XXVIII. DOS ROSTROS PARA UNA MISMA HISTORIA

FJtop

«Todas las guerras son santas.

Os desafío a que encontréis un solo beligerante

que no crea tener a los Dioses de su parte».

HERMAND DE MORTYER.
SINCRÉTICO DEL TALUH.

CLAUDIA SE SENTÍA INTRIGADA POR LA SUERTE DEL INQUIETANTE FÉLIDO EN AQUELLA ISLA…

Recuerdo perfectamente el momento y lugar en el que confesó tal curiosidad.

La solitaria pupila de Ariom descubrió la silueta de la chica que les hacía señas en la distancia dándoles la bienvenida a la choza que había levantado en las proximidades de la bahía. Aquellas reuniones se habían convertido en el último refugio de nuestra amistad y posiblemente el único momento de expansión de toda la jornada. A pesar de la lejanía, la chica se percató de que Allwënn no había tenido un buen día.

—Viene de mala brasa —me comentó sonriente—. Hoy habrá que tener cuidado con lo que se dice.

Yo le devolví la sonrisa. En el fondo me alegraba volver a encontrarme con ese medioenano fiero y deslenguado de vuelta a su estado natural. Había pasado muy malos momentos en aquella isla. Durante mucho tiempo estuvo taciturno y meditabundo. Se le veía pasear solo y hablar poco. Lo primero no nos resultaba ajeno. Siempre había gustado de apartarse en las noches y quedarse a solas con sus demonios. Sin embargo, no era común verle tanto tiempo apartado de todo contacto. Al principio supusimos que le costaba adaptarse a la nueva realidad. Todos pasamos por esos momentos extraños. No resultó fácil para nadie digerir aquella situación de libertad controlada que se vivía en la isla. Como si no supiésemos con exactitud qué pintábamos nosotros en compañía de aquellas gentes y su peculiar modo de vida. Claudia también pasó por graves momentos, como el que les habla. Tamizar todo aquello supuso un extraordinario esfuerzo y un heroico ejercicio de asimilación. Nuestra realidad había vuelto a cambiar drásticamente y parecía volver a escaparse de nuestro control. Sin embargo, los motivos de su ausencia estaban en aquella dramática noticia revelada por el deforme lancero y que nosotros desconocíamos. Era su recién adquirida y perdida paternidad lo que mortificaba al recio enano de porte élfico. Sólo los dioses saben qué batallas se libraron en aquellos solitarios paseos dentro de su alma.

—Allwënn amenaza con revelarse ante la autoridad —comentó Ariom apenas había penetrado en la choza donde aguardábamos sentados en una esterilla sobre los maderos que servían de suelo. Las amenazas del mestizo entraron en la cabaña incluso antes que él.

—Juro por mi espada que le pondré la cabeza mirando a su trasero si vuelve a levantarme la voz. Ese capataz es todo un mercenario. —No pudimos evitar encontrar simpática aquella situación. Allwënn venía irritado, lo sabíamos, pero ya le conocíamos lo suficiente como para saber cuándo se le podía bromear al respecto.

—Allwënn no ha oído aquello de que no es bueno morder la mano que te alimenta —aleccionó la joven recogiendo las lanzas de Ariom y la espada de Allwënn, que nadie había conseguido hacerle desprender de su cinto.

—Ese mal nacido no me alimenta. Comenzaré por sus manos, cierto. Le morderé lo que me plazca y luego lo escupiré al mar para que los peces acaben el trabajo. Aquí tenéis algo de salazón —dijo cambiando de tema y entregando un poco de sal envuelto en algunas hojas.

—Es mucho —aseguró la joven percatándose el tamaño de la piedra en el interior del vestido de hojas.

—Es más lo que saco a diario sólo con limpiarme las uñas. Creo que no volveré a acercarme a la sal lo que me reste de vida.

Ariom había traído un par de piezas menores de la última cacería que habían «desaparecido» de los almacenes después del recuento. Tenían buena pinta.

—Esta colonia ya tiene sus propios agentes corruptos —sonrió Allwënn—. Cada vez se parece más a una auténtica civilización.

Lo cierto es que ansiábamos aquellas reuniones al final del día. En ellas podíamos hablar con franqueza, bromear y sentirnos un poco a parte del mundo. Ishmant faltaba en aquella ocasión.

—No vendrá —anunció Ariom respondiendo a las dudas del mestizo—. Tiene audiencia con la jefa —añadió con irónica pompa.

—Esperemos que tenga más suerte que nosotros y pueda sacarnos de aquí —suspiró el medioenano.

Poco después habíamos cocinado las piezas que Ariom traía de contrabando. Comentábamos y reíamos olvidándonos del mundo. Habitualmente eran los dos elfos quienes centraban las conversaciones, arrancando anécdotas o cruzándose ironías de todo cuanto había ocurrido en la jornada que lentamente nos dejaba. A menudo, Claudia participaba con acertados comentarios y agudas reflexiones. Poco o nada había quedado en nuestro recuerdo de las experiencias vividas durante nuestra captura y los días inmediatamente anteriores a ella se desvanecían como en un pesado sueño. Sin embargo, la actitud de la joven se me antojaba ahora muy calmada y sólida. Mucho más serena y atemperada que la imagen que retenía de ella antes de nuestro desafortunado lance. Tras su despertar había regresado con mucho más aplomo en su actitud y mucho más reflexiva en sus opiniones. Aquella tarde, sin embargo, descubrí que su fascinación por Allwënn seguía inalterable.

—Te queda bien la barba —le comentaría con cierto tono adulador en los labios. Él se sonrió y se mesó aquella cuidada y recortada mata de espeso pelo de intenso color azabache con gesto interesante.

—¿En serio? —inquirió ciertamente halagado de que la joven se hubiese fijado en aquel cambio de aspecto. Resultaba tan extraño encontrar al duro mestizo interesado por su propia apariencia que incluso Ariom me dedicó una mirada y un gesto de extrañeza.

—Siempre me gustaron los hombres con barba… les hace parecer viriles —añadiría ella obsequiándole una mirada rendida como sólo las mujeres saben regalar. Estaba claro que coqueteaba y por una vez creímos ver al mestizo seducido por su juego. En cualquier caso fue divertido verles a ambos alejados de la sombra que se había cernido durante semana sobre ellos.

Allwënn carcajeó nervioso. Se diría que estuvo a punto de dejarse vencer por el tono de voz de la joven.

—Vaya… gracias —balbuceó el guerrero sorprendido. Durante unos momentos ambos sostuvieron una mirada intensa hasta que Claudia, con elegancia y disimulo fingido, volvió al tema de conversación que ella misma había interrumpido con anterioridad. No obstante, todos nos habíamos percatado de aquella caída de ojos, de aquel tono sugerente en la boca de aquella morena y sobre todo de aquella inusual derrota del mestizo. Tras ella estuvo durante un tiempo como ausente, quizá tratando de restar importancia a aquella anécdota. En cualquier caso, Ariom estuvo días mofándose en secreto de la virilidad de Allwënn con su recién estrenada barba. Sin embargo, todo aquello quedaría en un segundo plano cuando casi al fin de la velada la joven lanzó una inusual oferta.

—Deberíamos invitar a Sorom la próxima vez —propuso la chica. Hubo un extraño silencio y todas las miradas se volvieron hacia ella con cierto estupor.

—¿Estarás bromeando? —le replicó el medioenano que después de la comida había aprovechado para encender su pipa, impregnando la choza con ese olor dulzón y espeso que emanaba de su amplia boca.

—No. Hablo en serio. Nadie se relaciona con él. —El silencio regresó cuando comprobamos que las intenciones de la joven eran reales.

—Sorom es un mal bicho, pequeña. Harías bien en evitarlo —le aconsejó el lancero. Su tono de voz se volvió contundente y severo.

—No creo que hagamos ningún mal invitándole a comer. Aquí no puede hacernos ningún daño. —Allwënn apenas pudo aguantar dejarla concluir su frase.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. Nos jugamos el pescuezo por arrancaros de sus manos y tú pretendes confraternizar con ese sicario del Culto. ¡Por los dioses, Claudia! Ese puerco os llevaba al mismísimo infierno. Sólo esa perra divinizada de Kallah sabe que os esperaba allí. ¿Crees que es uno de esos que puede reformarse con un par de charlas amenas y una cena tranquila?

—Quizá nadie le haya dado una oportunidad.

—Dale esa oportunidad, querida, y te apuñalará a la primera ocasión. Sorom es un sucio bastardo. Si por mí fuera estaría muerto y su cabeza colgaría de una estaca. Cuando tenga la oportunidad, le arrancaré toda la información que conoce y después votaría por echárselo a los perros.

—Todo el mundo merece clemencia, Allwënn.

—No, él no. Díselo a quienes han muerto por una orden suya. Haz lo que te plazca, jovencita, pero no digas que nadie te avisó.

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Había pasado los últimos días espiando a escondidas los quehaceres del leónida. Acomodándose a aquella agreste rutina insular, tan ajena para todos, pero especialmente para aquella impresionante bestia. Su físico invitaba pronto a compararlo con Rexor. Aquello resultaba solo un espejismo. Una confusión que se despejaba pronto tras un análisis cuidadoso o simplemente con el trato cotidiano. Sólo que las circunstancias no hacían precisamente fácil ese trato.

Sorom vivía libre.

¿Qué oportunidades tendría nadie, incluso alguien como él, de huir de esa isla? No había necesidad de mantenerlo encerrado, pero sí de vigilarle. Ishmant se había esforzado en hacer ver los riesgos de dejar a Sorom sencillamente a su aire. Podría parecer inofensivo en aquellas circunstancias pero el monje alertó vivamente de todos los recursos de aquel artero personaje. Sus avisos calaron en quienes tenían el gobierno de aquella comunidad.

