XXXVII. LA MARCHA DE LOS TUHSÊKII

FJtop

«No hay nada tan difícil que no pueda conseguirse.

Todo depende de la fortaleza del hombre».

AURUS III, EL CLERIANNO.

KILOS… DOCENAS DE KILOS DE METAL Y MÚSCULO PRESIONABAN SUS PULMONES PRISIONEROS…

Si la caída y despeñarse montaña abajo no le habían matado, probablemente el peso tirano de aquel orco colosal sobre su cuerpo acabaría por hacerlo. Tsumi trató de moverse bajo aquel ingente lastre aunque sólo fuese lo suficiente como para poder entregar aire nuevo a sus pulmones. Tatzukai parecía muerto, aunque por el leve rumor de su pecho tan solo estaba desvanecido. Presentaba un fuerte golpe en la sien del que había manado sangre abundantemente y cuya hemorragia se había acabado deteniendo. El cuerpo de la guerrera estaba entumecido por el largo contacto con la nieve. Haciendo graves esfuerzos Tsumi trató de reptar. Un dolor punzante en su costado le advirtió que probablemente tendría algunas costillas rotas. Un saldo más que generoso atendiendo a la severidad de su caída. La albina elfa hubo de realizar más de un intento antes de desembarazarse por completo del ausente abrazo del guerrero. En uno de los numerosos recesos advirtió a los gemelos coronando la cúspide celeste. Debía de haber permanecido horas en aquella posición. Logró al fin, después de mucho sudor, escapar del celoso abrazo de su lugarteniente que continuaba evadido de conciencia en su conmoción. Con su brazo derecho agarrando el costillar, miró la pendiente por la que ambos se habían despeñado y supo que después de todo la Señora había decidido interceder por ellos. Se preguntaba si lo habría hecho por alguien más aquella mañana.

Buscó con la mirada su espada ausente y la halló a unos metros sobre su cabeza dormida entre los pliegues de unas rocas. Sin hacer caso a las insistentes molestias de sus heridas decidió emprender el ascenso que le llevase primero hasta su sagrado filo y más tarde de regreso al campo de batalla.

El esfuerzo de respirar le seguía quemando los pulmones pero palmo a palmo ganó terreno. Recogió su fabulosa espada y la regresó al lecho del cinto. Después de llenar su doliente pecho con el frío aire de las cumbres continuó los metros que restaban hasta salvar el desnivel.

Su cuerpo asomó en las alturas.

Apenas irguió la espalda, sus ojos violáceos apreciaron en toda su dimensión la desoladora estampa que reinaba ante su mirada. Cientos de cuerpos se esparcían en aquel asolado campo de batalla. Rotos, inertes. Sus estandartes quebrados ondeaban aún en la inmisericordia del gélido roce del viento como lápidas marchitas de un gigantesco cementerio. El desastre había sido total. Su diosa habría estado tan ocupada salvándoles de su accidente que no había tenido tiempo de ayudar a nadie más.

El lugar se encontraba casi desierto. Ni siquiera el campamento parecía ocupado desde la lejanía. Quizá habían vuelto todos a refugiarse tras las poderosas murallas del alcázar. Sólo un puñado de enanos dispersos, como buitres sobre la carroña fresca, rebuscaban entre los cadáveres con la única intención de mutilar aquellos cuerpos y arrancar algunas mandíbulas como trofeo, mucho más apetecibles que las armas o el escaso oro que pudieran encontrar en ellos. Ni siguiera había ya cuerpos Tuhsêk entre los caídos, si es que había caído alguno en aquella demencial carga de los maceros. En el cielo, las aves contemplaban un extenso festín bajo sus pies. Algunas ni siquiera habían esperado a que se retirasen los últimos enanos y les acompañaban picoteando los primeros bocados frescos del banquete.

Tsumi miraba el espectáculo abatida con la escasa protección que le daba la distancia. Su mente batalló entonces en su cabeza cargada de emociones. No podía responder si su destino era ser una espectadora impotente de aquel inútil sacrificio o debía haber ocupado su lugar entre aquella pila de cuerpos quebrados.

Una mano poderosa la arrancó del lugar que ocupaba y la empujó hacia unas rocas cercanas. Su espalda impactó duramente contra ellas y apenas si tuvo tiempo de llevar su mano a la singular empuñadura de su espada cuando un cuerpo pesado casi la aplasta contra sus afilados perfiles. El rostro desencajado y cubierto de sangre de su oficial apareció frente a ella.

—¿Qué hacéis, Tsumi-kai? Este lugar es aún peligroso. —La mente de la joven estaba nublada por las visiones que dejaba atrás.

—Todos han muerto —dijo casi como si no acabara de asumirlo.

—¿Os extraña? La arrogancia de ese Cardenal ha llevado a todos a la tumba. —Tatzukai relajó su presa y ambos quedaron sentados sobre la espesa nieve—. ¡Cargar con la caballería! Qué forma tan inútil de gastar vidas. Ahora formaríamos parte de ese muestrario de cadáveres si no llego a sacaros a tiempo de ahí. —De súbito, ella recordó los momentos inmediatamente precedentes de aquel desenlace.

—¡Huimos de la batalla, Tatzukai! —dijo alzándose con enojo—. Te deshonraste con una acción así y me deshonraste al privarme contra mi voluntad de la nobleza de mi duelo. Interrumpiste mi honorable desafío. Debería quitarte la vida por ello. Dije que nadie se interpusiera entre ese elfo y yo.

El gigante orco se apartó de ella unos pasos.

—No hay honor en morir en una batalla dirigida por un general que no respeta la vida de sus soldados y que los condena a la muerte por engordar su propia arrogancia… y aunque la hubiera, yo juré ante el Mulhan Sukokaira proteger vuestra vida, aunque ello costase la mía. —En ese momento el orco se hundió de rodillas en la nieve y agachó su cabeza—. Si creéis necesario, noble Tsumi-kai, que debéis tomaros mi vida para restituir vuestro honor… hacedlo sin espera. Como tantas otras cosas… mi vida os pertenece.

Ella desenvainó la murâhäsha y se aproximó a aquel leal orco que le mostraba su nuca desnuda para facilitar el corte. El código de honor la obligaba. Resultaba explícito en aquellos términos. Debía matarle sin temblar. Alzó el fino ancestral sobre su cabeza…

Pero el fiel soldado había hablado con rectitud. No había honor que restablecer en aquellas montañas. Toda aquella guerra había perdido su honor hacía mucho tiempo.

—Levantaos, amigo mío —le dijo tendiendo su mano franca en lugar de su espada—. Ya han muerto muchos guerreros en estos montes. Mi honor esperará a volver a encontrarse con aquel cuya única muerte deberá restituirlo.

—¿Os batiréis con el elfo?

—¿Qué otra cosa me queda, noble Tatzukai? He matado a un cardenal. Si ha habido supervivientes, la noticia ya irá camino de Gallad. He deshonrado al Mulhan y a todo el clan con mi actitud, que esperaba de mí un regreso triunfante y yo solo les devuelvo la vergüenza de la traición. Buscaré el momento para terminar lo que empecé aquí… y si la Señora me concede el privilegio de salir victoriosa de mi encuentro, regresaremos al feudo y me someteré al juicio de la Sanso-ko[23]. —El fornido orco la miró un momento en silencio y aprobó con un gesto decidido de su cabeza aquella decisión.

—Antes deberíamos alejarnos lo suficiente de aquí y tratar esas heridas —le aconsejó incorporándose.

sep

—Están a tres días de la Ciudad Montaña, Señor.

—¡¡A tres días!! ¡¡A sólo tres días!! —Sargon se volvió iracundo ante aquel grupo de Hirr’ Masones[24] de su ejército. La sala capitular del Palacio de Piedra se abría al exterior por medio de colosales ventanales que ofrecían una impresionante vista de la gigantesca Ciudad Montaña de ’Tûh’Aäsack engastada a las laderas rocosas del macizo del mismo nombre. A través de ellas podía apreciarse una generosa panorámica de la poderosa ciudad y sus círculos concéntricos de muralla aterrazada. De los cientos de edificios que tras ella se levantaban y de las extensiones de los valles y montañas que se extendían bajo ella—. ¿Cómo han entrado en los valles interiores? Hay guarniciones en las fronteras.

—No quisieron batallar contra la Decimotercera, señor y menos aún contra el HachaSangrienta. Su reputación les precede.

—Desde que entraron en los valles, la noticia se ha extendido como el fuego sobre el pasto —avanzó otro de los responsables militares—. Dicen que el hijo del Rojo les gobierna. Otras guarniciones se les han unido.

