Capítulo 11

LA NIÑA QUE LLORA

LODWAR

2 DE FEBRERO DE 2004

Aquel año la acumulación de precipitaciones durante la breve estación de las lluvias había creado grandes diferencias en toda Kenia. Las apreciamos sobrevolando el valle del Rift. En la mayoría de las áreas meridionales, costeras y centrales del país vivían tiempos de sequía con relación a otros años, mientras que el pluviómetro quiso llevar la contraria bendiciendo con la abundancia de humedad aquellos secarrales cercanos a Turkana. Prueba evidente de ello era que las aletargadas semillas germinaban coloreando de verde los pastos.

Mientras la destartalada avioneta aterrizaba en la pequeña pista del aeropuerto de Lodwar, mi memoria rescataba del olvido una frase de Edgar Allan Poe: «Quien sueña de día conoce muchas cosas que se le escapan a quien sólo sueña de noche».

Junto al hangar que hacía las veces de terminal del aeropuerto aguardaba un hombre enjuto y delgado en un coche polvoriento. En cuanto pusimos pie en tierra le tendió la mano a Richard. Aún nos quedaban unos ciento cuarenta kilómetros por recorrer antes de llegar a la misión de Nariokotome, y si no queríamos que nos sorprendiese la noche debíamos partir de inmediato.

Así lo intentamos sin mucho éxito, pues tuvimos que sufrir las habituales horas de retraso para llenar el depósito de gasolina en la única y saturada estación de servicio que existía en la ciudad.

Precavidos, compramos dos bidones más de treinta litros cada uno para repostar durante el trayecto. Además, llenamos el maletero con algunos alimentos y agua para una semana.

Durante las largas horas de transitar por agrestes senderos pensaba en silencio en el hombre que guiaba mis pasos. Tenía miedo a iniciar otra relación, miedo a enamorarme y perder la independencia que tanto me había costado recuperar después de mi fracaso matrimonial.

Desde atrás admiraba su joven perfil. La papada aún no le asomaba y las únicas arrugas que surcaban su rostro eran producto de la deshidratación de una piel curtida por el sol y los gestos naturales. Pero pensándolo bien… ¿por qué no? Al fin y al cabo, podía hacer un paréntesis en mi vida. Lo que era cierto es que el miedo a ser herida de nuevo en mi orgullo y sentimientos me había encerrado en una concha tan calcificada que a punto estaba de fosilizarse.

¿Qué fue de la Carmen pasional? ¿Qué pasó con aquella adolescente ingenua que vivía la vida al instante sin reparar en las consecuencias que pudiesen surgir de un impulso alocado? Aquel hombre me atraía irremisiblemente. Cada vez que se acercaba a menos de dos metros de mi lado, oía su voz en el teléfono o recibía un mensaje de su puño y letra, mi corazón bombeaba acelerado y la sangre fluía por mis venas vertiginosamente hasta excitar todos los rincones de mi cuerpo.

¡Qué más daba! Estaba en África y una inyección de arrojo no me vendría mal para reactivar mis anquilosados sentimientos. Ansiaba fundirme con la naturaleza, y su llamada me atraía como nunca nada me atrajo tanto antes. Quebrar los sueños nunca es bueno.

Haría una hora que habíamos dejado atrás Lodwar cuando una columna de humo a unos quinientos metros del camino llamó nuestra atención. Era demasiado densa como para provenir de una simple hoguera, y decidimos desviarnos para ver de qué se trataba.

Según nos acercamos, lo que vimos nos dejó en silencio. Las brasas de tres chozas reducidas a cenizas refulgían entre la humareda. Nuestro amigo turkano salió lentamente del coche y se santiguó como si temiese avanzar.

—¿Qué ocurre, Richard?

Él negó con la cabeza y frunció el rostro, tan pesaroso que por un momento pensé que iba a llorar.

—¿Crees que es seguro que bajemos del coche?

