DEL MAR ROJO AL MEDITERRÁNEO
NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED
DE 2004
Con las manos temblorosas y la intuición exacerbada, me dispuse a volcar mis cinco sentidos en aquel legajo. Cruzando los dedos comencé a leer.
En nombre de Dios todopoderoso y piadoso, tu criado el fraile Mateo de Treviño escribe como redentor de la orden de La Merced.
A vuestra majestad vengo a informar sobre cómo, estando en el puerto berberisco de Alejandría acordando con el miramamolín del lugar los precios para libertar y hacer la redención de los cautivos figurantes que se me encomendaron en la nómina de la corona de Castilla, me encontré con una mujer que entre los registrados no aparecía inscrita, ni tenía concedida ninguna libranza de rescate por parte de familia o dote de las cortes. Ella misma se pagó su pasaje con unas extrañas monedas de oro que, aunque no fuesen ducados, acepté por su peso y valor.
La acepté a bordo porque, a pesar de contar un sinfín de historias increíbles, aseguraba ser española de nacimiento para después haber sido reina de un país cafre, cautiva y esclava. En un principio lo dudé, pero al mostrarme el rostro parecía de los nuestros, hablaba y escribía el castellano y se veía desesperada.
Estamos intentando localizar a su hermana Teresa, puesto que el recaudador de pechos que se han de pagar por las mercancías y esclavos que por el puerto pasan amenaza con encarcelarla si no paga su arancel, y ya no le queda nada con lo que cumplir. Antes de permitírselo preferimos protegerla hasta comprobar la certeza que pudiese haber entre tanta majadería. Mientras damos con sus parientes la susodicha transita por el puerto mendigando. Atiende al nombre de Isabel de Várela.
Adjunto a mi carta una suya, ya que no es analfabeta.
Casi histérica por el descubrimiento, dejé a un lado la carta del mercedario para saber de Isabel y continué leyendo:
Soy Isabel de Várela. Hace diez años que fui embarcada en el puerto de Lisboa para ser desposada con el rey de Mombasa y Malindi. Fueron muchos los avatares que desde aquellos lejanos días me acontecieron…
La carta resumía los cuatro años de reinado en un folio y el otro de cautiverio en medio. Cuando llegué a la parte que aún desconocía de su vida, reduje la velocidad de mi lectura.
Fueron dos años de muertes, asesinatos y robos a bordo del Pangayo hasta que el rey don Jerónimo fue gravemente herido en un abordaje que culminó con el hundimiento del barco asaltado. Poco antes de morir me llamó a su presencia y me entregó una carta de manumisión ensangrentada junto a un saco de monedas. Era la segunda vez que me perdonaba la vida. Terminado aquello, ordenó a su forajida tripulación que me dejase en el puerto más próximo.
Una vez en tierra, me fue tan difícil ubicarme como a una ola indeterminada en la inmensidad del mar. Totalmente desorientada deambulé por un puerto que al final resultó ser el de Suez, al fondo del mar Rojo. Parte del dinero que me entregó mi amo, señor y esposo fallecido Jerónimo de Chilingulia lo invertí en mi propia seguridad contratando los servicios de un mameluco y adquiriendo en el mercado una yegua ricamente enjaezada que me transportase. El guerrero delataba su caucásica procedencia por su rubia tez y ojos claros. Lo primero que hizo, acostumbrado a la tradición y uso del lugar, fue disfrazarme para hacerme pasar por su compañero de contiendas, para continuar tratando de nuestro ingreso en la caravana mientras fumaba de la misma pipa que el jeque al calor de una hoguera. Aquel anochecer partimos rumbo a El Cairo.
Me sentía extraña vestida con un turbante verde y una pesada cota de malla puesta sobre una larga túnica ceñida por un cinto bordado que me cortaba la respiración y aplastaba el pecho. Cubriendo mis piernas, unas calzas del mismo rojo que las babuchas, y pendiendo del cinto, una espada de hoja curva provista de una empuñadura engastada de piedras semipreciosas. Gracias a esta indumentaria y mi callada discreción durante las siete jornadas que duró el viaje, nada delató mi procedencia.
Según unos esclavistas que nos cruzamos por el desierto, corría el rumor de que había anclado en el puerto de Alejandría un barco de la corona de Castilla a la espera de poder encontrar a varios presos portugueses y españoles para pagar sus generosas libranzas. Ellos creían tener entre sus filas un postulante para ofrecer.
Al saber de aquello, en El Cairo pagamos un falucho que seguiría la corriente del Nilo hasta la desembocadura de Rosetta. De allí a Alejandría hay un paso. En el soberbio puerto mediterráneo me fue muy fácil localizar a los frailes mercedarios, dada la importancia de la nao y la bandera que enarbolaba su mástil. Esperé a la discreción de la nocturnidad para aparecer frente a ellos de entre unos barriles de pescado en escabeche. Fray Mateo al principio dudó, pero luego, al verme española, aceptó de buen grado las pocas piezas de oro que me sobraban a cambio de mi embarque en la travesía de regreso. Escondida en las bodegas de la nao, aún tuve que esperar otro mes más hasta que acordaron los rescates de todos los que encontraron vivos de la lista que les habían entregado.