—¿Cuántas? —preguntó agitado el Hirr’Harâm.

—Las mejores fuerzas —comenzó a enumerar otro de ellos—. Según mis fuentes, veteranos de La Décima Invicta, destacados al norte ha abandonado su puesto. También los de la Primera, Cuarta y Quinta cohorte les han seguido. Muchos de los licenciados de la Decimosexta, exentos de las armas y grupos dispersos de la Tercera y Segunda. Las nuevas generaciones tampoco han quedado atrás, el Clan del Lobo, discípulos del rabioso Has’Kar de la Decimotercera se han sumado a ellos y pasan por ser los mejores de las nuevas líneas del frente. Forman un ejército de grandes glorias. Abruman por su reputación más que por su número. Si llegan hasta la ciudad…

—No pasarán de estos muros y lo saben. —Hablaba una más de la numerosa concurrencia de generales en aquella majestuosa sala—. La Ciudad Montaña es intraspasable. No importa cuántos y de qué méritos sean quienes traten de tomarla. Muchas más legiones os son fieles. Demostrad vuestro poder. Os están declarando la guerra, señor.

—Esta guerra está declarada desde hace mucho tiempo —advirtió otro de los generales—. Debisteis haber eliminado totalmente la oposición en el ejército cuando tuvisteis la oportunidad. Ahora no nos encontraríamos en semejante situación.

—Esa no es la cuestión, Masones —declaró el gran jerarca con solemnidad—. La cuestión es que no necesitarán tomar la ciudad para incitar a la rebelión de las masas. Si su ejemplo cunde, es posible que otros les sigan a la batalla. Si respondemos por la fuerza, es seguro que el pueblo no guardará un buen recuerdo del Hâram que alzó armas contra sus guerreros más legendarios. Hay que tratar este asunto con diplomacia… ¿El hijo del Rojo, decís?

—Buscan derribaros del trono. Son traidores.

—Ni siquiera sabemos qué solicitan. No han tocado un enano en su marcha. Ni siquiera han tomado un estandarte, ni han tomado un bastión.

—¿Qué pueden querer si no?

—Nos invitan a un duelo, Masones —anunció el rey enano—. La autoridad efectiva del Salón de Piedra ante la autoridad moral de las viejas glorias Tuhsêk. Antes debemos ver qué piden esos enanos. ¿Por qué ahora, cuando podían haberse revelado hace tanto tiempo? ¿Por qué enarbolar ahora la figura del Rojo y no en el momento de su muerte, cuando todo era aún más inestable y más visceral? Todo esto me lleva a grandes preguntas. —El rey quedó unos instantes pensativo, mesando su larga y espesa barba azabache—. ¿De cuantas cohortes disponemos? Es igual, saca a todos los efectivos que puedan marchar de inmediato. ¿Quieren una demostración de poder? ¡Tendrán una manifestación de poder! Preparad a mi guardia personal. Saldremos a su encuentro.

sep

—Ahí están, hijo —aseguró Torghâmen con gesto grave—. Ondean los emblemas del trono. El Hirr’Harâm en persona acude a tu llamada. No sé si es una buena o mala señal.

—Yo tampoco, tío. —La cabeza del mestizo estaba llena de dudas. Ahora, divisando los pabellones de las legiones que venían a su encuentro cien sensaciones de muy distinta catadura se mezclaban y bullían en su interior. En su fondo, aún dudaba que estuviera preparado para superar este trago.

El cielo se había encapotado. Una densa capa de nubes envolvía la mirada de los soles en aquellas altas latitudes. Un incómodo viento se había levantado removiendo las cabelleras sueltas acariciando con sus gélidos dedos los rostros de los centenares de guerreros que allí aguardaban. Una tímida nevada perlaba aquellos montes con sus motas blanquecinas. Ondulaban a merced de la invernal corriente que atravesaba las descomunales gargantas de piedra a donde sus pasos les llevaban. Una niebla difusa amortiguaba los perfiles de aquellos montes quebrados y sus valles cuajados de árboles soberbios y de flujos de cristal, afilados como cuchillas, provenientes de las cumbres. Allwënn se sentía solo, como si los Dioses hubieran apartado sus miradas de la solemnidad grave de aquellos parajes, indecisos, como tantos otros, a la suerte que allí aconteciera.

Los enanos de Hirr’Harâm se aproximaban inexorables como los minutos que nos acercan a la tumba. Eran muchos, en un número difícil de calcular a simple vista, pero como tres veces las fuerzas que él acababa de reunir. Desde su inmaculada montura lanzó una mirada a izquierda y derecha, hacia los suyos. Sólo divisó más enanos… aguerridos, preparados para el combate aunque aquel viniese apenas minutos más tarde que la llegada de sus enemigos. Blasones temidos se ondeaban entre sus filas. Los más reputados carniceros se contaban entre ellas. Miró los rostros envejecidos y surcados de muescas de los hombres más próximos, entre los cuales estaban viejos conocidos. Todos enfilaban el horizonte con impaciencia, apretando bien los enmangues de sus desmesuradas armas entre los dedos, luciendo sus atavíos de guerra. La tensión se mascaba. Divisó entre la hueste cercana a unos pintorescos hombres cuyos destino podría ser encontrar la muerte en aquel ajuste de cuentas entre enanos. Eran los hombres de Legión. Parecían totalmente fuera de lugar y sus aspectos destacaban entre la multitud de pequeños guerreros como torres en el valle. Un toro gladiador. Un saurio del desierto cubierto de huesos, cuentas y plumas. Una elfa tatuada entre cinco mil enanos furiosos… Más allá vio a las tropas de los impresionantes Surkkos Muawaries, aquellos hombres de las arenas, condenados al mar, que tan mal soportaban los rigores de su reino paterno. La Reina Sombra, orgullosa y distinguida aparecía entre ellos. También aquella bucanera de rizada cabellera, otrora compañera de lides… y más al fondo las gastadas armaduras y penachos de los desangrados soldados del alcázar con las armas de su ciudad sobre ellos. ¡Qué sin par reunión de fuerzas!

Todas ellas dependían ahora de su habilidad negociadora. Recordó las palabras de Claudia.

«Tú nos iluminas a todos».

sep

—Iré solo —anunció.

—¿Estás de broma, hijo? Si es una trampa —advertía el árido jerarca de los Descarnados.

—Si es una trampa no quiero que caiga nadie más. Si no he vuelto al amanecer. Que el alba se despierte ensangrentada. Acabad lo que empezamos y que los dioses juzguen.

Con un animoso golpear en su caballo, Allwënn inició su marcha separándose de aquella hueste guerrera. En aquellos momentos desearía ser tan fuerte como todos le creían, o al menos gozar de la reconfortante compañía del monje, a quien debía aquel nuevo cambio de rumbo que tanto había costado encajar, no sólo él, sino muchos de cuanto él animó a salir del olvido.

Pero el monje, como siempre, había vuelto a desparecer.

sep

—Debo irme, Lem y debo también llevarme a los humanos conmigo. Ahora que están todos reunidos aquí. Rexor lo habría querido de este modo.

—Lo entiendo, viejo amigo. Pero pensé que tu estancia en el hogar sería algo más prolongada.

Ishmant miró al anciano herrero con gesto amable. Paseaban sobre el adarve de murallas. El cielo se había abierto aquella tarde aunque apenas calentaba y un viento frío llegaba desde las montañas. Con todo, era consciente que para aquel vetusto guerrero resultaba un privilegio poder caminar sin miedo al aire libre.

—No te apures, Lem, confío en que Allwënn hará lo correcto. Mi presencia aquí es irrelevante. —El herrero se detuvo al recordar al mestizo. Había marchado hacía poco, contaba con su guarnición de hombres, al menos con todos aquellos capaces de ofrecer batalla. Si se aprestaba la vista aún podía adivinarse su ruta por las huellas dejadas en la nieve. En estos momentos debía caminar tierra adentro con una presada losa sobre sus hombros.

—No me malinterpretes, Venerable. No es que no prefiera que tú te encargases de ese asunto… yo también confío en él. Dejaría mi vida en sus manos. El condenado mestizo es rabioso y obcecado, pero le conozco lo suficiente como para saber que actuará tal y como le has aconsejado. Al menos, prefiero pensarlo así. Pero no, no… son asuntos de otra índole los que me preocupan. —Ishmant adoptó esa expresión en su rostro tan habitual cuando invitaba a proseguir el diálogo—. Se trata del humano, de ese chico grande… Odín. Está haciendo grandes progresos. No quisiera separarme de él… por el momento.

El serio monje quedó un momento pensativo, como escrutando las pupilas frías del herrero.

—Sé lo que pretendes, Lem, y no estoy seguro de que Rexor lo aprobara.

