Capítulo 6

OCÉANO ATLÁNTICO. DE CABO VERDE

AL CABO DE BUENA ESPERANZA

DÍA DE SAN CARLOS DEL AÑO

DE NUESTRO SEÑOR DE 1616

La Santa Catalina surcaba cuidadosamente el camino imaginario que los mapas de los descubridores dibujaron en la inmensidad del océano. El capitán leía los cuadernos de bitácora de sus antecesores con el mismo interés que escribía el propio. Aquel día se cumplían siete meses desde que se inició el viaje. La Ruta de las Especias hacia las Indias orientales no parecía tener fin, pero la certeza de que Freiré de Andrade era un maestro en el arte de navegar tranquilizaba a toda la tripulación, incluida Isabel.

Otra noche de insomnio la despertó, obligándola a salir de su camarote después de media hora larga intentando conciliar el ansiado sueño. Al levantarse, se cubrió la transparente camisola de puntillas con una toquilla de punto comida por las polillas.

Una vez en cubierta se topó de bruces con el capitán Freiré, que había mandado al marinero de guardia a su coy y cubría su vacante aparentemente preocupado. En silencio y descalza, procuró poner cuidado para no pisar a otros dos marineros que dormían al aire libre y se dirigió hacia el imponente marino con ganas de conversación.

—¿Desde cuándo los almirantes cubren la fría y soñolienta guardia de modorra?

Al oír la dulce voz femenina de Isabel, Freiré se descubrió dejando al socaire su coleta despeinada.

—De cuatro a ocho de la madrugada es la mejor hora para resfriarse, y el sollado habilitado para enfermos infecciosos está completo. No deberíais estar aquí si no queréis hacerles compañía.

Aquel hombre era tan incapaz de perder la compostura de un noble caballero ante una dama como de mostrarse agradable. Quizá por eso sólo era capaz de recurrir a una esclava para el consuelo de un amor imposible. La soledad del mando durante los largos años de travesía le había agriado el carácter. Andrade hacía demasiado tiempo que vivía aislado y ya no recordaba cómo relacionarse con los demás sin parecer autoritario. Isabel de Várela ya le conocía, y precisamente por eso hizo caso omiso a su indicación. Con un gesto de cariño sonrió, mientras le anudaba el flameante lazo de su barba.

—Señor, podréis mandar en la tripulación pero no en mí. Dicen que ya deberíamos ver la costa y que es probable que os hayáis perdido. Aseguran que después del intercambio de esclavos habéis pasado demasiado tiempo distraído en otros menesteres que os han hecho descuidar el rumbo. Algo de cierto ha de haber en ello, ya que el sextante no se os cae de las manos y los vientos de estos lugares suelen traicionar a los navíos empujándolos hacia el Brasil. ¿No fue precisamente por eso por lo que nuestros señores los Reyes Católicos de España, en el año 1494 de nuestro Señor, reconocieron la propiedad de esa parte de las Indias a los portugueses en el tratado de Tordesillas? ¿No fue acaso vuestro descubrimiento fruto de tanta pérdida?

Intuí su preocupación al mirarme de reojo mientras comenzaba a divagar para sí mismo, algo usual en él.

—No sé cómo sabéis tanto siendo tan joven. Sin duda, os cunde lo que vuestro preceptor os enseña.

Isabel apretó la lazada, mesándole involuntariamente el cabello. El capitán hizo una mueca de dolor, apartándola con una esforzada delicadeza de su lado. Ella se azoró.

—Lo siento.

Freiré no le dio más importancia. Rascándose la dolorida barbilla, se vio en la obligación de darle una explicación.

—En aquel tratado partieron la nueva tierra justo en un meridiano a trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde, nuestro próximo puerto de arribada. La parte occidental fue para Castilla mientras que la oriental quedó para Portugal. Pero ¡qué puede importar eso ahora si ambas navegan bajo la corona del rey don Felipe! Los siglos no mudan el sentido de los vientos, y aún hoy sigue siendo fácil que las velas se vean enredadas en los alisios del nordeste. Eso no quiere decir que nos hayamos visto involucrados en semejante desatino.

