XXXV. LA TONADA DEL VIEJO FAÄRUK

FJtop

«Nig Arhd’Äru

(Yo soy Hacha)

Vig Thargën Ig’Äru; Vig Thargën ig’Äru».

(Mi Sangre es Hacha, mi Sangre es Guerra)

PRIMEROS COMPASES DEL ARÜNNAH.
CANTO DE BATALLA TUHSÊK.

LOS VIEJOS TÚNELES DESPEDÍAN OLOR A OLVIDO AL PASO DE AQUELLA HUESTE ENANA USURPADORA…

Solo la resistente fábrica enana evitaba que aquel lugar, salvo solitario y abandonado, corriese además peligro de derrumbe. Hacía muchas décadas que ningún enano de ’Tûh’Aäsack pisaba, al menos de manera oficial, aquellos viejos pasillos lóbregos y desatendidos. Casi desde que el bastión que ahora era el Alcázar fuese abandonado como puesto de frontera. Sin embargo, los viejos túneles que conectaban los corredores del bastión con el resto de la red subterránea de la Ciudad Montaña y su complejo minero seguían en perfecto estado. Se echaba en falta algún mantenimiento, pero incluso las viejas antorchas seguían allí para iluminar los pasos de los más osados si se decidían a prenderlas de nuevo, aunque las pupilas de los enanos no las necesitaran. Ulffgar cumplió su palabra y se aprovisionó de herramientas y maderos para entibar la brecha en los muros que se disponían a abrir. También les acompañaban cuatro de sus hijos, Gasmar, Farrik, Rhoruk, y Ulvar. Cuatro formidables enanos que se mostraron dispuestos a colaborar en la tarea. Los túneles eran largos y opresivos. Se hacía difícil y angustioso respirar bajo ellos si uno no estaba acostumbrado. Especialmente agobiante resultó el trance para nuestra elfa guerrera, que se encontraba bajo la tierra como sepultada en vida. Nos llevó nuestro tiempo encontrar los ramales que conectaban con los subterráneos del alcázar y el tiempo se dilató de manera perturbadora allí abajo. Nos hacía tener la sensación que caminábamos durante días por aquellos pasillos desoladoramente vacíos y silenciosos.

Gharin había comentado a los enanos la posibilidad de que Lem hubiese decidido por su propia cuenta y riesgo tratar de abrir un pasillo en alguno de los túneles como último y desesperado intento de escapar con su gente. Allí dentro no estaban preparados para tal operación ni disponían de nadie con conocimientos suficientes como para garantizar el éxito de tal empresa, exceptuando quizá a los hermanos ‘Hallaqii que acompañaban a Legión. Esta información resultó trascendental para ahorrarnos mucho tiempo en la búsqueda. Ulffgar dedujo que de haber empezado trabajos de desescombro en algún túnel, estos podrían ser fácilmente detectados gracias a la sensibilidad enana para la sentir perturbaciones en la piedra. De este modo sólo había que seguir el rastro de tal actividad y posicionarse al otro lado del túnel que los refugiados estuviesen tratando de abrir para trabajar desde el extremo opuesto, maximizando así los recursos y el tiempo. Atentos a la percepción de tales señales, los hijos del viejo macero se esforzaron por percibir las vibraciones de la piedra hasta que pronto encontraron un rastro que siguieron hasta desembocar en un pasaje sellado.

Ulffgar posó su mano de gruesos y encallecidos dedos sobre las rocas amontonadas y durante ese breve intervalo de tiempo se volvió a hacer el silencio en los túneles.

—Es aquí —confirmó el enano—. Sin duda, el joven Gharin tenía razón y alguien trabaja desde el otro lado.

—Bien, ¿pues a qué esperamos? —La voz del Ronco reverberaba en aquellos desolados pasillos como si fuese omnipresente. Todos los enanos encabezados por el viejo Ulffgar y sus vástagos se pusieron manos a la obra. El resto les observábamos sin saber exactamente dónde o cómo colaborar.

—No os preocupéis. Vamos a sacar de aquí toneladas de escombros que habrá que mover. No estaréis desocupados durante mucho tiempo —nos aseguraron.

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Ulffgar y sus hijos aprovecharon que el resto de camaradas estaban ocupados con las herramientas para examinar a conciencia la derribada sección. Sus conclusiones no resultaron nada halagüeñas.

—Quien derribó estos túneles sabía lo que hacía —confesaba uno de los hijos del enano—. La sección de muro venida abajo es amplia. Nos llevará algún tiempo más del previsto.

—¿De cuánto tiempo hablamos? —Quiso saber el mestizo—. ¿Horas? ¿Días?

—Probablemente… y eso contando con los progresos de quienes están dentro. —Allwënn pareció preocuparse ante la noticia.

—Los orcos pican a ritmo infernal —aseguró—. Tienen por delante varios metros del más duro granito, pero no les faltarán manos.

—No parece haber otra opción que esta, sobrino —le confesó Torghâmen resignado poniendo la palma de su mano sobre las espaldas del guerrero. Allwënn desvió la mirada y leyó sus pupilas. También las del resto de enanos expectantes que allí se reunía.

—Entonces, no nos demoremos.

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Y los enanos comenzaron el duro trabajo de martillear y retirar la piedra. Pronto la tarea necesitó de todos los presentes. Quienes no picaban, retiraban el pesado material, ayudaban con las vigas de entibo o acarreaban las herramientas y pertrechos hasta quienes los necesitaban. Así pasamos incontables horas, deteniéndonos sólo para reponer fuerzas de cuando en cuando, comer algo y beber mucho líquido. La respiración en aquellos pasillos profundos se volvía una empresa prodigiosa, sobre todo después del esfuerzo desplegado.

Llevábamos en aquella ardua labor más tiempo del que podíamos concretar cuando una nueva noticia desalentadora vino a sumarse. Parecían sucederse y multiplicarse conforme avanzábamos. En esta ocasión no se trataba de ningún dilema técnico, de esos que habían ralentizado nuestro trabajo e incluso obligarnos a replantear la estrategia en varias ocasiones.

—Han dejado de cavar —aseguraba otro de los hijos del macero—. Los del interior han dejado de trabajar.

El grupo allí reunido aprovechó la noticia para tomarse una tregua.

—Tienen enanos con ellos —argumentaba Torghâmen—. Quizá nos han oído.

—¿Entonces, por qué se detienen? —decía Humar—. ¿Acaso esperan a otros?

—Quizá esa sea la causa. No esperan a nadie —informaba el rubio Gharin mientras ayudaba a Claudia a transportar una pesada roca—. Desconocen la llegada de Allwënn e ignoran mi suerte. Lem debe estar ahora mismo en una terrible encrucijada.

—¡Horrim[20]! Esta historia se complica por momentos —mascullaba el Ronco haciendo reverberar todo a su alrededor—. No dijisteis nada de esto.

—Quizá sospechen que hayas podido escapar y buscar ayuda, Gharin —intervino la dama Keomara con el aliento entrecortado por el esfuerzo.

—Desde luego es nuestra única posibilidad. También pueden pensar que los Tuhsêkii hayan encontrado de manera fortuita estos túneles derrumbados en tan mala hora.

—Tonterías. A los hermanos les importa bien poco este sector abandonado —aseguraba Hirrim.

—Pero ellos lo ignoran.

—Tratemos de pensar de manera positiva, ¿de acuerdo? —propuso el mestizo tomando asiento sobre uno de los peñascos desescombrados mientras se secaba el abundante sudor de la frente—. Imaginemos que Lem baraja la posibilidad de la ayuda… tienen enanos, tendrá vigilada esta sección. ¿Hay posibilidad de enviarles algún mensaje? Pregunto.

Los ingenieros se miraron entre ellos dubitativos.

—Todos los gremios de mineros y trabajadores de la piedra tenemos códigos. Los utilizamos para comunicarnos entre nosotros o para prestar auxilio en caso de accidente o derrumbe —aclaró uno de ellos.

—Estupendo —se alegró el mestizo.

—Pero cada clan posee los suyos propios… ¿Qué has dicho que son? ¿‘Hallaqii los de ahí dentro? No tienen por qué reconocer ningún mensaje en nuestros golpes. De hecho, no creo que podamos comunicarnos con garantías. Aunque podríamos intentarlo. Si han trabajado en mina puede que al menos reconozcan que se trata de un código.

—Esa es mi idea —confesó el mestizo con ímpetu renovado—. Tratemos de emitir una secuencia de sonidos. Eso les hará entender que sabemos que se encuentran al otro lado.

—¿Y qué ganaremos con eso? —protestó D’orim. Quien le contestaría no sería el mestizo, sino su compañero Hässtor.

—Eres un maldito leño, D’orim. Nadie sabe que están ahí dentro, nadie. ¿No prestas atención a lo que te cuentan? Son refugiados, ternero. Refugiados de guerra… ¿acaso tú sabías que se escondían bajo de tus pies a las puertas de tu casa?

Allwënn corroboró con un gesto aquella deducción.

—Es una idea interesante —reconoció en rocoso ariete—. Pero das por sentado que tus amigos serán capaces de llegar a esa deducción por sí mismos.

Hässtor volvió a intervenir.

—Que tú no seas capaz de hacerlo no lo convierte en un reto para nadie. Basta que sean más inteligentes que tú, lo cual no es muy difícil. El barro pegado a mis botas lo es. —Hubo un cruce de miradas y la tensión comenzó a subir. No era para preocuparse. Aquellos enanos retorcidos andaban todo el día de aquella misma guisa y jamás llegaba la sangre al río, pero Torghâmen se apresuró a hacer detener aquella disputa antes de que comenzara.

—Venga, soldados. Tenemos muy poco tiempo para malgastarlo en jueguecitos infantiles. ¡¡Todo el mundo a cavar!!

—¡¡A mover el trasero, abuelos!!

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Mientras aquella conversación se daba lugar, a escasos metros, Claudia, que transportaba una pesada piedra con la ayuda de Gharin le pidió un momento para insuflar algo de aire a sus exhaustos pulmones. Aquella atmósfera viciada y densa hacía un flaco favor a quienes no estaban acostumbrados a pasearse bajo las entrañas de la tierra. Si a ello le sumamos el duro trabajo, la sensación de agotamiento y asfixia se multiplicaba dramáticamente en nuestros cuerpos. Claudia se dejó apoyar sobre uno de los muros con el pecho hundido buscando el aliento. Gharin aprovechó para sentarse en la roca que hacía unos instantes ambos cargaban en sus brazos. Por proximidad dejó que la conversación que Allwënn mantenía con los enanos le robara un momento la atención. No fue consciente de la reacción que tuvo la chica apoyada en la pared.

Mi compañera trataba de relajarse mentalmente como Ishmant le había enseñado para así disminuir la sensación claustrofóbica que la embargaba. Sería en aquellos momentos de concentración cuando apercibió un cosquilleo en la mano que palpaba la roca del muro. Notó con claridad cómo el centro de su palma se calentaba levemente y sintió una presión, como si dentro de su brazo hubiese una barra de hierro que quisiera salir atravesando su palma… entonces olvidó su ahogo y se concentró en aquella nueva y extraña sensibilidad.

Puso toda su atención en aquel agujero de su mano y poco a poco comenzó a notar cómo, a medida que su cabeza comenzaba a ignorar todo cuanto discurría en derredor, aquel cosquilleo se hacía cada vez más perceptible y empezaba a darle información sobre aquel sólido e inerte paramento. Notaba su solidez, cómo cada piedra se encajaba a peso en la que tenía más abajo. Cómo todo aquel muro resultaba una estructura viva y palpitante que aguantaba empujes, reforzándose. Percibía con claridad el peso de la tierra sobre la argamasa, la firme sujeción de cada una de las piezas… y su radio de alcance comenzó a ensancharse abarcando más metros. Y sintió el derrumbe que los enanos intentaban perforar. La piedra le hablaba de aquel lugar con otro dialecto. Las fuerzas allí no eran constantes como en el muro. Sus piezas no eran el perfecto rompecabezas equilibrado y sólido de la pared, sino que notaba el fluir de la fuerza de la tierra, asentada de manera caótica, en equilibrio tenso y como un castillo de naipes. Pero fue consciente de su profundidad, de su extensión…

—Claudia, ¿estás bien? —La voz melodiosa del semielfo la sacó del trance. Tan profundo había sido que casi tuvo que hacer un esfuerzo por ubicarse de nuevo y recordar quién era y dónde estaba—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres descansar más tiempo?

—Percibo la piedra… aseguró ella. Gharin gesticuló de manera extraña.

—¿Perdona?

—Noto la energía de estos muros, a través de mis manos… puedo sentirla.

—¿La energía? —Era evidente que el semielfo no lograba entender lo que trataba de decirle.

—La energía de la tierra. Su peso sobre estos muros, todas sus piezas. La tensión que soportan. —Claudia comenzó a avanzar palpando la roca como si fuera un ciego, alejándose del lugar donde aquellos enanos trabajaban—. Siento el fluir de la energía… es… ¡maravilloso! Todo está conectado. Sus fuerzas se entrecruzan y mantienen un equilibrio que sostiene la estructura… como si los muros hablaran. —Gharin observaba con temor cómo la joven comenzaba a marcharse e internarse en la soledad del corredor. Tuvo que andar unos metros para alcanzarla.