—¡Oh, vamos! Sabes que lo haría. Es tan importante para mí como para vosotros.

—Nosotros y tú. Se supone que perseguimos los mismos objetivos, Lem.

—Precisamente por eso. Deja que me lo quede. —Ishmant desvió su mirada y la dirigió al horizonte. Aquel gesto indicaba que su cabeza batallaba la propuesta del herrero.

—Escucha, Lem. Tengo orden de inutilizar el círculo base del alcázar. Rexor no sabía en el momento de pedirme regresar que habéis estado tan cerca de los ojos de Belhedor y quería evitar a toda costa que una de las puertas que conectan el mundo con el santuario de los elfos boreales fuese definitivamente cerrada. ¡Tanto más cuando conozca los hechos que aquí han acontecido! Si el chico no vuelve ahora, su retorno será muy complicado. Vendrá conmigo a menos que se manifieste espontánea y decididamente en contra. Y esa elección no nos pertenece. —Lem parecía haberse distanciado por un momento de la conversación.

—¿Inutilizar la puerta, dices?

—En efecto. Será lo más seguro.

—Eso cambia notablemente las cosas. —Ishmant frunció el ceño sin acertar a comprender lo que el herrero quería decirle.

—No esperaba tu llegada, si he de ser sincero, pero sí la del Señor de la Runas. En algún momento debía regresar. Todo lo que ha pasado aquí ha precipitado los acontecimientos pero… si todo esto fallaba pensaba proponerle utilizarla como salida desesperada.

—¿A qué te refieres?

—A los refugiados, claro. Si los enanos no se decidían a colaborar… ¿qué otra salida me queda? Son mi pueblo, Venerable. Tienes que entenderlo.

—¿Pretendes mandar a tus refugiados a través del portal? —Ishmant no lo veía nada claro.

—¿Dónde los enviaré si no? No pueden quedarse aquí y, seamos francos, la ayuda Tuhsêkii se aguanta con alfileres. ¿Qué hacer si todo falla? ¿Les dejaremos morir? ¿Deambularán sin rumbo hasta que sean cazados y exterminados como ratas? No han permanecido bajo tierra durante veinte años para terminar así.

—No sé cómo se tomarán los elfos la llegada por sorpresa de trescientos humanos.

—¡¡Por lo que más quieras, Ishmant!! —le replicó con cierto enojo—. Son ancianos, mujeres, niños… Muchos de ellos ni siquiera soportan la luz del sol. Están cansados. Han pasado décadas de martirio. Muchos han perdido en esta batalla todo lo que les daba esperanza para seguir adelante. Sus maridos, sus hijos… ¡¡Al infierno cómo se tomen esos elfos su llegada!! Sabes que no lo pediría de albergar otras opciones.

—No me dejas mucho margen.

—No hay margen, Ishmant. O lo tomas o lo dejas. Y no puedes dejarlo, o todo por lo que hemos luchado, todo por lo que esos hombres dieron sus vidas, se perderá.

Ishmant volvió interesadamente aquella conversación a su terreno.

—Si me llevo a tus refugiados, el chico vendrá conmigo.

—¡¡Al infierno, llévatelo! La vida de esta gente no es algo con lo que pretenda negociar. —Ishmant quedó pensativo durante unos momentos. Tenía mucha razón, apenas había margen.

—Está bien, habla con ellos. Diles que recojan lo imprescindible. Capearemos el temporal cuando lleguemos allí. Jugaremos con el margen que nos dan los hechos consumados. —El monje se llevó las manos al rostro y lo frotó con decisión, como si con ello pudieran marcharse también todas las presiones—. Haré lo que pides.

Lem esbozó una reconfortante sonrisa.

—Gracias, Ishmant —añadió asiéndole firmemente del hombro—. Acabas de salvarles la vida.

El monje asintió con la cabeza en un gesto resignado y dejó que su tullido acompañante se marchara. «Les había salvado la vida». Ahora sólo tenía que convencer de aquello mismo a quienes allí le aguardaban.

sep

Tsumi se agazapaba entre la vegetación libre de nieve y mandó aminorar el paso a su colosal compañero. Aquel, tratando de esconder sus luengas dimensiones, apareció agachado junto a ella.

—Está allí —le hizo saber con un gesto. El enorme orco se desprendió del poderoso arco que llevaba alojado a su espalda, de unas dimensiones que bien podrían rivalizar con las suyas propias y preparó una flecha. Desde esa distancia no podía fallar. Le habían venido siguiendo desde hacía un trecho. Las marcas eran fáciles de rastrear. Con un palmo de nieve en el suelo resulta francamente difícil no dejar huellas, sin embargo no eran los únicos. Parece que algunos jinetes de la partida de caballería huida habían decidido no regresarse con las manos totalmente vacías. Un prisionero es un prisionero a fin de cuentas y ‘Rha se había cuidado bastante de que aquel pareciese tan malintencionado como valioso.

… y resultaba ambas cosas.

Ahora, aquel crestado rebuscaba entre los cadáveres de quienes pretendían capturarle cualquier cosa que pudiera servirle en aquellos fríos y hostiles montes. Los cuatro jinetes yacían juntos, con el cuerpo humeante como si hubiesen sido tostados sobre brasas. Tsumi recordó que alguien hizo un comentario sobre el poderoso aliento ígneo de aquel traidor. Desde luego aquellos infortunados soldados no lo sabían y tampoco podían esperarlo. Sus monturas se dispersaban por el claro sin saber muy bien qué hacer. La guerrera desenfundó su apreciado filo tratando de no emitir sonido alguno y entonces salió de su escondite.

Aquel la oyó de inmediato y se volvió con un gesto hostil, casi instintivo, empuñando su arma de asta. Era una pica de generosas dimensiones armada en el otro extremo por un alto regatón que se servía de espada. Sus ojos de reptil la acribillaron en la distancia.

—Quédate donde estás, Saurio. Tienes un arco apuntándote desde las sombras —le avisó ella que se aproximaba a paso decidido manteniendo una curiosa guardia con su singular armamento.

—¡Tú! Estás viva. —Urias, aún agachado, barrió el perímetro en un apresurado vistazo pero no halló señales de nadie más—. ¿Quién me amenaza? ¿Tu amigo el orco?

—Te sugiero bajar tu arma. Tatzukai es un formidable arquero. —Urias le apuntó con ella sin pensarlo pero no se atrevió a incorporarse de aquella posición.

—¿Y quién dice que siga vivo? ¿Quizá solo intentas ganar tiempo? —No había terminado de decir aquella frase cuando escuchó el característico zumbido de una flecha y un fuerte impacto en su hombro le lanzó hacia atrás sobre el frío abrazo de la nieve. Se dobló de dolor con aquella asta mordiéndole la carne. Tenía el brazo derecho crispado y apenas podía moverlo. Cuando reunió fuerzas para girarse tenía la punta de la murâhäsha señalándole el rostro.

—Ni lo intentes, traidor o tu cabeza tardará muy poco en separarse del resto de ti. —Cerró los ojos derrotado, el dolor en su brazo era insoportable. Escuchó los pesados pasos, inconfundibles, de aquel orco y su voz llegó un instante después.

—Ha despachado a cuatro jinetes. Querrían repartirse el botín de su captura.

—Mejor volver con esto que volver sin nada.

—¿A eso habéis venido vosotros? —pudo articular mordiéndose los labios por el dolor de su herida.

—Estás de suerte, traidor. Ya nada me ata a mi promesa. Sólo busco información.

sep

La noche había caído hacía un buen rato y el fuego no parecía ser suficiente para alejar el frío de aquellos montes. A pesar de haber buscado refugio en los abrigos cercanos, despejados de nieve, resultaba francamente difícil combatir las menguadas temperaturas fuera del abrazo de aquella fogata que lucía sus lenguas gracias a aquella siniestra capacidad del gladiador. A Urias le resultaba francamente humillante reducir aquel «don del Rasgo» a ser poco más que un yesquero. Pero bien era cierto que sin su ayuda, la nieve que empapaba los troncos hubiera hecho imposible la lumbre de otra manera. Y eso que su infernal vómito resultaba especialmente doloroso, por eso sólo lo utilizaba en ocasiones desesperadas. El esfuerzo de expulsar aquel líquido ardiente le dejaba las entrañas como en ascuas durante horas. Pero eso no era algo que quería que sus potenciales captores supieran. Con el hombro vendado y mitigados sus muchos dolores con una potente dosis de Hebhra que siempre se ocupaba de tener a mano, aquel saurio contemplaba en silencio a aquella singular pareja neffarai que tenía delante.