Al darse la vuelta desde el asiento delantero pude vislumbrar un viso de las lágrimas retenidas brillando sobre sus pupilas.

—Este poblado turkano ha sido devastado, y cuando eso ocurre no suelen dejar títere con cabeza.

Tan incrédula como contagiada de su temor tragué saliva. A primera vista el poblado me recordó al de los masais.

—No exageres, Richard. Hemos pasado cerca de cinco controles militares en el camino hasta aquí. ¿Crees que alguien es capaz de burlarlos para cometer una masacre por placer?

Me miró escéptico.

—¡Otra vez! Lo han hecho de nuevo y nadie en el mundo parece querer enterarse. Los karamojong y los turkanos se han odiado desde hace generaciones y seguirán haciéndolo aunque el gobierno les amenace. Las dos tribus comparten este territorio, y aunque los militares consiguen apaciguar sus enfrentamientos, la provincia es demasiado extensa como para poder controlarla con eficacia. Si a eso le añades que a diario son muchos los etíopes que cruzan la frontera hambrientos, cualquiera puede haber sido el culpable de esta calamidad. Ahora sólo nos queda afrontarla.

Después de la explicación, inspiró profundamente, se caló el sombrero hasta casi taparse las cejas y salió decidido pegando un portazo que liberó al vehículo de la polvareda que acarreaba.

—Acompáñame, esta gente es muy desconfiada y reticente hacia el desconocido. Muchos ni siquiera han visto a un hombre blanco en su vida. Si hay algún superviviente nos recibirá mejor al ver a una mujer a nuestro lado.

Temblando ante la perspectiva, me quedé petrificada, a punto de derrumbarme. La humareda se iba disipando. El olor a sangre y carne quemada impregnó mis fosas nasales. Hasta el excremento de camello utilizado para las construcciones de las chozas se había tiznado de hollín. Ni una estampida de animales salvajes hubiese sido capaz de tanto destrozo.

No contaba con estadísticas, pero la malaria, el sida, el cólera, el paludismo o la disentería se hubiesen ensañado menos con las víctimas. Por lo menos, la enfermedad les dejaba la alternativa de acudir a un hospital de misioneros o al laibon de su tribu para que les sanase.

Consciente de mi inutilidad ante el terror, procuré serenarme buscando desesperadamente un lugar donde centrar mi atención para evitar un estudio en conjunto de la situación.

No parecía quedar un alma viva. Cinco cuerpos mutilados yacían inertes: dos mujeres a la salida de sus casas de barro y tres hombres armados entre los matorrales circundantes. Los charcos de sangre enrojecían aún más la tierra con el fluir de su muerte.

De repente oímos un gemido y los dos corrimos intuitivamente hacia la única tnayatta que no había sido devorada del todo por las llamas de la barbarie. Levantamos con sumo cuidado el pajizo techo medio derrumbado, sujetándolo con un grueso palo. Cargados de intriga, nos arrodillamos dispuestos a gatear en el interior del chamizo; cuando nuestras pupilas se acostumbraron a la oscuridad pudimos distinguir un bulto. Al iluminar con la linterna vimos a la afligida dueña del esperanzador quejido.

¡Al menos quedaba un alma a quien ayudar! Ya no sólo nos limitaríamos a enterrar despojos. Sentada en el suelo sobre una estera y apoyando la espalda en un pequeño montículo de barro, una niña de unos tres años, completamente desnuda y hecha un ovillo, se abrazaba las piernas contra el pecho al tiempo que se zarandeaba hacia adelante y hacia atrás mirando fijamente a la mujer muerta que estaba a su lado. Ausente e ignorándonos, no apartó la vista de ella. Al oírnos paró su vaivén para trenzar con sus escuálidos dedos la línea de pelo ensangrentado.

De la profunda herida de su frente seguía manando sangre como un arroyo desbordado en época de lluvias. La pequeña tarareaba una canción reiterativa parecida a nuestras nanas.

