XXXIV. COMO SANGRE CORROMPIDA

FJtop

«Apresta el hacha si encuentras lobos

a las puertas de tu casa».

ANTIGUO PROVERBIO GALENO.

NADIE PUEDE ASEGURAR, TRAS UNA LARGA AUSENCIA, QUE SU MUNDO SEGUIRÁ INTACTO CUANDO REGRESE…

Aquel mismo pensamiento se retorcía en las entrañas de Keomara cuando sus pasos la acercaban cada vez más al único lugar sobre la faz de la tierra que una vez reconoció como su hogar. Demasiados recuerdos la ligaban a aquellas laderas pendientes y sentía una poderosa fuerza de atracción hacia unas vistas que reconocía como suyas. Ni siguiera aquella isla en la que había envejecido los últimos veinte años le había parecido nunca tan cálida y cercana como lo eran aquellas majestuosas montañas que ahora atravesaban como furtivos que esperan no ser descubiertos. Quizá, sólo su ausencia. La necesidad de apartar de su alma todo recuerdo que le ligara al pasado había despertado en ella un sentimiento adverso de todo cuanto había dejado en el continente al embarcar hacia el destierro. Pero ahora que se hacían cuerpo y sangre aquellos recuerdos, ahora que regresaban a su olfato olores que tenía escondidos en su memoria, comenzó a sentir el impulso irrefrenable que la ligaba a aquel paraje. Lo único que le remordía por dentro era la amenaza de encontrarlo contaminado.

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Allwënn alcanzó un promontorio rocoso desde donde podía divisarse la blanca efigie del alcázar y también él experimentó una súbita sensación de melancolía al reencontrase con aquel vetusto escenario, guardián de todo sentimiento amable y noble de su vida. Los rastreadores muawaries que les acompañaban se pegaron a tierra con él. Más atrás, Keomara, también acabó sobrepasando la quebrada.

—Alcánzame el miralejos —pidió a la mujer alargando su mano sin mirarla. Aquella rebuscó en sus ropas y encontró el curioso artefacto de metal que solicitaba el mestizo. Allwënn desplegó el objeto y lo colocó sobre su ojo enfilando la sólida construcción. La visión amplificada de aquella corona de almenas le reveló con certezas las sospechas de aquellos hábiles rastreadores. El Culto había tomado el alcázar.

—Hay soldados negros sobre la torre —exclamó con sorpresa sin despojarse del singular artefacto—, y orcos en el adarve de las murallas. Todo el perímetro es un hervidero.

El mestizo pasó el miralejos a su vieja camarada que no gastó tiempo en comprobar la veracidad de aquella terrible afirmación. Volviéndose hacia el grupo y regresando a una posición cubierta, su expresión delataba un súbito temor.

—¿Qué significa esto, Allwënn? ¿Hemos cruzado medio mundo para acabar en un agujero infestado de orcos? Me aseguraste que Rexor nos esperaba aquí. —El mestizo no supo reaccionar.

—Yo sé lo mismo que tú. Rexor nos citó aquí. Tenía la garantía de que el Alcázar se mantenía intacto. No… no puedo explicar esto.

—Por lo que sé, el alcázar puede estar tomado desde hace años. ¿Quién dice que Rexor se encuentre aún ahí dentro? —Allwënn tenía la cabeza hecha un lío. Estaba seguro que Rexor no podía haber caído en un error tan obvio. No estaba en su naturaleza metódica y minuciosa haber dejado al azar un detalle tan importante. No era propio de él dejar cabos sueltos. Si les había citado allí era porque el alcázar era un lugar seguro. Al menos lo era cuando decidió encontrase con el resto allí. Así lo hizo saber.

—Lo que no implica que el Culto podría haberse adueñado del recinto antes de que Rexor llegase. —La duda quedaba en el ambiente. Un oscuro y gélido silencio se hizo en aquellas latitudes.

—Tenemos que comprobarlo —apostó el mestizo muy resuelto.

—¿Cómo? ¡¿Qué estás diciendo, Allwënn?!

—Tenemos que entrar. Es la única manera de saber a ciencia cierta qué ha ocurrido.

—¡¿Te has vuelto loco?! —exclamó la humana—. ¿Has visto sus murallas? ¿Cómo pretendes entrar? Y lo que es aún más importante, maldito loco ¿Qué harás luego? ¿Enfrentarte tú solo a toda la guarnición?

—Escúchame, vieja arpía. Aún no estoy tan desesperado, pero no será la primera vez que le he presentado batalla a toda una dotación de orcos —le contestó airado—. Y te aseguro que no guardan buenos recuerdos de aquellos días. Sólo pretendo husmear un poco ¿de acuerdo? Puede que estén retenidos, que necesiten ayuda ¡Dioses, esa es mi casa, Keomara! Puedes volverte a tu isla, si te apetece. Yo voy a entrar. Contigo.

Ella desenvainó uno de sus puñales y lanzó su punta certeramente a la garganta del mestizo quedando a sólo unos milímetros de su piel.

—Puerco bastardo ¿Qué te hace pensar que me sumaré a tus desvaríos? —Allwënn miró con flema la punta de afilado metal que le amenazaba. Los surkkos habían quedado petrificados ante aquel arranque de su protegida y no se atrevían a interceder hacia ninguno de los dos bandos.

—No tienes alternativa, princesa. Puedes venir conmigo o darte la vuelta y mucho me temo que escogerás la primera opción. —La batalla de pupilas duró unos segundos eternos.

—Tú y ese monje embaucador me metisteis en esto.

—¡Oh, no querida! Fuiste tú la que decidiste largarte con tu gente. Nosotros sólo te seguimos. Así que no me hagas responsable de sus calamidades. —Aquella flecha había tocado carne… y la mano de Keomara relajó su amenaza.

—¿Cómo piensas entrar? Nos haremos pasar por malabaristas ambulantes o sencillamente preguntaremos si han visto a un hombre león y un elfo cantarín.

—Usaremos la entrada de la bodega. —Keomara quedó desconcertada por aquella respuesta.

—¿Hay una entrada en la bodega?

—Hay una entrada en la bodega —confirmó el mestizo—. Gharin y yo la usábamos a menudo. —La humana arqueó una ceja. No tenía ánimo para preguntarle para qué la utilizaban—. Conecta con una vieja lobera cerca de un riachuelo que baja aguas del deshielo de la montaña.

—¿Y qué haremos con el resto de los refugiados? —preguntó ella devolviendo su puñal al cinto donde guardaba el resto de ellos.

—Están bien donde están. Les hemos dejado en una zona discreta, bien protegida por los abrigos de la montaña. El Culto no se atreverá a merodear dentro de los límites del reino enano.

—¿Y los enanos? —insistió ella.

—¿Todo van a ser inconvenientes, niña? Los enanos no son como los elfos. No aparecerán de la nada enarbolando sus hachas, te lo aseguro. Estaremos de vuelta antes del anochecer. —A Keomara le irritaba aquella actitud de Allwënn que parecía tenerlo siempre todo tan controlado… y luego necesitaba de alguien a sus espaldas arreglando los platos que él rompía.

—¿Y si nos capturan, genio?

—¿Tan poco confías ya en tus habilidades, ladrona? —respondió aquel con ironía—. Francamente, eso no entra en mis planes.

—No has cambiado una mierda, Allwënn ¿lo sabías? Sigues siendo el mismo sucio descerebrado de entonces. Acabemos con esto antes de que todos nos arrepintamos.

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Keomara mandó a dos de aquellos rastreadores indígenas de vuelta a la quebrada donde el resto del contingente aguardaba. El resto los acompañaría hasta la boca de la gruta y asegurarían el perímetro. Después de un intrincado serpenteo entre las afiladas estacas de piedra descubrieron el cauce cristalino del arroyo. Cerca de él, escondida entre unas ramas y ciertamente desapercibida para nadie que no la supiese allí, la lobera.

—Te dije que no había lobos —comentaba Allwënn—. Se fueron de los alrededores cuando levantamos el Alcázar y nunca regresaron. Parece ser que éramos vecinos ruidosos. —Apartaron las matas y examinaron a conciencia el interior. La abertura aún dejaba paso a una persona corpulenta y tanto el mestizo como la mujer, de estatura menuda, no tendrían mayores problemas para colarse en su interior aunque fuese uno detrás de otro.

—La hicimos lo bastante grande como para entrar y salir pertrechados —confesó el mestizo. Allwënn inició la marcha. Arrastrándose por el helado suelo se movió como un gusano y pronto desapareció por aquella boca abierta en la tierra. Keomara se recogió los cabellos y los cubrió con su pañuelo multicolor mientras murmuraba una maldición al medioenano que acababa de perderse. Tras dar las últimas instrucciones a sus hombres también ella se coló por la vieja lobera.

Avanzaron durante un buen trecho un largo y agobiante camino que parecía no tener fin, constreñidos por la presión de la tierra, totalmente a ciegas. Después de un interminable deambular penoso e incómodo alcanzaron lo que parecía ser un viejo conducto de ventilación o tal vez una canalización en desuso, de poco mayor diámetro que el agujero virgen por el que habían llegado, pero al menos resultaba regular y liso. Habían entrado en el recinto. Luego de serpentear un trecho, Allwënn desembocó en un tramo mucho más amplio donde el canal moría. Las paredes eran curvas y su tacto rugoso delataba que se trataba de madera. El espacio era suficiente para que ambos cupiesen, no sin esfuerzo.

—Hemos llegado —anunció en un susurro esforzado.

—¿Dónde estamos?

—En un barril. En las bodegas.

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Allwënn palpó la madera lisa de la tapa y encontró sobresaliendo el corcho que supuestamente cerraba el licor para escanciar. Tiró de él, pues estaba preparado para poder ser abierto desde dentro y un azulado haz luminoso hizo su entrada desde la abertura dando luminosidad al negro interior. El mestizo se las ingenió para mirar al través y divisó la estancia en penumbras, callada y tranquila. Se mantuvo en aquella incómoda posición hasta que estuvo seguro de que no corrían peligro. Entonces se aprestó a abrir la tapa que cerraba el túnel. Aquella cedió al primer empuje. El mestizo se deslizó fuera de aquel barril y tendió gentilmente la mano para ayudar a Keomara, aunque aquella rechazó la ayuda, momento que él aprovechó para desnudar la Äriel. Keomara se encontró entonces en aquella vieja habitación donde tantas otras veces habían celebrado victorias pasadas regando sus panzas con la cerveza que contenían el resto de los barriles tumbados perezosamente en varias hileras. Entonces se apercibieron de un ruido martilleante y rítmico que provenía de los niveles superiores, como si alguien estuviese picando la roca desnuda. Ambos incursores se miraron con extrañeza.

«¿Qué es ese ruido?». Pareció querer decir la mujer con un evidente gesto. Su compañero le animó mediante señas a despertar sus armas también. Allwënn volvió a cerrar el túnel y ella desenfundó dos espléndidas y afiladas dagas de su cinto. Apenas ultimaban aquellos detalles unas voces que parecían gruñidos les advirtieron de presencia demasiado cercana como para sentirse seguros allí. Con silenciosos movimientos se apostaron tras una esquina en aquella muda y húmeda habitación.

Los gruñidos eran de orco. Poco a poco se hicieron perfectamente audibles. Se acompañaban de una antorcha cuyo radio de luz anaranjado penetró en la habitación antes que ellos. Allwënn se apostaba en el límite de la esquina tratando de observar la entrada de los intrusos. Keomara, rozando el cuerpo del mestizo junto a él, preparaba sus filos para una rápida intervención. Tal y como temían, los orcos tenían la intención de entrar en las bodegas. Quizá habían eludido alguna guardia y aprovechado el momento para remojar sus gargantas o tal vez venían para aprovisionar de cerveza a sus compañeros o a quien estuviese haciendo aquel ruido infernal. Eran dos. La luz de su antorcha delataba su posición con suficiente antelación como para preparase y proyectaba unas sombras pulsantes que advertían de su dirección. Hablaban entre ellos.

Siguiendo estos indicadores, Allwënn y Keomara se repartieron los adversarios. El mestizo de arma mucho más larga se entendería con el más alejado mientras que la humana trataría de silenciar para siempre al más próximo. Con todo, los orcos se hicieron esperar. Probablemente venían discutiendo y se entretuvieron cerca de la mesa. Uno de ellos se sentó en una de las sillas lo que no pareció gustar a su compañero que le recriminó entre bufidos aquella actitud. Probablemente, el perezoso talante de aquel orco les hubiera puesto las cosas más difíciles a la pareja que esperaba agazapada entre las sombras su oportunidad. Al final las protestas del segundo orco hicieron que aquel se acercase también hacia los barriles. Apenas asomaron sus cuerpos por la esquina que los incursores defendían, aquellos lanzaron su ataque sorpresa. Ni siquiera los vieron venir. Allwënn desjarretó un golpe mortal de su hambrienta espada que separó la cabeza de los hombros a su adversario. Keomara hundió sus dos dagas en la garganta del orco más próximo y de un violento giro se situó a su espalda extrayendo de forma brutal aquellos afilados punzones, destrozándole el cuello. Sólo la hábil reacción de la mujer, agachándose en el momento oportuno evitó que las fauces de la Äriel le arrancaran la cabeza cuando aquella venía de vuelta de cobrarse a su víctima. Poco espacio para blandir aquella descomunal espada sin contratiempos.

Se apresuraron a apartar de la vista ambos cuerpos y, entonces, Allwënn aprovechó para hacer algo desagradable, aunque muy habitual, que los años de exilio de ella le habían hecho olvidar por completo. El mestizo colocó en pie a uno de aquellos malogrados orcos apoyándolo contra la pared y comenzó a frotarse con fruición con su cuerpo sangrante y sin vida.

«Te olerán si no hueles como ellos» se solía decir entre la germanía habitual de la espada a sueldo.

Por muy repugnante que pudiera parecer, era un trago obligatorio si uno quería tener ciertas garantías de pasar desapercibido entre aquellas bestias malolientes. Muy a su pesar, Keomara acabó realizando aquel sórdido ritual, también. Una vez listos, la pareja se aproximó hasta el umbral de la única puerta de entrada de las bodegas. Desde allí, aquel martillear machacón se hacía mucho más audible y parecía provenir escaleras arriba. No obstante, apenas tuvieron un momento para avistar el pequeño distribuidor al que desembocaba la abertura de las bodegas porque más orcos esperaban apostados en él. Allwënn agradeció aquel irritable sonido de fondo. Probablemente sin él, hubiese resultado francamente arduo no alertar a los orcos que esperaban fuera. Supo entonces que aquel sonido amortiguador se convertiría en su mayor aliado durante la incursión y deseó que no acabara nunca, a pesar de resultar perturbador.

«Dos orcos más», le indicó por señales a su compañera. Uno apenas a un metro a la izquierda del umbral. Miraba hacia las escaleras que probablemente protegía. El otro se retiraba al menos dos o tres metros y custodiaba el acceso a la prisión y la sala de torturas que extrañamente se encontraban iluminados en el interior. Existía un tercer orco en el nivel superior, justo al final del tramo de escalones, pero en principio miraba hacia fuera y no hacia el nivel bajo. Resultaba lógico. Nadie esperaría que el enemigo atacase desde allí. Con un poco de suerte no habrían de preocuparse por él ya que los constantes golpes sobre la piedra habrían mermado su escasa capacidad auditiva y aquel telón de ruido propiciaría que no se alertase por un ruido a su espalda. Pero aquellos dos de abajo eran otra historia. Allwënn sabía que había que acabar con ellos a la vez. Su separación lo volvía extraordinariamente complicado. El orco que vigilaba la prisión les vería apenas asomasen la cabeza por el umbral. Keomara le comunicó en aquel lenguaje gestual que ella se encargaría de él, dejando el más próximo a su compañero. Allwënn cambió su formidable espada por su cuchillo y marcando los tiempos con su brazo coordinaron el ataque.

Ambos surgieron de las sombras como relámpagos en la noche. El mestizo se quebró en un giro poderoso y hundió su machete en la garganta del orco que ni siquiera se enteró desde dónde y cómo le sobrevenía la muerte. Keomara esquivó el cuerpo de su compañero y, avistando por primera vez a su objetivo, que apenas salía de su asombro, lanzó su daga. Aquel golpe no era ni mucho menos sencillo pero la habilidad de aquella vieja ladrona con sus filos lanzables era portentosa y no había desmerecido con los años. La daga penetró por uno de sus ojos y le propició una muerte tan certera como silenciosa.

Allwënn arrastró los cuerpos siempre atento a las reacciones del orco del nivel superior que pareció no enterarse de nada de lo que estaba ocurriendo allí abajo. Las celdas estaban a su merced. Si sus compañeros habían sido capturados probablemente eran retenidos allí. ¿Por qué otra razón iba a estar en funcionamiento, si no?

La habitación de las prisiones tenía su acceso a través de un corto pasillo que irrumpía en ella por una de las esquinas. Tenía una planta ligeramente rectangular y se abrían celdas en todos sus lados. El centro de la habitación contenía artículos e instrumentos de tortura que ellos nunca utilizaron. Allwënn nunca tuvo demasiado claro por qué se habilitó una estancia así en la torre, pero ¡qué diablos! Todos los castillos tenían su sala de interrogatorios… el suyo se hubiera visto desnudo sin ella. «Venían en el lote» solía bromear Robhyn al respecto.

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La primera en vislumbrar el interior fue la humana, aprovechando que Allwënn estaba ocupado con los cuerpos. Había un espeso olor a sangre y a hierro candente que surgía de la sala. La atmósfera resultaba viciada y densa. Tres orcos más ocupaban el espacio de la sala que pudo apreciar. Cuando uno de ellos se retiró de donde estaba, una imagen impresionante se reveló ante sus ojos. Había un cuerpo colgado bocabajo de unos grilletes. Presentaba unas feroces heridas por todo su cuerpo: las señales que deja el azote cruel del flagelo estacado. Desgarros profundos cubrían aquel cuerpo enjironado empapado con su propia sangre en el torso y la espalda. En menor medida, se extendían también por las extremidades. Un rostro cubierto de regueros escarlata hundido en las tinieblas del desmayo, si no la muerte…

Y un ensortijado cabello antaño rubio encharcado de la púrpura que riega las venas. El corazón le dio un vuelco al reconocerlo…

«¡Gharin!».

