y señalaba el límite del páramo. Cualquiera que divisara el Trono de Agrícola durante una excursión no podía perderse.

Llevaban paseando una hora cuando Benbow enderezó las orejas y se detuvo de repente. Su cuerpo se alargó, con las patas traseras extendidas. Su cola se inmovilizó. Un leve gañido escapó de su garganta.

Phoebe examinó lo que se extendía ante ellos: un bosquecillo de abedules, donde había pensado dejar corretear a Benbow.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. Qué listo eres. —Se había quedado muy sorprendida, e igualmente conmovida, por la facilidad del perro para leer sus intenciones. Le había prometido en silencio libertad cuando llegaran al bosquecillo. Y aquí estaba el bosquecillo. El perro conocía sus intenciones y estaba ansioso por librarse de la correa—. No te culpo —dijo mientras se arrodillaba para desenganchar la correa del collar. Enrolló la correa de cuero trenzado alrededor de su mano y se incorporó mientras el perro salía disparado hacia los árboles.

Phoebe caminó tras él, y sonrió al verlo trotar por el sendero. El perro utilizaba sus patas como muelles de resorte mientras corría, y saltaba en el aire como si quisiera volar. Rodeó una ancha columna de piedra arenisca, toscamente tallada, que había en la linde del bosquecillo y desapareció entre los abedules.

Era la entrada a Nine Sisters Henge, un recinto neolítico que rodeaba nueve monolitos erectos de diversas alturas. Reunidos unos tres mil quinientos años antes de Cristo, el recinto y los monolitos señalaban un lugar donde el hombre prehistórico había celebrado sus rituales. En la época de su uso, el recinto se había alzado a plena vista, en un terreno despojado de sus robles y alisos naturales. Ahora, sin embargo, estaba oculto, enterrado en el interior de un espeso bosque de abedules, una intrusión moderna en el páramo resultante.

Phoebe hizo un alto y examinó el terreno circundante. Hacia el este, el cielo despejado permitía que el sol se filtrara entre los árboles. Su corteza era blanca como ala de gaviota, pero recorrida por grietas marrones en forma de diamante. Las hojas formaban una reluciente pantalla verde en la brisa de la mañana, que servía para ocultar el antiguo círculo de monolitos sepultado entre los abedules a los excursionistas aficionados que ignoraban su existencia. La luz caía en ángulo oblicuo sobre el monolito centinela, una piedra erguida ante los abedules, lo cual intensificaba el efecto de la erosión, y desde lejos las sombras se combinaban para crear un rostro, un austero centinela de secretos ancestrales.

Mientras Phoebe observaba el monolito, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Pese a la brisa, reinaba un silencio sobrecogedor. El perro no ladraba, ninguna oveja perdida balaba, ningún excursionista llamaba a otro al cruzar el páramo. De hecho, el silencio era excesivo, pensó Phoebe. Miró en torno con inquietud, abrumada por la sensación de que la estaban observando.

Phoebe se consideraba una mujer práctica al cien por cien, poco inclinada a fantasear o a dejar volar su imaginación. Sin embargo, experimentó el repentino impulso de alejarse de aquel lugar, y llamó al perro. No obtuvo respuesta.

—¡Benbow! —llamó por segunda vez—. Ven, chico. Ven.

Nada. El silencio se intensificó y la brisa paró. A Phoebe se le erizó el vello de la nuca.

No quería acercarse al bosquecillo, pero ignoraba el motivo. Ya había paseado otras veces por allí. Hasta había ido de picnic un glorioso día de primavera. Pero esa mañana en aquel lugar había algo…

Un penetrante aullido de Benbow, y de repente dio la impresión de que centenares de cuervos alzaban el vuelo, como un enjambre color ébano. Por un momento ocultaron el sol por completo. La sombra que proyectaban semejaba un monstruoso puño que flotara sobre Phoebe. Tembló ante la sensación de que la habían marcado, como Caín antes de ser expulsado.

Tragó saliva y se volvió hacia el bosquecillo. Benbow no emitió más sonidos ni respondió a su llamada. Phoebe corrió por el sendero, pasó junto al guardián de piedra arenisca de aquel reducto sagrado y entró en el arbolado.

Crecían muy juntos, pero los visitantes del lugar habían practicado un sendero con el curso de los años, en el cual se veía la hierba aplastada en algunos puntos. A los lados, no obstante, crecían arándanos entre la maleza, y las últimas orquídeas silvestres esparcían su aroma característico a gatos. Phoebe buscó a Benbow bajo los árboles, cada vez más cerca de las antiguas piedras. La rodeaba un silencio tan profundo que parecía un augurio mudo pero elocuente.

