XXXVI. EL CLAN DE LOS DESCARNADOS

FJtop

«La XIII (Decimotercera) se lleva en la sangre.

Se lleva en el corazón.

Solo algunos privilegiados podemos decir

que la llevamos también en el rostro».

D’ORIM, EL LOBO TUERTO.
HAS’KAR (ARIETE) DE LA XIII COHORTE DE MACEROS DE TÛH’ÄASACK.

D‘ORIM APURABA NERVIOSO LOS ÚLTIMOS HUMOS DE SU PIPA EN LAS PROXIMIDADES DE LA CUEVA…

Se paseaba en círculos como un perro enjaulado mirando al bosque tras de sí de cuando en cuando, como si sospechase que en cualquier momento se le echarían encima todas las legiones de la Ciudad-Montaña. De pronto, la caña de su pipa se atascó y el viejo rapaz vació de mala gana los restos de ceniza y tabaco apelmazados en la cazoleta. Centrado en aquel asunto escuchó sonidos en las proximidades y cargó presto aquella hacha tan herida como el rugoso enano que la empuñaba. De los recortados perfiles que flanqueaban el acceso a la gruta aparecieron aliados. Eran Torghâmen y Allwënn, quien vestía para la ocasión las mejores armas y aquella exultante armadura ancestral. El resto de la vieja comandancia les seguía a unos pasos.

—¡¡Malditas mulas!! ¡Llegáis tarde! —dijo bajando el arma—. ¿Os hacéis una idea de a quiénes estáis haciendo esperar?

—El camino es intrincado, puerco bastardo —protestó el viejo Torghâmen—. Ni aun conociendo el lugar exacto es fácil encontrar la maldita boca del diablo.

La pareja se aproximó al enfurecido enano y Allwënn enfiló las oscuridades que reinaban más allá de la húmeda entrada de la gruta. El resto de aquellos enanos aguardó a distancia prudencial. Pronto tuvo a aquellos dos viejos perros de guerra repasándole preocupados como los padrinos que asisten al novio antes del inminente enlace.

—Escúchame bien, ternero —le decía D’orim—. Sé que no es tarea fácil, pero no te impresiones por lo que puedas ver ahí dentro. Tú eres el maldito hijo del Rojo y ellos lo saben. Esa manada de animales debe lo que son, la mitad de sus marcas y muchos de ellos la vida a tu padre. Se han forjado bajo su emblema. Su nombre es leyenda entre ellos. Ni Mostal en persona goza de mejor reputación entre esos carniceros. Escucha, hijo. Arrancarían estas montañas con sus manos desnudas por el honor de tu padre… pero sólo verán un elfo en ti y te probarán.

—Demuéstrales la sangre Tuhsêkii que corre por tus venas, sobrino —le aleccionó el otro, terminando de repasar sus armas—. No olvides nunca quién eres. Dales un motivo para creer en ti y respetarte y cargarán a una orden tuya aunque sea contra una muralla de acero y espinos. Pero si te muestras débil, no importa que fueses el hijo encarnado de Berserk Atronador. Te repudiarán. Esos no son enanos cualquiera, hijo, son la Legión de los Descarnados, el maldito clan del Hacha Sangrienta. No hay adjetivo capaz de describirlos.

—No me estáis ayudando mucho —anunció Allwënn cuyos recelos aumentaban a cada palabra de los enanos.

—¡Tonterías, hijo! —Exclamó el ariete—. Te escuché en el Alcázar. Tienes la puñetera garganta de tu padre. Antes de que se den cuenta estarán comiendo de tu mano como vulgares gallinas.

—¿Estás preparado, Allwënn?

El mestizo lanzó una mirada grave a su tío. ¿Podía un enano estar preparado ante lo que se avecinaba? Volvió sus ojos al resto de rezagados que aprobaron con sus miradas y gestos el paso que debía dar. Allwënn hinchó sus pulmones al máximo y cabeceó una respuesta afirmativa. D’orim ya tenía prendida la antorcha.

El verdadero fuego ardía por dentro.

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Los rayos de los soles gemelos calentaban con mimo el agradecido rostro de Alex que aprovechó un receso en la lectura para dejarse acariciar por su templado roce. Acostumbrado al asfixiante bochorno de nuestra ciudad natal, el joven músico disfrutaba con agrado de las acogedoras temperaturas de aquel bosque inmortal. Parecía que a pesar del severo clima de aquella las latitudes y de la proximidad de los impresionantes picos montañosos del Ghar’al’Ussam, en la joya del Sÿr’Sÿrÿ, inexplicablemente, siempre lucían los amables rigores de una perpetua primavera. Los aledaños del Jardín Estival, uno de los muchos jardines públicos de aquella ala del palacio, rebosaba de belleza. Miles de flores de muchas y muy variadas formas y colores impregnaban de aroma su lectura. Una miríada de setos, estanques y refinadas tallas se repartían en un singular concepto de orden y equilibrio. Una perpetua música que acompañaba al trinar de múltiples aves sonaba sempiterna aflorada de los curiosos y extraordinariamente complejos instrumentos de cuerda de los elfos, cuyas manos invisibles, de virtuosos dedos, tocaban selectos músicos situados en rincones distantes entre aquella cuidada foresta artificial.

Alex disfrutó cada segundo de soledad y paz de su retiro.

En aquel edén redentor de espíritus, paraíso privado engastado en las soledades más distantes del mundo, era natural que uno tuviese siempre presente el sedante efecto narcótico de aquella paz ininterrumpida que alejaba el alma de cualquier preocupación mundana. No resultaba extraño entender, por tanto, que aquellos elfos se hubiesen olvidado del mundo y que la sombra que avanzaba paso a paso hasta aquel bosque apenas si les inquietase.

El joven regresó con ánimos renovados por el baño de luz al placer de la lectura, pero este duró un breve espacio de tiempo. Al alzar sus ojos descubrió la siempre impresionante estampa de aquel félido acompañado de su felino albino, que en ese natural paraje parecía otro más de los exóticos animales de compañía de aquellos elfos. No dejó que llegara hasta él. Cerró el grueso volumen que leía y se incorporó tranquilamente para salir a su encuentro.

Alex acarició el extenso pelaje del tigre como si aquel no fuese otra cosa que un robusto cánido, dócil y tranquilo que le mostraba con evidencia la zona de su gigantesca pelambre donde quería que sus dedos hurgasen.

—Tengo buenas noticias para ti, joven Alex —sonó la cavernosa y profunda voz de Rexor en aquel jardín. El muchacho desvió su mirada del animal para volverse a las alturas donde reinaba la todopoderosa frente del félido—. El Príncipe Ysill’ ha logrado que seas admitido como aprendiz en la Torre Arkana.

—¡¿En serio?! —exclamó Alex—. Eso… eso es fantástico.

—Es más que eso, hijo —aseguró Rexor—. Estos elfos nunca han concedido tal privilegio, ni siquiera a otro elfo. Lo debes a la decidida voluntad del Príncipe. Es una petición personal, así que te sugiero presentarte ante el Arkano Mayor enseguida y demuestres que eres merecedor de tan alto honor.

—No… no le defraudaré. —Y dándole efusivamente las gracias se apresuró en dirigirse ante aquella corte de magos.

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En otro lugar de aquel mismo recinto palaciego Ishmant y Ariom se encontraban.

—¿Hay noticias del Príncipe, Venerable? —El tono de Ariom parecía impaciente—. Esos hombres agradecen la hospitalidad elfa, pero comienzan a impacientarse y temen por la seguridad de sus familias en el sur.

—Su inquietud está más que justificada, Shar’Akkôlom, pero las cosas en palacio llevan su tiempo —confirmó el velado monje—. Rexor ha conseguido el compromiso del Príncipe Ysill’Vallëdhor de convocar de nuevo a la Asamblea de Delfines del Bosque y a los Vakiires de los Jardines hermanos. Esta no es una tarea sencilla. Ya rechazaron una propuesta similar de los Toros del Asta de Dragón.

—¿Los Toros desean sumarse al conflicto? ¿Es cierto, entonces, lo de su estandarte? —preguntó el lancero.

—Por fortuna para los humanos lo es. Los Toros se han unido bajo un único pabellón. Olem, el Asta de Dragón, que fue miembro del Círculo de Espadas es ahora su estandarte. Y están dispuestos a luchar contra la sombra del antaño resplandeciente trono de Belhedor. Eso debe acogerse como una buena noticia, sin duda.

—Una noticia que aliviará el pesar de los abanderados aquí reunidos, Venerable. —Ishmant puso su mano sobre el hombro del marchito lancero.

—Asymm’Shar, El príncipe Vallëdhor desea reunirse con la delegaciones por separado. Quiere conocer de primera mano la situación en el sur y preparar su intervención en la Asamblea. Rexor quiere que tú organices y prepares esos encuentros.

—¿Tú no participarás? —Ariom frunció el ceño extrañado ante aquella velada insinuación. Ishmant le miró con profundidad.

—Me temo que El Señor de las Runas tiene otros planes para mí.

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La cueva era un intrincado laberinto de pasillos subterráneos y cámaras naturales, húmedas y preñadas de estacas que parecía dilatarse hasta el mismo corazón de la tierra. Caminar por ella sin saber exactamente dónde dirigir los pasos resultaba una aventura en sí misma y uno podía acabar irremisiblemente perdido entre sus recodos y pliegues. Afortunadamente, llevaban un guía de excepción. Aunque el Clan del HachaSangrienta oficialmente no existía, no era más que un mito, todos en aquel escuadrón de viejos oficiales enanos sabían que aquella bestia de D’orim era uno de ellos. Hacían falta muchos hígados para formar parte de la legendaria orden secreta y ese animal los cumplía con creces. No en vano era el ariete de la más emblemática de las cohortes de maceros y lucía señales que entre los enanos daban más prestigio que las laureadas hojas de servicio de los antiguos mariscales del Imperio.

Al fin alcanzaron una amplia gruta cuyas dimensiones reales no podían ser abarcadas al completo por el arco de luz de las antorchas. Aproximadamente en su centro había un tosco sitial de madera, similar a aquellos que los mandos utilizan en sus tiendas de acuartelamiento. Lo flanqueaban dos antorchas levantadas en pebeteros sobre el suelo. Algunas armas profusamente labradas se disponían también a ambos lados del asiento y sobre él, colgaba un ajado estandarte de guerra, salpicado de rotos y jirones y cuyos colores hacía tiempo que se pardearon por efecto de la mirada ardiente de los soles sobre él. Las armas que lucían en el pabellón no dejaban duda de ante quién se estaba. Resultaba turbador tener certezas de que se estaba en presencia del HachaSangrienta.

