XXXI. EL LECHO Y EL SEPULCRO
«No puedo haber nada más doloroso
que recordar los tiempos felices en la miseria».
SYLVARILL
SAETAS ENVENENADAS VOLABAN AÚN DESDE LAS ALTURAS DE AQUELLA TORRE OLVIDADA.
Aún las flechas de Gharin se precipitaban desde la impunidad de la noche contra aquella desprevenida hueste invasora cuando Tsumi, que se desgañitaba requiriendo el ariete mientras buscaba cobertura, escuchó sonidos de enfrentamiento en lo que parecían unas desvencijadas cuadras. Hasta allí la llevaron sus pasos buscando interponer distancia y protección frente a los invisibles y mortales dardos. El vuelo de un orco precipitado contra los tablones del edificio le dio la bienvenida. Al penetrar en aquel refugio comprobó contra qué enemigo se batían los orcos.
—Señora, un caballo blanco indomable ahí dentro —le advirtió una de aquellas rabiosas bestias. En efecto, no podía haber mejor descripción que la de aquel sorprendido soldado orco. Creo que la guerrera se enamoró a primera vista de aquella criatura. Su estampa podía haber sido la de un toro embravecido, alzado sobre sus cuartos traseros despidiendo coces al grupo de orcos que trataba de reducirlo. Tsumi se cautivó de aquella bravura, de aquella fiereza en un animal destinado a la doma que se resistía con la violencia de un león a ser preso. El corcel despeñaba sus mazas con tanto éxito que los orcos apenas si encontraban valor para enfrentarse a aquellas armas. Aquella neffary avanzó hechizada por el embrujo de la bestia blanca que agitaba sus luengas crines con una soberbia indigna de un animal. El orco catapultado con el que ella se había cruzado se levantó rabioso y corrió por el pasillo de la cuadra cargando una lanza. Ella le escuchó llegar y cuando estuvo a su altura, de un tajo limpio de su murâhäsha le separó la cabeza de los hombros. El resto de los orcos quedaron desorientados. El animal bajó la guardia.
—¿He ordenado yo acaso que se dañe a este animal? —Bramó colérica, disgustada con la actitud de aquellas bestias, que tan distintas le parecían a las que ella solía mandar. Este caballo tiene más brío que todos vosotros juntos.
Cuando llegó a la altura de los orcos comenzó a apartarlos a empujones.
—¡Largaos de aquí basura orca desorganizada! Volved fuera y enfrentaros a un enemigo al que podáis abatir. ¡¡Vamos, largaos ahora mismo!! —Aquellos orcos no tardaron en obedecer precipitadamente a aquella furiosa mujer—. Si vuelvo a ver algún orco a diez metros de este caballo lo mandaré azotar hasta que la piel se le caiga a tiras ¿Me he expresado con claridad? ¡¡Fuera, fuera!!
Apenas aquellos asustados orcos abandonaron los establos y ella quedó a solas con el animal, el noble caballo pareció tranquilizarse ante la presencia de la rabiosa hembra que pronto desveló un desconocido lado oculto. Iärom se mostraba aún receloso pero no importunó a la mujer que extendía su mano, liberada de sus pesados guantes, con intención de acariciar su armónico morro. Se dejó hacer y respondió a su tono de voz, ligeramente agravado, pero melodioso y cálido como el de todos los elfos. Tsumi sintió una súbita y desconocida emoción cuando aquel orgulloso animal derrotó su frente sobre su hombro armado y lo frotó con una ternura cándida… Casi hubiera jurado que el caballo la olía y respondía con aquellos cariños a la almizclada fragancia de su piel y su pelo.
—Tú serás mi montura a partir de ahora —le dijo emocionada—. Desgraciadamente, quienquiera que sea tu dueño estará muerto antes de la amanecida.
En el subterráneo el miedo podía cortarse con un sable. Apresuradamente se había movilizado a todo el campamento. Mujeres, niños y ancianos fueron reunidos en el extremo del lago. Todos los soldados aprestaron sus oxidadas armas y se posicionaron en las garitas y pasillos cercanos a la entrada donde se levantaron improvisadas defensas. En una sala anexa, Lem Forjadorada reunió a los capitanes y a todos los hombres de Legión. Allí estaban también Forja y Odín, dispuestos a derramar sangre propia y ajena. Nadie podría haber privado al joven humano de aquel derecho ni nadie en su sano juicio hubiera desperdiciado la generosa ayuda que aquel hombre aguerrido podía proporcionarles en aquellos momentos de flaqueza.
El sonido de los picos orcos martilleando la piedra producía mortificantes ecos. Lem rememoró por un instante la crueldad de la guerra. La imagen de aquellos orcos ante las murallas de Tagar y el incesante y feroz sonido de sus tambores de muerte.
—Tal como yo lo veo, si tratan de picar la piedra es porque no han encontrado una manera más efectiva de llegar hasta nosotros —decía el veterano capitán de aquella vetusta guardia—. Tardarán días, quizá semanas. —Lem regresó de su viaje al infierno.
—No tardarán tanto, General —anunció con pesimismo acaparando las miradas—. Tienen brazos suficientes como para relevarse cuantas veces haga falta… en cualquier caso, ¿qué importan que bajen mañana o dentro de un mes? Estamos atrapados. Nadie sabe que estamos aquí. Nadie nos ayudará.
—Quizá el elfo haya conseguido escapar —decía Xixor.
—¿Qué importa eso? No podrá ayudarnos. ¿A quién pedirá ayuda? Aun cuando viajara hasta el Fin del Mundo para avisar a Rexor no llegarían a tiempo. Es el fin ¡Es el maldito final! ¡Veinte años de soledad y miserias para acabar así!
Legión tomó la palabra.
—¿Qué alternativas tenemos?
—¿Exceptuando el milagro? Ninguna.
—¿Habrá algo que podamos hacer? —Espetó la rasurada elfa.
—¿Y los túneles enanos? —apuntó uno de los hermanos. Robbahym quedó un instante pensativo y luego miró al derrotado anciano.
—Están todos cegados.
—Podríamos intentar abrir un paso. Los Hermanos pueden ayudarnos en eso. —Ellos cabecearon afirmativamente.
—No creo que funcione, Pequeño.
—Al menos nos dará esperanzas, será mejor que aguardar sin hacer nada y esperar ser cazados como ratas. —Lem no parecía demasiado convencido.
—Llévate a los hombres. Deja aquí a los más capaces y pon a trabajar a todo aquel que pueda levantar un pico o mover una carreta. Los Hermanos buscarán la veta más frágil. El resto defenderemos esta plaza hasta el último hombre.
—No funcionará.
—Tiene que funcionar.
Gharin tenía los ojos tan hinchados que apenas si podía abrirlos. Su conciencia había vuelto a echarle una visita desganada. Estaba atado de pies y manos, colgado bocabajo. Su cuerpo desnudo le escocía como si su piel ya no existiese. Las piernas apenas si las sentía. Sus brazos no eran más que pesos muertos. La sangre se escurría por su rostro dejando su sabor agridulce en los labios. El martirio padecido no tenía nombre. Demasiado débil como para percibir con claridad creyó sentir pasos a su alrededor. Olía a hierro candente y creyó distinguir en la misma vaguedad del sueño pesado algunas risas sarcásticas. Allí estaban de nuevo, estaba seguro que no resistiría un nuevo castigo. Se abandonó al plácido sueño de la inconsciencia.
Abrió los ojos tímidamente. Había vuelto a recobrar el conocimiento pero se sentía demasiado exhausto como para asegurar cuánto tiempo podría retenerlo antes de una nueva derrota. Uno de los orcos parecía estar sentado en una pared próxima… quizá estuvieran tan cansados de golpearle como él de recibir los golpes. Alguien se acercaba.
Escuchó una voz…
En el delirio su mente formó un recuerdo y sonrió ante la crueldad de aquella ingenua revelación.
Trasteaban sus ataduras…
Quizá quisieran cambiarle de posición.
Estaba en el suelo. Notaba su tacto frío como los dedos de la muerte…
Aquella gelidez le resultó reconfortante, aliviaba suavemente parte de aquel horrible escozor.
Alguien le sujetó la cabeza. Abrió los ojos y volvió a sonreír.
Nueva mala pasada de su mente febril… reconoció unos ojos verdes…
De nuevo aquella voz… no podía ser.
Derrotado se hundió por última vez en las sombras.
Ullastah’ la Ciudad del Mediodía se levantaba arrogante como una gema blanca y dorada entre el anillo verde del Sannshary. Había valido la pena el largo peregrinaje aunque sólo fuese por contemplar semejante belleza. Claudia me miraba fascinada, como si sus ojos no fueran capaces de creer en el elegante y delicado espectáculo que tenían ante ellos si no compartían su estupor con otros ojos. Sé que por aquel entonces se sintió privilegiada como todos nosotros y añoró que sus amigos no pudieran estar allí para contemplar aquel milagro con ella.
Una delegación de bienvenida, ataviada de ricos y artificiosos vestidos y tocados aguardaba a los pies de la gran escala principesca que ascendía como un caudal serpentino de plata hacia la gran terraza. Se interrumpía de cuando en cuando en circulares plazas abovedadas sostenidas por esbeltas columnas de las que partían otras tantas escaleras menores que conectaban la fastuosa escalinata con las terrazas intermedias. Todo en la Ciudad del Mediodía parecía colosal comparada con las estructuras del Hällastat de donde partimos.
Lord Eborom había sido un anfitrión exquisitamente atento. No sólo por cuanto hizo para facilitarnos el tránsito, también se dignó a prepararnos una despedida a la altura de embajadores reales. Despidió con una calidez humana poco frecuente en los elfos a Allwënn, especialmente, a quien abrazó y deseó la mejor de las fortunas. Nosotros no habíamos sido testigos de la revelación privada que aquellos dos personajes habían mantenido pero nos alegrábamos de que el mestizo fuese tan celebrado en su tierra, sobre todo por la distancia y recelo con la que habitualmente hablaba de ella.