El tono de su voz sonó tan grave y disgustado que delató lo que hasta entonces era un suponer, aunque él nunca lo reconociera sin reflejar su furia. Isabel decidió guarecerse de inmediato de su segura reprimenda. Antes de despedirse, puso como excusa la húmeda brisa nocturna y simuló cumplir con la reciente indicación del capitán. La corta experiencia de su vida le había enseñado a desaparecer lo antes posible en situaciones similares. Cada vez se sabía defender mejor sola; los sentidos se le agudizaron en cuanto comprendió que nunca más podría recurrir a nadie en los momentos complicados.

Muy a su pesar, la pregunta que le había hecho al capitán vino al caso, porque al día siguiente cambiaron de rumbo y las sospechas de todos se tornaron de inmediato en quejas y murmullos. Sólo les quedaba esperar que el menoscabo no hubiese sido demasiado largo en leguas y tiempo, ya que los víveres escaseaban y el agua no llegaba a una cuarta.

Gracias al Señor, a los cinco días, e inmersos en una calma total, divisaron las lejanas costas de Cabo Verde. En lontananza las montañas se alzaban fundiéndose entre la bruma con el horizonte. Tan lentos avanzaban que muchos fueron los que se desesperaron. En este angustioso trance murió el más joven de los marineros.

Isabel quiso amortajarle sola y nadie se lo impidió, pues aunque era costumbre que lo hiciesen los parientes, padres, hermanos o tíos que se embarcaran con él, el chico sólo la tenía a ella como hermana adoptiva. Un artillero de baja estofa y peor corazón llamado Andrés Macedo se dirigió a ella con tono socarrón en el momento más dramático.

—¿Para qué lo hacéis? Es absurdo. Antes de tocar fondo, un sinfín de alimañas marinas habrán satisfecho su voracidad con sus despojos.

Ignorándole por completo, Isabel levantó la cabeza al cadáver para cerrarle los ojos. Al verse reflejada en sus dilatadas pupilas, se le saltaron las lágrimas. Dieciséis años tenían los dos, y Pepillo no cumpliría los diecisiete. De poco le sirvió el exvoto que con tanto cuidado había depositado en la capilla de las islas afortunadas a los pies de la Virgen del Carmen. Eran los novatos de un hastiado navío y eso, a pesar de sus diferencias estamentales, les hizo confidentes y solidarios desde el inicio de tan escabrosa travesía.

Más de una vez habían hablado de la acechadora muerte, pero nunca la imaginaron tan cerca, aunque era extraña la semana que no añadían un cacillo huérfano a la saca de nadie. Maldito fue el día en que eligió aquella dama vestida de negro con guadaña y faz de bandera pirata envolver al amigo de Isabel con su enlutada capa. Él plantó cara con el brío que la juventud le otorgaba, pero al final cayó estrangulado por la ganzúa invisible de sus dedos huesudos.

Sesgando una tira de tela del bajo de su camisa, le asió la mandíbula a la cabeza para mantener cerrada la boca.

La enfermedad le había arrancado todos los dientes. Sus hinchadas encías le dibujaban redondo el contorno de la cara. No hacía ni dos horas que Isabel había ido a verle al sollado de proa con medio limón mohoso escondido en el regazo de su sayo. Le costó afanarlo del camarote del capitán, pero todo riesgo era poco si aquello le hacía bien al enfermo. Al verle, sólo pudo estrujar aquella fruta podrida para derramar ocho o nueve gotas entre sus labios y despedirse de él. Los gemidos contenidos durante días se le escaparon entre la inconsciencia y el dolor de sus deformados brazos y piernas. Acongojada por la impotencia al presenciar el final de una vida tan joven, corrió en pos del padre Lobo para que le diese la extremaunción. Aquel sacramento le ayudó a morir en paz.

Una vez amortajado, el jesuita ofició una rápida misa de réquiem. Como si fuese su verdadera hermana, Isabel le besó, le hizo la señal de la cruz en su fría frente y se despidió de él para siempre. Cubrió su rostro con un pedazo del pobre lienzo que le envolvía a modo de sudario y, consciente de la necesaria premura en los funerales de a bordo, se separó para dejar sitio a los celadores.

