XXXIX. SECRETOS Y CONFESIÓN

FJtop

«Admiro a quien pueda ser confidente

y sepa guardar un secreto».

ATRIBUIDO A DUROS AQUILEA
PRIMER GRAN MAESTRE DE LA ORDEN DE INFORMADORES DE YLOS.

SI QUIERES QUE LLEGUE PRONTO A SU DESTINO, ASEGÚRATE DE QUE LA NOTICIA SEA MALA…

Parece ridículo, lo sé, pero si las buenas noticias corren deprisa, las malas siempre se las apañan para llegar primero. Si no lo hacen, lo harán en el peor de los momentos.

Confiaba que en esta ocasión las cosas serían distintas. Por primera vez las buenas noticias se adelantaban al desastre. Gharin regresaba del alcázar mucho antes de lo esperado y las noticias que trajo de aquellas latitudes no podían ser más esperanzadoras. Rexor celebró entusiasmado el éxito diplomático de Allwënn. Incluso él, lo confesaría entonces, tenía sus reservas en cuanto al éxito de la misión.

Que los Tuhsêk hubieran emprendido una marcha para ayudar a los hombres encabezada por el propio Hirr’Harâm reverdeció los ánimos y dotó de un nuevo empuje las negociaciones con los elfos. Rexor utilizó las nuevas para presionar a Ysill’Vallëdhor que aceleraría los trámites para convocar el nuevo Concilio. El Príncipe, acosado por dos frentes se hallaba en un punto muerto. La amenaza de que el Culto pretendía devolver a la vida al Príncipe Desollado bastaba para hacer posible una nueva reunión del Capítulo en una Asamblea del Bosque, pero convocarla parecería una encerrona a sus altos adalides. Sin embargo, las nuevas que llegaban desde el ‘Aasâck sumaron un nuevo ingrediente al complicado escenario. Ysill’Vallëdhor debía alertar a los suyos de le inminencia del peligro, pero sólo se decidió cuando llegaron las noticias del sur… las malas noticias.

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Corrieron como la pólvora encendida. El asalto había comenzado. Un descomunal ejército se encaminaba desde el valle del Morkkos hacia el Ycter abriéndose paso a sangre y fuego por las tierras libres. Los hombres habían desistido de frenar la acometida y huían por millares hacia la última protección, hacia la gran barricada levantada en la orilla de gran río Espejo. Todas las tribus confederadas, los últimos restos de una raza condenada buscaban el último refugio, el último lugar donde guarnecerse para resistir o desaparecer definitivamente. Al ritmo de su marcha, las tropas de Belhedor alcanzarían su objetivo antes de la retirada de las nieves en las mismas postrimerías de la estación de Alda. Sólo un rumor aliviaba por entonces la tragedia: algunos habían escuchado decir que los toros habían cumplido su palabra y que su estirpe defendía los pasos del oeste. El Príncipe llamó a consultas a toda su corte y se puso fecha para la Gran Asamblea del Bosque.

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Fue una mañana nubosa a finales del invierno cuando llegó el primero. Allí nada sabían aún de las batallas que se estaban librando más al norte donde el mundo se estaba jugando en aquellos momentos su destino. El alcázar de Tagar se sumía en aquella silenciosa rutina sólo aliviada por los quehaceres de los maceros enanos que ahora llenaban las almenas y reconstruían los ruinosos edificios del interior. Odín se sentaba como de costumbre en la corona fortificada de la torre, cerca de la almenara cuyas perpetuas llamas debían ser constantemente alimentadas y vigiladas. Se había acostumbrado al placer de aquellas invernales vistas matutinas sondeando el horizonte. Gustaba de aquellos fríos que estaban aún persistentes en su memoria trayéndole los recuerdos que se imprimen en la niñez y que nunca se olvidan. Aquellas frías alboradas de marfil se parecían a las de sus recuerdos en su noruega natal. Aquellas vistas privilegiadas en el pequeño pueblo de Staver, en el condado de Larvik, donde su madre tenía una bonita casa de verano y donde los inviernos eran menos rigurosos. Pero aquellos eran otros tiempos. Tiempos más amables. Tiempos enterrados en el recuerdo, antes de que todo se truncase.

Tanto había cambiado desde entonces…

Sus cabellos habían crecido ya hasta la altura de sus hombros en aquel intenso color rubio tan habitual en los hombres de sus latitudes. Su barba se poblaba poderosamente aportándole ahora más que nunca esa estereotipada imagen de guerrero escandinavo que tan pronto le valió su sonoro sobrenombre. Con todo, Hansi se sentía regresar a aquellas sensaciones de la infancia, por eso no le importaba montar guardia a diario en aquella cima esperando el milagro que Lem aseguraba estar por venir.

Y llegó aquella mañana.

Él lo vio antes que ningún otro, en la distancia, pero fueron los enanos quienes dieron la noticia. Un jinete, un jinete solitario y cansado que avanzaba al paso desde las cumbres. Un guerrero que tenía aspecto de haber salido de una tumba.

Y quizá lo hiciera.

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Lem pareció sobrexcitarse con la noticia. Como si hasta ese momento incluso él dudara del éxito de su llamada. Todos se apresuraron a congregarse a las puertas del poderoso enclave. Por el arco cruzó con la solemnidad de un viejo cruzado que regresa de las guerras aquel vetusto guerrero. Era alto y poderoso como el propio Lem aún en su vejez, pero este aún restaba por sumar los años del veterano herrero. Hubo de ser muy rubio en su juventud aunque ahora sus mechones blanquecinos tiranizaban su cabello y su espesa barba. Su porte era robusto y compacto. Se ataviaba con una larga capa blanca que cubría una armadura pesada llena de señales y muescas, tan anciana como su portador. En sus largos vuelos había un blasón y se distinguían las armas de la vieja Orden: la lanza y el martillo.

—¡¡Hermano Aldhus!! Loados los ancestros que te traen de regreso. —El viejo descabalgó sin ayuda y se fundió en un metálico abrazo con el gigante tullido.

—¡Hathl’Kassar! —Dijo con una profunda y cascada voz de sonoro timbre—. Aciagos los días de nuestro reencuentro pero benditos los ojos que te contemplan con vida a pesar de los años y agravios.

—Agua y comida para este caballo —pidió Lem a los enanos cercanos. Y regresó a su compañero de lides—. Ven quiero presentarte a alguien. —El herrero pasó frente a Forja y se detuvo ante el joven humano—. Este es Odín, mi esforzado aprendiz. Algún día que temo será más pronto que tarde, espero lleve con honor los emblemas… y quizá algo más.

—Tienes un maestro duro, hijo, y no nos sobran precisamente las vocaciones, así que cuida la tuya, a pesar de los gruñidos de este viejo carcamal. —Lem carcajeó con la broma.

—El maestro Lem me trata con benevolencia —confesó él.

—Ah, entonces llevas poco tiempo a su lado. Dentro de una estación o dos no pensarás lo mismo, te lo aseguro. —Todos rieron de buena gana hasta que las risas del herrero se transformaron en una tos bronca que hizo necesaria la asistencia.

—¿Estás bien, hermano?

—El cuerpo de este viejo guerrero se deteriora por momentos, Aldhus; pero aún me restan fuerzas para tirar de él lo suficiente. Ven, vamos, tengo que ponerte al corriente de muchas noticias antes de que el mal acabe conmigo.

—¿Y los otros?

—Eres el primero. No te apures, eso nos dará más tiempo para compartir historias. Tenemos mucho que contarnos.

Y ambos personajes se alejaron caminando hacia el interior de los aposentos.

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El mar se hallaba encrespado aquella noche sin luna. La potente armada enana había lanzado su despiadado ataque a las bases de las islas cercanas sin dar tregua, cogiendo desprevenidas a las naves que aguardaban en las inmediaciones. El rugir de la primera línea de Kurrshu’ machacaba las defensas portuarias del Culto. El ataque, preciso y estudiado no había dejado opción a los defensores. La mayoría de los buques fueron hundidos en sus propias atarazanas. Sólo algunas naves patrulleras se organizaron lo suficiente como para dar algunos problemas a los invasores. Pero aquellos eran en tanto número y sus dotaciones eran tan superiores en armamento y pericia de sus marineros que pronto se encontraron en desventaja. El mar se sumió en un ensordecedor estruendo de proyectiles ardientes y astillas volantes. Tal y como sospechaban los estrategas militares el Culto no esperaba este furioso ataque por mar. Se diría que confiaban en mantener a las fuerzas ocupadas en tierra y a los buques enanos amarrados a puerto esperando la defensa. Theera cayó en pocos días. Toda la potencia de la armada del Hakkâram Hirr’im Hâssek batió con furia las costas de la pequeña isla. Sus escuadras de maceros desembarcaron rabiosas y sus defensores poco pudieron hacer contra la embestidas de los centenares de robles que se les vinieron encima. Los puertos y fortines fueron reducidos a cenizas. Los enanos no tuvieron piedad y tampoco malgastaron tiempo en el pillaje. Quemaron todo lo que podía arder y subieron de nuevo a las naves poniendo rumbo a Orthan, Vallan e Irga. Apenas amanecía y las catapultas de los destructores Tiamath despedían su fuego mortal contra las defensas de Orthan, que tampoco tardó en humillarse ante la salvaje violencia enana. La poderosa armada hizo suyo el escenario oceánico desplegando su poderío naval y la desesperación de sus guerreros, concentrando su fuego. No hubo capacidad de respuesta. Diseminados, desorganizados y sorprendidos, los barcos enemigos se vieron incapaces de orquestar un contraataque eficaz capaz de cuestionar la superioridad de aquellos endurecidos guerreros del mar. Rota la batalla casi desde su mismo inicio, los robles enanos y su incontestable potencia de fuego batió a placer la desmembrada y débil oposición. El mar era de los enanos. Aquel teatro de operaciones era el que Belhedor siempre había querido evitar a toda costa.

Las capturas de navíos fueron numerosas y apenas se hicieron prisioneros. Sólo algunos que servirían bien a los propósitos de un estudiado y cruel plan, acorde con los desesperados tiempos que corrían.