—Espera, ¿adónde vas? Estos pasadizos son como un laberinto. No deberíamos alejarnos. —Pero la chica parecía que apenas le escuchaba y continuaba avanzando palpando la pared.

—Con Ishmant, en la isla, practiqué la percepción de las energías que fluyen a nuestro alrededor. Él sostiene que todo elemento vivo o inerte contiene una energía siempre en flujo que le conecta con el resto del mundo. Así, todo cuanto nos rodea percibe y emite energía en un caudal constante y en equilibrio. Un espíritu sensible puede percibir ese flujo, apropiarse de él y usarlo en su favor.

—Esa teoría es vieja, Claudia, es la teoría de los canales de la Magia —aclararía Gharin—. Lo que tú llamas simplemente «energía» no es otra cosa que la cadena mágica que unifica a toda la Creación. —En ese instante la chica se detuvo pero continuó con sus ojos cerrados y las palmas de sus manos sobre el paramento de piedra.

—Lo sé. Ishmant me habló de ese error tan extendido —le dijo con mucha convicción.

—¿Error? —se extrañó Gharin de ser rebatido con tanta solidez—. ¿De qué error estás hablando?

—Los Kurawa tienen certezas de que aquello que llamáis «Magia» no es sino la energía vital de todas las cosas en flujo constante. La energía de la tierra, del viento y la piedra, la energía de las cosas vivientes, del bosque, de la montaña; la tuya y la mía mezclándose, interaccionando, fluyendo, como asegura Ishmant… el Vacío. La Magia, tal y como la conocéis es una consecuencia del Vacío, sólo una expresión de él.

—Está bien, lo que tú digas —aseguró el elfo algo nervioso—. La conversación es apasionante pero deberíamos regresar con el resto antes de que nos perdamos.

—No lo entiendes —exclamó ella—. Su habilidad para percibir la piedra, o la tuya para dialogar con el bosque no es privativo de vuestras razas. Todo el mundo la tiene en potencia si sabe canalizar el Vacío. Vosotros habéis heredado una sensibilidad racial innata a través de generaciones, pero yo ahora también puedo sentirlo. Percibo estos muros. Percibo su peso. Su solidez… en la isla había practicado intentando desarrollar esa sensibilidad pero nunca llegué a experimentarla por mí misma. ¡Ahora entiendo muchas cosas! —Aseguró con fascinación y comenzó a moverse de nuevo, lo que obligó a Gharin a seguirla. El semielfo miró hacia atrás con inquietud y descubrió la distancia interpuesta con respecto al resto del grupo, que seguía enfrascado en la conversación.

—De acuerdo, todo eso está bien… —le comentó casi por seguirle la corriente—. Pero ¿por qué nos alejamos?

—Siento una brecha… —aseguró ella sin detenerse—. Una debilidad entre tanta solidez. Está cerca, pero no puedo ubicarla con seguridad. ¿Me ayudarás?

—Oye, ¿por qué no dejas que se encarguen de esto los enanos? —Claudia sonrió con condescendencia.

—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho? No necesitamos a los enanos. Yo puedo hacerlo. Además ya has visto como son. Se cuestionan incluso entre ellos. ¿Crees que me creerían si les digo que yo también puedo escuchar la piedra?

—¡Maldición! ¿Y por qué he creerte yo? —Claudia no contestó y continuó palpando la pared. Gharin se vio obligado a seguirla para no dejarla sola a merced de la oscuridad.

—Has creído a ciegas cosas aún más inverosímiles, Gharin. Algo en ti me cree.

La joven tomó un ramal ascendente y lo siguió durante un trecho siempre con Gharin tras ella indeciso ante aquella situación. Luego torció otra vez más y así al menos en dos nuevas confluencias. Parecía muy segura. No vacilaba. Sin duda, él parecía mucho más incómodo en aquella turbia soledad. Las profundidades nunca le habían entusiasmado y Gharin pasaba verdadera angustia en los subterráneos.

—Vamos, tranquilízate Gharin —le comentó ella sin mirarle y sin dejar de avanzar. El medioelfo se preguntó cómo podía saber aquella humana que estaba alterado. Y obtuvo su respuesta.

—Puedo sentirte. Puedo notar tu desazón. —Aquellas palabras lo desconcertaron. Claudia continuó aquel deambular errante durante un buen trecho. Gharin suponía que el grupo que habían dejado atrás ya debía de haberse percatado de su ausencia. Allwënn iba a ponerse hecho una furia. Entonces, Claudia se detuvo en un punto y quedó durante unos instantes pegada a la pared como si aquella pudiera deslizar susurros en su oído.

—¡La encontré! La brecha ¡aquí! —aseguró la chica apartando su rostro del paramento. Gharin miró el trozo de muro. No le parecía muy distinto a cualquiera de los que hubieran dejado atrás—. Hay un hueco, la presión es mucho más débil aquí —el arquero quedó un tanto descolocado.

—Fantástico —anunció no sin sarcasmo—. ¿Y qué se supone que haremos ahora?

—Vuelve con los otros. Diles que he encontrado un lugar por el que cavar. —El elfo inició una protesta que fue prontamente interrumpida por ella—. Por favor, Gharin… ten fe en mí. Sé que no es la primera vez que lo has hecho, a pesar de todo.

El medioelfo no pudo negarse ante aquella seguridad. Después de dudar durante unos momentos de indecisión, corrió por entre la sierpe de piedra tratando de no ser él el que acabara perdido. A medio camino se tropezó con su amigo y alguno de los enanos. No tardó en comprobar por las expresiones de los rostros que, tal y como presagiaba, ya se habían percatado de su ausencia. Allwënn avanzó hacia él como un basilisco.

—Gharin, maldita sea, ¿dónde demonios…? —pero no había tiempo para eso.

—Allwënn, vamos. Claudia cree haber encontrado algo. —Allwënn torció el gesto contrariado y se dispuso a rebatirle. Con él se iniciaron las protestas de aquellos Tuhsêkii.

—Escuchadme, ¡escuchadme! No me pidáis explicaciones ahora. Os digo que Claudia ha encontrado algo. Seguidme ahora y luego os dejaré que me grites hasta que la voz os abandone, si os apetece.

Después de la sorpresa inicial el grupo se puso en marcha con más recelo que ganas y mascullando maldiciones entre dientes. Tras salvar algunos túneles, pronto descubrieron a la chica detenida en mitad de la oscuridad de un corredor.

—¿Qué diablos ocurre? —protestaba Torghâmen aún en la distancia nada más vislumbrar a la joven en mitad de aquel pasillo.

—¡¡Aquí!! ¡¡Vamos!! —Apremiaba ella agitando sus manos con las que animaba a apurar el paso—. Esta sección del muro conecta con el otro lado.

—Desde luego… —dejó escapar el sarcasmo uno de los enanos evidentemente irritado por la idea de una carrera en vano.

—Os digo que el espesor del muro es muy débil aquí —insistió ella con vehemencia acercándose hasta el grupo de Tuhsêkii y urgiendo con el gesto a que lo comprobaran por ellos mismos. Allwënn quedó frente a ella con la frente tensa a un palmo de la joven. No parecía agradado con que la chica hubiera decidido por su cuenta adentrarse en la oscuridad lóbrega de aquellos abandonados corredores.

—Y lo asegura una humana que apenas distingue su propia nariz en oscuridad cerrada —comenzó a reprenderle—. Lo que has hecho, niña, es tan peligroso como estúpido…

—¡Horrim! Es cierto. Vuestra humana tiene razón. —Allwënn quedó con su protesta en los labios.

—¿Cómo? —Cuando miró hacia atrás al menos tres enanos hacían la comprobación.

Los ojos de Claudia tenían un brillo de victoria y apretaba los labios para no sonreír, visiblemente orgullosa de su gesta. Allwënn la miró un segundo antes de volverse de nuevo hacia el grupo que estudiaba la pared.

—Es cierto. El muro es muy delgado aquí —aseguraba uno.

—Apenas un metro… y medio de espesor, tal vez, diría —le contestaba sorprendido el segundo.

—¿Pero qué estáis diciendo? —protestó el mestizo aproximándose hasta ellos como si el acierto de la joven no pudiese ser posible.

—No sé cómo diablos lo ha podido saber, sobrino. Pero tu amiguita dice la verdad —le corroboraba el mismo Ulffgar después de haberlo comprobado en persona—. Puedes atestiguarlo tú mismo, hijo. Este muro apenas tiene dos metros. —Allwënn se giró para mirar a la chica que no se había movido del sitio y le observaba con aquella misma mordida sonrisa. Allwënn la observó con una expresión desconcertada.

—¿Es… más delgado? —preguntó volviéndose de nuevo hacia el viejo y sus hijos sin acabar de creerlo.

—Si, no hay duda —añadía el tercero de ellos aún observando la piedra—. Este trozo parece de nueva fábrica. Las piedras son recientes…

—¿Recientes? —Allwënn no podía creerlo ni aún ante la evidencia. Todos se encontraban en la misma situación que el mestizo.

—Un momento. Dejad de lameros los traseros —intervino D’orim demasiado incrédulo como para resistirse a admitir aquellas palabras—. ¿Tratáis de decir que estamos media docena de malditos enanos en nuestros propios túneles y esta chiquilla ha encontrado un paso?

—Eh, nosotros hemos venido guiados por las vibraciones. —Protestó a modo de pretexto uno de los vástagos de Ulffgar—. Vinimos buscando actividad al otro extremo no el paso más cercano.

—En cualquier caso —continuó con el arrebato el primero—. Aun suponiendo que esta mocosa haya logrado encontrar un muro falso, cosa que dudo… ¿quién demonios asegura que eso da al subterráneo? Puede ser un pozo ciego, una antigua sala de trabajo. ¡Horrim! Puede ser cualquier maldita cosa.

—No nos hemos desviado tanto, D’orim —aseguró uno de los hermanos.

—Juraría que se ha cegado un corredor —opinaba otro, estudiando de cerca el paramento de aquel cuestionado muro.

Allwënn miró a su alrededor. Aún sin decidirse a despejar sus incógnitas por él mismo, prefirió acudir al silencio cómplice y ante las reservas del veterano guerrero no se atrevió a decir nada en su favor.

—Está bien. Salgamos de dudas —apremiaría Torghâmen para descongestionar aquella conversación—. Sea lo que sea lo que se esconda ahí, estará abierto en una hora. Podemos permitirnos la equivocación —apostó—. Avisad al resto, traed las piquetas y abramos esta boñiga de una vez. —Sus ojos pequeños y rasgados se fueron hasta la joven—. Y si tienes razón, niña, este enano te besará el trasero durante semanas, desde luego.

sep

Claudia se mantuvo apartada de las labores de aquellos recios enanos, muy concentrada en los esfuerzos ante ella. Permanecía muy atenta a cada nueva piedra que se extraía como si se jugara algo más que la credibilidad en aquella empresa. Yo la miraba con una expresión de asombro en el rostro. Desde luego no era la misma, no era la misma persona.

Por fortuna los enanos eran muy diestros en aquellas artes y el trabajo sobre aquel lienzo de muro resultaba significativamente más sencillo que las labores de desescombro y entibo que habían estado desempeñando en el corredor derrumbado más abajo. En esta ocasión, bastaba seleccionar algunas piezas del paramento, picarlas y extraerlas. La mayoría de ellas salían enteras. Apenas había dado la sensación de pasar el tiempo y ya se había abierto una oquedad suficiente para que un enano penetrase en su interior y tratase de extraer las piezas más profundas.

En una de aquellas ocasiones, Farrik, otro de los hijos de Ulffgar, que se encontraba en aquella ocasión dentro de la abertura del muro, logró arrancar la primera piedra del otro extremo divisando por vez primera el otro lado del muro. El firme sillar hizo un ruido grave y arenoso al despeñarse al suelo de la sección oculta.

—¡¡Ya está!! —exclamó con cierto regocijo. El resto de los presentes, con los enanos en primera fila, se aproximaron por inercia al hueco abierto en la pared—. He alcanzado el otro lado.

—¿Qué ves, hijo? —preguntó su padre. Aquel se esforzó por divisar el panorama polvoriento que tenía ante sí. Incluso frente la mirada de un enano el entorno se volvía turbio y penumbroso.

—Hay eco. Parece un corredor. Está muy oscuro y parece silencioso —aseguró aquel esforzando sus pupilas.

—¿Puedes ver algo más? ¿Algo que nos dé una pista de hacia dónde conduce? —preguntaría Allwënn, acercando su rostro al hueco. Su voz reverberaba entre los abocinados perfiles de aquella abertura en la piedra.

—Diría que continúa en línea recta unos metros y… parece ser que llega a un cruce, pero no estoy seguro.

Los que esperaban fuera se miraron entre ellos. Algunos ojos de tornaron hacia Claudia que ni ante la noticia de existir un paso tras aquel muro parecía haber relajado su postura expectante y seria. Gharin sería quien con mayor asombro la abrazó con sus ojos. Lo que acababa de hacer superaba cualquier expectativa que él pudiera haberse hecho de ella o de cualquiera de los humanos.

—Acabemos de abrirlo y pasemos. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —propuso uno de aquellos camaradas enanos. El viejo Ulffgar se dirigió de nuevo a su hijo quien no se había movido esperando una nueva orden con paciencia.

—¿Algún signo de movimiento o actividad al otro lado, Farrik, hijo?

Aquel tornó de nuevo sus ojos hacia la negrura del interior.