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Allwënn regresaba de ocultar a los cadáveres cuando se tropezó con el gesto desencajado de Keomara y supo entonces que tras ese umbral había sucedido algo horrible. Quiso comprobarlo con sus propios ojos, pero ella le advirtió con un gesto que no le iba a gustar lo que iba a descubrir allí dentro. Allwënn hizo caso omiso a los ruegos de la humana y de un empujón la apartó de su camino. Cuando los ojos de Allwënn se encontraron con aquella dramática escena, al mestizo se le olvidó el sigilo, el subterfugio e incluso que aquel fortín estaba infestado de orcos. Con paso decidido y su descarnada espada en sus manos penetró en la sala con el semblante de piedra. Allwënn no pareció apresurarse pero el primero de los orcos no le divisó hasta que el mestizo no estuvo encima de su primera víctima. Keomara había contado un orco de menos, pero el primer mandoble de la Äriel regresó las cuentas al cálculo de la humana. El segundo orco se encontraría con un imparable golpe de la dentada hoja de aquella espada en su frente que le abrió el rostro en dos y le postró en una pared. Si no fuese porque una grotesca herida le advertía muerto, se diría que había quedado dormido sentado en el suelo. Sólo el tercer orco logró aprestar un garrote próximo y presentar batalla al medioenano que evitó el lance y le mandó a la tumba apenas sin gastar esfuerzo. Cuando se tornó hacia el último de los adversarios le encontró agonizante con dos de las dagas de Keomara atravesándole el cuello y el torso. Se aproximó hasta él con actitud fría e indolente y agarrando la empuñadura de la daga que se incrustaba en su cuello la retorció con saña hasta que el orco dejó de respirar. El pecho del mestizo se agitaba en una furia contenida aspirando con vehemencia. Se diría que hubiesen hecho falta el doble de adversarios para hacerle gastar toda la furia que guardaba dentro. Keomara, por su parte, no aguardó un instante en dirigirse al semielfo y comprobar la gravedad de sus heridas.

—Aún respira, Allwënn. Gharin está vivo —le confesó conteniendo su voz. Ello obligó al mestizo a prestarle atención. Cuando Allwënn se giró descubrió sobre la mesa aquel flagelo carnicero que habían empleado contra su amigo aún rezumante de sangre y piel del pobre Gharin. Allwënn se sintió de súbito culpable de su suerte. No debían de haberse separado. Si le hubiese mantenido a su lado no hubiese tenido que sufrir aquel martirio.

—Ayúdame a bajarle, Allwënn. Le sacaremos de aquí. —Keomara se apresuró a cortar los nudos que mantenían aquel cuerpo desnudo bocabajo. Allwënn le sujetó con suavidad entre sus brazos. El tormento había sido atroz y el mestizo temió que su amigo se deshiciera entre sus dedos. El cuerpo de Gharin tocó la fría losa del suelo y su gélido contacto pareció devolverle parte del sentido arrebatado a latigazos. Keomara se volvió hacia la entrada, nerviosa por si la pelea hubiera atraído la atención de la guardia. Gharin abrió sus espléndidos ojos azules cuyas venas se habían saltado por el esfuerzo y esbozó una sonrisa ebria antes de desmayarse de nuevo. Allwënn trató de despertarlo palmeándole el rostro y susurrándole al oído pero el sopor parecía profundo. Con ayuda de Keomara lo cargó a la espalda no sin antes apropiarse de la soga que le había servido de atadura. En silencio dejaron la prisión y alcanzaron de nuevo la entrada de las bodegas. Allwënn volvió a abrir la entrada. Ató la cuerda en el pecho de su amigo fuertemente y obligó a anudarse el otro extremo a la cintura de la humana.

—No, sería mejor que te la ataras tú —propuso ella. Tienes más fuerza para arrastrarle túnel adentro.

—No iré contigo —anunció el mestizo.

—¿De qué estás hablando? —protestó ella siendo literalmente subida hasta el falso barril mientras ayudaba a izar el cuerpo laxo del herido.

—Lo que oyes. Esto no se negocia, Keomara —le advirtió mientas se despojaba de su camisola de maya y el resto de su parafernalia. Ella le miraba con asombro—. Vístele con mis ropas o la infección de sus heridas le matará antes de que salgáis del túnel. —Keomara hizo lo que le decían al tiempo que le reiteró su negativa a la idea del mestizo de quedarse allí.

—Quizá no tengamos otra oportunidad de volver a entrar. Cuando encuentren a los muertos no tardarán en descubrir esta entrada. No hay que ser muy listo. Bastará con que sigan el reguero de sangre del pobre Gharin. Rexor y los humanos no deben andar muy lejos. Tengo que saber qué ha pasado con ellos y ayudarles si tengo oportunidad.

—Eso es un suicidio, Allwënn. Te descubrirán.

—Márchate —le insistía Allwënn cuyo vestuario se reducía a sus botas con grebas y a un ajustado y corto jubón interior—. Si no estoy de vuelta en unas dos horas, intérnate más en el reino enano. No se atreverán a seguirte allí. ¡¡Vamos!!

—Estás loco.

—No eres la primera en advertirlo. —Allwënn cerró la entrada y aguardó a que los sonidos de Keomara se perdiesen en las profundidades. Entonces desenvainó también cuchillo y salió de nuevo hacia las escaleras con sus dos armas en ristre. Aquel orco como el resto, tampoco tardó en morir. Estaba en el recibidor de la torre y la puerta principal se encontraba entreabierta. Más orcos custodiaban el exterior y no podía arriesgarse a ser descubierto. Sin embargo, pudo comprobar el origen de aquel sonido infernal que hacía vibrar los cimientos de la torre. Un nutrido grupo de orcos trabajaba a ritmo incansable picando la sólida losa del suelo a la que habían abierto apenas un metro. Entonces comprendió la situación. Picaban la entrada a las catacumbas. Quizá Rexor y los humanos hubiesen logrado ponerse a salvo, después de todo.

Estaba allí, medio desnudo, y una idea se coló en su mente. Lanzó un vistazo al recio tramo de escaleras de piedra que ascendía a los niveles superiores de la torre. Todo parecía despejado. Quizá los orcos sólo se concentraban en aquella zona de trabajo y velaban por el reo. Si eso fuera así…

Apenas lo dudó. Estando tan cerca quizás mereciese la pena. De un veloz movimiento pronto se encontraba ascendiendo los peldaños hacia las habitaciones. Alcanzó el primer rellano con celeridad. Allí se encontraba el sillón en el que solía sentarse y mirar las puestas de sol en el horizonte mientras fumaba plácidamente su pipa. Corrían tiempos más generosos, entonces. La alta ojiva de la ventana hubiera pasado desapercibida si aquel elfo no hubiese sentido una irresistible atracción hacia ella que le impulsaba a mirar a su través. No encontró las generosas vistas de antaño. En su lugar pudo ver el despliegue de fuerzas invasoras. No eran en tan elevado número como las imaginaba, tan sólo un puñado de orcos y soldados en las almenas y la plaza de armas, con la mayoría de los viejos edificios sumidos en la ruina. Se percató de que la fuerza ocupante era principalmente una nutrida dotación de caballería que ante la escasa capacidad del Alcázar para albergar caballos y jinetes había optado por levantar sus tiendas en el pequeño repecho del exterior. Sin embargo, no resultó aquello el objeto de su atención. Lo fue una imagen que le resultó tan insólita como increíble. Un jinete entraría a caballo por el rastrillo abierto. Era una mujer, eso pudo comprobarlo más por las delatoras evidencias en su armadura neffary, que se ajustaba a formas inequívocamente femeninas, que por poder apreciar sus rasgos, ya que una sofisticada celada con máscara lo impedía. Llevaba insignias que la delataban como oficial. Pero tampoco fue eso lo que levantó los recelos del mestizo, sino la espléndida montura que empleaba. ¡Su montura! Aquel corcel no podía ser otro que su propio caballo. ¡Iärom! La fortuna de verle sano y salvo se tornó pronto en grave preocupación al saberlo propiedad de aquella soldado.

—¡Maldito bastardo! ¿Cómo se ha dejado montar? —se dijo estupefacto—. Estoy ligado a la sangre de ese animal y él a la mía. Ese caballo no hubiera permitido que…

Aquellas cavilaciones se truncaron de pronto al percibir un gruñido sobre las escaleras. Allwënn se retiró de la ventana y se pegó a la pared atento a cualquier intromisión. Esperó un instante pero aquel gruñido no se repitió. Aquello le invitó a explorar por sí mismo y alcanzar la cima del primer cuerpo de escaleras. Moría ante algunas de las viejas habitaciones privadas que, antaño, él y sus camaradas ocuparon.

La escalera volvía a torcer para encarar el siguiente nivel de ascenso pero Allwënn no tenía intención de subir más arriba. Su destino se encontraba en aquel rellano donde se abrían las primeras habitaciones. Todas estaban cerradas, eso indicaba que alguien se había molestado en activar las guardas de protección que sólo sus propietarios podían abrir. Todas, excepto una.

De nuevo escuchó aquel extraño gorgotear. En esta ocasión reconoció perfectamente de qué se trataba. Eran ronquidos y venían directamente de la única habitación abierta. Despacio, para no alterar a aquel escandaloso durmiente, el mestizo se aproximó con cuidado al extremo de la puerta y lanzó un vistazo. Lo que vio le aclaró por completo lo sucedido. Nadie usurpaba aquel aposento, muy al contrario era el individuo que siempre la había usado quien roncaba a pierna suelta sobre las sábanas. Aquella era la estancia de Urias MacBirras a quien llamaban el Crestado. Era él y no otro quien allí retozaba.

«¡Maldito puerco bastardo, hijo de una loba hambrienta! ¡Seguro que a ti debemos la visita de nuestros ilustres y pestilentes invitados!». Se dijo el mestizo. No le sorprendía nada que aquel canalla que una vez se consideró amigo y aliado se hubiera pasado al bando oscuro en cuanto tuvo la oportunidad. Nadie le importaba más a aquel sarnoso vástago de un vientre purulento que él mismo. Ya había demostrado en más de una ocasión en el pasado que no resultaba un tipo en el que depositar la confianza… y aquello lo confirmaba. Dormía muy a gusto mientras en las mazmorras arrancaban la piel del pobre Gharin a golpes de flagelo. Merecía una muerte inmisericorde por vender a los suyos y abrir las puertas de su casa a quienes habían traído la desolación a todo lo viviente. Una muerte que no merecía llegarle mientras dormía sino a la cara, donde pudiera ver los ojos de aquel que le partiese en dos. Sin embargo… Allwënn no se sentía con ánimo para ser justo y desenvainó su cuchillo para arrancarle la lengua allí mismo. Si no lo hizo no fue por falta de ganas o motivos, sino porque esta vez con total claridad escuchó voces de soldados en los pisos superiores. Dándose la vuelta en redondo se fue por inercia a una de aquellas puertas cerradas que tantas veces había estado abierta para él. Posando su mano en el pomo musitó con apremio los ensalmos que liberaban la guarda. El pomo, antes firme como si fuese parte de la roca que vestía las paredes, no puso impedimento en ser girado y abrir para sus ojos aquella estancia en la que se coló y cerró tras de sí.

Sintiéndose a salvo respiró hondo. Necesitaba hacerlo antes de volver su mirada y enfrenarse a lo con tanto celo se guardada entre aquellas cuatro paredes.

Docenas de espadas. Docenas de historias que colgaban en letargo de aquella piedra inerte que ahora parecían regresar a la vida y sonreírle desde sus filos cargados de sangre y poder. Su ciego deambular por el mundo, su propia vida, pendía de aquellos soberbios aceros esperando que su mano les devolviera a la gloria de antaño. Y sobre su armazón, impoluta, rezumando dignidad y respeto, la vieja armadura del Murâhäshii. Roja como las escamas de la vieja sierpe, desde cuya máscara sus fauces le suplicaban pegarse de nuevo a sus músculos, proteger el cuerpo que tantas veces la llenó de vida y movimiento. La tiñó de púrpura y la hizo temible a los ojos del enemigo.

«Hoy has vuelto a casa» parecían susurrarle todos aquellos elementos en cuyos afilados perfiles dormía el poder de proteger la vida o sucumbir al negro destino de la muerte. Allwënn se dejó embargar por un instante del placer de rodearse por ellas. Se marchó hasta la armadura del murâhäshii y acarició aquel yelmo ancho cuyas formas recordaban de manera estilizada las defensas de los legendarios espadachines a los que debía su nombre. Lo arrancó de su lecho y lo sostuvo un instante frente a sus ojos. Entonces, como si de una corona de rey se tratase lo colocó sobre sus cabellos de obsidiana… y con sus ojos, las fauces del dragón que imitaba la máscara regresaron a la vida.

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Una vez protegido por su armadura se volvió hacia las armas no sin antes asegurarse sobre la cintura el ceñidor especial de cuatro vainas que había diseñado especialmente para él. Además de la Äriel, eligió de aquel vasto muestrario dos espadas bastardas y un mandoble de hoja larga, quizá los mejores de aquella colección. Todas tenían nombre. «Juggernaut» era un colosal espadón de casi un palmo de anchura en su hoja, fabricado en Thondhâl, un metal enano tan pesado que necesitó ser ahuecada en su centro. El resto de la hoja presentaba bellas acanaladuras que no eran sino nervaduras que amortiguaban el vibrar de cada impacto y conducían los empujes, así se tratase de una bella cubierta élfica. Allwënn se la arrebataría tras un duro combate a un señor de la guerra que tenía aterrorizadas a algunas ciudades del Othâmar, de eso hacía mucho tiempo. Resultaba una espada muy ardua de blandir pero capaz de partir arma, armadura y adversario de un único tajo. «Infferno» era la otra espada bastarda. Se trataba de una hoja rúnica enana trabajada en piedra de obsidiana que tenía ligado un encantamiento de fuego capaz de volver su poderosa hoja como el metal candente sin perder su dureza y resistencia. Esta habilidad la hacía especialmente útil contra criaturas regeneradoras, como los trolls y francamente letal contra el resto. Sobre la espada larga, esta tenía un aspecto mucho más estilizado que sus rudas compañeras. «Estela de Plata» era un delicado mandoble del metal que los elfos llaman «lágrima de Voria» de refulgente color plateado. Se trataba de un arma muy ligera especialmente apta para servir de compañera a la Äriel. De un solo filo y laboriosa guarda que cubría toda la mano, aquella espada de traza elfa poseía algunos conjuros arcanos ligados a su hoja, en especial la «cuchilla afilada», un valiosísimo hechizo capaz de multiplicar poderosamente el filo de una espada. Allwënn solía lanzar este conjuro sobre la Äriel haciendo que su afamada espada cobrara una capacidad letal fuera de toda imaginación.

No contento con aquella elección, el mestizo seleccionó un par de hojas más que se alojaban en su espalda merced de un arnés especial para ellas. Se trataba de la «Desangradora» y la «Segadora». Un par de espadas de menor dimensión, especialmente indicadas para cuando el espacio o el desprecio le impedía utilizar sus armas predilectas de mayor envergadura y peso. Aquellas dos carniceras eran dos espadas pensadas para las distancias cortas. La primera similar a un gladius, correspondía al modelo de hoja ancha de doble filo y punta afilada que los elfos llaman, «hojas de punta diamante», porque su filo se ensanchaba ligeramente al final. La segunda era una formidable espada curvada al estilo de la falx tracia o de la falcata ibera, modelo aquí conocido como «guadaña Esqitta». La versatilidad de aquella hoja, afilada en ambos lados, la volvían un arma extraordinariamente efectiva en manos de un combatiente experimentado y cuyas formidables actitudes se veían mejoradas cuando se empuñaba con su hermana.

Allwënn se sintió renacer cuando culminó la colocación de la que sin duda era su mejor indumentaria, aquella que le había acompañado en sus días de gloria y que el oscuro devenir de los nuevos tiempos la había relegado al polvo y al olvido. Allí, rodeado de sus cosas, en aquella habitación que le había visto crecer como hombre y guerrero, ante aquellas mismas sábanas que acunaron sus desvelos y sus pasiones, pareció olvidarse de la grave situación que le había devuelto casi sin saberlo a su antiguo hogar. En ese mismo estado de reencuentro con su pasado, tornó la vista a una puerta interior que sólo aquella habitación poseía y que le comunicaba con la estancia adjunta. La última vez que cruzó ese umbral para encontrase con la persona que ocupaba la otra sala, ella aún vivía. Recordaba perfectamente aquella conversación.

Abrió su puerta y miró a través del espacio abierto. Se hallaba en penumbras y un olor intenso le envolvió… pero todo parecía estar en su sitio tal y como ella lo había dejado. Y todo parecía tener que envolverse en un ambiente mortecino y gris, privado de vida, como si aquella estancia mantuviese el duelo por ella. Por un instante, la imaginó sentada en su escritorio, repasando sus manuscritos a la luz pulsante de unas velas. Allwënn pasó sus manos por aquella mesa de madera y acarició sus perfiles. Sus manuscritos seguían allí, decorados con la caligráfica escritura que una vez salió de sus delicados dedos y de su ágil pluma. La tinta se había secado en el tintero, como la sangre en su corazón. A veces le esperaba arropada ligeramente entre las sábanas frescas que vestían aquella elegante cama donde las noches se volvían de fuego… quizá entre aquellas sábanas se engendró una vez una niña que él jamás conocería. Aquella cama ya no parecía un lecho sino un sepulcro.

