XXXII. EN LAS SOLEDADES DEL ESPEJO
LA ÚLTIMA FRONTERA. PRIMERA PARTE
«Temed por encima de todos vuestros enemigos
al desesperado. Puesto ha perdido la esperanza,
pero con ella, también el miedo».
REY FARAS.
ATRIBUIDA DURANTE EL ASEDIO DE ILDULGAR.
ISHMANT ERA EL ÚNICO HOMBRE VIVO SOBRE AQUELLA EMBARCACIÓN HERIDA DE MUERTE…
Al menos era la única persona en cubierta desde hacía días, quizá semanas. Aquella feroz tormenta no sólo les separó del Impaciente, también arruinó la arboladura y el aparejo del Dragón Artillado dejándolo a la deriva. Sin la guía del buque insignia, la tripulación del Ariete se encontró perdida y sin dirección. Hubo de recurrirse entonces a los remos para continuar el avance pero el desgaste que supuso mover aquella pesada embarcación a fuerza de brazos aceleró los males. La enfermedad y el agotamiento se cebaron con la hueste a bordo y la población se diezmó rápidamente. Sin encontrar tierra donde abastecerse, a excepción de algunos atolones e islotes dispersos, apenas se paliaron los sufrimientos de unas bodegas cuya carga se consumía a la misma velocidad que sus tripulantes. Cuando las fuerzas se agotaron por completo, aquella tripulación sin esperanza adoptó unas medidas desesperadas. Se alojaron en las bodegas donde esperarían pacientes la muerte o el milagro. Las provisiones se racionaron al límite aunque el gran problema vino con la falta de agua para beber. Las barricas, exhaustas como todo lo que viajaba en aquel buque de guerra, contenían escasas reservas ya muy deterioradas y foco de la mayoría de las enfermedades que padecía la tripulación. El mar se convirtió en una inmensa fosa común para los más débiles. Ishmant decidió prescindir de sus lotes de raciones y se sumió en un estado latente de profunda meditación en el que podía aguantar sin alimento o bebida mucho más tiempo.
El resto, incluido el Shar’Akkôlom y Sorom se abandonaron a la suerte de los Dioses.
Aquella mañana se había levantado con los velos de la muerte como un sudario brumoso sobre las aguas. El mar reposaba en una calma chicha, como si él también se encontrase a las puertas del último tránsito. Todo reposaba en una quietud y silencio tenebroso. Hacía días que navegaban a la deriva, a merced de las corrientes caprichosas de aquel mar sin nombre.
Unos sonidos difusos se colaron a través de la barrera mental de Ishmant y alertaron sus sentidos.
El monje abrió los ojos y encontró aquella cubierta desierta inundada por las brumas marinas. No sabía exactamente cuánto tiempo había permanecido ausente de la realidad. Si era o no el último superviviente de aquella trágica odisea marina. Su cuerpo le pesaba como el plomo. Poco a poco comenzó a movilizar sus articulaciones, rígidas como si fuesen de madera y su respiración, mantenida en la mínima expresión, comenzó a recuperar su ritmo habitual. Entre tanto, aquellos sonidos que traía el susurro del viento se volvieron más perceptibles. Sus sentidos amplificados apercibían sin error un batir sincronizado sobre el agua, lejano y constante. Y sobre él, como quejidos de cuerdas y madera sobre los que se superponía un zumbido pesado y perseverante, un murmullo de voces en la lejanía. Aquellos no eran sonidos de la naturaleza, no era en absoluto la lengua del mar…
Se levantó con energía sobre aquel alcázar de proa que abría las brumas en dos y encontró que su visibilidad era escasa para hacerse una idea de donde se encontraban. Imaginó que aquel nebuloso cortinaje tan solo enturbiaba la visión monótona y constante del interminable azul en derredor. Puso toda su atención en aquellos sonidos pesados que comenzaban a amplificarse y hacerse cada vez más audibles. Ya no tenía dudas al respecto: el batir del agua eran remos, docenas, quizá centenares de remos. Los quejidos de cordajes eran aparejos de velas y maquinaria. El zumbido eran voces, gruñidos, gargantas en guerra. Ishmant se puso nervioso. Aún no podía divisarse nada en el brumoso espectro de visión que sus ojos cubrían. Pero entonces, cuando aquellos sonidos habían crecido tanto en potencia e intensidad que se diría estaban sobre ellos, una impresionante silueta atravesó desde babor su campo de visión, aún envuelta entre los perfiles de la niebla.
Era un buque alto y bien defendido de tres palos, estilizada eslora y alcázar en popa. Tenía gran calado y pesada compostura, en cuya cubierta, infestada de soldados y orcos dispuestos para la batalla, las gargantas rugían feroces. Había más. Detrás de su figura, aún más alejada, podía adivinarse una nueva silueta naval… y entre ambas, más retrasada, otra. Entonces nuevos sonidos aún más delatores hicieron presencia. Poderosos zumbidos que cortaban el aire y fuertes impactos sobre las mansas aguas del Azur…
¡Catapultas! La artillería de marina.
Ishmant quedó por un instante petrificado. La dirección de los buques advertía que no eran ellos, en principio, la presa de aquella flota del Culto… ¿pero entonces?
Un nuevo barco hizo su siniestra entrada en el campo de visión, en la misma dirección que aquellos, pero en esta ocasión el nuevo navío se encontraba tan próximo que Ishmant no tuvo problemas en identificar los blasones y el ’Säaràkhally’ ondeando sobre la mayor. Incluso podía divisar las facciones de la hueste de orcos, soldados y bestias que se arremolinaban sobre la cubierta. Pronto unas voces delatoras advirtieron al monje que desde ella alguien había descubierto el navío que se les atravesaba moribundo por su lado de estribor.
Pero en aquel instante algo aún más perturbador iba a acontecer. En un abrir y cerrar de ojos, aquella referida mezcla de sonidos se hizo tan audible que Ishmant pensó que sólo una cosa podía explicarla. Como en un acto reflejo volvió su mirada a popa para ser testigo de cómo una nueva proa enemiga surgía desde la espesura de la niebla y sólo el milagro evitó que se empotrase como un pitón de astado en el alcázar sur del Azote. Aunque la punta de lanza había evitado la embestida, el golpe de mar que levantaba su quilla hizo zozobrar el mutilado navío y pronto las filas de remos del enemigo impactaron cruelmente contra la madera del barco quebrándose sin remedio haciendo escorar y virar peligrosamente al Dragón. Ishmant necesitó de toda su habilidad y reservas de fuerza para sostenerse en pie, agarrado a la madera, y evitar irse por la borda. En los rostros de la tripulación enemiga se hallaba la sorpresa…
y entonces…
Ishmant empezó a sospechar lo que ocurría. Ellos no debían estar allí. Su barco herido no era más que un obstáculo imprevisto en la travesía de aquella flota preparada para las armas.
El fuerte impacto posicionó al Dragón en paralelo, aunque en dirección contraria, a aquellos navíos de guerra. Tornando la mirada hacia estribor, donde ahora habían quedado las primeras embarcaciones avistadas, el monje fue presa de un súbito temor al comprobar como la dotación de artillería del buque más próximo se disponía a escorar sus catapultas contra el Dragón.
Sólo un milagro evitaría el desastre…
Pero el milagro se produjo.
Uno de aquellos penetrantes zumbidos se anticipó a la maniobra enemiga. Un haz luminoso cruzó las nieblas y una salvaje bola de fuego colisionó de lleno sobre el buque atacante desparramando su ardiente munición sobre la cubierta provocando una carnicería, como si una sierpe alada hubiese vomitado sus entrañas ígneas sobre aquella fragata.
‘Asymm’Ariom y algunos marineros más abordaron la cubierta desde las bodegas sobresaltados por la fuerte acometida y el duro viraje del navío.