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Después de unas semanas de feroz contienda, aún ardían fuegos en el Mar del Ülstar sembrado de maderos astillados y cuerpos flotantes que servirían de espléndido festín a sus peces y bestias. Las islas se consumían aun en humeantes columnatas negras tras el paso devastador de las cohortes marinas de Valhÿnnd. Suckanne agonizaba ante los vómitos de fuego inclementes de aquella legión de robles, indefensa ante el despiadado castigo. Pero un grupo de buques partía de sus líneas en dirección a las costas del Ülsadar. No tenían pabellón del Pico Coloso, ni de Bocaquebrada o la Garganta. Ninguno de aquellos blasones que habían hecho estremecer las insondables aguas del Espejo. Eran buques del Yugo, fragatas oscuras que parecían huir de una muerte certera. Pero no las gobernaban orcos ni soldados negros. Bajo sus siniestras velas, aquellas cubiertas se llenaban de incursores enanos y viejos piratas de Balkarii. Su misión era oscura, cruel… necesaria. Al mando de todos ellos estaba el Shar’Akkôlom… con el alma herida, pidiendo perdón a los dioses por los pecados aún no cometidos.

Andaba muy avanzada la madrugada cuando el vigía anunció a la vista las durmientes costas del Ülsadar. Habían viajado conociendo perfectamente su destino. Aquella fértil y próspera villa de los Yulos había vivido sin saberlo con la espada de Damocles sobre su cabeza. No era cualquier objetivo. Resultaba el objetivo perfecto, diseñado a la desesperada hacía mucho tiempo. Sus inocentes habitantes dormían tranquilos sin saber que serían el sacrificio necesario a los dioses parea atraer a sus pueblos a una guerra que no deseaban y que habían evitado hasta entonces. Pero una guerra que les necesitaba… una guerra de la que no podrían escapar.

El sacrificio exige víctimas… y las víctimas, por regla general, suelen vestirse de inocencia.

Ariom cerró los ojos con amargura y dio la orden de abrir fuego y desembarcar. No se puede decir que ofrecieran resistencia. Llamarlo matanza era solo hacer justicia.

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La alborada se despertó ensangrentada de muerte. La villa apenas eran rescoldos quemados. Fueron rápidos, de una precisión casi quirúrgica. No se respetó a nadie, tal y como si en verdad hubieran sido orcos los que masacraran a aquella pobre gente. Ni ancianos, ni mujeres… tampoco niños. Los prisioneros orcos que llevaban con ellos habían sido ejecutados para que pareciesen víctimas de la contienda y diseminaron sus cuerpos por doquier, preparando con meticulosidad aquella farsa inhumana.

Ariom estaba arrodillado ante un grupo de cadáveres, con la espada orca con la que había sido verdugo de su propia alma cuando llegaron los robles aliados que les venían siguiendo la estela y que proporcionarían la guinda del macabro pastel.

Uno de aquellos piratas de la torre de Marfil le anunció el desembarco.

—Han llegado, ‘Shar. Ellos acabarán lo que empezamos. —El mutilado lancero se volvió al apesadumbrado humano que le daba las nuevas. En su rostro, aquel elfo no podía esconder su repugnancia a sí mismo.

—Lo que hemos hecho hoy es una villanía —le confesó a él y a la escasa dotación de hombres que se reunía en las inmediaciones—. Todos arderemos en el abismo del Pozo por esto. Ganemos o perdamos esta guerra, nuestras almas estarán condenadas para siempre. —El pirata hundió su mirada al suelo avergonzado.

—Es lo que debíamos hacer ‘Shar. Muchas vidas se salvarán. —Ariom le mandó callar con un gesto.

—Está hecho… justo o no, no hay vuelta atrás. Pero no voy a justificarme ante mis dioses con semejante sarta de mentiras. —El elfo arrojó el acero maldito que empuñaba como si le escociese en la mano—. Enviad un legado a los yulos. Decid que seguimos a las fragatas negras hasta aquí. Que les combatimos. Pero que el mal ya estaba hecho. Mentid y rogad para que nuestras mentiras y sus muertos sirvan para algo.

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Los tres solitarios jinetes alcanzaron las estribaciones más septentrionales del Valle del Morkkos, cerca de los altos bosques húmedos que calzaban las cimas del Brazo de Valhÿnnd. Bosques que habían sido rebautizados como Las Marcas de Neffarah donde los Mulhannai habían asentados sus pequeños y prósperos feudos regados por los cristalinos arroyos procedentes del deshielo de las altivas cumbres. La visión de aquella tierra, abrupta, húmeda y vibrante era como un amable reencuentro con el hogar después de un largo destierro. Tsumi no se había dejado sucumbir al natural regocijo de la vuelta a casa. Había demasiadas penas sembrando su alma. La sombra de una traición, el largo abrazo del fracaso y la deshonra… y sobre todo la huella de su encuentro con aquel guerrero indómito y su fantasmal consorte que le había salvado inexplicablemente la vida. Su espíritu batallaba una guerra más dura y cruel que cualquiera que se diese cita sobre aquellas inmortales tierras de reyes. Su regreso estaba manchado y sabía que no sería un reencuentro feliz ni gratificante. Había preparado su alma para aceptar su derrota.

Pero, sin duda, nunca hubiera podido prepararse lo bastante para afrontar lo que le esperaba en realidad.

El noble Tatzukai había iniciado una encendida defensa de las virtudes de aquellas tierras y del trabajo de los Mulhannai de Neffarah en ellas. Urias le escuchaba con cierta mal disimulada fascinación.

Eran tierras de prosperidad y esperanza. Después de las primeras guerras, después de los compases más duros de las contiendas en el Ycter, el Culto decidió colocar en un segundo plano a los clanes neffarai, temerosos de que cobrasen demasiado protagonismo y que sus altos conceptos del honor y la religión les procuraran tensiones con las estrictas y cada vez más radicales posiciones emanadas desde Belhedor. Les dieron la posibilidad de licenciarse del ejército cultista y asentarse en las vacías tierras que un tiempo fueron de las salvajes tribus de Torvos y Morkkos. Les servirían como hombres de frontera, pero alejados de la primera línea de decisiones y movimientos de la Orden. En fin, les dejaron asentarse y prosperar. Los Neffarai levantaron sus feudos, cultivaron la estéril tierra antaño sólo empleada en labores de pastoreo y en lugar de guerrear con los clanes autóctonos de orcos svara de la región, los aculturaron. Les abrieron la posibilidad de ser dueños de pequeñas parcelas de tierra, de trabajar para ellos, de aprender sus costumbres. Les enseñaron a labrar, a leer, a escribir y les mostraron la verdadera naturaleza de la diosa Kallah, muy diferente a la imagen que vendían desde las curias pontificias de Belhedor. Y los orcos se civilizaron, para sorpresa de todos. Dejaron sus hachas y se convirtieron en labradores. Todo el mundo parecía tener una oportunidad allí.

—Gracias a los Mulhannai muchos orcos entendimos que el verdadero y ansiado «Nuevo Orden» había llegado al fin. El milagro se estaba produciendo. Los orcos ya no éramos los desheredados de la tierra. Condenados en los resquicios de un Imperio que había usurpado muestra tierra. Que había condenado nuestras creencias y nos había perseguido como alimañas. Condenándonos a la rapiña y el bandidaje; a pelear entre nosotros por los pedazos de un mundo que nos habían arrebatado poco a poco. Los orcos habíamos hecho de la guerra nuestro modo de vida porque no conocíamos otro desde los tiempos de los primeros linajes humanos. Pero la mayoría de nosotros solo queríamos la paz y un pedazo de tierra que poder llamar propio. Gracias a los Neffarai, muchos de nosotros dejamos de ser perseguidos. Pudimos labrar nuestro futuro, alimentar a nuestros hijos y prosperar.

Pero tampoco el gran Tatzukai, el orco Neffarah, sabía que aquellas palabras ya formaban también parte del pasado.

Fue Urias el primero en percatarse…

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Al supera una frondosa loma, el Feudo de los Sukokaira apareció ante ellos. Estaba allí, alumbrado entre las quebradas y claros del valle, regado por la fértil corriente de las aguas gélidas del deshielo que serpenteaban a su paso. Debían haberse emocionado ante la imagen de sus elegantes tejados azules, de sus numerosos puentes de madera y la sobria arquitectura de sus casas. Debían de haber podido comprobar la plácida paz que se respiraba entre sus callejales estrechos, entre sus jardines armoniosos y sus gentes tranquilas y nobles.

Pero no fue así…

Nada de eso quedaba. Solo había ruinas. Solo restos requemados, vástagos deformes donde antaño casas. Todo gris ceniza donde antaño verdor y exhuberancia. Sólo vacío y lamento donde antes había vida. El feudo había sido borrado de la faz del mundo.

—¿Este era el lugar donde podría encontrar la paz? La única paz aquí es la de los cementerios. —El reproche de Urias sonó árido. Los jinetes Neffarai no podían salir de su estupefacción. Tsumi ni siquiera se concedió un segundo de lamento. Espoleó su montura y galopó con frenesí en dirección a la villa. Sus dos acompañantes hubieron de apresurarse para alcanzarla.

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Cuando ambos llegaron a la entrada de la aldea, Tsumi ya había desmontado y caminaba sin rumbo por entre los cadáveres de los edificios quemados. Tatzukai, visiblemente conmocionado corrió junto a ella gritando su nombre. Urias, aún en su caballo, contempló el desolador panorama. Parecía haber pasado un ciclón por aquella aldea. Sólo un edificio se alzaba completo, el resto era sólo pasto de llamas ya extinguidas. No había cuerpos pero sí muchos rastros de sangre y flechas clavadas en los maderos que aún resistían en posición vertical.

Olía a muerte y desolación…

El viento emitía un lastimero lamento fúnebre al pasar silbante entre los resquicios y fisuras. Tsumi se derrumbó de rodillas sobre el castigado suelo. No tenía certezas pero sospechaba cuál podría ser el motivo que explicara aquella tragedia.

El gran Tatzukai se arrodilló junto a su protegida y estaba a punto de rodearla con sus recios brazos de orco cuando un sonido le obligó a volver a alzarse. Provenía del único edificio que había sido respetado, salvándose de la quema: se trataba del pequeño templo de Kallah. Resultaba pequeño si había de ser comparado con los majestuosos edificios en piedra que se levantaban en las ciudades, pero en aquella desolada villa era la construcción más importante. Una solemne obra de madera labrada de varias alturas con tejados apuntados de extensas y curvadas cornisas. Aquel había sido el último lugar que Tsumi pisara antes de su marcha. En él se alojaba la efigie de la Dama de la Noche, como los Neffarai se refieren a la diosa lunar. Salvo algunas astas de flecha empotradas a su cuerpo, no parecía tener mayores daños. De su interior surgió una figura en silencio. Vestía el Nobary de los guerreros neffarai y portaba Nassahära.