Le habían permitido instalarse fuera del recinto, podríamos llamar urbano. Estaba siempre custodiado por dos soberbios muawaries armados. Sorom había edificado una pequeña construcción de madera con sus propias manos, ciertamente modesta y rudimentaria, en las proximidades de una tranquila cala que Ishmant solía frecuentar para sus prácticas y meditaciones. El interés de Claudia por el félido había surgido a raíz, precisamente, de esta circunstancia.

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Algo la vinculaba a Ishmant. Algo que le nacía ahora y que no podía explicar. Le resultaba hipnótico contemplarle en aquella solitaria cala. Había marcialidad en sus movimientos, sin duda, pero estaban muy lejos de lo que ella habría imaginado el lógico adiestramiento de un guerrero. Había algo en aquel poderoso espectáculo capaz de dejarla clavada en el sitio y pasar horas sin hacer otra cosa que deleitarse ante la fuerza y potencia contenida en sus aplicaciones. Resultaba de una paz conmovedora, incluso cuando aquel no hiciera otra cosa que sentarse sobre la dorada arena y dejarse arrullar por el mecer de las quebrantes olas en largas meditaciones. Había algo sutil, difícilmente explicable. Era como una llamada poderosa hacia aquel personaje. Como si algo renacido en su interior, hasta ahora oculto, escondido conociese cosas que ella desconocía. Era una llamada. Sutil, ahogada. Una llamada de un aspecto de ella que había despertado con ella en aquel barco y para el que aún no tenía respuesta.

Una mañana, quizá no muy distinta a cualquier otra, Claudia decidió levantarse impulsada por ese deseo difícil de explicar. Mientras observaba al dedicado humano inmerso en sus prácticas, sus brazos comenzaron a moverse al compás de aquel, repitiendo en la distancia quizá sólo por inercia y observación, cuanto aquel hacía.

Después de un largo lapso de tiempo Ishmant le lanzaría un único y fugaz vistazo descubriéndola absorta en su imitación, pero no dijo nada y no volvió a reparar en ella. Al día siguiente, la escena se repitió. Después de pasar largo tiempo observando la elegante disciplina del monje sobre aquellas doradas arenas, Claudia se animó a repetir la experiencia. Ella simplemente se colocaba en las proximidades, le observaba y le seguía, ignorante del significado y finalidad de cuanto andaba reproduciendo. Pero quedaba atrapada a ello como a un potente narcótico. Conforme los días pasaban Claudia cada vez tardaba menos en abandonar su examen e iniciar aquel peculiar plagio de los movimientos del lacónico personaje que con una fidelidad absoluta acudía al mismo lugar cada mañana para abandonarse a su singular entrenamiento. Pronto Claudia dejó de observar y apenas alcanzaba los primeros palmos de arena se disponía a secundar en la discreta distancia aquella mágica danza.

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—¿Qué hace exactamente? —le preguntaría en una ocasión extrañado de sus habituales ausencias, después de que ella se me hubiese confesado en qué las invertía.

—Practica. A diario. Se mueve. Lentamente… casi como si bailara.

—¿Te está enseñando?

—No. Ni siquiera me ha dirigido la palabra en todo este tiempo.

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Pero todo ello cambió una de aquellas alboradas.

Sin pretenderlo. Sin esperarlo.

El monje se volvió hacia ella lentamente y quedó mirándola con atención. Cuando la joven se apercibió de ello casi lo tenía encima. Sin mediar palabra entre ambos corrigió meticulosamente la posición que la joven mantenía. Abrió sus rodillas, rectificó su espalda, hundió sus codos, como si fuese un escultor que buscase la forma perfecta en su obra aún inacabada.

—Vence tu mente. Deja fluir libremente el movimiento. Sin ataduras. Abandona el cuerpo. Conecta con tu interior. —Y se posicionó junto a ella para demostrarle la correcta ejecución y continuó sus ejercicios. Claudia no quiso demostrar la emoción que sintió ante aquel gesto y quizá esperó en vano una nueva explicación, pero esta jamás se produjo.

Al día siguiente se volvió a repetir la escena. También el día que llegó tras él. Y el que siguió a este.

Durante ese tiempo Ishmant abandonaba su concentración de cuando en cuando casi como ofreciéndole pequeños obsequios. Se detenía y la asistía aunque sin abundar en detalles. Sólo líneas maestras, tan solo grandes directrices. Ella aún no sabía por qué había iniciado aquel extraño camino, pero sabía que algo en su interior le impulsaba a hacerlo.

Cuando se sentaban sobre la arena a meditar, apenas si le proporcionaba una pequeña luz que bastase para que su mente no anduviese perdida. Apenas una soga en la que poder sostenerse, nada más. Pero ella tampoco solicitó mucho más de aquel misterioso humano. Necesitaba buscar cosas. Encontrarse con algo dentro de ella misma y sabía que aquella era la fórmula correcta. Así pasaron muchas jornadas. Claudia, al principio solía perderse con facilidad y su cuerpo se cansaba rápido. Era imposible mantener el ritmo de aquel sorprendente guerrero, capaz de permanecer horas doblegando su mente, en silencio, arrullado por la espumosa melodía rompiente del mar. Sin embargo, la joven no faltó nunca a aquellas clandestinas citas con la aurora.

Un día, cuando Claudia se acercó a la escondida playa, el lacónico guerrero la esperaba el pie, sin comenzar. Habitualmente cuando ella llegaba encontraba al monje ya inmerso en sus prácticas. Claudia se aproximó por la espalda y el monje la sorprendió con una pregunta que formuló sin volverse.

—¿Sabes lo que haces? —La pregunta cogió por sorpresa a la joven. El tono del monje era grave. Casi cortante. Claudia imaginó que a Ishmant había acabado por molestarse ante su insistente presencia. Le respondió con una vacilante y temerosa negativa.

El monje continuó.

—Vienes a esta playa a diario, practicas conmigo durante horas… pero no tienes idea alguna de lo que haces o para qué sirve. No has hecho ninguna pregunta en todo este tiempo… ¿no tienes ninguna? ¿No te importa la verdadera finalidad y esencia de aquello en lo que inviertes largas horas cada día? —Ella se sintió por un instante algo ridícula, pero no supo articular una respuesta. Ante su silencio Ishmant retomó el cauce de la conversación—. Entonces seré yo quien las formule. ¿Por qué regresas a esta playa a diario? Te pregunto ¿Qué te motiva a hacer algo para lo que no tienes un nombre, un sentido, una finalidad?

Claudia se encontró en un atolladero como enjuiciada por un hombre cuya sabiduría y aura le hicieron sentirse banal, casi caprichosa. Como una niña que juega a vestirse con las ropas de mamá.

—No… lo sé —confesó al fin—. Pido perdón si he hecho algo que… No… no quería molestar, en absoluto…

—No contestas a mi pregunta —anunció aquel con sequedad—. No he juzgado tu actitud. He preguntado por tus motivaciones. Contéstame ¿Qué te hace regresar a esta playa sin traer preguntas ni llevarte respuestas?

Claudia tuvo la certeza de que se jugaba mucho con las palabras que surgiesen de sus labios, por eso tardó en ofrecérselas al mundo.

—No lo sé. Algo ha despertado en mi interior. Algo… que me impulsa a buscar respuestas para preguntas que no tengo. Siento… —comenzó a decir, al fin, después de una interminable agonía de silencio.

—¡Sientes! —El monje parecía sorprendido de la elección de aquel verbo. Claudia supo que debía acabar aquella frase.

—… como si… estuviese en diálogo permanente con…

—¿Con qué? —El tono de Ishmant sonaba extrañamente insistente. Claudia miró a su alrededor y su vista se perdió en el azul infinito del mar, la arena dorada, el vasto cielo inabarcable.

—… con todo. Contigo, conmigo… con todo este lugar. Por primera vez me siento ligada a este mundo. —Ishmant sonrió. Aquel gesto resultaba poco habitual en sus facciones. Con aquella leve sonrisa dilatando sus labios se volvió hacia la joven y la llenó con su mirada cargada de hondura.

—¿Emular mis pasos te conecta al mundo?

—Me conecta a algo… a lo que… por extraño que parezca tengo la sensación de haber estado ya conectada una vez.

Ishmant inspiró profundamente como queriendo interiorizar aquella respuesta y deslizó su mirada al suelo. Allí permaneció durante unos instantes. Claudia se quedó mirándole fijamente aún algo desconcertada.

—Regresa mañana al alba, antes de que Yelm descubra su corona. Mañana empezará tu verdadero entrenamiento. Sin preguntas. Hoy necesito preparar mi mente… a solas.

Y allí estuvo.

Apenas la aurora teñía de malva el horizonte, con el frescor de la brisa marina acariciando su cuerpo. Sin preguntas. Dispuesta a absorber todo lo que aquel fascinante personaje quisiera compartir con ella.

Y así comenzó su aprendizaje…

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El entrenamiento físico fue duro y lento hasta que su cuerpo comenzó a ablandarse y a conectar con los principios elementales que exigían aquellas prácticas ancestrales. Poco a poco, conforme los días de aquella calurosa estación se marchaban, Claudia empezaba a absorber aquellos complejos códigos a través de los cuales su lectura del mundo cambiaría para siempre.

Una mañana.

Después de terminar una larga y profunda meditación Ishmant le brindó un regalo en forma de enseñanza.

—Una vez te pregunté si sabías lo que hacías y me contestaste que no, pero que sentías. Sentías la conexión y el diálogo con todas las cosas. ¿Sabes lo que sentías en realidad?

—Sigo sin saberlo. —Le respondió ella.

—Sientes el Vacío.

—¿El… Vacío?

