PUERTO DE LISBOA
DÍA DE SAN CASIMIRO DEL
AÑO DE NUESTRO SEÑOR DE 1616
Las dos hermanas miraban a su padre con desconfianza. Habían llegado a Lisboa a principios de abril, y desde entonces buscaban una casa digna en la que echar raíces para poner fin a aquella vida nómada que iniciaron al desterrarse voluntariamente de las tierras que las vieron nacer, en Badajoz, muy cerca de la frontera entre España y Portugal.
Pero su padre no mostraba demasiado interés por el asunto; la taberna se había convertido en su casa, el vino, en su alimento esencial, el juego de dados, en su quehacer preferido, y sus propias hijas, en dos fardos pesados con los que cargar a todos los tugurios que solía frecuentar.
Aquella noche llovía. No había dejado de hacerlo en todo aquel funesto invierno, y parecía no querer descansar tampoco en primavera. Tan empapados andaban los pueblos y gentes que el agua sacó de madre los cauces de los ríos, estragando las campiñas, anegando las casas y ahogando los ganados, que al pudrirse en la inundación corrompían el agua y propagaban epidemias.
En Madrid, la reina Isabel de Austria paría al príncipe Baltasar Carlos, y el rey don Felipe lo celebraba con festejos y mascaradas que incluso llegaron a oídos de Isabel de Várela, entremezclados en las anécdotas de los buhoneros con los que se cruzaban por los miserables senderos.
El carácter de su padre se mostraba más irritado que de costumbre. ¡Cómo echaban de menos las dos niñas a su madre! No hacía ni dos meses que había muerto, pariendo una criatura ya podrida en sus entrañas, y la mala vida a la que se vieron forzadas de golpe les parecía que duraba ya una eternidad. El ansiado varón que siempre quiso su padre tardó demasiado tiempo en llegar, y cuando lo hizo, fue concebido por una mujer hastiada para la empresa. Tanto que en el intento murió desangrada e infectada por el nonato. Ni las sanguijuelas ni los brebajes que le dio el barbero consiguieron salvarla.
Aquella mujer moribunda, consciente de su insalvable destino y del que deparaba a sus dos hijas, las hizo presas en su último adiós de un difícil juramento. Cuidarían a don Rui y le obedecerían como era su menester y deber. Asidas cada una a una mano de la moribunda y sin pensar demasiado a qué se comprometían, aceptaron sin darle un segundo pensamiento a lo que se les solicitaba. Aún estaba caliente su cuerpo cuando la enterraron. Luego partieron.
Allá junto a la tapia del cementerio quedaron dos montículos de tierra coronados por una tosca cruz de madera, pues el abundante peculio de antaño andaba tan mermado que no les daba ya para más.
Cubiertas por la incertidumbre, las dos huérfanas viajaron junto a su padre sin preguntar. No dejaron mucho atrás, pues él se había jugado a los naipes un día antes de enviudar las tierras y la casa. Su equipaje apenas llenaba media carreta.
Sólo quedaron pequeños recuerdos sin valor que no pudo trocar u olvidó. En un doble fondo del viejo y astillado arcón, sus hijas habían escondido cuidadosamente empacados sus mejores tesoros. Un camafeo que les dejó su madre al morir, y que habrían de compartir. Un par de sayos ligeramente remendados de seda adamascada, reflejo de tiempos mejores casi olvidados y que quizá pudieran servirles para un digno apaño en futuros desposorios. Una Biblia, un ejemplar de El lazarillo de Tormes y otro de Don Quijote de la Mancha, y, a buen recaudo, una Celestina, que según el noble hidalgo venido a menos no era lectura para doncellas tan jóvenes. Por último, en la muñeca cada hermana llevaba una esclava de plata.
Las niñas aprovechaban las mañanas de resaca y traqueteo en la carreta para hablar con don Rui de Várela. Hacía tiempo que, desesperanzadas ante la evidencia, habían dejado de implorar un milagro para que un día cualquiera amaneciese aborreciendo el veneno que se tragaba y lo mataba día a día sin remedio. Se suicidaba lentamente todas las horas que permanecía despierto, para descansar luego de aquel cilicio voluntario en las horas de sueño. Era como si quisiese seguir a la tumba a su mujer, pero al no tener valor para hacerlo de una vez y rápidamente, hubiese optado por una tortura lenta que le evadiese de la realidad.
Pero no era así. Su madre había muerto porque el dinero ahorrado para el parto se lo tragó la botella y tuvo que dar a luz con la partera más barata que encontraron. Y ella había sido precisamente la que enseñó a sus hijas a excusarle. Así que se querían convencer de que, a pesar de su egoísmo, era un buen hombre y las quería.