Los fornidos marinos lo levantaron para colocarle sobre la tabla. Alzaron el lado que estaba dentro de la borda haciendo palanca y el enclenque cuerpo resbaló inerte hacia el extremo opuesto. El sonido que hizo al lijar la madera chirrió en los oídos de Isabel y el húmedo chof le robó el aire del gaznate para llenarlo de lágrimas tan saladas como todo lo que les rodeaba.

Las aletas de los tiburones que desde hacía días les seguían a sabiendas de encontrar en ellos un seguro alimento sintieron el batir rápido de la mar al abrirse y se precipitaron hacia allí para engullir al huésped recién arribado.

Tan desventada navegaba la nave que, en vez de dejar atrás a Pepillo, la deriva impulsada por una extraña corriente quiso adelantarlo rozando la borda. Era como si el cadáver se aferrase a la superficie del mar como antes lo hizo a la joven vida que albergaba.

Desde proa, todos lo observaban como espectadores involuntarios de la escena más tétrica jamás representada en corrala alguna. Alrededor del cadáver se formó un remolino y los hambrientos escualos hicieron hervir el agua, ensangrentándola con su agitado proceder. El primero en alcanzar a Pepillo fue el más grande de todos, uno albino que frente a los demás engulló de un solo bocado la mitad del cuerpo del grumete. El olor de la sangre fresca alertó a otros, que nadaron desde el profundo infierno a la superficie para servirse del despojo restante.

Isabel, espantada ante esta visión macabra, sintió que se le revolvía el estómago produciéndole una nauseabunda arcada. A su lado oyó un impaciente sorber. Al virarse, observó asqueada al desagradable Andrés Macedo. De la comisura de sus labios secos manaba espesa su saliva. La gula que se dibujaba en las pupilas del artillero le produjo un escalofrío que encrespé todo el vello de su piel. Repentinamente, aquel rabioso marino pegó un brinco, tomó un arpón y sin apartar la mirada de la roja voracidad, corrió despavorido a subirse sobre el mascarón de proa.

Isabel pensó por un instante que se había trastornado, pues no era extraño que muchos empezasen a perder la cabeza después de muchos días de navegación sin escalas. Con el arma en alto, esperó impaciente a estar justo encima de la tolvanera. Apuntó y con todas sus fuerzas lanzó el arma que previamente había anudado a un cabo. La cola de la sirena que hacía de mascarón se salpicó de rojo y toda ella quedó ensangrentada en cuanto tres marineros más acudieron a bracear el cabo en contra de la ferocidad del animal.

Por una vez, el sádico artillero parecía haber hecho un favor a toda la tripulación. Cuando el tiburón se rindió cual toro picado y muerto, fue apuntillado por otros tres arpones y un tridente. El resto de los hombres vitorearon a los improvisados pescadores. Aquella noche cenarían pescado fresco.

Al subirlo a cubierta, el animal aún coleaba. Tenía tantas hileras de molares que tocó a un diente por hombre. Muchos se lo pendieron del cuello. Al atardecer, a nadie pareció importarle la persistente calma que continuaba impidiendo la arribada a puerto. Desde hacía muchos días la comida estaba asegurada, y el capitán permitió disponer a todos del ron que quedaba.

—¡Gracias, Pepillo! ¡Por Pepillo! —gritaron al unísono, alzando sus cacillos para brindar un alegre adiós al joven grumete.

Despedazaron el gigantesco pez al son de tambores y dulzainas, que de inmediato se vieron acompañados por los cantos graves y melódicos de los joviales marineros. El usual silencio enlutado se vio eclipsado al probar aquel manjar inesperado, que endulzaba el agrio sabor de la salmuera en sus disecados paladares. Se disfrutaba del día a día porque la espada de Damocles se cernía sin excepción sobre sus testas. Cualquiera podría ser el siguiente, y sin duda lo habría. Llevaban siete meses de travesía y cada día que transcurría tranquilo era digno de celebración.

Al amanecer, Isabel despertó con un ligero dolor de cabeza. Inmediatamente se arrepintió de haber accedido al ofrecimiento del capitán. No debió haber probado aquel orujo. Nadie mejor que ella sabía el efecto que el alcohol producía en las personas, y sin embargo se dejó tentar.