—Pero nadie lo conoce por ese nombre, por eso los Kurawa lo llamamos el Vacío. Aunque el Vacío es el Todo, el Shan’sa, la unidad, el metal de la Cadena que dirían los humanos. Los hilos del Tapiz según los elfos. Dicen que mi cuerpo es capaz de proezas fuera del alcance mortal y que mi magia es la más poderosa, aunque nadie conoce el secreto de las habilidades de los Kurawa ¿Sabes cuál es ese secreto, Claudia? —La chica, intrigada ante aquella revelación, se apresuró a batir una negativa—. Que no existe tal secreto. Mi Magia y mis destrezas están al alcance de todos.

—¿Cómo es eso posible? —Claudia se sentía desorientada ante las palabras del monje por primera vez en mucho tiempo—. ¿Quieres decir que también está a mi alcance? De donde yo provengo no existe la magia. Lo que conocemos como tal sólo es una ilusión creada, algo irreal, una gran mentira colectiva hecha a partir de ilusiones ópticas y trucos de manos. —Ishmant sonrió ante la inocencia de aquella mujer.

—Te explicaré algo: Hay grandes hombres de ciencia que aseguran, lo han hecho muchos a los largo de la historia de todos los tiempos y culturas, aseguran que la Magia es la esencia generadora de vida. Han llegado a la conclusión de que el universo entero se cohesiona y estructura gracias a ella. Es ese elemento que crea y destruye, que forma y deforma, que sostiene y equilibra todo lo integrante en el cosmos. La Magia forma parte de todo y todo forma parte de la Magia. Así, de una manera gráfica concibieron el universo como una gran cadena donde cada pieza engarza con otra. La magia es el metal en el que fueron forjados sus eslabones. Cuando alguien hace uso de ella, cuando al conjurar extrae un tanto de esa energía que todo lo une, la cadena se altera y todos sus engranajes tiemblan. La magnitud del temblor es proporcional a la cantidad de energía mágica que requiera el encantamiento y, por supuesto, a la sensibilidad de la criatura receptora. ¿Reconoces esto que te digo?

—Sí —manifestó ella—. Escuché algo similar cuando te oí hablar con los elfos de una gran sacudida. —El monje cabeceó afirmativamente.

—Sin embargo, se equivocan. Eso no es la Magia… es el Vacío, el Shan’sa. El Vacío no es una entelequia metafísica. Es algo que se puede percibir, notar y sentir si nuestra conciencia está lo suficientemente dispuesta y entrenada para ello. Está en todo lo que nos rodea. Dentro de ti y de mí, del mar, el cielo y la tierra. Dentro de las pequeñas cosas inanimadas y de todos los seres… y fluye a través de todas las cosas en perpetuos ciclos de cambio. Porque el Vacío es el Cambio, es el fluir inalterable, es la totalidad que nunca permanece estable, el instante en perpetua transformación. La Magia es una consecuencia del Vacío, no el Vacío en sí mismo. La magia es una manipulación del Vacío.

Claudia estaba fascinada por aquel entonces, atrapada en la conversación del monje.

—Dicen que existen tres senderos para la magia: La Hechicería, la Fe Divina y la magia Espiritual. Las tres comparten algo en común en su formulación. En sus raíces, los hechiceros, a través del ensayo y el error y apoyándose en recetas y fórmulas con elementos físicos descubren una canalización en el Vacío y su consecuencia. A eso lo llaman hechizo y lo consignan en un volumen. Esos volúmenes son los viejos grimorios de magia. La suma de muchos grimorios, y por lo tanto de un nutrido grupo de hechizos que suelen compartir algún nexo de afinidad, se le llama Escuela. Habitualmente las escuelas de magia concentran sus estudios en alguno de los aspectos donde el Vacío se manifiesta: el fuego, la luz, la muerte, la guerra, la defensa. Esos grimorios atesoran los resultados de la experimentación directa con el Vacío de aquellos que una vez encontraron y manipularon, quizá sin saberlo, directamente el Vacío. Pero al sucederse las generaciones, aquel primer contacto real se pierde y los nuevos estudiantes de magia se limitan a aprender y memorizar las fórmulas mágicas de modo que ya no hay percepción directa, sino una rutinaria repetición con la que se consigue un efecto determinado. Por tanto, los hechiceros se encuentran limitados en sus conocimientos, porque han perdido la conexión que una vez tuvieron con la verdadera fuente de su poder. Sin sus libros de magia, sin sus ensalmos, gestos, rituales son incapaces de canalizar el Shan’sa y por lo tanto son incapaces de producir sus efectos.

—La Fe Divina consigue, a través del rezo y la confianza depositada en una divinidad ese mismo resultado. El acólito y creyente cree que la intercesión de su Dios le proveerá del efecto deseado. Eso fue lo que en un principio experimentaron los primeros devotos que consignaron asimismo esos dones divinos en otros tantos grimorios. Estos grimorios, en poder de las iglesias, atesoran todos estos poderosos hechizos divinos que son ofrecidos a sus fieles a cambio de sacrificios de fe y muestras de adoración. El creyente tampoco tiene percepción directa del Vacío porque necesita la creencia de la intercesión de su divinidad. Sin este placebo, su magia tampoco es efectiva.

—Los magos espirituales obtienen su poder a través de la conexión con las entidades de otros planos astrales de existencia. A través de los espíritus y las entidades espirituales, que al no estar sujetas a las limitaciones físicas poseen un mayor contacto con el Vacío, pues forman, de alguna manera, parte de él. A través de complicados rituales, aderezados con sustancias capaces de romper los bloqueos físicos y mentales de la materia mortal, entran en contacto con esas otras entidades de las que solicitan u obligan a servir de canal con el Vacío para procurarles un efecto concreto. Por ejemplo, entran en conexión con un espíritu para que este cure un mal de un camarada moribundo. En cualquier caso, estas entidades poseen un mayor contacto y percepción del Vacío, puesto forman parte de él. Fluyen con él, pero no son el Vacío en sí, sino simples intermediarios. Los shamanes necesitan por tanto estas intercesiones. Sin ellas, son incapaces de percibir el Vacío por sí mismos.

—Los Kurawa sabemos cómo conectarnos con el Shan’sa sin necesidad de nada más. Descubrimos que el Vacío es aquello de lo que todo surge y a lo que todo regresa. El fluir vital que permite el cambio, el tránsito. La Gran melodía del Cosmos, siempre en perpetua afinación. Sabemos cómo percibir la energía creadora sublime que todo lo entrelaza. Sabemos canalizarla a través de nuestro cuerpo. Descubrirla y captarla de todas las cosas vivas o inertes de la materia. Sabemos transformarla a través del crisol de nuestra carne porque una vez fuimos conscientes de que el Vacío está en todo, está en nosotros. Participamos de él porque es consustancial a nosotros, como nuestra sangre o nuestra naturaleza. Y para percibir el Vacío lo único que hay que hacer, aunque pueda costar una vida alcanzar esa meta, es mantener conciencia de su existencia.

—Al ser conscientes del Vacío, rompemos una barrea de cristal y con ella se rompen nuestras limitaciones físicas. Pudiendo manipular el Vacío directamente prescindimos de referentes e intermediarios. Nos conectamos energéticamente con todo y cada ser en el plano de la existencia material y por tanto podemos manipularlo a nuestro antojo. Eso significa un poder total, un control total, un equilibrio total. Las barreras y las limitaciones desaparecen. Solo existes en el Vacío, al cual perteneces… y para ello sólo se requiere disciplina mental. Por eso meditamos. Por eso estas prácticas. ¿Eres consciente ahora de la responsabilidad que ello conlleva, Claudia?

Ella quedó pensativa durante un largo periodo de tiempo, tratando de asimilar la trascendencia de las enseñanzas de aquel fascinante personaje. Sus palabras parecían multiplicarse en gravedad dentro de su cabeza y tocar resortes que nadie había rozado siquiera dentro de su espíritu, avivando sus ansias de conocer y experimentar. No en vano, aquel lacónico personaje era el primero en confesar abiertamente asuntos que hasta entonces nadie había querido compartir con ella o con el resto de sus amigos. Aquellas desnudas confesiones la integraban como nadie antes había hecho en aquel mundo, hasta entonces tan lejano.

—Lo que me cuentas significa un poder absoluto, maestro. —Ella se había acostumbrado pronto a usar aquel apelativo con el monje y lo cierto es que no se sentía extraña utilizándolo. Era como si así hubiera de haber sido siempre, como si el nuevo trato que ambos se dispensaban ahora hubiera de haber sido el camino natural al que llegase su relación—. Lo que me cuesta comprender es que todo eso sea a través de simples movimientos.

—¿Te parecen simples movimientos? —le preguntó él con tono muy sereno—. No lo son, sin duda, aunque lo parezcan. Pero es a través del movimiento como se expresa el Vacío, ya que el Vacío es Cambio y el Cambio es movimiento. Sólo a través del movimiento conseguimos entender el Vacío. Expresarlo a través de nosotros. Sentirlo y percibirlo fluyendo a través de nuestro cuerpo. ¿Qué notas cuando estás conmigo, moviéndote mientras me muevo, fluyendo mientras yo fluyo? ¿Percibes cambio en ti?

Ella volvió a enmudecer y regresó a su interior, a bucear en sus percepciones.

—Percibo una suave ondulación que me recorre por dentro. Que nace en mí pero que no me pertenece y que yo no género —confesó—. Noto mis miembros pesados, como si fueran lastres densos y esa densidad crece a medida que se extiende por mis brazos y piernas hasta la punta de mis dedos. Como queriendo salir si los extendiese o sencillamente me concentrara en ello. Percibo un calor reconfortante. Un calor que no se parece al calor de la simple combustión o del ejercicio físico, en mis manos, en mi pecho… Ascendiendo y descendiendo como si todo mi cuerpo fuese un canal por el que discurriese un caudal que me conecta a una gran corriente externa.