Abrió el armario. Todas su prendas estaban allí… en ellas todavía se condensaba su fragancia, los aromas de aquella piel tersa de mujer que casi tenía olvidados. Su olor la trajo de vuelta por un instante doloroso. Pero entonces recordó que aquel lugar se infestaba de invasores, que ahora los orcos y la negra hueste campaba a sus anchas. Demasiado cerca. Por aquel complejo antaño tan cálido y feliz como lo pueda ser cuanto llamamos hogar. Quiso disponer de toda la fuerza del mundo para salir allí y lanzarse sobre aquellos perros hasta que todos cubriesen el suelo o huyesen como las bestias que eran… pero ni siquiera él podía esperar una victoria de una acción desesperada como esa. Herido, dejando aquel sagrado recinto a merced de los carroñeros volvió de nuevo a su habitación y de esta, de nuevo al frío exterior, donde el infatigable martilleo sobre la piedra le devolvió a la dura realidad.

sep

Regresaría al vestíbulo y lo encontró prácticamente igual que como lo dejó. Los ronquidos pesados de Urias se amortiguaban con el incesante batir sobre aquella tremenda losa de piedra que los orcos se afanaban por perforar en el nivel de abajo. Sus gruñidos y protestas hacían dificultoso saber con certezas si seguía habiendo presencia en los niveles más altos. El mestizo era consciente de que con su nueva indumentaria resultaba mucho más fácil delatar su presencia por lo que decidió no aventurarse más por entre aquellos pasillos y cámaras. Regresar por donde había entrado antes de que alguien encontrase la carnicería que habían dejado a su paso y todo aquel hervidero de orcos se pusiese en su busca. Descendió con toda la sutileza que pudo reunir el primer tramo de escalones hasta llegar al primer rellano. Hubiera terminado de descenderlo sino fuese porque algo le llevó a desandar lo andado y ocultarse en el tramo que acababa de bajar. Alguien penetraba en la torre… y no resultaba una figura cualquiera. Aquel torso protegido de cuyos hombros colgaba una capa con un emblema de los Neffary, de pasos ligeros y ondulantes le advirtieron, a pesar de no desprenderse del casco que ceñía su rostro, de ser aquella mujer jinete que momentos antes había visto montando a su caballo. Penetró en el recinto con gesto relajado y se desprendió de la máscara de su celada para comprobar el trabajo de aquella hueste de picadores que trabajaba a destajo en la sala contigua. Se dirigió hacia ellos sin moverse en alguno de sus rudos dialectos. Por un instante, los picos cesaron y aquella mujer recibió respuesta aunque Allwënn no pudo entenderla. Antes de salir de la sala, la mujer daría algunas instrucciones más en tono seco a los trabajadores que iniciaron de nuevo su machacona melodía de agudos sobre la piedra.

Ella volvió a salir a la sala principal y tuvo la intención de comenzar a subir las escaleras, lo que obligó a Allwënn a apresurarse de nuevo a salir de su vista. Pero no llegó hacerlo. Como el mestizo, que se apercibió del amago de ella, no llegó tampoco a moverse. La mujer quedó por un instante mirando el hueco de la escalera que descendía hasta las mazmorras. Allwënn temió lo peor. Se diría que recordaba perfectamente haber ordenado a un guardia apostarse en el vano de entrada, justo a los pies de los primeros peldaños. Entraba poca luz en el recinto y tanto sus propios perfiles como el tramo de escaleras que observaba se percibían con dificultad, pero tras un momento de indecisión optó por acercarse al tramo descendente. Allwënn respiró hondo. Si aquella mujer encontraba el rastro de sangre o se decidía a bajar no tardaría en encontrar indicios más que sospechosos antes de toparse con una pila de muertos dentro de cualquiera de las dos cámaras a las que aquellas escaleras conducían. Para fortuna del mestizo, la oficial no prestó atención al suelo pero parecía muy recelosa e intrigada de que tampoco hubiera presencia de guardias en los tramos finales de los descendentes peldaños. Para su terror, aquella mujer inició el descenso hacia las mazmorras. Allwënn apenas si gozó de un segundo para sopesar sus alternativas. Tenía claro que dejarla inspeccionar aquel lugar era darse por descubierto, así que obviando todo asomo de cautela, se apresuró a bajar hasta la entrada confiando que el pesado telón de fondo enturbiase sus pasos.

Ella había alcanzado el último peldaño cuando el mestizo pudo lanzar un rápido vistazo desde la cima. Había descubierto el rastro de sangre. Dudó si dirigirse a las bodegas o a las mazmorras. Al fin optó por la segunda opción y el mestizo aprovechó para lanzarse escaleras abajo rápidamente y extraer la Desangradora de su cinto dispuesto a estrenarla en aquella garganta. Sin embargo, su adversario se encontraba demasiado próximo como para no advertir aquel ruidoso descenso a pesar de los golpes de los orcos y regresó demasiado rápido de vuelta espada en mano. Allwënn pudo apreciar su mirada durante un segundo. Se trataba de un rostro bello y joven, de rasgos delicados y en cuya expresión se advertía la sorpresa de toparse con aquel guerrero embutido en aquella afiligranada coraza bermellón de ancestral simbolismo. A pesar de tener el arma dispuesta para besar carne, Allwënn se situaba demasiado alejado de su presa como para poder lanzar un golpe efectivo y lo único que pudo hacer fue embestirle con su pierna en el pecho y derribarla. El cuerpo de la mujer salió catapultado hacia una pared donde colisionó con dureza golpeándose la cabeza cayendo bocabajo. Con rapidez felina aquel filo iba buscando su garganta pero sus aguzados reflejos se frenaron cuando le pareció ver moverse algo en el nivel superior. Esto le obligó a buscar refugio tras el umbral de las bodegas, que era el más próximo.

De repente los golpes de los orcos se silenciaron de golpe y Allwënn se puso nervioso. Pegado a la pared de la extensa habitación aún tenía su espada preparada y amenazante pero el cuerpo no se movía y los orcos seguían en silencio. Una rápida sucesión de pensamientos le llevaron a desechar la idea de rematar a su víctima por temor a ser descubierto. No tenía garantías de poder regresar al túnel con la misma velocidad ataviado ahora de manera más pesada que como llegó. Si era descubierto ahora, quizá no pudiese retirarse a tiempo. Rumiando no poder tomarse aquel trofeo se volvió hacia los barriles y prefirió asegurarse la huida. Tembloroso por la premura que le acuciaba, abrió la entrada oculta y se deslizó dentro del barril. Llegó a temer no caber por el túnel. Afortunadamente, aunque muy ajustado, él, su engalanada coraza y el resto de sus armas consiguieron colarse por la abertura. En más de una ocasión temió atorarse y quedar para siempre preso en aquel subterráneo. Después de mucho esfuerzo logró salir de nuevo por el extremo opuesto y encontrarse con uno de los surkkos que Keomara había dejado allí para aguardarle. No le esperaba vestido de aquella manera. El mestizo tuvo que apurarse y desprenderse de su festoneado casco para evitar una reacción agresiva de aquel muawary.

Tiempo después regresaban junto al resto de los refugiados.

sep

El estado en el que llegó del hermoso Gharin produjo una conmoción en todos nosotros. Para quienes no le conocían, por la gravedad y dureza de su castigo. Para quienes le reconocimos, por el impacto de encontrarlo medio desollado por el látigo. Allwënn regresaría apenas una hora después, inquieto. Sólo tenía palabras para el estado de su amigo. Nadie se detuvo entonces en comentar de dónde había sacado su vistosa armadura. Toda la atención se la llevaba el herido.

En el campamento, superada la conmoción inicial, las mujeres se apresuraron a fabricarle una estera vegetal donde colocar su cuerpo y para cuando llegó el mestizo habían lavado sus heridas con el agua del deshielo de las verdes faldas del Ghar’al’Aasâck. No dijo nada a nadie. Se aproximó hasta su yaciente compañero y se arrodilló junto a él. No había recuperado el sentido. Seguía sumido en las oscuras tinieblas de la inconsciencia. Allwënn pasó su mano sobre la piel pálida de su rostro, ahora limpio de las marcas de sangre sin una aparente muestra de sentimiento. Luego sus ojos se fueron hasta su cuerpo surcado de marcas sangrantes. Sólo apretó los dientes con fuerza antes de incorporarse y dirigirse hasta Keomara.

—Su estado es muy grave, Allwënn —le comentaría ella agachando la mirada, hundida de pesar.

—Necesitamos movernos. La guarnición del alcázar ya habrá descubierto nuestra incursión y batirán la zona. Si encuentran nuestras marcas nos seguirán hasta aquí. Debemos internarnos más profundamente en las tierras de los Tuhsêkii. —Keomara le miró con una expresión ambigua en el rostro. En ese instante, se aproximaría la bella elfa oscura a la altura de la pareja.

—No deberíamos mover al semielfo hasta que despierte —aseguró la Reina Sombra.

—¿Algún rastro de los demás? —preguntó la bucanera al mestizo.

—Creo que están escondidos en los subterráneos. ¿Recuerdas aquel sonido? Eran orcos tratando de picar la losa que cierra la entrada. —Keomara mostró un gesto de sorpresa—. Hay más —aseguró aquel—. Me topé con MacBirras durmiendo como un leño en su habitación. Apuesto hasta la última gota de mi sangre corrupta a que él es el responsable de nuestros inoportunos visitantes.

—¡MacBirras! —exclamó la dama.

—¿Te sorprende? Ese perro sabe bien a qué árbol debe arrimarse para robar la mejor sombra. —Allwënn lanzó un vistazo a su amigo por encima del pequeño cuerpo de Keomara. El Sirthe’Amankha, ataviado con toda su parafernalia shamánica practicaba un reconocimiento superficial del herido entonando una canturreo monocorde y grave. Keomara se volvió para apreciar lo que el mestizo miraba y se percató de la escena.

—Le he pedido al Sirthe’ colaboración. Sus dotes como sanador son extraordinarias.

—Prefiero que ningún brujo toque a mi amigo. Yo le trataré las heridas con magia. —Keomara detuvo la intención de avanzar del mestizo con un gesto de su mano.

—El viejo shamán sabe lo que hace, Allwënn. Mientras Gharin siga inconsciente sabes que es peligroso utilizar la magia y Gharin está muy grave. El Sirthe’ asegura que su espíritu se halla en una encrucijada entre este mundo y el de los muertos. Dice que necesita una razón para regresar y que debemos esperar.

—Tonterías —le espetó aquel. A’kanuwe intervino en la conversación.

—Se trata de tu amigo, no del mío. Si lo fuera, lo dejaría en manos del hombre santo sin pensarlo. —Allwënn pareció dudar.

—No tenemos tiempo para los experimentos de un anciano. Los rastreadores no tardarán en ponerse sobre nuestra pista.

—Anochecerá pronto y la entrada está escondida… dejémosle un margen de tiempo.

—Nuestra marcha es lenta y con un herido lo será aún más.

—Un poco de tiempo, Allwënn —insistió la dama. El mestizo se hallaba ante un arduo dilema. Era la vida de su amigo la que estaba en juego.

—Está bien, tendrá ese tiempo —aseguró el mestizo—. Habla con él y coméntale nuestra situación, a ver qué puede hacer. A’kanuwe, coge a todos los guerreros disponibles y que vigilen los movimientos del Culto. Si algo se aproxima a nuestra posición, emboscadles. —La guerrero de ébano asintió con la cabeza y se tornó rauda a propagar aquellas órdenes. Keomara se dirigió a hablar con el shamán.

Allwënn se encontraba nervioso y sus gestos lo evidenciaban con nitidez. Ambos nos cruzamos las miradas, en ambos se nos adivinaba el temor por la delicada situación. Claudia se encontraba muy cerca de mí, realmente afectada y tampoco sabía muy bien cómo debía comportarse o cómo ayudar. Su nuevo entrenamiento la capacitaba para asistir al Shamán, pero aquel había rehusado la ayuda argumentando que el ritual era delicado y peligroso. Claudia, no demasiado segura de saber controlar sus nuevas capacidades, consintió en quedarse al margen. Entonces la vi levantarse y aproximarse hasta un grupo de refugiados.

Había algo que sabía hacer y casi tenía olvidado. Cuando regresó traía un pequeño y tosco laúd entre sus manos. Dirigiéndose hasta el moribundo se sentó en el suelo cerca de su cabeza. Primero acarició sus rubios cabellos son delicadeza. Luego acunó el laúd entre sus brazos y comenzó a tocar una suave melodía. Poco después aquella garganta dulce y melodiosa entonaba una triste canción. Hacía tanto tiempo que no la escuchaba cantar que casi se me había olvidado el melancólico tono de aquella voz emocionante. Toda aquella comunidad errante estaba pendiente de cuanto ocurría. Gharin y la voz que cantaba para él eran el centro de toda atención y actividad.

En cuanto Allwënn escuchó los primeros sonidos arrancados a las cuerdas de aquel instrumento se aproximó hasta ellos y con un gesto enérgico conminó a la chica a guardar silencio. Ella sorprendida dejó de tocar de inmediato.

—¡No! —protestó firmemente el ciego shamán dejando con la palabra a la Dama Keomara que dialogaba con él—. A él le gusta la música. Esa voz es un punto de luz en el mar de oscuridad por el que navega su espíritu. —Y con un vehemente gesto invitó a la chica a proseguir. Ella algo dubitativa inició de nuevo la melodía. Entonces el rugoso semblante del viejo shamán se abrió en un gesto complaciente. El gesto del mestizo iba en la dirección contraria.

—Si el rastro no les trae hasta nosotros lo hará el laúd. Podríamos encender una fogata y tocar tambores de bienvenida para cuando lleguen —murmuró.

—Deja de protestar, jovencito —le reprendió el viejo curandero con sequedad—. Tus quejas no ayudarán a nadie y menos a tu amigo. —Allwënn quedó un tanto estupefacto pero no le protestó, prefirió alejarse del lugar maldiciendo entre dientes. Aquel charlatán de muertos no solo no estaba ciego sino que disponía de un oído tan aguzado que sería la envidia de una Custodia de Jardín. Le había llamado «jovencito» y apostaría que ese apergaminado matasanos aún era unas décadas más joven que él… pero ya se sabe con los humanos: creen que su medida de las cosas es la única que existe.

sep

—Intentará un ritual —le diría la dama diría poco después—. Es lo único que puede hacer para tratar de recuperar a Gharin. Dice que siente la presencia de trolls en estos bosques.

—¡¡Trolls!! —exclamó aquel alzándose de un salto y llevando su brazo hasta la empuñadura de su espada predilecta—. ¿Dónde? ¿Han visto huellas? —Sin embargo, Keomara se apresuró a tranquilizar al mestizo.

—Cálmate, Allwënn. Se trata de fantasmas. De almas errantes… trolls muertos, Allwënn. —El medioenano quedó mirando a su compañera con gesto de incomprensión.

—¿Fantasmas? —repitió como si no hubiese escuchado con claridad.

—Espíritus… El Sirthe’ dice que puede sentir su presencia. —Allwënn continuaba extrañado aunque regresó a su postura inicial.

—Mi padre me contó en una ocasión que los clanes expulsaron a los trolls de estas montañas pero de eso hace tanto tiempo que… ¿Cómo puede saberlo?

—Espero que eso te haga confiar algo más en las habilidades del hombre santo —añadiría ella—. Con el ritual pretende capturar una de esas almas. Son espíritus de la regeneración. Batallará con uno y si le vence intentará encadenarlo a tu amigo.

—¿Y dónde lo atará? Gharin no tiene objetos personales donde atar un espíritu… y no tenemos tiempo para encadenarlo a un tatuaje de su piel. —Ella lanzó un profundo suspiro y desvió su mirada al suelo.

—El Sirthe’ ya se había percatado de ello. No lo atará, dejará que el espíritu posea a Gharin durante un tiempo y luego tratará de expulsarlo.

—¡¿Qué dejará qué…?! —protestó el mestizo levantando considerablemente su voz. Keomara le invitaría a bajarla con un gesto—. ¿Qué pasará si luego no puede sacarlo de su cuerpo?

—Nadie mejor que él sabe de los riesgos que comporta algo así. Pero si asegura que es la única opción, créeme Allwënn. Es que no hay otra. Ni mejor, ni más rápida, ni más efectiva. Simplemente, no hay otra. —El mestizo volvió a morderse los labios, preso del nerviosismo. Cada vez el asunto olía peor—. Dejémoslo hacer, Allwënn. Él sabe lo que hace.

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Claudia seguía entonando una melodía musitada en sus labios cuando Allwënn se sentó junto a ella fumando una de sus pipas. La muchacha al sentirlo próximo bajó gradualmente el tono de su voz hasta hacerlo casi desaparecer, sin embargo, se encontraría con que Allwënn le animaría a continuar con un explícito gesto. Aquello le resultó desconcertante.

—Ya oíste al viejo. Tu canto es bueno para él. —Allwënn se entretuvo en dar nueva lumbre a las brasas en su pipa. Ella no parecía muy segura de que el mestizo le hubiese dado aquella orden de buen agrado, sin embargo sus palabras le confirmaron, al menos, buena predisposición.

—Recuerdo que cuando te escuché cantar por primera vez —le comentó entonces con voz queda y susurrante—, sentados a la lumbre de una hoguera, cuando aún ninguno de nosotros sospechábamos lo que el Tapiz nos tenía reservado, pensé que esa voz estaba destinada a obrar un acto luminoso. Las palabras de ese viejo ciego me han hecho pensar en ello. Quizá sea cierto y tu voz le ancle a este mundo ahora que parece que su alma se encuentra demasiado distante como para que ninguna otra cosa le retenga. —Ella no siguió las instrucciones del mestizo y no volvió a cantar. Quedó mirándole durante un breve intervalo de tiempo y luego perdió sus pupilas en la insondable lejanía del firmamento.

—Odín tenía razón… —suspiró rememorando la imagen de su amigo de quien no sabía si en aquel mismo instante podía estar corriendo la misma suerte del malogrado semielfo.

—¿A qué te refieres? —se interesó el mestizo. Claudia se volvió hacia él con el semblante relajado y tranquilo.

—Cuando recibimos la noticia de que Rexor no podía ayudarnos a regresar a casa, ninguno de nosotros supo reaccionar con firmeza salvo él. Nos dijo algo que en aquel momento no supimos encajar. Nos dijo que la vida, el presente, es fugaz, pasajero como las estaciones. Que todo cuanto creemos inamovible puede quebrarse con un mal golpe de viento. Que la vida no suele pedirnos permiso para cambiar de rumbo y que sólo nos resta someternos a su voluntad con mejor o peor agrado.

—Tu amigo habló con sabiduría —sentenció gravemente el mestizo. Ella esbozó una sonrisa melancólica.

—Hoy sé que lo hizo. —Y se dejó derrotar por un hondo suspiro—. Aunque te cueste creerlo, yo tenía una vida. Una vida muy diferente a esta. Con problemas que ahora me parecen banales e insignificantes, con deseos que hoy carecen ya de sentido… y todo cambió sin pedirme permiso. Desde aquella charla con Odín, mi vida ha vuelto a truncarse de manera drástica alcanzando todo cuanto era sagrado para mí. Ya no tengo a mis amigos. He visto pasar los días en una isla pensando que mi existencia acabaría a orillas de aquella playa como las olas que se arrastraban hasta ella para morir. Encontré un maestro y le he perdido también… y ahora… Gharin. No sé si estoy preparada para perderle a él también.

Allwënn levantó su mirada para mirar el cielo estrellado.

—Yo sé que no estoy preparado para perderle… por eso he sido duro contigo hace un momento. —La mano del mestizo se posó delicadamente en la de mi amiga y aquella observó desconcertada el gesto. Cuando regresó la mirada a los ojos verdes de aquel guerrero casi pudo entender su súplica—. Sé que sólo tratas de ayudarle. Así que canta de nuevo, pequeña Claudia. Canta… por favor. Haz lo que yo no puedo hacer. Ayúdale.