Entonces, cuando estaba a punto de llegar al límite del círculo, oyó al perro de nuevo. Ladraba desde algún sitio, y luego emitió algo a mitad de camino entre un gañido y un gruñido. Sonaba aterrador.

Temiendo que hubiera encontrado a un excursionista poco entusiasta de sus avances caninos, Phoebe apresuró el paso hacia el sonido, a través de los árboles hasta entrar en el círculo. Al instante vio un montículo de intenso azul en la base interior de un monolito. Benbow ladraba a este montículo, a respetuosa distancia, con el pelaje erizado y las orejas aplastadas contra la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Phoebe—. ¿Qué has encontrado?

Se secó las palmas en la falda, nerviosa, y miró. Vio la respuesta a su pregunta esparcida a su alrededor. Lo que el perro había encontrado era una escena caótica. El centro del círculo de piedras estaba sembrado de plumas blancas y de desperdicios de excursionistas: una tienda, una olla, una mochila con su contenido desparramado por el suelo.

Phoebe se acercó al perro a través de aquella confusión. Quería volver a amarrar a Benbow con la correa y salir de allí cuanto antes.

Benbow, ven aquí —dijo, y el perro ladró más frenético. Nunca le había oído ladrar de aquella manera.

Estaba muy inquieto por el montículo azul, el origen de las plumas blancas que salpicaban el claro como alas de mariposas desmembradas.

Era un saco de dormir, cayó en la cuenta. Y de ese saco habían salido las plumas, porque más plumas blancas surgieron de un corte efectuado en el nailon que lo cubría cuando Phoebe lo tocó con un pie. De hecho, casi todas las plumas del relleno ya no ocupaban el lugar que les correspondía. Lo que quedaba era una especie de tela alquitranada. La cremallera estaba bajada por completo, y contenía algo, algo que aterrorizaba al perro.

Phoebe sintió que sus rodillas flaqueaban, pero se obligó a levantar la funda. Benbow reculó y permitió que la anciana viera con claridad la imagen de pesadilla que la funda ocultaba.

Sangre. Más de la que jamás había visto. No era de un rojo brillante porque llevaba expuesta al aire varias horas, pero a Phoebe no le hacía falta el color para saber qué estaba viendo.

—Oh, Dios mío.

Se mareó.

Había visto la muerte bajo diversas formas, pero ninguna tan espeluznante como esta. A sus pies yacía un joven aovillado en posición fetal, vestido de negro de pies a cabeza, y ese mismo color tenía la carne quemada de un lado de su cara, desde el ojo a la mandíbula. Su cabello era negro también y le colgaba en una coleta. Su perilla era negra. Sus uñas también. Llevaba un anillo de ónice y un pendiente negro. El único color que aliviaba la omnipresencia del negro, aparte del saco de dormir azul, era el magenta de la sangre, esparcida por todas partes: en el suelo bajo el cuerpo, empapando sus ropas, brotando de las múltiples heridas que salpicaban su torso.

Phoebe dejó caer el saco de dormir y retrocedió. Sintió calor. Sintió frío. Sabía que estaba a punto de desmayarse. Se reprendió por su falta de coraje. Dijo «¿Benbow?», y por encima de su voz oyó el ladrido del perro. En realidad no había dejado de ladrar en ningún momento. Pero cuatro de los sentidos de Phoebe habían resultado neutralizados por la conmoción, que había intensificado y afinado el quinto: la vista.

Cogió el perro y se alejó dando tumbos por el horror.

El día había cambiado por completo cuando la policía llegó. Siguiendo la costumbre del clima reinante en los Picos, una mañana nacida con sol y un cielo perfecto había alcanzado la madurez en medio de la niebla. Se deslizaba sobre la lejana cumbre de Kinder Scout, y reptaba a lo largo de los elevados páramos del noroeste. Cuando la policía de Buxton extendió la cinta que perimetraba el lugar de los hechos, la niebla caía sobre sus hombros como espíritus que descendieran para visitar el lugar.

Antes de reunirse con la policía científica, el inspector detective Peter Hanken intercambió unas palabras con la mujer que había encontrado el cadáver. Estaba sentada en el asiento posterior de un coche celular, con un perro sobre el regazo. A Hanken le gustaban mucho los perros. Tenía dos perdigueros que le proporcionaban casi tanto orgullo y alegría como sus tres hijos. Sin embargo, aquel patético perro callejero, con su pelaje de aspecto sarnoso y sus ojos de color cieno, parecía un candidato ideal para la inyección letal. Y olía como un cubo de basura abandonado al sol.