Ocupando el rústico sillón había una figura sobrecogedora. Probablemente el guerrero enano más membrudo y gastado que los ojos del mestizo habían visto jamás… y habían visto a muchos y de los más bravos. Tenía una espesa cabellera asalvajada y suelta de un color blanco como las nieves de Valhÿnnd. Su barba argenta se trenzaba en gruesos y complicados anudamientos que le tapaban buena parte del abultado pecho. Debía de haber pasado con generosidad los doscientos años de vida. Incluso para un enano, esa edad resulta ya muy venerable sobre todo para un viejo guerrero. Sin embargo, aquel vástago de Mostal parecía desafiar a la naturaleza. En sus brazos sus músculos se rebosaban como gruesas montañas surcadas de grietas. Aunque la mayor de todas, aquella que hacían de las señales del viejo D’orim apenas un rasguño, se alojaba en el rostro. Una herida partía la cara de aquel vetusto enano de un lado a otro, tan gruesa y honda que se diría podía alojar en ella uno de sus gruesos dedos de la mano con holgura. Nacía bajo su ojo izquierdo y recorría hacia el lado derecho del mentón toda aquella faz barbada, partiendo su nariz y mandíbula. Allwënn no se impresionaba fácilmente, pero incluso él se encontraba sobrecogido ante aquel guerrero que les miraba con gesto hosco desde su trono.

—Es Harhûm Nievenlascumbres. El Masón —confesaba el ariete con voz trémula—, porque dicen de él que es tan antiguo como los mismos masones. Una espada de ogros, ternero. —Añadió, advirtiendo el bronco enano dónde estaba puesta la atención de su ahijado—. Se dice que se empotró cuatro centímetros en su rostro y que necesitaron cinco guerreros curtidos para desenterrársela. Cuentan que desmembró al gigante ogro que le hirió aún con en acero pegado a su cara. Que le arrancó la cabeza y la colgó en su propio estandarte. Aseguran que volvió al campamento por su propio pie, manando sangre como un cordero sacrificado. Se sentó en su sillón y dijo a sus oficiales que «quizá» tuviese algo incrustado bajo su nariz. Ese enano ha visto tanta guerra como cualquiera de nosotros en tres vidas. Y su pellejo no es más que un sayo recosido. Él es la máxima autoridad de la Legión. A él debes dirigirte.

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Allwënn avanzó unos pasos y desenvainó su espada ante la mirada impávida de aquel enano salido de la tumba. La colocó sobre sus palmas y la mostró bien a la vista agachando su cabeza en señal de duelo. Los dos enanos que le acompañaron se arrodillaron ante él.

—Mis respetos, Hâram[21]. —El rocoso enano se limitó a observar al personaje que estaba ante él en silencio. Allwënn tampoco dijo palabra durante un prolongado espacio de tiempo.

—Dijeron que el hijo del Rojo pedía audiencia —rompió el silencio el vetusto anciano. Su voz recordaba al estrepitoso caudal del Ronco y tenía un curioso acento forzado por la inmovilidad parcial que sus severas heridas condicionaban en su rostro—. Pero yo esperaba a un enano. Y sólo veo a un elfo, que empuña un arma para mujeres. —Allwënn aguantó bien el primer sarcasmo.

—No os equivoquéis, señor —replicó entero—. Quien está ante vuestros ojos es un enano. No os dejéis engañar por las apariencias. Sangre de Faäruk surca mis venas.

En aquel instante se escuchó un creciente y reverberante sonido en derredor. Allwënn supo entonces que no estaban solos en aquella profunda cámara. Trató de sobreponerse a la impresión de saberse rodeado por una legión de enanos como aquel que tenía enfrente.

—El rango de Faäruk no puede heredarse. Hay que ganarlo con sangre y señales… y no veo muchas en ti, como es costumbre en los elfos.

El mestizo supo que se había tocado uno de esos temas que le costaba asumir.

—Mi sangre se infectó de «Rasgo», Hâram, hace de esto mucho tiempo —comenzó a explicar con calma—. Este mal trajo consigo una bendición y una maldición. Me bendijo con la capacidad de sanar mis heridas a una velocidad fuera de lo común —añadió extrayendo su grueso cuchillo—. Mis heridas se cierran tan rápido que no guardo señales de ellas ni siquiera antes de terminar la batalla. —De un certero movimiento se acuchilló la palma abierta de su mano hasta traspasarla, tragándose el gesto de dolor. La sangre comenzó a manar abundantemente. Allwënn se sujetó su mano temblorosa dejando caer el cuchillo. El roble veterano le miró sin pestañear—. Esto me hace imbatible en combate… pero me maldijo no permitiendo que mi cuerpo guarde recuerdos de mis victorias. —La herida comenzó a cerrarse mientras el mestizo hablaba y su sangre dejó de despeñarse en tanta abundancia. Allwënn comenzó a recuperar la compostura—. Sólo mantengo aquellas señales anteriores a la enfermedad. Ninguna tan magnífica como las que son necesarias para impresionaros. Pero ha cerrado otras que harían palidecer incluso a mi padre. —Poco a poco la herida de su mano dejó de sangrar hasta hacerse sólo un recuerdo. Allwënn movilizó su mano herida y volvió a mostrar su palma a ojos del Hâram—. Sin embargo, guardo cicatrices en mi alma que ni siquiera mi sangre maldita puede cerrar.

Harhûm quedó pensativo y serio durante unos instantes. Luego, con un grave movimiento de su cabeza coronada de nieve, pareció convencerse, por el momento.

—Todos guardamos esa clase de señales. No me es extraña tu confesión. Habla, hijo del Rojo. El HachaSangrienta te escuchará. El hermano D’orim dice que tienes una propuesta que hacernos.

Allwënn miró por inercia al rocoso enano a su lado. Aquel soberbio ariete le indicó con un gesto que su oportunidad estaba encima de la mesa.

—En la frontera de este reino se levanta un alcázar. En tiempos pasados perteneció a los Tuhsêkii, pero ya hace mucho que los enanos se retiraron de él. Algunos compañeros de gesta y yo levantamos en él nuestro hogar, pero fue abandonado al comenzar las guerras del Culto. Lem Forjadorada, antiguo caballero Jerivha, refugió en sus subterráneos a los supervivientes de las matanzas de Tagar, escondiéndolos del ’Säaràkhally’. Cuando algunos de mis compañeros y yo regresamos al hogar lo encontramos infestado de orcos y soldados oscuros, con aquellos que se escondían bajo él temiendo por sus vidas. Pedí ayuda a la vieja guardia de mi padre. Mi tío Torghâmen, su Haram’Arünnah; mi tío D’orim, su Has’Kar, ambos presentes, y al resto de los oficiales de la Decimotercera. Todos ellos sumaron sin recelo sus aceros furiosos a la causa y conseguimos expulsar al Culto de nuestras murallas. Pero el peligro no se ha conjurado aún y esas tropas se acantonan asediando nuestra puerta. Necesitamos algo más que un puñado de enanos sedientos de sangre para expulsarlos definitivamente y sacar a los refugiados a tierras más seguras. D’orim aseguró que el HachaSangrienta combatiría a nuestro lado… y eso es lo que estoy pidiendo hoy aquí, ante vuestra noble presencia.

El murmullo creció en intensidad. Allwënn no tenía duda de que no era un puñado de guerreros quienes les rodeaban. En aquella sala de impreciso tamaño los había por docenas… quizá por cientos ante el creciente rumor. Allwënn les dedicó a todos aquellos invisibles ojos una mirada desafiante y orgullosa, digna de su estirpe. Lentamente el rumor se fue acallando hasta desaparecer.

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—Lamento decirte que has hecho un viaje en vano, hijo del Rojo —contestó secamente aquel señor de la guerra—. Tus humanos están condenados. No podemos ayudarte. Hay muchas más cuestiones que desconoces que hacen que lamentablemente sea así. Y no es porque estos canallas descarnados no ardan en deseos de destripar algunos orcos, pero no podemos salir a la luz dentro de este reino… porque no existimos. Nuestra presencia en estas fronteras es un mito… y así debe seguir siendo. Lo siento, muchacho. —Harhûm le hizo un gesto con el que le hacía saber que la conversación llegaba a su fin. Allwënn se resistió a abandonar la conversación en aquel punto.

—No eran esas las palabras que esperaba oír de quienes todos aseguran son los enanos más capaces de todo el orbe conocido. —Aquella protesta elevó de nuevo el rugido de las sombras. D’orim levantó la cabeza con gesto preocupado, quizá no era a eso a lo que se refería cuando le aconsejó firmeza ante ellos—. Mi padre debe revolverse en su tumba ante lo que acabo de escuchar. —Y el rumor se convirtió después de aquello en toda una marea.

—¿Sabes quién fue tu padre? —añadió el vetusto guerrero en un gesto de furia, agarrando los brazos del sillón que aguantaba su peso—. ¿Sabes quién fue en realidad? Yo te lo diré, hijo. Tu padre fue el Hirr’Faäruk más grande que han tenido los ejércitos de este reino desde que guardo memoria. Las marcas que lucen la mitad de los que aquí rugen se las deben a él. A su furiosa garganta primero, que les encendió para el combate como el mejor trago de Forja[22]. Y sus muchos hígados después, porque era capaz de cargar a dos heridos a su espalda y seguir matando como el mejor hijo de perra. Él forjó el emblema de los HachaSangrienta. Él los reunió. De él fue la idea de organizar un clan con los mejores, con los más rocosos veteranos, canallas y salvajes hijos de la guerra que jamás pisaron el mundo, aunque sólo fuese para reunirnos aquí en secreto y beber Sangre de Mostal para recordar días perros y viejas historias de batallas pasadas con las que fortalecer lazos… y eso hacemos desde entonces. Él nunca guardó señales en el rostro… ¡Nunca las necesitó! Llevaba con orgullo las de todos nosotros. Él era el Rojo, ¡Horrim! El maldito Faäruk de la Decimotercera, el bastión de los ejércitos del Hirr’Harâm de ‘Tuh ‘Aasâck. ¿Sabías eso, hijo? Dime ¿Lo sabías?