—¡¡Ishmant!! ¿Qué está pasando? —El monje se tornó hacia ellos con el semblante desencajado.
—Aprisa, Asymm‘Shar. Encuentra al piloto. Moviliza a todos cuantos puedan sostenerse sobre las piernas. Hay que despertar a los dragones. Estamos en medio de una batalla.
Entonces aquel pequeño grupo miró en derredor y comprendió la grave naturaleza de aquellas palabras.
—¡¡Galeras enanas a popa!! —anunció uno de los marineros Rurkos. En cuestión de momentos el cielo se cubrió de vómitos de fuego.
En cuanto la noticia prendió en las bodegas, aquella mermada tripulación encontró fuerzas de donde no las había para movilizarse. Bajaron a las mujeres, niños, ancianos y a los más enfermos a una cubierta inferior. El resto se apresuró a montar la artillería. No había hombres suficientes para aprestarse a los remos y al mismo tiempo cubrir todos los puestos artilleros por lo que se dio preferencia a los dragones ya que el involuntario viraje había colocado al buque enano en paralelo con aquella flota.
En la cubierta, Ishmant era el único guerrero en solitario. Aquello le daba cierta ventaja ante los ataques de los proyectiles enemigos que enseguida comenzaron a llover indiscriminadamente. Pero le situaba en franca minoría si se decidían abordarlos. La fragata que estuvo a punto de partir en dos al Dragón ya se preparaba para ello y los primeros ganchos y garfios de clavaron sobre la madera del dragón. Ishmant desenvainó una de sus afiladas hojas y se colocó en uno de los extremos del barco. Posicionó su hoja mirando hacia las sogas que atrapaban el barco. Agarró firmemente el enmangue de su espada con ambas manos. Cerró los ojos y concentró toda su energía en el arma que blandía sólidamente. De un enérgico golpe lanzó un mandoble cortante de abajo hacia arriba y dejó escapar su fuerza interior en una sonora exhalación. La hoja de su espada no tocó ninguna soga pero la energía proyectada por aquel mandoble continuó más allá del golpe y se extendió como las ondas del agua tras arrojar una piedra. Uno a uno todos los amarres se rompieron como si aquel filo hubiera podido dilatarse de popa a proa. Sus adversarios, que ya habían empezado a cruzar, cayeron al agua y el resto quedó asombrado ante aquel prodigio fabuloso. Desde la popa del barco enemigo se armó un arbalesto que no tardó en disparar su mortal venablo hacia el monje. El disparo fue fallido y la enorme lanza se empotró en la madera a unos metros de su objetivo, sin embargo había lanzado un serio aviso al único defensor del barco.
Abajo, en la cubierta de los dragones, la marinería se afanaba por montar la carga letal en aquellas bocas de bronce ante los gritos de urgencia del Shar’Akkôlom.
—¡¡Línea de babor!!
—Dragón preparado.
—Dragón listo.
—Dragón preparado. —Uno a uno todos los artilleros acabaron confirmando sus posiciones. Ariom miró a través de una escotilla y divisó la panza del enemigo. Entonces se tornó hacia los artilleros.
—¡Dragones impares… bajad las bocas veinte grados! —ordenó.
—¡Bocas a veinte grados!
—Con suerte alguno impactará en su línea de flotación —suspiró—. ¡El resto! ¡¡Fuego!!
—¡¡Fuegoooo!!
Aquellas fauces de bronce tronaron como si se hubiese desatado una tormenta bajo la cubierta y escupieron sus arcadas de metralla con fiereza. Al instante, una densa humareda blanca de intenso olor a azufre se adueñó de la escena. Desde la cubierta, Ishmant presenció el poderoso bramido de los dragones cuya munición hizo estragos en la sorprendida dotación rival, provocando daños considerables en el flanco y la arboladura enemiga.
—Resto de dragones. ¡¡Fuego!! —el intenso vapor infernal aún no se había disipado cuando otro vómito de azufre se despeñó de las bocas de artillería. Esta nueva andanada disparó mucho más bajo enfilando la línea de flotación que quedó destrozada. Ishmant asistió a aquel golpe de gracia. Los tripulantes enemigos comprendieron de inmediato que habían perdido el navío y comenzaron a lanzarse al abrazo del mar.
—¡Fragata a piqueeee! —se escuchó en la cubierta de artillería lo que elevó la moral de aquellos abatidos combatientes que se lanzaron a entusiastas vítores. Ariom aprovechó para tornar hacia la banda de estribor. Abriendo la escotilla divisó aquella fragata herida ya por el fuego de catapultas.
—Contramaestre —el mutilado elfo llamó al oficial que se encontraba muy próximo a él—. A partir de ahora usted dirigirá la artillería. El objetivo de la banda de estribor es aquella fragata. Sugiero dragones a cuarenta y cinco grados en dos andanadas. Quiero a tres oficiales por banda supervisándolo todo.
—No tenemos tantos oficiales, señor.
—Sáquelos, aunque tenga que rastrear el fondo del mar si es preciso. Y quiero doce hombres conmigo en cubierta con la mayor brevedad. Hay que armar las sierpes y las carronadas de proa. Sin maniobrabilidad estamos a merced del enemigo.
—¿Quién gobierna el barco?
—Nadie gobierna. Bogamos a la deriva desde hace días. Haga lo que le digo.
—Como ordene, señor.
—Si salimos de esta será un milagro.
Los humos de la contienda se fueron disipando con una melancolía desganada. Los ecos del fragor de la batalla martilleaban aún las cabezas de los supervivientes pero eran ya solo amargos recuerdos. Sólo algunos lances lejanos se dejaban escuchar muy perdidos en la lejanía. Poco a poco aquellos consumidos combatientes fueron alcanzando la cubierta para ser testigos del escenario en derredor. Los soles se habían alzado soberanos sobre la cúpula celeste disipando con autoridad las nieblas matutinas y dejando ver el campo de batalla. Barcos humeantes heridos de muerte. Maderos y cuerpos flotantes sobre las aguas era el saldo de la dura contienda. Una numerosa flota de barcos de guerra enanos campaban a sus anchas donde tan solo hacía unas horas lo hacía una nutrida escuadra del Culto. La línea de vanguardia aún perseguía a los escasos navíos que, dispersos y desesperados, trataban de huir de aquel diezmado escenario. La mayor parte de la armada enana la componían los Kurrshu’, barcos ligeros de escaso calado, rápidos y maniobrables que probablemente funcionaron de rápida línea de ataque. Aquello hizo sospechar al monje que no debían de estar demasiado lejos de las líneas de costa puesto que aquellos navíos no están preparados para las aguas abiertas. Una numerosa representación de los temidos «Tiamath» fue suficiente para imaginar desde dónde se había lanzado el grueso de los devastadores ataques de artillería. Y por si su presencia pudiera ser poco intimidante, a lo lejos se perfilaban las siempre sobrecogedoras siluetas de los «Galeones-Montaña», una descomunal fortaleza flotante, probablemente sede del almirantazgo de aquella flota. No habían tenido ocasión de sopesar el calibre de la avanzada del Culto, pero sin duda aquella expedición enana no resultaba una flotilla de reconocimiento. Si en aquel trozo de océano no había más de seiscientos buques, no había ninguno.
—¿Reconoces los emblemas, Venerable? —preguntaba Ariom.
—Enanos de hielo —afirmó aquel muy seguro—. Blasones de la Garganta de Helmdar, Tha’sarr, Pico-Coloso. Pendones de Bocaquebranto, de Valhÿnnd’ha, del Bastión de Varkla’Abirg’ha, del Macizo Qurt’u y de la Ultima Montaña… Están todos. Esto no es una avanzada, Asymm’Shar… es la Armada de Valhÿnnd al completo.