Sólo el olor que despedía la barrica hubiese bastado para emborracharla. Tomó un frasquito de vidrio azul de bohemia que el capitán Freiré le había regalado en otra ocasión de malestar e inhaló rapé dos veces tapándose el orificio opuesto de la nariz. Más despierta ya, se asomó al alféizar del balcón de popa.

Si al menos la nao se moviese… Los días últimamente se le hacían eternos, y ya casi había olvidado la fecha de inicio de aquel viaje sin retorno. ¡El navío hacía estela! Ilusionada por ello, subió las angostas escaleras para asomarse mejor por cubierta. Los marineros, con cara de resaca, tensaban foques y mayor jalando de los cabos con fuerza, mientras la brisa por fin inflaba tímidamente el trapo de las velas.

No les era favorable del todo, pero veían tan cerca el próspero puerto de Cabo Verde que no les importaba ceñir para hacer dos bordos más. Siempre sería menos desesperante sentir el movimiento a soportar impasibles la quietud.

Al arribar a puerto, todos salieron despavoridos a disfrutar sin mesura de las carencias sufridas. Esta vez el suelo tardó varias horas en cimentarse bajo sus pies, pero al final lo hizo y el mareo de tierra se le pasó. El capitán se dirigió de inmediato a la comandancia de abastos para reponer alimentos, bebidas y tripulación de la mengua sufrida en la última travesía.

Los marineros sabían que la estancia en tierra duraría poco, y al acercarse la fecha de partida, las deserciones empezaron a menudear. La superstición de que la calma recién pasada sólo era una fiel premonición de la tempestad que se avecinaba al llegar al cabo de Buena Esperanza aterró a muchos.

Diez fueron los que desaparecieron sin avisar. El capitán Freiré suplió su infamia con el alistamiento desesperado de otros tantos culpables de la misma falta con anterioridad. El hambre y la necesaria huida por sus pillajes les obligaban a refugiarse como marineros en el primer barco que llegase a puerto. No era buena la calaña contratada, pero, aun a sabiendas de su condición de forajidos, no había otra.

En cuanto estuvieron a una distancia prudente de la costa pusieron rumbo al oeste-sudoeste para alcanzar mejor la latitud del temido cabo.

Arrumbaron al este para divisar al poco tiempo las algas que las corrientes arrancaban del fondo del océano haciéndolas emerger a la superficie. Aquello les indicaba la cercanía de tierra, aunque no se divisase. La sonda lo confirmó. Por la profundidad que marcaba, debían de estar a un par de grados al sur del cabo de Buena Esperanza. Por aquel entonces se dispusieron dos hombres más de guardia. Todos los sentidos serían pocos a la hora de prevenir un embarrancamiento.

Isabel corría de lado a lado de la cubierta entusiasmada ante cada animal que aparecía. No comprendía cómo aquellos hermosos seres pasaban inadvertidos para el resto. Avistó vacas marinas, pingüinos y albatros. Estos últimos, unos pájaros inmensos que permanecían parados en el aire durante mucho tiempo como si pendieran de un hilo en el cielo. Los pingüinos tenían medio metro de longitud. Mientras sus hembras pescaban nadando, las crías se hacinaban protegidas por los machos en la costa graznando como pequeños asnos. Aquellos extraños animales eran negros con la panza blanca y tenían una manera muy graciosa de caminar erguidos. Los más pequeños tenían enmarcados sus pequeños ojos con unos antifaces de color rosa. Cormoranes y alcatraces nos sobrevolaban presos de tanta curiosidad ante lo desconocido como la que ellos despertaban en nosotros. Una vez más, el padre Lobo se sintió en la obligación de adoctrinar a Isabel. De vez en cuando la alegría de su juventud se reflejaba en sus ojos, y aquel día era uno de ellos, a pesar del frío. Habían pasado de un calor insoportable a la gélida cercanía del Polo Sur, lo que la había hecho resfriarse ligeramente. El viento helaba los huesos de tal modo que nada servía de abrigo. Metida en la cama, rezaba a diario para que la paz continuase y las tormentas tan famosas en aquellos lugares nunca llegasen a asaltarles.