Tampoco hacía sol, lo cual contribuía a deprimir a Hanken todavía más. Estaba rodeado de gris por todas partes, en el cielo, en el paisaje, en el cabello de la anciana que tenía ante él, y hacía mucho tiempo que el gris poseía la virtud de hundirle antes de asumir el efecto que una investigación de asesinato causaría en sus planes para el fin de semana.

—¿Nombre? —preguntó Hanken por encima del capó del coche a la agente Patty Stewart, una mujer con cara en forma de corazón y unas tetas que, desde hacía tiempo, se habían convertido en el objeto de las fantasías de media docena de jóvenes agentes.

Stewart contestó con su competencia habitual.

—Phoebe Neill. Es enfermera a domicilio. De Sheffield.

—¿Qué coño estaba haciendo aquí?

—Un paciente suyo murió anoche. Vino aquí a pasear con su perro para despejarse un poco.

Hanken había visto mucha muerte durante sus años de policía. Y a juzgar por su experiencia, no había nada que ayudara. Dio una palmada al techo del coche y abrió la puerta.

—Continuemos —dijo a Stewart.

Entró en el coche.

—¿Señora o señorita? —preguntó después de presentarse a la enfermera.

El perro se estiró hacia adelante y su ama lo sostuvo en posición de firmes.

—Es amigable —dijo—. Si le deja oler su mano… —Y añadió—: Señorita.

El detective la interrogó a fondo, al tiempo que procuraba soportar el olor rancio del perro. Una vez seguro de que la anciana no había visto más señal de vida que los cuervos huidos del lugar de los hechos, como carroñeros que eran, dijo:

—¿Ha tocado algo?

Entornó los ojos cuando la mujer se ruborizó.

—Sé qué hay que hacer en situaciones semejantes. De vez en cuando veo series policiacas en la televisión. De todos modos, no sabía que había un cadáver debajo de la manta… claro que no era una manta, ¿verdad? Era un saco de dormir hecho trizas. Y como había basura esparcida, supuse que…

—¿Basura? —la interrumpió Hanken, impaciente.

—Papeles. Cosas de acampada. Montones de plumas blancas por todas partes. —La mujer sonrió, con una penosa ansiedad por complacer.

—Pero no tocó nada, ¿verdad? —insistió Hanken.

No. Claro que no. A excepción de la manta. Solo que no era una manta, sino un saco de dormir. Donde estaba el cuerpo. Debajo del saco. Tal como acababa de decir…

De acuerdo, de acuerdo, pensó Hanken. Era una verdadera tía Edna. Debía de ser lo más emocionante que había experimentado en su vida, y estaba decidida a prolongar la experiencia.

—Y cuando lo vi… cuando lo vi… —Parpadeó deprisa, como temerosa de llorar—. Creo en Dios, ¿sabe usted?, en un propósito que lo trasciende todo, pero cuando alguien muere de esa manera, pone a prueba mi fe. Ya lo creo.

Apoyó la cara sobre la cabeza de Benbow. El perro lamió su nariz.

Hanken le preguntó qué necesitaba, si deseaba que una agente la acompañara a casa. Le dijo que quizá volvería a interrogarla. No debía abandonar el país. Si se ausentaba de Sheffield, debía proporcionarle sus nuevas señas. En realidad, no creía que fuera a necesitarla de nuevo, pero a veces hacía su trabajo como un autómata.

El lugar del crimen era irritantemente lejano e inaccesible, excepto a pie, mediante mountain bike o helicóptero. Teniendo en cuenta las alternativas, Hanken tuvo que recurrir a algunos miembros de Rescate de Montaña que le debían favores, y logró la colaboración de un helicóptero que acababa de terminar la búsqueda de dos excursionistas perdidos. Utilizó el helicóptero para trasladarse a Nine Sisters Henge.

La niebla no era muy espesa, aunque sí fría como un demonio, y cuando se acercaron vio destellar los flashes del fotógrafo de la policía, que documentaba el lugar de los hechos. A un lado de los árboles se había congregado una pequeña multitud. El patólogo forense y los biólogos forenses, agentes uniformados y oficiales de la policía científica, provistos del equipo para recoger pruebas, estaban esperando a que el fotógrafo terminara su trabajo. También estaban esperando a Hanken.