—Ninguno, padre. Todo parece muy tranquilo ahí dentro.

Los enanos que aguardaban fuera volvieron a mirarse entre ellos y devolvieron aquella interrogante dibujada en sus ojos a Allwënn que parecía no haber asumido nunca aquel inesperado cambio de estrategia.

—Acabemos de una vez lo que hemos empezado —dijo al fin.

Torghâmen no aguardó una nueva sugerencia y ordenó que se abriese lo suficiente el paso.

sep

Una docena de sillares después, la oquedad permitía cruzar a cualquiera que no tuviese grandes o gruesas dimensiones. Allwënn quiso ser el primero en traspasar el muro. Mientras él terminaba de calarse en su armadura, se colocaba el yelmo engalanado, aseguraba a su rostro la máscara y desenvainaba su espada predilecta, los enanos encendieron las antorchas que aún no se habían prendido y daban nueva lumbre a todas las linternas y lámparas que disponían.

El mestizo se internó por el agujero y atravesó el muro alcanzando el otro lado. Tendió una mano para recoger una de las lámparas que dejó en el suelo, junto a la forzada entrada y extendió la mano solicitando una antorcha. En efecto, era un corredor que encontraba una bifurcación apenas veinte o veinticinco metros más adelante. Esperó a que Torghâmen superase el hueco, y tras él, D’orim, con el rostro ceñudo y gesto malencarado, surgía agarrando con presteza su descomunal hacha de guerra. Les dejó asistiendo al resto, que comenzaba a salvar el paso uno a uno y decidió aventurarse por el recién derrotado pasillo. Había algo en aquella factura que le resultaba familiar. Caminó unos metros hasta la bifurcación, comprobando que el brazo de la derecha moría en breve en un muro. A su izquierda el pasillo continuaba unos metros para torcer de nuevo… pero algo se interpuso en sus sentidos alerta.

—¿Qué hay, Ternero? ¿Reconoces esto? —Allwënn se volvió para mirar al pequeño y recio guerrero enano que le preguntaba con el gesto sombrío. Le mandó silencio apoyando su dedo sobre sus labios.

—Escucha eso, tío D’orim… —le conminó. El enano se quedó un momento en silencio y arrugó su rostro esforzándose por percibir algo. Enseguida lo descubrió.

—Parecen golpes —aventuró el veterano Tuhsêk—. Piquetear en la piedra.

—Y viene de arriba. Apostaría mi cuello desnudo a que son los orcos. —D’orim esbozó una sonrisa sardónica al recordar a sus adversarios y miró con malevolencia la afilada y descomunal hoja que portaba entre manos como si aquella se impacientara con la noticia.

—Entonces, esa niñita tenía razón, después de todo.

—Me temo que sí, tío. Aunque ni tú ni yo sepamos cómo se las ha ingeniado. —Apenas unos segundos después aquella sección del corredor se llenaba del resto de los presentes.

—¿Escucháis los golpes? —Apuntaba Hirrim, recién llegado a la conversación—. ¿Son tus orcos, hijo? —Allwënn cabeceó una respuesta afirmativa.

—Creo que hemos alcanzado una parte del subterráneo —deducía el Ronco. Todas las miradas se fueron de nuevo hacia la joven. Yo que me encontraba a su lado sentí el peso de aquellas pupilas, pero ya no eran inquisitorias, ahora tenían un extraño halo de asombro y gratitud.

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Los ecos de aquellos golpes terribles se abrían paso en oleadas por todo el subterráneo ampliándose como tambores infames en las manos de aquellos mismos orcos de los que habían estado escondiéndose durante dos décadas. Lo que para muchos de los que allí abajo se estaban reuniendo, resultaba toda una vida. Aquellos pasillos se atestaban ahora de hombres armados, cubiertos por corazas enmohecidas que habían permanecido demasiado tiempo sin ver la luz. Eran rostros demasiado jóvenes como para saber con certezas a qué se enfrentaban realmente, o demasiado viejos como para conocerlo con demasiada exactitud. La tensión podía masticarse como la carne de un asado recién tostado sobre brasas. Abajo, en el refugio, las madres, hermanas, hijas de aquellos que se jugarían la existencia rezaban a los dioses olvidados, conscientes que muchos de sus seres queridos no regresarían jamás, si es que alguno lo hacía.

Lem atravesó la columna de valientes a paso decidido, todo lo deprisa que su pierna ausente le permitía. Apoyado al hombro recio del noble Odín. No se detuvo a contemplar aquel muestrario de rostros asustados y compungidos. Pronto alcanzó la primera línea. Allí ya no había refugiados. Eran los hombres de color que aquella pequeña princesa de los mares y su soberana consorte habían traído del otro lado del océano para morir junto a ellos. También estaban el puñado de carniceros de la arena que acompañaban a la bestia Legión en su atormentado peregrinaje. Había entre ellos una cuadrilla de enanos maceros cosidos a cicatrices, empuñando sus aceros rabiosos sedientos de carne y hambrientos de sangre. Y a los pies de aquella oscura escalinata que ascendía hasta el infierno, aquel medioenano feroz con sus armas desnudas, embutido en aquella coraza sangre con la que tantas veces había puesto precio a su propia vida. Tenían los ojos fijos al final de la pétrea escalinata, casi desafiando con sus pupilas la oscuridad que velaba el rostro de quienes les aguardaban para cazarles como alimañas de bosque. Había tal número de individuos apiñados en aquellos pasillos sumidos en el sudor y la oscuridad que los pulmones apenas si encontraban hueco para ensancharse los bastante para robar el viciado aire envenenado del subterráneo. Por eso no fue difícil percibirse de la llegada del herrero que avanzaba a trancas y empujones.

—Allwënn, Allwënn —llamó aquel viejo tullido con voz sólida—. El mestizo se giró para contemplarle. —Después de veinte años de olvido y silencio, llegas. Tu nombre sigue siendo sinónimo de guerra… y no menos de esperanza. Lleva la victoria a este pueblo mío que en ti y estos hombres ha puesto sus últimos duelos—. El herrero le miraba con aquellas pupilas rebosantes, firmes. Se volvió sobre sí y mostró un viejo y raído estandarte con las armas de la antigua ciudad de Tagar: la corona y la rosa púrpura. —Haz que vuelva ondear, aunque su destino sea morir hoy aquí con todos nosotros.

Allwënn recogió como pudo las armas bordadas con gesto sobrio, sin decir una palabra, pero su mirada lo decía todo. Uno de aquellos enanos arrebató la tela de las manos del mestizo.

—Yo soy el Holg’D’ahar, Ternero —bramó el Ronco con su atronadora voz—. Yo llevaré las armas de tu pueblo. —Y de un zarpazo, arrebató la bandera de manos del guerrero.

Allwënn asintió con un gesto y se volvió hacia el herrero.

—Sabes lo que me gustaría tenerte entre estas filas hoy, maestro.

—Lucharé en cada espada y moriré con cada hombre. No apures más. Ha llegado la temida hora de defender nuestro bastión ¡¡Enciende las filas, Faäruk!! —Allwënn se volvió a la extraña compañía.

Apenas antes…

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Estaban todos reunidos en torno a un círculo: Allwënn, los enanos de Torghâmen, Gharin, Keomara y A’kanuwe. También Legión y todos sus hombres. Todos rodeaban a Lem y algunos de sus oficiales, entre ellos Ben Malik y los viejos milicianos. Allwënn no se había dilatado en desmenuzar el despliegue de fuerzas del que había sido testigo durante su incursión furtiva a través del túnel. Lem y el resto le escucharon con atención durante toda su intervención. Muchos de los soldados de aquella guarnición escondida acabaron apiñándose alrededor de aquella improvisada reunión. Todo el mundo quería ser testigo, si no partícipe, de las noticias que allí se fraguasen.

—Ya has podido comprobar qué fuerzas disponemos aquí, Allwënn —intervenía Lem apenas el mestizo dejó de hablar, con cierto talante sombrío—. Apenas doscientas espadas, demasiado jóvenes o demasiado ancianas, pero lucharán con ardor por defender su hogar, aunque este apeste a tumba —aseguraba—. No nos queda otra opción, hijo ¿Qué tienes en mente?

Allwënn lanzó una mirada de barrido a aquella extraña reunión de guerreros. Habían escenificado sobre la roca con piedras de distinto tamaño un esquemático mapa de la planta del alcázar, suficiente para advertir en él la torre del homenaje, las murallas, las torres de defensa, el portón de entrada y las barbacanas. Ayudado de una pequeña vara de madera trató de demostrar la estrategia que había venido batallando en su cabeza, modificada por los últimos datos aportados por los refugiados de Lem.

—Ya lo hemos hablado entre nosotros, amigo mío. Lo cierto es que me inclino por la sugerente oferta de mis camaradas enanos y lanzar un ataque fulminante al gusto Tuhsêk —avanzó—. Una escuadra de choque, pesada, compuesta por los más capaces, avanzaríamos rompiendo su línea por la plaza de armas, tratando de centrar el ataque enemigo sobre nosotros. Y si la fortuna está de nuestro lado, empujarles hasta el portón del rastrillo —ilustró rayando con su madera hasta la informe roca que hacía las veces de portón—. Tus hombres, Lem —continuó señalándole con el palo entre sus dedos—, se dividirán en dos unidades que avanzarán por nuestros flancos. La mitad de cada una de ellas nos apoyará en el centro. Las otras mitades subirán a los adarves y tratarán de reducir a los hombres de las amenas. Los surkkos de Keomara y todos los arcos y ballestas que dispongamos limpiarán la torre y nos darán cobertura desde la corona y las ventanas.

—¿Quiénes compondrían esa escuadra pesada, guerrero? —preguntó uno de los oficiales del herrero. El mestizo miró a su alrededor, a todos aquellos rostros y miradas endurecidas y ajenas que tenía en el pensamiento.

—Estoy pensando en todos cuantos no formamos parte de vuestra… milicia subterránea, soldados —comentaría Allwënn a falta de un apelativo más idóneo para identificar a aquel reciclado grupo de combatientes humanos—. Los enanos que vienen conmigo fueron los oficiales de la escuadra de maceros de mi padre. Ellos dirigirán el ataque. D’orim es el Has’kar, nuestro ariete. El resto nos limitaremos a cargar tras él. —Allwënn tornó su mirada hacia aquel atlas escarificado en el que se había convertido su viejo amigo—. Tus hombres, Robhyn, tienen muy buena traza. Sería grato que nos acompañaran en la carga. —Berkem bramó una maldición en voz alta y escupió al suelo para todo aquel que pensase que sólo los Tuhsêkii iban a divertirse en aquella fiesta. Casi a descompasado coro, el resto de los hombres de Legión exigió su presencia en la primera fila. Robbahym le dedicó una sonrisa expresiva a su mestizo compañero a quien bastó aquel gesto como respuesta.

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Claudia y yo asistíamos a aquella reunión desde unas rocosidades cercanas. Ella observaba con gesto serio y yo aprovechaba para tomar algunas notas en mis cada vez más numerosos manuscritos. Los habitantes de aquella aldea rumiaban sus miedos en una tensión evidente. Lem ya había procurado su cobijo y amparo separándoles y concentrando a las mujeres, niños, enfermos y ancianos en los lugares más inaccesibles del refugio. Con todo, la noticia de nuestra llegada había alterado aquella disposición. Cuando aparecimos nos recibieron como libertadores, como si nuestra mera presencia bastase ya para hacer desaparecer la amenaza.

Apenas ambos grupos se unieron en las cámaras de guardia, los abrazos y reencuentros eclipsaron todos los males. Entre aquellos recién llegados y quienes defendían las profundidades había muchos que no se veían desde hacía años y otros quienes no esperaban haberse encontrado allí. Allwënn se encontró realmente emocionado de tropezarse de nuevo con Robhyn, a quien a pesar de su radical cambio seguían uniéndolo historias y recuerdos demasiado profundas como para que Claudia o yo pudiésemos llegar a ellas solo a través de aquellos primeros gestos y palabras. La presencia de Torghâmen fue muy celebrada, especialmente por el gigante escarificado que reiteró el gozo que en ello encontraría Rexor, de seguir entre ellos, pues había dejado patente su intención de sumarlo a la causa en breve. Gharin desde luego, se llevaría buena parte de los abrazos más entusiastas, felices de encontrarlo a salvo. Él remitiría todos los méritos a su fiero compañero de armas y a Keomara. La presencia de la ahora madura ladrona también fue objeto de mención. Su regreso, ni el propio Rexor lo aventuraba en sus más generosas predicciones. Pero hubo poco tiempo para los relatos, apenas para confesar que habían perdido contacto del Shar’ y el Venerable en las aguas remotas y de que el grupo de refugiados de Keomara esperaba temeroso en los abrigos que abrían las faldas del reino de ’Tûh’Aäsack.

En aquellas salas de guardia nos esperaban un nutrido grupo de soldados de Lem y la mayoría de los hombres de Robbahym. Nos informaron que habían sentido nuestra presencia en el túnel derrumbado y decidieron dejar de trabajar temerosos ante la duda. Los guardias que vigilaban la entrada se percataron de nueva presencia en los túneles anexos. Todo aquello les desconcertó y prepararon una respuesta, por si los orcos habían encontrado alguna otra manera de penetrar en el subterráneo.