A los dos días la paz se disipó. De poco sirvieron las oraciones de los píos o el cruce de dedos de los supersticiosos, porque el agua se encrespó coronando de espumarajos las olas. Pronto la mar llana se hizo marejadilla, aumentó a marejada y terminó enfureciéndose en tempestad. Para temor y desgracia de Isabel, tuvo que experimentar lo que tantas veces a lo largo de aquellos siete meses de travesía le habían contado. Hecha un ovillo y sentada en una esquina de su camareta, se guarecía de los golpes que los objetos mal arranchados podrían propinarle al volar por los aires. Rezaba para que lo que había de ser pasase rápido, temiendo por su vida.

Las olas superaban los siete metros de altura de proa y de costado y les golpeaban ansiosas por convertir la zozobra en naufragio. Hasta el sol huyó. Era como si de golpe y porrazo se hubiesen sumergido en una noche perpetua y helada. Las tormentas no se sucedían, sino que se unían las unas con las otras para no otorgarles un momento de asueto. Apenas podían beber si no querían marearse, y toda la comida engullida había de ser sólida para que no bailase en sus panzas.

Como tantas otras cosas, aquello también pasó, y la mar quiso respetarles para que prosiguieran la travesía. Una vez recuperada la calma, pusieron rumbo nordeste. Los vientos también hicieron las paces entre sí y por primera vez en meses quisieron ayudar a la Santa Catalina. Los monzones de empopada hacían volar la nave sobre el mar sin bandazos ni altercados. Era como si la tormenta les hubiese recompensado por el deterioro de sus jarcias con unas alas invisibles que les sostenían sobre las olas.

Finalizaba noviembre y era seguro que hasta abril los vientos les seguirían siendo favorables. ¡Por fin algo constante y previsible entre tanto desbarajuste! La dirección de los monzones variaba según la estación. Para cuando esto ocurriese tendrían que haber arribado a su destino, ya que era bien conocido que en primavera los vientos rolaban al sudoeste hasta octubre.

El padre Lobo se lo explicó a Isabel mientras ésta le rasuraba los lados de la barba de chivo. Concentrada en el quehacer, era ella la que se lo había preguntado.

—Aquí, mi niña, en este lado del mar, hay dos estaciones marcadas por los monzones. La una, de noviembre a abril y la otra, de mayo a octubre; los meses intermedios son tan imprevisibles como tantas otras cosas.

Eso le puso la miel en los labios.

—¿Como mi devenir?

Antes de permitirle contestar, le secó el mentón con el mandil que llevaba protegiéndose el sayo.

—Explicadme, padre, si podéis, la importancia de esta Ruta de las Especias. ¿Por qué yo he de marchar tan lejos?

Contenta con su obra, se sentó dispuesta a escucharle.

—Para que lo entendáis necesito explicaros antes un poco de lo que acontece en nuestros reinos. Son tiempos de penurias, decadencia y pobreza. Es bien sabido que los portugueses no andan bien con los españoles y que desde el año de 1580 de nuestro Señor, cuando nuestras coronas se unieron, los lusos maquinan incansables la manera de independizarse de España. Más desde que se rumorea que las arcas reales están vacías. Sólo esperan llenar las mermas de su erario con las riquezas que los barcos traen de las Indias, ya sean orientales u occidentales. Nuestra hacienda depende ahora más que nunca de la riqueza que las tierras conquistadas y descubiertas nos brindan.

»El conde duque de Olivares intenta reducir el estipendio con que contamos y poco antes de que zarpáramos promovió una pragmática prohibiendo el comercio con los aliados de Inglaterra y Holanda. Como son casi todos, nos hemos quedado aislados del resto del viejo continente. Todos los artículos de lujo han sido vedados por esa ley absurda.

Isabel no sabía a qué se refería. Parecía estar eludiendo de nuevo una respuesta escueta. Si había aprendido algo durante el tiempo que llevaban viviendo a bordo de aquel cascarón, era que el anciano siempre se andaba por las ramas antes de concretar. Sería mejor dejarle a su aire, pero la joven le interrumpió:

—Ahora que lo decís, recuerdo que en la taberna de Lisboa en la que el capitán me compró, varios recaudadores de la casa de Mina, la casa de los esclavos, Guinea e India, hablaron de ello disgustados. Ellos eran los reales escribanos encargados de dar cuenta a la corona de las mercancías que arribaban, y al parecer, les solicitaban mentiras en los informes que distrajeran una parte para el rey.