—Dijiste que querías información de mí —anunció rompiendo el silencio de las montañas—. ¿Luego me dejarás continuar mi camino o también pedirás dinero por mi cabeza? —Tsumi alzó la mirada y contempló antes de hablar a aquel ser que guardaba poco de humano: su cresta, sus ojos amarillos y rasgados como los de un reptil, aquellos dientes afilados luciendo aquel rostro enjuto cubierto de tatuajes. Sólo le faltaban las escamas.

—¿Tu camino? —preguntó sin sorna—. ¿Qué camino es ese? Aún llevas al cuello la argolla y arrastras la cadena que te apresaba. —Urias se llevó por inercia su mano al cuello donde aquella tenaza de acero se atoraba—. Anuncias a los cuatro vientos que eres un cautivo. Los soldados negros ni siquiera te preguntarán de dónde escapaste. Con un poco de suerte te venderán a un tratante y acabarás de nuevo en la arena de la que saliste.

—Ese es mi problema, elfo. Responde a mi pregunta. —Tatzukai le ensartó con una mirada fiera.

—Modera tu lengua, traidor. Vigila tus palabras. Estás ante una noble de los Neffarai.

—No sabía que los neffarah ennobleciesen a elfos… u orcos. —Tsumi aquietó con un gesto a su acompañante que tenía la intención de hacer cumplir su petición de manera mucho más efectiva.

—Los Neffarah descienden de una rama de ancestrales elfos guerreros —se molestó ella en relatar—. Esos elfos se fueron emparentando con los humanos que les servían y les transmitieron sus conocimientos, sus habilidades y sus altas concepciones del honor, respeto y disciplina. Tatzukai fue merecedor de ese honor por su probada lealtad al clan y sus excepcionales dotes como guerrero.

—Pero tú eres Ürull. No creo que esos elfos boreales quisieran saber nada de tu clan. ¿Me equivoco?

Tatzukai la miró de reojo como advirtiéndole que no necesitaba prestarse a ese juego.

—Crecí en el Clan Sukokaira, como adoptiva del Mulhan Sukokaira. A ellos debo mi respeto, mi formación, así como mi alimento y el techo que me ha cobijado hasta ahora. La Señora es mi guía y el clan mi familia. ¿Qué puedes decirme tú?

Saurio sonrió con ironía mostrando aquella hilera de dientes afilados. Aquella mujer guerrero había hundido bien el puñal en la carne.

—Soy hijo de granjeros. Te mentiría si te digo que recuerdo el nombre de mis padres.

—Mientes —aseguró ella mirándole a los ojos. Aquel esquivó el inquisitorial examen.

—¿Y qué si miento? —Exclamó furioso, incómodo de ser cazado en una debilidad—. No hablábamos de mí. Haz tus malditas preguntas y déjame seguir mi vida de perros.

Tsumi se acomodó en la complicada postura en la que trenzaba sus piernas y respiró hondo antes de hablar.

—Quiero que me hables de ese guerrero.

—¿Qué guerrero?

—Con el que me batía en duelo durante la batalla.

—No estuve en vuestra fiesta, querida, ¿recuerdas? —le dijo, haciendo sonar los eslabones de la larga cadena que se sujetaba a su cuello.

—Dijiste que le conocías. Le llamaste… Murâhäshii.

—¡Allwënn! —Recordó de súbito—. ¿Te batiste en duelo con ese cerdo y sigues respirando?

—¡Él también respira! ¡¡Ese es el problema!! —Le espetó con dureza—. Digamos, que solo busco terminar lo que empecé.

—Lo que buscas es la muerte, querida.

—Deja de emplear esos términos conmigo, traidor.

—Yo también tengo un nombre. Es Urias, Urias MacBirras —le contestó igualmente encrespado. El orco a su lado se tensó—. Y no es por desmerecerte, niña. Imagino que eres una gran guerrero y todo eso, pero ese bastardo deslenguado te destrozará antes de que puedas desenvainar. Le conozco desde hace más tiempo del que me apetecería para saber cómo se las gasta. No hace concesiones. Es una auténtica bestia. No le he visto rehuir un combate jamás, cuanto menos perderlo. Todos los que han cruzado espada con ese animal yacen ahora bajo tierra. Créeme, deberías haberte encaprichado de otro para empezar.

—Eso sólo hace más noble nuestro encuentro.

—Vuestro concepto de la nobleza es un tanto suicida. ¿No te parece? Veo que no has escuchado nada de lo que te he dicho.

—Escúchame ahora tú, Urias MacBirras —le anunció ella dedicándole una mirada fría con aquella pupilas de inusual coloración—. Llevo espada desde los quince años. Me gane la murâhäsha antes de hacerme mujer. He sido enseñada en unas artes de la guerra que el propio Culto quiso para sí. Que no te quepa duda. Mis adversarios ni siguiera me ven desenvainar. Así que… ¡háblame de ese guerrero!

Urias no quiso competir con aquella soberbia seguridad de que la joven imprimía a sus palabras. Se derrotó entonces y cedió con un gesto a sus peticiones.

—Muy bien. ¿Qué quieres saber de ese maldito mestizo? Te hablaré de él —le confesó—. ¿Por dónde quieres que empiece?

—Conocer al adversario es infringirle la primera herida de la batalla. Háblame de sus puntos fuertes y de sus debilidades. Dime qué debo saber que me sea útil cuando le tenga ante mí.

—¿Puntos fuertes y debilidades? —Repitió el crestado para estar seguro de haber escuchado bien—. Se llama Allwënn, te lo he dicho. Es un maldito mestizo de elfo Silvänn del Sannshary[25] y un Faäruk de estas mismas tierras.

—¿Elfos y enanos? ¿En una misma sangre? —se sorprendió el orco.

—En una misma sangre —se reafirmó el gladiador—. Por lo que te batirás con un elfo capaz de sostener dos espadas que otros apenas pueden levantar a dos manos y hacerlas bailar a su alrededor como si fuesen de madera. Es rápido y ágil como un elfo. Se mueve a gran velocidad y tiene una fuerza desproporcionada. Sería capaz de agujerearte el cráneo con sus manos desnudas si tiene la oportunidad. Si no te abruma con una lluvia de golpes, lo hará con la contundencia de los mismos. Tiene la determinación de un enano. Su sangre hierve en sus venas, así que no esperes que deje el combate. Antes se cansará un toro de embestir que él de pelear. Allwënn nunca lucha a la defensiva, siempre ataca y eso hace que no te deje pensar, que necesites combatir por instinto… y ese es su terreno. Si entras en su juego, te fulminará y si no entras… ya se encargará él de obligarte. —Tsumi había quedado en silencio. Ni aún en sus más funestas predicciones esperaba encontrarse con un adversario así. Quedó seria y en silencio durante un buen rato.

—Si esto no te desanima —continuó el crestado—, se contagió del Rasgo, como yo lo hice hace mucho tiempo, antes de que la enfermedad degenerase con la Guerra y dejara una legión de seres deformes. A mí me convirtió en lo que ves y me proporcionó mi aliento de dragón. Pero a él ¡Maldito bastardo mal nacido! Le dio un tesoro que se empeña en despreciar. Su sangre… su sangre cura sus heridas a un ritmo feroz. Es como pelear contra un troll hambriento, mucho más rápido y listo. Dejará de sangrar antes incluso de terminar la pelea, así que procura que tus heridas sean mortales y cuando digo mortales me refiero a definitivas. Arráncale la cabeza o pártele el corazón o seguirá en pie. ¿Entiendes por qué te digo que mejor busques a otro a quien enfadar? —ella permanecía en silencio. Fue su compañero quien intervino.

—Ese guerrero… ¿No tiene ninguna fisura?

—Si la tuviese, te juro que yo me habría adelantado. Hace tiempo que me gustaría hacerme un collar con sus dientes. Debe tenerlas, pero te aseguro que él descubrirá mucho antes las de tu hermosa amiga. En un «uno contra uno» resulta devastador. Combate a la desesperada. No tiene nada que perder. Cada batalla es la última. Por eso le llaman Murâhäshii y por eso ha construido una leyenda en torno a él.

Tatzukai miró con gravedad a su protegida. Seguía sumida en sus propias cábalas.

—Ese combate tiene mal aspecto, Tsumi-kai.

—No puedo rechazarlo. Ese sería un último acto de cobardía que no puedo permitirme. Lucharé con él, aunque sea lo último que haga en esta vida. —Urias sonrió con cierta malevolencia.

—Te aseguró que será lo último que hagas, pequeña. Te doy mi palabra.