Los enanos que superaban aquel barco agonizante a bordo de los rápidos Kurrshu’ miraban perplejos aquella menoscabada dotación. Apenas un puñado de marineros de cuantas razas fuera posible contar junto a sus mujeres y ancianos. Les parecía asombroso imaginar que aquel recio buque desarbolado y a flote a duras penas hubiese sido capaz de enviar al fondo del mar a media docena de fragatas del Culto. Aquellos recios y orgullosos guerreros cuyas proezas sobre el mar sólo rivalizaban con su extraordinaria resistencia en tierra se dejaron impresionar por la heroica hazaña de aquellos marineros desesperados y en sus pupilas no escondían su admiración.
Uno de los destructores «Tiamath» con pabellón del Pico-Coloso se aproximó lentamente por estribor. Toda su dotación estaba en cubierta, como si no quisieran perderse comprobar con sus propios ojos la identidad de aquellos osados que surgidos de entre la niebla habían plantado cara a la negra flota invasora. El aspecto de aquellos veteranos resultaba impresionante. La media de su estatura era sensiblemente superior a la de sus primos del sur, aunque sin llegar a las dimensiones de los enanos Titanes. Tenían largos y espesos cabellos blancos que solían recoger sobre complicados copetes e inconmensurables barbas del mismo color que retorcían y trenzaban en laboriosos tocados bien sujetos por gruesos y labrados anillos de oro. Sus rostros, aquel escaso porcentaje de sus caras libre de cabello, eran de rasgos enfurecidos y hostiles, de ojos pequeños, rasgados y espesas cejas. Sus cuerpos macizos como las montañas que les daban cobijo se abigarraban de pesadas corazas y pieles salvajes. Y sus armas, desmesuradas y carniceras se labraban hasta el último rincón del metal o la madera. Aquel era un pueblo de guerreros entre los guerreros. Orgullosos de su linaje, su sangre y su historia, cuya sola presencia inspiraba en más profundo respeto entre sus aliados y el terror entre los enemigos.
De entre aquella hueste soberbia y poderosa destacaba un guerrero cuyo aspecto fiero le delataba como un oficial del más alto rango. Sus cabellos y barbas lucían aún más complejos aditamentos. Sus armas eran aún más colosales y su apostura aún más desafiante y poderosa. Desde el primer momento los tripulantes del barco cadáver supieron que serían abordados pacíficamente por aquel buque enano y por sus amurallados guerreros. Todos asistieron a aquel despliegue con la resignación propia.
Desde el destructor enano se tendió una pasarela y aquel exultante guerrero de hielo y su escolta de élite pasaron de una borda a otra entre las miradas de asombro de los agotados marineros y sus mermadas familias. El enano puso un pie en la destrozada madera del Dragón Artillado con gesto arrogante y se dedicó durante unos instantes a contemplar la devastación a su alrededor como si no lograra entender lo allí sucedido. Al fin se dirigió hacia aquellos hombres maltratados con su reverberante voz hueca.
—Un roble de los Rurkos gobernado por humanos es más de lo que esperaba encontrar en estas aguas. ¿Quién es el noble capitán de esta hueste de desheredados? —Pero nadie entendió una palabra de aquel idioma tan poderoso y grave como quien lo hablaba.
Ishmant dio un paso al frente y para sorpresa de todos se expresó en aquel mismo lenguaje vigoroso e intenso. El guerrero enano supuso que a aquel monje debía dirigirse y para sorpresa de todos le mostró aquel martillo de incuantificable calibre que portaba. Ishmant inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—¿Qué dice, Venerable? —aquel giró imperceptiblemente su cabeza hacia el Shar’Akkôlom.
—Se siente impresionado. Nos muestra sus respetos. —Aquella noticia llenó de una contenida satisfacción a la ecléctica marinería de Dragón.
—No sabía que hablaras la lengua de hielo, Venerable.
—He sido huésped durante años de estas latitudes, Asymm’Shar. Conozco a estos hombres como si hubiese vivido en sus montañas. Nuestra suerte al encontrarlos no tiene medida.
El monje narró superficialmente la odisea que habían pasado y confesó la ayuda urgente que necesitaban. Aquel enano se mostró muy receptivo.
—Nos conducirán con el Kabbar’Har, su Gran Almirante, en el Galeón Montaña. Parece ser que nuestra gesta le ha hecho interesarse por nosotros personalmente. Arde en deseos de conocernos.
—¿Dónde estamos y qué motivo existe para semejante despliegue de fuerzas?
Ishmant formuló tal cual la pregunta a su majestuoso interlocutor y aquel respondió hinchando su pecho.
—El puerto de la antigua Valqk’Ard ha sido asediado. Sujetos a la vieja alianza, Hirr’im Hâssek el señor de la Ultima Montaña ha ordenado enviar su armada en su ayuda. La vanguardia de la flota enemiga intentaba un desembarco desesperado para abrir un nuevo frente en la Garganta (de Helmdar), pero conocían sus intenciones y se han adelantado tomándolas por sorpresa. Son las fuerzas que han sido barridas hoy sobre estas aguas.
—¡Barkarii! ¿Entonces navegamos…?
—Sobre las Aguas del Espejo, Asymm’Shar —culminó la frase el monje—. La Ciudad Estandarte está a tan solo treinta millas de donde nos encontramos. —Ante aquella noticia, el grupo de marineros estalló en sonoros vítores a los que nuestro impresionante guerrero enano respondió con una amplia y generosa sonrisa de complacencia.
Barkarii, la que para los enanos siempre será la vieja Valqk’Ard, la inamovible Ciudad del Estandarte se alzaba majestuosa y desafiante sobre los fiordos dentados de las Aguas del Espejo. Sus escalonadas murallas parecían poder detener a sus pies vientos y ciclones. Ni siquiera la amenaza sobre sus aguas de los buques negros le restaba majestuosidad y embrujo. Antaño aquel bastión que ahora resistía indomable los embates del Ojo Sangrante había sido una vieja capital enana en tiempos inmemoriales. A su sólida factura y a su escarpada orografía debían los balkaritas la mayor parte de sus heroicos logros.
Ni siquiera debería decirse que en sus orillas hubo una batalla. Siendo huéspedes de aquella fortaleza flotante fueron testigos de excepción de la abrumadora superioridad naval de la fuerza enana. Medio centenar de buques del ’Säaràkhally’ hostigaban las posiciones humanas desde el mar. La flota que aseguraba el puerto, desplegada por los mares se había refugiado bajo la protección de los fiordos dentro del estuario y esperaban con ansiedad los refuerzos. Durante la travesía hasta las costas orientales del Media-Kürth habían recogido algunas escuadras de la ciudad que habían quedado aisladas en el mar, por lo que la fuerza de aquella armada enana se había incrementado en una veintena de buques desde el fortuito encuentro en el que nos encontraron. Ulkarr Rhoinhoram, el Kabbar’Har o señor de la flota, un vetusto guerrero enano que hacía parecer a sus hombres pequeños infantes impúberes, emparentado con el mismo Hirr’im Hâssek, Hakkâram de los enanos de Valhÿnnd, Señor de la Ultima Montaña, ordenó un despliegue que envolvió a la flota enemiga. Aquel buque coloso ni siquiera entró en combate. Las fuerzas enemigas fueron pulverizadas por los Robles de Valhÿnnd, como curiosamente denominaban a sus barcos, en una de las batallas mejor orquestadas y limpias que se pudieran hacer sobre el mar. Apenas después, el puerto era liberado y la emblemática ciudad les abría sus puertas.