Gharin se apresuró a contar los motivos que les llevaron al cambio de estrategia. Todos se mostraron gratamente sorprendidos de conocer sanos y salvos los rostros de aquellos dos humanos que habían motivado la separación del grupo de Rexor. Tanto Claudia como este que os narra la historia nos encontramos sobrepasados por los gestos y palabras de aquellos nobles guerreros. Debo admitir que sus presencias resultaban abrumadoras. En el interior de aquellos pasillos, pobremente iluminados al calor de las antorchas que nosotros portábamos y rodeados por los pintorescos soldados de Lem, aquellos seres gozaban de un aspecto sobredimensionado que se enturbió por la sobredosis de abrazos, palabras y caras que se acercaban y separaban en un breve intervalo de caos. Pero una vez fuera, en el espacio abierto de las cavernas interiores, iluminadas uniformemente por las antorchas y por aquella iridiscencia plateada que proporcionaban las piedras luminiscentes del techo, aquellos hombres se nos descubrieron en todo su esplendor.

Confieso que tardaría tiempo en lograr apartar la atracción que suponía para mí el desmesurado y cicatrizado torso de Robbahym de Crym, a quienes los suyos llamaban «Legión». Su anatomía exagerada hasta un extremo difícil de imaginar convertía en comparación al más fornido en los frescos de Miguel Ángel, al Hércules Farnesio o a cualquier otro titán representado por el hombre en poco más que mozalbete enflaquecido y delgaducho. Si bien, de su rostro severo y endurecido emanaba una nobleza y candidez reconfortante. Estampas como la del toro Hiczo o la del saurio Xixor son de las sobrecogen los sentidos y perduran en el recuerdo. Nuestro Odín, hasta entonces nuestro paradigma de estatura y musculación, no resultaba ante aquellos tres colosos, apenas digno de mención.

Los Hermanos ‘Hallaqii, por cierto, tardaron poco en congraciarse con la manada de deslenguados Tuhsêkii que traíamos con nosotros como si fuesen amigos de siempre, parientes o de clanes hermanos… y lo cierto es que era la primera vez que se veían. Ya se sabe de los enanos y su curioso sentido de la fraternidad.

Abajo nos esperaba el viejo Lem, quien prodigó innumerables y regocijantes abrazos a todos los recién llegados. No importa cuán buena hubiera sido la imagen preconcebida que tanto Claudia como yo nos hubiésemos hecho por los comentarios que, en las últimas jornadas, tanto y tantas veces habíamos escuchado sobre él. Todos ellos pecaban por defecto, aunque poco tiempo hubo para prolongar aquella concurrencia. El mestizo de enanos se las arregló pronto para abordar la grave situación y luego de animar al cuantioso grupo de refugiados que habían salido de sus escondrijos para recibirnos, se propició aquella reunión que ahora tenía lugar solo a unos metros de donde nos sentábamos, cuya realización no esperó el regreso de los muawary y el resto de los exiliados isleños de Keomara.

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Mentiría si no reconociese que sería el encuentro con Odín quien se cargó de mayor significado, en especial para mi joven acompañante. Le encontramos en las salas de armas, junto al resto de guerreros… y bien digo, junto a ellos. Como uno más dispuesto a colaborar en aquella improvisada defensa.

Su imagen sólo se acercaba a la de nuestro recuerdo en aspectos muy generales: ya no lucía bigotes sino una frondosa barba rubia. Su cráneo pelado sólo existía en las imágenes que nuestra cabeza retenía de él antes de nuestra forzosa separación. Sin embargo, como Claudia pronto presintió, aquellos eran los cambios superficiales, ni siquiera los más evidentes. Había adelgazado, sus músculos se habían endurecido y afirmado, vestía ropas de batalla y cargaba armas como cualquiera de los allí reunidos. No como la primera vez que sujetó un asta de madera coronada de acero o la primera vez que cubrió su cuerpo con los despojos malolientes de aquel ogro caído… ahora aquellas armas de muerte parecían formar parte de él. Se sentía a gusto con ellas en sus manos. Confortado, protegido…

Su mirada había cambiado, también sus gestos.

Él la abrazaría con tanta fuerza que temí la partiera en dos con sus brazos de oso y enseguida le advirtió que la veía mucho más guapa. Sin duda lo estaba. Claudia estaba bellísima. Nada que ver con aquella jovencita del principio de mi historia, pero lo que Odín había descubierto en ella eran esos mismos cambios que nosotros delatábamos en él. También el cuerpo de mi compañera se había definido y endurecido ¿Cómo no hacerlo con semejante vida? Su nuevo atavío, flexible y acomodado a la silueta de su cuerpo le aportaba un sensual atractivo y saberla poseedora de uno de los filos de Ishmant le llamó poderosamente la atención, aunque no le hizo comentario alguno por entonces. Su cabello negro había crecido por debajo de sus hombros y adquirido un bello bucle. Su rostro parecía iluminado por una nueva fuerza que parecía emanarle desde dentro. Era esa la belleza que él vislumbraba en ella. Esa mágica energía que hacía de aquella muchacha que otrora conociese en tan malos lances se fuera volviendo ante mis ojos toda una fascinante mujer, con todo su embrujo, secreto y misterio…

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—¿En cuánto tiempo crees que tus hombres estarán aquí? —preguntó Lem a Keomara que parecía estar pensando en otra cosa cuando el viejo herrero la abordó. Ella se había apresurado a contarle la necesidad de socorrer a los hombres y mujeres que esperaban helados de frío en algún lugar del Ghar’al’Aasâck aguardando su retorno. Las lanzas del grupo de guerreros surkkos, avezados en las luchas en el mar, suponían un atractivo ingrediente a las fuerzas que pretendían recuperar el alcázar. Al tiempo, ella lograría al fin sacar de la incertidumbre de las nieves a sus familias. Lem se apresuró a organizar una partida, aunque los enanos, en especial Ulffgar, solicitó de sus hijos aquel favor. Los hijos de Ulffgar acompañarían a la Reina-Sombra hasta el lugar donde los suyos esperaban y los traerían hasta aquí tan pronto y tan rápido como permitiesen las fuerzas y las piernas. Es por eso que aquellos guerreros ya contaban con las lanzas y alfanjes de aquellos hombres oscuros durante su reunión.

Allwënn contestó a la pregunta del herrero.

—Si se apresuran, quizá una jornada, dos, a lo sumo. La guía de los Tuhsêkii corre a nuestro favor.

Tardaron incluso menos…

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No puedo asegurar el tiempo exacto, pero apenas si tuvimos sensación de ausencia. El periodo que estuvimos aguardándoles no pareció darnos para mucho. Descansamos y comimos lo que pudimos. Allwënn, Gharin y Keomara hablaban con Legión y sus camaradas. Tenían mucho qué contarse y muy poco para disfrutar con ello. Supongo que hablaron del destino que les había vuelto a unir y sobre todo de aquel empeñado en conseguirlo, Rexor. De la urgente premura con la que dejó el alcázar en compañía de Alex. Les dejamos en la intimidad de sus asuntos. Parecían enormemente felices con el reencuentro, aunque aquel apareciese cargado de malos augurios. Claudia y yo, en compañía de Odín, que hizo de nuestro improvisado guía, nos mezclamos con las gentes del refugio. Siempre volvía a ser sorprendente que a pesar de habernos abandonado nuestro «don de lenguas», nos entendiésemos a la perfección con aquellas gentes sencillas, de sincera y hasta vehemente hospitalidad a pesar de su desgracia, marcadas por el dolor y el sufrimiento. Claudia pronto se mostró entristecida con las historias terribles que contaban, con aquellas irreparables experiencias vividas. Así como de su degradada calidad de vida, hacinados, sin espacio, higiene y sin luz del sol. Eran hombres y mujeres envejecidos prematuramente, cruentamente pálidos. Rostros marcados por el sufrimiento que nos hicieron contemplar un nuevo aspecto de nuestra amiga, como si pudiese robar su dolor y ser partícipe de él en carne propia. Pronto notamos cómo ella se sumía en un silencioso pesar, impotente y hondo… quizá era la primera vez que palpábamos de manera visceral y evidente los estragos de aquella dolorosa guerra de la que tanto habíamos oído hablar y que hasta entonces nos seguía pareciendo lejana y ajena. Un dolor que nos marcaría para siempre en el ánimo… especialmente a ella.

En uno de aquellos momentos de soledad Lem se nos acercó.

—Celebro conoceros, muchachos. El viejo Rexor me habló mucho de vosotros. Es una lástima que no esté aquí para veros con sus propios ojos, ni vuestro amigo tampoco. —No tardamos en preguntarle por ellos y él nos aclaró enseguida nuestros temores. En la mirada de aquel gigante tullido y anciano podía divisarse un interés velado, como si nos estudiase a fondo. De hecho eso hacía.

—Los enanos me han contado tu proeza en esos túneles, joven Claudia. —Ella se sonrojó y le restó importancia al asunto—. ¡Oh, no deberías hacerlo! Pocos son capaces de dar una lección a un enano en su propio terreno. —Después se volvió hacia mí.

—Esto es para ti, muchacho. —Lem me obsequiaba con un grueso fajo de pergaminos. Llegaban en buena hora, prácticamente había gastado todos los que pude sacar de aquella isla—. Me han dicho que tú serás el cronista de esta batalla.

—Bueno, Señor —le confesé balbuceante—. Ese es un proyecto a largo plazo que he iniciado hace poco. Apenas si tomo algunas notas sueltas.

—Los dioses quieran que culmines tu empresa victorioso. Espero haber podido contribuir a tu empeño. —Y aquello me dio renovados entusiasmos. Tuve la sensación de que nos había estudiado. Lo que en ningún momento pude asegurar entonces era que también nos había descartado de sus propias cábalas…

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Odín regresó pronto acompañado. Nos había dejado asegurando que había cierta persona a la que le haría mucha ilusión vernos sanos y con vida. Era Forja. Se encontraba montando guardia en el túnel derrumbado y no sabía aún de nuestra presencia. Al verme corrió a abrazarme con fuerza.

—¡¡Jäer!! Por los cabellos de oro de la Dama Gwydeneth ¡¡Estás vivo!! ¿Y Akkôlom? —tuvimos que contarle el infortunio en los mares y su rostro se ensombreció de súbito.

—¡Que vuestros dioses me fulminen si es del tipo de hombres que se dejan tragar por el mar! —le dije en un arranque de honestidad.

—¡Jäer…! —dijo ella asombrada. ¿Qué le ha pasado a tu…?

¿Qué quieren que les cuente…? Ahora ella también sabía que nunca más habría motivos para que aquella mujer de cabellos de fuego pudiera llamarme con honradez «el de las mil lenguas».

—Tenemos que daros una noticia —anunció con orgullo nuestro gran amigo. Entonces nos confesaron su relación y todos nos alegramos por ellos. Sin embargo, noté un halo de tristeza en los ojos de Claudia, como si después de aquella noticia se hubiese cruzado un umbral de difícil retorno. Empezábamos en enraizarnos en aquel lugar… y ella no sabía si eso resultaba positivo o negativo. Sin duda, parecía inevitable. Pero su tristeza era un daño colateral. No sabía por qué había vuelto a tener una imagen de aquel mestizo. Le buscó con la mirada. Estaba abajo, cerca del lago. Hablaba con Gharin. No sabía por qué al saber a su viejo amigo comprometido, echando raíces inevitables en aquel lugar a pesar de todos los dramas, el verle feliz al confesarlo y notar la mirada enamorada de Forja… había pensado en él.

Como otras veces se sorprendió de que su mirada y aquellos sentimientos que la envolvían fuesen capaces de sustraer al mestizo de su conversación y obligarle a mirarla, a pesar de la distancia.

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Gharin también buscó aquello que le robaba la atención a Allwënn en mitad de una conversación. Descubrió a la joven en aquel grupo distante sobre una de las rampas clavando su mirada en él.

Suspiró.

—Últimamente la miras… mucho —le dijo en cuanto los ojos de su compañero regresaron a él a poco que Claudia volvió a esquivarle—. ¿Hay algo que quieras contarme, amigo?

Allwënn pareció restarle importancia con un gesto.

—Hay una batalla que preparar, Gharin. —Pero los ojos del mestizo volvieron a escaparse. Gharin se mordió los labios.

—Claro. —Pero sabía lo que veía en ella. Lo supo desde el primer momento. Y aún no se había atrevido a sacarle el espinoso tema desde que la conocieron.

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Poco después llegaron los guerreros de ébano y el asunto volvió a cobrar de nuevo un cariz tenso recordándonos a todos el siniestro problema sobre nuestras cabezas.

Apenas tuvieron ocasión de sentirse instalados. Apenas hubo momentos para que los ancianos, los niños y algunos de los más enfermos o heridos recibiesen las primeras y más básicas atenciones. Los guerreros venían aleccionados. A’kanuwe ya les había puesto en antecedentes sobre la amenaza y aquellos llegaban dispuestos a ocupar su puesto en la gesta.