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Allwënn cruzó los amplios vuelos de aquella enorme tienda hasta la que había sido férreamente escoltado. En su memoria aún estaban los rostros de aquellas legiones de enanos que le recibieron al llegar con una mezcla de asombro y desafío en sus miradas. Era seguro que jamás esperaron que el hijo del Rojo pareciese un elfo. Poco importaba su crecida barba oscura y su desaliñado aspecto. Tenía las orejas de punta y eso es lo único que parecía importar. No obstante, quiso adivinar en aquellos ojos pequeños casi hundidos entre las espesas cejas que los coronaban un sentimiento ambiguo, un velado respeto. Porque, elfo o no, a él decían seguir todos aquellos veteranos que les aguardaban preparados para la guerra en el otro extremo del valle. Él era el responsable último de aquella vasta movilización de tropas y eso no parecía ser posible si se trataba simplemente de un elfo. Era aquel «algo más» lo que las pupilas de iris calientes de aquella hueste enana buscaban en aquel extraño personaje.

Las fuerzas allí reunidas eran muchas. Más incluso que las que se quedaban aguardando su regreso. Todos eran férreos enanos, disciplinados combatientes, dispuestos a morir por su rey. Allwënn tuvo en aquel momento, mientras pasaba entre sus filas, evidencias de lo acertado del pronóstico que Ishmant vaticinara para el desenlace de esa cruzada. En aquellos instantes supo que de iniciarse una batalla, sería incierta la suerte de ambos bandos. Pocas veces una guerra se salda con una única batalla. Supo que la sangre sería la única verdadera victoriosa en el campo y que los Tuhsêk, sin importar quien sacase más ventaja del resultado, se debilitarían. Trató de no pensar en ello. Trató de no pensar en muchas de las cosas que asomaban a su mente y a su corazón, allí, en la misma boca del lobo.

Se dejó desarmar con paciencia por el grupo de defensores reales que custodiaba los aledaños de aquel pretorio. Era un ritual necesario, aunque siempre llevaba mal separarse de sus armas. No, no quiso oponer resistencia. Entrar en la misma tienda del Hirr’Harâm cargando su espada era una osadía que ni él podía permitirse.

Avanzó despacio por aquel vasto recinto levantado al viento y decorado con todos los lujos de un señor de la piedra, tan distinto al sentido estético de los elfos. Sin duda, no estaba ante un príncipe elfo. De haber sido así, le hubiesen dejado solo, hubiesen jugado con la demora. Le hubiesen servido algo de licor para la espera y aquel monarca hubiese dilatado su presencia lo posible, con el ánimo de hacer flaquear la voluntad del emisario y constatar con evidencia quién dominaba la situación. Pero quien le esperaba era un enano. Un enano que le aguardaba en el otro extremo de la gran tienda, sentado y ataviado para la guerra, con sus galas de soberano ufanas ante él y con el sempiterno gesto hosco de los enanos en sus facciones marmóreas. Le asistían dos chambelanes y había dos recios defensores custodiando sus flancos. Nada de rituales, nada de falsas cortesías. Al grano.

sep

—Así que tú eres el hijo del Rojo —sentenció con aquella voz cavernosa y reverberante tan propia de su estirpe. Sargon era un enano en la plenitud de su existencia. Ancho, sobrio, de cabellos espesos y barba oscura que disimulaba mal la incomodidad de haberse encontrado con lo que parecía un elfo, responsable de sus últimos dolores de cabeza. Allwënn se inclinó ante él en gesto de respeto pero obvió la reverencia debida a su rango y majestad—. No puedo imaginar qué veneno has puesto en la jarra de esos enanos para que se dejen arrastrar a la guerra por alguien de tu sangre.

Allwënn tragó saliva ante la primera herida. Estaba preparado para ella y se esforzó por seguir siendo cortés. Había estado convenciéndose a sí mismo que, con toda probabilidad, mejor antes que después, sus rasgos silvannos[26] saldrían a la luz.

—Esos enanos sólo han visto en mí la huella de mi padre —dijo aquel elfo con serenidad—. Puede que mi aspecto parezca más cercano al de un hijo de Alda… pero mi corazón es tan Tuhsêk como el de cualquiera de los soldados a vuestras órdenes.

El monarca dejó escapar una incontrolada carcajada. Se diría que no compartía aquella opinión.

—Tienes buenos hígados, de eso no hay duda. Presentarte ante mí, solo y diciendo ser quien eres… pero ningún mestizo vale lo que vale un Tuhsêk. No me importa de quién seas vástago. Puedo ordenar tu muerte de inmediato, pasear tu cabeza sobre mi estandarte y tu mandíbula en mi barba para luego hacer que mis cohortes aplasten a esas viejas glorias en nombre del Hirr’Harâm.

—Estoy seguro que podéis hacerlo, Señor —dijo Allwënn tratando de conservar la claridad de ideas—. Podéis ordenar mi muerte, como una vez lo hicisteis con mi padre. Aunque en esta ocasión nadie tendrá dudas al respecto. Y luego, entra dentro de lo posible que vuestros hombres aplasten a esas cohortes acampadas en el valle. Quizá, si a muchos nos les temblara el puso y la flaquearan las rodillas al tener delante a los guerreros en quienes cada Tuhsêk desea llegar a convertirse. Aquellos maceros que pueblan las grandes gestas. A esos estandartes que inspiran el temor con solo nombrarlos. Es posible que estos guerreros que tan fielmente os sirven pasen por alto que quizá todos juntos igualen las marcas que atesora la primera línea de mazas del HachaSangrienta o que el peso de las mandíbulas que mis aliados prenden de sus barbas y cabellos pudieran hacer levantarse en una balanza a la mismísima Ciudad-Montaña. Quizá todos ellos salgan a la batalla con ardor y su número baste para acabar con el último rebelde… y si no, siempre pueden retirarse a los muros inquebrantables de ’Tûh’Aäsack. Allí se estrellará todo intento de invasión ¿no le han aconsejado eso sus consejeros, majestad? Pero si me escucháis, Poderoso Hirr’Harâm, quizá ningún enano tenga que derramar la sangre de su hermano hoy.

Sargon quedó enfilando al mestizo con sus pequeños ojos en un rictus tenso de su rostro.

—¿Me estás ofreciendo una tregua?

—Os ofrezco la paz definitiva, Hirr’Harâm —comenzó a explicar el mestizo pero fue bruscamente interrumpido por la airada reacción del monarca.

—¿La paz? Diriges un ejército rebelde contra mí y te atreves a hablarme de paz. Ya había paz antes de que tú y tus huestes desertoras acamparais en estos valles. No voy a tolerar que se ría de mí un elfo en mis propias barbas. ¡Sacad de aquí a este farsante! —Los enanos defensores no tardaron en dirigirse hacia Allwënn dispuestos a cumplir las órdenes—. Prepara a tus Cohortes para la guerra. A eso es lo que hemos venido.

Allwënn entendió que la situación se desesperaba y trató de lanzar la última posta.

—Esos hombres no han venido a luchar, Sargon. Sino a unirse a tus fuerzas, si les das la oportunidad. —El enano encajó aquella propuesta un tanto desprevenido y no reaccionó de inmediato—. La paz que he venido a ofrecer, significa la estabilidad para tu reino. Creedme, no es mía la propuesta, sino del propio Señor de las Runas. —Los enanos custodios llegaban ya a la altura del mestizo y le prendían de los brazos. En ese momento Sargon dio orden de dejarle continuar.

—Aclara este punto, elfo… sin juegos. —Allwënn aprovechó para recomponer su vestuario antes de continuar.

—Mentiría si os dijese que esos hombres querían venganza. Como muchos otros creen que su ‘Harâm es un conspirador. Un títere en manos de los gremios mineros que ha desarbolado el ejército y los ha condenado al exilio. No os cuento nada nuevo si os digo que muchos otros piensan así aunque no se encuentren en esas filas. La reputación del Hirr’Harâm no pasa por sus mejores momentos. No os empeñéis en ocultar lo evidente… esta situación no tendría lógica de no ser así. Yo mismo os creo responsable de la muerte de mi padre y estaba dispuesto a resarcir su nombre aunque ello llevara ríos de muerte a estas montañas. Pero todos ellos os jurarán lealtad si le brindáis la empresa oportuna. Una empresa que devolverá la unidad a este reino y la gloria que su ‘Harâm nunca debió perder. Todos ellos están dispuestos a olvidar años de silencio. A perdonar las viejas afrentas y mirar al futuro. Esa es la empresa que vengo a proponeros. Pero si lo deseáis, siempre podemos invocar a las hachas.