La endurecida población de Barkarii recibió a aquellos enanos de hielo con un baño de multitudes. Las trompetas y los tambores cantaron para ellos. La tripulación del Dragón entraba triunfante junto a los héroes. A las puertas de la Torre de Marfil, auténtico emblema de la resistencia humana en aquellas soledades, Karamthor, el Blanco, Señor de Valqk’Ard recibía al Señor de la Flota con abrazos francos y palabras de paz. Cuando supo por aquel de las hazañas del Dragón Artillado se tornó hacia el grupo de hombres.
—Bienvenidos a la Ciudad Estandarte. Esos dragones de bronce de vuestro castigado buque marcarán una clara diferencia sobre las almenas de Barkarii mientras dure su munición. Apenas quede sangre, resistimos. Mientras resistamos, hay esperanza. En nombre de todos, considerad esta ciudad como la vuestra, así como mi mesa es vuestra mesa. Pasad a la Torre de Marfil, sois mis huéspedes de honor.
Los soles iniciaban su apesadumbrado declive más allá de las altas Cimas de Soros que envolvían la ciudad como una cuarta muralla. Desde las almenas de la Torre de Marfil, el espectáculo de aquella puesta de tonalidades de fuego daba un color sobrenatural al escarpado paraje blanco. Desde su cima podían divisarse no solo a los esforzados habitantes de la Ciudad Estandarte, también sus protegidos campos de labor, las cadenas de torres de almenara que salpicaban los picos más altos de aquella cadena montañosa y no menos de veinte leguas sobre el valle que discurría hacia el sur.
Karamthor se volvió hacia sus invitados.
Era un hombre alto y fornido de cabeza pelada y luengas barbas oscuras que vestía habitualmente con cueros endurecidos y pieles de animal. Apenas nada le distinguía del resto de defensores de la ciudad salvo su carismática presencia.
—Un Tamy’Kurawa y un marcado elfo al mando de una hueste de hombres de todos los rincones del mundo… —comentó en un tono suspirante—. Lo cierto es que ya no esperaba encontrarme con algo así. Hace años que no recogemos exiliados por estas latitudes. En otro tiempo quizá los balkaritas fuimos un pueblo hosco y receloso de los extranjeros. Hoy cabría preguntarse ¿Quiénes son los balkaritas realmente? ¿Son quienes viven en esta ciudad? ¿Quiénes han contribuido a defenderla? ¿Quiénes la alimentan con su trabajo y su esfuerzo? ¿Quiénes se han atrevido a traer al mundo nuevas vidas a pesar de la amenaza que se cierne sobre nuestras cabezas? Entonces los balkaritas somos muchos. Esta tierra ha alojado tribus de todo el Othâmar y el Media-Kürth. Entonces, los hijos del hielo también son balkaritas. Vosotros incluso y vuestra mortificada gente los sois a partir de hoy. Aquí pueden vivir con la incertidumbre del futuro siempre presente, pero podrán vivir.
—La resistencia de esta ciudad es un símbolo. Una leyenda, Karamthor, el Blanco. Supongo que sois consiente de ello —le dijo Ishmant.
—Y también la espina clavada en el trasero de esa Diosa y de sus huestes negras. ¿Quién es vuestro prisionero? —preguntó entonces interesado por aquella desmesurada criatura cargada de cadenas que ahora descansaba en las mazmorras.
—Se llama Sorom —apuntó el monje—. Es un félido del Kartoyán y servidor del Yugo Espinoso.
—¿Por qué no le habéis colgado? —Propuso el rey.
—No resulta tan sencillo. Posee información muy valiosa para nosotros.
—¿Conoce los movimientos de tropas? —Se excitó por unos instantes aquel hombre del norte—. Podría ser muy útil arrancarle algunas confesiones. Tengo hombres hábiles que le harían hablar incluso a las piedras. —Ariom sonrió a pesar de sus marcas.
—No es ese tipo de información, me temo —apostilló entonces.
—¿Qué otra información puede ser?
—Sorom no es un militar —aleccionó de nuevo el monje—. Sorom es un erudito y responde directamente ante Ossrik.
—Habéis cazado una buena pieza, pues —manifestó Karamthor su sorpresa—. Pero… ¿En qué os puede ayudar?
—El hombre para el que trabajamos sospecha que tras esta guerra cruel y sangrienta el Culto esconde propósitos aún más macabros. Nuestra misión es descubrirlos e intentar frustrarlos. —Karamthor pareció perderse en aquellas honduras.
—Nuestra preocupación aquí se reduce a evitar que las tropas pasen. ¿Quién es ese misterioso hombre que se desvela por las causas ocultas de la guerra?
—Rexor, El Guardián del Conocimiento, el Señor de las Runas. —Ahora sí que el veterano líder de Barkarii acabó de sorprenderse.
—¿El Señor de las Runas existe? Quiero decir ¿existe realmente? Pensé que se trataba sólo de un mito.
—Para nuestra desgracia, Karamthor el Blanco, hay muchos otros que creíamos mitos que saldrán a escena en este teatro absurdo en el que se ha convertido el mundo que conocíamos. —El recio señor de aquellas almenas se quedó sin palabras—. Nuestro destino era la frontera con el Ghar’al’Aasâck. Allí debíamos reunirnos allí con él. —El líder humano lanzó un profundo suspiro.
—Me temo que eso sea imposible ahora, caballeros. El Media-Kürth se halla infestado de tropas hasta los Cinco Reinos de los Cinco Ríos de los elfos del Othâmar. No hay manera humana de pasar sin ser detectado. —Aquella noticia cayó como un jarro de agua fría en aquella pareja de guerreros que vieron cerradas de un golpe la mayoría de sus esperanzas.
—¿Qué opciones nos quedan? —preguntó el elfo.
—¿Opciones? No muchas. Lo más inteligente es que os suméis a nuestra hueste.
—La oferta es gratificante, Karamthor, el Blanco —se disculpó el monje—. Pero no podemos aceptarla. Al menos Asymm Ariom y yo debemos partir con el preso.
—No recomiendo esa opción —aseguró el humano.
—No quisiera alarmaros sin motivo, Señor de Barkarii, pero del éxito de nuestra misión dependen muchas vidas. Incluidas las vuestras y las de todos los que defienden esta ciudad inexpugnable. —Karamthor quedó en silencio durante un instante. La medida de aquellas palabras era digna de una reflexión. Los soles comenzaban a desaparecer tras el límite del mundo.
—Debo tomar tus palabras como un aviso cierto. Tus hermanos Kurawa tenían fama de altruistas y nobles de corazón.
—Ishmant no es sólo un monje más —ilustraría entonces el mutilado lancero—. Es el Señor del Templado Espíritu. Un gran maestro entre los suyos. Por ello, doblemente debes dar credibilidad a lo que aquí se ha dicho.
—Siendo esto así, nuestra ciudad y yo el primero nos ponemos a tu disposición, Señor del Templado Espíritu. Tus esfuerzos serán ahora nuestros esfuerzos. ¿En qué podemos ayudarte? —Ishmant se acercó al borde de la balconada y lanzó una mirada perdida hacia el horizonte.
—¿Cómo está la situación en estas latitudes? —preguntó el monje.
—La llegada del invierno debería suponer una disminución en la cantidad e intensidad de los ataques. Pero los recientes rumores de despliegues en la zona no me pensar precisamente que eso vaya a ser así en este momento.
—¿A qué te refieres?
—Kallah está movilizando y reforzando sus huestes en todo el Media-Kürth. Flota en el ambiente una grave amenaza. Puede que se estén preparando para una gran ofensiva. Una ofensiva como nunca antes se ha lanzado en estas tierras. Pero venid. Probablemente lo veáis más claro sobre los mapas.