Describir aquellos primeros instantes de encuentro me resulta francamente difícil dado que ante mis ojos se cruzaban dos mundos extraños y culturalmente separados por mucho más de los cientos de kilómetros que distanciaban las faldas del Tuh’ Aasâck de las arenas de los desiertos del Armín. Aquellos refugiados del norte veían a esos guerreros oscuros como aliados y sin duda salvadores, pero su presencia en aquellas latitudes, allí, bajo la lápida del alcázar resultaba tan extraña como fascinante. Muchos de los hombres y mujeres de la vieja Tagar jamás habrían visto en toda su vida un solo muawary en condiciones normales, sin contar con que muchos de los allí presentes jamás habían conocido tan siquiera a otro semejante distinto de aquella comunidad sepulta. Así que cuando esas doscientas almas aparecieron con sus telas del color de la sangre, sus anillos de oro, sus cabellos trenzados cubiertos de barro endurecido, sus mujeres cargando a sus niños en bolsas sobre sus espaldas, sus lanzas, sus plumas y sus shamanes desdentados y ciegos, se contuvo el aliento y las miradas de asombro antecedieron a los comentarios. Más aún crecería el estupor cuando aquellos altísimos y recios hombres de pintoresca belleza comenzaron a preparar sus cuerpos, casi como en un ornamentado ritual, con las blancas pinturas de la guerra. Aquella escena alcanzaría su cenit ante los cautivados ojos de aquella población ermitaña cuando, al grupo de hombres, se le unieron, inconcebiblemente para aquellos que los miraban, muchas de las mujeres más jóvenes.

Los muawary suelen decir que este o aquel otro asunto es lo bastante grave como para «hacer que las mujeres tomen la lanza emplumada». Es decir, que ellas también vayan a la guerra. Para este pueblo nómada y pastor de costumbres guerreras, que la mujer deje el hogar y los hijos para acompañar a los hombres en la lucha significa que se juegan su propio lugar en el mundo. Ningún guerrero muawary osaría jamar reprender a una mujer que decide «tomar la lanza» pues son conscientes jamás lo hacen sin un motivo de peso. Ellas eran llamadas «Oht‘Rastssany», las doncellas de la muerte, la guardia pretoriana de la Reina-Sombra y ningún hombre tenía derecho a mirarlas directamente a los ojos cuando vestían la «S’arria», la toga del guerrero.

Todo aquel mosaico de costumbres tribales discurría ante la fascinada mirada de aquella gente campesina y sencilla. Turbada frente al tremendo choque cultural, pero a la vez extrañamente orgullosa de la escena que con tanta admiración se daba cita ante ellos.

El resto de improvisados guerreros ya se amontonaba allí y ninguno, a pesar de lo lejano que a muchos les parecía, tuvieron objeción alguna en que el Sirthe’Amankha purificase con sus cánticos y danzas los espíritus en torno a ellos y atrajese la mirada de los ancestros guerreros para que lucharan a su favor en aquella desigual batalla. Los rezos del shamán ya preparaban el tránsito de aquellas almas que jamás regresarían de la superficie.

Los que quedaban, exiliados de la ciudad de Tagar y gentes del desierto, lo hacían unidos a pesar de sus diferencias. Bajo la misma pena, dolor y desesperación. Me quedo, pues, con la unión que de aquellos dos mundos condenados a no haberse encontrado jamás, unidos en la misma tragedia. Y supe, en aquellos mismos inciertos instantes que nosotros, esos extraños humanos que invadíamos su mundo sin saber aún por qué ni cómo, éramos al fin, los últimos responsables de aquella unión… pues a través de nosotros se tejía toda la historia.

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Odín se había retrasado ultimando sus preparativos y se apresuró a acoplarse entre el reguero de jóvenes soldados que marchaban a incorporarse en la tropa que se concentraba a los pies de la cegada escalinata. Al pasar por uno de los muchos túneles escavados en la roca creyó ver el resplandor anaranjado que despide la luz de las antorchas, descubriendo una cámara que había pasado hasta entonces desapercibida. Extrañado, se sintió llamado a saber de la naturaleza de aquel lugar y cambió su rumbo. A pocos metros, el túnel giraba brusco y desembocaba en una pequeña capilla privada. Un par de coronadas antorchas eran las responsables de la parda y pulsante iridiscencia. Algunas intensas hierbas quemadas le aportaban un aroma pesado que volvía rancia y pesada la atmósfera de aquel lugar. Una escultura presidía la sala. Era la cabeza y torso de un varón barbado de gesto autoritario y noble enfundado en un solemne atavío de guerra. A ambos lados, los muros se cubrían con el ajado cuero de los gastados volúmenes de dos altas bibliotecas. Pero lo que más impresionó al fornido humano fue encontrar a una figura, de espaldas y arrodillada cubierta por una fantástica y brillante armadura cargada de honras y galones, rematada por un soberbio yelmo alado, penachazo de blancas crines que caían sobre el largo vuelo de una capa carmesí. Reconoció al hombre que la enfundaba aún antes de que alzara pesada y torpemente su arrogante estatura y se diese la vuelta para comprobar quién llegaba en tan amarga hora.

—¡Maestro Lem! No… no quería molestarle. —Aquel viejo y solemne guerrero parecía haberse transformado. Odín pudo captar sin problema la magnificencia de aquel hombre ajado, embutido en tan solemnes galas. Y fue partícipe, aunque sólo fuera por un instante de la gallardía que inspiraba verlo, incluso así, tullido y derrotado. Le imaginó, por un momento, sólo veinte años atrás… y se sintió fascinado ante aquella recreación de su mente.

Lem sonrió con dolor.

—Me alegra que precisamente tú hayas encontrado el rincón más sagrado en estos corredores muertos para este viejo y cansado Jerivha.

—¿Ese busto…? ¿Todos estos libros…?

—… son parte de mi linaje. Aquí rezo y pongo mi alma en paz con el viejo jerarca —reconoció haciendo un gesto que señalaba al sobrio pedestal. Se refería necesariamente al Dios Jerivha, representado en el busto, que según contaban había sido el primer Dios de Dioses, jerarca de los Divinos, antes de ser reemplazado por su nieto Yelm… y olvidado por los hombres—. Los libros… —sonrió— sólo son relatos y hazañas de la Extinta Orden. El legado que guardo para que no caigamos, como él, en el silencio del tiempo. Si otras fueran las circunstancias te invitaría a leerlos, pero quizá este sea nuestro último encuentro en esta vida, hijo… y si volvemos a vernos ante la mirada de los Dioses en el Banquete de Ancestros quizá ya no te interesen las gestas de este puñado de rancios guerreros.

—Me interesarán —le dijo aunque sólo fuese por concederle un último momento de felicidad—. ¿Vendrá con nosotros? ¿Vendrá a la batalla?

El acorazado herrero volvió a sonreír con amargura.

—No, no, muchacho. Apenas puedo moverme con tanto hierro —admitió derrotado—. Tengo que apoyarme en el mango de mi martillo para no caer sepultado bajo el peso de la coraza. —Odín supo que aquella era una dolorosa confesión para alguien que una vez se ganó el sobrenombre de «Invicto». Miró el martillo al que el guerrero se refería: Un pesado artefacto de piedra con un mango de la estatura de un hombre. Aquel se dio cuenta de dónde se marchaban los ojos del muchacho—. Apenas podré esgrimirlo con esta mano de madera. Si todo sale mal en esta hora funesta me encontrarán aquí, ante la mirada de mi Señor. Quemaré estos libros antes de darle el privilegio de hacerlo ellos mismos y machacaré los sesos de los dos o tres primeros que traten de pasar sobre mí. Luego, moriré como el resto de los que van a subir ahora esas escaleras. Como el resto de esta pobre gente que ya llora a sus muertos.

—Venceremos, maestro —manifestó con solidez el rubio vikingo. Lem carcajeó.

—Me gusta tu actitud. Hubieras sido un magnífico Jerivha, hijo… creo que me lo has oído decir en más de una ocasión. —Odín cabeceó una afirmación—. Acércate —le pidió con un gesto—. Ayuda a esta vieja reliquia a dar unos pasos más. Quiero despedirme por última vez de mis bravos muchachos.

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Regresé entonces a aquella escalinata en aquel impás de tregua antes de la batalla…

Todos se habían concentrado ya.

Allwënn se volvió desde la primera línea y miró con decisión a la numerosa concurrencia. Muchos no verían un nuevo amanecer. Quizá todos estaban ya condenados de antemano. Sintió cómo todos ponían sus ojos en él y supo que para muchos aquellas palabras que iban a surgir de su garganta serían las últimas que escucharían en vida. Hubo un momento de duda y pesar. Y la gran responsabilidad que se cargaba sobre sus hombros le pareció por un instante insoportable. Pero aquellas miradas llenas de esperanza, aquellas miradas suplicantes pedían a gritos ser encendidas por una llama vigorosa para al menos ser capaces de poder mirar la muerte a la cara cuando llegase la temida hora y no desfallecer ante su oscura presencia. Esa era la misión del arengador Tuhsêk, del Faäruk con el que su padre se ganó un nombre por derecho propio entre los suyos y cuyo respeto, incluso después de su muerte, sus hombres seguían venerando. Debía darles motivos para vencer… o para morir… Aquella era la gesta del Faäruk, aquello era lo que se esperaba de él. Respiró hondo y lanzó su mirada más grave a cuantos hombres se marcharían en aquella decisiva jornada…

—¡Todos sabéis lo que tenéis que hacer! No habrá gloria este día, sólo muerte. Los Dioses no nos mirarán hoy… estamos solos. ¡¡Solos!! Vosotros y los aceros que empuñáis. Solos con vuestro corazón. Detrás de esta piedra sobre nuestras cabezas una legión de orcos nos espera. Ellos no tendrán piedad de vosotros. No esperan piedad por vuestra parte. Si hoy morimos, nuestros cuerpos serán dados de alimento a los buitres. ¡Así que solo podemos ganar! Ellos tienen el favor de su oscura Diosa. Nosotros sólo nos tenemos a nosotros mismos. Y yo prefiero al aliado que puedo ver y sentir a mi lado en la batalla… que sangra y muere conmigo. Hoy no lucháis por un rey, ni por una patria, ni por una bandera. Vuestro rey, vuestra patria, vuestra bandera hoy es vuestro valor. Eso será lo único que os quede cuando os encontréis con la fría mano de la muerte en vuestros hombros. Poco importa si esta llega hoy o dentro de cien años. ¿Qué le diréis entonces? Yo sé lo que le diréis. Diréis… yo luché aquella mañana indolente de invierno en el Alcázar de Tagar, superado en número, pero nunca en coraje y valor. Aquella mañana defendí mi vida y la del guerrero que combatía y moría a mi lado. Defendía a su madre y a sus hermanas. Defendimos nuestras raíces, nuestra tierra, a nuestros hijos. Ante esa determinación ¡Vuestra determinación! Esos orcos se estrellarán contra una muralla. Sois muralla. ¡Somos muralla! Decid conmigo: Nos negamos a la extinción. ¡Desangremos a esas bestias sin honor hasta que su sangre derrita las nieves de estas montañas! ¡Rugid, bravos, hasta despertar a los dioses inclementes y obligadlos a arrodillarse ante vuestra gesta! ¡Morid o entrad en la leyenda!

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Las gargantas enaltecidas de aquella hueste ecléctica bramaron con furia.

—¡¡Abrid la losa!! —Sonó su orden apenas audible entre la marea de gargantas. La piedra muda e inerte comenzó a cobrar vida sobre sus cabezas. La primera línea de luz penetró en aquellas profundidades.

—¡¡Ariete!! —gritó el mestizo.

—¡Cien cabezas! —respondieron los enanos al unísono. D’orim despeñó un cántico de guerra con su voz rota desde aquellos pulmones hirvientes antes de comenzar la ascensión. El Ärunnah volvía a rugir entre los muros.

—¡¡Nig Arhd’Äru!!

Beliar, el Ronco, enarbolando las armas de Tagar la secundó apenas después y con él el resto de aquella descarnada hueste de enanos rabiosos.

—Vig Thargën Ig’Äru…

Apenas hubo brecha, el ariete se derramó bramando. Pronto, la turba entera de hombres se apresuró a seguir su encolerizada estela.

Había empezado todo.

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Resultó obvio que aquellos orcos, machacados por el esfuerzo, no esperaban la furiosa invasión que desde las profundidades ascendió por aquella piedra mordida a golpes de pico y músculos. Apenas tuvieron tiempo para desprenderse de sus pesadas herramientas de trabajo y aferrar las armas. Era como si aún conscientes de que probablemente no tenían más escapatoria que atravesar aquella fosa común que les encerraba en vida, no la hubiesen concebido como una posibilidad real. Cuanto menos esperaban que lo que surgiera de aquella boca hacia las profundidades fuera una manada de enanos enfurecidos dispuestos a llevarse por delante cuanto se interpusiera en su camino.

Y así fue.

Nuestro ariete de batalla demostró con creces que llevaba media vida cargando sobre sus espaldas la responsabilidad de dirigir las cargas y abrir la brecha en las filas enemigas. La docena y media de esforzados orcos que se daban cita en aquel vestidor no resultaban para nada comparables a las murallas de hombres que aquel endemoniado enano acostumbraba a batir. Los más próximos acabaron desangrándose en el suelo antes siquiera de ser conscientes de lo que quedaba por llegar. El resto fue pronto superado por las espadas que no dejaban de surgir de aquella grieta abierta al alcázar. En breve, aquella sala distribuidora se llenó de hombres y Allwënn, que había asumido la dirección de aquel batallón, no aguardó a que todos alcanzasen la superficie para repartir las órdenes que ya todos conocían.