El trato que le dispensarían en la ciudad que le vio nacer sería más propio de los elfos. Cortés hasta el extremo, pero cargado de ironía y distancia. Una delegación de los Padres Patriarcas y sus hombres de confianza nos recibió al llegar. Sin duda, estaban deseando librarse de nosotros y nos les gustaba nuestro periplo por sus tierras pero se esforzaron en que nos sintiéramos incómodamente cómodos durante nuestra visita.
Cargados de falsas sonrisas que prodigaban con mucha generosidad y exquisitas maneras nos recibieron con honores. Sentían mucha curiosidad sobre todo por el mestizo. Nadie parecía desconocer su identidad. Todos le recordaban con el regusto malsano de saberle desterrado por voluntad propia. Nadie escondía que aquel orgulloso mestizo de sangre enemiga les había privado, siendo apenas un niño, de decirle oficialmente que ya no era bienvenido en su hogar. Seguía sin serlo, pero las circunstancias resultaban distintas y si en algo son expertos los elfos es en guardar las apariencias. Con fingida cordialidad se interesaron por nuestro problema y se apresuraron por complacernos asegurándonos que harían todo lo posible por aliviar nuestros males. Allwënn mejor que nadie sabía la malicia que encerraban aquellas palabras. Si exhibían premura en algo sería por quitarse de encima cuanto antes aquella molesta visita tan poco deseada.
Comenzamos a subir las interminables escalinatas hasta la ciudad.
Conforme nos despegábamos del suelo y ascendíamos los tramos de la gigantesca escalera empezamos a entender por qué para los elfos les resultaba fácil elevarse sobre el resto de las criaturas mortales de la creación. En aquel lugar no resultaba difícil distanciarse de toda realidad ajena.
Aquella ciudad de elfos era de una belleza indefinible, sus altos y estilizados edificios de madera blanca y techumbres doradas, sus formas suaves, sus exquisitos detalles no caben en estas líneas. Allí donde se mirase había flores combinadas con una gracia y delicadeza imposibles de recrear, allí había fuentes artificiales, estanques de agua transparente cuyo caudal invitaba al sosiego y elevaba el espíritu. Allí donde se mirase había finísimas balaustradas de plateadas filigranas, esculturas delicadas y apolíneas, mujeres y hombres congelados en una belleza juvenil que no puede ser traducida. Equilibrio, armonía. Nuestras miradas apenas si podían extasiarse en un punto sin ser requeridas inmediatamente en otro.
Subbannkäser con su piel oscura, sus cabellos trenzados y su lanza emplumada contrastaba en aquel refinado escenario como un pez sobre el cielo. Sin embargo, Allwënn miraba en derredor con un sentimiento extraño. Durante el trayecto por aquella ciudad de cuento, siendo objeto de disimuladas miradas hasta el Gran Santuario de Elio, en la Explanada de los Templos, Allwënn experimentó una agridulce sensación al atravesar las calles y rincones de sus recuerdos. Para nosotros todo aquel vergel resultaba nuevo. Para él en cambio era como si nada se hubiese alterado. Como si el tiempo, innoble y cruel con el resto de los seres vivientes, ni siquiera hubiese visitado aquel lugar apartado de un mundo que agonizaba fuera de aquellos majestuosos y ancianos bosques. Las mismas calles, los mismos rincones, los mismos lugares que le vieron crecer y sentirse distinto. Algunas esquinas, algunos árboles, algunas escaleras tenían alguna historia particular y secreta para él que aquella tarde volvían de su largo encierro para volverse carne. Olores de su niñez, colores de su adolescencia. Las mismas caras. Algunas conocidas, que trataban de pasar inadvertidas. La longevidad de los elfos les hacía como burbujas en el discurrir del tiempo. Rostros y siluetas que ya eran así casi medio siglo atrás. Sólo en aquellos de su misma generación, sólo en aquellos que en momentos más amables de su vida compartieron juegos podía atisbarse el delator paso del tiempo. De otra manera parecería que había vuelto cincuenta años atrás, al mismo día que decidió romper con todo aquello que regresaba ahora a borbotones.
El Santuario de Elio era en realidad un vasto complejo que presidía la zona más destacada de la ciudad. Estaba separado del resto de las construcciones cercanas por unos grandiosos jardines colgantes limitados por un ornamentado enrejado de bellísima forja dorada. Docenas de edificios anexos se conectaban a través de jardines secundarios con el templo en sí mismo. Era una fastuosa y deslumbrante edificación templaria en una venerable madera de veta azulada con incrustaciones y trabajo de bajorrelieve en nobles metales. Destacaba la gran plaza de los Patriarcas, el lugar de ceremonia más importante del Sannshary. En aquel lugar debía haber estado Gharin casi cincuenta años atrás para recibir su repudio. Hoy Allwënn lo pisaba por primera vez, por asuntos de otra trascendencia. Dentro de las amplias y frescas naves, el variopinto grupo de visitantes recibió una pequeña recepción oficial de bienvenida muy al gusto de los elfos.
Allí pudieron por primera vez apalabrar una fecha para deliberar con los Padres Patriarcas sobre su problema y allí recibirían también la noticia de que Diva Sammara’Vallëdhor y su esposo se honraban en hospedarles en su palacio. Una pomposa comitiva de lacayos y siervos los recogieron en la plaza y los condujeron en calesas hasta las escalas privadas que ascendían hasta el nivel de copas, donde el palacio ‘Vallëdhor se levantaba.
Cuando el mestizo tuvo frente a sus ojos la antigua residencia familiar contuvo en su estómago un pellizco punzante. Agridulce como un beso traicionero. Miles de recuerdos le asaltaron en fracciones de segundo en su cabeza. Como todo lo demás, en aquella ciudad apartada del mundo, parecía inalterable. Tan cercana en sus recuerdos como lejana en su alma. Un extraño nerviosismo se apoderó entonces de él.
—¿Tú vivías ahí? —preguntó fascinada la Dama Keomara tratando de empaparse de aquella lujosa visión que no podía abarcarse de una sola mirada—. Nunca hablaste de ello. —Allwënn le devolvió una mirada cargada de melancolía, pero no respondió.
Después de sortear una auténtica muralla de sirvientes, mayordomos, doncellas y camareros, acabamos en el salón ceremonial de aquel palacio de cuento de hadas. Los cuerpos pintados y sucios y las miradas desorientadas de nuestra comitiva contrastaban con la pulcritud, exhuberancia y armonía que reinaban en la lujosa estancia. Un lacayo nos anunciaría poco después que nuestros anfitriones hacían acto de presencia en aquellos mismos momentos. Todas las miradas se dirigieron casi por inercia a la cima de la escalinata regia que presidía la sala, desde donde aparecieron, seguidos de séquito, haciendo gala de la mayor sofisticación y puesta en escena que un elfo puede aportar a sus gestos y apostura. Se les anunció con todo el protocolo completo: la larga intitulación que sólo los más ilustres apellidos pueden aplicar a sus nombre: Lord y Diva, Tennerhiom y Sammara Asseh’Vallessyam’ Vallëdhor’ibbym’dhyr’Ahyriis ’Dar’Sÿr’Dar’Sÿrÿ ’Ullvd’Sammshar.
Después de cincuenta años, ahí estaba su madre, eterna, bella, radiante…
Y triste.
Como siempre la había conocido.
Su consorte, Tennerhiom‘Asseh, ahora Lord Tennerhiom, era un elfo poco agraciado para su sangre, aunque ante ojos humanos gozaba de una bella estampa y elegante traza. Se había presentado ante sus invitados ataviado con el ‘Ystiis, un elaborado traje ceremonial de vaga resonancia militar, propio de la vieja aristocracia. Allwënn no tardó en crucificarle con la mirada. Sabía que aquel elfo de sangre plebeya se había vestido de aquella artificiosa manera sólo para sus ojos. Quería presentarse ante el hijo bastardo con todo su esplendor, para recordarle que era él quien calentaba el lecho de su madre. Quien portaba sus nobles apellidos y quien daba hijos legítimos al honroso linaje del Sÿr Sÿrÿ. Allwënn sabía que con aquella actitud le estaba declarando la guerra abiertamente con el genio taimado y habilidoso de los elfos. Por eso, porque era más que consciente de que aquella pompa y ornato eran para él, no le quitaba ojo de encima. Pero para desgracia del noble personaje nadie más lo hacía. Todas las miradas se centraban en su bellísima acompañante…
Diva Sammara’Vallëdhor, la hermana del Señor del Fin del Mundo, Príncipe de los Elfos Boreales… aunque nosotros ni lo pudiésemos sospechar.
Era, sin lugar a dudas, la criatura más delicada y bella que mis ojos habían contemplado hasta entonces. Sus rasgos faciales tenían la fría armonía de los elfos Silvänn, aderezada por la ártica hermosura de los Ürull. Sus facciones pálidas y pequeñas poseían un encanto irreal. Sus ojos rasgados y oblicuos eran los mismos ojos verdes de Allwënn. Aquel mestizo tenía los mismos ojos de su madre. Ambos poseían un hechizo hipnótico difícil de ignorar. Su piel, tersa y elástica como la de una adolescente que apenas nace a la vida, parecía nácar… y sus formas, apenas voluptuosas, de líneas suaves se escondían entre las desestructuradas prendas élficas que vestía y que yo siempre encontré similitudes en su concepción a las ropas tradicionales del extremo oriente. Sin embargo, lo más llamativo de aquella exquisita elfa era su cabello. Aquellos blanquísimos y largos cabellos de hielo que le aportaban la impactante dignidad de los Ürull.
Si dulce y melodioso era su aspecto y caminar, más aún lo fue su voz.