Karamthor condujo a ambos personajes de vuelta al interior de la torre y les hizo entrar en una amplia y redonda cámara en cuyo centro se había levantado una recreación en miniatura de todo el Ycter Nevada. En él se disponían con fiel exactitud la situación de todos los montes y cadenas montañosas, ríos, valles, ciudades importantes y bosques élficos. Además, gracias a pequeñas miniaturas que representaban orcos, tropas regulares del culto, enanos, humanos, toros, elfos y navíos se habían identificado la posición de las fuerzas combatientes en toda la orografía. También habían marcado los recursos económicos, zonas de labranza o caza, minas, bosques madereros… en fin, una recreación extraordinaria. En torno a aquella mesa se repartían los mariscales del estado mayor de las fuerzas balkaritas donde también estaban presentes Ulkarr Rhoinhoram y algunos de sus almirantes diseñando los futuros movimientos de la flota. Todo el mundo se detuvo cuando el señor de la fortaleza entró acompañado y comenzó a explicar la situación.
El Ycter Nevada resulta una extensa península al norte del continente con forma de embudo que discurre de este a oeste y cuyas tierras se ensanchan progresivamente conforme se aproximan al extremo septentrional. Toda la costa Oeste, la costa del Nwândy, está jalonada por una extensa cordillera prácticamente ininterrumpida conocida como la Espina del Ycter, dominio de varios poderosos clanes enanos. Además, tras sus costas no existen islas de consideración por lo que el flanco resultaba seguro ante el intento de levantar un frente o colocar guarniciones enemigas en tales coordenadas. Eso centraba el teatro de operaciones a la costa Este.
La gran isla del Ülsadar y el islote gemelo del Vannathar eran dos porciones de tierra a tener en cuenta justo frente a las costas en las que ahora se encontraban. Más al sur, penetraba al mar la otra gran península, la del Brazo del Armín, donde los elfos del Sannshary resultaban dueños casi absolutos del medio norte y sus costas. El Armín se conecta al Othâmar a través de los Cinco Jardines elfos de los Cinco Ríos y mediante dos grandes cordilleras, Las Espinas D’akoram y la Gran Cordillera. Haciendo que aquellas aguas, que de manera genérica se conocían como las Aguas del Espejo, adquirieran una curiosa forma angular antes de extenderse hacia lo desconocido a través del Mar del Ülsadar y tras él, penetraren las Desolaciones de Espejo.
Karamthor tomó la palabra después de pertrecharse de una delgada vara de madera flexible que utilizaría para ayudarse a señalar.
—Pongamos nuestra atención en el Media-Kürth —comenzó señalando el tronco central de la península—. Esto es Barkarii. Aquí nos situamos nosotros. Barkarii se alza en un lugar privilegiado como habréis podido comprobar. Coronando las estribaciones más meridionales de las Cimas de Soros, tierra de los enanos de hielo, estamos protegidos prácticamente por todos los flancos y somos dueños de un estuario privilegiado como puerto natural. La única vía de entrada de las fuerzas invasoras es por mar. Aquí entran en juego los primeros matices. Nuestra flota es numerosa y bien adiestrada pero no hubiésemos durado mucho sin la colaboración de los Robles de Valhÿnnd. Los Enanos de Valhÿnnd dominan el resto de las Cimas de Soros que se extienden hacia el Alwebränn siguiendo la costa hasta la desembocadura del gran río Ycter donde sus defensas y las habitualmente congeladas aguas de su cauce tampoco hacen probable un ataque en esa dirección, al menos por el momento. —Karamthor hizo entonces una recensión para explicarnos el motivo de aquella alianza—. Los enanos blancos son los únicos que han declarado abiertamente la guerra al Culto. Alabamos su decisión que nos ha mantenido con vida durante tanto tiempo, pero ellos nunca han escondido que también luchan por sus propios intereses. Una vez, Barkarii fue la vieja Valqk’Ard, una potente avanzada enana en sus dominios más meridionales del Soros y eso les ha servido de excusa para reivindicar como propio un ataque sobre la ciudad. —El señor de la Ciudad Estandarte lanzó una mirada de reojo a su compañero en las armas Ulkarr Rhoinhoram, ignorante de que hablábamos de sus compatriotas—. Ellos supieron entender lo que parece que ninguna otra nación entendió: que tener al Culto haciendo la guerra a sus vecinos les amenazaba y les debilitaba. Si se dejaba avanzar al Yugo a través del Ycter, esto podía acarrear una debilidad que sin duda se pagaría demasiado cara más tarde. Sólo la Confederación de Tribus liderada desde la resistencia en Barkarii frenaba el imparable avance del Culto por lo que se aprestaron a declararles la guerra y prestar cuanta ayuda se necesitase a merced de pararles allí donde fuera posible. Tal decisión ha salvado muchas vidas y hoy por hoy el gran pulso contra Belhedor lo mantienen ellos, no nosotros.
—Volvamos al mapa —solicitó. Todos los ojos se dirigieron hacia donde aquella vara apuntaba—. Esto es Gallad. En el delta del río Galio y sus nobles afluentes. —La vara apuntaba al profundo saliente de sedimentos formado hacia la mitad del Media-Kürth—. Antaño fue la última ciudad imperial hacia el hielo del Alwebränn. Hoy día es el cuartel general de las divisiones del Culto que hostigan estas tierras. Desde allí se orquesta la invasión. Veamos ahora otros puntos de interés estratégico: Entre nuestras costas y las costas de la gran isla del Ülsadar existen varias isletas menores: Theera, Orthan, Vallan, Irga, Z’ura y Suckanne. Están en poder del Yugo. Desde aquí tienen las bases portuarias y los astilleros desde donde lanzan sus ataques por mar. El que acabamos de repeler probablemente salió de una de estas islas. Nuestros barcos y la ayuda de los robles suele bastar para mantenerlos a raya. En esta ocasión, nos han cogido por sorpresa, con la flota diseminada. Iniciado el invierno sus ataques suelen reducirse, como ya os he referido. Las aguas por encima de estas son dominio de los robles, por lo que nuestra ruta de suministros con la Ultima Montaña no corre riesgos. Cuando el invierno se aproxima y las Aguas del Espejo se congelan, el Hakkâram Hirr’im Hâssek manda a toda la Armada de Valhÿnnd hacia nuestras costas para reforzar el canal. Probablemente la intención de aquella improvisada hueste iba a ser un desembarco en el repecho de la Garganta de Helmdar. Obligar a los enanos a combatir en tierra y retrasar el envío de la flota. Lo que me hace pensar que probablemente tenían pensado atacarnos desde el sur con otra flota aprovechando nuestra momentánea debilidad, por lo que deberíamos mantener los ojos abiertos, aunque la presencia de los buques enanos aquí probablemente les haga desistir. Más al interior del Espejo, sobrepasando las islas citadas, nos tropezamos con el Ülsadar. Las razas dominantes de la Gran Isla son las castas enanas Yulas y Rurkas. Estas no han entrado formalmente en guerra pero observan con preocupación la dinámica de los acontecimientos y han amenazado al Culto con declararle la guerra si sus tropas pisan un centímetro de su tierra. Yulos y Rurkos no poseen gran cantidad de efectivos pero los primeros resultan con mucho los mejores pilotos de navío en el mundo enano y los segundos guardan como oro en paño el secreto del ingrediente vital para la fabricación de su Polvo de Aliento de Dragón, el polvo de azufre negro como lo conocen en otras partes del mundo que es el combustible de sus afamados dragones y varas tronadoras. Vosotros, como nadie, podéis entender lo que uno de esos Dragones Artillados Rurkos incluso desarbolado y gobernado por una diezmada hueste humana es capaz de hacer. Creo que no será preciso que os ilustre del potencial de una escuadra de esos barcos dotada de dragoneros y atronadores comandada por marinos Yulos. A esto sí le tienen miedo desde Belhedor y por ahora tratarán de no provocar que ambas castas entren en la guerra.