—¡Gharin! Guía a los lanceros hacia el interior de la torre. Eliminad toda resistencia y proporcionarnos fuego de cobertura con cuantos arcos dispongáis. —El rubio semielfo asintió con un enérgico golpe de cabeza y no esperó para empezar a dar órdenes y comenzar el ascenso con cuantos muawary había dispuestos. La batalla en las cámaras aledañas continuaba mientras ellos hablaban y los enanos ya daban cuenta de los primeros enemigos dentro de la vetusta construcción de piedra—. ¡General Malik! —le decía al más veterano y respetado de los mandos humanos—. Reúna los restos de la vieja milicia y salga tras nosotros hacia las murallas del flanco derecho. ¡Sargento! Sus hombres al flanco izquierdo. Eliminen a los arqueros. —Entonces se volvió hacia la veterana ladrona que acababa de asomar—. Keomara, eres la más rápida de los nuestros, sabes lo que tienes que hacer.

—Llegar a las barbacanas y cerrar el portón —contestó ella.

—A’kanuwe y sus ‘Rastssany te servirán de apoyo. Corre como el viento.

—Yo la seguiré. —Allwënn desvió la mirada y su mente tardó en ubicar a aquella mujer que habían embozado su rostro con un pañuelo y dejado que su cabello oscuro le enmarcase el rostro para sólo desvelar de él aquellos profundos ojos negros. No debería estar allí. En su cinto colgaba el filo de Ishmant… era como si su esencia estuviese en ella, en aquel cuerpo embozado y curvilíneo y le mirase a través de aquellos negros ojos de mujer.

Claudia no esperó una protesta del mestizo.

—Odín combate con vosotros y yo combatiré también. Puedo seros útil.

Allwënn tuvo un instante de duda… la había visto entrenar con Ishmant y luego llegó a acostumbrarse a verla practicar en solitario sobre la cubierta de aquel malogrado barco. Sus movimientos se habían afinado. La esencia del monje se adivinaba en ella… había sido entrenada por el más capaz, pero aun así, él se resistía a alejar de su mente la primera imagen de aquella ingenua joven mujer a la que se había acostumbrado a proteger. Quizá ni siquiera fuese eso. Quizá había algo más obvio, más evidente que la dureza de su corazón malherido no le dejaba creer. Quizá fuese tan sencillo como que aquella niña le importaba, no quería que sufriese daño alguno, que no se expusiese a pesar de creerla capaz… Quizá, de alguna inexplicable manera, le aterraba la posibilidad de perderla de nuevo. Sin embargo, Claudia se adelantó a sus pensamientos.

—Sabes que ni siquiera necesito tu permiso. —Keomara aguardaba en un silencio expectante. Allwënn cruzó su mirada con la joven embozada y luego la pasó a su vieja camarada.

—Está bien, pero manteneos todo el tiempo posible detrás de la vanguardia y dejad que las flechas y lanzas despejen el camino. —Sintió como las pupilas de la joven humana le daban las gracias en secreto.

—¿Tú también? —En esta ocasión Allwënn se refería a mí, que llegaba desarmado y temeroso a colocarme tras ellos—. ¿Nadie parece tener un poco de juicio?

—No, señor. Pretendo alejarme lo posible de la batalla, pero no puedo contar algo de lo que no soy testigo. Si todos morimos hoy ¿qué importa que sea un poco antes? —sé que no le había convencido, pero me salvó la campana.

—¡¡Sobrino, esta planta está asegurada!! —comunicó Torghâmen ante las puertas cerradas de la torre—. ¡¡Aprisa!! Nuestra sorpresa no durará para siempre.

Allwënn se apresuró en llegar hasta la cuadrilla enana dejando la conversación a medias. Interesadamente tomé aquella ausencia como un permiso explícito. Uno de los hermanos abría levemente la hoja del portón para escudriñar el exterior. Allwënn lanzó un rápido vistazo al grupo de cabeza. Estaban todos: Los enanos, Legión y la mayor parte de sus poderosos guerreros. La joven Forja subía en estos momentos junto a otro grupo de lanceros oscuros que se sumaría al encabezado por Gharin, pero allí, junto a ellos, se encontraba Odín, portando un martillo de guerra que los ojos del mestizo reconocieron de inmediato.

—Ha llegado el momento de probarse, hijo —le diría al irreconocible humano. Odín supo que en los ojos de aquel visceral guerrero había una mirada de igual. Se había ganado el respeto de aquellos hombres y ahora era el momento de hacerse merecedor de ello.

Las puertas de la torre se abrieron. En el exterior, el día amanecía aún sin la presencia de los gemelos en el horizonte. La sangre cubriría aquellos suelos nevados antes de que ninguno de los astros alcanzase el borde de la tierra… Y aquella torre durmiente comenzó a despeñar guerreros sedientos de batalla dispuestos a entrar en la leyenda.

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Allwënn miraba el exterior del perímetro amurallado desde las almenas que coronaban las murallas de aquel bastión indomable. Las lanzas de los soles gemelos hendían con timidez los restos de aquel campo de batalla. Docenas de cuerpos sembraban los pies de la muralla en un reguero que se dilataba marcando el radio de alcance de las flechas aliadas. Muchos fueron los amigos y camaradas que se fueron acercando al bravo mestizo para felicitarle por la gesta, aunque él les devolvió a todos el cumplido. La victoria pertenecía a todos y cada uno de los que allí habían sangrado y hecho sangrar aquella mañana tibia de invierno. Ahora se encontraba solo, aunque muchos habitaban aquel adarve organizando las arduas tareas que seguían a la victoria. El mestizo quedó solo con sus propios pensamientos y recuerdos, dejándose acariciar por aquella fresca brisa que llegaba desde los nevados montes enanos.

—¿Me has llamado? —La voz de Gharin sacó al mestizo de aquella ensoñación y le obligó a encadenar los pensamientos por los que había hecho convocar a su compañero de lides.

—Quiero cien arcos aquí —le dijo.

—No creo que tengamos cien arcos.

—Pues coloca en esta línea todos los arcos que dispongas. Usa a los muawaries, si es necesario. Si esos bastardos cruzan la línea de alcance de los arcos, dispara.

—Como tú digas, compañero. Gran batalla la de hoy. —Allwënn desvió su mirada del horizonte y le dedicó una sonrisa cansada.

—Grande. Los tuyos han hecho un gran trabajo, amigo. —Aquel le restó importancia con un gesto y se dio la espalda con ánimo de cumplir lo que le había solicitado. Allwënn regresó a la soledad y se volvió hacia el interior, donde la desolación campaba a sus anchas. El patio de armas, el foso de gladias… las murallas, todo era un enjambre de cuerpos rotos y mares de sangre. El guerrero inspiró sonoramente y dejó escapar el aire en un suspiro. Observó la amarga escena del cuidado de los heridos y la recogida de cuerpos aliados. Los Shamanes y los guerreros negros se apresuraban en adecentar a las víctimas antes de ser presentadas a sus madres, esposas o hijos. Sin duda, el trago más amargo aunque la victoria se decantase hacia su lado. En aquel golpe de vista divisó la silueta de la joven Claudia que era asistida por la guerrero Questtor en sus heridas… ninguna de importancia, por suerte. La joven alzó la mirada hacia las murallas y descubrió cómo aquel elfo la miraba fijamente con un gesto templado en sus distantes ojos. Allwënn le dedicó un gesto de reconocimiento agachando su frente, habitualmente altiva y la muchacha le respondió devolviéndole una calmada sonrisa. Su actuación había sido decisiva después de todo. Allwënn regresó los ojos al campo de batalla. Había un extraño silencio apenas roto. Un silencio de muerte, tan distinto al fragor desatado apenas aquellas puertas de la torre se abrieron…

sep

Las gargantas se hinchaban en el trueno de la batalla. La avanzada del ariete arrollaba a los orcos a su paso y la marea de hombres que salía del alcázar logró pronto acceder a las murallas. En sus adarves, los orcos que hacían la ronda se vieron superados en los primeros compases, pero pronto las estrecheces del paso benefició a los defensores, más recios y más acostumbrados a la batalla, que se emplearon en una tenaz resistencia. En tierra firme, las tempranas horas del alba matutina favorecieron un menor número de defensores preparados para responder de inmediato a aquella oleada de espadas que emergía de las profundidades. Pero aquellas bestias dormían con sus armaduras puestas y apenas empuñaban sus aceros estaban dispuestas a responder al ataque. Enseguida, el número de enemigos se multiplicó peligrosamente aunque la arrolladora estampida de enanos irrumpió entre la muralla de carne verde a fuerza de músculo.

Beliar, el Ronco, se abría paso carnicero batiendo su acero con una sola mano mientras empuñaba en la otra el estandarte con las armas de la derrotada ciudad de Tagar. A su lado, la bestia de D’orim desparramaba entrañas sobre la nieve enterrando su monstruosa hacha en los cuerpos de todo aquel con el que tenía el infortunio de cruzarse. Pronto alcanzaron esa línea el resto de los Tuhsêkii. Torghâmen, Hässtor, Humar y Hirrim embistieron las defensas orcas haciendo estallar nubes de sangre cuando sus armas hambrientas encontraron carne que depredar. Ulfär «Tripagris» y Harrim «Masquehígado» lo harían sólo un segundo más tarde, reforzando ese flanco. Los Hermanos ‘Hallaqii cargaban acompañados de la furiosa Karla por el flanco contrario. La elfa batía sus aceros indómitos sajando miembros a su alrededor mientras que las contundentes armas de los hermanos quedaban trabadas entre la numerosa concurrencia de acero enemigo. Allwënn saltaría sobre ellos despeñando su ira atravesando el fortín de músculo orco mientras hacía resplandecer la Äriel y aquel elegante filo plateado élfico que hizo volar algunas cabezas. Rodó por el suelo en plena línea enemiga encontrándose rodeado de adversarios, pero aquel mestizo de enanos, embriagado de guerra, se alzó raudo y presentó batalla. Cada vez que sus brazos armados cambiaban de posición, un orco caía al suelo para no levantase con algún miembro de menos. A aquellas alturas, la sangre manchaba sus caras, se escurría por sus aceros hasta los codos y enfangaba sus botas hasta las rodillas… pero aquel baño horrendo no era más que un bálsamo de poder y los aullidos de sus víctimas, acaso se volvían cantos de sirena.

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Tres gigantes: Robbahym de Crym, el Saurio Xixor y el poderoso astado Hiczo hacían valer su descarnada superioridad física aplastando enemigos con lances imparables. Los orcos se quebraban a su paso, partidos en dos por las hachas de minotauro o por el desmesurado alfanje del crestado reptil. La furia de aquellos tres titanes no parecía tener medida y sus destrezas testadas mil veces en la arena los volvían adversarios temibles incluso para una manada de orcos sanguinarios que les superaban en cinco a uno. A ellos se sumó pronto un nuevo aliado. Odín entró en la batalla batiendo el «Yunque» aplastando las primeras cabezas.

Entonces aparecieron los primeros colosos del Culto. Aquella infantería pesada de tan oscura reputación. El toro ardía en deseos de encontrase con uno y quiso ser el primero en cobrarse el tributo de sangre. Apenas le distinguió entre la muchedumbre, aquel Kirsak furioso crispó su monstruosa musculatura y bramó abrasándose la garganta en un bronco rugido que heló la sangre incluso de aquel engendro cubierto de metal. Los ojos del Toro se volvieron blancos y enfilando su cornamenta se lanzó en estampida arrollando a cuantos se interpusieron entre él y su víctima a la que empitonó con extrema dureza. Aquella osamenta astada regresó cubierta de sangre de las entrañas del coloso que se estrelló contra una pared de orcos a los que aplastó contra el suelo. Hiczo no sabía que ya estaban muertos cuando enterró su acero desalmado contra aquella montaña de carne partiendo tres cuerpos de un solo tajo.

sep

Dentro de la torre, la batalla se decantó a favor en poco tiempo. Eran pocos los defensores de la plaza que apenas pudieron mostrar una resistencia digna ante la marea negra que ascendía desde los infiernos. Los primeros arcos aliados se apostaron en las ventanas y comenzaron a disparar. Yo me sentía en medio del caos como un esforzado corresponsal de guerra. Testigo desarmado, mientras los cuerpos caían de un lado a otro. La mayoría de los arcos alcanzaron la corona almenada de la torre junto a Gharin, que, apenas superados sus centinelas, se agazaparon entre los dientes de piedra en formación y comenzaron a hacer llover muerte sobre el campo de batalla. Sintiéndome seguro junto a él, me agazapé junto a los primeros arqueros y contemplé la batalla a mis pies, siendo testigo de excepción de aquella inusitada ferocidad.

El Arco del Sannshary lanzó una mirada diestra hacia la plaza de armas que rebosaba de combatientes y decidió dónde iría el apoyo de los arcos.

—¡Ablandad las murallas! Los nuestros sufren allí más que en tierra firme. —Donde las mejores espadas se teñían de sangre doblegando a los orcos o conteniéndolos en el menos afortunado de los casos—. Cuidad el fuego amigo.

El zumbido de los venablos sobrevoló las cabezas y se sumó a los sonidos de aquella matanza. Entonces sus ojos de rapaz comenzaron a seleccionar blancos que abatir y aquel arco silvanno entonó su canción de muerte. Sin embargo, entre saeta y saeta, se apercibió de que una columna de orcos salía de desde el flanco sur y amenazaba la retaguardia amiga.

—Asubansupar, aprisa, envía a tus guerreros fantasma —ilustró, señalando el lugar exacto con su dedo índice extendido—. Nuestra línea peligra.