Me quité la zamarra y se la eché por los hombros para cubrir su desnudez. Al rechazarla de un manotazo, separó las piernas. A primera vista aquella pequeña seguía intacta y nadie la había mutilado. Al menos, ella ya no engrosaría las listas de los millones de niñas que entre los cuatro y doce años son sometidas a la ablación del clítoris.

Impasible y observándola por un instante, la tenaza que me apretaba las entrañas oprimió un poco más mis intestinos produciéndome una arcada. Instintivamente me llevé la mano al estómago. El murmullo de su canto, además de mecer el alma de su madre, parecía implorar a la muerte que regresase para recogerla.

Lo había perdido todo. Su poblado, su tribu, sus creencias y su alegría. La vida la había dejado sola, tan sola como a mí. Tan sola que nadie la echaría de menos en su entorno.

Richard forcejeó con ella para sacarla, y al ver que se resistía, tomó a la madre de los pies para arrastrarla al exterior. La niña se levantó de inmediato y le siguió, aferrada a la mano inerte de su progenitora.

Aquella pequeña, a pesar de su corta edad, era espigada. Su cabeza, como la de todas las mujeres turkanas, estaba rapada por ambos lados. Únicamente una gruesa línea de pelo le recorría desde la frente a la nuca. De sus diminutas orejas pendían dos aretes, y rodeando su esbelto cuello, un sinfín de collares compuestos por pelotitas de llamativos colores iguales a los que llevaba su madre. Una pregunta casi inaudible surgió de mi seca garganta:

—¿Cómo se dice «niña que llora» en suahili?

Richard, resoplando por el esfuerzo, me contestó de inmediato.

Analta.

—Me gusta.

Mi conseguidor particular me miró de soslayo sin comprender mi intención.

—¿Haría el favor la bibi de ayudarme?

—Lo siento, bwana.

De inmediato me agaché para tomar el cadáver de las axilas a fin de llevarlo hacia la fosa común que nuestro guía turkano estaba excavando a pocos metros de allí.

Aquel atardecer quedaría marcado en mi mente como el peor que haya vivido en toda mi existencia. No hay palabras para describir lo que la injusticia puede dejar sembrado en lugares y personas indefensos. Se podrán escribir miles de libros sobre la amargura que deja en los paladares que tienen la desgracia de saborearla, pero nunca se podrá describir el vacío que una masacre deja en los que la recuerdan.

La noche se nos echaba encima como un manto lúgubre. Sabíamos que si prolongábamos nuestra parada tendríamos que acampar en aquel tétrico lugar, pero nuestro deber era enterrar a los muertos y así lo haríamos.

Durante todo el ocaso el silencio de nuestras voces fue el único diálogo que mantuvimos. La última en caer sobre aquel montón de cadáveres fue la madre de la única superviviente de aquella tragedia, ya que su veladora parecía querer retrasar eternamente la despedida. Las paletadas de tierra cesaron al esconderse el sol.

Encendimos un fuego. De las provisiones que llevábamos a la misión tomamos una lata de judías rojas y otra de carne guisada; las mezclamos y las calentamos. A pesar de tener el estómago cerrado, al meter el tenedor en la cacerola para probar el mejunje me di cuenta de que llevábamos todo el día en ayunas y se me abrió el apetito. Nos supo al mejor manjar.

El turkano se fue a dormir al coche. A pocos metros, la pequeña, que no quiso acudir al calor de la hoguera ni probar bocado, siguió cantando hasta caer rendida a los pies de la sepultura. Me levanté, la tapé con una manta y regresé junto a Richard. En vez de sentarme frente a él, lo hice a su lado.

Por primera vez en muchas horas nos miramos fijamente a los ojos. Me ofreció la petaca llena de whisky. Rozando sus dedos, la tomé y le di un trago. El duro conseguidor tenía los párpados hinchados y parecía exhausto tras soportar una larga jornada de desolación.