—¿Por qué no les incitáis vosotros a que se unan a vuestra causa? Sería una ayuda decisiva —preguntó Ariom.
—No creáis que no lo intentamos mi noble elfo, pero ya conocéis el carácter de los insulares… se meten en sus propios asuntos y consideran que la guerra es un problema del continente. No obstante, gracias a la presión desde la Ultima Montaña hemos conseguido algunas alianzas interesantes. El Hakkâram Hirr’im Hâssek logró permiso para asentar allí algunas factorías comerciales de la Confederación y algunos asentamientos agrícolas cuyo suministro de grano y madera nos resulta de gran valor. A los enanos poco les importa lo que hagamos en los valles mientras no penetremos en sus montañas. Estos asentamientos están considerados protectorado de las tribus gemelas. Rurkos y Yulos las consideran su territorio de manera que un ataque; ni tan siquiera eso, una penetración de las tropas del Yugo hacia esas tierras se consideraría un deliberado acto de guerra y sería motivo de una declaración conjunta. La habilidad diplomática desde la Ultima Montaña y la amenaza con reducir o incluso cerrar el tradicional comercio de estaño que los Rurkos necesitan para la fabricación de sus dragones nos aseguran su lealtad. De esta manera, el Ülsadar queda dividido, digamos, en dos zonas de influencia. Por un lado la zona occidental, controlada por el Culto y la zona oriental controlada por nosotros. Entre ambos: los Yulos y Rurkos, que juegan a ser severos árbitros, hasta el momento, favorables a nuestra causa.
—Con esto, las cartas quedan de la siguiente manera: Gallad orquesta la invasión, pero sólo puede acceder a Barkarii por mar. La flota de hielo asegura nuestro puerto y las Aguas del Espejo, además de contar con los suministros del Ülsadar oriental que nos sirve de granero, siempre con la amenaza de que Yulos y Rurkos sean importunados y decidan sumarse a la contienda. Por su lado, la armada del Yugo cuenta con su base en Gallad, la proximidad de las islas de Aska, Maldava y G’raava, entre sus costas y el extremo más occidental del Ülsadar; el propio Ülsadar occidental, que como a nosotros, sirve de granero y aprovisionamiento. Como su punta de lanza disponen de las islas de Z’ura, Irga, Theera… para lanzar sus ataques. Desde el punto de vista del equilibrio de fuerzas, nosotros contamos con mejores buques, mejor tripulación, mejor armamento y capacidad de respuesta ofensiva. Por el contrario ellos tienen la ventaja del número, de una mayor fuente de madera y toda la fanática maquinaria del Culto trabajando a destajo. El resultado es obvio: ellos tienen una mayor capacidad de recuperación. Mientras nosotros tardamos meses en volver a recuperar un barco hundido, ellos lo hacen en semanas. Por eso nos atacan en oleadas. Su intención es mantenernos siempre ocupados en el mar. La razón es que son conscientes de que la victoria nunca les llegará por esa vía. Su flota es su debilidad. Pero en esta cuestión nos encontramos con un tablero en tablas.
—Tenemos que volver el teatro de operaciones hacia tierra firme, hacia la infantería. Debemos tener en cuenta en primer lugar cuáles son los accesos hasta Gallad: por un lado el Sur del Media-Kürth y el Othâmar o el Nevada como le llaman los elfos. Gallad necesita aprovisionarse de hierro, carbón, estaño, madera y sobre todo, hombres como primera necesidad. La madera no es un problema, la que no encuentran en el Media-Kürth la extraen de los bosques del Ülsadar occidental que dominan. Los minerales y los hombres lo tienen más difícil. Aunque controlan algunos enclaves mineros en el Media-Kürth, los mejores pozos están en tierras enanas y no pueden acceder a ellos por lo que tienen que traerlos desde Arminia. Las Jaulas de Gallad les aprovisionan de hombres en un flujo constante pero ni mucho menos el necesario y las tropas de las Jaulas carecen de la suficiente experiencia. La mayoría de los orcos, goblins, bestias y otros engendros autóctonos del Media-Kürth ya forman parte de sus filas. Pero al ser esta una tierra de frontera padecen siempre hambre de soldados que tienen que sacarlos de guarniciones en el Arminia. ¿Por dónde pueden entrar hasta alcanzar Gallad? La vía más cercana y barata sería hacerlo desde el Nevada pero los Cinco Reinos elfos que controlan sus fronteras han cerrado sus ríos para todo paso de hombres o material bélico, así que sólo pueden apropiarse del mineral por esta vía. Les quedan los estrechos farallones entre las Espinas D’akoram y la Gran Cordillera, que son tierra de los Toros de Berserk. Desde un tiempo a esta parte los toros se muestran inquietos y molestos por la presencia del Ojo Sangrante. Incluso se dice que han encontrado un Estandarte que ha unido las tribus y que este se muestra proclive a declarar la guerra. Los Tauros de las Espinas D’akoram y la Gran Cordillera no son en número fuerza que debiera inquietar a las huestes de esa perra divinizada, pero son muy numerosos en el Ycter. El Culto no se arriesgará a provocar semejante alianza a nuestras filas. De ese modo, la vía del Othâmar queda definitivamente cerrada para ellos. Siendo esto así, la única entrada posible de fuerzas de refresco en el Media-Kürth es el mar, los puertos de Frunea, especialmente, y luego los de la costa norte del Brazo del Armín como Teska, Illivantor, la Ciudad Paso o Seda.
—Muy bien, ya tenemos las tropas en el Media-Kürth… ¿Cuáles son nuestros dominios allí? Esencialmente tenemos varios puntos neurálgicos, aquí, aquí y aquí —añadió señalándolas con su vara—. Cimas, Brazo y Lanzas de Valhÿnnd. Tres enormes macizos controlados por castas de los enanos de hielo muy ligados a la autoridad moral de la Última Montaña y cuyas tierras conectan con la gran Espina del Ycter. Si ahora trazáramos un arco entre la ciudad de Gallad y el cauce del río Galio, la Espina y estos tres lugares y lo prolongamos por los cauces del Berserk y el Gólem, encerramos una vasta porción de terreno: Son las extensas praderas que un día fueron el valle de los Morkkos. Aquí es donde el Culto está aglutinando la mayor parte de sus fuerzas. Lo cierto es que estas tropas tienen vía libre hacia el norte y pueden penetrar, como de hecho lo hacen, cruzando el Berserk y adentrándose en las antiguas Tierras de Tribus. Sin embargo, la presencia de los enanos de Valhÿnnd les obliga a mantener gran cantidad de hombres en el Valle de Morkkos para evitar que un ataque combinado, al que podríamos unirnos nosotros e incluso las fuerzas de la Federación de Hielo liderada por la Ultima Montaña que les dejaría sin retaguardia y los embolsaría. Por lo tanto, las fuerzas de Kallah superan el Berserk con cuentagotas y se acantonan a un ritmo menor a las puertas de la frontera con el Ycter. Este es el lugar que se ha dado en llamar la Última Frontera, la Gran Barricada del Ycter.
—Este es el punto más septentrional donde la garra de Belhedor ha logrado colocar hombres, como podéis ver. ¿Qué es lo que tiene delante? Las llamamos Las Columnas del Mundo. Si las identificamos de oeste a este nos encontramos en primer lugar las Cimas de Valhÿnnd que ya conocéis y que es donde muere la Gran Espina del Ycter. Luego la Espina de Reyes que encierra tras de sí el valle de los Vorgos, el Macizo del Caos y las Columnas de Adgar… y al fin, nuestras Cimas Soros. En estos enclaves son donde se apostan los humanos de la Confederación de Tribus. Todas aquellas tribus que el Imperio consideraba tan gratuitamente de «bárbaros» son quienes ahora representan el último testimonio de los hombres. El éxodo que provocó al comienzo de la guerra las incursiones del ejército del Yugo nos obligaron a entendernos. Los que no se refugiaron aquí marcharon aún más al norte donde plantaron sus defensas. En este momento no solamente existen «bárbaros» en esos enclaves. Muchos soldados y ciudadanos imperiales se sumaron a ellos. También huidos, razas perseguidas, desertores, todos cuantos decidiesen combatir al Aspa y la Rueda fueron bienvenidos, como ahora lo sois vosotros. Tienen a su favor una escarpadísima orografía que han fortificado con valor, un clima infernal al que están mucho mejor acostumbrados que sus adversarios. También cuentan con un perfecto conocimiento del terrero… sin sumar con los suministros de alimentos y armas proporcionados desde aquí o desde las Ciudades-Montaña de los enanos».