—Yo nunca conocí a Ulfrrig el Rojo, a Ulfrrig el Faäruk. Anunció con grave dignidad. —Para mí fue siempre Ulfrrig, el Padre. Quien me enseñó el arte del acero. Quien me dio las claves para hacerme adulto y luchar contra mis propios demonios. Pero le perdí pronto.

—¿Y sabes por qué? ¿Sabes qué le pasó realmente a tu padre? —Allwënn encendió su mirada esmeralda con un súbito resplandor. Tenía certezas por el impetuoso tono de voz de aquel guerrero que lo que iba a decirle le descubriría algo inaudito de su pasado—. Que el Hirr’Harâm Wylkar, el Rocoso, quien se apoyaba en la lealtad de la Decimotercera por encima de todas las cohortes de su ejército, aquel por el que tu padre y todos los que aquí te miran dejamos la mitad de nuestra carne pegada a los aceros enemigos, murió. Y no lo hizo con gloria en el campo de batalla, sino aquejado de un sospechoso mal que lo consumió en breve tiempo. Sargon, quien hoy rige los destinos de este reino, tomó su lugar… y lo hizo por beneplácito de tu padre. Oyes bien, Ternero, por la benevolencia de tu padre. Muchas eran las voces dentro de las columnas del ejército que lo querían a él como sucesor. La poderosa aristocracia minera, poco mimada durante el gobierno del difunto Hâram, sacó de entre sus filas al, por entonces, Hirr’Mason Sargon ¡Y que los gusanos me devoren en vida! Si tenía la mitad de arrestos que el puerco de tu padre después de dos días de borrachera. ¡¿Cómo compararse al Rojo?! De haberlo querido, de haber hecho un sólo gesto, la mitad de las legiones más fieras desde el Puño del Armín al Gran Azur, se hubiesen levantado en armas por él. Se hubiesen desangrado dos veces bajo su mando, hubiesen aplastado a sus enemigos a una orden suya. —Mientras el vetusto guerrero hablaba, aquellos ojos invisibles, aquellas gargantas huecas que prorrumpían aquel cavernoso eco que todo parecía envolverlo comenzaron a avanzar, a dejarse ver como fantasmas por entre las caricias de la luz anaranjada… Docenas, veintenas, centenares de enanos cosidos a cicatrices, descarnados hijos deformes del feroz campo de batalla. Faltos de ojos, orejas, narices. Con huellas tan severas que inspiraban el miedo con su sola presencia incluso sabiéndoles aliados. Allí estaban todos, como salidos de las tumbas, a medio camino del festín de los carroñeros. Alguno, no hubiese sido extraño, haberle visto cargar sobre su espalda su propio ataúd. Y no había, como bien decían, adjetivo capaz de describir sus miradas partidas, sus músculos como piedras de moler, su demoledora estampa. Eran la legión de los descarnados… el mito hecho carne ante los ojos.

—Pero no lo hizo —continuó el anciano—. No quiso tener sobre su conciencia la muerte de cientos de bravos enanos. Y nunca presentó su candidatura, porque sabía que habría guerra si lo hacía. Por aquel entonces, tu padre sólo tenía ojos para esa princesa ártica y la semilla que le había sembrado en el vientre. Nos hizo jurar que no levantaríamos armas contra Sargon. Me hizo jurar solemnemente que evitaría a toda costa el derramamiento de sangre. Y luego se exilió solemnemente de ‘Tuh ‘Aasâck. Se dedicó a su secadero de tabaco y se olvidó de la política y también de la milicia. Y Sargon fue nombrado Hirr’Harâm de los Tuhsêkii. Poco duraría la tregua del nuevo rey. Sabía bien ese puerco que el ejército no le apoyaba, por eso disolvió el emblema de las armas de este reino, su espina dorsal: disolvió a la Decimotercera. Exilió a sus mandos a la linde del reino y diseminó a sus maceros por todo el ‘Aasâck. No contento con ello, desbarató las cohortes más fieles a tu padre. Muchos de sus principales están aquí… los de la Cuarta y Quinta cohorte, los inquebrantables de la Décima Invicta, los bravos osos de la Decimosexta, algunos más notables de la Primera cohorte… pero aún llegó más lejos. El mismo celo que pareció derrochar eliminando a sus opositores le valió la sospecha de ser un usurpador, un Haram con sensación de ilegítimo y los rumores sobre una conspiración contra el difunto Wylkar se formaron en la mente de muchos enanos en la Ciudad-Montaña. Entonces tuvo miedo. Temió una revuelta, a pesar de la actitud de tu padre. Y, nadie pudo nunca probarlo, ordenó su muerte. Sin el Rojo, quizá nadie se atrevería contra él. Desde luego, la jugada le salió bien.

El mestizo quedó un instante conmocionado ante las palabras de aquella leyenda en vida. Su rostro se fundió en la más fría de las máscaras. Por unos interminables instantes pareció viajar fuera de su propio cuerpo. Cuando la vida regresó a su carne, enfiló directamente los ojos hacia aquella guarnición de cadáveres.

—¿Sargon es el responsable de la muerte de mi padre? ¡¿Estáis diciéndome que Sargon ordeno matar a mi padre?! —A Allwënn parecía importarle poco ante quien se encontraba y toda aquella furia que había estado conteniendo, estalló a borbotones—. ¿Y no hicisteis nada? ¿Nadie movió un músculo?

—Nunca encontramos pruebas.

—¿Pruebas? ¿Qué pruebas necesitabais? ¿A Sargon empuñando la daga ensangrentada?

—Hicimos un juramento. Eso está más allá. No romperíamos la palabra dada, aunque nada nos apeteciese más que vengar al Rojo y restablecer el honor de nuestras armas. Nuestras marcas nos delatan. Nadie sabía de nuestra existencia a ciencia cierta, pero todos sabían que existíamos y que tu padre tenía el poder de convocarnos. Si los Descarnados salían a la luz las otras cohortes se reagruparían, la Decimotercera volvería a ser una realidad y la guerra estaría declarada. Sargon no podía disolver una cohorte fantasma, pero podía privarla de su alma, de su garganta, de su Faäruk… y silenciarnos para siempre. No podemos surgir en estas tierras, eso significaría la guerra entre los enanos. Tus humanos se esconden en la frontera, apenas fuera, pero aún en el Ghar’al’Aasâck. Nuestra promesa nos ata, hijo del Rojo. No podemos ayudarte.

—¡¡Malditos seáis vosotros y vuestra desidia!! —bramó el medioenano, lo que arrancó una mirada de asombro a todos los allí reunidos—. Por lo que a mí respecta no sois más que una legión de viejos tullidos camino de la pira.

—¡Silencia tu lengua, muchacho! —le espetó el guerrero—. Ni siquiera a la sangre del Rojo permitiremos hablarnos en ese tono.

—Pero eso es lo que sois, os guste escucharlo o no —le replicó enérgico y furioso el mestizo—. Apenas viejas glorias que se reúnen en esta tumba a llorar sus lástimas. No guardáis ni un ápice de la rabia que mi padre me decía de vosotros. Rumiáis vuestro infortunio, nada más. Al final os escondéis como chiquillas. Ahora conozco la suerte de mi padre y el nombre de aquel a quien se la debo… y os juro que aunque tuviese que caminar solo hasta el maldito salón de Piedra de la Ciudad Montaña, que estoy dispuesto a hacerle saber al Hirr ‘Harâm, que el hijo del Rojo quiere su cabeza y está dispuesto a dejarse la carne en el camino para saciar su venganza. ¡Por los Dioses Tempranos! Salid ahí y decidle al mundo que la Legión de los Descarnados vive, mata y muere con honor. Todo el que guarde un recuerdo de vuestras gestas, todo el que sepa lo que vuestro estandarte significó una vez para la gloria de los Tuhsêkii os seguirá y quien no lo haga habrá elegido el bando equivocado y pagará su error. Podéis continuar aquí engordando vuestro trasero mientras os refugiáis en los días pasados de batalla, muriendo lentamente con cada nuevo amanecer mientras otros luchan y mueren por lo que vosotros representáis. ¡Quedaos! No me importa. La palabra dada a mi padre es una cadena que os ata a esta tumba que tiene vuestros nombres escritos sobre su lápida. Una lápida que nadie encontrará jamás. O podéis seguidme a la batalla. Yo os daré un festín de carne de orcos, primero, y luego obligaré a todos los enanos de este reino a mirarme a la cara y a reconocer a mi padre en ella. ¡¡Agarrad vuestros aceros enmohecidos, limpiémonos el trasero con el estandarte del ’Säaràkhally’ que se atreve a desafiaros a las puertas de vuestra casa y marchemos a la Ciudad Montaña a enseñarle a ese bastardo usurpador de qué color es la sangre de un auténtico Tuhsêkii Si aún guardáis un atisbo del coraje y la lealtad de antaño, si aún deseáis nuevas marcas frescas en vuestros rostros, vuestro corazón ya sabe dónde está su lugar!! ¡Salid ahí y reclamad lo que debisteis exigir hace décadas! ¡¡El Rojo aún vive!! Lo tenéis delante de vuestras narices.

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Aquella hueste olvidada prorrumpió en gritos de exaltación haciendo atronar sus gargantas que amenazaron con hacer venirse abajo toda la montaña sobre sus cabezas. Harhûm miró en derredor, a sus hombres rabiosos agitando sus armas y aquel elfo con corazón de enano con las venas del cuello a punto de reventar…

Entonces comprendió una verdad.

El Rojo había vuelto en forma de elfo. Habían encontrado un nuevo Faäruk.

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Allwënn se volvió hacia los enanos que le acompañaban. En su rostro había una mezcla de satisfacción e incredulidad por la exagerada respuesta de aquellos legendarios guerreros. D’orim contemplaba la escena ante sí con desmedido orgullo. Si hubiese sido su propio hijo quien hubiese despertado a aquellos guerreros no sentiría la misma satisfacción. En cambio, en los ojos de Torghâmen había un halo de temor.

—Sabes que lo que acabas de hacer significa la guerra —le aseguró entre el torrente de gargantas.

—Lo sé, tío. Si es la única salida para salir de este trance estoy dispuesto a asumirlo.

—Esta decisión costará muchas vidas.

—También las costaría no hacer nada —aseguró firme el medioenano—. ¿Cuántos guerreros son los Descarnados? —Torghâmen miró a la frenética concurrencia.