Sargon quedó pensativo. La propuesta había traspasado aquel rocoso señor de la piedra. Pero sabía que de continuar aquella conversación iban a salir a la luz detalles oscuros que quizá no estaba dispuesto a reconocer. O incluso estando dispuesto, quizá no fuese prudente hacerlo. Con una orden severa mandó marcharse a todo el personal asistente de aquella extensa tienda. Aquellos tuvieron un instante de duda pero no osaron replicar al monarca. Pronto, aquellos dos personajes quedaron a solas en aquel salón de paredes de tela.

Sargon conminó a Allwënn a acercarse con un gesto y el mestizo no tardó en aproximarse a aquel recio enano cuajado de honores.

—¿Qué precio tiene que pagar este ‘Harâm por la lealtad de tus guerreros?

—Aún no os he expuesto mi propuesta.

—Antes deseo saber cuánto vais a pedir por ella. Imagino que la estabilidad de mi reino hará necesarios algunos sacrificios.

Allwënn respiró hondo y miró sin temor a los ojos de aquel guerrero enano.

—Devolver el buen nombre a las cohortes levantando el exilio de sus maceros, permitiéndoles regresar a ’Tûh’Aäsack. Desenmascarar y castigar como se merece al asesino de mi padre y devolver su nombre al lugar que le pertenece. También debéis romper con el Culto de Kallah expulsando a los clérigos negros de la Ciudad Montaña y declarar el antiguo alcázar de nuevo bastión fronterizo de este reino.

Sargon entornó la mirada pensativo.

—Eso significaría declararle la guerra al Ojo Sangrante.

—Esa guerra ya ha sido declarada y esa es la única guerra en la que los enanos Tuhsêkii merecen morir. Existe una frontera en el norte, en las riberas del Río Ycter. Los humanos que resisten al ’Säaràkhally’ la sostienen allí. Sólo la enconada ayuda que les proporcionan los enanos de cristal sostiene aún sus plazas. El Hakkâram Hirr’im Hâssek, vuestro homólogo de los clanes de Valhÿnnd, ha sido el único señor enano que ha puesto en pie de guerra a los clanes contra el Yugo y la Rueda. Muchos clanes enanos del Nwândii esperarían algo similar del Hirr’Harâm.

—¿Qué me estás proponiendo, hijo del Rojo?

—Lo que imagináis, señor. —Le respondió Allwënn que era consciente de haber atrapado al monarca en su discurso—. Se espera una gran ofensiva del Culto para finales del invierno. Quizá incluso antes. Los Clanes Z’oram y D’akoram de Tauros Berseker han elegido un Estandarte. Se han unido y piensan ayudar a los humanos. Los enanos de Cristal con el Hakkâram al frente también estarán allí. Incluso los elfos boreales están discutiendo formar parte de esa alianza. Los Tuhsêkii deberían estar allí. Merecen estar allí. Y no sólo ellos, sino todos los clanes que pueblan la Espina. Abanderados por el Hirr’Harâm en persona. Una marcha, Sargon, una marcha gloriosa encabezada por vuestro estandarte, dispuesto a sumar a sus filas a todos los enanos dispuestos a unirse a ella. Que parta desde ’Tûh’Aäsack y recorra todos los macizos de la Espina de Ycter atrayendo bajo su bandera a cuantos enanos, castas y ‘Harânies podáis reunir bajo ella. Comandada por el mismísimo Hirr’Harâm Sargon, al frente de la gesta. Esa es la empresa de la que os hablo. Empresa que el propio Señor de las Runas vendría a proponeros en persona si no le fuese imposible. Esos hombres que me acompañan, esas cohortes llenas de cicatrices y glorias estarían dispuestos a seguiros, y con ellos el resto de los Tuhsêkii. Tras su estela, vendrán las otras castas y también sus ‘Harâníes. Ninguno querrá quedarse fuera. Una marcha que cerrará las fisuras entre vuestros hombres y le devolverá la grandeza y la confianza al Hirr’Harâm colocándole en su legítimo lugar entre los suyos y entre el resto de las castas como Señor del Nwândii.

Mi padre nunca quiso la guerra… yo no la traeré a vuestras puertas. Pensad cómo queréis ser recordado, señor, a vuestra muerte, aunque ella os llegue dentro de trescientos años. Si como Sargon, el Usurpador, el Hirr’Harâm que subió al trono envuelto en la sospecha y que batalló contra los estandartes más laureados de su ejército o aquel que supo ganarlos a su causa y con ellos emprender la más gloriosa marcha triunfante que se recuerde desde las legendarias gestas de los tiempos de los Masones. Sargon, el Glorioso, el Unificador, El Azote del ’Säaràkhally’.

sep

Sargon quedó con la mirada perdida en el vacío durante un instante sin mover un músculo. Sólo su respiración sonora advertía de vida en aquel cuerpo acorazado de espesa barba trenzada. Allwënn no quiso añadir nada más y aguardaba con paciencia la respuesta del monarca enano. De pronto, aquel hosco rey se volvió hacia él.

—Eres hijo del Rojo, Allwënn el Faäruk. Tienes su poder de convicción. Su garganta. —Sargon se levantó de su sitial. Sobre el escalonado estrado donde se alzaba, ambas cabezas quedaban a la misma altura y podían mirarse a los ojos sin torcer el cuello—. Lo que me propones es una empresa de tal magnitud que no sé si ni el mismo Hirr’Harâm tiene posibilidad de realizarla. El poder es un lugar solitario donde el rey hace juegos malabares sobre una roca. Si apoyo tu causa, los que apoyaron la mía me darán la espalda… y yo sé de lo que son capaces.

—Con todos mis respetos, señor, ellos tienen las minas. Los brazos que empuñan los picos que abren sus galerías están con esos hombres que aguardan mi regreso… y ellos estarían de vuestro lado. El pueblo es vuestro. Las armas y los guerreros que las empuñan, también.

—También los tuvo mi antecesor.

—La diferencia es él ignoraba dónde estaban sus enemigos. Sargon sí los conoce. Sabéis quienes son. Aplicad la misma dureza que empleasteis con las cohortes. Desterradlos, enseñadles la máscara, confiscad sus posesiones. El pueblo ama al Hirr’Harâm. Le cree marioneta en malas manos. ¡Cortad esas manos! Decid a todo el que pueda escuchar en este reino que estuvisteis mal aconsejado, rectificad y ocupad el lugar que os pertenece a lado de quienes morirán a vuestra orden. No apostéis por unos aliados que no os guardan lealtad, Sargon. Si conspiraron en vuestro favor por sus propios intereses, mañana quizá conspiren por esos mismos intereses en vuestra contra. Al menos tened a las legiones con vosotros. Ellos son la verdadera fuerza de este reino, no las minas.

Sargon parecía abatido, como si aquella conversación le consumiese las fuerzas y el ánimo.

—Tu padre era un guerrero excepcional y un enano sensato —le confesó con voz trémula. Allwënn le escuchaba muy atento—. Sé que él no quería la guerra y yo tampoco. No sé cómo dejé que se llegase a esta situación.

—Sé que quien asesinó a mi padre lo hizo en vuestro nombre… pero no por vuestra orden.

—Supongo que tampoco quise evitarlo. —Reconoció Sargon con pesadumbre—. Tu padre era un rival excepcional. Incluso retirándose de la partida resultaba incómodo para muchos. Imagino que también lo era para mí en aquel entonces. Hoy me hubiese gustado tenerlo de mi lado.

—Lo tenéis… de algún modo. —Allwënn apretó los dientes, le iba a costar admitirlo—. Mi padre os habría perdonado. Yo… os perdono igualmente. —Aquel mestizo desarmado extendió sus brazos en cruz ante el rey enano—. Ya os he enseñado mis piezas —anunció con hondura—. Hoy se puede escribir de nuevo la suerte de este reino indomable. Las cohortes aguardan impacientes. Decidamos si se escribe con letras de oro o de sangre. Matémonos o hagamos historia.

sep

Tsumi advirtió cómo su sueño era interrumpido por un sonido cercano. Su subconsciente, adiestrado a fuerza de costumbre parecía haber reconocido que aquellas pisadas no correspondían al cuerpo pesado de Tatzukai. Casi por instinto la elfa abrió los ojos de golpe y buscó el origen de los pasos. Tatzukai debía hacer esa última guardia. Si él no era quien merodeaba por ahí ¿Entonces? ¡El prisionero!

La luz incidió fuerte en sus ojos, refractada por el campo de nieve ante ella. Los soles estaban altos, debía haber dormido más de lo acostumbrado. Y Tatzukai no parecía encontrarse cerca. Sin embargo, ese Saurio, ese Urias MacBirras sacaba del abrigo donde habían pernoctado las últimas alforjas con las que pretendía finalizar los preparativos en la silla de montar. Uno de los cuatro corceles de aquellos malogrados soldados abatidos parecía preparado para un inminente viaje. La guerrera prendió su murâhäsha.