Allwënn se levantó mordiéndose el labio inferior, tratando de no evidenciar su debilidad. Claudia tardó en regresar al instrumento. Por unos segundos, su mirada se ancló en la figura recortada de aquel doloroso mestizo. En realidad comprendió que todo su bronco carácter, que toda aquella aparente sensibilidad no era más que la máscara de un niño asustado con un corazón gigante y doloroso en su pecho… Aquello le partió el alma. Lo más angustioso es que algo en su interior ya lo sabía. Era como verle regresar. Ver al hombre que ya había conocido. Ver que seguía allí…

sep

Mientras aquella conversación se daba lugar, a solo unos metros de allí el Sirthe’ Amankha asistido por algunos hombres recios ultimaba los detalles de aquel ritual. Se había vendado aquellos inexistentes ojos y preparaba a ciegas una mezcla de hierbas a las que prendió llama. Mientras tanto, los hombres ataban firmemente los heridos miembros de Gharin en cuatro estacas formando un aspa. Dos estacas más fueron colocadas a la altura de sus sienes y entre ellas se anudó un firme lazo cruzando su frente, con objeto de asegurar la cabeza del semielfo a la tierra.

—¿Por qué le hacen eso? —pregunté aproximándome a la Reina Sombra que se situaba junto a su compañera observando con detenimiento y temor aquella escena que discurría ante nosotros.

—Intentarán hacerle un delicado ritual de magia shamánica —respondió la oscura consorte de Keomara con el semblante grave y sombrío—. Gharin debe permanecer quieto. Si se soltara podría ser peligroso para todos, pero especialmente para él. Lo que vamos a presenciar no resultará agradable.

Aquella advertencia me atemorizó y continué observando los preparativos con el temor en el cuerpo. Todo el campamento se encontraba pendiente de lo que sucedía en aquel claro. El Sirthe’, ataviado con toda su exótica parafernalia inició el largo ritual en el que se sucedieron extraños cánticos, vistosos bailes y movimientos espasmódicos de distinta naturaleza. Quema de hierbas y otros tantos pasos que recordaban a una ceremonia vudú. Después de dos largas horas en un ir y venir de llamativas fases en aquella ceremonia oscura y tenebrosa, el anciano shamán ciego quedó inmóvil sentado con sus piernas cruzadas sobre las rodillas entonando una nota monocorde sostenida a modo de extraño mantra. Su respiración se fue agitando al tiempo que aquella nota comenzaba a quebrarse en la garganta y su cuerpo comenzaba a sufrir espasmos… primero leves y espaciados. Luego cada vez más próximos entre sí y más violentos.

—Está llamando a los espíritus —murmuró A’kanuwe que buscó con la mirada a Keomara. Ella también la miró y en sus pupilas se advertía que era consciente que se acercaba la fase más delicada del ritual. Había un espeso y obnubilante vapor envolviendo la escena que se infiltraba por nuestras fosas nasales atontando nuestro cerebro. Los espasmos del Sirthe’ eran ahora tan violentos que pareciese que sufría algún tipo de ataque nervioso. La tensión crecía en el ambiente y los rostros que observaban la escena se iban contrayendo conforme aquella se tornaba cada vez más dramática. El shamán se aferró a su bastón con fuerza y posó con dificultad su mano en la frente del herido mientras su tono de voz se hacía más grave y severo. Repetía una y otra vez las mismas extrañas palabras. No había duda, el hombre santo luchaba espiritualmente con una fuerza invasora. Si lograba doblegarla tendría aquel espíritu a su merced y podía utilizar su fuerza esencial en su beneficio. Pero si se dejaba vencer por ella, el espíritu contra el que combatía se adueñaría de su cuerpo.

El cuerpo del Sirthe’ Amankha dejó de temblar y cayó en un súbito vencimiento que duró solo un instante. Pronto levantó su mirada ausente y retiró rápidamente, casi como si el contacto con la piel del semielfo le quemase, su mano de la frente. Se levantó ágilmente apoyándose en su retorcido bastón.

Claudia y yo pensábamos por entonces que todo había acabado. Supimos que no era así cuando observamos la expresión en el rostro arrugado y consumido del shamán marcharse hacia los hombres que esperaban dispuestos. Aquel cabeceó una afirmación y aquellos hombres le respondieron con el mismo gesto. Allwënn también se había adelantado unos pasos y supimos que también él participaría en aquella fase final del ritual. La tensión podía mascarse en el ambiente. La huesuda mano del Shamán se alzó hacia el frente con los dedos crispados mirando al suelo y de su garganta surgió una imperativa orden en una lengua extraña.

En aquel mismo segundo, el cuerpo de Gharin estalló en una violenta sacudida que contrajo todos sus músculos al tiempo que abría los ojos de golpe con una horrible expresividad y su garganta emitía un chillido horrible que no parecía provenir de este mundo. Aquella súbita e inesperada reacción arrancó gritos de terror a buena parte de la concurrencia, al tiempo que aquellos hombres dispuestos se lanzaron sobre el cuerpo de Gharin que se retorcía horrorosamente entre chillidos guturales y berridos agónicos en aquella voz infernal hablando un ininteligible dialecto. A pesar de estar fuertemente atado y con media docena de hombres sobre él, aquel cuerpo flagelado, cuyas heridas comenzaron a abrirse por el esfuerzo, continuaba denodadamente tratando de liberarse, convulsionándose en una violencia desatada. Sus ojos abiertos desmesuradamente no eran los ojos que conocíamos. Su mirada resultaba animal, monstruosa. La horrible expresión de su rostro, firmemente anclado, causaba un pavor que sobrecogía. Jamás contemplaría una escena más aterradora que aquella que se daba lugar ante mis atónitos ojos. El gesto de Claudia era indescriptible. Nadie sabía qué cosa era aquella que habitaba el cuerpo de nuestro amigo, ni de quién era aquella voz enloquecida. Fuera lo que fuera, lo que resultaba para todos evidente es que contra aquello contra lo que luchaban esos hombres, aquello contra lo que peleaba con todas sus fuerzas nuestro mestizo compañero, no era Gharin.

La bestia que anidaba en su cuerpo no cejó en ningún momento de chillar y retorcerse, pero seis hombres eran demasiados como para que aquella cosa tuviese alguna posibilidad de zafarse. Fue entonces cuando, absortos, comenzamos a ver el verdadero efecto de toda aquella pesadilla. Las heridas sangrantes abiertas de nuevo comenzaron lentamente a cerrarse. Las que no se habían agravado, empezaban a cicatrizar despacio. Sin embargo, conforme aquella heridas se iban cerrando, las fuerzas de los captores menguaban ante el denodado esfuerzo y aquella cosa que poseía a Gharin cada vez se encontraba más fuerte y oponía más resistencia. El sudor comenzó a bañar los cuerpos entregados a aquella frenética pelea. El rictus de Allwënn delataba su agonía y se resistía a mirar directamente a lo que fuese en lo que Gharin se había convertido. Keomara animaba a aguantar un poco más, mientras las fuerzas de los contendientes se gastaban poco a poco hasta el punto de hacer peligrar las ataduras. Muchos interminables minutos duró aquella angustiosa escena, muchos más de los que yo estoy en condiciones de asegurar y que sin duda para nosotros resultaron toda una eternidad, horrible y dantesca.

Entonces el Sirthe’ se hizo acompañar hasta colocarse sólo a unos centímetros de aquel elfo poseído y levantó sus manos en alto murmurando una encadenada sucesión de órdenes que iban subiendo de tono y fuerza conforme se sucedían. En tal turbulenta atmósfera delirante creí que acabaría desmayándome, pero en ese momento, cuando el concierto de horrores llegaba a su máxima expresión, nuestro shamán gritó una orden desgarrada y bronca agitando sus brazos con violencia. El cuerpo irreconocible de Gharin se torció en un último y espantoso estertor que acompañó con un gorgoteo agónico de su garganta que se fue apagando conforme sus músculos se relajaban lentamente hasta rendirse por completo. Sus ojos volvieron a cerrase. Su respiración recuperó el ritmo normal. Casi pudimos sentir el peso liberado en aquella viciada atmósfera. Fuera lo que fuese… se había ido.

sep

Todo el mundo se derrotó. En las mirada de todos aún persistía la huella de aquella terrible experiencia. Los captores se dejaron vencer extenuados. El Sirthe’ flaqueó y tuvo un amago de desvanecimiento, pero su asistente evitó que se fuese al suelo. Keomara corrió hasta el anciano y luego de comprobar su estado se fue hasta el mestizo. El resto de nosotros seguíamos congelados. Allwënn comprobó el pulso de Gharin, que había recuperado su expresión natural y ahora parecía dormir ajeno a cuanto había sucedido aquella noche infernal.

—Está bien —aseguró tras un breve examen. Sus heridas habían mejorado mucho. Ya no revestían gravedad. Había valido la pena—. Le habéis salvado la vida a mi amigo, Sirthe’Amankha. No tengo manera de devolveros este pago.

El anciano rechazó los brazos de su asistente y con ayuda de su bastón se aproximó hasta el desfallecido mestizo que aún trataba de recobrar su aliento, como la mayoría de los hombres que habían participado en la refriega. Aquel miró su rostro carente de ojos y marchitado por el tiempo sin saber qué decirle, pero el sabio hombre santo presintió su dilema y le invitó a guardar silencio con un gesto.

—Ahora ya podemos emprender camino, joven elfo —le advirtió agachando su huesudo cuerpo—. Tú que pareces conocer bien estas montañas y sus abruptas gargantas. Apresúrate en ponernos en marcha, pues quienes nos persiguen no tardarán en darse a conocer, te lo aseguro.

sep

Las tropas oscuras tardaron más de lo esperado en llegar hasta el campamento. Aunque pronto descubrieron la entrada secreta y el túnel que escondía. Carecían de buenos rastreadores o perros con los que seguir las huellas. Con todo, a base de batir el perímetro en crecientes círculos concéntricos, al final consiguieron encontrar la zona donde nos habíamos asentado. Nosotros la habíamos abandonado la misma noche del exorcismo. Dejamos que los más ancianos, los niños y algunas mujeres descansaran hasta que el resto hubimos limpiado y recogido la zona. Apenas amanecía, ya estábamos en marcha hacia lo profundo del Ghar’al’Aasâck, donde ellos no se atreverían a penetrar. Allwënn y algunos de los surkkos se quedaron algo más en el campamento para asegurar nuestra marcha, pero en cuanto fueron conscientes de que el Culto daba golpes de ciego decidieron marcharse en pos de nuestros pasos. Allwënn aseguraba que los enanos disponían de una serie de torres de almenara para controlar los valles interiores y que si no llegábamos a ponernos a la vista no tendríamos problemas con ellos. Los enanos no resultaban tan celosos de sus territorios como los elfos porque eran conscientes de que sólo un ejército invasor podía poner en aprietos sus aldeas y fortines, no un grupo de visitantes que merodearan a través de los desfiladeros. Los pasos hacia el interior del reino enano no podían ser atravesados sin que ellos lo advirtieran y preparar una respuesta acorde con la amenaza. Por eso no se molestaban en tener, como los elfos, escuadras de vigías por todos los rincones. Más bien al contrario, dejaban sus torres atalaya bien a la vista, como queriendo advertir a los posibles violadores de su espacio «entrad si os atrevéis, esto es territorio de los enanos». Todo el mundo sabía que las fortalezas enanas son prácticamente inexpugnables, por lo que son pocos los que se hubieran atrevido a adentrarse en los dominios enanos, no solo los del Ghar’al’Aasâck. Los Tuhsêkii, para añadidura, eran bien conocidos por ser formidables guerreros, quizá los de mejor reputación en armas de todo el linaje Mostalii. A pesar de eso, quizá en alguna ocasión se habían tropezado con incursiones de orcos merodeando por la zona con ánimo de atacar alguna villa, aunque se contaban con los dedos de una mano. El propio Culto se había cuidado bien de no hacer enfadar a los enanos en sus tierras y se había limitado a enviar legados representantes investidos con aires de embajadores del nuevo orden reinante que sirvieran de ojos tras las murallas y poco más. Por eso el mestizo estaba en condiciones de garantizar que aquella zona sería un buen escondite tanto de unos como de otros.

En cualquier caso nuestra posición y presencia fue advertida por los invasores del Alcázar. No hacía falta grandes dotes en el arte del rastreo para saber que nuestro número era, al menos de medio centenar de individuos, que sin poder confirmar pocos datos más, hizo temer a los mandos por aquella pequeña hueste y plantear las hipótesis más descabelladas. Como primeras medidas se dobló la guardia tanto interior como exterior, a la que se completó con rondas de jinetes por el perímetro. Además se doblaron los esfuerzos en el asunto de picar aquella tremenda losa bajo la cual se ocultaban los refugiados del fortín. No contentos con esto, ‘Rha decidió viajar en persona, acompañado de Tsumi, su orco guardaespaldas y el prisionero humano hasta Tagar para reclutar más hombres que sirviesen de refuerzo o cuanto menos de elemento disuasorio contra cualquier nuevo intento de salvar aquellas defensas. Sin embargo, ni siquiera ellos pudieron imaginar desde dónde les llegaría el ataque la siguiente vez.

sep

Ishmant y Rexor acompañaban al Príncipe del Fin del Mundo y a su extenso cortejo a través de un bello paseo por uno de sus Jardines del palacio Boreal. Se trataba de una foresta artificial donde los setos y flores se mezclaban en equilibrada armonía con elegantes ejemplares silvestres y árboles del Sÿr Sÿrÿ. Los senderos y caminos que lo recorrían serpenteantes en ocasiones se abrían a pequeños claros dominados por fuentes o estanques cerrados, o cursos de aguas donde bullían peces de toda índole. Se adornaban, además, por soberbias estatuas labradas en un cristal rocoso transparente, duro como la piedra y translúcido como el hielo, que representaban guerreros, animales fabulosos, sabios y magos elfos del vasto linaje de los Ürull.

Sabedores de que el Príncipe recorría aquellos lares, el cuerpo femenino de la Guardia Danzante, las Aulladoras, la verdadera élite dentro de aquellas custodias pretorianas, se apostaba impertérrita a ambos lados del camino. Pronto, los ojos se habían acostumbrado a su presencia de hielo y casi se difuminaban entre el resto de estatuas allí presentes.

Ysill’Vallëdhor había escuchado con paciencia toda la información que Ishmant le había proporcionado con respecto a la amenaza del sur que Karamthor, rey de la Ciudad Estandarte, le había facilitado. También contó los planes de batalla de la coalición y las debilidades de la confederación de tribus que sostenía la gran barricada, si los más nefastos augurios se cumplían. No dejó de narrar las necesidades que la coalición encabezada por la Ultima Montaña admitía contra un posible ataque fulminante por parte del Culto. El Príncipe le había dejado hablar sin interrumpirle en ningún momento, pero su expresión parecía distante. Llegados a este punto, el soberano de los Ürull sintió la necesidad de responder a la petición formulada.

—Lo que me contáis no me es del todo desconocido, nobles amigos —confesó el señorial personaje—. Pero me temo que no puedo convocar al concilio de estos bosque para pedirle una opinión que ya han manifestado. —Los oyentes pronto mostraron en sus rostros la estupefacción por aquella insólita revelación. El Príncipe pareció percatarse de su asombro y se decidió a completar la información—. Aún corrían brisas primaverales cuando se anunció una delegación de los toros. Al parecer habían encontrado un caudillo que había unificado las tribus Z’oram desde el Othâmar hasta los Glaciares Sin Nombre, pues incluso las tribus de blancas crines de toros G’auram que lo habitan le han jurado lealtad. —Rexor miró con un esbozo de sonrisa esperanzada a su lacónico compañero y no pudo evitar interrumpir al Señor del Fin del Mundo en aquel preciso instante.

—¿Recordáis, Sublime, el nombre de ese caudillo? —Ysill’Vallëdhor reaccionó con un afectado gesto.

—¡Oh, no. Sin duda! No podría retener el nombre de todas las delegaciones que recibo… pero es muy probable que mi Senescal si lo recuerde… aunque… —añadió haciendo una pausa—, era un soberbio ejemplar D’akoram, de eso no hay duda. Uno nunca olvida la altiva apostura y la poderosa presencia de un Rex. También recuerdo vagamente su Estandarte… tenía… —dijo el Príncipe cerrando los ojos para esforzarse en rememorar—. Si, era un escudo cuartelado y en los distintos cuarteles pude distinguir muchas de las armas de varias tribus, pero sobre el todo poseía un gran esclusón y en él, sobre un campo de sable lucía, de plata, un extraordinario Cuerno de Dragón.

—¡El Asta del Dragón! —prorrumpió Ishmant fascinado con la noticia.

—Las armas de Olem —sentenció el Señor de las Runas. Ello hizo recuperar de súbito los recuerdos perdidos del soberano elfo.

—Sí, Olem era su nombre —exclamó aquel—. ¿Deduzco por vuestro tono que os es familiar, Poderoso?

—Lo es, Ysill’Vallëdhor. La noticia que me dais es la única digna de alegría en semanas. —El Príncipe pareció complacido con ello.

—Las razones que le movieron a presentarse ante mi corte no resultaban muy distintas a las vuestras. Habló de la amenaza negra y de la lucha de los hombres al sur. También él pidió la colaboración de este bosque. Pero los Vakiires y Delfines del Sÿr Sÿrÿ y sus jardines hermanos no encontraron motivos para sumarse a ella. Ese fue el dictado del Fin del Mundo, Todopoderoso Rexor. No creo que se haya alterado sustancialmente desde entonces. Lamento vuestra pérdida de tiempo, amigos míos.

Rexor quedó muy serio y abatido ante la nefasta noticia.

—Lo que me cuentas me entristece mucho, Príncipe Ysill’. Pero decidme, ¿qué piensa el Príncipe de esta cuestión?

—No estoy legitimado para cuestionar las decisiones de las altas magistraturas, Rexor. El Príncipe piensa lo que su pueblo dictamina.

—No necesitas guardar las formas conmigo, Ysill’. Solo quiero saber qué opinas como elfo, como individuo. Olvida tu rango y tus deberes por un instante y háblame con la franqueza del amigo que considero que eres. —El señor de los Ürull agachó la cabeza y guardó silencio durante un breve espacio de tiempo. Entonces, hizo un gesto a su concurrido séquito al que indicó que se detuviera. Todos los asistentes, camareros, diplomáticos se detuvieron en aquella posición, aunque los músicos continuaron tocando. El príncipe se alejó unos pasos con Rexor e Ishmant hasta un lugar más privado.