—Por ahora el Culto no ha podido avanzar más terreno. La amenaza en su retaguardia les impide suministrar más hombres a la vanguardia. Y entrar a la conquista de los enanos se antoja una tarea titánica incluso para ellos que todo lo dominan. Hasta ahora han preferido entretenernos a nosotros en el mar. A los enanos del interior los mantienen vigilados con numerosas huestes y de cuando en cuando lanzan ataques hacia la Confederación que, a los Dioses gracias, no han conseguido cobrarse ninguna pieza de valor. Pero toda esta delicada situación puede cambiar pronto.
—¿Qué quieres decir? —Preguntó muy concentrado en el despliegue de miniaturas del mapa el elfo.
—Belhedor ha entendido que no puede tomar Barkarii como en principio tenía proyectado y lograr así un severo el mazazo en nuestra moral barriendo de la escena a la Ciudad Estandarte. Por eso está concentrando sus fuerzas en el Valle de Morkkos. A nosotros nos siguen hostigando por mar para que desviemos nuestra atención de tierra firme e imposibilitar nuestra ayuda inmediata. Mientras tanto, siguen engordando sus filas a ritmo feroz. Dicen que el propio Némesis Exterminador ha sido enviado para liderar las tropas. Llegará un momento en el que sus fuerzas serán lo bastante numerosas como para poder desplegar frente a las Columnas una potencia militar suficiente para garantizar el éxito de su ataque, ya sea utilizando un masivo y poderoso ataque concentrado que les abra una brecha en la Gran Barricada; bien dividiendo sus efectivos y atacando todos los flancos a la vez e impedir así concentrar una defensa eficaz. Ese movimiento nos obligaría a nosotros y los enanos a desguarnecer nuestras posiciones y enviar a nuestros efectivos para atacar su espalda. Sin embargo, contarán con número suficiente reservado en el Valle de Morkkos para lanzarlo tras nosotros y atenazarnos por nuestra retaguardia. Si la batalla nos es favorable, lo cual es bastante improbable, tan solo habremos conjurado el peligro momentáneamente a costa de terribles pérdidas. Mientras el Yugo tenga Gallad y sus rutas de abastecimiento intactas podrán volver a intentarlo. Y si fallamos… bueno, si fallamos… es el final.
Ishmant y Ariom quedaron sorprendidos ante la magnitud de los hechos. El monje cavilaba esforzadamente tratando de estudiar aquel complejo mapa de operaciones desplegado ante él.
—¿Cuándo sospecháis que podrían estar listos para lanzar ese ataque, Karamthor?
—Esa es la peor de las noticias, amigo —suspiró aquel—. Es posible que ya cuenten con los hombres necesarios para hacerlo. Sin embargo, no espero que se aventuren hasta el final del invierno o diezmarían sus posibilidades de éxito. Me atrevería a decir que incluso hasta la nueva estación de Alda sería muy desventajoso para ellos iniciar la campaña. Pero con esos fanáticos uno no puede basarse sólo en la lógica.
Ariom lanzó una pregunta interesante.
—¿Tenéis preparada alguna estrategia de ataque? —Karamthor mostró sus dudas.
—Existe un plan de guerra trazado por los estrategas enanos… os lo mostraré. —El líder de los humanos se colocó en otra extremo de la mesa—. Nuestra fuerza es el mar y su punto débil también lo es… por lo que nuestro único escenario de batalla factible debería ser ese. Nuestra mejor maniobra es la que sigue: una fuerza combinada de armas enanas y de Barkarii se desplegarían en un ataque relámpago hacia las islas desde donde el Culto nos hostiga. Al mismo tiempo trataríamos de forzar a Yulos y Rurkos a cumplir su amenaza e integrarse en nuestras fuerzas. Este es el punto más delicado puesto no tenemos esas garantías y en cierta medida el plan se sostiene en buena parte en esta colaboración. Tras la toma de sus puertos en las islas, lanzaríamos luego un ataque concentrado hacia sus bases en el Ülsadar occidental. Sólo estos movimientos bastarían para cortar buena parte de su potencial en la zona. Pero la incursión debe seguir. Yulos y Rurkos avanzarían a toda vela y atacarían las ciudades portuarias del Arminia mientras que nuestras flotas se dirigirían contra las islas de G’raava, Maldava y Aska y pondrían en asedio a la mismísima Gallad. De esta manera habríamos dejado incomunicado todo el Ycter Nevada e incluso podríamos provocar un efecto encadenado en razas que parecen proclives a sumarse a la guerra, como los poderosos Tauros.
—Parece osado pero está bien concebido —aseguró el monje.
—Pero tiene un punto muy débil —apostilló el elfo quien sí tenía conocimientos militares.
—Si, lo tiene —confesó el rey—. Por sí solo no consigue nada. Las fuerzas desequilibradas en tierra firme podrían aplastar a la Confederación igualmente. Este plan sólo es viable como parte de una estrategia general, de un plan de ataque mayor que cuente con movimiento de tropas capaces, no únicamente de detener, sino incluso de hacer retroceder al Culto en tierra firme. Hoy por hoy no disponemos de esa fuerza militar. Bastante esfuerzo nos lleva luchar a la defensiva y mantener las posiciones… por lo tanto es soñar demasiado.
Ishmant continuaba mirando el despliegue en el mapa con tanta intensidad que arrancó un interrogante al propio Karamthor.
—¿En qué pensáis, Maestro Kurawa? —Ishmant alzó sus ojos negros un instante sólo para regresarlos de inmediato al impresionante escenario.
—No soy militar y carezco de las habilidades que otros tienen para trazar estrategias de combate… sin embargo, llegué aquí pensando que nuestro enemigo era prácticamente invencible en el campo de batalla y compruebo que una alianza entre humanos desheredados y enanos de Valhÿnnd lo mantienen en un angustioso jaque que nada tiene que ver con su propaganda. Encuentro que incluso se le supera en algunos aspectos, que muestra debilidades. Sólo necesitamos encontrar ese gran ejército que necesitáis en tierra. Yulos y Rurkos os seguirán a poco que se jueguen bien los naipes. Los Toros podrían sumarse… sí, creo que hay una manera. Creo que es posible que sea cierto ese rumor con respecto a su estandarte. Pero esas fuerzas aún no son suficientes. —Ishmant levantó su cabeza de la gran maqueta y enfiló con sus ojos profundos la faz de piedra del señor de Barkarii como si hubiese tenido una súbita iluminación de los Dioses.
—¿Habéis contado con los elfos? —La expresión de Karamthor se tornó en una mueca risueña.
—¿Los elfos? No me hagáis reír, maestro, el asunto es serio… ¿Estáis de broma? —pero Ishmant no mostraba un asomo de chanza en su expresión—. ¿Habláis en serio? ¡Por todos los dioses barbados! ¡Habláis en serio! ¡Los Elfos!