—Aquí hay seiscientas hachas. Podrían llegar a mil si no están todos. —Allwënn parecía satisfecho.

—Tú eras la diestra de mi padre. Dijeron que la Decimotercera estaba diseminada. ¿Se puede contar con ellos, también?

—Eso llevará su tiempo, sobrino.

—Toma el necesario. El Culto también lo necesitará para organizar un asalto efectivo.

Y los dos se volvieron para embriagarse de aquella victoria.

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Dentro del alcázar se rumiaba la tensa espera. Ya no había necesidad de esconderse por lo que muchos refugiados salieron por primera vez en décadas a cielo abierto. Era turbador asistir a este reencuentro. Lentamente se fueron desmantelando los subterráneos. Ya no volverían allí, quizá solo para prolongar su final si todo se torcía. Se habilitaron las estancias más grandes del abandonado palacio anexo para poder alojar a las familias y se dispuso el patio de armas para los defensores. Lem volvió a abrir su vieja fragua, donde día y noche, asistido por sus aprendices fabricaban arcos y flechas y reparaban en lo posible las piezas de armaduras, escudos y armas más gastadas. Perpetuamente las flechas acechaban desde las almenas bajo la atenta guía del Arco del Sannshary. Los hombres de Legión formaban a la tropa ante el inminente ataque. Todo se preparaba para la lucha.

Mientras, nosotros, aquellos humanos que ya apenas nos diferenciábamos de cuantos otros se daban cita en aquel lugar, también empeñábamos nuestro tiempo. Yo ultimaba mis motas, aprisa, casi como en un testamento. Consciente de que quizá en otro tiempo, si todo se oscurecía, alguien pudiera encontrar valioso cuanto yo disponía en aquellos legajos sueltos, aunque fuesen encontrados muchas generaciones después de nuestra muerte. Y si vencíamos, si los Dioses nos daban una nueva oportunidad, mis líneas cobrarían entonces categoría épica e ilustrarían cómo, cuándo y dónde se gestó la leyenda. Mi obra tenía por entonces una preciada envoltura. Revelaría los nombres de quienes forjaron la gesta: estaba narrando la Historia… una historia que se volvería Mito al cabo de algunas generaciones.

Claudia entrenaba duramente a diario. Trataba de afianzar aún más sus peculiares destrezas, sus nuevos sentidos, aquellas innatas habilidades que ya se habían manifestado imprescindibles para aquel grupo de revelados. Sin Ishmant a su lado, ella se encontraba incapaz de avanzar en nuevos campos, pero sabía que necesitaba solidificar sus raíces. Descubrir esos avances sin la tutela del maestro, por sus propios medios. Por eso se machacaba duramente. Para nosotros ella era como el reflejo del monje en la distancia. Y el respeto y protagonismo de aquella mujer entre nosotros creció a ritmo sin medida durante la dura prueba que se avecinaba. Y Odín…

Odín se encerró entre los libros y gestas de los Jerivha, tratando de embriagarse de aquella solemne estampa que le inspiró contemplar al tullido herrero en su verdadera dimensión. Quería envolverse en esa aureola de lealtad y honor para tener sólo un vago recuerdo de ella cuando esos orcos volvieran. Lem acogió con sumo agrado la voluntad del gigante y cedió todos sus volúmenes a su entera disposición ordenando a todos que no fuese molestado bajo ningún concepto. Odín se empapó de la esencia de los Jerivha, entró en sus dilemas, entendió su mundo y encontró una motivación para seguir adelante. No pudo leerlo todo, hubiera necesitado una vida para ellos, pero leyó lo suficiente. Durante ese tiempo se mantuvo muy apartado del resto. Sólo Forja se atrevía a interrumpirle, para llevarle algo de comida o proporcionarle algo de conversación, siempre enfocada hacia asuntos de la Orden Extinta, a cuyas líneas maestras, ella también se dejó seducir.

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—Tardan, princesa. Más de lo esperado. —Târ, el menor de aquellos enanos gladiadores entregó a Gharin una jarra de espumosa Cerveza Roja tan densa que casi se había convertido en Sangre. Otra fue a parar al escarificado Hércules que le acompañaba sobre las almenas que coronaban el portón de guardia desde la que miraban el cielo estrellado. Ambos agradecieron el detalle y tomaron un trago del ardiente brebaje. La noche se iluminaba con un centenar de puntos brillantes en las alturas donde el Ojo de Kallah seguía iluminando la noche con su sombría silueta—. Nuestros enemigos no dejan de llegar. Pronto no necesitarán escalas. Basta que apilen los cuerpos de los caídos ante nuestras flechas.

Los ojos de los tres personajes se fueron hacia las luces que poblaban el campamento que los asediaba. Crecía por momentos.

—Han debido traer a toda la guarnición de Tagar aquí —decía Robbahym despegando la jarra de sus labios—. Y por lo que parece, aún esperan más tropas.

—Tardan —suspiró Gharin—. Y tratándose de Allwënn, no sé si tomarlo como una buena o mala señal.

—Tu amigo regresará —aseguró el enano—. Parece un bravo canalla. No tiene aspecto de ser de los que dejan sus asuntos a medias.

—Lo sé —suspiró Gharin—. Aunque tenga que enfrentarse él solo a esos orcos de ahí abajo.

—Entonces todos iremos a morir con él. —Y el súbito deseo de aquel enano devolvió la confianza a Gharin sobre el éxito de su amigo.

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Amanecía en las cumbres de ’Tûh’Aäsack. Desde las almenas, Gharin, cansado y desanimado se disponía a enfrentarse a un nuevo día de cansina espera. El elfo se frotó los ojos con su mano desnuda y miró en derredor observando a la colección de rostros somnolientos y desanimados que se apostaban en los adarves del muro como lo llevaban haciendo durante semanas. En el campamento, allí en la distancia nada parecía ocurrir salvo el incesante crecer de sus efectivos que se multiplicaban como los carroñeros ante la carne muerta. Pero entonces llegó a sus oídos un retumbar lejano que parecía provenir de las cumbres. Miró extrañado a los hombres allí situados que no parecían oír nada. No le extrañó, los oídos elfos tienen fama de ser los más afilados y finos de las criaturas del orbe. Parecían sonidos de tambores. Tambores que crecían en la distancia, tambores que llenaban el alba de un potente sonido hueco y traían con ellos el resonar de gargantas.

Se levantó de su puesto con inquietud.

Por la expresión de algunos soldados y arqueros pronto se diría que para ellos tampoco pasaba inadvertido. Alcanzó los dientes de las almenas y asomó parte de su cuerpo para tener mejor perspectiva del horizonte. Para entonces aquel sonido resultaba evidente para toda la guarnición de las murallas y diría que por los movimientos del campamento que vigilaban, también para ellos era una realidad.

—¡Tambores! —decía uno de los arqueros próximos—. Señor, son tambores. ¡Vienen más orcos!

Pero no eran tambores orcos…

¡Eran tambores enanos!

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‘Rha salió de su tienda apresurado, apenas colocada la toga y con su escasa cabellera aún alborotada. Los orcos y soldados de aquel campamento se removían inquietos ante la proximidad de los tambores que llegaban desde el Ghar’al’Aasâck. Podía olerse el miedo y la desazón de aquella numerosa hueste, temerosa de encontrase cara a cara con aquellos temidos guerreros en su propio terreno. Todo el campamento era un hervidero de caos entre quienes se aprestaban a sus armas buscando organizarse y quienes, aturdidos ante la amenaza, deambulaban sin saber muy bien qué hacer. El amargo siervo pasó entre ellos porfiando y dando algunas patadas sin obtener ninguna respuesta coherente hasta que en medio de aquel caos descubrió la turbadora figura de aquel gigante orco svara con aditamentos del más alto rango Neffarah. Allí como una torre, miraba serio y solemne las cumbres desde donde el sonido de tambores se despeñaba.

Era la única figura inmóvil en aquel mar de carreras.

—¿Qué ocurre? ¿Qué son esos malditos tambores? —Tatzukai volvió su cuello lentamente hacia las menguadas formas retorcidas de aquel consumido Cardenal, quien así, despeinado y sin la mayoría de sus rangos y distinciones sólo parecía un viejo loco escapado de un manicomio.

—Tambores desde ’Tûh’Aäsack, Excelencia —le informó con suma tranquilidad—. Los enanos nos advierten de su presencia… y también de sus intenciones. Suenan tambores de guerra.

—¡¿Enanos?! ¡¿Tambores de guerra?! —exclamó como si aquello no pudiese ser cierto—. Mis legados aseguran que Sargon ni siquiera sabe que estamos aquí. Y si lo sabe no parece inquietarse por ello.

—Las señales son inequívocas, Excelencia —aseguró con mucho temple aquel orco—. Esos enanos vienen a luchar.

—Veremos si luchan o no —contestó ‘Rha con gesto agrio—. Ordena a los hombres formar en el exterior. Formación de batalla. Quiero que esos enanos nos encuentren preparados cuando lleguen.

—Con todos mis respetos, excelencia. Si esos enanos vienen con intención de atacar, no deberíamos salir de la empalizada. Cuantos más obstáculos seamos capaces de mantener entre ellos y nosotros, tanto mejor.

—¿Y anular nuestra caballería?

—Señor, nuestra caballería poco podrá… —‘Rha se volvió hacia él con el gesto desencajado.

—¿Con quién diablos crees que hablas orco estúpido? ¿Esas reliquias neffarai a quienes sirves se olvidaron de enseñarte respeto? Debería haberte dado más azotes y menos libros. ¡Yo estoy al mando! Tú solo eres una bestia que cumple órdenes, como todos los demás. Cuando salga de mi tienda espero ver a toda la tropa formando fuera o me haré un odre para el vino con tu pellejo.

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Tsumi llegó completamente equipada poco después de que el severo sacerdote se marcharse. De hecho le contempló volverse airado y encaminar sus pasos maldiciendo hasta su tienda. Tatzukai, quieto y sereno, le seguía con la mirada.

—¿Qué ocurre, noble Tatzukai? ¿Qué son esos tambores? —el lacónico orco se volvió hacia ella y la saludó con una honrosa inclinación de su alta frente, saludo que ella le devolvió.

—Tambores enanos, Tsumi-kai. Los hijos de ‘Tuh ‘Aasâck vienen con ánimos de guerra.