—Ysill’Vallëdhor, como elfo… —le confesó bajando su voz hasta el susurro— cree que no podremos mantenernos al margen de esta contienda por toda la eternidad. Mis Delfines creen que la guerra se ceñirá a los hombres. Que el Culto infecto de esa diosa lunar consorte de la depravación sólo busca suplantar al viejo y decrépito Imperio que con tanta severidad trató a sus clérigos y sus prácticas. Piensan que una vez muerto el último hombre volverán sus ojos hacia sus propios asuntos y se olvidarán de todo lo demás. Pero el Estandarte de los Toros dijo algo que conmovió mi espíritu provocándome una angustiosa desazón que nunca antes palabra alguna había logrado en tal medida. Dijo que si eran capaces de llegar hasta el Fin del Mundo arrasándolo todo a su paso… ¿qué les impediría tomarlo si así lo deseaban? Quizá mis consejeros y adalides de guerra tengan razón y vuelvan sus ojos de nuevo al sur. No han tocado ningún jardín élfico. No han importunado a nadie salvo a los hombres… pero… ¿Podríamos detenerlos si deciden hacerlo entonces? ¿Serán suficientes nuestros arcos y flechas, nuestras lanzas y espadas, todas las almas de este bosque de diamante para poner freno a su avance cuando sólo quedemos nosotros para hacerles frente? Esas dudas me angustian, Poderoso. Quizá tu amigo se equivoque y mis hombres sabios tengan la razón… pero si la verdad está en sus augurios. Quizá perdamos nuestra única oportunidad cuando el último de esos humanos expire. —Rexor quedó pensativo sosteniéndole la mirada a aquel bello y ceremonioso elfo ártico.

—Entonces no pensáis muy diferente de quienes aquí te rogamos. Ello me complace y no vuelve inútiles los secretos que voy a confesarte.

—Pero no puedo contravenir las decisiones de mi pueblo, Poderoso. Debes entenderlo… —se excusó de antemano.

—No es tu pueblo quien ha decidido, Ysill’, sino tus Delfines y aristócratas. Convoca la Asamblea del Bosque. —La expresión en el rostro del Príncipe hacía fácil vaticinar su respuesta.

—Los elfos del Sÿr Sÿrÿ viven, más que ningún otro pueblo, alejados y distantes de las cosas del mundo. La Asamblea aplaudirá sin quebrantos lo que sus sabios propongan.

—Pero escucharán a su Príncipe si les habláis con franqueza. Como lo habéis hecho en esta ocasión. —Propuso el monje. El Señor de hielo se volvió hacia él.

—¿Y enemistarme con mis aristócratas? Esa no es una maniobra hábil, Venerable. Debéis poner sobre la mesa amenazas más firmes que las sospechas de una derrota en el sur para que plantee siquiera considerar esa propuesta.

—Las hay, Sublime, podéis dar fe. Amenazas como este no mundo ha sufrido desde los tiempos del caos —anunció con gravedad el félido obligando al elfo a prestarle de nuevo la atención—. Olem no disponía ni de la mitad de la información que nosotros poseemos… y más aún, desconoce cuáles han sido mis propósitos en todos estos años. A partir de ahora no te hablará Rexor, el amigo y tutor. Lo hará el Señor de las Runas, El Guardián del Conocimiento. Por eso busquemos un buen asiento para reposar nuestras espaldas, amigo mío. Pues no puedo garantizar que las rodillas no cedan ante lo que voy a confesarte.

sep

Gharin abrió los ojos despacio y el cruel fulgor de los soles los hirió de muerte obligando a cerrarlos de nuevo. Le dolía todo el cuerpo, pero parecía más bien dolores musculares, como los que sobrevienen después de mantener la misma postura durante mucho tiempo. Apenas era consciente del mundo a su alrededor, sus concepciones temporales se mezclaban y a sus recuerdos no llegaba ninguna información clara. Con suerte sabía quién era, pero ignoraba dónde se encontraba y qué había pasado después de…

Voces, solo escuchaba voces.

Una algarabía de voces de mujeres y hombres revoloteando sobre su cabeza y la fuerte incisión de los haces solares. Sus sueños habían sido inquietos y dolorosos. Poco a poco logró despegar sus párpados y, con serias dificultades al principio, empezó a enfocar la imagen de un variopinto muestrario de caras y cuerpos que no reconocía. Entonces, un rostro de mujer se le aproximó más que el resto. Tenía algo que le resultaba familiar pero en aquel espeso aturdimiento no logró reunir los pensamientos necesarios para ubicarla en su recuerdo. Ella sonrió abiertamente embargada por la alegría. Aquella sonrisa juvenil le catapultó veinte años atrás, a un instante que no podía regresar de vuelta.

—Keo… ¿Keomara? —Balbuceó apenas sin fuerzas—. Estoy muerto, sin duda.

—Lo soy, bribón… y no, aún sigues pisando este mundo, gracias a los espíritus. Maldito el susto que nos hemos llevado contigo. Me alegro de tenerte de regreso. —Gharin se esforzaba por incorporarse aunque solo fuese la espalda, pero los músculos le fallaban y los soles aún le mortificaban la mirada—. ¡¡Allwënn!! Avisad a Allwënn —exhortaría ella. Aquel lugar continuó llenándose de curiosos cuyos rostros se confundían y confundían cada vez más al semielfo que no lograba saber a ciencia cierta qué diablos ocurría—. Te ha estado velando durante dos días. Acaba de echarse un rato a descansar. Está destrozado pero seguro que se alegrará de verte sano y salvo. Su maldita testarudez de enano es la responsable de que tú estés aquí. Se empeñó en entrar en el alcázar y ¡diablos! Te hubiera sacado de allí así hubiera tenido que batirse contra toda aquella guarnición de orcos.

El Alcázar…

Las mazmorras…

Los orcos.

Poco a poco la cabeza de Gharin comenzó a recomponer el puzzle en su memoria y hacer encajar todos los eventos dispersos. Entonces recordó el suplicio del látigo y corrió a levantar sus ropas y mirar su castigado torso. Las señales aún eran visibles pero su aspecto resultaba demasiado bueno para una curación natural.

—Ya te contaremos esa parte —le anunció la mujer al comprobar la preocupación del semielfo. En ese instante Gharin iba a preguntarle cómo es que ella se encontraba allí… y quién era toda esa oscura gente que se arremolinaba alrededor. Pero Allwënn aparecería en aquel mismo momento apartando a empujones a todos los curiosos hasta abrirse paso y llegar al lado de su amigo. Ataviado con aquella espesa barba que ahora se dejaba alargar tras el mentón algunos centímetros Gharin tardó en reconocerle. Apenas sin dejarle tiempo a reaccionar se arrodilló junto a él y le estrechó en un poderoso y cálido abrazo que casi le deja sin aliento.

—Maldito seas para siempre, condenado elfo. Ni se te ocurra volver a intentar marcharte de este mundo sin pedirme permiso —le amenazó aún fundido en su cuerpo—. ¿Sabes lo que me has hecho pasar? Debería matarte yo mismo —le aseguraba despegándose de él y zarandeándole de los hombros.

—Y lo harás si sigues moviéndole de ese modo —advirtió Keomara, bromeando.

—¡Allwënn! —Exclamó el arquero complacido de volver a verle. Temiendo que aquel reencuentro sólo fuese otra febril alucinación y realmente continuase allí colgado bocabajo de un gancho a merced de los orcos—. ¡¡Estás vivo!!

—No, maldita sea. Por todos los vicios del mundo ¡¡Tú, estás vivo!! Condenada nenaza. Eso era más de lo que podía esperar para hoy. Loadas sean las Custodias que te protegen, Gharin —el semielfo esbozó su sonrisa más franca.

—Contigo cerca está visto que me sobran las custodias —le confesó aún dolorido.

—No. Que en esta ocasión no puedo ganarme esos méritos, amigo mío. —Gharin empezó a recolocar los datos ordenadamente en su cabeza.

—¿Y el marcado? Espero que no le hayas matado. —Allwënn ensombreció su rostro al recordar a su compañero en los últimos trances. Aquella expresión alertó al semielfo.

—¿Le has matado? —preguntó extrañado. De Allwënn uno nunca podía dar nada por sentado.

—No, no. Si está muerto no es obra mía. —En las palabras del mestizo se percibía pesar—. Le perdimos en el mar.

—¿En el mar? —Para Gharin cada respuesta agrandaba aún más el pozo de sus dudas—. ¿Cómo… cómo acabasteis en el mar?

—Me temo que han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos, camarada. Y algunas no son buenas noticias.

—Podría decirte lo mismo. —Gharin se sujetó la cabeza al sobrevenirle de súbito un repentino mareo—. ¿Y los chicos? —recordó de pronto—. Claudia… tengo su voz clavada en mi cabeza… como si hubiese soñado con ella. —Allwënn esbozó una sonrisa cómplice y se apartó para dejarla pasar. La había sentido aproximarse a su espalda. Yo iba con ella. A Gharin se le iluminó el rostro cuando la joven pasó temerosa junto a Allwënn y se le echó en los brazos. Estaba cambiada. Tenía el rostro más enjuto y sus rasgos se habían afilado. También tenía el cabello más largo. Lo mismo podía decirse de mí, pero me temo que el semielfo centró su atención en ella.

—Gharin, gracias a Dios, creímos perderte. —Él parecía no tener palabras. Abrazó a la chica y revolvió mis cabellos cuando me aproximé a él, exclamando mi nombre y alegrándose del reencuentro. Sus ojos se fueron hacia su compañero, feliz, henchido de la emoción al verle regresar de entre los muertos.

—Cumpliste tu palabra —afirmó con nosotros entre sus brazos.

—¿Acaso lo dudaste en algún momento? —dijo Allwënn—. Ven. Todavía necesitas alguna curación extra. Ahora puedo aplicarte magia. Dentro de un rato estarás brincando como un gamo.

—Los Dioses te escuchen —suplicó el herido.

sep

Era media tarde cuando Gharin y Allwënn encontraron un rato para hablar serenamente.

—Buscan a Rexor. Era lo único que parecía importarle mientras me azotaban. Supongo que Urias les condujo hasta nosotros. Él sabía que el Señor de las Runas nos acompañaba desde que ambos se encontraran en el pozo de gladiadores. Quizá le dijo que nuestro destino era el alcázar. Quizá lo dedujo… ¿a quién le importa ahora eso?

Después de confesarle la apresurada marcha de Rexor hacia el bosque de Sÿr Sÿrÿ en compañía del joven Alexis, el medioelfo había narrado a su amigo muy por encima la ruta seguida hasta llegar al Alcázar destacando tan solo el encuentro con Robbahym y sus hombres en la arena del antiguo ducado. Allwënn se había mostrado muy sorprendido y complacido de que aquel gigante se encontrase de nuevo en sus filas y que hubiese añadido a la causa a una buena selección de espadas diestras. Lo único que enturbiaba la buena noticia era la traición de MacBirras que había abierto las puertas a los orcos de aquella sagrada morada. Más sorprendente aún fue la noticia de que el viejo Lem continuaba con vida y que, a la postre, había conseguido mantener en el más absoluto secreto a un nutrido grupo de refugiados de Tagar en las mismas narices del Culto. Ahora todos se encontraban encerrados en los viejos túneles. Los mismos que aquellos orcos no tardarían en abrir.

Por su parte Allwënn relató sin mucho detalle cómo se encontraron con Ishmant antes incluso de llegar a Aldor y la posterior persecución que emprendieron por rutas separadas y que les llevó hasta la sórdida ciudad de las Bocas del Dar.

—Nuestro último recurso fue embarcar en aquellas fragatas a la espera de una dramática oportunidad de rescatar a los muchachos. Fuimos descubiertos durante la travesía. Los corsarios de Keomara evitaron que acabáramos en las tripas de alguna mazmorra de la Ciudad Inmortal o con un palo metido en el trasero. Nuestra suerte fue que Ishmant viajara en el segundo de los navíos. No habíamos vuelto a tener noticias suyas desde que nos separamos en Aldor. —Gharin lanzó una mirada hacia donde se levantaba el campamento y entre la diversidad de gentes allí reunidas rescató la imagen de aquella que una vez fue la niña consentida y malcriada de aquel viejo grupo de aventureros. Los años no habían pasado en balde y hacía mucho tiempo que aquella mujer había dejado de ser la niña de sus recuerdos, aunque su cuerpo menudo y su exótica belleza aún bien conservada le traían a la memoria momentos de un pasado irrecuperable.

—Celebro que también ella se uniese a nuestras filas. Rexor ya no contaba prácticamente con nadie más. Apenas si se atrevía a contar con vosotros. Estará encantado con las nuevas noticias… si volvemos a verle.

—Traerla no ha resultado nada fácil, amigo mío —reconoció Allwënn girando su mirada para ver lo que él miraba—. Hubo un momento en el que pensé que llegaríamos a pudrirnos en aquel trozo de tierra flotante donde se escondían. Pero el ánimo de aquella gente no logró superar una prueba de fuego. Un huracán azotó la isla y dividió las lealtades del pueblo. Ella decidió exiliarse y nosotros aprovechamos la oportunidad para embarcar junto a los suyos. Quienes le siguen son sus fieles. Surkkos muawaries del Puño del Armín y sus familias. También algunos de los viejos corsarios más leales a su persona.

—¿Quién es la elfa? —Interrogó después de apercibirse de que no resultaba un miembro más de aquella hueste de refugiados errantes.

—¿La questtor? —Trató de confirmar sólo por cortesía su compañero—. Esto si es bueno, amigo. Se hace llamar la Reina-Sombra. Su nombre es A’kanuwe. Es su… pareja.

—¿Su amante? —Exclamó aquel perplejo—. ¿Keomara…?

—Como lo oyes —añadió Allwënn con un cabeceo afirmativo acompañando las sospechas del semielfo—. Supongo que en su juventud probó hombres hasta aborrecerlos. —Gharin arqueó su ceja en un gesto de extrañeza.

—Embarcamos en dos navíos —encauzó de nuevo su historia, el mestizo—. Un galeón enano en el que viajaban el Shar’ e Ishmant y que perdimos en una dura tormenta en alta mar.

—¿Hundido? —Se alarmó Gharin.

—Espero que no. Confío en que no —aventuró el mestizo—. El otro era un hermoso buque élfico que acabó sus días con nosotros embarrancado en un pequeño cauce del Sannshary. —Gharin abrió los ojos desmesuradamente ante aquella noticia.

—¿Estuviste en el Sannshary? ¿Volviste a nuestro bosque? —Allwënn agachó la cabeza admitiendo la veracidad de sus palabras con un lento cabeceo de confirmación.

—Sé que juré no volver a pisarlo. No sabíamos dónde habíamos arribado. Pero lo cierto es que los dioses han sido irónicos conmigo. No solo pisé el bosque. Estuve en casa, Gharin. Volví a la ciudad.

El rubio semielfo le sostuvo la mirada durante un instante tratando de meterse en su piel.

—Supongo que no habrá sido un plato agradable de saborear.

—Ya conoces a los elfos, amigo mío. Nadie tuvo el valor, ni siquiera los Patriarcas, de decirme a la cara que no resultaba bienvenido. Todos mostraron la mejor de sus sonrisas y nos trataron con la exquisitez de príncipes. Pero hay cosas que no necesitan decirse a la cara para que resulten igualmente evidentes.

—¿Viste a tu madre? —Allwënn respiró hondo y desvió sus ojos hacia otra parte.

—Insistió en que nos alojáramos en el palacio. No pude negarme. —Gharin quedó callado durante un momento dejándole fluir las palabras a su ritmo. Allwënn tardó en continuar—. Ha vuelto a casarse, Gharin. Y no adivinarías con quien. —Su compañero le hizo saber con un gesto que tenía toda la razón—. ¿Recuerdas a ese mal nacido de Tennerhiom‘Asseh, de la Liga del Bosque? —Gharin abrió los ojos con desmesura ante la sorpresa—. Sí. Ahora duerme en el lecho de mi madre. En el que mi padre jamás pudo yacer ni tan siquiera para conciliar el sueño. Incluso le ha dado un hijo. —Gharin no salía de su asombro.

—¿Así que tienes un hermanastro? —Allwënn no pudo por menos que sonreír ante el recuerdo de aquel pequeñajo bribón.

—Le ha llamado Allgharin. —El rubio mestizo se contagió de una abierta sonrisa cariñosa y puso su mano franca sobre el robusto hombro de su compañero.

—Tu madre siempre fue una persona muy especial para mí, Allwënn, más que mi propia madre. Ella te quiere. Sabes bien por qué ha necesitado emparentarse de nuevo. Es una Vallëdhor. Debe resarcir su imagen. Se debe al bosque. A un bosque al que dio demasiadas veces la espalda por ti. Tú ya no estás… y tu padre tampoco. Déjala continuar con su vida. —Allwënn agachó la cabeza rumiando las palabras de su amigo—. No sé si alguna vez has sido consciente de tu suerte, Allwënn. Fuiste engendrado por el amor de dos criaturas condenadas a odiarse. Tus padres lucharon por ti. Mírame a mí, amigo. Mi madre apenas si tenía una reputación que manchar, hija de pequeños propietarios acomodados, dama de compañía de una rica y jactanciosa Diva de la aristocracia militar… y le dolía la mirada al contemplarme.

—Me encontré con ella —reveló el mestizo y Gharin torció su gesto. Casi no se atrevía a preguntar por aquel encuentro. No fue necesario, Allwënn le adelantó la respuesta—. Evitó encontrarse conmigo. Pero tu hermana sí lo hizo. Hablamos durante toda una tarde. Me preguntó por ti. —Gharin iluminó su rostro al hablarle de Aännadja.

—¿En serio… la viste?

—Como te veo ahora a ti.

—¿Cómo… cómo está? —Gharin no podía esconder su emoción.

—Se desposó con ese deslenguado de Silvarionn, el hijo de Uthalar, el instructor de Lanzas. Ha hecho carrera en el ejército. Parece un buen marido. No te preocupes por ella. Vive feliz. Ha tenido una niña. —Gharin se llevó las manos a la boca para contener su emoción—. Felicidades, bribón. Tiene tus mismos cabellos y tú misma mirada tunante. Se llama Auranthal.