Era uno de ellos…

Urias, sin embargo, aún desde su caballo, echó disimuladamente mano al largo astil de su pica.

Le reconocieron pronto.

—¡Narugama! —exclamó el orco.

Era uno de los Naruhai, los hombres de confianza del Mulhan, tratados como familia directa del señor feudal. Aquel soldado no parecía dar muestras de sorprenderse de aquella imprevista llegada.

—Tsumi-kai —dijo con una reverencia—. Os esperaba.

Ella no dio opción a muchas más dilaciones y se aproximó con los ojos desencajados tratando de encontrar respuestas desesperadas.

—¿Qué ha ocurrido aquí? Narugama ¿Quién es el responsable de esto? ¿Dónde está mi padre? —El soldado trató de no delatar sus sentimientos y habló con gravedad.

—El Mulhan ha muerto… todos han muerto —anunció con cierta frialdad, muy propia de su casta—. Llegaron de noche, a escondidas. Atacaron sin piedad. Eran cientos. No respetaron nada ni a nadie. Soldados, lacayos, mujeres, niños… incluso los animales. Sólo el templo se ha salvado. No se atrevieron a tocar el recinto sagrado de la Dama.

—Pero ¿quiénes? —En su tono, además de furia había impaciencia.

—Tropas de Belhedor, Tsumi-kai. Los que llamábamos aliados. —Al escuchar aquello, Tsumi sintió que el cielo se le desplomaba encima. Y llevándose las manos al rostro cayó fulminada clavando sus rodillas al suelo. El gesto de Narugama se tensó y su mano se fue hasta la empuñadura de su murâhäsha. Tatzukai descubrió el gesto y se apresuró para comprobar qué había alertado al devoto guerrero. Se trataba del guerrero crestado que aproximaba su corcel hasta ellos, ignorante de cuanto se decía, desconocedor del idioma de los Neffarai empleado entre ellos en aquella conversación. Hizo un gesto al mensajero pero aquel apenas si relajó su compostura. Se volvió al humano.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó aquel, algo molesto de no poder entender aquella conversación.

—Las tropas han atacado el feudo —dijo el orco quedamente.

—¿Qué tropas? —Preguntaría extrañado—. ¡Ah, esas tropas! —dijo sin esconder la mordacidad de sus palabras—. Las malas noticias viajan rápido ¿verdad? Vuestro Culto castiga ferozmente el fracaso, la traición y las deserciones. Deberíais saberlo. Y esta mujer ha sido capaz de reunirlo todo en el mismo saco. Una verdadera hazaña. —Tatzukai se fue hacia él.

—¡¡Voy a sacarte los ojos!! —bramó el orco llevando su mano a la espada. Urias aprestó la pica mientras Narugama, sin saber muy bien a qué respondía aquella reacción de gigantesco svara no dudó en acompañarle en el gesto.

—Dejadle —ordenó la mujer aún postrada en el suelo. Ambos contendientes se paralizaron de inmediato—. Tiene razón. Es mi culpa. —A regañadientes el poderoso orco alejó su atención del mediohumano y la centró en su protegida—. Mis acciones han traído la muerte a mi pueblo y a todos cuantos significaban algo para mí. He fracasado más allá de lo imaginable y he traído un dolor imposible de reparar. Mi castigo no tiene nombre. Ni siquiera ha podido ser pensado. Mis faltas están más allá de toda enmienda. —La elfa neffarah extrajo del ciwar la kiwa y la dejó envainada en el suelo ante ella—. Ni siquiera el SanSo me dará la paz, porque mi honor es ya irrecuperable. Debería morir devorada por las alimañas.

La voz de Narugama rompió aquella retahíla de culpas y la obligó a prestarle atención.

—Sukokaira Mulhan me encomendó una última misión, Tsumi-kai —comenzó a narrar. Ella levantó los ojos de su espada del sacrificio para mirarle al rostro—. Cuando supo que no habría esperanza me hizo llamar y me entregó algo para ti. Me ordenó huir del combate y protegerlo con mi vida. Me hizo jurar por honor que aguardaría tu llegada. Y te lo entregaría en persona. —Dejando aquellas palabras en el ambiente se volvió y comenzó a caminar hasta entrar de nuevo en el templo. Urias quiso saber con un gesto extrañado qué estaba ocurriendo pero Tatzukai le mandó callar con un gesto hosco. El soldado regresó portando una caja plana y rectangular bellamente decorada con repujados en oro, blanco y azul donde se distinguía el símbolo de un dragón serpiente enroscado sobre sí.

—Algunos de los más valientes guerreros murieron guardándome las espaldas, Tsumi-kai —confesó el guardián extendiendo la caja ante el rostro de la derrotada guerrera—. Me dijo que dentro estaban todas tus preguntas. Y también todas tus respuestas. Lo que oculta en su interior es vuestro desde siempre. —El guerrero al culminar la frase se arrodilló y presentó la caja ante la mujer agachando su frente en señal de sumisión.

Tsumi miró a todos los presentes sin saber muy bien qué hacer. Se encontraba demasiado turbada. Con mano temblorosa prendió la caja, descorrió sus presillas y levantó lentamente la ornada tapa que velaba el misterio. Lo que guardaba celosamente en su labrado interior la dejó desconcertada.

Había una espada. Una laboriosa espada corta de hoja ligeramente curvada que parecía no haber perdido ni su filo ni su fulgor, a pesar de creerla encerrada desde hacía décadas al menos. Su puño y guarnición estaban labrados artificiosamente en un material que parecía hueso pulido en cuyo pomo se dibujaba una soberbia cabeza de dragón. Era un arma elegante. Sofisticada. Parecía más propia del ceremonial que de la batalla. A su lado descansaba la vaina, cuya gala le hacía honor y justicia.

Urias abrió los ojos como platos al tener aquella arma exquisita frente a sus ojos. Un millar de sentimientos encontrados se hicieron carne allí mismo, en aquel momento, saturando su pensamiento. Jamás pensó que volvería a contemplarla.

Tsumi iniciaba una interrogación cuando la respuesta le llegó antes de formular la pregunta.

—El Colmillo del Dragón. —Todos se volvieron hacia él. Las rasgadas pupilas del saurio mercenario seguían clavadas en la fantástica reliquia.

—¿Reconoces este arma?

—La reconozco, si —aseguró casi en trance, sin desviar la mirada de las formas ondulantes del arma—. Es una espada Doré. La espada de una Virgen de Hergos. La espada de Äriel, la Jinete del Viento.

—¡Äriel! —Tsumi se incorporó como impulsada por resortes al escuchar ese nombre y se volvió hacia el crestado—. Así dijiste que se llamaba ella… esa… esa mujer del bosque. —Urias desvió por un instante la mirada de la bella traza de acero para enfilar los ojos violáceos de la sobrecogida guerrera que esperaba, necesitaba, respuestas.

—Era su espada… no existe otra igual. Era suya.

—¿Y qué hace aquí? ¿Por qué la tenía mi padre? ¿Qué significa todo esto? Tú sabes más de lo que afirmas saber. —El dedo crispado le apuntaba al rostro de manera amenazante.

—Si está la espada… debe estar la guarda.

—La ¿qué?

—Un medallón. —Tsumi se apresuró a volver a la caja.

Tratando de ser delicada prendió aquella hermosa arma. Bajo ella, entre los linos que almohadillaban el reposo de aquel filo, tal y como el mediohumano había aventurado, estaba el medallón. Lo prendió de su cadena plateada y sus circulares formas bailaron ante su absorta mirada. Era un disco de metal pesado y grueso de unos diez centímetros de diámetro. En una de sus caras se labraba con artificio aquel símbolo antes repetido. El dragón enroscado. Cuando lo tuvo cerca, cuando apreció los detalles de su forma se le heló la sangre en las venas. Ella había visto ese dragón con anterioridad. No en ningún blasón. No en ningún escudo.

Lo había visto… en su cuerpo.

Todas las preguntas…

Todas las respuestas…

Un tatuaje…

Un tatuaje en su piel. Idéntico. Un tatuaje que nadie le supo decir quién, dónde o cuándo se lo hicieron. Debía ser muy niña. El Mulhan siempre se mostró muy reservado al respecto. Nunca le quiso dar una respuesta. A su debido tiempo, decía.

Las respuestas no se buscan…

Se encuentran…

Todas las preguntas…

Todas las respuestas…

Aquella caja…

Un tatuaje singular, sin duda. Se movía.

Parecía tener vida propia. Ayer estaba en el brazo. Hoy se dibujaba en el pecho. Mañana… quizá…

Tsumi comenzó a quitarse la ropa desesperadamente ante los ojos atónitos de sus acompañantes que no sabían exactamente a qué respondía aquel arrebato. Apenas el cobertor de su nobary caía al suelo dejándole lucir la piel blanca de sus brazos, ella encontró lo que buscaba. Estaba en la cara interna de su antebrazo, preparado, casi intencionadamente, para que ella pudiera contemplarlo junto al grabado del medallón. Sólo los colores diferenciaban uno de otro. Idénticos, salvo porque el dragón del grabado se enroscaba sobre sí mientras que el tatuaje lo hacía sobre el antebrazo de aquella estupefacta mujer.

Los ojos iban y venían de uno a otro.

No había duda. Era el mismo símbolo.

Estaban conectados.

En aquel instante, absorta en aquella fascinante contemplación, algo sucedió mientras la guerrero observaba el asombroso pigmento en su piel. Inexplicablemente, mientras miraba las facciones del dragón dibujado en su brazo, aquel legendario animal, sin duda revelando su naturaleza, tornó su cuello…

Le devolvió la mirada desde su piel.

Tsumi gritó en un súbito e involuntario gesto dejando caer el colgante al suelo. Todos se alertaron ante el respingo de aquella ensimismada elfa, pero no fue a más. Cuando sus ojos regresaron al tatuaje, aquel seguía igual que siempre. Tsumi imaginó que debía de haber sido un delirio, producto de las tensiones del momento.

Se agachó, entonces a recoger el medallón descubriendo que había caído del reverso, delatando una palabra gravada en su metálica superficie. A aquella elfa le costó reconocer y pronunciar el idioma en el que estaba escrito aquel vocablo.

—Äri… ënn. ¡¡Äriënn!! He oído ese nombre. Antes… ¿Quién es Äriënn? —Buscó con su mirada al crestado. Aquel tragó saliva antes de contestar.

—Äriënn es… —dijo con voz queda— el nombre de la dueña de ese amuleto protector. Era la hija de la sacerdotisa, la hija de Äriel. Ese era su amuleto custodia.