Ishmant sonrió abiertamente con agrado.

—Ciertamente percibes el Vacío —aseguró solemne.

—¿Lo… hago? —balbuceó ella como si no quisiera creerlo.

—Te felicito. Algunos necesitan años para llegar a conectarse a eso que tú llamas muy acertadamente «la gran corriente exterior». El Vacío puede experimentarse. Ya te he dicho que no es ninguna entelequia surgida de los libros. Es real. Sutil pero perceptible. Es una experiencia sensible aunque no todos son lo bastante perceptivos como para descubrirlo a través de sus sentidos.

—¿Cómo he podido avanzar tan rápido? Yo… apenas…

—Hay respuestas que no puedo darte aún, Claudia. —Ella arrugó el entrecejo.

—Tú sabes por qué… Tú sabes por qué he necesitado acercarme a ti y a tus enseñanzas. Los sabes. —Ishmant quedó serio. Hubo un silencio delator.

—Todo ocurre por una razón. El cosmos es una gran sinfonía donde cada nota debe encontrar su propia afinación. Todo lo que nos ocurre tiende al equilibrio del cosmos. Está donde debe estar. Hay una razón, Claudia. Pero este no es el momento. —Su mirada tenía una profundidad inaudita—. Sin embargo puedo ofrecerte algo. No es la razón, pero es la causa. No explica el por qué, pero facilita el cómo.

—Cualquier cosa —suplicó ella. Ishmant respiró hondo.

—Tu mente es limpia y generosa —interrumpió de nuevo el monje—. Yo sé que es cierto y que provenís de una realidad distinta de la nuestra. Ya ocurrió una vez con quien menos imaginas. Esto hace que vuestra mente esté libre de los prejuicios culturales que atan al resto de los que aquí existen. No importa de qué raza o concepción religiosa sean. Sus mentes se cargan con milenios de trabas culturales asumidas por el inconsciente colectivo. Tú, al igual que tus amigos, llegasteis aquí con el espíritu sano. Vuestros prejuicios no son los de esta gente. Vuestras barreras mentales no sirven en este contexto. Por eso sois maleables y por eso tenéis el don de fluir con mayor libertad que ninguno de los aquí presentes. —Ishmant quedó un instante pensativo y callado, como si su propia reflexión hubiese proporcionado alguna nueva respuesta a viejos interrogantes—. Quizá sea ese el motivo por el que todos os buscan… y quizá, ese también, por el que todos os otorgan la capacidad de cambiar el curso de los acontecimientos. Sois como piedras en bruto que poder tallar con formas no antes conocidas. Y quizá también, ese, el motivo por el que estuviera hilado que ambos acabásemos perdidos y presos en esta isla apartada de todo.

Claudia quedó boquiabierta, pero por vez primera alguien le proporcionaba no sólo las herramientas con las que poder entender, sino también aquellas respuestas que daban sentido a muchas de las cuestiones que no lo tenían en absoluto y que sólo a través de aquel prisma podían comprenderse.

—¿Y qué es lo que puede conseguir exactamente este conocimiento?

—Lo puede todo. Obsérvame. Mis destrezas en combate superan lo mortalmente razonable. Dicen que puedo fundirme con los elementos, alterar mi mente y mi cuerpo, proyectar mi voluntad. Todo eso es obra del Vacío canalizado a través de mí. Del fluir y manipular consciente del Vacío a través de mi carne. —Ahora todas las proezas de aquel humano cobraban sentido—. El Vacío me alimenta, por eso mi cuerpo no se corrompe… no envejece.

—¡¡La inmortalidad!! —exclamó ella al entender la verdadera dimensión de sus palabras.

—No… aún no… Eso sólo está reservado para los Ausentes. Aquellos que «subieron a la montaña». Quienes entraron en tal comunión con el Vacío que pudieron elevar su conciencia y trascender de su cuerpo mortal. A los Sabios Ancestrales. A los maestros de mi linaje. Yo aún no he alcanzado ese grado de Equilibrio.

—¿Equilibrio?

—El Equilibrio es el estado de calma absoluta en el fluir inextinguible. El Vacío es Cambio. El sabio es el que fluye con el Cambio y permanece inalterable. Quien es capaz de adaptarse en cada momento a cualquier leve alteración externa. El equilibrio interno lleva a la Calma. La calma del cuerpo, la mente y el espíritu. En ese estado ya no se necesita nada salvo el Vacío. Cuando nada salvo el Vacío es necesario, el cuerpo se vuelve innecesario. Pero hasta entonces, debemos luchar con el desequilibrio que se produce de nuestra propia interacción con el mundo. Cada pequeña cosa que hacemos, nosotros o cualquier otra criatura animada o inanimada, cada insignificante variación, produce un desequilibrio en nuestra relación con el Vacío que tiende siempre de manera natural al Equilibrio. Desde el movimiento de los astros al suave batir de alas de un insecto. Ese desequilibrio produce los cambios, el movimiento. Por eso el Vacío es movimiento y a la vez equilibrio. El Movimiento debe existir siempre, es consustancial a la vida… pero nosotros debemos tender al Equilibrio, porque sólo en él podemos alcanzar la plenitud y trascender.

—Ahora escucha: Como nosotros, todo debe tender al Equilibrio, porque el cambio incontrolado produce el Caos y el Caos es la supremacía de una parte sobre otra. Eso conduce a la Inmovilidad que es contraria al Cambio y por lo tanto contraria a la vida. No lo olvides, la Inmovilidad, que no el Equilibrio, lleva a la destrucción del orden natural de todo lo existente. Ese es mi verdadero cometido en esta historia. Un cometido que otros iniciaron antes que yo y que al compartir estos secretos contigo no he hecho más que comenzar.

—¿Y yo?

—Tú tienes tu propio camino que cumplir en ese equilibrio. Tu propia tarea. Tu propio movimiento. Descubrirás cuál es.

—¿Soy la Elegida?

—Todos lo sois.

sep

El primer encuentro con Sorom fue en una de aquellas mañanas de meditación. Al félido le gusta pasear por los alrededores de la playa, siempre escoltado por la pareja de lanceros que debían guardarle. Observaba calladamente a la pareja de humanos en sus quehaceres mientras recogía los materiales necesarios para ultimar su choza. Pasó algún tiempo trabajando en ella. Sin embargo, tiempo después seguía paseando por la orilla de doradas arenas sólo por el placer de caminar. En ocasiones, aprovechaba la calma de aquella cala para sus abundantes lecturas. Jamás cruzó dos palabras con ellos, ni ellos entablaron relación con el siniestro leónida que seguía tratando de parecer noble a la vista, recogiendo sus cabellos anaranjados en elegantes colas, luciendo sus alhajas y vistiendo sus caros ropajes, entonces muy gastados, que le daban cierto aire de náufrago nostálgico, como de un personaje fuera de lugar. Claudia se acostumbró a aquellas esporádicas visitas y a la presencia silenciosa del félido como quien se acostumbra, en la rutina diaria, a cruzarse siempre con el mismo desconocido. Parecía existir una extraña relación de cercanía con aquel ser que todo el mundo evitaba. Sólo en contadas ocasiones se dejaba ver fuera de aquella ensenada.

Desde hacía algún tiempo Claudia sentía curiosidad por conocer en mayor profundidad a Sorom. Todos le habían advertido de su calaña y aseguraban que era el responsable de su captura y en última instancia de su suerte. No obstante, ella no tenía esa misma percepción. Quizá que su apariencia, a pesar de todo el artificio, le recordase tanto a la de Rexor tenía algo que ver. En cualquier caso, ella no poseía recuerdo de aquel personaje, ni bueno ni malo. Verle allí, siempre escoltado, siempre tan solitario y meditabundo incitaba su interés. Además, las nuevas enseñanzas de Ishmant, habían despertado su capacidad sensitiva a un grado extraordinario. De alguna manera, Claudia tenía certezas de que aquel leónida que todos describían como un ser ruin y miserable no era esencialmente malvado.

Claudia había comprobado cómo su ánimo se alteraba cuando estaba junto a las personas. Sorprendentemente aquel nuevo entrenamiento de sus capacidades le empezaba a dar la posibilidad de captar sentimientos. Ahora más que nunca era capaz de sentir el dolor cuando estaba junto a Allwënn. Era un dolor profundo e intenso. O su ira… que parecía emanar de él a borbotones, como oleadas de intenso calor. Le ocurría sólo con aquellas personas cuyos sentimientos eran muy fuertes, caso del semielfo… o como con el mufalín.

Aquel personaje adusto, que gozaba de muy buena estima entre la población local y resultaba correcto y amable en el trato, despedía un aura negra e inquietante que jamás encontró en el leónida. Cuando frecuentemente sus amigos le advertían del peligro de tratar con el félido ella solía replicar advirtiendo sobre la doble cara del mufalín. Ishmant solía observarla entonces con detenimiento, callado, como siempre era, compartiendo con ella, sin desvelarlo, aquellos mismos temores.

Un día, durante sus prácticas, Claudia le comentaría sus intenciones de tratar al leónida. Ishmant permaneció serio e inmutable durante un tiempo y luego le advertiría.

—Sorom batalla en su propia guerra. Sus convicciones son egoístas. Analiza bien sus palabras o te convencerá de que su senda es la correcta.

—¿Tienes miedo, maestro, de lo que pueda decirme?