—¿Nos pretenden atacar? El Cardenal dijo… ¡Maldita sea! ¿Cuáles han sido sus órdenes?

—Quiere formar a las tropas en frente de batalla fuera de la empalizada.

—¡Luchar contra los enanos sin la protección de los muros! ¿Está loco? —exclamó la oficial.

—Todos los clérigos de esta orden parecen estarlo en estos últimos años, Tsumi-kai —manifestó el elocuente orco—. No comprendo como la Señora aún les escucha.

—Hace mucho tiempo que ya no lo hace, noble Tatzukai. Pero están tan ciegos que aún no se han dado cuenta.

—¿Por qué les seguimos, entonces, si ese ya no es su deseo?

—Los neffary hicimos una promesa ¿recuerdas? Y esas palabras comprometen también tu honor y el mío. Haz lo que ordena… y reza porque la Señora no nos haya abandonado a nosotros también.

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Los caballos de aquella guarnición de jinetes relinchaban nerviosos. Era como si ellos también pudieran oler la inminencia de la batalla y no supieran esconder su temor. El resto de aquel nutrido ejército de orcos disimulaba mal su ansiedad. ‘Rha, con Tsumi y su leal orco encabezaban el despliegue a lomos de sus caballos, delante de la formación de tropas que había extendido sus armas y estandartes del ’Säaràkhally’.

‘Rha, en el centro, se impacientaba.

—No tardarán, Excelencia —anunció el orco solemnemente—. Sus tambores y cantos de batalla resuenan inminentes.

Apenas acabó la frase, los primeros estandartes y cabezas asomaron por el horizonte, sobre una encrespada loma cercana.

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Desde las murallas del Alcázar también se habían congregado muchos ojos curiosos.

—¡Ahí ezsssssstánn!

Todos los ojos enfilaron unánimes la estampa de aquella dotación de enanos que surgían como alumbrados por la tierra tocando sus tambores y entonando cantares de batalla en su rugoso y potente idioma. Gharin sonrió aliviado al comprobar quien encabezaba la hazaña junto a la escasa guarnición de jinetes de la primera fila.

—Parece Allwënn… ¡¡Es Allwënn!! —gritó a todos, incluso a aquellos que aguardaban noticias desde el patio de armas dispuestos a salir al combate si se necesitaba ayuda—. Es Allwënn… ese maldito bastardo hijo del más fiero lo ha conseguido. Ha levantado a los Descarnados. —Y por un momento pensó en Rexor y en el resto de los ausentes lamentando que no pudieran estar aquí y ser partícipes de la gesta. Sus ojos se fueron hasta sus compañeros en las almenas. La moral había crecido entre los arqueros y lanceros como las nieves en invierno. El resto de sus aliados allí reunidos se miraban entre ellos henchidos de emoción. Claudia se llevó una mano al corazón y una sonrisa humedecida de emoción no pudo retenerse en sus labios. Su suspiro tenía su nombre grabado.

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Robbahym se acercó hasta el rubio semielfo justo cuando los tambores enanos dejaban de sonar.

—Tienen muchos arcos, amigo —le comentó preocupado—. Si los enanos cargan estarán desprotegidos ante sus flechas.

—Desde esa posición sus arcos son inofensivos. —Le contestó aquel que ya había previsto la situación—. Si quieren hacerlos entrar en batalla tendrán que desplazarlos y estarán al alcance de los nuestros. Organizaré a los hombres para tener la máxima capacidad de fuego desde las almenas.

—Sin sus arcos o con ellos siendo hostigados desde nuestra posición necesitarán de todos sus hombres para frenar la embestida de esos enanos. Sólo la caballería nos inquietará.

—Si eso ocurre, Robhyn. Estaremos de suerte. Desprotegerán este flanco y podremos atacarles con nuestra infantería. Si la caballería se aproxima a defenderlos, la acribillaremos también desde las almenas. Con suerte las lanzas de los milicianos podrían formar una buena pared… pero habrá muchas bajas.

—Me llevaré a todos los hombres abajo. Colocaré a Rhash’a junto al rastrillo. Dame una señal si podemos intervenir y barreremos ese flanco. Con suerte les obligaremos a dividir a sus hombres. —Una voz quebrada les sacó de aquella discusión.

—¡¡Ondea un nuevo estandarte!! —Ambas cabezas se volvieron para mirar el campo de batalla. Gharin entornó su mirada para poder apreciar los símbolos de aquel nuevo pabellón de armas.

—¿Qué ven tus ojos, elfo? —Preguntó Kurgem en la distancia, quien había dado aquella nueva.

—Es un número —gritó—. Representa el número trece en caracteres rúnicos.

—¡¡La Decimotercera!! —bramó el enano lleno de emoción—. ¡¡Por los dioses barbados, la Decimotercera está aquí!! —Y se volvió gritando a pleno pulmón. El resto de sus hermanos ‘Hallaqii comenzaron a lanzar vítores que pronto contagiaron a todas las almenas.

—¡Bendito seas enano endemoniado! —dijo casi entre dientes el arquero, pero no pasó desapercibido para su acompañante.

—¿Quiénes han llegado?

—La Decimotercera cohorte. Era la tropa que comandaba el padre de Allwënn, sus oficiales son los enanos que acompañaban a Torghâmen. Parece ser que su fama trasciende de este reino.

—Si cada enano en esas filas tiene la mitad de coraje que ellos, esos orcos están en un gran aprieto.

—Lo están —aseguró Gharin con una sonrisa en sus labios—. Baja a la plaza, Robhyn. Combatirás hoy, porque van a necesitar a la caballería.

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La primera línea de enanos asomó por entre los filos escarpados de la loma. El impresionante perfil del viejo alcázar se dejó ver desafiando al tiempo. Por primera vez tuvieron también, a línea de sus ojos, a la congregación de tropas que les esperaba dispuesta para las armas.

Las gargantas de aquellas compactas bestias barbadas, armadas de hierro hasta las cejas, tronaban en cánticos de combate haciendo retumbar hasta a las piedras. La mayoría iban a pie, solo una pequeña dotación montaba los briosos corceles enanos, que con seguridad sólo les traían al combate, demostrando que tenían rango de oficiales. Entre ellos, a la cabeza, Allwënn, escoltado por Torghâmen y Harhûm Nievenlascumbres, que lucían sus más fastuosos honores de batalla. Muchos de aquellos laureados combatientes habían desenterrado sus mejores galas. Entre ellas las mandíbulas pulidas y blanqueadas de sus enemigos, auténticos trofeos, medallas al valor entre los veteranos, que según el gusto Tuhsêk gustaban prender en sus barbas y cabellos. Aquellos dos oficiales casi desaparecían bajo ellas. Con un gesto, Harhûm mandó callar los cánticos. El monte guardó silencio por unos instantes y aquellos ojos enanos estudiaron al adversario.

—Han formado fuera del campamento —se sorprendió el mestizo—. Deben estar sobrados de moral.

—Intentan parecer arrogantes, sobrino —aseguró el viejo Torghâmen.

—Son una pandilla de conejos asustados —añadió con desprecio el Ariete desde un corcel cercano—. Puedo oler su mierda desde aquí.

—Pensé que combatiríamos hoy, ternero —anunció Beliar—. Y sólo calentaremos los huesos antes de la verdadera gesta. Dame el estandarte. Estoy ansioso porque sepan quienes vienen hoy a cobrarse sus cabezas.

Con una sonrisa Allwënn extrajo de su caballo un vástago de madera en forma de cruz en el que se enrollaban unas telas carcomidas por el sol. El Ronco mostró su espalda, el lugar habilitado en su armadura para encajar el vástago y el mestizo no tardó en sellarla con la pieza. Las telas cayeron por efecto de la gravedad descubriendo los emblemas. Aquello fue como un poderoso estimulante para aquella hueste de enanos enfurecidos. Sus feroces gritos no permitieron escuchar los vítores desde las almenas.

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—No parecen un gran número —anunció ‘Rha con desprecio.

—Son suficientes para ponernos en un serio apuro, Excelencia —recordó el orco Neffary.

—Tonterías —replicó el oscuro mitrado—. Los arqueros les ablandarán y nuestra caballería acabará el trabajo.

—Excelencia, con mis respetos. Atacan desde una posición elevada, lo cual concede ventaja a sus cargas. Nuestros arqueros están mal colocados y tardaremos en posicionarlos de manera efectiva. Para entonces les tendremos aquí. Si manda la caballería se desinflará antes de tocar al primer enano. En cualquier caso ¿qué pueden hacer los jinetes contra guerreros de menos de un metro y medio, cuyas armas arrancarán las patas de sus corceles? Deberían aguardar aquí y proteger los arcos. De lo contrario, desde el alcázar…

—En el alcázar sólo hay campesinos armados y un puñado de gladiadores convictos, estúpido orco. Estarán locos si dejan sus murallas.

—Olvida, Su Excelencia, a los guerreros oscuros y… —‘Rha no parecía prestarle atención y Tsumi le hizo gestos para que olvidara el asunto. El cardenal se volvió a sus hombres y ordenó cargar a la caballería al primer signo de hostilidad y a los arqueros moverse hasta donde pudieran disparar. El veterano orco movía la cabeza con resignación y encomendó una plegaria a su diosa.

—¿Por qué demonios gritan ahora? —Advirtió el cardenal los vítores humanos desde las almenas que secundaban los rugidos de sus adversarios.

—Han extendido un nuevo estandarte.

—Malditos enanos. Esos no son las fuerzas de Sargon. Estarán camino de sus montañas antes de que los soles acaben de salir. —El cardenal espoleó con saña a su caballo para obligarle a moverse y los dos oficiales avanzaron con él.

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—Quieren parlamento —anunció Allwënn.

—Dejémosle cumplir ese estúpido formulismo humano como regalo antes de arrancarles los huesos —masculló el enano de blancos cabellos.

Allwënn y los tres oficiales de mayor rango hicieron avanzar a sus monturas mientras el resto desmontaba y preparaba a los guerreros. Apenas habían avanzado unos pasos, Allwënn se apercibió entonces de un detalle que se le había pasado por alto hasta el momento.

—Quietos —anunció con la misma autoridad de una orden desmontando de un salto de su pequeño e incómodo corcel. Los enanos detuvieron sus caballos y le miraron con gesto de incredulidad. Al ver iniciar la marcha a los jinetes enemigos que habrían de parlamentar con ellos, Allwënn se fijó en una espléndida montura blanca que formaba parte de aquella comitiva. Alta, orgullosa y de larguísimas crines como las lenguas de los glaciares del Ycter… y no tuvo duda de que se trataba de su propio caballo.