Quizá Allwënn no se apercibió de ello, concentrado en fusilar con la mirada a su padrastro en lugar de admirar a una madre de la que llevaba medio siglo sin tener noticias pero Claudia, que comenzaba a ser capaz de percibir las emociones, notó pronto la batalla interna que aquella mujer de ensueño se esforzaba por controlar. Ella sólo tenía ojos para él. Intentaba permanecer fría, incluso distante mientras descendía suavemente los escalones acompañada de su cortejo… pero sus ojos ya abrazaban a su hijo y sólo a él. Observaba su lamentable y descuidado aspecto, pero no había en ella ningún signo de rechazo. Si Claudia hubiese poseído la habilidad de su maestro, probablemente hubiera advertido que aquella elfa se reconfortaba con la presencia de su vástago que tanto y en tanta medida le hacía recordar a aquel guerrero enano que le había dado la mitad de su sangre. Hizo verdaderos esfuerzos por no romper el protocolo mientras bajaba ceremoniosa y contenida la escalera, abandonándose a su deseo de correr a abrazar a aquel hijo pródigo que un día, cincuenta años atrás había desaparecido de aquellos bosques con su alma gemela y su caballo blanco. A sólo unos centímetros de él no pudo contenerse por más tiempo.
—Allwënn, hijo mío —susurró ignorando al resto de invitados—. Estás tan… cambiado. Sin duda tienes… la fuerza de tu padre. La percibo en tus rasgos… la escucho en tu corazón. —Sus dedos se fueron hasta su barba recia y salvaje que acarició en un gesto maternal—. Él se sentiría tan orgulloso de poder verte convertido en… todo un guerrero.
—Hola, madre —respondió él con cierta condescendencia—. Estáis… bellísima, como siempre. —Ella se ruborizó, pero en aquel rubor dejó escapar toda la emoción contenida hasta entonces. Lord Theneriom rompió aquel momento con un carraspeo aún desde las alturas. Él no se había dignado a bajar. Su séquito masculino le acompañaba, como él, impertérrito.
—Bienvenidos, Allwënn y compañeros, a nuestro hogar —dijo en un tono cortés aunque cortante—. Es deseo de Diva Sammara y mío propio que os sintáis aquí como en vuestra casa. —El afectado elfo se tornó de inmediato hacia el mestizo—. Querido Allwënn, es un placer tenerte en casa. Debo decir que tu madre ha estado insoportable desde que recibió la noticia de tu visita. Insistió en que os alojarais aquí y… ya ves, no puedo contradecirla precisamente en esto. Lo he dispuesto todo para que vuestra… breve estancia en la ciudad sea lo más grata posible. Si tenéis algún deseo especial, por favor, hablad con el servicio y se os complacerá de inmediato. Mis doncellas os llevarán hasta vuestras habitaciones. Me he permitido preparar la sala de baños. Aunque ciertamente… pintorescos, imagino que arderán en deseos de adecentar su aspecto. Os dejo en la mejor de las compañías. Imagino que tendréis mucho que contaros. Ahora, si me disculpan, asuntos de extrema urgencia me reclaman. Por desgracia soy un hombre ocupado. Caballeros… —dijo inclinando levemente su frente altiva—. Señoras… Allwënn… Dhy’s’Aalma. —Después de la última inclinación, se volvió orgulloso y se marchó de la escena acompañado por su impoluto y amanerado cortejo.
Por un instante pareció que quedábamos a solas con Sammara. Sus bellísimas damas de cámara aguardaban tan inmóviles que si no las hubiésemos visto moverse hasta nuestro lado hubiésemos creído que se trataba de figuras de cera congeladas en su grácil gesto. Se hizo entonces un silencio piadoso y latente. Ella seguía mirando a su hijo como si nadie más hubiese en la sala, a medias entre la fascinación de tenerle y encontrarle a la vez tan cambiado y tan fiel a sus recuerdos. No quisimos perturbar ese instante conmovedor. Allwënn también la miraba a ella. Sabíamos por sus comentarios que Allwënn no tenía a su madre en la misma estima que a su padre. La acusaba de ser fría y distante, como todos los elfos. De no haberle defendido ante el clan. De no haber tenido el valor de apostar por el hombre que la amaba… en fin, del insensible pragmatismo elfo. Pero sin duda aquel reencuentro resultaba para él tan emotivo como lo era para ella. Fue él quien rompió el silencio primero.
—Madre… esta mujer es Keomara deSaffe, una vieja amiga de armas. —La atractiva elfa se volvió hacia ella en un gesto dulce y armonioso y le obsequió un gesto cordial. Uno a uno nos fue presentando a todos.
—Sé del trágico asunto que os ha traído hasta estos bosques —confesó ella tornando su gesto gravemente—. La carta de Lord Eborom fue muy explícita en detalles. Haré cuanto esté en mi mano para serviros de ayuda.
—Lord Eborom nos envía saludos para vos, Aissy’Diva —añadió con un toque de distinción la dama Keomara.
—Sois muy gentil. Lord Eborom es… un buen amigo.
Aquella primera conversación apenas si se alargaría algunas palabras más. Parecía respirarse esa extraña incomodidad que sucede a un reencuentro esperado largo tiempo. Sin duda, había mil cosas que afloraban por salir, miles de preguntas y probablemente miles de respuestas. Había pasado demasiado tiempo como para pretender que no había nada que contarse, sólo que, todas aquellas palabras se encerraron en los labios y de ellos solo surgieron formulismos corteses. Algún apunte trivial y poco más. No podía reprocharse nada. Sin duda, aquella situación desbordaría a cualquiera. Allwënn había estado durante días pensando en las palabras que diría a su madre en aquel primer encuentro. A ella, probablemente, le sucedió lo mismo. Ahora estaban uno frente al otro y aquellas palabras no eran capaces de salir. Demasiada emoción, tal vez. Demasiados reproches que esperarían mejor ocasión.
Ella nos recomendó encarecidamente el baño después de ordenar a sus sirvientes que nos acompañaran a nuestros aposentos y dispuso todo para que así fuese. Antes de que nos encaminásemos hacia las habitaciones, Sammara llamó a su hijo. Aquel se volvió a mirarla. Ella guardó silencio durante un instante observándole de nuevo… al fin le dijo:
—Hijo mío, quizá encuentres este lugar algo cambiado. Pero sigue siendo tu casa, nunca olvides eso.
—Gracias, madre —le contestó él con gesto grave, pero no le dijo más.
Allwënn caminaba en silencio, conocía la casa, de eso no había duda. Tenía la mirada perdida, estaba como ausente. El resto hablábamos entre nosotros. Subbannkäser se encontraba embriagado, casi incómodo ante todo aquel despliegue de lujo y refinamiento. Apenas si decía palabra. Se limitaba a observarlo todo con cierta distancia y gesto desconfiado. El resto, maravillados, nos sobrecogíamos ante la fabulosa decoración y distribución de aquel palacio colgante que en un tiempo fue el hogar de nuestro iracundo compañero. Resultaba casi cómico creerlo rodeado de todo aquel fasto, tan élfico, tan ajeno a lo que él solía ser. Incluso Keomara, que le había tratado durante mucho tiempo le costaba imaginarlo entre aquellas paredes. Allwënn se volvería en algún momento hacia nosotros para responder a aquellos comentarios.
—Creedme que para mí es tan extraño como para vosotros —pero lo decía con un matiz ambiguo, sin duda con segundas interpretaciones menos literales—. Muy pronto acabaron para mí estos cuidados.
No me detendré en la curiosa organización de aquel vasto recinto suspendido de las más altas ramas de aquellos árboles milenarios. Si lo hiciera necesitaría tiempo del que no dispongo y paciencia que es harta difícil reunir. Cada pliegue, cada rincón cada detalle merecería un comentario y mi narración acusaría demasiado espesor. Imaginen ustedes, invoco a sus destrezas para evocar un lugar que sólo tiene cabida en los sueños. Sí comentaré el baño, pues resultó una experiencia inolvidable y no porque lo necesitáramos desde hacía meses, sino por el curioso lugar que era aquella Sala de Baños.
Se trataba de una única y peculiar sala dado que los elfos no hacen distinciones de sexo para estos menesteres… y nosotros, para no perturbar sus costumbres tampoco los hicimos. Para Claudia y para mí resultaba aún algo embarazoso desnudarnos junto al resto. Aunque tengo que asegurar que, en esta ocasión, mi amiga se tomó con mucho aplomo y naturalidad aquel baño. Yo tuve que vencer algunas barreras, lo confieso. Mostrar mi cuerpo ante varones de la talla y complexión de Allwënn o Subbannkäser reducía mis encantos púberes a la mínima expresión, por no hablar de tener ante mí la firme silueta de Keomara, de una equilibrada arquitectura a pesar de su madurez o descubrir los suaves contornos de mi bella amiga. Tuve que esforzarme por evitar que mis ojos se marchasen a donde no debían, si me entienden.
Pero había ojos que se escapaban. Los ojos de Claudia se esforzaban por apartarse del mestizo. No le miraban más porque estuviese desnudo. Había algo en aquellas miradas que me decían que a pesar de la innegable belleza de arquitectura de aquel cuerpo que miraban, no miraban solo eso. La había observado durante nuestro trayecto en el mar. La observaba, a fin de cuentas mi historia se nutría también de la observación. Claudia miraba a Allwënn con intensidad. Lo había estado haciendo mucho tiempo. Le observaba cuando no le veía y apartaba rápido las miradas cuando él la descubría. Pero ya no las disimulaba.
Al principio pensé que su fascinación por él seguía intacta, pero pronto encontré una nueva dimensión en aquellas miradas. Claudia ya no le observaba con esa fascinación casi aduladora. No… Ahora tenían una gravedad distinta. Le miraba en lo profundo. Le miraba incluso con cierta melancolía, desde una profundidad solo explicable cuando se conoce intensamente a la persona observada. Eran miradas que parecían querer rescatar recuerdos perdidos en la inmensidad del tiempo.