—¿Lo tienes tú? Sorom es un perro viejo. Sacar tus propias conclusiones es parte de tu entrenamiento. Ni siquiera estás obligada a creer lo que te digo. Tu corazón sabrá distinguir. En eso confío.

sep

Claudia se acercó una tarde por la misma cala que durante las mañanas visitaba durante las prácticas. En aquella ocasión lo hacía sola. Había cierta distancia entre el núcleo de población y sus finas arenas, pero la fuerza de la rutina había conseguido mecanizar sus pasos. La encontró desierta, teñida de los colores vespertinos. Casi le pareció otro lugar. Quedó allí unos minutos, envolviéndose de la brisa de la tarde que soplaba refrescando en ambiente y se dejó seducir por un instante por el suave mecer de las olas que acariciaban sus lindes para morir. Resuelta, emprendió la marcha hasta la pequeña choza de Sorom. Caminó durante unos minutos por entre la masa boscosa hasta que halló el claro donde el leónida había levantado su modesto hogar. Era una construcción más alta de lo habitual, habida cuenta de las extraordinarias dimensiones del félido. Fabricada con la madera del bosque y con una cubierta vegetal. Le había quedado mucho más curiosa de lo que imaginó en un principio. Ciertamente, el félido parecía derrochar elegancia incluso para disponer aquellos troncos y ramas. No había rastro de la presencia del félido ni de su incombustible guardia, así que Claudia, luego de asegurarse de que Sorom no se hallaba por los alrededores, se aproximó a la estera de vegetal trenzado que servía de puerta a la cabaña.

Se detuvo frente a ella y pidió cortésmente el paso. Al no encontrar respuesta, descorrió la estera y se dispuso a pasar con sumo cuidado. Al interior, el habitáculo parecía mucho mayor de lo que podía pensarse mirando sólo sus formas exteriores. La estancia parecía ordenada y en su ambiente flotaba el denso aroma de aceites con el que Sorom gustaba perfumarse. Resultaba obvio que se encontraba vacía. A pesar de ello, Claudia continuó llamando al félido con ánimo de no sobresaltarlo con su presencia. Un rústico mobiliario se extendía ante sus ojos. Una tosca mesa, una rudimentaria silla y un no menos artesano butacón parecían ser las únicas piezas, junto al camastro, que daban comodidad a aquel invitado forzoso. Dejó sobre la mesa el pequeño cuenco de madera que traía en sus manos y curioseó por encima con la mirada las pertenencias del misterioso personaje. Algunas piezas de ropa se amontonaban dobladas con esmero cerca de la ventana. El cinto con sus exageradas armas pendía de una pequeña protuberancia leñosa de la pared que parecía estar allí sólo para acometer esa función. También había brasas en el hogar y un tosco menaje, ya limpio, con el que seguramente se cocinaba. La estancia se llenaba con algunos utensilios y artículos que probablemente el félido había conseguido rescatar de su camarote en el barco. La mayoría eran artículos de decoración, traídos, suponía la joven, de lejanas tierras. Pequeños recipientes de cristal que contenían esencias, algunos quemadores, un elaborado candelabro. Este último se colocaba sobre un pequeño mueble cajonera de laboriosos tiradores y sobre él se disponía un pequeño espejo oval donde el rostro de Claudia se reflejó proporcionándole una nueva visión de ella misma.

Aquella visión le resultó extraña. Se encontraba muy distinta. Sus cabellos habían crecido, extendiéndose bajo sus hombros y se ondulaban indóciles en su bucle natural ante el clima húmedo, su rostro aparecía más delgado y definido, aunque no había perdido un ápice de sus facciones de niña. Pero fue la expresión de sus ojos la que más le sorprendió. Una mirada que se había cargado de profundidad. Quizá en otro momento se hubiese encontrado desaliñada y le hubiese molestado sobremanera el estado actual de su cabello o su piel, por no hablar de su vestuario. Pero extrañamente, eso no le importaba. Ni siquiera hizo el intento de doblegar su cabellera rebelde. Puso mayor atención en la expresividad de su rostro. Se contempló serena… se encontró fuerte. Una potencia en los ojos que casi no parecía ser suya, aunque lo era.

Volvió la vista despegándola de aquel reflejo, que parecía tener algún tipo de efecto hipnótico. La dirigió entonces a la pieza que desde un principio había despertado su mayor curiosidad. Una pesada librería atestada de volúmenes. En aquella casucha, en mitad del denso bosque de la isla, parecía no tener lugar ni cabida.

La muchacha se aproximó hasta ella y repasó con la mirada las cubiertas gastadas de cuero que aquellos viejos libros le ofrecían. Los caracteres con los que se grababan eran afiligranados y de variadas lenguas aunque podía entender y leer muchas de ellas sin el menor esfuerzo. Hacía tiempo que había advertido que ya no escuchábamos a aquellas gentes hablar en nuestro propio idioma. Recuerdo el día que me lo comentó, con el rostro dividido entre la sorpresa y la fascinación. No escuchábamos como hasta entonces hablar a nadie en nuestro idioma pero asombrosamente les entendíamos a la perfección y podíamos nosotros mismos comunicarnos en esas mismas lenguas sin el mayor problema, como si siempre hubiésemos podido hablarlas. Ahora, ella también comprobaba que podíamos leerlas. Quizá, de proponérnoslo, las hubiésemos podido escribir. Algunas de las gráficas de las cubiertas seguían siendo irreconocibles pero la mayoría de ellas eran accesibles a su entendimiento. La mayoría de los volúmenes parecían de historia: «La caída de Irstah», «Compendio de saberes de la Arkalia», «Raíces Apócrifas de la Vieja Lorkayr». Aquellas líneas empezaron a absorberle… «Los Basamentos del Imperio, Alianzas y tratados que forjaron la tiranía». «El Yugo y la Rueda. Lo que el Imperio no cuenta de la Orden Lunar». «Los Axiomas Rebatibles de Besary el Tirinneo», «Leyendas del Rabbarnaka de Ausbar’Qar», «Los Neffary, Clanes Guerreros de la Frontera, de Kailg Gnamir».

Claudia terminó extrayendo y abriendo uno de los tomos y de pronto se encontró perdida en su lectura. Hasta tal punto que sólo la sacaron de sus líneas los sonidos de la inminente llegada de alguien al claro. La muchacha, nerviosa, trató de devolver el volumen a su hueco en la estantería pero sus manos temblorosas ante la idea de ser sorprendida curioseando dentro de la choza no acertaron a colocar el pesado libro que se escurrió de entre sus dedos y acabó en el suelo. Cuando Sorom entró en el habitáculo, sorprendió a la chica tratado de recogerlo del suelo.

—¡¡Deja eso ahí!! —ordenó con su rugiente torrente de voz. Aquello alertó a los guardias que no tardaron en entrar en la sala empuñando sus lanzas. Claudia se levantó de un salto con el rostro aterrorizado ante la cólera del félido. Los guardias no tardaron en apuntar con los extremos afilados de sus armas al gigante león—. ¿Tanto desconfía de mí ese monje amigo tuyo que te envía para espiarme? —le espetó incluso ante la abierta amenaza de los guardias.

—Oh, no, no —se apresuró a explicar la muchacha—. Él no sabe que estoy aquí. Sólo…

—¿A qué has venido entonces?

—Sólo… sólo… te traía unos dulces —recordó ella, apresurándose a mostrarle la bandeja llena de confites con los que le pretendía obsequiar—. Los han repartido hoy las mujeres muawary… pensé… pensé que te gustaría probarlos —añadió acercándole el cuenco de madera. Él arrugó el rostro.

—No me gusta los dulces, niña. ¡Largo de mi casa!

Estupefacta ella regresó los dulces a la mesa y agachó la mirada al pasar entre el félido y su inquisidora guardia. Una vez fuera de la casa, Claudia se volvió para mirar al malencarado félido.

—Pensé que estarías muy solo aquí y creí que te gustaría conversar con alguien en esta isla… pero tal vez me equivoqué.

Y sin añadir palabra se volvió al bosque y emprendió el camino de regreso.

sep

Nada dijo a nadie sobre su primera experiencia con el félido. Supuso que todo el mundo le recordaría habérselo advertido. Sin embargo, se mostró muy reservada el resto del día. A la mañana siguiente, durante sus meditaciones, Ishmant le daría una noticia que no esperaba recibir.

—Alguien ha venido a verte.

Claudia abrió los ojos y encontró al monje, como era habitual, encerrado en sus cavilaciones como si esas palabras no hubiesen podido surgir de sus labios. Al mirar hacia atrás descubrió al inicio de la playa al imponente hombre-león acompañado de su perenne escolta, que les aguardaba en silencio. Ella pidió permiso para ausentarse y este le fue concedido.

Sorom la esperaba con la expresión relajada en su rostro animal. Cuando llegó hasta él, el félido inició una disculpa antes de que ninguna otra palabra aflorase al viento.

—Deseo pediros mis más sinceras disculpas por mi comportamiento de ayer, joven humana. Es difícil mantener la cortesía cuando uno se siente privado de su intimidad incluso para las cuestiones más elementales. —Claudia sonrió.

—Bueno, no tuvo la menor importancia —dijo ella sin rencores.

—Los dulces estaban deliciosos, debo decir… si aún queréis proporcionarme ese rato de conversación, os… recibiré gustoso esta tarde. Herviré algunas hierbas para la ocasión.

—Eso… eso sería fantástico —exclamó la muchacha entusiasmada con la idea.

—Hasta esta tarde, pues… No quisiera entreteneros en vuestras… prácticas —añadió el félido señalando con un gesto al monje que no se había movido de su posición. Claudia volvió la vista para observar al maestro.