En ese preciso instante una lágrima recorrió su mejilla para perderse entre sus labios. Él sufría tanto o más que yo. Aquello me hizo descubrir al hombre sensible que se escondía bajo el áspero sombrero. Sin poder impedirlo, le besé en la boca, frenando el fluir de aquel manantial angustioso. Su sabor salado estimuló definitivamente la atracción que yo había sentido por él desde el primer momento en que le vi en el puerto de Mombasa, y debilitó toda mi meditada resistencia a lo inevitable. De inmediato me correspondió, despertando toda la fogosidad que reteníamos.

Nos excitamos con tanta ansiedad que ni siquiera me importaron los cinco botones que Richard arrancó de mi camisa desgarrando la tela. Al sentirme desnuda, me apretó contra su pecho, como queriendo incrustar el mío en el suyo. El preámbulo necesario para un perfecto juego amoroso quedó diluido en la furia con la que nos atraíamos. Nos sujetamos como si temiésemos perdernos el uno del otro, y lo hicimos con tanta fuerza que nos provocamos arañazos y cardenales, queriendo teñir inconscientemente nuestras pieles del negro y rojo que aquella jornada dejaba en nuestra retina. Rojo de sangre enardecida y negro de injusta muerte. Queríamos apagar todo el ardor de nuestra fogosidad con un río de pasión. Era como si volcásemos todo el odio, la impotencia y el sufrimiento que albergábamos en cada acometida de un amor desaforado y salvaje sin tomar precauciones.

Nos engarzamos con tanta exaltación que la salvaje sabana nos adoptó aquella noche como a uno más de sus animales. Al terminar nos dejó retozar como leones en su mullido lecho de hierba seca, abrigando nuestros cuerpos sudorosos con un manto celeste de luminosas estrellas. Sin pretenderlo, nos fundimos con la naturaleza africana. Richard dormía plácidamente a mi lado mientras yo pensaba en lo que acababa de ocurrir. Nunca había sido mujer de una noche ni me hubiese gustado serlo, pero conociéndole como le conocía, sabía que era lo más probable. De todos modos, no me arrepentía. Aquel joven aventajado en tejemanejes de todo tipo había logrado en el fragor de la pasión que gimiera de placer sin fingirlo. ¡Lo único que me faltaba en esta vida era descubrir mi ignorancia en temas de sexo pasados los cuarenta y que un hombre mucho más joven que yo hiciese las veces de profesor! Pero… recordé sus propias palabras: en África todo es posible.

Al amanecer, Richard se incorporó apartando con delicadeza mi cabeza de su pecho. Medio adormilada, vi como buscaba algo desesperadamente en cada uno de los bolsillos de su pantalón. Sonreí pensando que había perdido de nuevo el mechero, pero una vez más me sorprendió. Frente a mí zarandeaba un diminuto papel que reconocí de inmediato. Era una de mis etiquetas de botella arrancadas y hechas un rollito. Richard la tenía guardada desde hacía tiempo y ahora me la enseñaba para demostrarme lo que su orgullo no le permitía verbalizar. Aquello fue el mejor regalo que me pudo hacer para que al día siguiente no me sintiera como una más de sus conquistas. Tomé el rollito, le hice un lazo y se lo devolví susurrándole al oído:

—Esto es lo que suelo hacer con ellas cuando disfruto de una buena sobremesa, y ésta espero que sea larga. Guárdala otra vez. Mientras la conserves sabré que ocupo un lugar preferente en tu celosa libertad.

Él la besó antes de metérsela de nuevo en el bolsillo.

Aquella noche descubrimos que nuestras diferencias eran más aparentes y superficiales de lo que nadie hubiese podido percibir. ¿Qué podía tener en común una cuarentona profesora de universidad desencantada de la vida con un conseguidor aventurero de profesión y varios años más joven que ella? La calamidad nos había ayudado a descubrirlo.