—¿Dónde crees que vas, traidor? —Urias volvió despacio su cuello para mirar hacia atrás con un marcado gesto en su tatuado rostro. Por su actitud, se diría que no trataba de salir a hurtadillas de ninguna parte—. ¿Dónde está Tatzukai?

—Aquí mismo, Tsumi-kai —le respondió una voz tras ella. El enorme orco svara parecía haberse materializado de súbito, al menos esa fue la sensación que llegó al abotargado cerebro de la joven.

—Habéis dormido mucho, Tsumi-kai. No he querido despertaros.

No aparentaba sorpresa ante la esquiva actitud del crestado gladiador, de hecho parecía bastante tranquilo, incluso manso. Eso irritó a aquella mujer.

—¿Esa es tu manera de montar guardia, Tatzukai? ¡El prisionero escapa delante de tus narices! —El guerrero orco pareció sorprenderse ante aquella inesperada reacción, pero quien reaccionó de inmediato fue el aludido.

—¡¿A quién llamas prisionero?! Ese no fue el trato. —Urias se revolvió hacia ella con gesto feroz—. ¿Tu sentido del honor no implica respetar la palabra?

—¿De qué estás hablando? —ella parecía aturdida.

—Tu trato, nuestro trato. Yo te hablaba de ese maldito elfo mestizo y tú me dejabas buscarme la vida. —Ella miró de soslayo al capitán orco que corroboró aquellas palabras con un elocuente gesto—. Yo he cumplido mi parte y espero que tú cumplas la tuya.

Ella bajó el arma algo confusa.

—Pero… no he terminado. Creí que nos acompañarías.

—¿A ver como mueres a manos de ese canalla? No, querida, no pienso estar cerca. Es más espero estar a dos reinos de aquí cuando eso suceda. He vendido a mis antiguos camaradas… ¿Sabes lo que me harán si me encuentran? No, prefiero buscar fortuna en otro lugar.

—Quizá necesite saber algo más.

—Tuviste tu oportunidad anoche. Ese ya no es mi problema. —Y se volvió a seguir empaquetando sus últimas y escasa pertenencias.

—¿Y dónde vas a ir? ¿Vas a seguir huyendo?

—¿Qué, si no? Y te recomiendo hacer lo mismo. Eres una desertora que ha matado a un cardenal. Tu situación no es mucho mejor que la mía.

—Juntos podríamos sacar mayor beneficio. Yo te ayudo a ti y tú me ayudas a mí. —Urias se alzó a la grupa y sostuvo las riendas.

—De acuerdo, acompáñame. Salgamos de este lugar y cabalguemos al sur. La mano del Culto allí es menos efectiva.

—No puedo hacer eso.

—Entonces, ¡olvídalo, niña! ¿Qué me ofreces tú aparte del suicidio? —Tsumi quedó callada durante un instante como queriendo reorganizar las ideas en su mente—. Lo imaginaba. Buena suerte, Neffarita. La vas a necesitar. —Y espoleó suavemente a su montura que inició la arrancada.

—¡Te ofrezco la paz! —Urias se detuvo y volvió la cabeza despacio con una sonrisa amarga.

—La paz es una quimera.

—La paz existe… en un lugar. Te ofrezco un hogar. Una casa a la que llamar tuya… una mujer, hijos, incluso… un pedazo de tierra para cultivar. Te ofrezco la vida que siempre se te ha negado.

—¿Quién dice que me gustaría tener ese tipo de vida?

—Sé que la que llevas no te gusta.

—Se me da bien sobrevivir. Lo llevo haciendo los últimos veinte años…

—Pero yo te ofrezco vivir. Regresa al feudo Sukokaira conmigo. Hablaré de ti al Mulhan. Formarás parte del clan. Antes o después toda esta guerra acabará y tú formarás parte de los vencedores. No tienes que compartir las desviadas creencias del Culto. La Señora no es como ellos la imaginan. El Culto nos deja tranquilos… y al final de tus días, morirás en paz.

Urias dio muestras de pensar en aquellas palabras. Por unos momentos su rostro se dulcificó y un gesto amable apareció por primera vez en su rostro.

—Es tentadora tu oferta —confesó con aplomo—, pero no creo que eso sea así. Además, no sobrevivirás a tu encuentro. Es mejor que cada cual siga su propio camino. Déjame hacer lo único que se hacer, que es huir… y tú ve a saldar tu deuda de honor y muere noblemente si es tu capricho. Y cuando veas a tu Señora, háblale de este perro y de las cosas tan horribles que ha tenido que hacer por vivir un día más.

Diciendo aquello, Urias espoleó su caballo y se alejó de aquel claro.

Tsumi quedó allí un poco derrotada e impotente. Suspiró con amargura y regresó al abrigo.

sep

La llegada de Ishmant supuso todo un revulsivo para nuestro fatigado ánimo. Especialmente emocionante fue el reencuentro de aquel misterioso personaje, siempre enigmático para Claudia. Para ella no solo significaba volver a reunirse con su maestro, cuyos nuevos vínculos la unían a él de una manera especial. También lo era el saber que aquel Dragón Artillado había encontrado puerto y no se encontraba cubierto de algas en la panza del océano. Eso significaba que Ariom y muchos de los supervivientes también se encontraban a salvo. También nos llegaron noticias de Alex, de quien nada sabíamos desde nuestra fatídica separación en Diezcañadas, aunque de aquello parecieran distar años. Sus extraordinarios progresos como aprendiz de mago entre los elfos boreales nos parecía una noticia difícil de creer. Cuando supimos que el monje tenía intención de reunirnos a todos, una emoción difícil de explicar nos embargó.

Ardíamos en deseos de marchar a aquel fabuloso lugar que llamaban los bosques del Fin del Mundo, sobre todo cuando supimos de la intención de hacer viajar hasta allí a todos los refugiados del alcázar que no participaban en la aventura de Allwënn y el resto de guerreros habían iniciado en los dominios de los Tuhsêk. Ese bosque retenía entre sus fronteras a muchos a quienes deseábamos volver a ver y durante los dos días de preparativos que invertimos en tenerlo todo listo para la inminente salida, apenas deseábamos otra cosa que reencontrarnos con ellos definitivamente. Solo Claudia fingía su alegría. Yo, por aquel entonces, no lo sospechaba.

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Lem habló a sus refugiados y les explicó la necesidad de huir del Alcázar hacia lugares más seguros. La noticia, aunque esperanzadora, no se acogió con gran entusiasmo. Para muchos, aquellas galerías subterráneas eran lo más parecido a un hogar que habían conocido y abandonarlo para iniciar un viaje sin retorno se antojaba muy duro. No hubo tiempo para recoger las migajas del pasado que quedaban en aquellas profundidades. Apenas lo que pudieran transportar sobre las espaldas. Casi podía decirse que aquellos dos días de plazo solamente servirían para preparar al ánimo y despedirse de sus muertos.

Odín también estuvo extraño durante ese tiempo. No parecía todo lo emocionado que cabría esperar con la idea del reencuentro. Claudia subió la última tarde a la cima de la torre donde Forja y el rubio nórdico esperaban la puesta de los soles. La joven mestiza presintió que la chica querría hablar a solas con su amigo e inventó una excusa para dejarlos a solas.

La joven se dirigió a su compañero que había vuelto su mirada hacia los soles ponientes en la distancia. La nieve vista desde las alturas se doraba con el resplandor rojizo del intenso Minos, próximo a la muerte. Coloreaba la impresionante escena de aquellas montañas solemnes de sangre. Desde aquellas alturas se dominaba un espectáculo sobrecogedor que difícilmente podía ser traducido por los sentidos.

Claudia llegó hasta el robusto músico y elevó su mirada al horizonte con él. Pero no dijo palabra.

—Este mundo ya nos ha atrapado —dijo con cierta melancolía. Ella volvió sus ojos hacia aquel amigo al que difícilmente reconocía entre sus cabellos largos, su gruesa barba y sus pertrechos de guerra.

—Es complicado no dejarse arrastrar por estos acontecimientos.

—Por primera vez ya no me siento arrastrado —siguió él—. Hemos peleado. He usado mi martillo contra esos orcos. Por primera vez he sentido que he hecho algo más que huir o luchar por mi vida.

—Es duro, lo sé.

—No siento remordimientos, Claudia —aseguró despegando su atención del enrojecido firmamento—. Creo que he hecho lo que tenía que hacer. Pero algo parece seguir faltándome. —Claudia frunció el ceño sin acertar a comprender lo que su compañero trataba de decirle—. Tú sigues los pasos del monje y Alex… —una sonrisa cruzó el semblante de su amiga al recordar al ausente.