—De acuerdo, hasta… esta tarde, entonces —dijo regresando la mirada hacia Sorom. Y el félido se dio la vuelta seguido de su sempiterna compañía de lanzas. Ella regresó con una sonrisa triunfal de victoria.

sep

Apenas hacía dos días de la marcha de Rexor y Alex, aunque Odín sentía la ausencia compañero como si hubiesen transcurrido años. Al principio, quizá por lo precipitado de los acontecimientos, apenas si notó que su amigo se había marchado, pero conforme fueron pasando las horas se cobraron un vacío profundo y melancólico. Sólo la compañía de la joven Forja mermaba la ausencia que su amigo dejaba. No obstante, aquella mañana Odín se había levantado apesadumbrado y ni la presencia de la medioelfa ni sus crecientes sentimientos hacia ella parecía tener poder para apaciguar su ánimo.

Una de las habitaciones de las plantas superiores de aquella torre escondía una bien pertrechada sala de entrenamiento privada. Probablemente, entre aquellos muros, el desmesurado Robbahym, el rabioso Allwënn o el certero Gharin habían afilado tiempo atrás sus destrezas. Odín consiguió permiso para poder utilizarla en solitario. Allí estaba con su torso desnudo bañado en sudor descargando golpes con el pesado acero que ahora poseía, así pudiera hacer marchase a través de sus poros aquella aguda tristeza.

Lem había seguido sus pasos en silencio hasta encontrarle airado y entregado a la recién descubierta disciplina del acero. Se apoyó en el quicio de piedra de la arcada que le daba acceso y le observó durante un largo rato, admirándose de sus poderosos brazos y la musculatura bella en su espalda. Y aquel herrero envejecido y cansado se recordó de joven en unos fugaces paseos por su memoria. Odín, cansado, cejó en su empeño de destripar el aire y apoyándose en el luengo mango de su arma. Se dobló para cazar todo el oxígeno que sus pulmones le permitiesen.

—¡Bravo, mi ardiente muchacho! —escuchó una voz tras él que le obligó a volverse hacia ella un tanto sorprendido. Entonces descubrió al herrero que hubiera aplaudido si una de sus manos no fuese de madera—. Tientas bien el hierro y te mueves con soltura. Estás hecho para esta vida de perros, sin duda.

—Dios sabe que no la he buscado —dijo el joven ahogando un suspiro desde su posición.

—Nadie la busca, hijo. Y sea cual sea el dios al que reces, él también lo sabe. —Lem se aproximó renqueante hacia el joven y le puso su única mano sobre el hombro perlado de sudor—. Pero si la maldita batalla te encuentra siempre es mejor que lo haga preparado. Tienes traza de buen soldado. —Lem se detuvo a mirar la desmedida pieza de guerra que blandía con un gesto fruncido y acabó por agarrarla y levantarla con una sola mano estudiándola con detenimiento. Odín se admiró de la fuerza de aquel viejo tullido, seguro que de poseer ambas manos y piernas aún podría darle una lección a más de uno bien curtido.

—Agradezco sus palabras, maestro Lem.

—¡Oh! No las agradezcas, no son ningún cumplido. Lo digo muy en serio, hijo. Hubieras sido un buen Jerivha —aseguraba sin desviar la atención de la hoja que examinaba—. Sin embargo, si te doy mi opinión has elegido el arma equivocada. No lo tomes como un reproche. Sé que tampoco esta ha sido elección tuya, pero las hachas son armas de leñador, diga lo que diga ese gigantón recosido en el que se ha convertido el pequeño Robban. No es el arma más apropiada para un verdadero caballero.

Lem alzó la mirada hacia el rostro húmedo del joven humano que le miraba con expectación.

—Tengo algo para ti, muchacho —le confesó al fin. Odín aprovechó para secarse el sudor con el antebrazo.

—No quisiera ser descortés, maestro. Pero he probado la espada de Alex y… creo que me he acostumbrado a manejar piezas de mayor peso. —Lem le dirigió una mirada torva y enrarecida.

—¿Y quién diablos dice que vaya a darte una espada? Esos pequeños mondadientes son armas de damiselas estiradas. ¿Por quién me tomas, hijo? Voy a darte un arma de verdad. El arma de un guerrero digno. Deja las espadas y lanzas para los soldaditos y los elfos, muchacho. —El herrero le pasó aquel brazo de roble sobre los hombros al tiempo que le golpeaba con sonoridad las espaldas desnudas—. Y deja también esta hacha. Aquí no hay nada que talar. Vamos, sígueme.

Odín olvidó por un instante sus pesares y agradecido porque el viejo herrero quisiera obsequiarle. Le siguió por el interior de la torre, curioso y emocionado, hasta una pequeña cámara de espartano mobiliario. Allí el herrero solicitaría una mano en ayuda con la que colocar un pesadísimo baúl sobre una mesa y abrir su cerradura. En su interior se alojaba el secreto de tanto lastre. Lem lo sacó de aquel sarcófago con una facilidad que sobrecogía. Ante los ojos, aquella defensa dejaba sin aliento.

—Este es Yunque. Impresionante ¿Verdad? Lo hice yo mismo. Fue mi primera arma. Tiene un valor sentimental incalculable. —Lem lo mostraba ufano y orgulloso.

Se trataba de un enorme martillo de guerra, tosco, minimalista incluso en su concepción. De un poder de atracción casi visceral. La pieza no podía ser más sencilla y tampoco más impresionante. La cabeza era un verdadero yunque, un auténtico yunque para amasar metal. Apenas se había modificado lo estrictamente necesario para proporcionarle cierta estabilidad y encajarlo a un enmangue con la longitud y grosor necesarias para blandirlo con ambas manos.

—Venga chico, no te reprimas, cógelo. Ahora es tuyo. —Odín se resistía a recibirlo, aunque solo fuese por el valor que aquel hombre aseguraba tenerle a aquel descomunal artefacto.

—No seas una vieja llorona, muchacho. No estoy dispuesto a que esta pieza venga conmigo a la tumba. He llenado la tierra de docenas agujeros con él en mis manos. Yo ya no puedo blandirlo como antaño —añadió evidenciando su muñón reemplazado por aquella inexpresiva mano de madera—. Me gustaría que siguiese fabricando carne para gusanos con esa escoria que ahora siembra el mundo. Es una pieza magnífica. No porque la fabricase yo, los dioses me libren de la autocomplacencia a estas alturas de mi viaje, pero no hay cráneo de bestia u hombre que no se doblegue ante él. ¡¡Venga, vamos, cógelo!! —insistió.

Odín no pudo resistirse a empuñar aquella bestia de hierro, sin embargo, pronto comprobó con dolor que su diestra, a diferencia de la del herrero, no era suficiente para aguantar su calibre. Con dificultad logro aferrarlo con ambas manos y tentar su peso. Entonces agradeció haber conocido a aquel viejo caballero tal y como se encontraba ahora, envejecido y sin una mano. En plenas facultades no era de extrañar que Lem Forjadorada hubiese implantado su tiranía invicta en las arenas de gladias.

—¿Querías un arma de peso, no? —añadió no sin cierta ironía—. Confío que el Yunque no te decepcione. —Odín apenas pudo articular una negativa—. Os dejaré a solas. Seguro que tenéis mucho que contaros. Sigue entrenando, hijo. El resto déjaselo a esa bestia. Hará el trabajo.

El viejo Lem abandonó la estancia. Desde el vestíbulo aún podían oírse los ecos su risa bonachona despidiéndose de los pasillos. Odín miró su nueva posesión y se dijo a sí mismo que llegarían a ser buenos compañeros así hubiese de gastar todo el sudor de su cuerpo.

sep

El agua caliente se despeñó desde la embellecida tetera hasta las tazas donde dormían mansamente las hojas de hierbas de la infusión, manchándose rápidamente de un color pardo. Sorom sirvió con delectación ambas tazas antes de colocar cuidadosamente a su lado el humeante recipiente.

—Debes perdonar el desorden —añadió con cierta afectación—. Como ves, apenas guardo lujos en este pequeño lugar. Todo el mobiliario de mi camarote está ahora en manos de esos piratas. Adornando la cámara privada de esa princesa suya. ¡Bárbaros! Me lo robaron todo. Apenas me han permitido conservar una o dos chucherías.

—Yo lo encuentro… acogedor —manifestó en un cumplido la joven, retirando la taza de sus labios, aún demasiado caliente.

—¿Acogedor? Sois aduladora, pequeña. Pero no, no lo es, sin duda —continuó el león—. Quizá habitable. Es algo más de lo que esperaba en un lugar como este. He tratado de darle mi impronta personal. Pero no puedo esperar milagros con cuatro troncos y algunas ramas.

Estaban solos. La guardia había quedado custodiando el exterior. No interrumpirían a menos que presintieran algún peligro. En cualquier caso, su presencia parecía sólo testimonial. Claudia hubiese jurado que de pretenderlo, aquel colosal personaje podría deshacerse de ellos con sus manos desnudas.

Hubo un largo y prolongado silencio en el que ambos se miraron incómodos. Ella intentó por segunda vez, sin éxito, llevarse el caldo a la boca y el félido se arrellanó elegantemente en su butacón cruzando sus largas piernas de manera elegante.

—… y bien, pequeña humana ¿de qué quieres hablar exactamente?

Ella le miró a los rasgados ojos anaranjados. Teniéndole ahora tan cerca, su apostura, gestos y tono ya no le recordaban tanto a Rexor. Aun así no se sentía incómoda con su presencia. Percibía cierto aire de superioridad en él, aunque más bien le parecía una máscara. Tenía la convicción de que había un fondo interesante en aquel félido de aspecto vanidoso.

—¿Qué pretendías hacer con nosotros, Sorom? —El félido se revolvió incómodo en su asiento.

—Vaya, no te andas con rodeos, pequeña —dijo depositando su taza humeante en la mesa.

—Todo el mundo dice que eres un ser despreciable. Pero yo no te veo así. Pareces una persona culta y muy educada, de gran sensibilidad. No puedo imaginarte conduciendo a dos jóvenes a la muerte, como aseguran.