El padre Lobo frunció el ceño incómodo y prosiguió.

—Estamos lejos de aquel puerto y por eso creo que ha llegado el momento de entregaros algo que sé que os hará ilusión a pesar de atentar en contra de lo dispuesto.

Le miró sorprendida mientras él señalaba a un punto determinado.

—Ahí. Justo rozando el bajo de mi coy, hay un gran arcón de ébano con incrustaciones de marfil. Abridlo.

Se dirigió a él segura de que le solicitaría un libro de horas, un rosario o un crucifijo. Con todas sus fuerzas asió del cerrojo y tiró hacia arriba. La madera hinchada por la humedad crujió aguijoneando su curiosidad. Quedó boquiabierta al comprobar que el contenido de la misteriosa arqueta difería en mucho del habitual equipaje de un fraile.

—Vuestro futuro esposo, pese a las penurias que todos sufrimos, no quiere que os falte de nada y os obsequia con esto. Disponed de ello como mejor os plazca.

Los preciados hatillos a los que se aferró el día de la partida eran pobres andrajos comparados con sus inesperadas posesiones. Ahora entendía por qué el capitán Freiré había intentado despojarle de ellos en el puerto de Lisboa.

¡Aquella arqueta era como el cofre del tesoro de un pirata! Joyas de oro, piedras preciosas y perlas, telas de batista, terciopelo, sedas adamascadas, mantelerías, tapices, alfombras, borlones, felpas de algodón listadas de oro y plata, encajes de Tournay, cuentas de cristal de la India, perfumeros chinos, calzas de lana, botones, zapatos, sombreros, turbantes, plumas, lazos, peinetas de carey, hueso, coral, marfil y todo un sinfín de ricos aderezos. De repente, Isabel se quedó parada. Una duda la asaltó.

—¿Cómo podré aceptar todo esto si ni siquiera tengo un miserable sable que ofrecer como dote?

—No os preocupéis por eso, pues es difícil regalar a quien de todo lo material anda sobrado. De todos modos, he pensado en ello, y además de entregarle vuestro amor, podréis regalarle estas botas. Le gustarán, pues allí pocos las calzan.

A falta de todo, las tomó con gratitud antes de seguir indagando en el contenido de aquel arcón. El padre Lobo prosiguió:

—Como podéis ver, el presente es digno de una reina. Con esto os será más fácil sorprender a todos los que acudan a recibiros en la bahía. En la orilla veréis muchos hombres diferentes, dependiendo de a qué tribu pertenezcan. Nosotros les llamamos a todos cafres, y los árabes les denominan zanj o gente negra, que es lo mismo. Los nativos que poblaban desde hacía siglos el gran imperio zanj desde Mogadiscio a Sofala se han casado con gentes diferentes. Ahora la clase dirigente en la costa es árabe, persa, hindú o shirazi. El mestizaje entre razas es normal allí adonde os dirigís.

»Los hindúes y árabes se creen superiores a los zanj. Con nuestro ejemplo espero terminar con tanta diferencia entre razas, etnias y religiones. La tolerancia puede ser un camino a seguir no tan utópico como se supone.

El anciano sonrió al ver cómo Isabel, entusiasmada, se enrollaba una seda al cuerpo. Distraída, daba forma a la tela, imaginando el diseño de la vestimenta que la engalanaría el día de su arribada. Su tono fue solemne.

—Isabel. Me preguntáis incesantemente por vuestro destino. Habéis sido designada por Dios para reinar con justicia y ejemplo sobre todas estas gentes tan diversas, como nosotros lo hemos sido para evangelizarles armados con una cruz cargada de comprensión. Los dos tenemos que recuperar con diplomacia su quebrada confianza. Ellos no olvidan que nuestros mosquetes y cañones les sometieron a la fuerza.

Pero ella no le escuchaba. En aquel instante sólo alcanzaba a preguntarse a sí misma el porqué de tanta demora en la entrega del presente.