—¿Y dónde está ella ahora? —Pero ella conocía esa respuesta… en sus más profundos temores conocía la respuesta. Urias guardó un silencio demoledor, como si las palabras en su garganta fuesen de fuego y costase pronunciarlas.

—Äriënn… Está aquí. —Tsumi giró su cuello con premura a ambos lados tratando de descubrir a quién se refería el mercenario.

—¿Dónde? —le inquirió, como si aquel quisiera gastarle una broma. Pero el tatuado humano la miraba con una solidez marmórea, apretando con firmeza sus dientes. Tsumi sintió una oleada de calor que ascendía súbitamente por su cuerpo, como un vaticinio, antes de que aquel le respondiese…

—La estoy viendo en este mismo instante… Justo delante de mí.

El extraño calor se hizo ahora insoportable, casi le mareaba, como si fuese capaz de trascender su cuerpo… Las imágenes comenzaron a cruzar su mente.

El duelo. Su derrota…

Los ojos fieros de aquel mestizo apuntándola con su temible espada.

Las manos de aquella mujer sosteniendo su brazo.

Sus ojos…

Sus lágrimas…

—¿De qué estás hablando? —exclamó tratando de sacudirse aquellas sensaciones como si fueran un mal sueño—. Eso no es cierto. ¡¡No es cierto!!

—Es tan cierto como que respiras. Sólo Äriel podía sostener esa guarda sin abrasarse la piel. —Los ojos de Tsumi se marcharon instintivamente a los perfiles de aquella reliquia—. Solo ella… y su hija.

Entonces aquel colgante pareció quemarle en las manos. Pero no, no lo hacía. Ella quería que quemase, pero lo único que ardía era la evidencia. Todo parecía comenzar a cobrar sentido.

Todas las preguntas…

Todas las respuestas…

Tenía razón. Tenía dolorosamente la razón…

—Tú eres Äriënn. Sangre de Vyr’Arym’Äriel. Virgen Dorai. Hija de la Jinete del Viento… Carne del pecado que cualquier hubiera querido cometer.

—¡¡Mientes!! —gritó en un arrebato furioso.

—Sabes que no miento… lo sabes. Sé que lo sabes. Porque siempre lo has sabido.

—Entonces, ese hombre… tú dijiste… el mestizo… el guerrero que estuvo a punto de matarme era…

—Tu padre… pero él no lo sabe.

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Claudia vino a verme una tarde gris y me encontró como de costumbre enfrascado en mi incesante trabajo. Estaba muy enojada. Al parecer había preguntado por Sorom y le habían asegurado que seguía prisionero y que nadie salvo el Señor de las Runas podía verle. Buscó entonces a Rexor con la esperanza de que aquel le autorizara a visitarle. Sostenía que había mantenido una buena relación con él durante el cautiverio en la isla y que seguramente se mostraría contento de recibirla, pero Rexor se negó en redondo. Aquella negación taxativa le pareció desmesurada. Yo le pregunté por qué tenía tanto interés en saber de su suerte y ella me confesó algunas de las conversaciones con el félido, algunas que nunca antes había revelado a nadie. Ella estaba segura que Sorom no era tan malvado como todos aseguraban. Le pareció sólo un tipo con un punto de vista distinto, pero ciertamente bien cimentado. Me habló de sus libros, de las cosas que había podido leer en ellos y de las advertencias que le había hecho al respecto de la actitud inflexible de Rexor, que aquella postura inquebrantable parecía corroborar. Aseguraba que resultaba muy canalla mantener a una persona privada de libertad e incomunicada allí donde no podía hacer daño a nadie. Yo quise ser diplomático y le advertí de que las decisiones de Rexor habían sido siempre templadas y sensatas. Que el viejo félido probablemente conocía aspectos de aquel siniestro personaje que justificaran su recelo hacia él. Pero en aquel momento sólo recibí reproches de ella. Me dijo que si yo hubiese leído lo que ella, quizá no opinaría a la ligera. Se marchó a desahogarse con Alex a quien calentó la cabeza con las mismas retahílas. Aquel desencuentro enfrió mi relación con ella durante un tiempo, durante el cual se despegó de todos nosotros salvo de su amigo con quien mantenía larguísimas charlas. Creó un poso que me mortificó durante varios días.

Si era cierto que Sorom poseía información que matizaba muchos de los eventos, sería interesante echarle un vistazo. Como comprenderán, yo apenas sabía de la historia de aquel lugar y la necesidad de proveerme de fuentes se había vuelto casi una obsesión. Pero no quería que mi historia estuviese al servicio de ningún interés superior. No me apetecía reproducir esquemas interesados y manidos, pero tampoco quería caer en hacerle el juego a nuestros enemigos. Todas las culturas y tiempos tienen sus luces y sus sombras.

Yo no quería desmerecer los aciertos, pero tampoco me apetecía esconder los defectos. Quería una historia pura, humana en el amplio sentido de la palabra, como aquellos que la protagonizaban y que yo había tenido la fortuna de conocer. Personas reales, sin edulcorar. Sin santos ni demonios sino un poco de ambas cosas, según se terciase la ocasión. Y con las mismas me decidí a hablar con Rexor.

sep

Al principio se mostró reacio a mis argumentos, casi nervioso. Luego, conforme fui enhebrando mis premisas, comenzó a relajar su postura y acabamos coincidiendo en el fondo. Sobre el tema de hablar con Sorom seguía igual de inflexible, pero me aseguró que si lo que quería era contrastar información podía ayudarme.

No fue una decisión rápida, aunque en la premura de estas líneas pueda parecer lo contrario. Aquellos debates duraron días y su respuesta definitiva se dilato aún más. Supongo que hubo algo en el sustrato de mis argumentos que él no había valorado desde un principio y que yo le hice ver. Tardó en admitir mi parte de razón y sé que mis peticiones ocuparon largas horas de reflexión por su parte. De otro modo no había podido justificar su respuesta final, a todas luces muy por encima de mis expectativas. Yo sólo quería alguna información adicional, a ser posible complementaria. Libros de historia, los autores más clásicos de todas las culturas y razas y algunos de los autores que hubiesen contestado sus obras con mayor fiabilidad, por aquello de hacerme con un panorama global donde insertar todos los eventos que discurrían en el presente en su justo equilibrio. Él debió entender la nobleza de mis intenciones.

Me proporcionó la llave de todo el conocimiento.

De todo.

Rexor decidió abrir las Cámaras para mí. Yo nunca llegué a saber dónde se ubicaban exactamente. Siempre fui conducido a ellas a ciegas, para preservar su secreto. La primera vez que pisé sus insondables recintos quedé maravillado y sobrecogido a un tiempo. Parecía una sala intemporal, como ubicada en un especio deletéreo sin definición real concreta. El lugar era frío. Uno podía caminar durante horas sin abarcarla completa. Filas y filas interminables de estanterías y archivos cuajaban un espacio que resultaba infinito donde, de cuando en cuando, aparecían vitrinas que alojaban artefactos y objetos de antaño como un museo colosal. Rexor me advirtió de la inusual excepción que suponía mi presencia en aquel exagerado recinto. Era la primera persona que pisaba aquellos suelos en siglos sin ostentar el rango de Señor de las Runas. «Tal es la confianza que tengo en ti y en tu labor, jovencito» me aseguraba con solemnidad y yo me sentía un verdadero privilegiado. A mis preguntas, Rexor me confesó que todo el saber del mundo de todos los tiempos se compilaba allí. También muchas de las reliquias más poderosas del pasado. Artefactos que antaño sirvieron a muchos propósitos. Cuando le pregunté que por qué el conocimiento debía de estar encerrado, oculto del mundo, él se carcajeó sonoramente.

—¿Eso es lo que Sorom te ha contado? —me dijo. Bueno, eran palabras de aquel félido, pero en realidad yo las escuché por boca de Claudia. En aquellos días se había destapado como una firme defensora del prisionero.

—Aquí se guarda todo el saber. Volúmenes cuyos afirmaciones comparto y otros que no. Mi labor no es solamente apartarlos de personajes como Sorom. También los guardo de los emperadores… y de los príncipes elfos… y de los Masones enanos. La historia es un arma poderosa si sabe empuñarse. Despierta conciencias, justifica reivindicaciones, sostiene a los reyes y a la moral de sus vasallos. Defiende y legitima guerras y a los que las hacen, según sea su interpretación. Pero todo lo que se guarda aquí existe también ahí fuera, disperso, repartido. Las Cámaras son solo un refugio donde todo se almacena y que está al servicio del Señor de las Runas. Ahora yo soy su guardián pero hubo otros antes que yo y sin duda los habrá que me precedan. El trabajo del Guardián del Conocimiento es proteger el saber para que este no desaparezca y también las reliquias para que nadie se crea tentado a usarlas en su beneficio. Sean cuales sean sus fines.

Puede ser que en algún momento el único conocimiento esté aquí dentro, porque todo lo que existe fuera de este recinto desaparezca. Si llega a ser ese el caso, el Guardián será el encargado de devolver la luz todo lo que se almacena aquí. Eso lo saben aquellos a los que combatimos. Por eso buscan las Cámaras. Ellos no quieren el saber que habita entre estos muros, quieren usarlo en su beneficio o si les es imposible, destruirlo. Por eso las protegemos. Pero te mentiría si te dijese que los siervos de Kallah han sido los únicos tentados con esa destrucción. Otros antes que ellos han tenido la intención de utilizar sesgadamente la historia en su provecho. Y cuando eso ocurría, el Guardián del Conocimiento ha dispuesto de su privilegiada posición para contradecirles esgrimiendo los tesoros que aquí se apilan. Por eso, destruir este recinto ha sido el objetivo de todos aquellos que han aspirado al dominio de sus semejantes.

—¿Los Emperadores, también? ¿Ellos dominaban la mayor parte del mundo? —mi pregunta pareció ser tan demoledora como pretendidamente inocente. Y lo cierto fue que, para mi sorpresa, Rexor quedó pensativo y no me supo dar una respuesta satisfactoria.

sep

Se iniciaba la lenta marcha final del invierno cuando el vasto ejército encabezado por el Hirr’Harâm alcanzaba al fin las estribaciones más orientales de las cimas de Valhÿnnd. Aquellas montañas solemnes daban punto y final geográfico al Media-Kürth y extendían a partir de entonces los dominios nacientes del Ycter. El Espejo se alzaba ante ellos. Las últimas soledades. Las últimas fronteras. Allí donde los hombres guerreaban al Yugo y defendían la gran barricada levantada en las riberas árticas del gran río del mismo nombre: el gran río Espejo, el gélido Ycter.