Superado el trance de desnudarnos el exótico lugar donde nos procuraríamos nuestro merecido baño ocupó mi atención. Después de pasar una pequeña cámara sellada donde una doncella recogía nuestra ropa usada pasamos a la sala en sí misma. Era una habitación dilatada y extensa de paredes acristaladas transparentes que se enturbiaban por efecto de los vapores cálidos del interior. Penetrar en ella era como penetrar en una selva de nebulosos perfiles. El piso estaba cubierto de hierba menuda cuya caricia fresca agradecían nuestros cansados pies. Una vegetación húmeda y exuberante lo cubría todo. Árboles de escaso alzado y abundancia de ramas que llegaba a cubrir la acristalada techumbre, dejaban pasar los rayos solares en ramos y haces. Flores de múltiples colores, musgo sobre rocas cuidadosamente colocadas completaban un paraje de belleza artificial como una peculiar variedad élfica de jardín Zen. Las volutas de vapor se mezclaban con los aromas que perfumaban las aguas y una música relajante de flautines y cuerda, con músicos incluidos, completaban el fabuloso escenario. Tres estanques conectados a distintas alturas a través de pequeñas cascadas y saltos de agua pasaban del baño frío, el más alto, al estanque de aguas templadas, al centro que recibía su caudal del primero y cedía parte de su cálido elemento al estanque más bajo, el de aguas calientes, cuyos vapores cubrían de brumas toda la estancia. Pero quizá lo más sorprendente y mágico de todo aquel elaborado aditamento estaba en no necesitar zambullirse en los estanques para probar el agua. Aquella caía por toda la estancia desde el techo en forma de suave llovizna. El resultado, podrán imaginarlo, superaba todo lo esperado y el concepto de un «baño agradable» cobraba en aquel lugar una dimensión fascinante.
Lo mejor de todo es que incluso dentro del baño estábamos asistidos por doncellas y apuestos sirvientes que nos procuraban las sales y aceites apropiados. Nos relajaron con delicados masajes y adecentaron nuestros cabellos como nunca habían sido tratados.
Pasamos del lago templado al cálido para acabar estimulando nuestro cuerpo al abrazo del agua fría, todo bien regado de un clima relajado propicio para la conversación. El resto dimos rienda suelta a nuestra fascinación comentando los detalles. Tanta sofisticación nos abrumaba y por un momento nos olvidamos de los motivos que nos habían llevado hasta allí.
Allwënn seguía lacónico y meditabundo. Parecía enterrado en sus propios fantasmas. Tenía la mirada perdida pero poco a poco se fue haciendo nítida la imagen que tenía frente a él. Era Claudia. Desnuda y húmeda. Bellísima. Tan mujer. Tan niña aún, a la vez. También le miraba y al verse descubierta apartó la mirada. Él continuó allí. Aquella chica le alejó por un momento el esto de pensamientos. Solo un recuerdo vino entonces. Un recuerdo secreto. Un recuerdo que llevaba mucho tiempo tratando de no ver. Claudia regresó sus ojos a él pensando que aquella mirada había sido fugaz… pero no. Las pupilas de Allwënn continuaban en ella. Entonces se sintió desnuda. Subió el rubor y tímidamente cubrió sus delicados pechos de los ojos del mestizo y volvió lentamente a esquivar su mirada. Hubo algo entrañable en aquel gesto. Solo entonces Allwënn desvió su mirada por no apurarla.
También las miradas de Allwënn habían cambiado.
Allwënn acabó paseando por uno de los jardines interiores. Los recuerdos que le asaltaban en cada esquina de la casa eran dolorosos. Buscó quedarse a solas en aquel lugar de mágico embrujo. El concepto en sí mismo ya resultaba sorprendente: un pequeño bosque suspendido entre las ramas de árboles milenarios. Estaba igual que lo recordaba, apenas había cambiado. Algunos arbustos más frondosos, algunos árboles más altos y recios, pero todo igual. Cuando era niño le gustaba perderse entre su fronda que le parecía interminable. Cuántas veces jugó con Gharin en aquel lugar… cuántas veces se confesaron entre aquellos mismos árboles secretos de adolescentes, temores que sólo los que se saben diferentes si se confiesan.
Pero aquel lugar ocultaba un secreto aún más doloroso, aún más sangrante, cuyo poder de atracción llamaba al alma de aquel guerrero marchito con gritos desgarrados. Era la proximidad de aquel recinto sagrado, oculto para la mayoría de los que habitaban el palacio el que le había tenido tan apartado del mundo y de los problemas alrededor. Entrevió la elegante verja que cerraba el paso a un apartado rincón de aquel jardín melancólico de sus recuerdos. ¿Cómo saber cuando él jugaba por sus senderos y sombras que aquellos árboles se alimentarían de los vacíos dejados en su alma? ¿Cómo imaginar que estarían tan cerca y a la vez tan lejos?
Era la primera vez…
Caminaba meditando, con la mirada clavada en la dorada forja de la puerta cuando una figura apareció entre la espesura. Era Sammara, su madre. Vestía un impresionante vestido blanco de múltiples pliegues. Estaba radiante. Por un instante, los recuerdos de su niñez le asaltaron.
—Sabía que este sería el primer lugar que visitaras si alguna vez volvías. —Allwënn se volvió hacia ella con lentitud.
—Me conoces bien, madre. A pesar del tiempo y de los años. —Ella llegó a su altura y pasó suavemente su mano blanca por sus hombros en una dulce caricia. Él derrotó su cabeza en su pecho.
—No te preocupes… nadie conoce este lugar. Mi marido piensa que es mi lugar de retiro. Nadie cruza esta verja. —Allwënn levantó su mirada hacia los ojos de su madre y ella pudo leer su alma a través de ellos—. ¿Quieres pasar? —Allwënn respondió con una triste negativa.
—Hoy no estoy preparado.
—Te comprendo.
En aquel momento una voz infantil rompió el silencio llamando a Sammara. Ambos se volvieron hacia la voz y Allwënn pudo ver a un jovencito elfo acompañado por algunas nodrizas que cambió su expresión al encontrarle junto a aquella a quien llamaba madre y se retuvo de continuar aproximándose. Ella tornó su gesto en una expresión amable y le invitó a acercarse con una señal.
—Ven pequeño, quiero presentarte a alguien. —Allwënn tornó su semblante a una mueca expectante. Imaginaba quién podría ser aquel jovencito.
El pequeño avanzó con timidez sin apartar su mirada desconfiada de la recia y barbada figura que estaba junto a su madre. Al llegar a su altura bajó sus ojos a tierra y jugueteó nervioso con sus manos.
—Madre, Padre dice que la cena está servida —dijo el chico revelando el motivo de su búsqueda.
—Allgharin, este es Allwënn… mi hijo, tu hermano —anunció ella con una sonrisa iluminando su rostro albino. El joven elfo volvió a mirar al recio mestizo con rubor y agachó de nuevo los ojos, para levantarlos de inmediato y saludar con timidez.
—Hola, Allgharin. —El mestizo lanzó una mirada fugaz a su madre delatando una sonrisa mordaz. No le había pasado desapercibido la conjugación de nombres de su medio hermano.
—Es muy feo —dijo aquel con la escasa capacidad para mentir de los niños—. ¿Por qué tiene pelo en la cara? —Sammara ocultó elegantemente con su mano la sonrisa que no pudo evitar esbozar ante la curiosidad del pequeño. Allwënn se agachó para ponerse a su altura.
—Escúchame, Allgharin —le habló Allwënn robando su atención. Su modulada voz, más agravada de lo que suele ser habitual en los elfos pareció hechizarle—. Sammara es mi madre… pero mi padre no es el tuyo. Mi padre era un enano. —El chico torció el gesto cuando escuchó aquella confesión.
—¡Puaj! Padre dice que los enanos son pequeños y peludos… y que huelen mal. —El mestizo trató de restarle importancia a aquel comentario. En fin, sólo era un niño—. Tú no hueles tan mal.
—No, no huelo mal —se sonrió—. Verás Allgharin, mi padre tenía pelo en la cara, tenía barba. La barba es muy importante para los enanos. Por eso yo ahora también tengo barba. —El chico parecía fascinado ante aquel descubrimiento y alargó la mano para acariciar los oscuros filamentos del mentón de Allwënn. Su tacto debió resultarle un tanto extraño porque retiró la mano enseguida aunque encontró que en ello había algo morboso que le incitó a alargar de nuevo sus dedos. Sammara estaba sorprendida por la actitud de Allwënn. Con lo diablo que él había sido a su edad, no imaginaba que conectase de aquella manera con su pequeño retoño.
—¿Cuándo tenías mi edad ya tenías pelo en la cara? —El joven estaba totalmente atrapado en el tema.
—Veamos… ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¡Oh, no… Aún eres muy pequeño! No, me salió mucho después, cuando… crecí.
—¿Y a mí me saldrá también pelo en la cara cuando crezca? —Allwënn no pudo evitar lanzar el comentario malicioso.
—No, no te preocupes. Con suerte sólo acabarán de salirte las cejas.
—¡¡Allwënn!! —le amonestó su madre. Aquella reacción si había sido muy habitual de él—. No le digas eso. Es sólo un crío. —Allwënn se volvió hacia ella con la misma expresión traviesa de aquellos lejanos años. Aquel recuerdo la conmovió profundamente.
—¿Te gustan las piedras Iaräs? —Preguntó el niño—. ¡Tengo muchas. De todos los colores! Ven, ¿quieres que te enseñe mi colección? —le propuso cogiéndole de la mano y tirando de ella para arrastrarlo con él.
—Le enseña a todo el mundo sus piedras ambarinas. Te tendrá entretenido un buen rato. —Allwënn la miró y torció su gesto en una mueca como si fuese un reo condenado al patíbulo. Bueno, al menos el chico tenía gustos refinados. A él con su edad le dio por cazar lagartos de río y luego se entretenía en correr detrás de las doncellas del servicio con ellos en la mano. Sammara miró a sus dos hijos perderse de la mano y no pudo evitar que algunas lágrimas bañasen sus ojos ante la emoción.