Aquel Hércules de oscura piel teñida de blanco pigmento apenas si se demoró en reunir a sus lanzas y lanzarlas torreón abajo. Forja se sumó en aquella carrera. Cuando la línea de orcos que machacaba a placer a los noveles guerreros de la milicia humana por la espalda se encontró en las suyas con aquellos soberbios gigantes del desierto sus ánimos se quebraron… y no sólo sus ánimos.

—Gharin. ¡¡El portón!! —avisé desde mi inmejorable posición en las alturas. La hueste fuera de las murallas comenzaba a organizarse y pretendía acceder al campo de batalla desde el portón.

—¡¡Arcos, al portón!!

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Keomara se apresuró a separarse de la primera línea en cuanto aquella muralla de guerreros se estrelló contra los primeros defensores capaces de organizar una barricada de acero.

Seguida de Claudia y la Reina-Sombra, que comandaba a la ululante hueste de guerreras Rastssany, se abrieron paso hacia uno de los accesos hacia la muralla. Aquella pequeña pirata de los mares y su peculiar estilo de esgrima hizo huecos entre los restos desmembrados de la línea de defensores con acierto y rapidez. Alcanzaron la cumbre con celeridad, justo detrás de la parapetada posición de los orcos que retenían los adarves, al tiempo que del cielo llovían las primeras flechas desde la torre del homenaje. Pronto, la última línea se apercibió de aquel nuevo frente abierto y algunos se desligaron de las tareas de defensa para encararse con aquellas mujeres desafiantes. A’kanuwe se lanzó sobre ellos agitando su lanza seguida de las primeras lanceras muawary, donde se entabló una dura refriega. Aquel nuevo ataque dio azogue a las espadas que desde el otro lado se trababan con los aceros orcos desde hacía un rato sin que nadie avanzara o retrocediera más que centímetros… y redoblaron sus esfuerzos. Claudia y Keomara trataron de marcharse hacia el portón después de sortear una nueva lluvia de flechas que llegaban hasta su posición con desigual puntería. Entonces, los oídos sensibilizados de la vieja ladrona escucharon un gemido que reconocieron al instante. Un calor amargo recorrió su estómago hasta la garganta y su cabeza se volvió atrás en un incontrolado gesto. La reina había sido herida por una flecha aliada que le atravesaba el muslo y le había obligado a hincar su rodilla. Impotente observó cómo tras ella un orco levantaba su hoja sangrante sobre la cabeza de su amada.

—¡¡A’kanuwe!! —Aquella no le escuchó, pero no hizo falta. Ya se había revuelto y le incrustó la lanza en la garganta. El orco agresor se despeñaría murallas abajo… pero otros le seguían y las damas guerreras no parecían suficientes para contener la oleada. Miró al otro lado, a Claudia envuelta en su oscuro embozo, cuyos ojos la apremiaban a continuar con su cometido mientras que su cuerpo no se decidía a dar un nuevo paso. Tornó la mirada de nuevo hacia la hermosa Questtor y la descubrió debatiéndose en una apurada gesta… entonces, su corazón pesó más que su cabeza y la balanza se inclinó a favor de la Reina.

—¡¡Keomara…!! —Le gritó Claudia, pero ella sólo se giró para indicarle con un gesto obvio que continuase en solitario y se perdió en el mar de torsos oscuros de las Rastssany que continuaban ascendiendo a las murallas. Claudia se volvió con el sudor en su frente comprobando que salían enemigos de las barbacanas y el portón. Avanzó unos pasos antes de que un zumbido fantasmal creciese en potencia desde su espalda. Sus cabellos se erizaron en la nuca un segundo antes de sentir una quemazón, seguido de un dolor eléctrico en su brazo derecho. La flecha sólo le había rozado, pero mató al primer orco demasiado próximo a su posición.

Una voz parecía reverberar en su cabeza… la voz de su ausente maestro. Eran viejas lecciones aprendidas en la tranquilidad de aquellas mañanas insulares y que ahora regresaban en el tumulto de la batalla.

«El dolor está en la mente… úsalo a tu favor». Claudia trató de olvidarse del reguero de sangre que se escurría por la herida abierta y del escozor que se extendía por aquella extremidad. Afianzando aquella espada que tantas veces había batido sobre adversarios imaginarios comenzó a correr. Los primeros obstáculos no tardaron en aparecer…

«Fluye como el agua entre las grietas de la piedra, orada sus cimientos, vuélvete blanda como la espiga verde… lo blando y flexible siempre vence a lo duro e inmóvil».

Claudia dejó pasar el alfanje y viró en una torsión dúctil de su cuerpo ganándole la espalda al orco que se interpuso ante ella y lanzó su filo arrebatándole una pierna a la altura de la rodilla. Aquella montaña de músculo se despeño a la nieve como un tronco vencido. Ella se regaló un segundo de conmoción.

Su primera muerte…

Sintió que le embargaba un sentimiento agridulce. Decían que siempre se acostumbraba a ello, que el ánimo y el corazón ya no temblaban después del primero. Pensó que como Allwënn, ella también acabaría encontrándole un regusto insano y adictivo a segar vidas ajenas. Nunca fue así… y eso que hubo otras después de aquella primera víctima. Aquella misma mañana, incluso.

«Percibe a tu adversario… su intención forma parte del Vacío, el movimiento se genera un segundo antes de hacerse físico… si percibes su vibración te antecederás a sus movimientos y la victoria correrá a tu favor».

Claudia no necesitó mirar para saber que otro enemigo la amenazaba enarbolando sus aceros. Así que envió la punta de su espada, por inercia. Tampoco hubo de mirar para saber que aquella había mordido garganta. Extrajo el acero y de la brecha abierta manó una cascada escarlata antes de que el segundo de los orcos se derrumbase ante ella. Sorteando su cuerpo moribundo, continuó aproximándose hacia el portón. Sintió movimiento a su espalda, pero aquel frenético ulular que le acompañaba le hizo saber que eran lanzas aliadas las que corrían tras ella. Nuevos orcos… nuevos desafíos. Pasó entre ellos como una serpiente que se enrosca ante los ataques de la garza… y dejó que su nueva compañía se encargase de ellos. Siguió ganando metros…

Un corpulento orco pareció surgir de un pliegue de la muralla, armado con una pesada maza de metal que hizo ondear sobre su cabeza. Los dos primeros golpes de aquella pesada arma no necesitaron más que reflejos para ser evitados, pero el tercero hizo necesario interponer la espada que fue arrancada de sus manos y se perdió metros abajo, entre la nieve. El orco dejó lucir sus amarillentos colmillos ante aquella mujer desaventajada.

«Tú espada sólo es un engaño para el enemigo… privada de ella, el adversario te creerá inerme y bajará su guardia… y esta es la gran ventaja del Kurawa, pues siempre va armado, ya que su cuerpo es su espada».

El orco creyó ganada la batalla y buscó destrozar la enfundada cabeza de la joven con un golpe de su maza que la aplastara contra las almenas… pero aquella se escurrió bajo ella y golpeó con fuerza el codo del orco, que saltó como un resorte. Sin embargo el orco no se desprendió del arma y alzó los brazos para descargar el golpe definitivo. Ella encontró el hueco donde lanzar su ataque. Con dos dedos de su mano firmes como una daga, arrojó aquel picotazo de sierpe envenenado.

«El guerrero hace de su cuerpo una montaña… el hombre sabio hace en su montaña un templo… el sabio guerrero hace de su templo sobre la montaña, una fortaleza».

Y aquellos dedos de hierro se incrustaron bajo la axila hasta los nudillos. El orco bramó un aullido terrible y sus rodillas flaquearon. Aquel fue el momento en el que la dama embozada aprovechó para catapultarlo fuera de las murallas.

Ya estaba sólo a unos metros de la cámara del rastrillo. Claudia entró aprisa, pero había otro adversario más en aquella última posta del camino. Ambos entablaron un combate desigual de esquivas, lances, golpes y contragolpes. Parecía haber encontrado un oponente correoso con el que quedar trabada hasta que una nueva figura vino a sumarse a aquella disputa. Parecía una bestia, una alimaña rápida y artera… Y lo era, pero estaba en su bando. Rhash’a desplegó sus hojas traicioneras contra el orco al que acuchillo desde la espalda hasta que aquel sucumbió a la feroz acometida derrumbándose todo él.

—Gracias —le reconoció la joven.

—Pensé que podías necesitar ayuda —dijo la rata limpiando en sus ropas la sangre de sus dagas.

—Llegaste en el mejor momento, amigo.

El deforme aliado sonrió mostrando su hilera de pequeños dientes afilados, como si aquel apelativo hubiese compensado todo su esfuerzo. Sonidos muy cercanos les advirtieron que aún corrían peligro.

—Aprisa, cierra el rastrillo —le conminó su oportuno aliado.

—La chica se tornó rauda hasta la palanca que activaba el pesado lastre y tiró de ella con todas sus fuerzas… el sonido de cadenas que se sueltan le corroboraron el éxito.

En la plaza, la embestida de la vanguardia fue ganando metros cadáver a cadáver. El rastrillo sonó potente atravesando a algunos incautos cuando cayó a plomo desde el cielo. Encerrados entre la muralla y el acero, sin posibilidad alguna de ayuda exterior, los orcos lucharon con fiereza hasta el último hombre. Pero el último hombre murió bajo el martillo de un enano… y aquella desangrada hueste estalló en colosales gritos de victoria.

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Se oyeron pasos en el corredor. Parecía una sola persona, pero Lem aprestó su mazo sobre sus hombros y llenó su pecho del aliento viciado de la cámara. Las sombras se dilataron por el corredor y del angosto trecho emergió una figura. Un hombre que cubría sus cabellos de oro bajo una cimera. Tenía el cuerpo bañado en sangre fresca que se escurría por el metal de su pesada armadura. Espesos goterones manchaban su barba áurea. La imagen que tuvo de aquel hombre era la de un antiguo hermano que llegaba para avisarle de la cercanía de la muerte, como una vez vino para hablarle de la proximidad del Heredero…

Pero eran otras las noticias que portaba.

Odín se apresuró a alzar sus manos y detener aquel gesto hostil con el que esperaba ser recibido.

—Maestro, maestro… ¡¡Hemos vencido!! El alcázar sigue siendo nuestro, aún.

El caudillo de los Jerivha hincó una rodilla en la tierra y se dejó caer, derrotado.

—¡Loado el Martillo! Los Dioses no nos han abandonado, después de todo.

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—¡¡¿Vencidos?!! ¡¡¿Expulsados?!! —El rostro del cardenal oscuro se arrugaba en una muestra inclemente de odio y frustración. Las nuevas columnas de orcos reclutados en Tagar encontraron diseminada por los bosques a la dotación de caballería que había conseguido ponerse a salvo de las flechas del alcázar. Derrotados y desmoralizados se presentaron ante sus mandos conscientes de la gravedad de su pérdida.

—Tenían grandes guerreros con ellos y una poderosa línea de enanos —se humillaba uno de los oficiales de caballería supervivientes agachando su cabeza vencida.

—Los hombres de Legión —avisó el crestado con una sardónica sonrisa, aún a lomos de su caballo. No podía precisarse si en el fondo se alegraba de aquella derrota—. Os avisé que sólo esos hombres podían desequilibrar la balanza. Cada uno vale lo que una de tus columnas de orcos. —‘Rha se revolvió en la silla de montar con el gesto agriado.

—¡¡Cállate, puerco traidor!! ¡Tú aseguraste que sus defensores eran ancianos y niños! Una poderosa línea de enanos. ¡¡Dijiste que sólo eran tres!! —se volvió hacia el jinete—. ¿Por qué no les aplastasteis con la caballería?

—Se movieron deprisa, cerraron el portón. Tenían muchos arqueros con ellos, guerreros oscuros del desierto y vimos más enanos. Recios, enarbolaron las armas de la ciudad rendida. —‘Rha enfiló con sus ojos cuajados de bolsas al pintoresco humano que custodiaban.

—No había guerreros oscuros, cuando yo estuve allí —aseguró MacBirras seriamente—. Han recibido ayuda del exterior… seguramente entraron por los túneles enanos.

—¿Los túneles? —Bramó el cardenal—. Dijiste que los habían cegado.

—Los habrán vuelto a abrir.

Tsumi acercó el paso de su caballo unos metros para colocarse a la altura del siniestro monje.

—Eso explicaría la presencia de los enanos. Deben ser Tuhsêkii —dedujo la oficial neffary— pero no la de los guerreros oscuros. Todo se complica, ‘Rha. La sorpresa ha fracasado. Sabían lo que hacían, excelencia —añadiría de nuevo—. Y casi diría que conocían a la perfección la cantidad y disposición de los hombres. Eso confirma por qué se apresuraron a cerrar el portón y anular la respuesta de la caballería. Quizá… quien se coló en la torre tenía ese objetivo.

—Fue Allwënn, no hay duda. ¿Una armadura de murâhäshii? Fue él.

—¿Le conocías? —dijo la oficial. ‘Rha enfiló al humano con sus ojos ardientes—. ¿Por qué guardaste silencio, humano?

—Nadie hizo preguntas —se excusó MacBirras—. Supuse que venía a por su doncella rubia.

—¿El elfo que capturamos en la torre?