A la izquierda podían divisarse el bosque hermano del Irilh’Vällah, habitado por castas Ürull ligados por lazos vasalláticos al príncipe boreal del Sÿr’Sÿrÿ. Sus árboles perlados de nieve daban una nota de color al monocorde panorama blanco que se volvía tirano en aquellas laderas y riscos. Las montañas que abandonaban eran los primeros baluartes de los enanos de hielo unidos a la autoridad del Hakkâram de la Ultima Montaña. Por lo tanto, en guerra con el Culto de Kallah.

Fueron ellos los últimos compatriotas en unirse a las filas comandadas por los Tuhsêkii en la que ya se habían integrado castas y Haraníes de todos los feudos Nwândii desde el Ghar’al’Aasâck hasta allí.

Habían sido recibidos por Oldgarth PiesdeTrueno, Hakkar[28] de la Ciudad-Montaña de Wûdanngûrh, capital y gran baluarte del reino enano de Hysstar’, defensor de las postrimerías del macizo de Valhÿnnd.

La recepción que ofreció a aquel rico mosaico de camaradas Haraníes del Nwândii, encabezados por el mismísimo Hirr’Harâm Sargon y los centenares de Masones que les habían proporcionado ejércitos fue digno de entrar en las crónicas por méritos propios. Fue el propio Hakkar en persona quien en recepción privada comentaría el panorama que se extendía más allá de sus dominios. No faltaron los francos reproches a aquella ayuda que habían tardado en proporcionar los hermanos del sur. Pero llegaba y aquello justificaba todo lo demás. En cualquier caso, la batalla se avecinaba pronta. Las tropas del Exterminio se habían ido concentrando desde hacía varias estaciones, aunque en los últimos meses del verano y lo que llevaban de tiempo invernal, las dotaciones se habían triplicado. Sus enanos quedaban vigilantes, observando sus movimientos, pero no podían desguarnecer la ciudad sin que peligraran sus propias fronteras. Un ejército de al menos diez mil espadas acampaba a las bocas de las gargantas del Paso de Reyes, donde los humanos, milagrosamente les habían conseguido frenar. Se decía, con valiosa ayuda del interior.

Aunque los efectivos de Belhedor sabían que dejaban su retaguardia a merced de los enanos, confiaban que como hasta entonces, mantuvieran su cauta política de vigilancia y no intervinieran a menos que se invadiesen sus territorios, cosa que se cuidaban en respetar. No más de cinco mil hachas eran las que el PiesdeTrueno podía movilizar para incordiarles, a riesgo de desguarnecer sus fronteras. Pero todo ello cambiaba con la llegada de la gloriosa Marcha del Hirr’Harâm Sargon. Con semejantes fuerzas, no solo era posible un ataque sorpresivo, sino deseado y celebrado. Por ello, haciendo un gran dispendio, el Hakkar proporcionó dos mil de sus mejores efectivos a la causa. En aquella gozosa celebración se abrieron las mejores barricas de Sangre de Mostal y todos brindaron por una victoria aún por llegar.

sep

Las fuerzas del Asta de Dragón se encaminaban a la guerra sin saber que desde las coronas de las cimas de Valhÿnnd iba a llegar una inestimable ayuda. Olem comandaba sus fuerzas con la sensación de que se jugaría la firmeza de las posiciones en aquellas tierras. Una holgada victoria inclinaría la iniciativa del flanco a su favor y podrían emprender una carrera hacia el interior para apoyar con sus pesadas falanges de astados la batalla que sin duda se desataría ante la última barricada. Pero una derrota o una pérdida significativa de efectivos significaría en la más generosa de las posibilidades verse imposibilitados a moverse y a abandonar con ello los Pasos que daban entrada al Ycter desde el flanco occidental. Eso se traduciría en una ventaja impagable al gran ejército negro que avanzaba por las tierras de tribus. Una ventaja decisiva si los toros eran incapaces de aportar sus tropas, volviendo inútiles todos sus esfuerzos.

Con estos oscuros presagios sobre sus cabezas la unificada legión de Z’oram y D’akoram se plantó ante el fortificado recinto castrense. Estaban alertados de sus movimientos. Ya había planteado una dura defensa. La batalla se presentaba más que incierta. En campo abierto los toros habrían hecho pesar su tremenda superioridad física, pasando por encima del conglomerado de bestias del Culto con muchos menos apuros. Pero con el mismo número de efectivos y tres líneas de defensa a favor de los asediados, la historia planteaba singulares matices.

sep

Si abrían una brecha tendrían alguna posibilidad, pero eso también era del conocimiento de los señores de la guerra enemigos que habían colocado a la totalidad de las tropas defendiendo en flanco atacado. A los toros no les interesaba diseminar sus efectivos. Tampoco el sitio, aunque probablemente hiciese claudicar la plaza. Gastaría demasiado tiempo que serviría a los propósitos de Ojo Sangrante. Olem entendió a la perfección la jugada que Belhedor pretendía dejando allí aquel ejército. Teniendo frente a él las estacas enemigas supo que el Culto había dado por perdido aquel flanco. Aquellos soldados que tenían ante sus iracundos hombres ya habían sido sacrificados. Todo lo que tenían que hacer era resistir, dar tiempo a las tropas invasoras que caminaban inexorablemente a aplastar la barricada del Ycter. Debían morir, pero debían hacerlo lo más tarde posible. Por eso supo que no habría rendición, ni tampoco una rápida victoria. Tras las empalizadas quienes les aguardaban lucharían hasta el último hombre.

Pero ya no había marcha atrás.

La única manera de liberarse de aquella enquistada situación era entrar allí a sangre y fuego y confiar en que la batalla fuese grata a ojos de Berserk Vengador y ganarse con ello su intercesión.

Pero aquella vino incluso antes de que ninguno de los bandos contase su primera víctima. Quizá al Dios Furioso bastase el arrojo de sus hijos en la guerra. Quizá la escena misma le animase o tal vez, así son de caprichosos los Dioses, estuviese benévolo y de humor aquella mañana. Lo cierto es que las montañas bramaron cánticos de guerra a las espaldas de los sitiados. Pronto su nerviosismo se hizo patente. El rugido que ascendía como si los montes tuviesen gargantas y cantasen himnos enanos anticipó el milagro que tantas veces había suplicado el Señor de los Toros.

El horizonte se llenó de carne enana…

De sus orgullosos estandartes.

De sus gargantas broncas.

Las nevadas cimas de Valhÿnnd derramaron estirpe de Mostal hasta desangrar la tierra. Primero parecían dos mil, luego cinco mil. Pronto diez mil. Los toros, embravecidos, comenzaron a aullar como una jauría de lobos hambrientos. El miedo se podía oler a cientos de kilómetros.

Trece mil…

Quince mil…

Los toros iniciaron la embestida.

Cuentan que aquella atrincherada legión oscura era ya pasto de cuervos y aún seguían surgiendo enanos de aquellas míticas montañas.

sep

Tsumi alzó la cabeza hacia la efigie de la Dama Lunar en aquel santuario como islote en el océano. Su mente no alcanzaba la calma, cuanto menos la paz. Un millar de sentimientos y dudas se alojaban en el alma de aquella guerrera que ni aún en la serena presencia de su divinidad encontraban sosiego. Su mundo había sido destruido. Su ubicación en él era ahora como una sensación narcótica. Como una broma de mal gusto. La desorientación es aquello que le sobrevenía al batidor cuando las huellas del suelo se borraban. No servía para ejemplificar lo que sentía en aquellos turbios momentos.

Tenía un padre. Pero siempre lo había tenido. El clan era su familia. El Mulhan había sido su ejemplo en la vida. Le respetaba y le amaba como una hija devota.

Tenía una madre. Pero siempre la había tenido. Silenciosa y amable en aquella talla de madera objeto de su profunda devoción. Siempre había sabido quién era. Qué debía hacer.

Y dónde estaban depositadas sus lealtades. Pero entonces.

¿Por qué en el fondo siempre había esperado este momento?

Äriënn…

Aquel nombre era el de una desconocida. El de alguien que parecía haber llevado una vida paralela. Alguien con quien no tenía mayor vínculo o relación. Pero Äriënn era ella. Ella. Y parecía haber toda una historia detrás de ese nombre. Una historia que le invitaba a abrir la puerta y entrar. Pero aquella historia discurría en una orilla opuesta. Servía a otros intereses. Andaba de la mano junto a sus enemigos.

Miró la espada del dragón frente a ella y aquel disco de metal grabado…

Buscó desesperadamente la mirada de su Diosa y pidió una respuesta. Una ayuda. Quiso conocer la voluntad de Aquella a la que siempre había servido.

Y Aquella le contestó.

sep

—Tú lo sabías, ¿verdad? Por eso regresaste.

Fuera, Tatzukai y Urias aguardaban que la joven neffarah pusiese en orden su espíritu. El silencio vacío y hondo en derredor. Apenas si facilitaba la espera. Urias había apartado la mirada por inercia.

—Contéstame, humano. Tú lo sabías desde el principio. Sabías quién era y contra quién se enfrentaría.

Urias regresó su endurecido rostro hacia el contenido orco y cabeceó una respuesta afirmativa.

—Es la viva imagen de su madre. Pero tiene a arrogancia de ese mestizo endemoniado —le confesó—. Una vez la tuve en mis brazos. Nunca se lo conté a su padre.

—¿Por qué? —inquirió el orco. Había dureza en su mirada. Urias tardó en ofrecer luz a aquel interrogante manteniendo la mirada de aquel guerrero con sus amarillentos ojos rasgados de reptil.

—Porque le di mi palabra a su madre. —Tatzukai soltó un bufido desaprobador.

—Eres un sucio traidor, Saurio. Tu palabra vale lo que un puñado de estiércol.

Urias enfiló sus pupilas de sable como si fueran lanzas al rostro porcino de aquel orco svara. En su gesto había rabia, pero también indignación.

—Merezco lo que piensas de mí. Nunca lo he ocultado. Soy un despojo… pero tú no la conociste —aseguró despacio—. No, no lo hiciste. Äriel era capaz de hacer vestir hábitos al rey de los bellacos de las Bocas. Tenía algo especial. Inigualable. Nadie podía negarse a su mirada. —El mercenario gladiador bajó la mirada con cierta vergüenza—. Si Yelm en persona hubiese bajado de su trono celestial sólo para pedirme cumplir una promesa, le hubiese escupido en la cara y le hubiese deseado feliz regreso a los infiernos de mi parte… pero lo pidió ella.