Y él lo demostraba, al menos la mitad del día, hasta el momento en el que el mal vino le transformaba en un ser deleznable que no conseguía dominar ni lengua ni sesera. Era como si el diablo le poseyese y el ánima de su conciencia se eclipsara.
En aquellos momentos ellas sabían que lo mejor era desaparecer de su vista. Y aquél en concreto era precisamente uno de ellos; pero las pobres desvalidas, a sus dieciséis y dieciocho años, no sabían adónde ir.
La noche casi había transcurrido y las hijas no alcanzaban a comprender su tardía estancia en aquella botillería de mala muerte. Su señor padre estuvo durante todo el viaje diciéndoles que no se preocupasen. Que a pesar de lo que pudiesen creer, no eran pobres del todo porque siempre les quedaba la nobleza de los Várela, y que aquello se cotizaba alto y se ambicionaba mucho por el que no lo tenía y lo podía comprar.
—¿A qué os referís, padre?
—Al matrimonio, hija. Yo ya no me siento capaz de manteneros a mi lado, así que ha llegado el momento de buscaros un buen marido.
Las dos hermanas se miraron perplejas.
—¿Sin dote?
El noble hidalgo contestó incómodo:
—Minucias. El que posee caudal no ansia más de lo que tiene, sino una migaja de lo que carece. Las dos sois bellas y jóvenes. Pertenecéis a una familia de noble abolengo, y estáis sanas como manzanas. ¿Qué más se puede pedir?
Aquella noche, las dos jóvenes recordaban en silencio lo que don Rui les había dicho durante el viaje. Como niñas somnolientas, miraban al hombre que dialogaba acaloradamente con él sin comprender por qué perdía el tiempo, pues su padre ya hacía horas que no razonaba. El estruendo les impedía oírles. A pesar del cansancio, la doncella Isabel intentaba leer en vano sus labios.
El marino, ricamente ataviado con el uniforme de la armada portuguesa, gesticulaba sin parar. De su larga barba blanca pendían dos lazos que se columpiaban cada vez que negaba con la cabeza; su fino mostacho a la usanza del momento estaba rizado hacia arriba, y del lóbulo de sus orejas pendía un trío de tintineantes aretes que por derecho se debió de colgar al surcar los enrabietados mares de algún cabo del fin del mundo.
El capitán hizo señas al tabernero, y éste acudió presto con otra jarra de barro. Rellenó de nuevo el vaso de don Rui y siguió hablando. De vez en cuando miraba a las jóvenes, con el ansia de terminar cuanto antes. Ellas estaban demasiado cansadas de esperar, y no veían el momento de buscar una posada limpia para dar reposo a sus exhaustos huesos.
—¿Es que no se da cuenta de que a estas horas intempestivas no sacará nada en limpio de un borracho?
Sin levantar la cabeza de la mesa, Teresa, la mayor, apartó la jarra de barro que les impedía mirarse a los ojos y contestó a su hermana Isabel con los párpados entreabiertos.
—Quizá esté haciéndole una proposición demasiado arriesgada como para planteársela sobrio y recibir un sí por respuesta.
Isabel, con un gesto de desagrado ante el olor nauseabundo a alquitrán y alcohol de la mesa, separó de su rostro el rebelde mechón que se le había escapado del moño.
—¿Creéis que la conversación nos concierne?
Teresa no contestó. Se encogió de hombros y cerró los ojos. Las dos sabían que su padre era imprevisible en aquel estado lamentable, e intentar prever sus actos era una empresa imposible. La pequeña Isabel cerró los ojos, imitando a su hermana. Confiaba en ella; era la mayor, y a su lado nunca se sentía desvalida.
Descansarían mientras don Rui discutía tratando de llegar a un acuerdo. Al menos ésa fue su intención, hasta que al poco tiempo sintió como Teresa le daba un codazo. Medio adormilada, levantó la cabeza de la dura mesa que le servía de almohada para ver entre sueños como el capitán sacaba de una saca una caja de hueso ricamente tallada, miraba a derecha e izquierda, y la abría. En su interior refulgieron, al zarandearlos, un puñado de diamantes y pepitas de oro provenientes de Sofala. Los ojos de don Rui se iluminaron, y el velo de indecisión que los cubría voló empujado por la codicia. No dudó un minuto más. Se levantó, tirando estrepitosamente la silla al suelo, y tomando del brazo al capitán Freiré de Andrade, se acercó a sus hijas, ordenándoles que se pusiesen en pie.