Ya en el suelo, el semielfo llevó sus dedos a los labios e hizo pasar el aire entre ellos en un singular silbido que se multiplicó en el aire de las cumbres. Aquel caballo de nieve reaccionó a esta llamada en la distancia alzándose de improviso sobre sus cuartos traseros, desequilibrando a su jinete y emprendiendo en una impetuosa carrera, como un can bien adiestrado. La amazona, incapaz de controlarlo, tan sólo aguantó sobre la silla sus primeros compases. Acabó dando con sus huesos contra la nevada superficie, lo que provocó sonoras carcajadas entre las filas de los enanos.

Los dos oficiales Tuhsêk aún quietos sobre sus potrancos miraban con sorpresa acercarse a galope aquel corcel inmaculado que parecía ser una extensión del manto nevado que tapizaba la escarpada orografía. A cierta distancia del mestizo, el caballo aminoró su paso y acabó llegando en un elegante trote hasta él.

—Ven aquí, bribón. Tienes mucho que explicar —le decía palmeando sus quijadas y acariciando su luenga melena. El caballo se dejaba hacer y agachaba la cabeza como un crío que reconoce su trastada—. No has tardado en hacer amigos ¿eh? Estás en plena forma, por lo que veo. —El elfo echó una rápida ojeada a los correajes y comprobó que su nueva dueña no se había molestado siquiera en cambiarle la silla de montar. Con un expresivo gesto de sus camaradas, montó su lomo e invitó a aquellos dos correosos enanos a seguir adelante.

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Tsumi se levantó pesadamente tras su aparatosa caída y vio como aquel bello corcel se alejaba en dirección enemiga, como el soldado desertor que cambia de bando en el último momento. Oyó sin problemas las carcajadas que descendían desde las filas enanas y supo que su mayor herida fracturaba su orgullo. Sacudió sus galas neffary del abrazo de la nieve y se recolocó el yelmo, torcido durante la colisión, mientras lanzaba una mirada furiosa a la figura que recogía las bridas de la que había sido su montura en aquellos días.

Pronto un leal jinete cedió su caballo para que la oficial pudiera continuar. Tsumi reconoció a su diestra con un gesto amargo que la caída no había tenido mayores consecuencias. Los tres jinetes continuaron su trote en dirección a los delegados enanos que avanzaban en dirección contraria. Cuando sus rostros estuvieron a la distancia necesaria para reconocer facciones ‘Rha hizo una curiosa confesión.

—Conozco a ese elfo. —El comentario centró las miradas en él, pero este no se volvió hacia ellas—. Fue mi prisionero una vez. Pero en esta ocasión no tendrá tanta suerte.

—Ese elfo es mío —aseguró con una frialdad sobrecogedora aquella singular neffary sin apartar su mirada asesina del guerrero que se aproximaba—. Fue él quien me atacó por la espalda en la torre, estoy segura. Esta es la segunda vez que me deja en ridículo. No habrá una tercera. Mataré a quien quiera que se interponga entre él y yo —advirtió—. Cortaré la cabeza a cualquiera que ose tocarle. Ese elfo… es mío.

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Ambas delegaciones se encontraron a medio camino, quizá más cerca del bando enano, dado que sus caballos de menor estatura no eran capaces de mantener los trancos de las monturas humanas. Quedaron a distancia prudencial pero lo bastante próximos como para no tener que alzar la voz. El veterano general orco tragó saliva al ver aquellos indómitos guerreros enanos. Había guerreado lo suficiente como para entender los códigos que cifraban las señales en sus rostros, las marcas en sus armaduras y los macabros abalorios que adornaban sus frondosas barbas. Desistió de decir nada.

—Vaya, vaya, ‘Rha —reconoció un tanto sorprendido el medioenano al reencontrase con aquel vetusto clérigo que parecía tener el poder de estar en todas partes—. Te hacía comida para peces en mitad del océano —añadió con acidez—. ¿Qué has venido a hacer a mi casa? No pareces el tipo de hombre que devuelve las visitas por pura cortesía.

—Tu suerte se acabó hoy, mestizo —contestó aquel agrio y sin alma—. Rendid las armas y se os tratará con indulgencia.

—¡Qué oportuno! Yo pensaba decir lo mismo. —Tsumi no le quitaba los ojos de encima inundados del color de la venganza. Allwënn se percató de ello—. Lamento los modos, princesa, pero resulta que este caballo es mío. Espero que no te importe que pretenda recuperarlo. —Ella le clavó su fiera mirada y ambos se enzarzaron en aquel duelo. La conversación prosiguió a expensas de ellos.

—Largaos de nuestras tierras, buitres de Kallah —dijo el regio comandante de los descarnados con más desprecio que voluntad de convencer—. El Alcázar es propiedad de los Tuhsêkii. Marchaos tan deprisa como podáis y quizá esas hachas enanas se queden con hambre hoy.

—¿Intensas asustarme, enano? ¿A un Cardenal de Su Voluntad? Debes esforzarte un poco más, viejo cadáver. No nos iremos de aquí. Es más, tú y tu puñado de enanos bulliciosos estaréis de vuelta en vuestros agujeros desfogándoos con vuestras peludas hembras antes de que acabe el día.

—Arrancaré tu corazón —aseguró el enano crispando su rostro— y me lo comeré aún caliente, humano.

—No arrancarás nada, enano. Por lo que yo sé vosotros no representáis la voluntad de nadie. ¿Seguro que Sargon está enterado de esto? Yo creo que no. Y a vuestro cobarde rey no creo que le interese la idea de enfurecer a nuestra Señora. Ataca con tu patética escuadra de tullidos, viejo y declararás la guerra contra este reino. Regresaremos con tantos hombres que no quedará un enano en estas montañas. No creo que eso guste a vuestro Hirr’Harâm. En cualquier caso, mis emisarios lo corroborarán.

—¿Quieres saber una cosa, ‘Rha? —Le anunció Allwënn devolviendo sus ojos al seco cardenal. En su rostro ya no se adivinaba aquel humor mordaz con el que había empezado el encuentro. Ahora regresaba aquella mirada depredadora—. Que puedes enviar a tus emisarios si te place. Y es más, asegúrate que le digan a Sargon que les enviaremos tu cabeza envuelta en el ’Säaràkhally’, con nuestras bendiciones. Diles que se aseguren de que Sargon sepa que la Legión de los Descarnados ha despertado y que marcha hasta la Ciudad-Montaña para que su cabeza acompañe a la tuya sobre una estaca. Él sabe perfectamente de lo que es capaz este patético puñado de enanos tullidos, eminencia… pero no desesperéis. Todos vosotros y vuestra poderosa legión de orcos lo descubriréis pronto. Esta amable reunión ha terminado. Prepara a tus hombres para la muerte, cardenal. A partir de ahora hablarán las hachas y las hachas hablan en Galeno Tuhsêk.

Sin añadir más, el mestizo torció las bridas de su caballo y se dispuso a darse la vuelta. Los enanos que le flanqueaban aguantaron una mirada carnicera durante unos breves momentos antes de volverse ellos también y espolear sus monturas en dirección a las filas aliadas.

Los tres jinetes quedaron a solas y en silencio enfilando con ojos hirvientes a los tres jinetes que se marchaban. La batalla parecía inevitable. Las predicciones de ‘Rah no se cumplían…

—Excelencia, esos enanos van a destrozarnos —aseguró Tatzukai con toda la gravedad que le imprimía la situación.

—¡¡Silencio, bestia!! —Aulló el consumido clérigo oscuro apenas sin mirarle—. Veremos hasta donde llega ese mestizo deslenguado e infiel. —Y alzó sus manos, crispando los dedos mientras murmuraba algo entre dientes. En la distancia, Allwënn se retorció en la silla como si hubiese impactado en su espalda el mortífero beso de una flecha. Tsumi volvió su mirada aún incrédula hacia el monje.

No habría una tercera ofensa aquella mañana…

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Se escuchó el frío resonar del acero surgiendo de la cálida envoltura de una vaina. Luego, la rasgada caricia de un filo que corta el viento. Por último, el chapoteo de una hoja que encuentra carne…

‘Rha mantenía su crispado gesto en su mano y su mirada truncada en una mueca de odio sin medida. Su cabeza se desprendió de sus hombros para caer al mullido abrazo de la fresca nieve.

Tatzukai miraba horrorizado el filo sangrante de la murâhäsha que Tsumi suspendía en el aire…

Mientras, los ojos de ella aún enfilaban al elfo, que tras recomponerse de aquel traicionero ataque, se revolvía en su caballo, enfilando a sus atacantes.

—Dije que nadie tocara a ese elfo —se escuchó la voz ártica de la guerrera un segundo antes de que su ancestral filo apuntase al jinete adversario que ya desnudaba una de sus espadas y obligaba al galope a su corcel blanco. En ese mismo instante, la mujer espolearía el suyo para cargar contra él. Apenas esto sucedía, la sección de caballería del Culto tal y como le había sido ordenado, iniciaba su carga. Al verlo, la hueste enana prorrumpió en alaridos de guerra e inició el descenso con furia incontenible.

—¡Por los dioses! —dijo Gharin desde las almenas—. Ya ha empezado.

—¡¡Aaaarcoooos!!

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El cuerpo decapitado del oscuro servidor del Yugo se despeñaba laxo como una marioneta privada de hilos mientras aquellos dos duelistas exprimían sus monturas al máximo con los ojos fijos el uno en el otro. El orco, superado por la precipitación de acontecimientos apenas logró poner su mente en orden. Los enanos cargaban tronando. Los caballos batían la nieve con furia para encontrarse con ellos. Y él, en medio de aquel choque de colosos, no acertaba a decidirse por ninguna de las múltiples opciones por las que se paseó su mente. Ninguna de ellas apetecible.

Los arqueros comenzaron a moverse de sus filas, pero pronto estuvieron a tiro desde las almenas que no se dilataron en hacerles llover una tormenta de flechas que diezmaron aquella formación desorganizada y sin cobertura. Ni siquiera tuvieron oportunidad de montar las flechas para la primera andanada y aquel batallón se dio a la fuga. Las puertas del alcázar comenzaron a vomitar hombres. La infantería orca, demasiado concentrada en lo que se le venía encima desde la colina, ni siquiera se percató de la reacción en retaguardia y emprendió carrera siguiendo la estela de la caballería.