Aquí estoy y ésta es mi historia, por muy inverosímil que parezca. Sólo escribo esta carta a petición de fray Mateo, que me asevera que así podré encontrar a mi padre o hermana. La segunda quizá se casase con nuestro primo, un hidalgo que probablemente aún resida en Badajoz. Sólo ruego al que tuviese noticia de su paradero que le hable de ésta aquí presente para que venga a rescatarme de la miseria en la que me encuentro.
Isabel de Várela
El día de nuestra Señora de la Merced del año de nuestro Señor de 1636.
¡Por fin un final feliz para mi incansable viajera! Me sentía como un biólogo al descubrir una nueva especie o como el astrónomo que encuentra un cometa para bautizarlo con su nombre.
Pero… algo me faltaba. Al devolver el legajo a Marcelina percibió mi decepción.
—¿Y bien?
—Gracias a ti he podido averiguar lo que le deparó a mi protagonista el final de su viaje. Pero aun así, parece que nunca puedo resolver una incógnita sin abrir otra. ¿Cómo podría averiguar si las dos hermanas llegaron a reencontrarse? Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, quizá lo hicieron sin reconocerse. Al despedirse en Lisboa, debían de parecer unas adolescentes muy diferentes a las vapuleadas mujeres que años después serían.
Marcelina guardó el legajo que le acababa de tender bajo el mostrador. Esperó a que terminase mi disertación y muy despacio me acercó otro nuevo sonriendo.
—Quizá este documento, además de cerrar las incógnitas que la propia historia nos ha dejado, consiga disipar las que tú sólita imaginas. Toma, anda. Parece que el recaudador de la aduana, pasado el tiempo, envió una especie de anotación complementaria que, debido a la diferencia de fecha, nunca se adjuntó al documento principal.
Abrí los ojos entusiasmada e inmediatamente me senté a consultarlo.
Arrepentido por la desconfianza que demostré ante el caso de la mujer llamada Isabel de Várela, me propongo enmendar mi falta añadiendo esta nota para que conste al margen del documento en el que narro la arribada de esta señora al puerto de Cádiz y su dudosa procedencia.
La hermana de Isabel de Várela me notificó su llegada inminente a los pocos días de haber recibido su marido, antes primo, nuestro billete requiriendo su reconocimiento. Acudiría sola, ya que hacía más de cinco años que su padre había muerto. En su carta me rogó encarecidamente que retuviese a aquella mujer hasta su llegada, pues tan bien podría ser su hermana como por el contrario esconder a una oportunista que pudo haber oído semejante historia por los mundos de Dios y hacerla suya suplantando a la verdadera Isabel. Sólo ella podría identificarla sin temor a errar.
Doña Teresa de Várela resultó ser una rica hidalga que apareció en el puerto cabalgando. Al preguntarme por ella, le señalé el lugar exacto en el que aquella loca andaba agachada, hurgando entre un montón de redes con la esperanza de hallar un pescado podrido al que hincar el diente.
La noble señora la miró al principio con cierta repugnancia. No era para menos. Descalza, mostraba las sucias plantas de los pies despellejadas, los dedos llenos de sabañones y los tobillos cuajados de amarillentas ampollas. Al dar un pequeño rodeo para verle la cara quedó aún más espantada, ya que la mendiga estaba tan demacrada que la piel se le había pegado a los hendidos pómulos. Su desdentada boca le arrugaba los labios, su calvicie enfriaba la sesera y la quemazón de su piel la tornaba casi negra.
Con una mueca de disgusto espoleó a su yegua, convencida de la imposibilidad de que aquella miserable mujer fuese su hermana Isabel. Por alguna extraña causa el animal se resistió a iniciar el paso, dando una coz hacia donde Isabel estaba.
—Lo siento. ¿Os asusto?
Isabel contestó sin mirar, pues estaba demasiado concentrada en la búsqueda de alimento.
—No. Sólo soy precavida.
Fue sólo entonces cuando la noble señora tiró de las riendas. El tono de aquella voz había reavivado de un golpe su memoria. Isabel, mientras, se incorporó muy despacio para mirar directamente a los ojos a aquella noble señora.
La hidalga no pudo más.
—¿Isabel?
La mendiga sonrió, rasgándose el escote para mostrar satisfecha el hombro derecho.
La noble señora sólo pudo mirarla confusa, ya que allí sólo había roña. Isabel, al sentir el desconcierto de su hermana, se miró el hombro y al no ver nada, se escupió en la palma de la mano, frotándolo con todas sus fuerzas. Su tono de voz sonó desesperado.
—No tengo joyas que os demuestren quién soy. ¿Creéis de verdad que una esclava puede llegar a conservar algo medianamente valioso? Éste es el único recuerdo que conservo y es seguro que lo reconoceréis.
La noble señora se quedó como petrificada.
—¿Ahora os convencéis? Tuve que desprenderme del camafeo, pero antes de ello pedí a una hindú que me lo tatuase en la piel. Así sólo lo perdería si me desollaban. De nuestros retratos me fue más difícil encontrar réplica.
En aquel momento se demostró todo. Desmontó, la abrazó sin temor a manchar sus lujosas vestimentas y besándola en la cara, lloró. Las dos se alejaron en silencio y sin despedirse. Tenían tantas cosas que contarse que la complicidad del cariño que se guardaron durante una década de separación las enmudeció. La imagen de aquella noble dama cabalgando por el puerto de Cádiz con una harapienta a la grupa quedaría en el recuerdo de todo el que las vio.