Así lo hicieron, adormecidas y tambaleantes. A partir de ahí todo corrió vertiginosamente hacia la confusión. El corpulento y elegante marino las miró de arriba abajo con descaro. Por primera vez desde hacía horas, presas del pánico, las dos abrieron los párpados del todo para analizar al que parecía su comprador. Se temían lo peor. ¡Aquel hombre las doblaba en edad! Su canosa barba crecía tan poblada como un nido de golondrinas. Su sonrisa desdentada resaltaba entre aquellos labios despellejados, y su tez cuarteada por el sol les parecía demasiado oscura, tan negra como la de los esclavos que se vendían en el mercado. Él las analizó tan profundamente que sólo le faltó abrirles la boca para comprobar su estado de salud.
Don Rui, avergonzado ante la situación, distraía la mirada durante el escrutinio. Sin duda, estaba a punto de cerrar el trato. Como si fueran ganado de feria, el marino eligió.
A la pequeña Isabel, se le paró el corazón al sentir como una áspera palma la tomaba de la mano que le quedaba libre. La otra se asía a la de Teresa, que, como ella, temblaba y sudaba. La mayor, sospechando lo peor, había puesto entre sus dedos el único recuerdo que les quedaba por repartir de su madre. En el silencio precipitado del momento, las dos habían pactado que la que partiese se quedaría con él.
—Ésta es la más clara. Conociendo lo que hay, gustará por su originalidad.
Las jóvenes, temblorosas al no entender nada, se apretaron fuertemente la mano antes de soltarse definitivamente. Teresa dejó en la palma de Isabel el camafeo repujado de plata cordobesa.
La pequeña, presa del pánico, corrió al lado de su padre para implorar clemencia. Éste no fue capaz de mirarla directamente a los ojos. Sólo pudo balbucir:
—Es la más joven e inexperta.
El capitán Freiré no lo dudó.
—Un punto más a mi favor.
—Dadme un segundo.
Don Rui la sentó en aquel banco corrido para arrodillarse a su lado en un intento de cariño. Su fétido aliento la turbó. No pudo articular palabra; garabateó algo en la última página de las capitulaciones que acababa de firmar, y arrancó el pedazo de papel, que introdujo con mano temblorosa en la pequeña bolsa de terciopelo que pendía del cinto de Isabel. Freiré de Andrade, incómodo por tener que llevarse un documento roto bajo el brazo, le miró con reproche, pero no dijo nada. Debía de tener demasiada prisa como para retrasar la partida.
Intuyendo lo que la esperaba, Isabel sólo pudo besar con fuerza a su vendedor y padre. El pobre cobarde ni siquiera se atrevió a despedirse de ella con gallardía, y recurrió para ello a una fría nota. En aquel momento, y a pesar de su juventud, tuvo claro que no había nada que hacer. La vida le había enseñado demasiado rápido a aceptar lo inaceptable sin esperar razonamientos lógicos.
Sólo pudo apoyarse cansinamente en la mesa para levantarse sin demostrar demasiada pesadumbre. La huella de su rabia quedaba marcada en los cuatro arañazos que surcaron la pegajosa mesa que aquella última noche en familia le había servido de cama. Teresa, sintiéndose impotente ante tanta injusticia, sólo pudo correr a abrazarla.
—Te escribiré, quédate con el camafeo, que yo lo guardaré en mi memoria.
Aferrada a ella y con lágrimas en los ojos, escuchó las campanas que llamaban a maitines en un convento cercano al puerto. Eran las seis de la mañana. Por las últimas palabras del capitán, suponía que no tendría que casarse con él. Aquel hombre era un simple embajador de alguien a quien no conocían. Al menos quedaba la esperanza de que el pretendiente fuese un poco más joven. Lo que estaba claro es que aquél que la esperaba debía de estar lejos. El concepto de lejanía en ellas no distaba más leguas que las que separaban España de Portugal o Badajoz de Lisboa. ¡Pobres ingenuas! El mundo se les hacía pequeño y permisivo para un futuro reencuentro.
La elegida para el infortunio tomó sus dos hatillos, dispuesta a seguir al capitán Freiré. Quería llorar, aferrarse a su hermana Teresa y gritar. Una ganzúa le estrujaba las entrañas y el miedo la hacía titubear, pero sabía que no había marcha atrás. Su padre había tomado aquel cofre lleno de alhajas, estrechando la mano del capitán, y aquello ya era un acuerdo entre caballeros imposible de romper.
Saldría dignamente de aquel tugurio. No haría las cosas más difíciles. No miraría atrás. Procuraría, simplemente, ser positiva y soñar con un destino mejor. No permitiría que el miedo a lo desconocido la acongojara un ápice.
De camino al muelle se cruzaron con un par de alguaciles que escoltaban a empellones a un moro magullado camino del tribunal inquisitorial. El marino rompió el silencio por un segundo.