Urias comenzó a narrar los detalles.

—Había ocultado su maternidad. Aprovecho una larga ausencia de muchos de los nuestros. Andaban arreglando entuertos en el sur. Yo no debí aparecer. Debía estar con ellos. Pero nunca fui tan caritativo y me marché sin avisar. La sorprendí preparando un viaje, con Rexor, el Señor de las Runas. Ese mismo que tanto empeño tenía en atrapar el condenado cardenal negro, así se pudra en el Pozo. Regresé al alcázar. El mismo que llamé mi hogar. El mismo que os ayudé a sitiar… donde ella nació. Juro que quise chantajearla. Me moría por encontrar un motivo para atormentar a ese bastardo de Allwënn. Pero ella me suplicó silencio y para forzar mi respuesta me dejó caer el bebé en los brazos. «Él no debe saberlo» me dijo «no está preparado para asumirlo y yo aún debo poner muchas cosas en orden».

Urias miró seriamente al orco y en sus ojos anidaba el recuerdo agridulce.

—Ella era una Virgen de Hergos. ¡Una virgen ¿Entiendes?! Que había tenido un retoño con un maldito mestizo de enanos. Eso significaba su expulsión automática de la Orden. Perder su rango y potestad. Ella quería callarlo ¿Quién era yo para cuestionarla? Me la puso en los brazos y la sostuve un momento. Era un bebé precioso ¿sabes? Nunca olvidaré la manera en la que aquellos dedos diminutos agarraron los míos. Ella tenía algo hermoso… un esposo que habría matado a medio mundo por protegerla y que aún hoy la honra… y aquella pequeña joya de cabellos blancos por la que estaba dispuesta a sacrificarlo todo. Me sentí un canalla. Más canalla de lo que nunca me he sentido y me he sentido muy canalla. Juré por el honor que había perdido hacía tiempo que jamás confesaría nada. Hoy tengo la sensación de haber faltado a esa promesa.

Tatzukai le miró con franqueza por primera vez. Posó su gruesa y encallada mano sobre el enjuto hombro de aquel mercenario crestado.

—Creo que ella no te lo tendrá en cuenta.

sep

Un sonido alertó a la pareja de que la joven elfa abandonaba el sagrado recinto. Caminaba sumida en pensamientos pero con decisión. Portaba en una mano la bella espada corta y en la otra colgaba el medallón. Llegó hasta ellos y alzó su mirada con la determinación en sus ojos. El extraño tinte con el que se pintaban su iris parecía resplandecer.

—He llorado a quien siempre consideré mi padre con mis últimas lágrimas. Ya no tengo nada que hacer aquí. Debo emprender un viaje y debo hacerlo sola. —Tatzukai la miró con el semblante serio. Ella leyó sus intenciones en aquella mirada—. Agradezco profundamente tu lealtad, Tatzukai. Has sido honorable por encima de tus atribuciones. Pero no puedes acompañarme esta vez. Has cumplido tu promesa con generosidad. Sukokaira Mulhan estaría orgulloso de ti.

—¿Dónde irás Tsumi-kai? —preguntó el noble orco.

—Si el Mulhan se ha tomado tantas molestias en revelarme su secreto es porque deseaba mostrarme mi verdadero lugar en el mundo. No puedo quedarme aquí —aseguró con gravedad—. Debo encontrar a ese mestizo. Debo tenerle frente a mi otra vez. Solo entonces podré estar segura de conocer la verdad. No puedo seguir sirviendo a aquellos que dicen seguir la voluntad de la diosa cuando solo sirven a sus propios intereses. Ella está dolida porque sus hijos no aman a su madre. Solo se aman a sí mismos. No puedo asegurar qué ocurrirá a partir de ahora… pero sea lo que sea, sólo me concierne a mí.

—¿Qué vamos a hacer nosotros, Äriënn? —A ella le sonó extraño ser llamada por aquel nombre.

—El feudo Sorohei no está lejos. Tanoyoshi Mulhan os recibirá en paz. Id y contadle la suerte de este pueblo. Yo merecía castigo. No lo oculto. Pero esto… esto es desproporcionado. Cruel y cobarde. Atacar de noche, matar niños y criados desarmados es despreciable. La Diosa no lo aprueba. Nunca lo ha hecho. Hoy me ha hablado y me ha dado una lección que aprender. Tsumi Sukokaira ha muerto aquí, con los suyos y descansa con aquel que siempre consideró su padre. Pero alguien ha resurgido de sus cenizas. Dicen que se llama Äriënn y que es hija de virgen Dorai. Es a ella a quien debo buscar.

Inspiró hondo, como llenando sus pulmones de determinación más que de oxígeno. Enfundó aquella espada corta en su ciwar y con gesto decisivo pasó la plateada cadena que sostenía la runa alrededor de su cuello. Apenas el colgante tocó su pecho sintió como si de él pendiese una rueda de molino. Un lastre terrible que la anclaba al suelo. La rueda de metal comenzó a brillar con un potente y deslumbrante haz de luz. Una voz ambigua aunque masculina, de ligero timbre y musical acento resonó en su cabeza un segundo antes de que algo pareciese surgir del colgante y materializarse ante ellos.

La voz dijo…

«Me alegro de volver a verte, hija de Hergos».

Diez mil almas sembraban el suelo de cuerpos desechos como una tenebrosa alfombra de carne, sangre y metal cuando enanos y toros se reencontraron. Los Toros recibieron a los enanos golpeando sus recios pechos y entonando graves sonidos con sus gargantas en señal de respeto y gratitud. Frente a frente aquellas dos razas hermanadas por la guerra se profesaron alabanzas mutuas y gestos de admiración. El propio Olem, el Asta de Dragón, no dudo en postrar sus cuatro metros de músculo, pelambre de ébano y su generosa testa coronada frente al señor de los Tuhsêkii, cuyas pequeñas dimensiones frente a las del generoso Rex parecían crecer y multiplicarse a los ojos de sus entregados maceros. Pero la noble solemnidad con la que aquella cruenta batalla daba a su fin pronto se relajó en cuanto aparecieron en escena las viejas alianzas de antaño.

Allwënn no dudó en aproximarse con descaro hacia el señor de los Toros, para su sorpresa y fascinación.

—Loado Berserk Atronador y su furia si me trae de vuelta al más bravo, Allwënn de las Dos Tierras. Bastardo rabioso. ¿Cómo ibas a perderte una matanza? —bramó con alegría.

—Maldita mula sedienta de sangre —dijo el mestizo a quien no se le había visto sonreír desde hacía semanas—. Te abrazaría si mis brazos pudieran rodearte entero. Sabía que lo lograrías.

A él se sumaron Robbahym, Keomara y Torghâmen. Todos viejos camaradas del ahora estandarte de las doce tribus.

—Muchos son los motivos de alegría para celebrar esta noche y poco el tiempo que disponemos para ello.

—¡¡Pues dejaos de tocaros vuestros traseros peludos, malditos terneros!! —protestó el fiero D’orim muy fiel a su estilo—. Y abramos de una vez las barricas. La broma hizo estremecer al toro en sonoras carcajadas que pronto se contagiaron a ambos bandos sin distinción.

sep

Atardecía a los pies de aquellos pasos estrechos y ensangrentados donde se había levantado aquel fortín. Aunque la batalla fue ruda, el evidente desequilibrio de fuerzas hizo que la plaza se cobrara menos víctimas de las que habría sido natural. Aquel mismo escenario servía ahora para un merecido y breve descanso. Había muchas manos para trabajar lo que redujo considerablemente el tiempo a invertir en el pertinente saqueo de víveres, armas e información. De esta suerte, aunque estrechos, pronto pudieron encenderse las hogueras, tostar las viandas y romper las barricas.

Olem, como era de esperar, había invitado en privado, lo cual era solo un formulismo en aquellas circunstancias, a la oficialidad enana con el Hirr’Harâm a la derecha y con él, el resto de Haraníes, masones y oficiales de cohortes. Por otro lado, se sentaban los suyos, con Bersian y su hijo como miembros destacados. Un hueco especial ocupaban sus viejos compañeros de aventuras: el viejo Torghâmen, el escarificado Robbahym, Keomara que se hizo acompañar por su oscura y bella consorte elfa… y por supuesto, Allwënn.

En aquella reunión se habló sobre todo de los movimientos de la tropa y de la estrategia a seguir. Los toros pusieron a disposición de los enanos la abundante información que disponían sobre el teatro de operaciones en el Ycter. La estrategia de Olem era proteger el flanco. Una vez asegurado avanzar desde él hasta unir sus fuerzas con las de los hombres en la gran barricada. Sin embargo, la llegada de aquellos numerosos refuerzos apuntaba una estrategia aún más osada. Con las fuerzas combinadas de Toros y enanos parecía aún más contundente avanzar tras el enemigo. Abandonar los pasos de la Espina de Reyes y penetrar en el Ycter por donde lo había hecho el gran ejército, a través del Macizo del Caos directamente a las Tierras de Tribus y romper su retaguardia… y a la postre, también su ruta de escape.

La noche avanzó despacio entre cervezas y bravatas. ¿Qué se puede decir de una fiesta entre enanos y toros? Probablemente una de las manifestaciones más ruidosas y excesivas que puedan imaginarse. Poco a poco aquella reunión acabó atomizándose y las conversaciones fueron entrando en aspectos más personales.

Olem deseaba profundizar en las vicisitudes de sus amigos y aquellos en conocer los pormenores de la odisea personal de aquel espléndido toro, ahora caudillo de los suyos. Él narró con detalles aquellos veinte años que les distanciaban y así supieron cómo aquel toro de rancia estirpe llegó a convertirse en el estandarte de Z’oram y D’akoram. Una historia sin duda apasionante pero extraordinariamente larga y compleja que prefiero no extender aquí. Olem también quiso saber lo propio de sus viejos amigos. Torghâmen era quien menos parecía haber cambiado. Veinte años en un vetusto enano apenas si es tiempo suficiente para dejarle aflorar algunas arrugas más en aquel rostro ya cuajado de ellas desde hacía medio siglo. Todos los demás acusaban el paso demoledor de los años y las extensas penurias que aquellos desalmados tiempos les habían brindado. Sin duda, Robhyn era el más cambiado. Su cuerpo recosido parecía un sayo de piel humana. Olem escuchó con suma atención aquella dura prueba que le valió aquel espeluznante aspecto y el sobrenombre por el que lo conocían. Su vida como capitán de gladiadores no fue más sencilla. Uno a uno, Robbahym fue señalando a todos y cada uno de su hombres conforme los fue divisando entre la multitud. Al lacónico saurio… a la elfa pintada… al huidizo ladrón roedor… al noble y leal Hiczo que fue descubierto mirando sobrecogido la estampa del poderoso Olem y agachó la cabeza disimulando hacer otra cosa. Legión sonrió ante aquel inocente gesto. También le juró que había tres hermanos ‘Hallaqii que ni su madre sería capaz de distinguirlos entre veinte mil de sus compatriotas allí reunidos. Estuvo a punto de no referirlo pero sabía que aquel toro terminaría preguntando por él…

—¿MacBirras? ¿Estuvo contigo? —decía sin creerlo—. ¿El mismo MacBirras que nos dejó plantados en las colinas de Aslen por veinte Damas de oro?