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Los furiosos jinetes cabalgaban a ritmo feroz y poco tardaron en entrechocar sus aceros. Tsumi, que creía disponer de ventaja, apenas supo cómo había evitado el rabioso lance del mestizo haciendo saltar chispas en su beso que sonó como un trueno en las cumbres. Ambos jinetes se tambalearon en sus corceles que continuaron la carrera durante muchos metros antes de que, regresando a la compostura, ambos tornaran de nuevo las bridas y volvieran a cargar uno contra otro.

Ahora parecían haberse intercambiado las posiciones en el campo de batalla. Ella pareciendo comandar a la rugiente hueste de enanos que descendía como una marea de acero y él con toda la guarnición de la caballería del Culto siguiendo su furiosa estela. En esta ocasión, ninguno de los caballos logró alcanzar gran velocidad antes de encontrase con el otro. Cuando las espadas estuvieron a punto de morder carne, Iärom, el soberbio corcel con sangre de príncipes, se alzó sobre sus cuartos traseros sin que su jinete lo ordenase y embistió poderosamente con sus cascos a la innoble bestia de su enemigo, que se desplomó abatida arrastrando con ella a su amazona. La inercia obligó a aquel poderoso caballo a continuar su paso hasta detenerse algunos metros más adelante antes de poder virar de nuevo en dirección a su presa. Allwënn, que había torcido el cuello, la vio salir de su inerte montura, desorientada pero aún viva y peligrosa. No quiso concederse ventaja y la dejó centrarse mientas él descabalgaba y hacía salir de su vaina la «Estela de Plata» para que los soles iluminaran las lágrimas de Voria que le daban forma antes de que aquella llorase por una nueva víctima. Tsumi, le esperaba apenas repuesta empuñando a dos manos la inmemorial espada. Paradojas del destino. Ella empuñaba la espada que daba sobrenombre a aquel mestizo con el que habría de batirse.

Ninguno de los dos apartaba los ojos del otro como si sólo ellos midieran sus fuerzas en aquellos montes enanos. Poco importaba que aquellos enanos rabiosos, de un lado y los centenares de caballos, al otro, cada vez más próximos, hubieran de pasar sobre ellos para saldar sus propias diferencias. Allwënn alzaba los dientes de su amada justo antes de iniciar su carga y ella preparaba el curvilíneo filo de su hoja ancestral dispuesta a recibirla cuando, como una exhalación, se cruzó entre ambos un jinete imprevisto que arrancó a la guerrera de su lugar en las nieves. Allwënn observó impotente cómo se alejaba a frenético galope aquel enigmático gigante orco con su presa pataleando entre sus brazos.

Miró al frente.

Y descubrió la marea de caballos que se le venía encima como si fuesen un solo hombre.

Abrió sus defensas, enfiló sus armas y aguardó la carga, así pudiese frenarla de una sola estocada.

Casi podía oler el vapor que exudaban los esforzados animales cuando una marea de enanos carniceros pasó a ambos lados de él dispuestos a colisionar contra ellos entre rugidos y acero. Y aquel mestizo de sangre Tuhsêkii emprendió con ellos la embestida olvidando a su antigua contrincante.

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Tsumi se revolvía enloquecida en brazos de aquel gigante verde que la apartaba del combate a velocidad infernal.

—Lo siento Tsumi-kai, pero juré bajo mi honor al Mulhan Sukokaira que protegería vuestra vida a toda costa.

—Suéltame, Tatzukai, lo ordeno —chillaba ella sin dejar de intentar zafarse de su presa. El caballo había galopado lo bastante como para alejarlos del inminente peligro. En uno de aquellos lances, el codo acorazado de la guerrera impactó sobre el rostro del neffary haciéndole perder el gobierno de las bridas y desequilibrándole sobre la silla. El caballo no pudo contener la inercia y volcó demasiado próximo a un profundo desnivel en la montaña, sin poder evitar que, en la dura colisión, aquellos dos cuerpos aún abrazados se precipitaran por él, perdiéndose de la batalla.

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Los caballos invadieron las filas enanas con una brutalidad desmedida. Un flujo de cuerpos de cuadrúpedos penetró unos metros entre la muralla de enanos. El sonido del quebrar de huesos y el trinchar de carne se mezcló con los aullidos de bestias y hombres y el manar de sangre. Demasiado forzados en su carga las andanadas de jinetes pronto desaparecieron devoradas por aquellas líneas de pequeños guerreros rabiosos. La carga de jinetes humanos se desinfló apenas se estrellaba con la acorazada muralla de enanos que todo lo machacaba a su paso. Todo aquel que pudo maniobrar su corcel y escapar de las feroces hachas Tuhsêkii lo hizo sin pensarlo. Y aquella guarnición de caballería se desarmó al primer contacto y emprendió retirada. Los enanos, apenas heridos ante la brecha humana, pudieron organizarse lo bastante rápido como para emprender una nueva carga contra la oleada de infantes orcos que se aproximaba.

A pesar de ser ampliamente superados en número, la ferocidad de aquellas dos cohortes de enanos colmados de moral ante la facilidad de su victoria contra la caballería aplastaron las tres primeras líneas de orcos sin apenas gastar fuerzas. El resto quedó trabado en un duro combate. En la retaguardia, los hombres del alcázar comandados por aquella ecléctica compañía de gladiadores a la orden de la Legión, masacraba los restos de la compañía de arcos y marchaba ya a atacar la espalda de la condenada infantería orca.

Aquellos lo suficientemente lúcidos como para poder pensar corrieron hacia los bosques, los que no, se encontraron atenazados entre dos frentes… apenas se malgastaron vidas.

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La noche cayó sangrienta y gozosa en los aledaños del reino enano. Las huestes Tuhsêkii utilizaron el campamento arrebatado a sus enemigos para instalarse y ahora se repartían por sus tiendas y perímetro celebrando y cantando la más que merecida victoria. Se gastarían todas las reservas que quedaban en el alcázar y apenas si dieron para una borrachera digna. La mayoría de los cuerpos seguían apilados en el lugar en el que cayeron en el campo de batalla. Sólo algunas cabezas de orcos se embutían a modo de trofeo en estacas, después de que aquellos enanos las despojasen de sus mandíbulas, que muchos preparaban con mimo para poder lucirlas en la próxima contienda. El cuerpo de ‘Rha ardía entre una pila de basura después de que su cabeza mitrada lustrara las armas de la Decimotercera y aquella tropa desmedida hubiese arrastrado, colgado y mortificado sus restos hasta el aburrimiento. Por muchas vidas que el demoníaco clérigo pareciese tener, aquellos enanos le habían consumido las suficientes como para asegurarse que no les molestaría en los próximos cuatrocientos o quinientos años.

sep

Lem se acercó renqueante al centro del campamento donde Allwënn disfrutaba con aquellos desaforrados hijos de Mostal como uno más. Después de la victoria los primeros abrazos serían con los valientes comandados por Robbahym y los suyos. Después, aquellos enanos, con el mestizo a la cabeza se dieron el baño de multitudes entrando en el alcázar para ver los rostros de aquellos a quienes habían salvado con su oportuna aparición. Todo fueron excesos en aquel reencuentro: abrazos, júbilo, agradecimientos y pasiones. Quizá era lo más sorprendente de la atrocidad de la guerra, su capacidad para fortalecer vínculos incluso entre razas que se habían ignorado antes de ahora, incluso momentos antes de la batalla… ¡qué decir entonces entre aquellos que ya entretejían historias entre ellos! Pero pasados los primeros momentos de euforia llegó el turno de compartir con sus aliados el siguiente movimiento y entonces llegó la convicción de no poder continuar sin forzar la guerra civil entre los Tuhsêk. Aquella noticia no resultó tan gozosa. En cualquier caso, habría un momento, mañana, al alba, para poner en orden todo aquello. Ahora tocaba celebración… la visceral celebración de la vida entre la muerte, una vida y unos sentimientos que quizá mañana, cuando llegase la siguiente e inevitable contienda, muchos ya no podrían celebrar.

sep

Las bajas en aquella dotación legendaria de hombres habían resultado insignificantes si hemos de compararla con las sufridas por el bando enemigo. Apenas el puñado de hombres que había logrado escapar de los filos enanos era el porcentaje de enanos caídos en la justa. Sí hubo bastantes heridos, sobre todo en la colisión con la caballería. Aquellos se cosían o trataban a hierro candente sus heridas, pues despreciaban el uso de la magia que habitualmente no deja señal. La mayoría de aquellos heridos, aún con sus dolores y penurias se mostraban ufanos ante la perspectiva de exhibir nuevas marcas en su piel y se burlaban de aquellos quienes no guardarían recuerdo en sus carnes de aquella divertida y rápida escaramuza, poco trascendental para viejos veteranos de verdaderas guerras. Para la inmensa mayoría de ellos aquello no había sido más que un entretenimiento y como tal se tomaron las celebraciones.

En medio de un desaforado jolgorio se encontraba el mestizo cuando Lem requirió su presencia apartándolo de aquellos vociferantes enanos y de buena parte de los guerreros que habían participado en la defensa del alcázar.

—Hay nuevas que debes conocer, hijo, aunque eso enturbie tu merecida borrachera —le confesaría el herrero con serio semblante—. Alguien quiere hablar contigo.

Lem señaló a las sombras de un rincón apartado donde se entreveía difícilmente una silueta difusa. El mestizo esforzó su mirada pero no logró apreciar nada con claridad. En cualquier caso, tampoco estaba, a aquellas alturas del festejo, como para exigirle mucho a sus sentidos.

—¿Quién…? ¿Quién ha venido?

—Mejor ve a hablar con él. —Allwënn no le replicó, era lo mejor de encontrarle bebido, se volvía solícito como una meretriz ociosa. El guerrero se internó tambaleante en las tinieblas y pronto aquella figura velada de porte silencioso y sereno se hizo reconocible a sus ojos cansados.

—¡¡Ishmant!! ¡¡Ishmant, por todos los engendros de Doro ¿Eres tú?!!

—Lo soy, viejo amigo. Debo felicitarte por esta nueva victoria. —Allwënn le quitó hierro con un exagerado gesto y se apresuró a abrazarle, si cabe más efusivamente de lo acostumbrado. Consciente de la situación, el monje le dejó extralimitarse.