—Miradlos. Felipe II acabó con los españoles contagiados de herejía luterana. Su hijo, el tercero de ese nombre, secundó la limpieza de nuestra católica religión expulsando totalmente a los moriscos de España. Fueron por aquel entonces muchos los que huyeron, cobijándose en este nuestro reino de Portugal. Nosotros los aceptamos sin pensar en las consecuencias y vivimos tranquilos hasta que hace cinco años, al subir al trono Felipe IV, decidió la caza y captura de los mahometanos, judíos y herejes que pudiesen quedar vagando por Portugal.
Isabel le miró desconcertada. ¿Cómo podía aquel hombre hablarle de esas cosas en semejante momento? ¿Es que no tenía sensibilidad? No le contestó, pues ella misma se sentía como aquel desdichado, camino del calabozo con una casi segura sentencia de muerte sobre su lomo. El puerto de Lisboa era un hervidero de gentes. Lo llamaban el puerto de las lágrimas, porque muchos nunca regresaban.
Esquivando los oscuros charcos en los que la luna se reflejaba, la pequeña tropezó y metió su escarpín en uno de ellos. El capitán, en vez de mostrarse contrariado, se rio a carcajadas. Isabel se detuvo a vaciar el zapato de agua, y al alzar la vista supo que habían llegado.
La tripulación de la nao que había frente a ellos se cuadró para saludar a su capitán, y Freiré les correspondió. La Santa Catalina zarparía al amanecer de aquel 10 de abril. Y por el cuidado avituallamiento se adivinaba que la travesía iba a ser larga.
Antes de embarcar, Isabel se dirigió a la proa. El mascarón parecía sonreírle. Era una sirena oscurecida por la vejez, el tiempo y la brea. En un despiste del capitán y aún aterrada, preguntó por el destino de la nave a uno de los estibadores. No sacó nada en limpio, pues éste se limitó a contestarle que a él le pagaban por navegar. Adonde no le importaba.
Más allá, una mujer embarazada se aferraba a un hombre sollozando, mientras una pequeña rubita de unos dos años arrugaba sus calzas. Aquel hombre embarcaba en busca de fortuna para regresar algún día y ofrecérsela a los suyos. La expresión angustiosa de la mujer sobrecogió aún más a la joven. ¿Cómo podía quejarse? Al fin y al cabo, ella no dejaba nada en comparación con aquella familia. A nadie, excepto a una hermana que la echaría de menos, pues su padre no viviría mucho con la mala vida que se daba.
Nada más llegar al portalón del barco, las uñas amarillentas de su comprador se clavaron en la tela de sus hatillos para tratar de arrancárselos. Su voz sonó imperativa:
—Allá adonde vais os cubrirán de riqueza, así que no será menester llevar todo esto.
Isabel se aferró a las escarcelas. No pensaba desprenderse de lo único que le recordaría a su familia.
El capitán, al percibir su terca actitud, no discutió más.
—Dejadme al menos aliviaros de ese peso.
Asintió. Eran las primeras palabras amables que oía de boca del marino. El capitán entregó la carga al marinero de guardia, que les siguió como porteador hasta el camarote. Silenciosa, caminó tras él. No podía dejar de pensar en cada una de sus palabras. Lo que había escuchado sonaba bien. Al menos, acabarían sus penurias.
Le hubiese gustado elegir al hombre con quien compartiría su vida; incluso alguna noche de insomnio se había atrevido a soñar con enamorarse. Su hermana Teresa lo hizo de uno de sus primos de Badajoz, así que ¿por qué no podía hacerlo ella? No tuvo tiempo, y quizá fuese mejor así. Ya le dolía demasiado dejar a los suyos como para engrosar la lista de pérdidas con un amor. A sus dieciséis años abandonaba la niñez para meterse de lleno en la vida adulta sin tan siquiera rozar la juventud.
Al llegar al camarote, situado al lado de la sala del capitán, cayó desfallecida. Se sentía como aquellos trescientos mil moriscos que por orden del padre del rey Felipe IV hubieron de abandonar la Península a principios de siglo. Casi dormida, sintió como alguien le hacía la señal de la cruz en la frente arropándola. El susurro suave de una voz anciana la tranquilizó.
—Soy el padre Lobo. Descansa, niña, que Dios vela por ti.
Con un gran esfuerzo consiguió entreabrir sus cansados parpados para ver difuminado el rostro de un agradable fraile, que le transmitió paz a pesar de tener un nombre tan peculiar. Zarpaba con la certeza de que no existía marcha atrás. Partía rumbo a lo desconocido, decepcionada por el amor traicionado de su padre, y presa de la incertidumbre más aterradora; el dolor atenazaba sus entrañas, y la esperanza era su único esbozo de anhelo. Aquel hombre lo debió de intuir.