—Sí, yo tampoco puedo imaginarlo siguiera. Estoy deseando verlo por mis propios ojos. Pronto estaremos juntos.

—Ese es el problema, Claudia. Él y tú parecéis haber encontrado un lugar en este caos.

—Supongo que no lo buscamos.

—Yo tampoco lo he buscado… pero algo en mi interior me dice que está aquí, en este mismo lugar. Lem me ha pedido quedarme para ayudarle a convocar a los restos de la Orden Jerivha. —Claudia arrugó el rostro ante la noticia.

—No puedo imaginar en qué podrías serle útil.

—Esa no es la cuestión. La cuestión es que yo también siento que debería quedarme. —Claudia tuvo el impulso de contradecirle pero se lo cayó. Conocía los sentimientos de su amigo—. Siento el peso de todas las miradas sobre mí. Siento la responsabilidad de estar a la altura de lo que todos esperan de nosotros. Si es cierto que todo gira en torno a nuestra llegada aquí, si lo que haya de ocurrir ocurrirá a través de nosotros, entonces nuestra aparición en este mundo tiene sentido. Del mismo modo lo tendrá nuestra presencia en él y lo que hagamos aquí hasta que todo se decida, para bien o para mal.

—Te entiendo —confesó ella—. Yo también terminé creyendo eso, amigo.

—Por eso, pequeña… —le dijo dedicándole una mirada tierna—, creo que aún no ha llegado la hora de que nos podamos volver a reunir. —Claudia lo aceptó con un sonoro suspiro—. Debemos seguir caminos separados. Debemos seguir cada cual su propio camino y aceptar el hecho de que quizá no volvamos a estar juntos como antes. Ya nada será nunca como antes. Nuestra vida sigue, Claudia.

—Todo es cambio —recordó ella—, todo es movimiento, todo inestable y perecedero. No podemos aferrarnos al pasado.

—Me alegra que lo entiendas.

—Pero es duro saber que hay cosas que nunca volverán.

—Lo sé.

Con un nudo en la garganta, Odín abrazó fuertemente el cuerpo pequeño y delicado de su amiga. Ella pudo sentir, con tanta evidencia que se le erizaron los cabellos de la nuca, todo el amor y dolor de aquel espíritu noble. Había mucho más en aquellas palabras, muchos más sentidos de los que nadie podía sospechar encerrados en aquellas últimas palabras.

sep

Ishmant sorteó los desiertos corredores que poco tiempo antes ocultaban de los ojos del mundo a aquella reunión de almas perseguidas. Ahora tan sólo parecían quedar allí sus muchos recuerdos, pegados a las paredes de piedra, recorriendo como fantasmas aquellas soledades. Lem estaba echando un vistazo a las desiertas cámaras con su tosco mobiliario mudo y silencioso, abandonado a la carrera como un cadáver en el campo de batalla. Hasta él llegó en monje con el rostro severo.

—¿Qué significa que no nos acompañará? —Lem se volvió hacia el guerrero kurawa con la expresión arrugada en un gesto de incomprensión.

—¿A quién te refieres, Venerable?

—Lo sabes bien, Lem Forjadorada. Al humano, a tu humano. Acaba de hablar conmigo y dice que no nos acompañará. —Lem recibió la noticia con un evidente regocijo.

—Bien, tú dijiste que era decisión suya… no veo el problema.

—También te dije que nadie debía inducirle —aseveró con un tono de voz cortante—. Dice que le has pedido su ayuda aquí. Que le has pedido que se quede. Eso es juego sucio, Lem. Francamente, nunca me lo hubiese esperado de un hombre de tu posición.

—¡Oh, vamos Ishmant! —Replicó en anciano—. Yo no le pedí expresamente que se quedara, sólo le hice partícipe de mi deseo de que lo hiciera.

—¿Te parece poca cosa? Rexor no quería inferencias de ningún tipo.

—Tú no eres Rexor —le espetó con dureza— y él no está aquí. Él sabe mi interés por ese chico. Seguro…

—Conozco bien tu interés por él —le interrumpió el monje—. Y Rexor ya te advirtió sobre dejarse arrastrar por tus propias convicciones. Tu cabeza ya ha forjado un candidato y lo único que haces es convencerle con sutilezas de que lo es. Toda tu congregación aguarda. Ese no fue el trato al que llegamos. Merecerías cargar ahora con la responsabilidad de no ser fiel a tu palabra. Pero no soy como tú y no jugaré con la vida de esos pobres inocentes sólo por darte un escarmiento. Asegúrate de destruir el portal. No pongas en riesgo a nadie más por salvar tus propios intereses.

El monje se volvió severo dándole la espalda y emprendió el camino de regreso. Lem trató de seguirlo pero su paso truncado no podía competir con un monje.

—¡¡Compréndeme, Ishmant!! —Le gritó casi a una sombra que se alejaba—. Comprende mi situación.

sep

Aquellas tropas veteranas avanzaban haciendo atronar las montañas bajo sus pesados pies. Los cielos seguían encapotados, cubiertos de un espeso manto gris oscuro que ocultaba la mirada de los astros. Todos los estandartes ondeaban a un viento inclemente que los hacía bailar como las velas de los barcos y sus tambores resonaban como si estos sólo fuesen el eco poderoso de aquellos pies de hierro batiendo la tierra.

Frente a ellos, el numeroso ejército reunido por el Hirr’Harâm les aguardaba parapetado en sus primeras líneas de mazas, con sus insignias y blasones danzando al viento. Allwënn giró su cabeza a ambos lados para contemplar los rostros de aquellos a cuyo frente avanzaba. Eran rostros fieros, de firme decisión, resueltos a terminar lo que habían empezado y eso le reconfortaba el ánimo. Miró a los oficiales, a los grandes enanos del HachaSangrienta, a los Abanderados, a los Arietes y Faäruks. Todos llevaban escrito su determinación en unos ojos que no se apartaban de aquellos Tuhsêkii que les aguardaban a la distancia de una carga, mientras ellos continuaban su avance inexorable a través de la pradera nevada. También miró al resto de sus camaradas. Robbahym y su curtido enjambre de gladiadores. La Dama Keomara y sus bravos lanceros Surkkos. Aquella diezmada agrupación de defensores del alcázar… Todos parecían dispuestos a entregar sus vidas en una causa mayor, una causa que estaba por encima de sus propias expectativas, por encima de sus propios vínculos… una causa que estaba incluso por encima de él mismo. Entonces recordó a Gharin. Casi se había olvidado de su buen amigo… no es extraño que se hubiese tomado a mal no estar ahora allí, cuando todos los demás lo estaban. Aquella causa también estaba por encima de su amistad…

sep

La fila de embravecidos enanos continuó avanzando, aproximándose hacia el otro bando hasta el punto de poder distinguir los rostros de quienes les esperaba allí. Rostros igualmente firmes, igualmente decididos y severos aparecían entre las docenas de kilos de metal que les cubrían. Sólo se detuvieron a escasos metros de ellos, cuando casi podrían tocarles si se alargaban los brazos. El retumbar de los tambores se desvaneció en ecos. Sólo quedó el silencio mecido por un viento hosco, el chirriar de las piezas de armaduras y el sonoro flujo del aire entrando y saliendo de aquellos miles de pulmones.

Entonces, los Holg’D’aharii avanzaron unos metros clavando sus estandartes en el abrazo gélido de la nieve. Las armas de las más legendarias cohortes quedaron allí, desafiantes, orgullosas.

El HachaSangrienta… La Decimotercera… La Décima Invicta…

Y aquellos enanos que las tuvieron enfrente, abrumados por su presencia fueron poco a poco, como en un oleaje, hundiendo sus rodillas ante ellas y derrotando sus miradas al suelo. Allwënn casi no pudo contener su emoción al contemplar a los miles de enanos allí reunidos, aquellos que estaban destinados a combatirlos, postrarse respetuosos ante las insignias.

Muchas vidas se habían salvado.

Recordó entonces las palabras que momentos antes había dirigido a sus hombres.

—Vuestras hachas y mazas se teñirán de sangre. Nadaremos en un océano de enemigos que caerán derrotados ante el poder de vuestros martillos… pero hoy no, y no contra vuestros hermanos. El Hirr’Harâm, Sargon de ’Tûh’Aäsack ha aceptado nuestros términos.

Allwënn no pudo precisar si la marea de vítores y rugidos que escuchaba eran los de sus recuerdos o se confundían con los que en aquel momento sembraban las alturas de aquel macizo inmortal.

espada