—El mismo. Son inseparables. Pero ese puerco no estaba entre ellos, no hay duda. Él y yo no nos guardamos precisamente simpatías. Se había hecho notar si estuviera con ellos. Seguro que él trajo a los lanceros del este.

—Ese hombre es mío —anunció la Neffary con un regusto vengativo en sus palabras— me atacó por la espalda como un sucio cobarde… y me dejó vivir con la vergüenza de la derrota. Morirá a mis manos.

El «Saurio» MacBirras dejó escapar una carcajada irónica.

—Te atragantarás de acero, mujer, si no andas sobrada de destreza. Ese bastardo colérico pelea como una galerna y los Dioses saben que no me apetece reconocerlo. Es un mestizo de elfos con la sangre de un Faäruk Tuhsêkii. Le llaman el murâhäshii no sólo por esa armadura. Esa bestia combate desesperado y busca la muerte en cada lance. No es un adversario apetecible.

—La encontrará el día que nuestros aceros se crucen. Él sólo tiene el nombre. La murâhäsha pende de mi ciwar.

—Cómo y cuándo muera ese engendro me trae sin cuidado —irrumpió el monje de Kallah—. No saldrá de esos muros.

—Si han pactado con los Tuhsêkii… —comenzó a decir el crestado, pero fue súbitamente interrumpido.

—Dudo que los Tuhsêkii sepan nada de todo esto —aseguró el monje endureciendo su voz y su mirada—. Tenemos ojos en su Ciudad-Montaña. Si hubiera habido contactos oficiales, lo sabríamos. Probablemente ese estúpido de Sargon no sabe nada de lo que ocurre a las puertas de su reino y tal vez quisiera enterarse. Enviaré legados. Con un poco de suerte serán las mesnadas de enanos quienes saquen a esas ratas de su fortín. Si el señor de las Runas comete el error de refugiarse en la corte enana, compraremos su captura.

—¿Y sin suerte, Excelencia?

—Toda suerte también tiene un precio, traidor. Tú debería saberlo bien. Con suficiente oro, la suerte jamás da la espalda a la Señora.

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—Nos están sitiando. —Lem contemplaba el claro desde las almenas del portón de entrada con gesto sombrío. Los nuevos orcos traídos desde Tagar podían verse en las lindes de los bosques cercanos talando árboles a un ritmo feroz. Levantaban una empalizada y preparaban defensas ante un desesperado ataque de los defensores del alcázar—. Saben muy bien que no les atacaremos. Expulsar a esos orcos de nuestras murallas ha sido una cosa y otra muy distinta cargarles a campo abierto donde su caballería tendría ventaja.

A su lado había algunos hombres más, entre ellos Robbahym, Gharin y Allwënn a quienes acompañaban algunos de aquellos fieros enanos. El resto de las almenas se cuajaba de cuantos arcos pudieron disponer en ellas. Aquello les mantendría alejados.

—Traerán más hombres, construirán escalas —continuó el Jerivha—. Poco importa de cuantos víveres dispongamos o que imaginen que podemos disponer de suministros de flechas indefinidamente. Gastarán vidas hasta levantar una muralla de cuerpos con la que superar estas almenas y entrarán de nuevo. Ahora saben que hay humanos escondidos aquí. El Ojo de Belhedor volverá su mirada hasta nosotros. No consentirá dejarnos escapar. Sólo hemos retrasado nuestro final durante algún tiempo.

Todo el mundo guardó silencio.

No había derrotismo en las palabras del herrero. Sólo hacía un acertado balance de la realidad. Tras ellos, las hogueras con los cuerpos de las víctimas del otro bando emitían columnas de humo negro y llenaba el ambiente del olor de la muerte. Junto a ellos el llanto de las madres plañideras que lloraban a sus hijos. El resultado de una victoria contundente… pero amarga.

—No podemos aguardar aquí con los brazos cruzados a esperar que antes o después tomen esta plaza.

—¿Qué más opciones hay, Robbahym?

—Debemos reunir el Capítulo del Círculo —anunció Allwënn centrando todas las miradas junto a él—. Quiero saber cuáles eran exactamente los planes de Rexor.

La propuesta quedó unos instantes suspendida en el aire…

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Aquella sala vedada volvió a abrir sus puertas para aquellos hombres. Sus contraventanas permitieron en esta ocasión ablandar la sensación de opresión en el ambiente, ahora que el celo ya no se justificaba ante los recientes acontecimientos. Las antorchas y lámparas proporcionaban la lumbre necesaria para vencer la oscuridad. La leña en la hoguera aportaba el reconfortante calor a los fríos muros de la estancia. Los ocupantes, nuevos y viejos, se acomodaron en las sillas despacio y apesadumbrados. Ahora más que entonces sintieron que sobre sus hombros descansaba el destino y esperanza de muchas vidas. Incluso de aquellas que aún lloraban a los suyos.

Llegué a aquella mítica sala con cierta curiosidad, pero se convertiría pronto en fascinación cuando divisé la larga mesa y las placas que atesoraban los nombres de aquellos destinados a sentarse en ella. En este tiempo en el que habíamos permanecido lejos, Lem se había preocupado en labrar los nombres de aquellos que habían entrado en aquel privilegiado círculo mientras nosotros andábamos cautivos en aquella isla. Los hombres de Legión ya no tuvieron que intercalarse entre los huecos y celebraron con cierta emoción contenida encontrar un lugar con nombre propio entre aquellas elaboradas sillas. Yo experimenté la misma emoción que mis compañeros antes que yo habían sentido al comprobar las identidades que conformaban aquel círculo de espadas. No fui ajeno a la amargura de Allwënn, con quien compartía espacio, que quedaría durante unos momentos mirando uno de los sitiales vacíos de aquella sala.

Correspondía a su perdida esposa. Después de visitar su tumba y de aspirar su aroma aún prendado de las sábanas de su lecho, aquel sitial deshabitado y yermo era el último de los rincones donde su espíritu aún perduraba. El viejo y cansado mestizo me pareció entonces aún más marchito y quebrantado que nunca… y tardaría un buen rato en apartar la mirada ausente de aquel sillón vacío.

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Lem presidió la audiencia pero no quiso usurpar el lugar reservado al Señor de las Runas.

—Yo no soy digno para abrir este Capítulo… pero he aceptado el honor que todos me brindáis. —El herrero respiró hondo antes de continuar y dedicó una mirada profunda a todos los allí presentes—. Pensaba que no hace tanto tiempo desde que abrimos las puertas de esta cámara sellada después de su silencio de décadas. Hoy nos volvemos a reunir y mucho parece haber cambiado nuestra situación desde entonces. Algunas de las ausencias de entonces no lo son ahora. Celebramos la llegada de Allwënn, que nos ha traído de regreso a los dos humanos, cuya captura tanto atormentaba al Señor de las Runas. —Todos los ojos se volvieron hacia el mestizo que tardó en volver la cabeza y saludar con un gesto roto a la concurrencia—. Sino también a dos guerreros que Rexor no hubiese apostado reunir tan pronto. El Círculo se ha vuelto a abrir para todos ellos.

Hubo un breve intercambio de miradas, sobre todo centradas en las presencias de Torghâmen y Keomara, a quienes sin duda se referían las palabras de Lem.

—Intentaré ahora reproducir todo aquello que Rexor quiso compartir con nosotros en aquella jornada que ahora parece tan distante. Pido excusas de antemano si mis palabras no proporcionan a las noticias que voy a daros ni una sombra de la autoridad y credibilidad con las que El Señor de las Runas las presentó.

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… Y el herrero se esforzó por compartir con nosotros las pesquisas del Señor de las Runas. Su concienzudo análisis de los textos de antaño y su teoría del Advenimiento del Séptimo de Misal en la forma de alguno de mis compañeros… o quizá en la mía propia —asunto que, confieso, nunca llegué a asumir en primera persona—. También, los entresijos de su plan para recomponer el Círculo de Espadas con el que pretendía inclinar la batalla que libraba el mundo. Igual que entonces, aquellas nuevas suscitaron un reguero de comentarios y opiniones de las más dispares. Todos, viejos y nuevos, se esforzaron por entender que aquellas descabelladas propuestas surgían de alguien lo bastante autorizado como para tener un atisbo de viabilidad, aunque esa siguiera siendo una empresa descabellada. Entonces, llegó el momento de desvelar los planes inmediatos que aquel sabio leónida hubiese emprendido de no haber sido requerido de tan urgente manera. Y el tema de la Marcha de los Tuhsêk se puso encima de la mesa. Muchos parecían ser los inconvenientes para su puesta en práctica… y no tardaron en verbalizarse en aquella reunión.

—El Hirr’Harâm es un emblema para los pueblos y castas enanas de Nwândii. Rexor cree que si él encabezara una marcha hacia el Ycter en ayuda de los humanos de la Gran Barricada. Muchos otros le seguirían —recapituló el herrero después de detallar los pormenores de aquella propuesta. Torghâmen, el único Tuhsêk en la sala, fue el primero en plantear una enmienda.

—En teoría… sin duda sería así, pero Sargon tiene demasiados problemas de cohesión interna como para preocuparse de los aprietos de un puñado de humanos condenados en aquellas latitudes. Aunque ha hecho todo lo que estaba en su mano para apaciguar los ánimos muchos enanos le creen todavía un usurpador y no creo que confíe en la lealtad de su pueblo si él, en persona, se ausenta durante largo tiempo en una empresa tan distante.

—¿El Hirr’Harâm tiene problemas de cohesión? —preguntó grandilocuentemente el toro Hiczo como si no pudiese creer que quien podía aglutinar a todas las castas del Nwândii, no pudiera imponer su autoridad en su propio pueblo.

—Ya se lo advertí a Rexor —añadió Gharin.

El viejo Torghâmen creyó necesario con todo, abundar en detalles.

—La muerte del viejo Hâram Wylkar, el Rocoso le situó en el punto de mira de una conspiración fraguada por los intereses de los aristócratas mineros. Nadie pudo demostrar si la muerte del Hirr’Harâm Wylkar fue provocada o no y tampoco si Sargon había participado en ella de algún modo, pero lo cierto es que pronto llegaron las represiones de sus más directos opositores. Luego se extendieron a sus colaboradores íntimos y tras esto llegó la reestructuración de los cuerpos militares decididamente leales al viejo Hâram. Muchos cuadros de mando fuimos desterrados a las fronteras del reino. Sus guarniciones y cohortes, licenciadas o fundidas en otras más proclives a la nueva dinastía. Hace casi medio siglo de esto, quizá una vida para un humano, pero demasiado reciente para que el pueblo enano cicatrice estas heridas. Demasiado poco aún para garantizar la estabilidad en Tuh ‘Aâsack.

—Además, eso no soluciona el problema más grave que tenemos —intervino la dama Keomara—. Mi pueblo, los refugiados supervivientes de Tagar y todos nosotros, seguimos sitiados aquí.

—Estoy de acuerdo —dijo Lem con preocupación—. No quería ser yo quien lo advirtiera el primero.

Allwënn entró en la conversación en este momento, después de largo tiempo de escucha.

—Caballeros. —Su voz sonó con la intención de robar las miradas—. Sea de la manera que sea, los enanos parecen ser nuestra única vía de salvación. Los túneles son nuestra única salida, pero no podemos pasearnos por sus montañas con seiscientas almas, mujeres, niños, ancianos y pertrechos sin contar con su beneplácito. Y no podremos sacarlos de otra manera mientras la mirada del Culto siga puesta en las murallas. No la apartarán a menos que los echemos. Por mucho que desee lo contrario, no tenemos espadas suficientes para enfrentarnos a ellos. Lo único que no acabo de desentrañar es cómo podían los enanos ayudarnos en esta situación.

Torghâmen tomó entonces la palabra sorprendentemente.

—Que Sargon no nos ayude, no quiere decir que los Tuhsêk no lo hagan.

—¿Qué propones, viejo lobo?

—Reunamos al Clan del HachaSangrienta. Invoquemos a la Legión de los Descarnados.

Hubo un súbito silencio.

—Creí que eran un mito —confesó Allwënn—. Sólo una leyenda. Mi padre solía contarme historias sobre ellos en las noches de verano, cuando le acompañaba en sus largos viajes para vender sus barricas de tabaco. Enanos que veneran la cicatriz. Recios guerreros probados en cientos de batallas con tantas señales en el cuerpo que su piel parece cosida a ellos como una cota de cuero endurecido. Una legión de almas cuya presencia en el campo de batalla inspiraba el miedo incluso entre las propias filas. Me decía que no temían la muerte porque la habían visto tantas veces que eran viejos camaradas, que solía acercarse a sus tiendas en el campamento para brindar con Sangre de Mostal y fumar con ellos. Siempre creí que no eran más que historias que un padre cuenta para fascinar a su hijo.

—Pues son de carne y hueso, sobrino. Más hueso que carne habría de decir para ser exactos —aseguró el viejo enano—. Tan reales como esos orcos que nos asedian ahí fuera. Y si alguien tiene alguna posibilidad de sacarlos de sus tumbas y hacerles empuñar el martillo… ese eres tú: El hijo del Rojo. ¿A quién crees que esos puercos carniceros le deben su renombre? A ese que una vez los aglutinó bajo un solo estandarte. A tu padre. A Ulfrrig, el Rojo. El Hirr’Faäruk. La garganta más poderosa que jamás tuvo la maldita y temida Decimotercera Cohorte, la Descarnada, gloria de las armas de ‘Tûh’Aäsack.

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