—Lo hubiese hecho por menos, sin duda. Sí, el mismo MacBirras.

—¿Y dónde está ese cuervo crestado?

—Sigue por sus fueros —intervino Allwënn escupiendo al suelo—. No quiso sumarse en Bresna y luego nos vendió al Culto. Ojalá se pudra en el Pozo.

Allwënn también parecía muy cambiado y no lo era tanto porque su aspecto, habitualmente cuidado y pulcro, fuese ahora desaliñado, hubiese dejado crecer su barba como la de un enano y la trenzase como tal.

Su aspecto se alejaba notablemente del de aquel que dejase en el Paso, resurgido de entre los muertos, con el alma partida para siempre. Era como si en verdad allí hubiese muerto con ella y ahora sólo fuese una sombra que caminaba con los ojos hundidos en dolor y demasiada rabia en el cuerpo.

—¿Dónde está la doncella? —le preguntó. Se refería a Gharin. Allwënn sonrió al rememorar a su amigo.

—Le envié de vuelta al alcázar para darle la noticia a Lem de la buena marcha de los asuntos con los enanos. Nadie más rápido que él. No confiaría una noticia así a otro. —Olem se sorprendió de aquella nueva.

—¿El viejo Lem sigue con vida? Cuantos años debe tener ¿Un centenar?

Los camaradas reunidos rompieron en carcajadas.

—Sigue vivo, por los ancestros. A pesar de que todos le creímos muerto cuando cayó Tagar —confesaba el mestizo—. Ese bastardo ha dormido tantas veces con la muerte que seguro que se han hecho amantes.

El comentario invitó al toro a dirigir sus ojos hacia la pequeña humana que agarraba de la mano a su bella acompañante y le dedicaba unas delicadas caricias creyéndose en intimidad. Keomara evidenciaba como nadie el paso del tiempo, sobre todo porque apenas era mujer la última vez que se vieron. No quiso preguntar lo que parecía obvio, aunque sin duda era la comidilla del grupo. En el fondo se sintió feliz con ella. Los años parecían haberle dado una serenidad imposible de vislumbrar en la adolescencia.

Aquella inesperada reunión de viejas lealtades le había hecho olvidar incluso la batalla que había tenido lugar sólo horas antes y las duras jornadas que restaban por llegar. Se sentía feliz por el reencuentro y trató de disfrutar de aquellos breves instantes de paz.

sep

Algo más tarde, cuando el cansancio y la prudencia invitaron a ir dejando las copas y encontrar un lugar donde echar los huesos, Robbahym y Allwënn acompañaban al gigante de ébano en un tranquilo periplo por las penumbras, fuera del recinto estacado. Entablaban, quizá, las últimas conversaciones en una tranquilidad que se rompería apenas amaneciera. El primero se había escusado un momento antes y regresó al campamento aunque advirtió que tardaría solo un segundo. Así el gran mariscal de los soldados astados de Berserk y aquel mestizo de enanos compartieron en soledad las últimas palabras, palabras que necesitaban de cierta intimidad para salir a la luz.

—Rexor e Ishmant están en el Sÿr Sÿrÿ tratando de convencer a los Ürull para que se sumen a la batalla. Creo que ya lo sabes. —Olem afirmó con su cornamentada testa.

—Robhyn me lo dijo durante la comida —confesó el toro mientras caminaban entre las sombras—. Una tarea de imbéciles, amigo. No te ofendas, pero los elfos no se ayudarían ni entre ellos si eso les obligara a dejar sus bosques. Ya lo intenté y me dieron una rotunda negativa por respuesta. Hice el viaje para nada. —Allwënn le miró con media sonrisa en los labios.

—No me ofendo, Rex. No vas a enseñarme nada nuevo de los míos, te lo aseguro. Pero no era de eso de lo que quería hablarte. —Olem frunció su oscuro ceño.

—¿Ah, no?

—No. Rexor trata de recomponer el Círculo. Lo cierto es que unos buscado y otros por azar nos estamos volviendo a reunir. Él trajo al venerable, sacándolo de su confinamiento en estas tierras. Luego Gharin y yo con encontramos con él. Más tarde llegó Robhyn, Keomara, el tío Torghâmen y ahora tú. No sé si ha sido inevitable o una jugada de los Dioses, vete a saber, pero Rexor está empeñado en reunirnos de nuevo.

—¿A qué se debe ese empeño? —preguntó el toro deteniendo su paso ante los gestos del mestizo que bajó su grave tono de voz hasta el susurro.

—Rexor cree que los dioses enviaron un emisario. El séptimo de Misal del que habla la vieja letanía de la Flor de Jade.

—No conozco el texto. —Allwënn le hizo un además indicándole que ese detalle no importaba.

—Es demasiado complejo para que yo te lo explique. Además no tengo la solvencia de palabra de él. Sólo… —Allwënn quedó pensativo, como si necesitase buscar las palabras—. Gharin y yo nos tropezamos con un grupo de humanos, unos muchachos desorientados y perdidos en los Páramos Yermos de Sisk’ar. Eran extraños. Cuando nos tropezamos con Rexor aseguraba que uno de ellos podría ser ese Enviado. Según las profecías del Viejo Arckannoreth la encarnación del Séptimo de Misal. Aquel que será enviado para derrotar a la Sombra.

—Lamento ser franco —dijo el toro con el gesto torcido—, pero a la sombra no la derrotará ningún ángel luminoso, sino bastardos como tú y como yo y guerreros como los que han luchado esta mañana. Y será en un campo de batalla, créeme.

—Yo soy de tu opinión, Olem, pero debo reconocer que hay cosas que aspan incluso a un enano retorcido como yo. El Culto también va tras ellos. Lograron capturar a dos. El Shar’Akkôlom y yo les seguimos la pista y los trajimos de vuelta. Así encontramos a Keomara y a los guerreros muawaries que van con ella.

—¡¿El Shar’Akkôlom está en nuestras filas?!

—Sí, con suerte seguirá con Rexor en los bosques boreales. Lo cierto es que algo de verdad debe de haber en las absurdas hipótesis de Rexor. El Culto ha trabado alianzas con viejos demonios. No sólo el Némesis pisa el mundo. Los hijos del Innombrable campan a sus anchas y con ellos los engendros de Neffando. He tenido encuentro con ellos. Rexor sospecha que en algún momento todo esto dé un giro dramático y que la fuerza de las armas no será suficiente para derrotar lo que se avecina.

Olem quedó serio con el rostro circunspecto y se frotó gravemente el exagerado mentón de su cara.

—Si lo que dices es cierto… —Olem no tenía intención de acabar aquella frase pero en cualquier caso Allwënn lo hizo por él.

—Que sea cierto no significa que Rexor tenga razón. Pero la tenga o no es con lo que estamos trabajando. Prometí seguirle. Todos lo hemos hecho. Sé que tienes altas responsabilidades, pero Rexor nos reunirá antes o después si logramos sobrevivir a la batalla.

—Entonces, querido amigo, nos preocuparemos de ello si logramos vivir hasta la primavera.

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En ese instante los ojos del Rex divisaron un par de figuras abrazadas en la oscuridad. Su gesto se tensó pero pronto lo relajó al comprobar la naturaleza de aquella escena penumbrosa. Allwënn también se percató de ello. Eran Keomara y A’kanuwe comiéndose a besos creyéndose a salvo de miradas. Ambos personajes se miraron y afloró a ellos una sonrisa, conscientes de la comprometida situación en la que se encontraban.

—Dejémoslas a solas —propuso casi en un susurro el gigantesco minotauro— será muy violento para ellas saber que estamos cerca.

—Bueno no es muy inteligente revolcarse por aquí cerca si tenemos en cuenta que hay al menos treinta mil pares de ojos en apenas dos palmos de terreno.

—El amor se abre paso, compañero. Tú lo sabes mejor que nadie. Con lo que queda por venir, ¿quién sabe si esos serán los últimos besos?

Allwënn no supo por qué en ese momento recordó la imagen de aquella joven humana la noche que se despidieron en el alcázar.

Con toda la sutileza que pudieron aquellos dos intrusos se alejaron desandando los pasos andados para dejar que aquellas dos mujeres se amaran cuanto quisieran aquella noche sin que nadie les perturbara. Ya se habían alejado cuando a Allwënn se sobrevino una sonrisa a los labios.

—¿Qué te hace tanta gracia, pequeño bastardo?

—La ironía —confesó aquel—. ¿Te has parado a pensarlo? Entre treinta mil varones, las dos únicas mujeres en las filas deciden tocarse entre ellas.

Olem sonrió.

—Así debemos de oler, pequeño…

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Apenas regresaban al campamento Robbahym les abordó.

—Olem, espera. Quiero presentarte a alguien. —Cuando el Toro se volvió descubrió a uno de sus compatriotas. Era de la casta Z’oram, por definición de pelaje castaño y menor estatura. Le miraba con temor y nerviosismo y casi no se atrevía a levantar mucho su mirada—. Este es Hiczo, mi mejor guerrero. Azote de las arenas de todos los reinos. Un soldado leal y valeroso… y un buen amigo.

Olem se apercibió del azoro de aquel formidable ejemplar ante los halagos de su amigo, pero apenas aquel terminó de presentarse, Hiczo se lanzó al suelo, arrodillándose ante el Estandarte.

—Dakkoram, Hiczo no es digno.

—¿De qué tribu de los Z’oram eres, hijo?

—Hiczo no tiene tribu, Dakkoram… Hiczo es Kirsak, sólo ganado.