El félido dibujó una sonrisa mordaz en sus labios.

—No debes fiarte de las apariencias. ¿No te lo ha enseñado ya ese Kurawa amigo tuyo?

—Precisamente por eso —atacó directamente la joven sin pudor alguno—. ¿Qué eres, Sorom? ¿Sólo un vulgar mercenario como dicen todos? ¿Sólo te mueve el dinero?

Por su gesto Claudia supo que había tocado un tema espinoso para el leónida.

—El dinero… es necesario. Todo el mundo sabe que el Culto paga generosamente.

—¿Y por eso nos llevabas a la muerte?

—¿Quién ha dicho que el Culto desee vuestra muerte? Estaríais muertos de ser así, que no te quepa duda. Han tenido ocasión para ello.

Aquella revelación la hizo pensar y la duda sembró su mente.

—¿Qué quiere entonces el Culto de nosotros? —Sorom sonrió ante la ingenua pregunta de la joven.

—Buen intento, pequeña —dijo aquel— pero eso no puedo revelártelo, ni a ti ni a nadie.

Claudia quedó en silencio. No pretendía hacer parecer que trataba de sonsacarle información.

—Tú no eres como ellos —le dijo en un intento de rebajar la tensión.

—¿Y cómo crees que son ellos? Pareces tener mucha seguridad. —Claudia se sintió por un instante derrotada. Todo lo que sabía de aquella oscura orden lo conocía a través de las conversaciones que había escuchado a su alrededor.

—Son… son malvados. Están persiguiendo y matando a los humanos. Toda esta colonia de refugiados no tendría sentido de otro modo. —Sorom asintió con un lento cabeceo aquella respuesta.

—Sí… imagino que el mundo se ha radicalizado… y el Culto de Kallah no ha sido una excepción. Pero eso es una consecuencia, no una causa. Y en ningún caso les vuelve malvados. Se limitan a defender sus propios intereses, como otros lo hicieron antes que ellos. Cabría preguntarse por qué. En cualquier caso, eso no responde a tu indirecta pregunta. ¿Por qué crees que soy diferente? ¿Crees que no hay maldad en mí? Dudo que encuentres a alguien con maldad o bondad absoluta. Yo defiendo mis intereses. Como hace el Culto. Como hace Rexor y todos los que le siguen. ¿Crees que ese medioenano bastardo no lo hace? ¿O el monje o la dama pirata? Todos defienden sus propios intereses. La cuestión será preguntarse ¿Hasta dónde serían capaces de llegar para ello? ¿Crees que eso les convierte necesariamente en malvados o… los hace bondadosos?

—El fin no justifica los medios —respondió ella contundente.

—¡Oh sí, querida! Claro que lo hace. La Historia está llena de ejemplos de ello. En todas las razas, en todos los credos, en todos los momentos. ¡Por eso ha estallado esta guerra! Y otras antes que esta. La justificación de los medios para lograr el fin pretendido es lo que ha movido la Historia. Pero no te apures… no es algo privativo de este tiempo histórico.

Ella quedó desarmada y aquellas palabras le hicieron guardar silencio.

—Veo que entendéis mucho de Historia —añadió haciendo un gesto, señalando su particular colección de libros. Sorom desvió la mirada hacia las estanterías.

—La Historia es la única disciplina capaz de proporcionar las respuestas necesarias para entender con acierto el mundo en el que vives. Es un arma poderosa.

—¿Creéis que la Historia es un arma? —preguntó ella un tanto sorprendida por los derroteros que comenzaba a discurrir la conversación.

—¿Qué es si no?

—La historia es conocimiento…

—… y el conocimiento ¿no es acaso una forma de poder?

—Si… pero ¿Qué tiene eso que ver con las armas? —La muchacha aprovechó ese momento para, ahora sí, llevar algo del amargo caldo a su boca. Sorom cambió de posición en su cómodo asiento.

—Hay quienes piensan que el poder debe estar restringido. ¿Compartes esa teoría? —La chica dudó pero acabó cabeceando una respuesta afirmativa—. Entonces no te sorprenderá que haya quien crea que el conocimiento, al ser una forma de poder, deba de estar también restringido. —Claudia arrugó la expresión de su rostro en un gesto de disconformidad—. No te sorprenderá entonces saber que la mitad de los volúmenes de mi colección estuviesen prohibidos en tiempos de los emperadores.

—¿Prohibidos? —Entonces miró por encima de la figura de su acompañante. Aquella misma biblioteca que cobró unas dimensiones fantasmales—. ¿Y qué… cuentan esos libros?

—Nada. Son libros de historia. Saber, nada más. Sólo… —el leónida mantuvo intencionadamente un silencio prolongado—. Cuentan una parte de la Historia que a los emperadores y al mundo que ellos sostenían no le interesaba divulgar. Parte de esos libros narran la historia del otro bando. Hablan de las culturas que arrollaron a su paso, de las gentes que no compartían sus escalas de valores, de los cultos y fronteras que se resistieron a su rodillo apisonador. Hablan, en fin, mi querida y curiosa humana, de hasta donde estuvieron los emperadores dispuestos a llegar para lograr sus fines.

Claudia quedó en silencio durante un rato.

—Parece que mis palabras han hecho huella.

Ella volvió de su abstracción al escuchar al félido.

—Jugáis con ventaja. Ni siquiera conozco la historia oficial.

—¡Ah, la historia oficial! Podría resumirla en unas breves líneas si tanta curiosidad tenéis. —Ella le indicó con un gesto que así lo hiciera. Sorom carraspeó y aprovechó para humedecer su garganta con un prolongado sorbo de infusión.

—Dicen que cuando los Dioses abandonaron el mundo después de sus propias guerras emergieron de la tierra las creaciones de Mostal, los guerreros de la piedra. Dicen que los enanos, que fueron creados como obreros de los dioses decidieron cavar en otra dirección distinta a la dictada por su Dios y alcanzaron la superficie. Salieron al mundo y decidieron explorarlo. Cuentan que ese fue el tiempo del Rabbarnaka, el tiempo de los grandes Masones enanos, los grandes generales. Los enanos dominaron el mundo hasta que se tropezaron en su camino con otras nuevas criaturas: los elfos de Alda. Cuentan que aquellos seres, altos como árboles, sin la tutela de su Diosa, desenterraron sus raíces del suelo y caminaron. Ambos pueblos entablaron una lucha feroz. Una contienda que duró generaciones, hasta que los elfos confinaron a los enanos, que eran menores en número, a las montañas. Y los elfos dominaron el mundo que hasta entonces perteneció a los enanos. Establecieron Cuatro grandes y míticos reinos, uno en cada esquina del mundo. Sus jardines florecieron y su cultura se extendió. Había un tercer pueblo. El de los humanos. Los enanos no habían reparado en él. Le parecieron siempre insignificantes. Para los elfos, eran poco más que animales, bestias asilvestradas que cazaban por placer. Hasta que algunos encontraron divertido tomarlos como sirvientes. Y muchos humanos pasaron a disposición de los elfos como fuerza de trabajo. De eso, a criados. Y tras eso, a sirvientes seleccionados, a los que formaron y enseñaron en sus costumbres. La cultura elfa fue traspasada a los humanos que convivían con ellos. Cuando las leyes elfas lo permitieron, muchos humanos fueron manumitidos. Muchos de estos humanos liberados regresaron a sus comunidades de origen y transmitieron las costumbres elfas a sus pueblos salvajes y pronto se convertirían en líderes de sus comunidades. Así se configuraron los primeros reinos humanos, que nacieron a la sombra del esplendor élfico. La cultura élfica llegó a su máximo desarrollo durante el alto imperio y de ahí comenzó su lento declive hasta que las divisiones internas hicieron estallar las míticas guerras Élfidas que supusieron el ocaso de la estirpe de Alda. En estas guerras, que culminaron con la escisión de los elfos del Sändriel, fortalecieron a los reinos humanos que consiguieron alcanzar el protagonismo antes ejercido por los elfos. La gran multiplicidad de reinos independientes humanos ocupó el vacío político dejado por los decadentes elfos, cada vez más encerrados en sus propios asuntos. Es el tiempo de los Reinos Guerreros, en el que cada feudo trató de imponer su hegemonía al resto. Uno de ellos lo logró. El reino de la Vieja Lorkayr, una coalición de estados que se unieron bajo una misma bandera y una sola casa gobernante… nacía el germen del Imperio.

—Los Lorkayritas eligieron un señor y comenzaron una agresiva política de anexión de sus vecinos. Cuando ese estado creció lo suficiente, la casa de Lorkayr tomo el título imperial y desde entonces ha habido una dinastía de emperadores humanos gobernando lo que ellos denominaban el mundo civilizado. Desde entonces, el gobierno imperial ha dictado los movimientos del mundo. Lo ha hecho exportando sus valores y enseñas. Extendiéndose gracias a un poderoso y cohesionado ejército, a una agresiva política económica y a la férrea moral impulsada desde la orden militar de los Jerivha.

—¿Los Jerivha? —preguntó ella.

—Los Jerivha fueron en origen una orden militar nacida antes del esplendor elfo que tuvieron mucho protagonismo. Eran los encargados de la protección de los lugares y santas reliquias de los tiempos de los Dioses… o al menos eso cuenta la Tradición. Lo cierto es que eran los abanderados de una forma de entender el mundo.

—Esta noble concepción hizo apartarse a estos cruzados de las mundanas aspiraciones que nutrieron las desavenencias entre los elfos y se vincularon a los nacientes estados humanos. Cuando ante el caos de los Reinos Guerreros la Vieja Lorkayr enarboló el estandarte del orden, los Jerivha pusieron su grano de arena y apoyaron decisivamente al nuevo reino emergente. Aquella época fue una época convulsa, donde todo aquel que podía, utilizaba todo cuanto estaba en su mano para lograr afianzar su hegemonía frente al adversario.