Cuando Allwënn volvió la mirada al rostro de su amigo, los ojos de aquel se bañaban en el azul celeste de sus lágrimas y su barbilla temblaba. Allwënn regresó una expresión seria a su rostro. Antes de que pudiera evitarlo el gesto de Gharin se torció en una mueca desconsolada.

—Eh, eh, eh, vamos, amigo mío —le conminó, agarrando sus mejillas con sus manos y obligándolo a mirarle—. Apuesto a que te tragaste el llanto ante el látigo. No me hagas cargar con esta deuda por darte una buena noticia.

—Mi hermana ha tenido una hija que nunca conoceré. Que crecerá sin que pueda jugar con ella… yo nunca miraré a sus ojos o acariciaré sus cabellos, Allwënn. ¿Qué pecado cometimos para que nos hicieran esto? —Allwënn se mordió los labios con fuerza y apretó la mandíbula después de enterrar el rostro de su amigo en su cálido pecho. No sabía qué podía decirle en aquella ocasión. Pero recordó algo y levantando de nuevo su rostro aún entre sus manos acercó su cara a la de su compañero hasta estar sólo a pocos centímetros de ella.

—¿Sabes qué me contó Ariom mientras estuvimos cautivos? —Gharin negó con la cabeza y por un instante ahogó su llanto—. Que Äriel tuvo una hija… de mi sangre. Una hija que me ocultó y los dioses saben que ha muerto. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo su nombre, Äriënn. Que tenía el cabello de su abuela y los «ojos del espíritu» como su madre. Ese maldito marcado al que casi mato aquel día, conoció a una niña que yo jamás podré apenas ni imaginar. Visité la tumba de Äriel antes de marcharme del Sannshary… y estuve a punto, a punto, con el puñal apuntándome al corazón. A punto de dar fin a esta existencia errante de tal manera que ni mi sangre contaminada fuera capaz de evitar. Pero entonces te recordé a ti y a los otros… y seguí adelante.

Gharin se derrumbó en los brazos de su amigo.

—No lo sabía… Allwënn lo siento. Lo siento tanto.

—No vale la pena sentirlo… eres afortunado. La hija de tu hermana crecerá feliz si somos capaces de acabar la guerra que hemos empezado. Y te deberá la vida… ¿No es ese el mejor regalo que puedes darle, amigo mío? Yo lucho por quienes he perdido, por quienes murieron. Tú aún puedes hacerlo por los vivos.

Gharin estaba roto y se esforzó por tragarse la bola que le atenazaba la garganta.

—Debes pensar que soy muy débil, Allwënn.

—No. No lo pienso. No eres débil.

—Pero no tengo tu fuerza, amigo… no la tengo. —Y el rostro volvió a hundirse entre los hombros de su compañero—. No la tengo.

—Yo apenas tampoco —suspiró el mestizo—. Y no me ha evitado el sufrimiento.

sep

El campamento se había levantado en un abrigo en la montaña resguardado de los ojos por elevados farallones. Nevaba débilmente en el exterior y aunque la nieve podía evitarse con facilidad, reinaba un viento profundo y gélido que hacía necesario mantener las hogueras encendidas. Alimentarnos ya había comenzado a ser un verdadero problema desde mucho antes de internarse en los montes enanos. Las raciones escaseaban y la caza se había vuelto cada vez más difícil y menos sustanciosa. Las menguadas temperaturas habían empezado a declarar las primeras enfermedades en los más desvalidos.

En torno a una pequeña fogata, Gharin, prácticamente restablecido, Allwënn, Keomara, A’kanuwe, Asubansupar y algunos de los muawaries más allegados conversaban acerca de la delicada situación que se abría por delante. Claudia y yo asistíamos a aquel parlamento como ya parecía haberse instituido por la costumbre. Agradecíamos el gesto aunque nuestra participación, nuevamente, se reducía a ser poco más que oyentes privilegiados. Dos grandes dilemas centraban la plática. El futuro inmediato de aquella pobre gente que viajaba con nosotros y la delicada situación de los refugiados en el Alcázar, atenazados por la amenaza constante de los orcos que picaban a su encuentro. Según las prioridades de Allwënn la cuestión del alcázar resultaba la más urgente, asunto que Keomara no terminaba de compartir. Sumida en la responsabilidad de procurar seguridad a los suyos, la pequeña mujer sentía la necesidad de salvaguardar la delicada salud de sus hombres y desviar la atención de ese objetivo. Por muy peliaguda y dramática que fuese la necesidad de otros, le parecía correr riesgos que no habían entrado nunca en sus planes.

sep

—¿Cuáles eran los planes de Rexor? —preguntaría el mestizo a su amigo al leve calor que despedían las escasas fuerzas de la hoguera. Gharin no abundó en detalles. Se limitaría a anunciar la reunión que Rexor, animado por la urgencia y ante la duda de un pronto reencuentro, celebró en la sala del capítulo. Anunció que el Señor de las Runas había albergado la posibilidad de reunir al viejo círculo de espadas, que aquella madrugada de invierno se amplió con los hombres de Legión. Muchas y de muy trágica naturaleza fueron las noticias que se recibieron en aquella mesa medio vacía, ausente de sus primigenios ocupantes. Noticias que prefirió no desvelar hasta que la suerte de los refugiados en el Alcázar no se saldase. De nada valdría reproducir aquel profuso y entrelazado tamiz de hechos, que sin duda perderían credibilidad por boca del semielfo, si nada se conseguía y los orcos apresaban a quienes por entonces resultaban la mayor parte de los involucrados en este asunto. Se hacía urgente liberar al antiguo bastión fronterizo de la amenaza del Culto… y luego, los dioses proveerían.

—La mayor concentración de tropas se encuentra en el perímetro exterior —describía el mestizo—. Son al menos dos destacamentos de caballería, por el número de animales que pude observar, si no más. Tienen una compañía de infantes del Culto y otra de orcos… también me ha parecido ver un cuerpo de Colosos, diez, quizá veinte. —Todo el mundo se miraba con los rostros serios cargados de preocupación. La fuerza allí concentrada era numerosa.

—¿Crees que un puñado de surkkos mal alimentados puede tener alguna posibilidad de tomar ese alcázar? —Cabeceaba Keomara con el desánimo que otorga el saberse en una empresa sin futuro—. Necesitaríamos un destacamento de dos mil o tres mil hombres para poner en aprieto esas murallas. Ambos conocemos la defensa de ese alcázar, Allwënn. Si aparecemos por allí, nos aniquilarán apenas sin esfuerzo. —Allwënn la miró con el ceño fruncido.

—¿Crees que no me he dado cuenta? Nadie está pensando en un ataque frontal. ¿Con qué clase de loco crees que hablas? —Keomara mostró un gesto de indiferencia, como si para ella no hubiese sido extraño que aquella proposición hubiera podido salir perfectamente de los labios del mestizo—. Escuchad, no todo ese número se encuentra en el interior de la fortaleza. La mayoría de ellos acampan en el llano exterior. Solo la infantería y los orcos patrullan los adarves y no con todos sus efectivos. Mantienen el portón abierto. Pero nosotros no entraremos por la puerta. Si queremos aprovechar el factor de la sorpresa debemos entrar a través de los viejos túneles enanos y reunirnos con los refugiados. Luego asaltaríamos desde dentro. Podemos expulsar a los defensores de las murallas y cerrar el portón.

—¿De cuántos hombres hablamos por término medio? —Preguntó la oscura guerrera elfa.

—Medio centenar, a lo sumo, que pueda responder con efectividad, quizá algo más.

—¿Y con cuantos efectivos totales crees que cuentan? —Inquirió de seguido.

—Eso ya es otra historia. No menos de quinientos guerreros, seguro. Quizá suba o baje algunas docenas más, no podría asegurarlo con exactitud. Pero si actuamos con celeridad no intervendrían. Su mayor número de guerreros son caballería. Deduzco que vienen de lejos. Los orcos e infantes deben haberlos sacado de las guarniciones de Tagar. Supongo que el plan de traición de Urias se forjó muy atrás. Eran conscientes de que no necesitarían asediar sus muros por eso cabalgaron rápido. Resultaba más urgente para ellos la celeridad, llegar al Alcázar antes de que su presa volase. En Tagar reclutaron a los orcos y a la infantería, posiblemente también a los colosos.

Los rostros seguían compungidos y vacilantes aunque la opción del mestizo merecía al menos el beneplácito de la duda. A’kanuwe reanudó el debate.

—En nuestras fuerzas podemos contar hasta con cincuenta o sesenta buenos lanceros —afirmó el jefe de aquellos surkkos muawaries, enhiesto como un tótem labrado en madera oscura—. Están cansados y hambrientos pero son grandes luchadores probados en la dureza del mar y habituados a las penurias. Con todo, la lucha resulta demasiado igualada y la caballería podría cargarnos en cualquier momento si nuestro ataque no resulta fulminante.

—La caballería no resultará un problema. —En esta ocasión era Keomara quien hablaba—. El portón principal estaba diseñado para entorpecer en lo posible a cualquier tipo de asediantes. Copia los modelos enanos: Se levanta en alto y se accede a él a través de un tramo de escaleras pegado al muro y orientado hacia la izquierda. Ello evita la acción de un ariete, obliga a la infantería que trata de superarlo a mostrar el lado desprotegido por el escudo y obliga a la caballería a entrar de uno en uno. No podrían cargarnos. Ni tan siquiera agruparse en el patio de armas con rapidez. Eso nos proporciona ligera ventaja a tener en cuenta. Aun así, no contamos con hombres suficientes. Quizá podamos anular por un tiempo la caballería pero su infantería podría ponernos en serios aprietos si se organizan con rapidez y nosotros tardamos en tirar el rastrillo.

—Hay al menos doscientos guerreros con los refugiados de Lem —informaría Gharin en esta ocasión—. Más Robbahym y sus hombres, que son gladiadores más que experimentados. Hiczo es un toro que podría partir a diez hombres de un solo tajo. Xixor es un impresionante saurio con el que no me gustaría enfrentarme a solas. Esa endemoniada renegada elfa que llaman Karla… —enumeró—. También cuentan con tres hermanos ‘Hallaqii con docenas de señales. Unos pequeños barbudos carniceros y sedientos de guerra… y Odín —añadió mirando a su compañero—, cuyas destrezas de combate han mejorado sustancialmente desde que Robhyn ha comenzado a entrenarle. Resultan unos guerreros de un calibre impresionante a los que sumaríamos nuestros surkkos, a Allwënn, a ti y a la Reina-Sombra. Disponemos sin duda de menor número de espadas pero nuestro potencial les superará al menos el tiempo necesario para evitar que se organicen y entren en el alcázar. Nuestro problema está en otro lugar. —Allwënn, como el resto de la concurrencia le miraría extrañado—. Para salvaguardar la integridad de los refugiados Lem decidió cegar los viejos túneles. Sacrificó su única vía de escape para evitar ser descubierto por azar, aunque fuese por los Tuhsêkii. —Aquella noticia cayó como un jarro de agua fría.

—Entonces esos hombres están condenados —anunció la Reina—. ¿Quién podría volver a abrir a tiempo esos túneles?

—Sólo quienes los cavaron —respondió con gravedad el mestizo centrando en su persona de nuevo la atención.

—¡Los enanos! —Exclamó Gharin como si aquella posibilidad se hubiese ocultado entre su memoria hasta pasar desapercibida.

—¿Y quién pedirá a los enanos que nos ayuden? —inquirió Keomara, pero la reacción de Gharin sesgó aquella pregunta.

—¡Tienes razón, Allwënn! Los enanos —exclamaría preso de una súbita alegría—. Rexor tenía intención de contar con Torghâmen ahora que nos encontrábamos tan cerca del reino Tuhsêkii. Su apresurada marcha hacia el bosque del Fin del Mundo evitó que cumpliera su palabra. Quizá este sea el mejor momento para hacerle una visita. Él podría ayudarnos.

—¿Sabes dónde se aloja? —preguntó el mestizo muy animado con la idea.

—Vive en el secadero de tu padre, Allwënn ¿recuerdas el lugar? —Allwënn regaló a la concurrencia una sonrisa malévola.

—Podría llegar hasta allí con los ojos vendados y un pie atado a la espalda.

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Ysill’Vallëdhor tenía la mirada perdida cuando Rexor acabó de narrarle aquellos graves hechos.

—Lo que me cuentas congela mi aliento, Poderoso… ¡Maldoroth! Casi no puedo creerlo. —Rexor apoyó su brazo en los hombros hundidos de aquel príncipe de escarcha.

—Ya no son sospechas, Sublime. Ni siquiera conjeturas… son certezas. Hasta ahora pensaba que las piezas que se custodian en la Cámara del Conocimiento que estos bosques velan nos daban ventaja. Pero nuestro prisionero asegura que cometemos un error y… le creo. Es posible que exista otra forma. Ignoro si dice la verdad o sólo pretende ganar tiempo. Sea cierto o no, la hueste oscura pasará después de derrotar a los hombres. Atravesará tus bosques y tratará de llegar a sus secretos. Si encuentra las Cámaras estaremos perdidos. Si lo que Sorom asegura es cierto ni siquiera precisarán una victoria por las armas. El Desollado es el señor de la no-vida, el patriarca de los necromantes. Levantarán a los muertos de sus tumbas y ni todos los arcos de este bosque batiendo sus flechas al unísono serán suficientes para detenerlos en esta ocasión. Debes pensar en la posición que deseas que los elfos nevados ocupen. —Ysill’ levantó su mirada para encontrase con los anaranjados orbes rasgados de aquel impresionante félido.

—Todas las señales parecen haberse cumplido y aseguras que el Séptimo de Misal tendrá rostro humano y puede viajar contigo. Reúnes a las viejas lanzas y los traerás hasta aquí, a la encrucijada del mundo. Quieres que los Tuhsêkii emprendan una marcha para ayudar a los hombres. Aseguras que el Estandarte de los Toros conoce tus intenciones y mandará sus mesnadas de astados a la guerra. Quieres dar tiempo a la Ultima Montaña para lanzar un ataque naval que devuelva la libertad al Ycter Nevada. Todo en sólo una sola estación, antes de que las nieves se retiren… y sigues aquí suplicando a mis elfos que combatan a tu lado. Tu empresa es tan descabellada como digna de ser cantada en gestas para toda la eternidad sea cual sea su final. Las amenazas que se ciernen son oscuras. Comparto tu miedo y tu premura. Incluso comparto tus deseos… pero mi pueblo es orgulloso y obstinado. Aún con todo lo que me ha sido revelado no puedo asegurarte nada, mi buen amigo. Y llevará tiempo. Un tiempo que se agota a medida que hablamos.

—Te ayudaré a convencer a los tuyos.

—Ciertamente, Poderoso, necesitaré esa ayuda.

sep

Allí, a las faldas de una escarpada colina de blanco manto, mecida por el frío viento de las cumbres se levantaba el viejo secadero. Era una robusta casa hecha con grandes troncos de madera que sobresalía entre algunas construcciones de la misma factura a los pies del espeso bosque húmedo que crecía en las laderas de aquella orografía dentada e imposible que era el macizo del Ghar’al’Aasâck. En sus proximidades se dejaba ver la delgada sierpe plateada de un pequeño arroyo que discurría desde su alborotado nacimiento en los manantiales perennes del deshielo. Una cubierta de nieve polvo se apelmazaba sobre las maderas de las techumbres proporcionando esa bicromía bucólica entre el abrigo blanco y la madera oscura y severa.

—Os dije que estábamos cerca —confesó Allwënn visiblemente entusiasmado de haber logrado encontrar aquella construcción en un breve espacio de tiempo. El resto de la comitiva celebró el fin de aquella marcha infernal entre peñascos y hielo.

sep

Aquella noche, días atrás, en el abrigo, frente el abrazo del fuego la conversación se había prolongado poco más o menos de esta forma…

—¿Y qué hay de mi gente? —protestaría Keomara enérgicamente. Allwënn le dedicó una mirada reprobatoria como si su insistencia solo se debiese a una rabieta infantil.

—Cada cosa a su debido tiempo, Keomara. Lo primero son los refugiados de Lem —insistió el mestizo y con su todo quiso dejar sentado que la discusión finalizaba en ese punto.

—Escucha Allwënn, quizá a ti no te importe su suerte, pero me siento y me hago responsable de ella. ¿Qué haremos con ellos mientras vosotros jugáis a héroes? ¿Dejar que se congelen y mueran de frío o hambre?

Gharin se apresuró a interceder temeroso que la reacción de Allwënn solo sirviese para crear tensiones y presentarle como un personaje egoísta.

—Le juzgas mal, Keomara si crees que a Allwënn no le importan tus desterrados. También yo pensé una vez que a este hombre no le importaban estos humanos cuya vida ha puesto en peligro en más de una ocasión por traerles de vuelta. —Keomara pareció receptiva ante el talante del medioelfo—. Allwënn solo busca lo mejor para todos. Es necesario garantizar la seguridad de los que esperan en los subterráneos del Alcázar. Allí abajo hay refugio, comida y fuego para los tuyos. Pero mientras tanto, mientras los orcos y los pendones del ’Säaràkhally’ sigan sobre sus cabezas deberás pedir un último esfuerzo a tus fieles.

—Imaginemos que lográis expulsarlos del interior… ¿Luego qué? Asediarán el edificio, pedirán refuerzos y lanzarán un ataque. Quienes se esconden ahí ya no podrán hacerlo por más tiempo. El lugar ya no será seguro. ¿Ahí es donde queréis que lleve a estos hombres y mujeres?

—Maldita sea, Keomara —bufó el mestizo—. Será mejor que tenerles danzando por las montañas ¿No te parece? Saquémosle primero de esa ratonara y luego pensaremos qué hacer.

—Me parece sensato —apostillaría la Reina Sombra dejando en los labios la respuesta de la dama. Aquella evidenció con un gesto su malestar por sentirse desautorizada. La elfa de ébano se volvió hacia su compañera—. Te arrojas una responsabilidad que nadie te ha exigido, Keomara. Esos hombres y mujeres se marcharon contigo, voluntariamente. Todos eran conscientes que emprenderían un viaje incierto y peligroso a donde quiera que tus pasos les llevaran. Habla con ellos y entenderán la situación. Es mejor que nada. —Al margen de ellas, la conversación había proseguido.

—Un grupo reducido y veloz puede emprender la marcha hasta el secadero y tratar de buscar la ayuda del viejo Torghâmen —apuntaba Allwënn—. Si es preciso iré yo solo.

—Yo te acompañaré hermano. No voy a dejarte solo esta vez —añadiría Gharin.

—Entonces los chicos vendrán también —manifestó el mestizo—. Prefiero tenerlos a mi lado.