—Levántate Hiczo. —Azorado y nervioso, el gladiador astado se incorporó—. Mírame a la cara. —Sin ocultar su recelo, Hiczo miró al rostro oscuro como la noche de aquel poderoso Rex que le observaba desde sus insondables alturas—. No hay «ganado» entre los míos. Si alguien te pregunta, no importa de qué tribu o casta, le dirás que eres Hiczo, Defensor del Estandarte. Haré que te lo entreguen por escrito. —Hiczo quedó sin palabras. Tenía un nudo imposible de tragar.

—Muchas… muchísimas gracias, Dakkoram. Hiczo no merece tanto.

—No me des las gracias. Mi buen amigo Robbahym me ha hablado maravillas de ti. Dice que eres un guerrero excepcional. Necesitaré almas valerosas y entregadas en los tiempos que se avecinan. No dudes que tu lealtad será puesta a prueba.

—Hiczo no le fallará, Dakkoram. A partir de ahora Hiczo entregará su vida al Estandarte.

… y así fue.

Traté de abrirme un hueco entre la gente, entre aquella marea de blancas cabelleras y apolíneos rostros. Ciertamente tenía delito. Meses esperando aquella Asamblea y yo llegaba tarde. Enfrascado en mis quehaceres habituales se me había ido, como suele decirse, el santo al cielo y accedí a aquel vasto recinto con algo de retraso… bastante retraso. Ya había empezado y a pesar de que disponía de un sitio preferente hube de abrirme paso hasta encontrar el lugar en el que se sentaban Ishmant y Claudia. La Asamblea, al ser pública, se celebraba en un recinto al aire libre de dimensiones y estructura que me recordaba a los grandes circos romanos. Miles de aquellos elfos blancos se deban cita en él, expectantes ante las noticias que iban a descubrirse allí. Los altos representantes, dignatarios y resto de personalidades lo hacían en un estrado elevado en uno de los extremos. Allí también se acomodaban las delegaciones humanas y con ellos estaba Rexor, acompañado de Gharin. El Príncipe se dirigía en aquellos momentos a su pueblo.

—¿Me he perdido mucho? —pregunté acoplándome al fin en el lugar que me correspondía.

—Apenas nada —me contestó Claudia—. Mucho protocolo y las presentaciones. Y eso que llevan horas hablando. Es excesivo el boato que estos elfos le dan a todo. —Ishmant se volvió hacia nosotros.

—Van a darle la palabra a Rexor —anunció y aquello bastó para silenciarnos y prestar atención. En efecto, Rexor se levantó de su asiento y comenzó a hablar. A pesar de la numerosa presencia de público había un silencio sepulcral y la extraordinaria acústica del lugar hacía que la voz de Rexor llegase sin mayores dificultades hasta nosotros.

—Príncipe Ysill’Vallëdhor. Delegados. Vakiires. Delfines de estas tierras. Pueblo del Sÿr’Sÿrÿ. Soy Rexor, Señor de las Runas, Guardián del Conocimiento. —Apresté mis notas y me dispuse a consignar todo cuanto allí sucediera—. No retrasaré mi intervención con protocolos innecesarios. Me dirijo a esta inmortal raza para advertir de los graves acontecimientos que están ocurriendo fuera de estas fronteras. Un numeroso ejército mandado desde el usurpado trono de Belhedor se dirige hacia las riveras del Ycter con la intención de quebrar la última barricada de los hombres. Las delegaciones de las tribus humanas que se sientan aquí podrán abundar en detalles al respecto a esta noble audiencia. Las últimas noticias no son nada halagüeñas. Dicen que ya han atravesado la Tierra de Tribus. Que estarán a las puertas del Espejo en los últimos compases del invierno. Seré franco. La frontera no resistirá sin ayuda. —Hubo un primer rumor de voces entre la audiencia. Rexor dejó correr los comentarios evidenciando su dominio para la oratoria—. Muchos de vosotros sabéis que la coalición de enanos de Valhÿnnd apoya la guerra contra el Yugo y debéis saber que la gran armada de robles de Hakkâram de la Ultima Montaña ha iniciado un ataque contra las costas de Gallad con intención de sitiarla. Aunque los enanos defienden muchos de los pasos, no pueden aportar número suficiente de guerreros para frenar el avance por tierra. Los humanos están solos. —Rexor volvió a dejar el creciente rumor que se elevaba del graderío—. Gharin de Sannshary —anunció señalándole— trae importantes noticias. El Hirr’Harâm Sargon de ’Tûh’Aäsack ha iniciado una marcha desde sus dominios hasta estas latitudes con intención de formar una coalición de reinos enanos del Nwândii que apoye a sus hermanos del norte. Los Toros de Berserk, liderados por su estandarte, quien una vez pidió lo que yo hoy os pido, también han aportado sus mesnadas a la causa humana. Toda ayuda es poca. —Los rumores se hacían cada vez más extensos y las pausas y silencios más largas—. No sabemos si Enanos o Toros llegarán a tiempo. Los jardines elfos no pueden seguir al margen de lo que ocurre fuera de sus fronteras. Quizá algunos piensen que Belhedor no tiene intenciones de atacar estos jardines, pero existen estremecedoras nuevas que debo someter a vuestra noble consideración. Tenemos más que fundadas sospechas de que los monjes de Kallah han hecho un pacto con los engendros del Innombrable. Parece ser que está en los planes del Yugo Espinoso levantar al Príncipe Desollado, Maldoroth, padre de los Innombrables. —Ahora el clamor popular parecía un torrente—. Con él de nuevo sobre la tierra quizá el Nuevo Orden impulsado desde Belhedor cobre una nueva y desgarradora dimensión. Y entonces… —pausó interesadamente su oratoria durante unos breves instantes en los que barrió con sus ojos la planicie repleta de elfos—. Entonces… con los Humanos, Enanos y Toros vencidos, sólo resten los elfos por someter. Si eso ocurre quizá nadie haya para ayudar a los elfos, cuando los elfos precisen de ayuda. Los arcos y lanzas de los jardines hermanos del Sÿr Sÿrÿ serían un inestimable apoyo y un motivo más para creer que la victoria es posible. Este es un momento decisivo para los elfos, no sólo para esta inmortal raza. Quizá si este bosque proporciona el ejemplo, supera los prejuicios y da el decisivo paso de luchar junto a enanos y toros, otros jardines les sigan. Es posible, solo posible, que cambiar el rumbo de la Historia dependa de la decisión de esta Asamblea.

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Rexor se sentó de nuevo. Aquello sólo sería un anticipo de las larguísimas sesiones de las que se componía la Asamblea. Por los comentarios a mi alrededor, el discurso de Rexor había medrado los ánimos, pero aún quedaba mucho por debatir. No se podía aventurar nada tratándose de los elfos. Buena parte de la mañana se consumió con las intervenciones de los delegados de las tribus. Al ser en tanto número, muchos de sus discursos abundaban en las mismas cuestiones. Todos entraban en la desesperada necesidad de sus pueblos y en la ayuda para poder superar esta dura prueba. El debate se volvió cansino.

Terminados los delegados empezó el turno de los representantes elfos. Uno a uno. La tarde se marchó con aquellos portavoces planteando sus dudas y objeciones. Las delegaciones elfas recelaban que su ayuda fuera tan necesaria si enanos y toros habían decidido aportar la suya. Cuestionaban la validez de las afirmaciones de Rexor con respecto a la amenaza. De alguna manera se había filtrado que la fuente que había proporcionado la noticia del alzamiento de Maldoroth fue el prisionero Sorom y dudaban de la veracidad de sus palabras. También criticaron que a pesar de todo, aún en el peor de los casos que el Culto decidiese atacar los jardines, los elfos no pudieran defenderse por ellos mismos. Que los enanos fueran vencidos no significaba que los elfos no lograran detener a las tropas si decidían invadir sus fronteras. Entonces, para qué desperdiciar efectivos en una guerra que no era suya. Era preferible reservarlos para entonces.

La jornada concluyó de esta guisa y el nuevo día despertó con las intervenciones de los últimos dignatarios elfos. Entonces comenzó en verdadero debate y el cruce de argumentaciones entre los presentes. Aquella jornada también se presentaba larga. Sin embargo, admiré el civismo del pueblo elfo, del pueblo llano que escuchaba sin queja y soportaba las lentas y enquistadas discusiones con paciencia inaudita.

En una de aquellas pausas abordamos a un desesperado Rexor. Gharin le acompañaba.

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—El asunto no pinta bien, amigos —confesó el félido con evidente gesto cansado—. La asamblea se dilatará más de lo pensado. Algunos de los delegados se han atrincherado en sus posiciones. Costará mucho convencerles. No podemos invertir más tiempo aquí. Ishmant, necesito que viajes al sur, a la barricada. Es necesario que des la esperanza a los hombres. Pase lo que pase es importante que ellos piensen que los elfos les apoyarán, que sólo es cuestión de tiempo. Gharin, tú le acompañarás. Tu misión aquí ha terminado.

—Voy a preparar mis cosas —dijo el elfo.

—Yo iré con ellos —aseguró enérgicamente Claudia—. Rexor quiso protestar la decisión pero no se sentía con fuerzas.

—Creo que ya es hora de que toméis vuestras propias decisiones. No me opondré a nada.

—En ese caso, yo también iré —le dije muy convencido, pretendiendo sonar tan firme como mi compañera—. Sea lo que sea lo que allí ocurra, quiero estar presente para poder contarlo. —A Rexor no le entusiasmaba la idea, pero era prisionero de sus propias palabras, así que no se opuso. Ishmant se volvió hacia el Señor de las Runas.

—Se sinceró conmigo, Rexor. ¿Hay alguna posibilidad? —Rexor se mostró dubitativo.

—Pensé que la amenaza del regreso del Príncipe Desollado les ablandaría, pero han encontrado un fuerte argumento para rebatirla. Los nobles parecen inamovibles, pero en la Asamblea hay que convencer al pueblo. El dictamen se someterá a una votación general. Ellos son más y tendrían en su poder la decisión final. Ysill’ me ha asegurado que en su intervención de cierre hablará como elfo y no como soberano, apoyando nuestra causa. Confío que su criterio sepa ahondar en su pueblo más que el de sus delfines… pero todo está en el aire.

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Y así nos marchamos, con la sensación de estar todo por decidir en la última y funesta hora. Todos rezamos por poder volver a encontrarnos, a ser posible antes de la batalla. Eso significaría que al fin los elfos se decidirían a combatir a nuestro lado. Dejamos a Rexor volver a la dialéctica disputa y nosotros nos preparamos para emprender, quizá, el último de nuestros viajes.

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