Cuando Allwënn se incorporó al grupo, que aguardábamos su llegada para acceder al comedor, lo hacía junto a su medio hermano aún. Por la expresión sobrexcitada del jovencito parecía que se llevaban muy bien. No dejaba de hablar con esa cháchara incombustible de los niños Al llegar junto a nosotros nos presentó al pequeño quien se mostró especialmente cautivado ante el poderoso Subbannkäser, quien vestido de elfo y con sus trenzas desenredadas y el pelo cuidadosamente cepillado tenía una apariencia un tanto llamativa incluso para nosotros. Antes de entrar, aún fuimos testigos de una emotiva escena. Almmara y Sirenne, dos de las doncellas del servicio, pararon al mestizo. Parecían muy emocionadas. Por la conversación supimos que habían sido sus ayas y que ahora también estaban al cuidado del pequeño Allgharin, aunque el jovencito disfrutaba de la compañía de ocho nodrizas. Resultó emocionante poder presenciar aquel reencuentro, sobre todo porque aquellas bellas mujeres, a pesar de parecer mucho más jóvenes que nuestro recio compañero le habían visto crecer. Allwënn se mostró encantador con ellas, casi hasta el punto de faltarle las palabras. Aquella era la otra cara de nuestro hiriente y herido camarada… cuando aquella afloraba, sus habituales arranques de mal humor podían perdonarse todos.
Nuestros anfitriones ya nos aguardaban sentados en sus sitiales preferentes en una mesa elevada sobre una tarima de mármol. Nosotros ocupamos los lugares en una mesa secundaria, situada frente a ellos, de dimensiones mucho mayores, pero de menor gala. En uno de los extremos de la mesa principal se sentaba el joven Allgharin cuyas piernas se balanceaban en su recargado asiento sin alcanzar el suelo. El otro extremo estaba reservado para Allwënn, aunque aquel declinó el ofrecimiento y tomó asiento con el resto de nosotros. Aquella actitud no fue del todo del agrado del anfitrión pero a nuestro orgulloso compañero le preocupaba poco lo que aquel usurpador pensase de él. Se había enfrentado demasiadas veces al capricho de los elfos como para incomodarse por los disgustos de aquel afectado personajillo.
La cena discurrió dentro del más estricto y ceremonioso de los protocolos élficos. Una cena refinada, abundante en platos, todos de exquisita presentación y sofisticada armonía, pero escasos de cantidad. En aquella selecta exhibición de viandas uno podía recrear no solo su paladar sino también su olfato y su vista, pues la cocina elfa suele satisfacer todos los sentidos con igual intensidad. Los caldos eran de un buqué extraordinario, suaves, espumosos y afrutados. Gratos incluso para el paladar más innoble. Durante la cena propiamente dicha hablamos poco, quizá sólo para que Lord Theneriom se despachara muy a su gusto relatándonos las incomparables cualidades de los vinos en la mesa. El padrastro de Allwënn era testaferro de algunas de las bodegas más prestigiosas del Sannshary. Aunque sus propietarios fuesen todos de la alta aristocracia, él siempre se dispensaba con pingües beneficios. Tratar con vinos en tierra de elfos no era menos rentable que hacerlo con oro en el Imperio o con esclavos y «especias» en las Bocas. En aquella conversación quiso dejarlo muy claro. Sería en la sobremesa y acompañando uno de aquellos extraordinarios licores de la bodega de Theneriom que aquel lanzase cierta daga envenenada a su hijastro, por quien las simpatías tampoco eran recíprocas, de tal manera que quienes le conocíamos imaginamos que una conversación iniciada así no podía terminar en paz.
—Supongo que tu madre estará ansiosa por conocer los detalles de tu vida en todo este tiempo, Allwënn. Debo añadir que tu «prematura» marcha del bosque nos dejó muy entristecidos a todos. ¿No es cierto, Dhy’s’Aalma?
Allwënn sintió un reflujo de bilis en su estómago que al punto estuvo de costarle la cena. Se mordió los labios para aparentar serenidad y trató de refrenar su lengua con la misma falacia que él utilizaba en sus gestos y palabras. Aquel elfo era un notable miembro de la Vieja Liga del Bosque, un elitista grupo de elfos ociosos que se reunían en cenáculos pseudo-intelectuales abanderando las viejas tradiciones y costumbres de sus antepasados. Con aquella barata excusa y la máscara de ser instruidos prohombres que discutían en cultas tertulias se dejaban arrastrar por la más descarnada intolerancia hacia cualquier otro ser que no formase parte de su selecto grupo. Aquel bastardo que ahora le hablaba con jactancia desde aquella mesa alzada que jamás utilizó su madre, aquel que compartía lecho con aquella que nunca pudo pasar una noche de amor con el ser que amaba, aquel cuya única dignidad eran los apellidos arrebatados a aquella a quien llamaba con jactancia «Dhy’s’Aalma» había sido uno de los artífices de su destierro. Las críticas más duras, las humillaciones más dolorosas las habían padecido de aquella engreída hueste de la Liga del Bosque. Nadie insultó con más vehemencia a su madre cuando reveló la identidad de su amante y el fruto que crecía en su vientre que aquel burgués mezquino con aspiraciones a ennoblecerse… Lo que son las cosas. Lo que el mundo gira en cincuenta años. Ahora aquel engreído pretencioso que una vez encontró a su madre la más sucia entre elfas y vergüenza de su linaje acabaría ligando su estirpe a la de ella y engendrándole un hijo.
Allwënn supo desde el primer momento cuales serían los naipes de aquella absurda partida. Con todo el aplomo del mundo satisfizo a su audiencia y contó muchos de los detalles de su vida. Cómo la amistad con Gharin se había dilatado en el tiempo hasta volverse más poderosa que la hermandad de sangre, cómo se hizo un nombre legendario a fuerza de golpes adversos y cómo forjó de su espada todo un mito. Y lo que resultaba más importante, cómo seguía vivo hasta el día de hoy. A Allwënn le irritaba la actitud paternalista y distante con la realidad de aquel personaje. Le irritaba cada comentario inconsciente de la situación más allá de los banales asuntos del bosque. Para aquel elfo, la guerra que había llevado la muerte y desolación a millones de almas y que había sentenciado a muerte a todos cuantos se reunían en aquella mesa sin sangre élfica, sólo era «aquello en lo que se habían enfrascado los humanos». Ni siquiera habían notado pérdidas notorias en su afamado mercado de licores. El Culto, decía con cierta sorna hiriente, consumía tanto vino élfico como los emperadores y los duques. Pero Allwënn no respondió a ninguna de las provocaciones. Los que le conocíamos le encontramos extrañamente contenido, impropio de su habitual temperamento. Miré a sus ojos y percibí su rabia. De haber sucumbido a sus deseos se habría levantado de la mesa y arrancado el corazón de aquel elfo con sus propias manos. Pero no lo hizo. Tenía certezas de que aquel despreciable engendro de aquella raza sublime buscaba sus arrebatos, los deseaba. Por eso no le concedió aquel deseo. Resultaba más doloroso para él verle lanzar sus embestidas sin encontrar respuesta.
Regresamos poco después a nuestros aposentos. Las jornadas venideras se presentaban turbias e inciertas. Debíamos recuperar fuerzas para las batallas futuras. Allwënn no lo hizo, fue el único que se resistió a marchar al lecho. Como todas las noches, necesitaba un momento para él y lo encontró en una de aquellas majestuosas balconadas con las luces de toda la ciudad de los elfos a sus pies y un cielo estrellado inconmensurable sobre su cabeza.
En aquel mismo lugar le encontró su madre.
Él se percató de su silenciosa llegada. Reconoció sus pasos discretos aproximándose hasta la labrada balaustrada blanca y pronto su cuerpo melodioso se apostó junto al suyo, en silencio, mirando el mismo escenario de luces danzantes de aquella ciudad durmiente suspendida entre los árboles. Soplaba una brisa suave y el cielo se cargaba de estrellas luminosas. Durante un tiempo ambos permanecieron callados, sumidos en pensamientos profundos hasta que el mestizo rompió la quietud de la noche.
—¿Por qué él, madre? —Los iris brillantes de Allwënn atravesaron el manto oscurecido de la noche y se clavaron en el rostro de nieve de su madre que ni siquiera se atrevió a devolverle la mirada—. ¿Por qué con él? Con todo lo que nos humilló. Con todo lo que dijo de ti o de padre. Hubiera… hubiera entendido que rehicieras tu vida con alguien como… Lord Eborom. —Al escuchar el nombre de aquel elfo Sammara volvió su mirada hacia su hijo con un destello de asombro pintando sus pupilas—. Hablé con él. Me contó lo de mi espada y advertí en su ojos que guarda sentimientos hacia ti más profundos que la amistad. —La bella elfa se sintió delatada en aquellas pupilas.
—Lord Eborom es un buen amigo… —confesó ella en un largo suspiro—. Y hubiera sido un buen compañero. Pero ya está comprometido. Fue tu padre quien se interpuso entre él y yo sin saberlo… y no necesito contarte el resto de la historia.
—Le hubiera aceptado a él —aseguró el mestizo.
—¿Te has preguntado por qué Eborom no forma parte del Patriarcado con una carrera diplomática como la suya? Lord Eborom es un contestatario, demasiado liberal, demasiado abierto en su concepción del mundo. Incluso de haber podido unirme a él, hubiésemos sido infelices. De nuevo objeto de los comentarios y las maledicencias. Las cosas están bien como están, hijo, créeme.
—¡No, no lo están, madre! Mírate. No creo que seas feliz con un hombre como Theneriom calentado tu lecho. ¡Sólo pensarlo me pone enfermo! Sólo la humillación que supone para la memoria de padre me enfurece y me obliga a despreciarte por ello. ¡Cómo has podido darle un hijo a él! ¡Ligar mi sangre a la de ese mal nacido! —Sammara le dedicó una mirada fulminante de reprobación.