—Sería oportuno que todos los presentes lo hagamos, Allwënn —propuso A’kanuwe—. Sea lo que sea que decidáis con ese enano atañe a nuestros guerreros y deberíamos conocerlo.

—Me parece correcto —admitió Allwënn.

—Alguien debería quedarse aquí a asegurar el campamento —intervino la dama.

—Nosotros lo haremos, Sehemsehy —aseguró Asubansupar incluyendo en su afirmación al resto de sus hombres allí presentes. Keomara dudó por un instante, pero no había muchas alternativas mejores.

—Está bien —dio finalmente el consentimiento—. ¿Cuándo partiremos?

—De inmediato —aseguró el mestizo.

—Dame una hora para hablar con mis hombres.

sep

Dos días de frenética marcha separaban ambos instantes.

La casa parecía inhabitada, sólo la nieve apartada de la puerta desvelaba que no era así. Con todo, no había luces en el interior y a pesar de que los rayos de los gemelos aún iluminaban con debilidad la tarde. Probablemente dentro ya resultaría necesaria la luz de las lámparas. A su alrededor el incomparable paraje del reino enano lo embargaba todo de unas vistas sin descripción posible. En la lejanía, apenas insinuada en el horizonte, la inconmensurable presencia de la Ciudad Montaña, morada del Hirr’Harâm de los Tuhsêkii se avistaba como un gran anillo de piedra que fajara las inaccesibles cumbres.

Al vencer la tarde comenzó a caer una débil nevada y empezó a levantarse un viento más incómodo que agresivo. Mientras se aproximaban a la recia casa, las dudas sobre si encontrarían al enano allí comenzaron a surgir.

—No debe andar lejos. Quizá se haya adentrado en el bosque a poner algunas trampas —aventuraría el mestizo convencido—. Busquémosle a él o sus huellas. No tardará en aparecer. —El grupo se separó con objeto de peinar la zona por diferentes lugares. Claudia se aproximó a una de las ventanas y trató de fundir con su aliento la fina capa de hielo que enturbiaba los densos y gruesos vidrios. Utilizó una de sus mangas para abrir un pequeño círculo por el que mirar a través. Lo que apreció, apenas bosquejado entre las sombras del interior, fue una estancia amplia y acogedora llena de rústico y tosco mobiliario de madera con docenas de trastos por todos los rincones.

Mientras, el resto se dedicaba a buscar signos del enano por las proximidades, Allwënn decidió aproximarse hasta la leñera, separada del grupo central de edificios algunos metros. Alguien había estado cortando madera hacía poco tiempo. Alrededor del grueso tocón que servía para apoyar los troncos, la nieve estaba revuelta y hundida, hasta el punto de haberse derretido lo suficiente como para dejar ver el manto de hierba y tierra bajo ella. Un profundo surco unía aquel lugar con la puerta de entrada de la leñera. Una pequeña casilla aunque suficiente para alojar dentro reservas de madera para todo el invierno. Allwënn se aproximó hasta la puerta. Tenía intención de llamar al enano puesto estaba seguro que aquel había sido el último lugar donde había estado. No esperaba que apenas se hubiera acercado hasta la entrada, la puerta se abriese violentamente impactándole en el rostro.

Allwënn cayó al suelo con la nariz adormecida y sintiendo perfectamente como se escapaba un abundante caudal de sangre de sus orificios. Mareado por aquel inesperado ataque, su instinto le llevó a empuñar la primera de sus armas que dispuso con la punta amenazante frente a él. Una figura que le pareció colosal se interpuso en su campo de visión. En la caída su yelmo se había desprendido y su abundante cabellera le cubría la cara impidiéndole contemplar con claridad a su atacante. De un rápido movimiento apartó los cabellos de su rostro sin relajar la mano con la que sostenía la espada. Al mirar al frente descubrió la figura de un enano barbado que sostenía su hacha sobre su cabeza, dispuesto a asestar el golpe. Sólo el instinto forjado en todos los años de calamidades le permitió retirarse a tiempo y alzarse evitando el impacto.

—Por los dioses, tío ¿Tanto he cambiado que ya no reconoces a los amigos? —Aquel enano enfurecido entornó los ojos ante el guerrero que se alzaba frente a él y tardó un instante en reconocer a quien se hacía llamar su sobrino bajo aquellas gruesas barbas.

—¡¡Allwënn!! Por el trasero peludo de un oso cavernario ¿Qué haces aquí? —El enano bajó su amenazante hacha. Aunque sólo se trataba de la herramienta con la que cortaba los troncos, en manos de aquel robusto guerrero se convertía en un arma letal—. He estado a punto de matarte, hijo. ¿No te enseñó tu padre que no se debe entrar a hurtadillas en la casa de un enano?

—¿Qué pasa, tío? ¿Le debes dinero a alguien? —Allwënn también acabó envainando su espada. Torghâmen le miraba con incredulidad estudiándolo de arriba abajo.

—La barba te queda bien. Me pregunto por qué no te la dejarías antes. ¡Pedazo de ternero orejudo! Dame un abrazo antes de que te saque esa lengua de elfo y me haga un estofado con ella. —Allwënn sonrió abiertamente y se fundió en un generoso y apretado abrazo con aquel guerrero. Antes de despegarse del compacto cuerpo de Torghâmen sintieron un sonido en las proximidades. El enano se soltó del abrazo y levantó de nuevo su hacha. Antes de poder preguntar si el mestizo venía acompañado la altiva y oscura figura de A’kanuwe apareció tras una esquina de la casa en actitud recelosa blandiendo su lanza. El enano no salía de su asombro. ¡Una elfa oscura en el Aasâck! ¿Qué demonios estaba pasando? Antes de que ninguno pudiese reaccionar otras figuras aparecieron tras la elfa.

—Allwënn, ¿estás bien? Hemos oído… ¡Tío Torghâmen!

—¡¡Gharin!! —exclamaría el enano al verle—. Por todos los diablos… ¿Keomara? —Tras ellos también aparecimos Claudia y yo—. ¿Qué infiernos es esto? ¿Qué hace aquí toda esta gente? ¿Es una maldita fiesta sorpresa o venís a gorronearme la cerveza y el tabaco?

Allwënn comenzó a carcajear ante la reacción del enano.

—¿Y a ti qué cuernos te hace tanta gracia?

—¡¡Deja de protestar de una maldita vez, enano del demonio! No has cambiado una boñiga en todo este tiempo ¿lo sabías? —Le hizo saber aún sonriente—. Invítanos a pasar. Esta gente ha hecho un largo camino para verte. Y saca esa cerveza y ese tabaco, avaro bastardo… la mitad de lo que tienes es mío.

—¡¡Lo sabía!! —exclamó el enano convencido haciendo grandes ademanes con sus brazos—. Venís a gorronearme.

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No era su tío, todos lo sabíamos. Allwënn no lo había ocultado en ningún momento. Torghâmen Orm Mostalii, el Martillo Poderoso de Mostal, para muchos simplemente el viejo TOM, no era en realidad tío suyo. Se trataba del mejor amigo de su difunto padre y el Haram’Arünnah de la XIII cohorte de maceros de los que él había sido su insigne Faäruk. También era padrino del mestizo. Había conocido a los viejos componentes del Círculo a través de su ahijado formando pronto parte de él. Para Allwënn resultaría la figura paterna más cercana después de su padre y gustaba de llamarlo tío, apelativo que muchos de sus compañeros acabaron usando para el veterano enano.

Era un ejemplar maduro de espesa pelambrera agrisada y barba cuantiosa cuyos bigotes gustaba de trenzar en anchos recogidos que se prolongaban mucho más allá de su dilatada y ancha narizota e incluso de su oculto mentón. Tenía todos los rasgos que hacían característico a un enano. Abundancia de pelo, cejas espesas, ojos pequeños y ligeramente rasgados, nariz grande, aplastada y reverberante voz cavernosa. No mediría más de un metro veinte centímetros pero su cuerpo pesado y compacto resultaba ancho como los cuellos de toro. También tenía el genio bronco, una lengua ruda y exagerada para el vocabulario desmesurado y la irreverencia fácil. Pronto comprobaríamos que como buena parte de los hijos de la montaña era testarudo como una mula ciega, leal hasta el mismo infierno y tan franco como recio. No puedo ocultarlo: después de tratar a ambas razas, es bien cierto que los elfos poseen un concepto del equilibrio y la estética sobredimensionados cuya elegancia compite con la misma naturaleza… pero sin duda, aunque uno se arriesgue con demasiada frecuencia a la vergüenza ajena en su presencia, quien os escribe estas líneas se queda mil veces con la ruda y hasta grosera nobleza del pueblo enano.

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Allwënn abrió las puertas del secadero acompañado del recio enano. El resto ya nos calentábamos al calor de la hoguera en el interior de la cabaña. Cuando las hojas de madera se desplegaron sus fosas nasales se embargaron llenándose de los aromáticos vapores del tabaco curado que flotaba espeso en el ambiente. Allwënn se dejó seducir por aquella peculiar fragancia aspirando profundamente.

—Huele a hogar —dijo en un suspiro exhalando las palabras.

—Tu padre fue muy generoso conmigo dejándome este lugar. Quería que hubiese sido para ti, pero eras demasiado joven. Siempre puedes venir a por lo que es tuyo —añadió arqueando una ceja—, si alguna vez asientas la cabeza, pendenciero.

—Mucho me temo, tío, que ese momento quede ahora más que nunca demasiado lejos.

Ambos personajes se internaron en aquel almacén donde se apilaban docenas de barricas en cuyas panzas maceraban las distintas mezclas de tabaco, todas con su nombre escrito con tiza sobre los maderos. Torghâmen abrió uno de aquellos cofres del tesoro y prendió un generoso puñado de tabaco cortado y de intenso aroma que se llevó su poderosa nariz para aspirar sus fragancias.

—Delicioso. Huele esto, hijo —añadió extendiendo su captura hasta la nariz de su acompañante. Allwënn aspiró los cortes invadiéndose de aquel olor penetrante—. Adoro esta mezcla. Es la esencia de nuestra raza. «Sangre de la Montaña». Una delicada combinación de Karham maduro y tostado con un acertado toque de Oscuro Urssuk macerado con cerveza roja de la mejor reserva. Un placer al alcance de paladares privilegiados. Si los elfos fumaran esta reliquia se les agravaría la voz y les saldría la barba de una vez, quizá así dejarían de ser tan estirados. —Allwënn sonrió ante la ocurrencia.

—Buscaré algo del «Descanso del Viajero». Hace meses que sueño con esa mezcla. —Allwënn se despegó del enano y emprendió una búsqueda paciente por entre los barriles.

—La mezcla de tu padre… tienes gustos exquisitos. Lástima que seas medio elfo, eso te resta encanto. —Allwënn desvió momentáneamente sus ojos de los letreros de aquellos barriles para dedicarle una sonrisa cómplice y siguió rebuscando entre las barricas. El viejo guerrero quedó mirando al mestizo durante un instante. Le observó encontrar el tabaco y abrir delicadamente su tapa para aspirar deliciosamente en su interior.

—Dime, Allwënn. Vuestra inesperada visita no tiene nada de cortés, ¿me equivoco? —Allwënn levantó de nuevo su mirada y miró a aquel macero cuajado de heridas, pero no le respondió—. Soy demasiado viejo como para que puedas engañarme con eso. ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos, hijo?, ¿diez, quince años?

—Lem está en apuros, tío —le respondió Allwënn esta vez sin necesitar mirarle.

—¿Ese viejo de piel cuarteada aún vive? ¡¡Por los dioses!! Le creí muerto desde…

—Todos le creíamos muerto, tío. Pero sigue vivo —le interrumpió Allwënn mientras llenaba su bolsa generosamente de la tan preciada esencia—. Logró refugiarse en los subterráneos del alcázar y logró llevarse con él a los supervivientes de Tagar.

—Demonio de Lem.

—Urias ha llevado al Culto hasta allí. Se han encerrado, pero los orcos lo saben y tratan de abrir las losas.

—¡¡Maldito MacBirras!! La peste se lo lleve aullando como un puerco ante el cuchillo —escupió el enano—. ¿En qué puede ayudarte este viejo guerrero, sobrino? —Allwënn avanzó de nuevo hasta el pequeño enfurecido barbudo y posó sus manos firmes sobre sus hombros de piedra.

—Tenemos que sacarlos de allí. Cegaron los viejos túneles y debemos abrirlos de nuevo. Y de paso expulsar a esos puercos de las murallas ¿Conoces a quien pueda ayudarnos?

—¡¡Maldición si lo conozco!! Claro que los conozco: La mitad de los hombres de tu padre. Esa bestia de D’orim y el resto de los canallas de la Decimotercera. ¡Lagartos y sierpes venenosas! ¡La mitad de ellos viven en las proximidades! ¡Por todos los Dioses cornudos del panteón elfo! ¡Esto es el maldito trasero del Ghar’al’Aasâck! Ese perro de Sargon no nos permite avanzar más allá del valle interior. Estarán aquí en un par de días. Encenderé el fuego azul.

—¿Estarán dispuestos a luchar por mí? —preguntó temeroso de la respuesta.

—¿Bromeas, sobrino? Ya les conoces. Estarían dispuestos a luchar por una manada de liebres tullidas ¡Horrim! ¡Y tú eres el maldito hijo del Rojo! ¿Por quién más lucharían? Esos puercos se han dejado media vida y la mitad de su carne desperdigada por los campos de batalla a las órdenes de tu padre. Ni siquiera necesitas un motivo para que se pongan bajo tu mando. ¡¡Mírame, ternero!! El trasero me está creciendo como el pan en el horno de no hacer nada. Los huesos me chirrían ¡Maldita sea! ¿Por qué no has venido hace diez años? Sabes que un enano no puede estar sentado mucho tiempo. —Allwënn parecía encantado con aquella reacción. De pronto el vetusto guerrero tornó su rostro serio y agarró firmemente los brazos de Allwënn.

—Dime, sobrino —le comentaría muy serio—. ¿Hay que matar mucho? —Allwënn le sonrió con descaro.

—Hay que matar lo indecible, tío. —Torghâmen desplegó una sonrisa de oreja a oreja.

—Voy a afilar mis hachas.

—No, espera —exclamó Allwënn feliz ante la acogida de la noticia y casi agarrando de los pelos a aquel entusiasmado viejo—. Detente, lo harás después. Ahora fumemos y cuéntame alguna historia de guerra como hacías cuando era niño. —El viejo enano le miró con emoción y cabeceó una enérgica afirmación golpeándole la espalda con camaradería.

—Tienes razón. No vamos a desperdiciar este tabaco.

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El primero llegó apenas aquella misma tarde. Torghâmen encendió lo que él llamaba la columna de fuego azul. En realidad, quemó Arpiña, un arbusto autóctono de intrincado ramaje cuyas hojas al arder despiden un denso humo azul de intenso olor penetrante. La chimenea de piedra de la cabaña despidió aquel humo azul durante horas. La vieja guardia de la Decimotercera cohorte de maceros tenía la costumbre de avisarse de aquella sin par manera cuando algo urgente atañía. Cuando divisaban en el horizonte la línea azul sabían que uno de sus camaradas necesitaba la presencia del resto y acudían prestos. El primero fue Harrim Oserram. Harrim «Másquehígado» como le habían apodado sus compañeros por decirse de él que sería capaz de tumbar a un regimiento, uno a uno, bebiendo cerveza. La increíble tolerancia al alcohol de aquel viejo guerrero de barbas y cabellos enmarañados y rojizos resultaba legendaria. Harrim era el Primero del Haram, el primer oficial, la mano derecha. Torghâmen ya había previsto que mientas sus camaradas estuviesen en su casa se comería, se bebería y se fumaría lo que normalmente se consume en una semana, así que quiso estar preparado.

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Harrim entró como de costumbre derrochando abrazos y buen humor… y preguntando por la bebida.

—Holg’Äru[17], Harrim, pedazo de buey ¡¿cómo estás, viejo lobo?! —El anfitrión se fundió en un sólido y prolongado abrazo con su compañero de armas.

—Almacenando óxido para mi hacha, perdiendo pelo como si lo pagaran a precio de oro y dejándome crecer las posaderas, igual que tú, por lo que veo, abuelo. —El recién llegado que no había tenido tiempo de apreciar la concurrida sala quedó un tanto sorprendido al encontrar la casa del enano repleta de extrañas visitas—. Por los Cuernos de Berserk. De saber que esto estaría tan concurrido me hubiese cepillado la barba. —El veterano macero nos miró a todos pero se diría por su gesto que no reconoció a nadie. Allwënn se adelantó con gesto franco, sonriente y con sus brazos abiertos.

—Te haces viejo, tío Harrim. —El enano frunció el ceño estudiando al extraño elfo barbado que se le aproximaba con semejantes confianzas y ni aun así le ubicó en sus recuerdos.

—Soy Allwënn, tío Harrim…

—El pequeño Allwënn, Harrim —le recordaría Torghâmen con cierta sorna—. Te gustaba enfadarle diciéndole que cuando creciera se parecería tanto a un elfo que tendría los pechos de su madre. —El escaso porcentaje de rostro desprovisto de cabello de aquel enano oxidado se tornó en una exagerada mueca de sorpresa.

—¡¡¿Ese Allwënn?!! Por todos los orcos que mandé al hoyo ¿Allwënn? ¿Nuestro Allwënn? —Añadiría aquel señalando con su mano la estatura con la que lo recordaba.

—Pues claro, maldita sea, pedazo de mula ¿Acaso conoces a otro?

—Por el más hirviente de los infiernos del Pozo, chico ¿quién demonios te ha dado permiso para crecer de esa manera? —El enano abrió sus brazos y arropó con ellos en un generoso apretón el cuerpo fornido del mestizo—. Me alegro de haberme equivocado con aquello de tus pechos cuando crecieras. —El comentario arrancó una carcajada a Allwënn. Tendría que esforzarme para recordar alguna ocasión pasada en la que hubiésemos visto al mestizo de mejor humor que durante aquella velada. Harrim se acercó al rostro de Allwënn con intención de hacerle una pregunta—. Dime, hijo… ¿dónde está esa amiguita rubia tuya que siempre iba contigo?

—Aquí mismo, tío Harrim —contestó con sorna Gharin sintiéndose directamente aludido. El enano tornó su gesto como si hubiese sido cazado en un descuido—. ¡Oh…! Era una broma. Una broma. Te había visto. Te había visto al entrar, lo juro. —Y también se acercó a estrechar en sus brazos al delicado semielfo. Torghâmen acabó presentando al resto de invitados y Harrim pasó el ritual con cierta entereza.