—El Príncipe del Sÿr’Sÿrÿ goza de una influencia magnífica en los bosques del Ulv’Dyll, del Irilh’Vällah y el Issyll’Thalasis. ¿Os habéis parado a pensar en qué posiciones estratégicas se encuentran sus Jardines? El primero lo tenéis en los aledaños de vuestro hogar, defendiendo el flanco oriental; el segundo está justo en el flanco inverso y el último se encuentra en las misma puertas de Gallad. Sus tropas combinadas, junto a las de los enanos y toros son las tropas que podrían hacer retroceder a la hueste de Belhedor. Así mismo, las lanzas del Issyll’Thalasis pueden ayudar a vuestros buques no solo a asediar sino incluso a tomar Gallad… y si cae la capital…
—Un momento, un momento, mi noble amigo —trató de poner orden el humano—. Soñamos aprisa y caemos en la euforia. No voy a negar que una ayuda así no pudiera pagarse en cien vidas de hombres pero olvidamos algunos asuntos importantes. Primero: los elfos tuvieron su oportunidad de enfrentarse al Azote hace veinte años y nos dieron la espalda. Nuestra muerte no les perturbaba ¿Por qué tendrían que sentir diferente ahora? No son ignorantes de nuestra desgracia. Nos ven morir a diario ante sus fronteras y vuelven los ojos hacia otro lado, desentendiéndose de nuestros males. Pero imaginando que por un azar venturoso se decidiesen a participar… ¿Enanos y elfos luchando juntos? Antes a las vacas les saldrán alas y surcarán los cielos. Nuestros aliados despreciarían las lanzas y arcos de los elfos y se negarán en redondo a su ayuda tardía. No dejarán que aparezcan ante el mundo como aquellos que inclinaron la balanza cuando ellos llevan dos décadas dejándose la piel para que la Sombra no avance un paso más en estas latitudes. Pero seamos generosos y pensemos que mis rudos colegas accediesen a pelear junto a sus enemigos eternos. ¿Quién convencerá al Príncipe de los Ürull para que luche a nuestro lado? Ni siquiera un maestro de los Kurawa tiene tanta influencia.
—Tienes razón. No la tengo, pero hay quien la tiene. —El propio Karamthor encontró la respuesta.
—El Señor de las Runas… —dijo asombrado. Se diría que se abría una puerta a la esperanza que jamás creyó existir.
—Y en cuanto a tu primera duda… yo pregunto ¿no eran Morkkos y Torvos enemigos irreconciliables y las circunstancias les han llevado a pelear bajo el mismo pabellón? Busquemos pues las circunstancias que hagan que enanos y elfos peleen juntos también. Pero dejemos que lo hagan autoridades más influyentes que nosotros. —El jefe de aquella ciudad imbatible quedó perplejo. Ishmant lanzó una mirada a su acompañante.
—Asymm’Shar, preparaos. Cambiamos los planes. Marchamos inmediatamente hacia el Sÿr Sÿrÿ.
—Por los Cuernos de Berserk que todo esto es una locura. Pero tened por seguro que este rey os ayudará en todo lo que esté en su mano.
Se levantaba una mañana fría y neblinosa en la Ciudad del Estandarte. Nevaba con desgana, apenas un polvo de nieve que parecía no importunar hasta que uno quedaba a su merced durante unos minutos. Entonces helaba hasta los huesos. Ishmant y Ariom ultimaban los detalles de su partida protegidos del frío por gruesas pieles y ante la mirada de un buen número de sus antiguos marineros.
—Vuestro viaje termina aquí y el nuestro no ha hecho más que empezar —confesaba el monje a aquella representación de navegantes—. No existe lugar sobre la faz del mundo donde podáis vivir con mayores garantías de paz que en la ciudad baluarte de Barkarii. Nunca estuvo en nuestros pensamientos arribar a sus costas pero la voluntad de los Dioses así lo ha querido.
Uno de aquellos curtidos marineros avanzó hasta el enigmático monje y le habló con humildad.
—Lo que habéis hecho por nosotros, Venerable, no tiene palabras de agradecimiento. Sólo habría una manera de saldar nuestra deuda y es poniendo nuestra vida a vuestro servicio. Allí donde os lleve vuestro destino nosotros os acompañaremos. Todos los aquí presentes estamos dispuestos a seguiros hasta donde la muerte tenga a bien encontrarnos. —Ishmant se sintió conmovido por aquellas palabras pero fue Ariom quien habló por él.
—Los humanos sois un pueblo de una gran nobleza. No es extraño que los sirvientes de la Señora que asedian estas murallas os consideraran el primer objetivo a eliminar. Vuestra oferta es digna de tanta nobleza. Pero vuestros padres, vuestras esposas e hijos necesitan más que nosotros esa vida que tan generosamente estáis dispuestos a entregar. Si aún queréis luchar, no debéis hacerlo por nosotros. Luchad por ellos. Tras estas almenas seréis tan útiles como lo seríais a nuestro lado.
En ese instante unos soldados de la ciudad se aproximaron hasta el grupo a caballo. Tras ellos algunos guerreros a pie conducían al maltrecho Sorom hasta la pareja. Aquel gigante leónida había sufrido las penurias del viaje con más intensidad si cabe que el resto de la tripulación y aunque parecía algo recuperado, la breve estancia en Barkarii había resultado del todo insuficiente.
Cuando el leónida alcanzó al grupo bufó desde las alturas una maldición comprendiendo que su inminente marcha volvería en breve a agotar sus escasas reservas.
—Tienes mejor aspecto, Sorom —comentaba con cierta sonrisa el lancero elfo.
—Sois muy sarcástico Shar’Akkôlom. Hubiéramos salido todos ganando si me hubieseis empalado la cabeza como amenazasteis con hacer. Vuestra crueldad nada tiene que envidiar a quienes con tanto encono combatís.
—No te pongas melodramático, Sorom. No es tu estilo —ironizó el elfo observando cómo el leónida apenas si necesitaba asistencia para subir a su caballo, un recio potranco que casi parecía uno de esos jamelgos enanos que cabalgan los medianos cuando sus extensas dimensiones se asentaron sobre su grupa. Le habían dejado espacio entre sus manos atadas para poder asir las bridas con firmeza y agarrarse al tocón de la silla de montar—. No quiero que intentes ninguna tontería, Sorom. A la primera excusa te encontrarás con una de mis lanzas en tu espalda, te doy mi palabra. —El félido le lanzó una mirada desafiante pero sabía que tenía las de perder si retaba al elfo a cumplir su palabra.
Se despidieron con un gesto de aquellos hombres valientes que ahora quedaban a resguardo de las imbatibles murallas de Barkarii. Giraron sus caballos y enfilaron la salida de la ciudad. Su marcha sería más discreta que aquella entrada triunfal de la jornada anterior pero ante la puerta se encontraba el propio Karamthor para desearles una afortunada partida.
—Estos son mis mejores jinetes y mis más esforzados rastreadores. Os llevarán por sendas secretas hasta el confín de la tierra.
—Os agradecemos el gesto, señor de Barkarii —anunció solemne el monje.
—Aquí os entrego el pabellón de la Ciudad Estandarte para que todos sepan que ella ampara vuestros pasos. —Ariom recogió el pendón que pasó a uno de los jinetes. Desde aquel momento encabezaría la marcha como abanderado de la comitiva—. También llevad con vosotros estos legajos con mi sello y entregadlos a la Confederación de Tribus cuando crucéis sus límites. Será bueno para todos que conozcan vuestras intenciones y no reparen en gastos para ayudaros. —El monje alargó la mano y recogió aquel fajo de pergaminos lacrados y sellados con el sello pendiente del Estandarte. Guardándolos entre sus abultadas ropas regresó sus manos a las bridas.
—Será como queréis, Karamthor el Blanco —le aseguró.
—Ahora marchaos. Que el Aliento de Valhÿnnd os sea propicio en el camino que vais a emprender.