—No metas a Allgharin en esto. Él es tan inocente como lo eres tú. No cometas con tu hermano el mismo error que cometieron contigo. No le desprecies sólo porque no te guste una mitad de su sangre. La otra es la misma que corre por tus venas, no lo olvides. Allgharin es tu hermano. —Allwënn se sintió de pronto muy afectado por aquellas palabras y supo que había ido demasiado lejos con sus críticas—. En cuanto a mi felicidad —continuó sosegando su voz—, eso es algo a lo que renuncié conscientemente hace mucho tiempo.
—Y yo soy la causa de tu infelicidad… —confesó el hijo pródigo con tristeza. Sammara reaccionó rápidamente casi con impulso.
—No… Nunca pienses eso. Tú has sido el bálsamo en mi vida. Mi desgracia fue haber nacido elfa, vivir entre elfos, soportar un linaje ancestral. No tú… tu presencia me colma de dicha. —Ella volvió su mirada hacia la noche y habló con un regusto amargo—. Traté de darte una infancia feliz, alejarte del drama que consumiría tu vida por elegir a un hombre que jamás sería aceptado por los míos. No me avergüenzo de haberte dado la vida… tu existencia es un milagro, hijo mío. Es la unión fecunda de dos razas enemigas. Tú eres la prueba viviente de que no existe odio que no pueda vencerse. Pero supe desde el primer momento que esa decisión marcaría para siempre mi vida, la de tu padre y la tuya. Siempre supe que te marcharías y afronté tu ausencia con valor. Para mí, tu huida antes de tu expulsión no fue sino la confirmación de que te había educado bien. Ahora regresas convertido en un hombre valiente, audaz, capaz de enfrentarte a cualquier enemigo externo o interno. Si tu padre viviera lloraría de la emoción. —Allwënn quedó clavado en su sitio. Aquellas palabras le hicieron pensar.
—Lo que me dices es hermoso… quizá nunca te lo he agradecido. Quizá tampoco supe verlo entonces.
—Supongo que era el precio a pagar.
—Si lo pagaste… ¿Por qué sigues sufriendo aún?
—Porque aquí nada cambió. Yo sigo siendo la princesa humillada. Dormir con mi enemigo me ha traído cierta paz. Es sólo una maniobra política, Allwënn. Le desprecio pero le necesito. Me educaron para ser esposa abnegada. —Allwënn se reveló ante aquella revelación providencial.
—Eres la princesa del Fin del Mundo, madre. No necesitas un marido.
—Quizás no en tu mundo… pero sí en estos bosques. Yo llegué a ellos siendo la esposa de un Vakiir y hermana de un Príncipe. Acabé dándole un hijo a un enano. Entonces lo perdí todo. Tú te marchaste, pero yo me quedé aquí. Vincularme a Theneriom ha sido una bolsa de oxígeno. Se tragó pronto las críticas cuando tuvo ante sus manos la posibilidad de entroncarse a la dinastía de los Príncipes del Sÿr Sÿrÿ y a mí me da la posibilidad de redimirme ante los ojos de mis iguales. Él restituye mi honor y yo le doy la grandeza de mi apellido. Tener como esposo a un influyente miembro de la Vieja Liga del Bosque hace mi existencia algo más soportable… Y dándole un hijo he acabado de sellar mi contrato. —Allwënn se mordía los labios, tenso, crispado.
—¿Acaso tienes que redimirte de algo, madre? Amaste y fuiste amada ¿Dónde está tu delito? Mi padre era un Tuhsêk, Hirr’Faäruk de la Decimotercera cohorte de Maceros del ‘Aasâck, La Descarnada. La más grande, el más grande… ¡No un usurero racista como Theneriom! ¡No un demagogo que se traga todo cuanto ha defendido con vehemencia cuando tiene ante sí la posibilidad de engrandecerse! ¡¿Y tu crimen fue elegirle?!
—Los elfos lo entienden de otra manera.
—Pues al infierno con los elfos. Maldita sea la prole de los bosques. ¿Por qué no te fuiste? No entiendo tu actitud.
—Sé que no la entiendes. No puedo marcharme, Allwënn. Mis elecciones no siempre las entendiste pero han sido las acertadas. Sé que te he enseñado bien.
—¿Qué me has enseñado, madre? Padre me enseñó a pelear, padre me enseñó la virtud, lo justo y lo injusto. Padre me dio una espada y me dijo «enfréntate a ellos» y eso he hecho hasta ahora.
—No todo se soluciona con una espada, Allwënn.
—He vencido la mayoría de los obstáculos con acero. ¿Qué me has enseñado tú?
—Yo… Yo te enseñé a sufrir, hijo. Te enseñé a sufrir… y a levantarte de nuevo.
Allwënn quedó profundamente afectado tras aquella conversación, lo que le sumió aún más en aquel estado distante y melancólico con el que llegó al bosque. Por lo que respecta a nuestra demanda, los elfos se tomaron su tiempo sólo para asegurarnos que la considerarían en una reunión de los Patriarcas del Consejo. No auguraron fecha ni tan siquiera aproximada. Así que pasamos tiempo siendo los invitados de aquel palacio en las nubes hasta la fecha del debate. Probablemente Theneriom, poco entusiasmado con la idea de nuestra presencia dilatándose hasta el infinito movió algunas teclas a su alcance para acelerar el proceso, pero tampoco resultaba aquel un hombre tan influyente e ignoramos si sus auxilios modificaron la agenda de los Patriarcas. Entre tanto, pasábamos mucho tiempo ociosos. Keomara, la única que de cuando en cuando daba largos paseos con Allwënn, se mostraba inquieta ante la ausencia de noticias del resto de la expedición y mostraba sus recelos sobre el futuro inmediato. Incluso si los Patriarcas daban su consentimiento para cruzar el Sannshary, había muchas dudas sobre nuestros pasos siguientes. Si cabe, cruzar o no el magnífico bosque élfico era el menor de nuestros males. La verdadera odisea comenzaría después.
Allwënn era el único que se decidía a bajar hasta la ciudad y pasearse por ella. Abandonó pronto los prestados atavíos de elfo y regresó a sus pertrechos de combate. No hacía falta conocerle para saber que pretendía pasearse por ente las calles de Ullastah’ desafiante. Sólo buscaba llamar la atención. Decirles a los habitantes de la orgullosa ciudad que no habían podido con él. Que había vuelto y seguía siendo el mismo.
En uno de aquellos paseos tuvo un encuentro que no esperaba. Ya se había cruzado en alguna ocasión con alguna cara conocida. Todos le conocían, podía advertirlo por sus miradas esquivas o en sus taimados comentarios. Su presencia en la Capital estaba en boca de todos. Sin embargo, aunque estaba dentro de lo posible no pensó que se cruzaría precisamente con ella.
Paseaba por uno de los muchos bulevares que arteriaban la inmensa ciudad del Mediodía, confundiéndose a duras penas con el resto de los elfos viandantes. En la lejanía se percató de la presencia de unas mujeres que le resultaron familiares. Una de ellas era una elegante señora de vivos cabellos dorados que caminaba rodeada por algunas damas de compañía junto a una mujer más joven que le acompañaba de la mano de una niña no mayor en edad que su recién conocido hermanastro. Allwënn se detuvo clavado ante aquella visión a unos cien metros del cortejo mirando sin discreción a las damas que parecían seguir con su periplo sin percatarse de su presencia. En un fugaz destello, la mirada esmeralda del mestizo se cruzó con la de la señora que hubo de esforzarse para evitarla y disimular su fingida ignorancia. Él no tuvo dudas de que había sido reconocido pero hasta cierto punto entendió que aquella dama no quisiera ser relacionada con él y fingiese no haberle visto. Sin embargo, la mujer que la acompañaba, su hija, se apercibió del gesto de su madre y tornó sus pupilas para ver de quién huían sus ojos. Cuando divisó al imponente mestizo detenido entre el caudal de transeúntes con sus ojos clavados en ellas en la distancia, quedó algo perturbada. Se diría que por unos segundos no reconoció a aquel elfo de espesa barba y pertrechos de aventurero, aunque la expresión de su rostro pronto reveló que aquel desconocimiento resultó pasajero. Su rostro se iluminó de la sorpresa. Allwënn se emocionó por ello. La última vez que vio a aquella chiquilla apenas era una niña poco más joven que él. También tenía los cabellos dorados y espesos que caían sobre su espalda en vigorosos bucles, su piel era de un pálido rosado y su cuerpo, bello y armonioso había dejado de ser el de una jovencita. Podría decirse que aquella elfa había sido el primer amor de Allwënn, un amor inocente e infantil sin duda. Más por el cariño de las amistades forjadas en la niñez que por otro motivo. Ella comprobó que el cortejo que acompañaba a su madre se había separado unos metros de ella lo que pareció hacerla dudar. Aunque al fin se decidió por aproximarse sonriente hacia el mestizo después de coger a su retoño en brazos. El cortejo se detuvo un tanto extrañado por la reacción de la mujer pero nadie la detuvo. Se limitaron a aguardar a cierta distancia.
Aquella señora que había esquivado su mirada y que ahora observaba impotente y resignada la actitud de su hija era Vala Ellënnarill, primera dama de la Diva Aunäara de Assënn. Era la madre de Gharin. Aquella joven que se aproximaba a él era Aännadja Ellënnarill, su medio hermana. Vala nunca aprobó la amistad de su hijo con él. Siempre sostuvo que la reputación de Gharin se vería salpicada por la del «hijo del enano», como le conocían, y que su ya difícil tránsito por aquellos bosques se dificultaba aún más por relacionarse con él. No resultaba extraño que quisiera hoy evitar encontrarse con él. Por el contrario, Aännadja trabaría con su hermano mayor y con él cierta complicidad. Muchos fueron los recuerdos que les ligaban. Allwënn la recibió emocionado. Ella quedó ante él con una agitada expresión en su rostro.