Este pidió al piloto del helicóptero que sobrevolara el bosquecillo de abedules antes de aterrizar. Desde ochenta metros por encima del suelo, distancia suficiente para no alterar las pruebas, vio un campamento montado dentro del perímetro del viejo círculo de piedras. Una pequeña tienda azul estaba parapetada contra la cara de un monolito, y en el centro del círculo se veía el redondel de una hoguera, negro como la pupila de un ojo. En el suelo había una manta plateada de emergencia, y cerca, una esterilla cuadrada de amarillo intenso. Una mochila negra y roja escupía su contenido, y una pequeña cocina de camping estaba caída de lado. Desde el aire, la escena no presentaba un aspecto tan desagradable, pensó Hanken, pero la distancia siempre daba una falsa seguridad de que todo iba bien.

El helicóptero le depositó a unos cincuenta metros del lugar. Bajó y se reunió con su equipo, mientras el fotógrafo de la policía salía del bosquecillo.

—Mal asunto —dijo.

—Ya —contestó Hanken—. Esperad aquí —indicó al equipo.

Dio un manotazo al centinela de piedra arenisca que señalaba la entrada del bosquecillo y siguió el camino que serpenteaba bajo los árboles. Las hojas desprendían gotas de condensación, debido a la humedad, que caían sobre sus hombros.

Hanken dejó vagar su mirada por Nine Sisters Hedge. La tienda era individual, como los demás objetos desparramados alrededor: un saco de dormir, una mochila, una manta de emergencia, una esterilla. Vio lo que no había distinguido desde el aire: el estuche de un plano, abierto y con su contenido medio roto. El suelo impermeable de una tienda de campaña arrugado contra la mochila solitaria. Una pequeña bota de montaña arrojada a los restos carbonizados del fuego central, y otra en las cercanías. Las plumas blancas se habían adherido a todo.

Cuando por fin se adentró entre los monolitos, Hanken realizó su habitual observación preliminar del lugar de los hechos. Examinó cada objeto sin permitir que su mente le ofreciera explicaciones plausibles. Sabía que la mayoría de los investigadores iban directamente al cuerpo (privado de vida por mor de la brutalidad humana), algo tan traumático que no solo obnubilaba los sentidos sino también el intelecto, e impedía ver la verdad que se plasmaba ante ellos. En consecuencia, vagó de un objeto a otro y los estudió sin tocarlos. De esta forma llevó a cabo su examen inicial de la tienda, la mochila, la esterilla, el estuche del plano y el resto del equipo, desde los calcetines al jabón, diseminado en el interior del círculo. Dedicó bastante tiempo a una camisa de franela y a las botas. Y cuando hubo visto suficiente, se dedicó al cadáver.

Era un cadáver horripilante: un muchacho de unos veinte años, delgado, casi esquelético, de muñecas delicadas y orejas finas. Aunque un lado de su cara estaba quemado, Hanken pudo distinguir una nariz bellamente dibujada, una boca bien formada y una apariencia femenina en general, que había intentado alterar con una perilla negra apenas esbozada. Estaba empapado de la sangre manada de numerosas heridas, y debajo solo llevaba una camiseta negra, sin jersey ni chaqueta. Sus tejanos negros habían virado al gris en los puntos de mayor roce: a lo largo de las costuras, en las rodillas y el fondillo. Y llevaba unas botas gruesas en sus grandes pies, unas Doc Martens, a juzgar por su aspecto.

Debajo de estas botas, semiocultas ahora por el saco de dormir que el fotógrafo de la policía había apartado para fotografiar el cadáver, había varias hojas de papel manchadas de sangre y humedad.

Hanken se acuclilló y las examinó, separándolas con la punta de un bolígrafo. Los papeles eran cartas anónimas, de redactado tosco y ortografía desaliñada, ensambladas con palabras y letras recortadas de periódicos y revistas. Su temática era monótona: todas se reducían a amenazas de muerte, aunque en cada ocasión se sugería un medio diferente.

Hanken desvió la vista desde los papeles al cadáver. Se preguntó si era razonable concluir que el destinatario había encontrado el fin augurado por aquellos mensajes. La deducción habría sido razonable, de no ser porque el interior del prehistórico círculo de monolitos contaba otra historia.

Hanken se alejó por el camino que discurría bajo los abedules.

—Empiecen a registrar el perímetro —ordenó a sus hombres—. Buscamos un segundo cadáver.