—Por los Dioses Inclementes, Ishmant. Eres como un puñetero aparecido. Temimos que os tragara esa tormenta. Mi desfigurado amigo ¿Está bien?

—Ariom está bien. Llegamos al Nevada y alcanzamos el reino de los elfos boreales. Allí nos reunimos con Rexor. Él me ha pedido…

—Olvida a Rexor por un instante. Siéntate, bebe con nosotros. Ahora hay otro motivo más por el que seguir abriendo barricas. —Allwënn se tambaleó lo suficiente como para necesitar ser asistido por el monje—. Maldición, amigo. Esos enanos jamás contemplaron la derrota y han cargado hasta la batalla un arsenal de licor con ellos. He bebido tanto y fumado ese potingue de los Surkkos lo bastante como para echar sobre mis hombros todos los pecados del mundo… ¿Me crees?

—Te creo, te creo, pero… Allwënn, escucha… no hay tiempo. He venido a llevarme a los humanos hasta el Fin del Mundo. Rexor los quiere junto a él a la mayor brevedad, ahora que están todos… y en cuanto a tus planes… tenemos que hablar.

Allwënn entendió la seriedad de los asuntos. Su embriaguez no le impedía serenar la mente y atender al siempre misterioso humano como se merecía… eso sí, necesitaba un asiento.

—Escúchame. Sé que tienes en mente plantar cara al Hirr’Harâm con estos hombres.

—Sargon pagará lo que le hizo a mi padre. Con los descarnados y la Decimotercera alimentaremos la deserción en sus filas… se quedará solo y claudicará.

—O te presentará batalla con quienes le sean fieles, que aún son muchos.

—Les aplastaremos, entonces. La sangre llegará hasta el Azur en el otro extremo del mundo —bramó el otro henchido de la euforia del alcohol.

—Atiéndeme bien, Allwënn. Eso es precisamente lo que debo evitar que hagas. No podemos perder a los más reputados guerreros enanos en una lucha fratricida sin sentido. Eso sólo fortalece a nuestros enemigos.

—¿Sin sentido, dices? —Exclamó el mestizo alzándose de súbito y desparramando todo cuanto tenía alrededor—. ¿Crees que no tiene sentido para estos guerreros? ¿Crees que no tiene sentido para mí?

—Entiendo tus ansias de venganza, amigo mío, pero sabes bien que tu padre no quería la guerra entre sus hermanos. No la lleves tú en su nombre. Debes escucharme. —Ishmant trató de devolverlo a la compostura—. Debes negociar con Sargon. No enfrentarte a él.

—¡¿Negociar con el asesino de mi padre?! —Allwënn volvió a enfurecerse y en su arrebato a punto estuvo de volver al suelo. Ishmant quiso sostenerlo pero aquel se apartó de su ayuda como si el tacto del humano le escociese—. ¿Sabes lo que me estás pidiendo, Ishmant?

—Lo sé perfectamente, Allwënn y no lo haría si supiese que no serías el más preparado de llevarlo a cabo. Confío plenamente que serás capaz de sopesar que de tu decisión dependen muchas más vidas de las que hoy has ayudado a salvar. Ven, siéntate a mi lado. Te daré las claves para que entiendas la verdadera dimensión de lo que te solicito y te asistiré para que sepas encauzar la negociación. Sé que lo que voy a pedirte excede cuantas solicitudes te haya hecho jamás, yo o cualquier otro en toda tu vida. Pero sé que actuarás con honor anteponiendo las necesidades de todos a tus loables deseos de venganza. De la misma forma que sé que si has podido sacar a la luz a estos enanos y ponerlos en pie de guerra, lograrás convencerlos para que te sigan donde tú quieras, igual que harás, incluso, con el poderoso Hirr’Harâm. Ahora todo está en tus manos. Este es el deseo de Rexor, escucha…

sep

En la distancia, envuelto en aquella noche de desaforados cantos, Lem observaba aquella conversación ajena donde el mundo se jugaba su existencia. Él ya sabía de aquellos acontecimientos por boca del monje. Los planes de la Torre del Marfil y el ataque combinado de las escuadras de Valhÿnnd. La resistencia enconada de las tribus en el norte. La amenaza de la gran invasión del Morkkos, la necesidad de formar un frente común que detuviera su avance. Y, quizá, lo más aterrador: la posibilidad real de la liberación del demonio Maldoroth, el Desollado, contra quienes los Jerivha lucharon en el génesis de su creación. Deseó entonces que todos los hermanos de la orden pudiesen volver a luchar, porque él no estaba en condiciones de asegurar, como aquel místico Kurawa hacía tan generosamente, que Allwënn acabaría entendiendo lo que era mejor para todos.

sep

Claudia esperó a encontrarle solo. Le encontró alejado del campamento. Se había retirado como solía hacerlo. Como recordaba que solía hacer. Pero esta vez se retiraba con sus demonios. Le descubrió apoyado en el tronco de un árbol solitario con una de aquellas jarras de cerveza enana a la que ocasionalmente daba largos tragos. Miraba al cielo. No le escuchó aproximarse o se desentendió de ello. Miró aquella silueta recortada bajo el influjo de la luna. Otra vez lidiaba contra sus fantasmas. Pensó si aquella sería la última imagen que le quedaría de él. Si habría alguna vez otra imagen que reemplazara a esta.

Sentía cosas por ese mestizo. No sabía si llamarlo amor. Aquel corazón parecía tan aferrado a su imposible que no parecía sano enamorarse. Se detuvo a mirarlo en silencio. Sabía que venía a decirle adiós. Un adiós quizá para siempre. Ella sería llevada lejos y él parecía dispuesto a iniciar una guerra incierta. Le miró y aquella estampa le trajo de vuelta otra imagen enterrada en su memoria. Él estaba en una posición similar. También era de noche y también miraba las estrellas. Había una ventana y en su mano había una botella de licor en lugar de cerveza enana…

Y algo le dio la vuelta a su corazón. Porque ella nunca le había visto en aquel lugar… sin embargo, sabía perfectamente qué ocurrió en aquella ocasión. Recordaba una conversación que no había ocurrido jamás. Recordaba…

Un parpadeo le hizo saber que él la había descubierto pero no dijo nada. Se voló entonces el impulso que había tenido de marcharse de allí en silencio. Decidió aproximarse.

—He venido a despedirme, Allwënn. —Él la miró un momento y regresó sus ojos tristes al cielo oscurecido.

—Lo sé. Ishmant te llevará al Fin del Mundo. Me lo ha contado.

Volvió el silencio. Ella se aproximó un poco más. Sus cuerpos se rozaban.

—Nos iremos al amanecer. —Más silencio…— Tú también te irás al amanecer, lo sé. Dicen que vas a llevar la guerra al reino enano.

—Ishmant quiere que pacte con el asesino de mi padre. Me parece imposible.

—Lo sé. Le escuché. Escuché vuestra conversación —confesó ella. Allwënn la miró con intensidad—. Yo solo he venido porque… esta podría ser nuestra última conversación juntos.

—Todas podrían serlo, Claudia. Este mundo no nos da el privilegio de disfrutar de nuestro tiempo. No tenemos control del mismo. No es nuestro.

—No —respondió ella muy segura—. Algo me dice que esta vez podría ser distinto. —Allwënn sintió cómo los dedos de aquella chica buscaban tímidamente sus manos y la apresaban suavemente. Aquello le produjo una sensación que no supo encajar. Aquellas manos… aquella manera de presionar levemente su piel…—. Desde que te conocí nunca hemos estado realmente unidos… pero nunca hasta ahora he tenido la sensación de que nos separábamos. Y ahora… me parece tan inexorable. Tan inevitable. —Una de sus manos se permitió la valentía de ascender hasta su cara y quedarse en su mejilla. Se miraron con profundidad velados por aquella oscuridad rota en plata por el selénico fulgor de la luna y su manto estrellado.

—Hemos estado separados —dijo él sin apartarle la mirada y cubriendo con su propia palma la mano que le acariciaba la mejilla. Aquel gesto tan dulce, tan aparentemente extraño de él era lo que esa parte enterrada en Claudia recordaba y añoraba. Ese Allwënn íntimo y cercano. Ese que nadie conocía.

—Y tú cruzaste un mundo para encontrarme. —A Allwënn se le clavaron aquellos ojos.

Aquellos ojos…

Aquel rostro…

Hubo una tensión infinita en aquel silencio prolongado donde las miradas se sostenían. El rostro de ella se aproximó despacio. Notó como el mestizo no evitaba aquella aproximación. Ella ya conocía el sabor de esos labios sin besarlos. Ya sabía cómo besan unos labios que ponen su alma. Ya había besado a aquel guerrero sin haberlo hecho nunca. En el último segundo ella enterró su cabeza entre los hombros y aquella intención quedó en un abrazo intenso y doloroso.

—Abrázame —pareció suplicarle. El mestizo se fundió en ella de inmediato. Un abrazo no premeditado pero profundo como si fuese el último. Quizá fuese el último—. Si es nuestro último encuentro quiero que sea este mi último recuerdo de ti.

Sabía que aquel abrazo no podía dilatarse para siempre así que se despegó de él fingiendo fortaleza. El mestizo la miraba con un nudo en la boca. Su mirada había cambiado. La miraba como si en aquellos ojos estuvieran anidando todas las palabras del mundo y ninguna tuviera el valor de salir. Ella se volvió y empezó a caminar alejándose de él pero solo logró dar un par de pasos. Él esperaba ese giro. Había tristeza. Se había instalado de repente una tristeza increíble.

—Recuerda esto, Allwënn. Tú nos inspiras a todos. Tú nos inspiras. Persigue el imposible. Si alguien puede lograrlo eres tú.

Él quiso decirle en ese instante tantas cosas…

—Adiós, Claudia. —Ella fingió una sonrisa.

—No voy a decirte adiós, Allwënn. Adiós solo se le dice a los muertos. Tú no estás muerto.

sep

Ella se alejó con una mano en sus labios. Como si quisiera retener ese beso que no se había producido pero que tan presente se hacía en su recuerdo. Lo que ella no sabía es que él había recordado precisamente aquel mismo recuerdo. Pero él sí sabía perfectamente cuándo, dónde y por qué ocurrió aquel primer beso. Su mente pensó en algo imposible.

espada