—¡¡Allwënn!! ¡Allwënn, ¿eres tú de verdad?! Por los Padres Patriarcas ¡Cuánto has cambiado! —Aquella bella elfa se permitió alargar su mano para rozar su mejilla a lo que Allwënn no puso objeción alguna—. ¡Por los dioses! —decía aún fascinada por aquel encuentro—. Había oído lo de tu llegada. Lo cierto es que toda la ciudad lo sabe… pero no imaginé… no pensé que pudiera encontrarme contigo. —Ella miró hacia atrás con cierto dolor—. Disculpa… la actitud de mi madre… ya sabes que… —Allwënn hizo un gesto revelador.
—No hay nada que disculpar, Aännadja, lo sabes. Me alegro de verte.
La pequeña que reposaba en los brazos de su madre alargó la mano con intención de tocar al mestizo. Lo cierto es que estaba muy crecida pero ahora, en la cercanía, resultaba mucho más pequeña de lo que había imaginado.
—¿Y esta princesa? —Preguntó el mestizo jugueteando con sus dedos regordetes. Su madre adoptó un gesto de evidente orgullo materno.
—Allwënn, te presento a Auranthal, mi pequeña. —Allwënn lo había imaginado desde el principio pero aquella confesión le arrancó un suspiro de melancolía. Había conocido a aquella mujer siendo una niña traviesa y la contemplaba ahora siendo una toda mujer que había alumbrado a un retoño precioso.
—No puedo creerlo… me haces mayor —confesó aquel henchido de la emoción—. ¿Quién es el padre? Si no es un atrevimiento por mi parte preguntarlo. —El gesto confiado de ella le quitó los temores.
—No es ningún atrevimiento. ¿Recuerdas a Silvarionn, el hijo de Advassär? —Allwënn trató de hacer memoria.
—¿No era compañero de tu hermano en el templo de Körel? —ella sonrió algo turbada.
—En efecto. Ingresó en el cuerpo de Custodias del Jardín. Me cortejó durante años.
—Era un joven inquieto. Guardo buenos recuerdos de él. Me alegro por ti. —La pequeña chapurreó en aquella complicada y afinada lengua algo ininteligible para el mestizo pero que le arrancó una carcajada de sorpresa.
—¿Ya habla? —su madre cambió el gesto.
—Oh, sí, es muy precoz. Habla desde los cinco. Lo extraño es que se haya mantenido callada hasta ahora.
—Se parece a ti.
—Se parece a mi hermano, pero no se lo digas a mi madre. Odia que la comparen con él. —Aännadja ensombreció su rostro al recuerdo de Gharin—. ¿Qué… qué sabes de él, Allwënn? ¿Conservas alguna relación con mi hermano? —Allwënn esbozó una amplia sonrisa ante la razonable duda de aquella mujer que pareció disipar sus miedos.
—¿Alguna relación? He pasado todo este tiempo al lado del bribón de tu hermano. No nos hemos separado desde entonces. Se hubiera alegrado mucho de encontrarte y de conocer… bueno ya sabes, es un sentimental. Se hubiera echado a llorar como una chiquilla. —Ella se sonrió, aunque en aquel pliegue de sus labios no pudo esconder cierta tristeza nostálgica—. Nos separamos en territorio de los medianos, muy al sur, cerca del cauce del Swam. Él emprendió camino hacia la frontera del Ghar’al’Aasâck con algunos compañeros de viaje. Yo me desvié por el curso del Dar hasta las Bocas.
—¿Las Bocas de Dar? —preguntó ella sorprendida y curiosa al mismo tiempo.
—Cogí un barco allí. Sólo el capricho del destino me ha traído hasta aquí y ahora necesito que los Patriarcas nos den permiso para cruzar el bosque. No sé nada de él desde entonces, pero estará bien. Le dejé en buena compañía, no deberías preocuparte. —Ella parecía fascinada.
—Te envidio. Allwënn. Mantienes la amistad de mi hermano desde entonces… yo no tengo relación con ninguna de mis amistades de aquellos años y eso que ni siquiera he salido de esta ciudad. Vosotros habéis tenido el resto del mundo para perderos. Las tierras de medianos, el puerto de las Bocas, el Aasâck… El mundo se vuelve un pañuelo en tus labios…
—He visto más cosas y lugares de las que me apetecía ver, te lo aseguro.
—El mundo debe ser muy hermoso ahí fuera.
—Ya no lo es tanto, Aännadja. Las cosas se han puesto muy feas fuera de estos bosques. —Ella quedó un instante pensativa, como calibrando opciones. De pronto sugirió una propuesta a aquel mestizo.
—¿Sabes lo que estoy pensando? Me gustaría que me relataras algunos de tus viajes y me contaras más de mi hermano. No sé cuántas oportunidades de ello tendré después de este momento. Paseemos, comamos algo. Te enseñaré mi casa. Silvarionn y yo tenemos una bonita propiedad cerca del Paseo del Lago. No es la mansión de tu madre, pero te gustará. —Allwënn se sintió en el compromiso.
—Pero tu madre y…
—Olvídala. A ella la veo a diario. Más de lo que la necesito… y siempre con sus quejas… hastiada de todo. ¿Qué me dices? —Allwënn se sintió algo apurado pero deseaba pasar algún rato más en su compañía así que acabó aceptando. Ella le invitó a aguardar un instante y regresó para anunciar su cambio de planes a su madre quien por su expresión no pareció estar muy conforme.
—¿No te estaré importunando? —le preguntó cuando la elfa estuvo de regreso.
—Tonterías.
—Ya sabes que mi compañía suele equivaler a problemas. Sobre todo en esta ciudad.
—No habrá ningún problema, te lo aseguro.
Allwënn se marchó con ella y con la pequeña. Estuvieron paseando por la ciudad y charlando animadamente. Cuando se cansaron de las miradas de la gente alcanzaron el hogar de Aännadja. Su casa resultaba más lujosa que el promedio y Allwënn se alegró que aquella dama tuviese una vida desahogada. Silvarionn paró poco en el hogar, pues tenía otros compromisos de su cargo, pero se alegró de volver a verle. Disfrutaron de una comida suculenta y la conversación se dilató más de lo previsto. Allwënn hablo, tal y como había prometido, de sus viajes y de su hermano. Ella le contó los pormenores de su vida y de cómo había transcurrido la existencia en la ciudad después de su marcha, aunque sería el mestizo quien habitualmente llevaría las riendas de la conversación. Se despidieron emocionadamente. Allwënn no sabía que sería la última vez que se verían pero al abandonar su casa, aquel pensamiento sobrevoló su cabeza. Feliz, con todo, puso rumbo al palacio.
Llevaríamos algo más de una semana siendo los residentes forzosos de la cuidad del Mediodía cuando al fin los Patriarcas tuvieron a bien atender nuestra demanda. El proceso se dilataría entonces algunos días más. Primero citaron a Keomara y a Allwënn en el Santuario de Elio donde les tomaron declaración por escrito. Cuando supieron que no tendrían la oportunidad de discutir cara a cara con los Patriarcas elfos, Keomara y Allwënn se esforzaron por presentar el problema de la manera más dramática posible. El mestizo sostenía que los elfos podían inclinarse a ayudarles no tanto por la grave situación que pasaban los refugiados sino por la urgencia de desembarazarse lo antes posible de un problema que no les atañía. En ese sentido, las decisiones tomadas por Eborom les daban cierta ventaja ya que podían jugar con la política de hechos consumados. Aquellos visitantes no pedían permiso para entrar en los bosques sino que ya se encontraban en ellos y no tenían autoridad real para obligar al Hällastat que los acogía a deshacerse de ellos. El mismo esfuerzo y gasto supondría para ellos ordenar a las custodias marchar hasta el otro extremo del bosque para obligarles a salir por donde habían entrado que permitir que lo cruzaran en sentido opuesto. Esta era, a razón de Allwënn, la mejor baza con la que podían jugar y en esta línea se concentraron los esfuerzos.
Dos días después comenzaron las deliberaciones que se alargaron toda la jornada. A la mañana siguiente nos darían a conocer el fallo y por ese motivo la delegación al completo se presentó en los aledaños de la Explanada de los Templos. Nerviosos y expectantes nos reunimos con algunas amistades que Lord Theneriom, ansioso por vernos marchar, había movilizado para que nos prestaran toda a ayuda posible.
—Parece que tardan en decidirse —confesaba uno de aquellos elfos al expectante grupo una vez que las horas en la mañana comenzaron a correr y aún no se sabía nada.
—Eso es bueno para nuestros intereses —comentaba Allwënn con mucha serenidad—. Si nos hubieran denegado el paso hace días que lo sabríamos. Si aún discuten es que todavía tenemos posibilidades.
El mestizo no se equivocó. A última hora de la mañana el consejo nos dio su veredicto. Habían acordado permitirnos el paso si cumplíamos una serie de prerrogativas que Allwënn y Keomara repasaron y no tuvieron objeción en aceptar. Poco después se mandaba un halcón con los deseos del Patriarcado conminando al Señor del Hällastat a enviar con escolta al resto de los expedicionarios. Nos felicitamos por el éxito y la superación de aquel punto muerto en el que había quedado nuestra aventura élfica. A partir de entonces, sólo fue una cuenta atrás a la espera de que nuestros compañeros alcanzaran la fastuosa capital de los elfos.
Durante esos días, la incomodidad de nuestro anfitrión se fue haciendo cada vez más evidente y llegó a respirarse un clima enrarecido en el palacio de los Asseh’Vallëdhor’. Al tiempo, la expresión de Sammara ante la nueva e inexorable marcha de su hijo se hundía en la tristeza más de lo que era habitual en ella.
Una fresca mañana recibimos la noticia de la llegada del resto de la expedición a las mismas puertas de la Ciudad del Mediodía. Una de aquellas prerrogativas a cumplir era que la expedición no entraría en la ciudad sino que acamparía en las proximidades del nivel de raíces. También nos comprometíamos a abandonar la ciudad no más tarde de dos días después de la llegada de los refugiados. Con todo, teníamos nuestros asuntos zanjados como para haber partido inmediatamente. Sin embargo, Allwënn insistió en que dilatáramos la partida hasta la mañana siguiente. Como un gesto de buena voluntad permitieron la entrada a A’kanuwe que decía traer importantes nuevas de nuestro amigo Lord Eborom.