—¿Dónde demonios está mi cerveza? Vengo sediento.

Pero la cerveza aguardaba al enano desde la mesa desde hacía un buen rato. Todos ocuparon un asiento en torno a aquella pesada mesa de toca silueta.

—¿Cuántos más llegarán? —quiso saber Allwënn.

—¡Todos, espero! —Anunciaría el recién llegado—. O esta será una fiesta muy aburrida.

—¿Quiénes son todos? —reiteró en su pregunta.

—¡¡Pues todos, hijo!! La vieja guardia de tu padre aún sigue en pie —contestó el enano pelirrojo con dignidad—. Humar, Hässtor, Beliar el Ronco, ese animal de D’orim y su hermano Hirrim… y supongo que también se acercará Ulfggar Tripagris si le deja su mujer, claro. —El enano carcajeó con su propia broma—. Con ese genio de oso, siempre hemos creído que debía ser ella quien cargara el martillo. ¿Me equivoco, viejo lobo? —Torghâmen le dio la razón con un gesto y rellenó una jarra que había tardado segundos en quedar vacía de un trago. La segunda copa también fue directa al estómago de un golpe. El enano quedó por un instante mirando aquella colección de caras que parecían observarle con incredulidad.

—¿Qué? —rompió el hielo—. Esta amable reunión ¿celebra algo o es que hay que cortarle las piernas a alguien?

—Me temo que la historia va de cortar piernas, Harrim —avanzó el anfitrión.

—¡Genial! —exclamó aquel—. Siempre habrá tiempo para celebrarlo luego.

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No avanzamos mucho de nuestra historia a aquel primer visitante. Él aseguraba que la mayoría de los que restaban por acudir lo harían a lo largo de la tarde y quizá la noche pero estaba seguro que Humar y los hermanos D’orim y Hirrim llegarían por la mañana. Decidimos pasar el rato relatando viejas historias y rememorando pasajes de un pasado que a todos nos resultaba ajeno y fascinante.

Cayendo la tarde se sumaron a la reunión Hässtor y Beliar, a quien llamaban Ronco y pronto supimos por qué. Aquel enano corpulento de intrincada barba encanecida y cabellera afeitada y recogida en un copete trenzado al modo Isveqqo poseía un torrente de voz tan hueco y profundo que resultaba sobrecogedor. El reverberar, característico de los enanos, que pronto pasa desapercibido cuando uno los trata en abundancia, se hacía omnipresente y vibrante en aquel endurecido personaje cuya voz cavernosa sobresalía por encima de las de sus camaradas apenas susurrase. Tener a un guerrero como él, de buena estatura para su raza e impresionante físico y oírle hablar con aquella voz de ultratumba resultaba una experiencia solo apta para espíritus bien entrenados. Hässtor, por otra parte, resultaba un enano menos llamativo, más adecuado a la media racial. Su distintivo más evidente eran sus cabellos dorados, un color capilar más propio de latitudes más septentrionales que sin duda le hacían destacar entre las cabelleras y barbas más oscuras y encanecidas de sus compañeros. Era un enano más bien lacónico y serio. El menos bullicioso que el resto de sus desaforados congéneres. Gustaba de hacer las cosas con moderación y evitaba las conversaciones cargadas de insultos, groserías y aspavientos, muy propias de los suyos. De hecho resultaba un enano ciertamente educado, aunque para sus camaradas resultaba un tanto aburrido. Hässtor era un apodo, realmente se llama Ikamm. Hässtor significa hueso. Era la manera que tenían sus amigos de hacerle ver que su seriedad les resultaba insoportable. Hässtor tenía rango de Kässar, Cuerno. Es decir, era el oficial músico. Beliar era el Holg’D’ahar, el Portaestandarte. Lo que hablaba de la dureza de aquel guerrero.

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Poco más tarde, pero ya entrada la noche llegó Ulffgar, segundo del Haram, probablemente el más veterano de la reunión. Rondaba los ciento noventa años, lo que para un guerrero es sin duda una edad ciertamente venerable. Aventajaba casi medio siglo al más cercano. Resultaba un enano huraño y susceptible al que llamaban «Tripagris» porque según decían, tenía la fastidiosa costumbre de recibir las heridas en el mismo lugar. Digamos, era uno de esos enanos del que todo el mundo sabe de qué color son sus tripas. Él llevaba todo aquella con mucha dignidad. Ni que decir tiene que todas las bromas también se las llevaba en el mismo lugar. El ingrediente secreto era una mujer que según sus camaradas haría un gran favor a su comunidad si en algún momento decidía embutirse en la armadura, cargar el pesado martillo del viejo y marchar con ellos a la guerra. Ese asunto ya no lo llevaba con la misma entereza.

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Humar y los hermanos D’orim y Hirrim llegaron por la mañana.

—Holg’Äru, Torghâmen —saludaron al entrar.

—Holg’Äru, Tuhsêk[18] —les dio la bienvenida aquel. Llegaron juntos y por los abrazos y gestos que se prodigaron entre todos, uno podía llevarse la errónea impresión de que no se veían desde hacía lustros. Lo cierto es que solían reunirse a menudo a compartir cervezas, tabaco y rememorar viejas hazañas para no perder el contacto.

Humar y Hirrim eran dos formidables ejemplares de varón enano, guerreros del más alto nivel. Bastaba mirar aquellos cuerpos casi deformes por su abultada musculatura y surcados por docenas de cicatrices para tener certezas de ello. Por lo demás, eran tan escandalosos, francos y temerarios como el resto… pero D’orim, bueno, el tío D’orim era todo un personaje. Incluso Allwënn sintió un escalofrío al verle aparecer en aquella sala. No en vano había tenido muchas pesadillas con él durante su infancia. El vetusto guerrero había desarrollado un ácido sentido del humor. Negro, incluso para un enano. Era, sin duda, el más canalla de aquella reunión. Reputación muy disputada y ganada a pulso, desde luego. En la compañía tenía el rango de Has’kar, «Ariete». Su hermano Hirrim era su segundo, mientras que Humar tenía el rango de Primera Maza. El Ariete dirige la carga, la lidera. El resto de mazas le siguen. Es el responsable de «abrir brecha», de las ofensivas más duras. Era el hombre fuerte. La personificación de la guerra en sí misma. La referencia en el combate. Cuando dirigía una carga parecía imbatible y arrastraba con él a los guerreros por muy ardua que se presentara la batalla o por muy numeroso y preparado que fuese el enemigo. Tanta ferocidad le había pasado factura, sin duda, y su cuerpo era un recosido de cicatrices que él mostraba con arrojo y dignidad como un mapa de sus victorias que advertía de la clase de guerrero que se tenía ante sí. Quizá la más llamativa, como todas, eran las profundas secuelas que mostraba en su rostro.

Una maza orca… Allwënn y Gharin lo habían escuchado mil veces, que le impactó de lleno vaciándole un ojo, que él no se indignaba a ocultar, que le salpicaban el rostro llenándolo de profundos orificios donde cabían con holgura un dedo hasta la segunda falange, desgarrándole parte del rostro. Aquel maldito piel verde murió en el campo de batalla, pero él seguía en pie. Señales como las que lucía D’orim le procuraban la admiración y el respeto entre los suyos, proporcionándole una reputación que viajaba con él incluso más allá de las fronteras del Ghar’al’Aasâck. Cuando no había conflictos era instructor de armas. Sus reclutas noveles le tenían por un diablo. Un diablo que más tarde todos se alegraban de haber soportado y tenía sobrada fama de ser el más duro y feroz de ellos. Sus sufridos alumnos solían alardear de haber superado la instrucción con el Lobo Tuerto, como le llamaban. Y se burlaban de aquellos que habían pasado por pruebas menos exigentes. Sus promociones tenían reputación de ser las más preparadas de’Tûh’Aäsack. Extraordinarios guerreros de primera línea. Reconocibles porque cargaban al grito de El Clan del Lobo. Incluso se habían configurado en un gremio no oficial que se reunía por separado y tenían sus propios lemas y tonadas.

Además de eso, el viejo y recosido tío D’orim tenía fama de ser un mujeriego insufrible, un estómago a prueba de asedios y de cogerse las cogorzas más descomunales que pueda describir un enano. Al margen, era un Tuhsêk de primera línea, de pura raza, leal como ninguno, duro como el diamante recién cortado y sincero hasta dar asco.

—Ven aquí nenaza orejuda si no quieres llevarte un coscorrón que te escocerá mientras vivas —amenazaba a Allwënn con sus brazos abiertos—. Cuando quieras trenzar como un verdadero enano esa carroña que llamas barba, habla con el viejo puerco de tu tío D’orin. Te dará esos consejos que tu difunto padre debió olvidar hace tiempo. —Luego de retorcerlo hasta privarle el aliento entre aquellos robles que tenía por brazos, aquel enano exagerado le arreó un «amigable» puñetazo en el pecho que casi parte a nuestro formidable Allwënn. Su único ojo se había humedecido de la emoción—. No te da vergüenza, mocoso mal nacido. Hacerme llorar a mi edad. ¡¡Por el Rojo!! ¡Maldita sea! —gritó haciendo el silencio a su alrededor por un instante y siendo coreado al unísono por todos sus camaradas—. ¡Él sí sabía de la vida y no esta panda de borrachos seniles! No solamente cabalgó a toda una princesa elfa sino que además nos regaló este enanito vestido de nena, que ya es tan animal como cualquiera de nosotros. ¡Por el Rojo, Horrim! Por ese cabrón fiero, allí donde esté guardándonos un lugar en el Salón de los Héroes.

Allwënn hubiese matado a cualquiera que hubiese hablado en aquellos términos de su padre o de su madre, pero era consciente que aquellas palabras viscerales y desmedidas eran un tributo. Lo más parecido a un elogio y un piropo que aquel guerrero descarnado conocía. D’orim adoraba a su madre, la prueba de ello es que apenas Torghâmen aprovechaba para presentar a los recién llegados, el mutilado guerrero le preguntó si había vuelto a verla y si se encontraba bien. Allwënn le respondió con una afirmación generosa.

—Tu madre era la elfa más hermosa que yo haya visto nunca… bueno, no es que este enano haya visto muchos elfos… no al menos de una pieza, pero… ¿Qué diablos? Era bella hasta dejarte sin sentido. Tu padre tuvo mucha suerte de encontrarla, eso es cierto. Dale recuerdos de esta vieja mula si vuelves a tropezarte con ella, hijo. —Allwënn asintió con respeto y palmeó al fornido enano en la espalda al tiempo que Torghâmen que continuaba con las presentaciones, requería su presencia.

—D’orim, esta es Claudia, una humana amiga de Allwënn que… —en ese momento la joven muchacha dio un inesperado respingo y su rostro quedó petrificado en una expresión de incredulidad que dejó a nuestro anfitrión un tanto descolocado.

—Este enano… me ha toca… me ha tocado en… —acertaba a decir ella balbuceante.

—Prieto culito. De los que puedes coger con las manos juntas —ilustraba el descarado enano con un gesto de sus manos. Allwënn se llevó las manos a la cara y fustigó una sonrisa. Mucho había tardado aquel viejo verde en hacer una de las suyas.

—Maldito seas, D’orim —reprendió desde otro extremo de la habitación el rubio Hässtor—. ¿Ni con los amigos del chico eres capaz de portarte como un enano maduro? —D’orim no tardó en responderle con un explícito gesto obsceno.

—Vete a dar de mamar a un ternero, maldito leño.

—A algunos nos importa que nos equiparen con tus modales de asno, ¿sabes?

—Que nos equiparen, que nos equiparen —le imitaba impostando la voz—. ¿Qué cuernos es eso de «equiparen»?

—D’orim… —se sumó a la reprimenda el anfitrión—. Las manos donde podamos vértelas. —El aludido cabeceó poco convencido. Pero cuando se dirigió hasta la dama Keomara, A’kanuwe, ojo avizor descubrió de nuevo las intenciones de aquel barbudo medio deforme y no dudó en extraer su puñal y amenazarle con su punta a pocos centímetros del rostro.

—Toca a mi chica, enano, y te meteré esto por uno los dos únicos ojos que te quedan… y no será el de tu cara. —En aquel instante la tensión subió como la espuma de la cerveza. Las afamadas malas pulgas de D’orim podían jugar una mala pasada. El enano miraba a su bella agresora sin inmutarse y con un soplo de ironía en su rostro.

—Nos ha salido cariñosa, la negrita. —A’kanuwe endureció su postura pero Torghâmen intervino pronto colándose entre ambos y anunciando que la cerveza esperaba desde hacía un rato en la mesa.

—¿Y la comida, Torghâmen? —pidió uno de los recios—. ¿Vas a matarnos de hambre lentamente?

—Tengo venado en el fuego.

—Maldita sea —replicó otro—. Métete tu venado por donde te quepa, abuelo. ¿Dónde infiernos escondes el tabaco?

—Ya he abierto una barrica, animales.

sep

Poco a poco todo el mundo fue ocupando los asientos vacíos. Poco importaran que no fuesen más de las nueve o las diez de la mañana, aquellos enanos llenaron sus panzas de venado y cerveza como si no hubiesen comido en años. Mientras el resto, aún desganados, apenas si les acompañamos por pura formalidad. Luego llegó el Licor de Piedra y la barrica de tabaco a la que todos se aprestaron en meter mano para llenar las panzas de sus formidables pipas. Fue entonces cuando surgieron los motivos que les habían llevado a reunirse en torno a nuestra mesa.

—¿A quién hay que matar, hijo? —Decía D’orim exhalando el humo de su tabaco.

—Sí, dinos ¿a quién hay que matar? —reiteró Hirrim, su hermano. El resto se sumó a aquel mismo talante, antes incluso de que Allwënn les pidiese nada. Aquella era la manera que los Tuhsêkii tenían de decir: «cuenta con nosotros para lo que sea, poco importa lo que vayas a pedirnos, estamos contigo». Allwënn se sintió afortunado de volver a encontrarse con aquella pandilla de carniceros.

—El viejo Lem está en apuros.

—¿Quién cojones es el viejo Lem? —interrumpió Ulffgar.

—Lem Forjadorada. El herrero —despejó la incógnita el anfitrión.

—¡Horrim! ¿El Campeón? Por los cuernos —bramó con su voz de caverna el Ronco.

—¿Aún vive? —añadiría Humar extrañado. Se diría que todo el mundo hacía muerto a nuestro Lem—. Ese humano tiene más soga que un maldito patriarca elfo.

—Vive y necesita ayuda —continuó el mestizo—. Se ha encerrado en los viejos túneles del Alcázar con los refugiados de Tagar que escaparon de la guerra.

—¿Qué Alcázar?

—¡Ulffgar Tripagris, eres una puñetera vieja sorda! —bramó Harrim exasperado—. ¿Quieres cerrar tu bocaza y dejar que el chico se explique? —Allwënn aguardó pacientemente hasta que todo estuvo de nuevo en orden para continuar.

—El Culto ha entrado en el perímetro interior y les ha obligado a bajar a los túneles. Están allí encerrados. Algunos de mis viejos camaradas les acompañan.

—¿Que el Culto ha entrado en un fortín enano? ¡Ja! —manifestó incrédulo el Lobo Tuerto.

—Hay un traidor —contestó Torghâmen—. Urias MacBirras, el Crestado. Una alimaña que no merece ni la mierda que deshecha.

—¿Quién es ese Urias MacBirras?

—¡¡¡Ulffgar!!! —le gritó el Ronco con su desmesurada voz.

—De acuerdo, me callaré.

D’orim encauzó de nuevo la conversación.

—¿De cuántos enemigos hablamos, hijo?

—Apenas medio millar —respondió el mestizo—. Pero no es necesario enfrentarse a todos ellos. —D’orim evidenció malestar por esta noticia con un gesto explícito—. Entraremos usando el subterfugio a través de los túneles.

—Así pelean los elfos.

—D’orim, maldita sea. Eres un rufián de taberna —le imprecó más moderado su compañero Hässtor—. ¿Le has oído? Son casi medio millar. —El rubicundo enano se volvió hacia el mestizo—. No escuches a este loco. Sigue con tu plan.

—Lem tiene a unos doscientos guerreros que pueden sumarse y una docena de hombres que son verdaderamente formidables. —D’orim gesticuló poniendo en duda esto último—. El plan es encontrarnos con ellos y lanzar un ataque sorpresa desde el interior para expulsarles de las murallas. Con suerte sólo nos toparemos con un centenar de adversarios, si actuamos deprisa.

—Maldición, chico. Creí que se trataba de algo serio. —Allwënn pasó por alto el comentario de su tío D’orim y continuó narrando—. El problema es que Lem decidió cegar los viejos túneles y debemos abrirlos. Espero que alguno de vosotros pueda…

—Cuernos, el viejo Ulffgar es ingeniero —apostilló Humar—. No sabe hacer otra cosa que abrir y cerrar malditos túneles ¿no es así, viejo? —Aquel respondió afirmativamente.

—Puedo volver a casa a por herramientas y traerme a alguno de mis hijos…

—No te olvides de darle de comer al oso primero —bromeó D’orim.

—Vete al infierno, enano del demonio —respondió aquel.

—De acuerdo —puso paz el mestizo—. ¿Podemos contar con eso, tío Ullfgar?

—Pues claro mocoso. Abriré esos túneles aunque tenga que hacerlo a mordiscos —aseguró el encanecido guerrero.

—¡Esa es una buena idea! —reiteró D’orim—. En eso seguro que tu mujer sí nos puede echar una mano.

—Una palabra más, bastardo impertinente y te meteré mi martillo en el trasero tan profundamente que tendrás que buscarlo con una pala, D’orim.

Allwënn golpeó la mesa con energía para llamar la atención.

—¿Entonces estáis dispuestos a seguirme?

—Vamos a Cuerno[19], hijo.

Aquella marabunta de enanos se arrolló por demostrar su lealtad a la causa. Allwënn se acomodó en su asiento cruzado de brazos, satisfecho de la escena que discurría ante sí.

—No me lo perdería ni por todas las reservas de Cerveza Roja de las bodegas de la Ciudad Montaña —exclamó Harrim.

—Seguro —dijo Hirrim—. Apenas te durarían una noche. —Aquellos enanos rompieron en enormes risotadas.

—¿Cuándo despellejamos a esos orcos, sobrino? —preguntó el Ronco con aquel torrente de voz espectral.

—Ya deberíamos haber empezado —le contestó el mestizo.

—¿Y qué demonios hacemos aún sentados?

espada