La llegada de la impresionante Reina Sombra resultó tan llamativa y digna del asombro de las gentes del lugar como semanas antes había sido nuestra presencia. No era para menos. Una reina Questtor en bosques Silvänn resultaba un espectáculo digno de ver.
A’kanuwe fue conducida hasta el palacio familiar y su llegada significó para Lord Theneriom como el último tormento antes de la liberación. Resignado, la alojaría en su casa.
La altiva guerrera elfa traía unas interesantes noticias. Luego de informarnos de que la salud de nuestros protegidos había mejorado mucho y que se habían recuperado bastante bien del largo periplo por mar. Nos avanzó que lord Eborom había ultimado una ayuda que sería impagable para nosotros. El amable dignatario ponía a nuestro servicio un barco de su propiedad personal que nos esperaría en el puerto septentrional de Deluhär, en la misma frontera del Sannshary. Desde allí embarcaríamos rumbo a los Cinco Bosques, al sur del Nevada. Tomaríamos la desembocadura del Uriel’Val e iniciaríamos su fluctuante curso tierra adentro hasta el punto donde el Uriel se conecta con el río Arconte que nace en el Ghar’al’Aasâck. Subiendo el curso ascendente del Arconte nos dejaría a las mismas puertas del reino enano. De ahí hasta Tagar habría solo unos días de camino, protegidos por las cumbres enanas.
La noticia se recibió como un bálsamo tibio en una herida abierta y suponía no solo avanzar a un ritmo muy superior a nuestra mejor expectativa sino que además nos evitaba la mayor parte del peligro. Nuestra mayor penalidad estaría en las estrecheces que habríamos de soportar bogando en una nave dos veces más pequeña que en la que habíamos llegado hasta allí, pero aquello era un mal que estábamos dispuestos a afrontar con la mejor de nuestras sonrisas. Ultimamos en compañía de la enigmática elfa nuestras horas finales en aquella ciudad de ensueño. Por la mañana, apenas antes de despuntar el alba, todo estaba dispuesto para nuestra inminente partida pero nadie parecía saber dónde se encontraba Allwënn. Sólo su madre supo de inmediato a qué lugar había podido dirigirse su hijo pero no se lo dijo a nadie…
Allwënn estaba postrado con una rodilla clavada en la tierra. Su formidable espada lucía desnuda clavada su punta entre las raíces de un viejo árbol. Se había vestido de gala con un traje blanco con bordados dorados para el duelo que había solicitado hacer a su madre. Se aferraba a la dentada hoja de su espada como si aquella fuese el vástago de una cruz y hundía su cabeza cuyos negros cabellos se derramaban en un torrente infinito hasta besar la tierra húmeda. La humedad de aquel pequeño boscaje artificial cubría de neblinas tenues el paraje que parecía acompañar a aquel atormentado elfo en su dolor. El nudoso árbol, el más viejo del lugar, era una lápida… sin nombre, sin señal ninguna, pero cualquier elfo hubiera podido reconocerlo como tal. Aquellas raíces que hundían la tierra embebida se nutrían del más preciado néctar. Ya lo habían hecho una vez. Ya ese árbol privilegiado, escondido de las miradas innobles, se había fortalecido con la sangre y la carne de un valiente guerrero enano… Ullrig, el Faäruk, el de los ojos de Forja, su padre. Allwënn insistió en que llevaran su cadáver a reposar para siempre junto a su madre. Hubieron que introducirlo en secreto en el bosque, para lo cual, la ayuda del Señor de las Runas resultó impagable. Allí le enterraron, en el jardín secreto, al lado de una casa que nunca conoció, cerca de un lecho que le estuvo siempre prohibido… pero sus oraciones no eran para su padre. Ya le había dedicado tiempo a rendirse a la memoria de aquel cuyo carácter y fuerza tanto le adeudaban. Aquellas raíces tenían otro inquilino… aún más doloroso, aún más cercano.
Él quiso que ella reposara junto a su padre. Que ambos se hicieran compañía en aquella otra existencia. Jamás se encontraron en vida, por lo que deseó que se conocieran en la muerte. Que cuidaran el uno del otro. No podía soportar la idea de que durmieran para siempre lejos. Quería tenerles juntos… aunque para él estuviese vetada la entrada.
Quiso que la enterraran junto a su alma, que su último lecho fuera testigo de esa parte arrebatada. Se trenzó el cabello, se trenzó el alma y lo anudó con su anillo de desposorio en que había gravado Ulh’nhy Dhy’S’alma; «tú que serás para siempre mi compañera eterna». Y lo alojó entre sus dedos. Así la enterrarían con él. Aunque él hubiese sido condenado a seguir viviendo. Ella estaba ahí abajo, dando vida a aquellas firmes raíces que sostenían el viejo árbol. Aquel tronco era un sepulcro… además del de su padre era la tumba de Äriel. No había sobre la faz de la tierra lugar más sagrado que aquel árbol.
Allwënn separó su diestra de la espada y puso su mano desnuda sobre la humedecida tierra cubierta por una extraña variedad de amapola silvestre que sólo crecía a los pies de aquel tronco retorcido. Tenía un color violáceo… las llamaban las Lágrimas de Sangre.
Aquello sería lo más cerca que volvería a estar de ella. Sus ojos ya no podían llorar más. No había vertido una sola gota por ella desde que cruzó el umbral de aquel camposanto.
No encontraba fuerzas para separarse de ella de nuevo, por eso no quiso entrar antes, porque sabía que entonces nada ni nadie le harían salir de su regazo. Aún ahora, no encontraba las fuerzas que le permitieran darle la espalda a aquel cálido lecho donde ella dormía. Quiso morir allí mismo. Abandonarse al fresco aroma de la tierra mojada. Cubrir su último aliento con las hojas verdes de aquel árbol mimado por los rayos de los soles. Dejar que su sangre acabara de alimentar aquellas raíces privilegiadas.
Tuvo un impulso y llevó su mano hacia su puñal que extrajo con una violenta sacudida. Miró aquella punta afilada que apuntaba hacia su pecho y por un instante pensó en hundirlo en su corazón. Acabar allí y de una vez con aquella existencia errante y melancólica por el mundo. Una fuerza agarrotaba su muñeca, como si una mano invisible luchara con todas sus fuerzas por evitar aquel desenlace. No era la vez primera que se hallaba en aquella situación. Empuñando una hoja afilada con la que abrir su pecho y extraerse el corazón si con ello se aseguraba la muerte… pero siempre se le atoraba el brazo. Siempre aparecía aquel calambre que le impedía poner fin a sus días. Entonces sobrevinieron de un soplo las imágenes de sus compañeros de armas… de Gharin, Ishmant, el Señor de las Runas… todo aquello por lo que él luchaba y todo aquello por lo que se había comprometido a luchar.
Y supo que aún no había llegado el momento del reencuentro…
Se alzó de un golpe, respiró hondo y dirigió la punta de su cuchillo hacia su cara. Realizó dos pequeñas pero profundas incisiones bajo sus ojos, justo bajo los lagrimales. Pronto dos gotas de su sangre espesa y coralina fluyeron de aquellos agujeros y navegaron sobre sus mejillas hasta caer a la tierra entre las raíces del sepulcro.
—Sólo lágrimas de sangre lloraré también yo, como esta tierra que las hace crecer para ti.
Pronto su contaminada esencia cerró las heridas y aquel llanto escarlata cesó. Entonces arrancó de la tierra aquella espada que llevaba el mismo nombre que aquella por quien lloraba y de un formidable mandoble enterró sus fauces de acero en el tronco anciano de aquel árbol único. Al sacar la hoja de la blanda madera, también aquel vetusto anciano sangró por el costado.
—Si la llevas dentro de ti no podrás ser jamás un árbol cualquiera —le dijo—. Has de ser un árbol herido.
Tragando su dolor a borbotones le dio la espalda y comenzó a recorrer los pasos de vuelta y alejarse de ella. Al levantar su mirada descubrió a su madre junto a la dorada verja. Estaba callada, absorta con los ojos humedecidos por las lágrimas. Allwënn se despidió de ella besándola en la mejilla.
—Adiós, madre. Cuídate. Esta puede ser la última vez que nos veamos. —Esta tardó en reaccionar, como si hasta entonces no hubiese sido consciente de que él estaba allí. No era para menos. Allwënn ya se alejaba pero ella le había observado allí ante la tumba… y no estaba solo. Una mujer le acompañaba. Una elfa de una belleza inenarrable que compartía sus lamentos y sus lágrimas. Volvió la mirada hacia el árbol… y ella seguía allí, en pie, observándole marchar…
Sus ojos se cruzaron y Sammara advirtió su pena.
Aquella visión le partió en dos el corazón.
El resto de mi historia ya no tiene interés. Continuamos la marcha por el bosque de los elfos sin más contratiempos que los ya conocidos. Llegamos hasta el buque que Lord Eborom había dispuesto para nosotros con su dotación de elfos. Alzamos el pabellón y navegamos. Primero por mar y luego sobre las mansas aguas del Uriel’Val hasta su abrazo con el Arconte. No hubo incidentes dignos de mención. Quizá nuestro único momento de verdadero peligro fue sortear las aduanas en Frunza. Era el puerto natural del Uriel’Val, donde las tropas del Culto mantienen un denso sistema de seguridad. Después de Gallad, aquella ciudad era la más importante al norte del Arminia, sede de una flota y nudo comercial con el Ycter Nevada. Sin embargo, aquella hermosa embarcación del Sannshary, gobernada por elfos armados no tenía más que mostrar el salvoconducto para que nadie se dignase a mirar en sus bodegas. Las interminables cimas del Ghar’al’Aasâck, el otro hogar de nuestro roto compañero, nos dieron la bienvenida.
El Alcázar de Tagar se encontraba a sólo unas jornadas a pie.
Llegábamos al fin a nuestro destino.