—Algunos reyes echaron mano de las artes nigrománticas, toda una perversión a los ojos de los blancos paladines del orden que representaban los Jerivha. Cuando la semilla del Imperio se hizo fuerte, los cruzados de la luz eran ya una fuerza dentro del sistema. Formaban parte de él y tenían una amplia parcela de poder. Los primeros emperadores utilizaron a la Orden Jerivha para imponer su ley y esta creció sin medida, abanderando la manera de entender el mundo que a los Emperadores interesaba. Eran sus paladines, sus guardianes de la ortodoxia. Quienes proporcionaron a la antaño diversa coalición de reinos que era la Vieja Lorkayr su cohesión y escala de valores. Los emperadores utilizaron el poder de la Orden para extender y justificar su política de anexión frente a aquellos que se opusieron a ellos. Con la excusa de exterminar las herejías impuras, de devolver el orden y garantizar la ley y la libertad, el imperio avasalló sistemáticamente otras culturas, otros credos y otros pueblos con la inestimable ayuda de la orden Jerivha y su poder inquisitorial. Conforme crecía en poder, crecía con ella la radicalidad de sus posturas y planteamientos. Hasta que entraron en conflicto con los propios Emperadores. Pero para entonces, el Imperio había crecido y fortalecido lo suficiente como para plantearse desprenderse de sus tutores. Poco a poco la orden fue apartada de las esferas de poder sustituidas por los fieles de un dios fabricado a imagen y conveniencia de la nueva situación. Imperio, Dios de la guerra civilizada, ¡habrase visto osadía! Guerra civilizada. Imperio era un trasunto moldeado a su interés del emblemático Dios humano Yelm, en su acepción como guerrero. Los Jerivha, apartados de todo poder fueron condenados al ostracismo y se convirtieron en una orden secreta, apartada del quehacer público.

—Así llegamos a la situación actual. La orden de Kallah fue una de esas concepciones religiosas que fue persiguida por no compartir los planteamientos imperantes desde el trono imperial de Belhedor. En su origen no eran lo que son hoy. Lo que son, se debe principalmente a siglos de persecuciones, primero, y de control, después. También la orden lunar se fue radicalizando, como otras junto a ella, en un intento de reafirmarse en sus diferencias. Han sido los únicos capaces de plantar cara a ese mundo fabricado a conveniencia de unos pocos y que sólo a ellos beneficiaba en su conjunto. Un mundo que ha dejado en su imparable avance una multiplicidad de resquicios, de apartados del sistema, de gentes y culturas escondidos entre sus oscuros pliegues, parias de la tierra que han acumulado siglos de odio contra el sistema que les oprimía y a las gentes que por acción u omisión lo sostenían o se beneficiaban de él. Los hijos de Belhedor crecían rollizos mientas que en sus fisuras otros morían de hambre. La respuesta de los olvidados era algo que debía pasar. Sólo era cuestión de encontrar una fuerza capaz de liderar una rebelión. Y esa fuerza sólo podía ser tal si se revestía de sangre. Eso es lo que han proporcionado los monjes oscuros y sus huestes sanguinarias. Lo que hoy hacen los monjes de Kallah no es algo muy distinto a lo que en su momento hicieron los luminosos abanderados del imperio. Quizá no actúan con la misma sutileza. Quizá sus formas son rudas y evidentes, pero su fondo es el mismo. De eso hablan muchos de esos libros… no lo digo yo… lo dicen quienes los escribieron, algunos muy reputados prohombres. Ni siguiera hace falta ceñirse a los libros prohibidos, basta saber leer la historia oficial con otra profundidad. Si no me crees, ahí tienes todos mis volúmenes. Tengo de todo, también libros oficiales para que puedas sacar tus propias conclusiones. Yo no restrinjo la capacidad de crítica como pretenden otros…

—¿A quién te refieres? —le preguntó porque parecía evidente que Sorom se refería a alguien en concreto.

—A Rexor, ¿a quién si no? Yo soy un hombre que valora el saber. Mi guerra es una guerra del conocimiento. ¡Pregúntale a él! ¿Por qué crees que es el Guardián del Conocimiento? ¿Por qué supones que el conocimiento necesita un guardián?

sep

Aquella semana daría para muchas sorpresas. Apenas la ausencia de Rexor resultaba un hecho, otro asunto inesperado vino a sumarse a aquella cadena de acontecimientos que parecía querer precipitase y escapase al cuidadoso rigor con el que se había trazado la complicada trama.

—Ahí está señor —dijo uno de los soldados que montaba guardia en las torres barbacanas señalando por el respiradero que daba vistas al nevado exterior—. Grita como si tuviese certezas de que alguien habita estas almenas.

Lem Forjadorada se aproximó a la abertura y pegó su rostro en ella para poder tener el mayor arco de visión posible. Desde allí divisó a un hombre aunque poco aspecto humano tenía. Delgado y fibroso apenas protegido del frío por una armadura de cuero endurecido y metal que parecía haber sido confeccionada por una mano demente con retales y piezas distintas de la que sobresalían estacas puntiagudas. Mal se apoyaba en el mástil de una pica de considerable hoja y diseño carnicero. Sin embargo, lo más característico era su peinado. Se había afeitado las sienes para dejar solo una gruesa y prolongada cresta de casi un palmo de altura de un color gris ceniza. Suplicaba a voces que alguien abriese las puertas del Alcázar, como si no albergase dudas que alguien hubiese al otro lado del inexpugnable portón.

—¡Por todos los Dioses Olvidados! —exclamó Lem en un arrebato—. ¡Es ese encarnizado bastardo de MacBirras!

—¿Urias? ¿Urias MacBirras? ¡No es posible! —La noticia cayó como un lastre desde el cielo entre los hombres allí reunidos. Legión tuvo que comprobarlo por sí mismo.

—Los dioses me amparen. ¿Cómo ha logrado llegar hasta aquí?

—¡Es Saurio! ¡Saurio está vivo! —Hiczo se volvió entusiasmado para dar la noticia a voces a sus compañeros que aguardaban en el adarve cerrado de la barbacana.

—¡Por todos los diablos, Hiczo! ¡¡Cierra esa boca!! —pero la noticia pronto corrió como un reguero de pólvora en llamas. Gharin se encaró hacia el gigante escarificado.

—¿Qué vamos a hacer con él? —Robbahym se pasó la mano por el rostro, en su interior anidaban un enjambre de demonios.

—¡¿Qué vamos a hacer?! —escupió el herrero como si no hubiese más alternativa—. Dejar que ese perro se pudra en la nieve ¿Qué otra cosa?

—¡Lem! Es uno de los nuestros —le recriminó el desmesurado gladiador.

—¿Uno de los nuestros? Ese no ha tenido por amigo ni a su sombra.

—¿Cómo se las habrá ingeniado para salir de Bresna?

—¿Cómo? Yo te lo diré, pequeño Robhyn, vendiendo a alguien, eso es. —Robbahym quedó un momento indeciso sopesando alternativas. Desde fuera la voz sesgada de Urias se colaba por las aberturas de los muros y mortificaba su mente.

—Debemos abrirle.

—¡Maldita sea, Robhyn…!

—Pero Rexor dijo…

—¡Rexor no se fía de él! —le bramó aferrándole fuertemente de aquel brazo como tronco de roble—. Ni su santa madre se fiaría de él.

—Rexor dijo que no nos sobran aliados —acabó la frase aquel feroz gigante en un tono pausado y diplomático.

Lem respiró hondo, pero solo pareció darle un segundo de tregua a su rictus encolerizado.

—Llevo veinte años, hijo, veinte malditos años guardando este lugar. Protegiendo a los míos de gente como ese mal nacido.

—Voy a abrirle, Lem.

El herrero bufó como si fuese una bestia y resignado le ofreció la espalda a aquel gigante cuajado de señales.

—Rexor no lo aprobaría.

—Pero Rexor no está aquí y hablamos de uno de mis hombres.

sep

Urias ahogó su última súplica en un largo lamento y se derrotó por fin, dejándose caer de rodillas sobre la nieve y hundiendo su crestada cabeza entre sus piernas venosas. Sin embargo, un ruido pesado y prolongado de cadenas y goznes le hizo recuperar la esperanza. Alzó la vista y vio cómo el pesado rastrillo se abría. De él surgía un coloso que no tardó en reconocer. Sus ojos se abrieron como preso del éxtasis y dejó caer su cabeza hacia atrás dando gracias al orbe celeste por aquella buena nueva. Tan rápido como sus mermadas fuerzas le permitieron se incorporó ayudado del largo astil de su arma y corrió como el alma de un condenado hacia la truncada escalinata que le llevaba a los pies de aquel imponente guardián.

—¡¡Lo sabía, dioses, lo sabía!! Sabía que estabais aquí. —Urias alcanzó el último peldaño de la escalera y se dejó caer a los pies de Legión que le miraba con gesto frío e inexpresivo con su monstruosa hacha de minotauros apuntando al suelo—. Al fin. Pensé que no lo conseguiría. Debería haberte escuchado, debería haberte seguido cuando me lo pediste. No sabes lo cerca que he estado de perderlo todo.

La escena empezó a llenarse de gente. Al principio acudieron algunos hombres de Legión: Karla, el saurio y el Toro, algo más retrasado Rhash’a, también alguno de los hermanos. Todos guardaron silencio dejando a su jefe la iniciativa. Aquel apuntó con la doble hoja de acero a la garganta del recién llegado obligándole a alzarse de su sumisa postura.

—¿Dónde están los otros? —Urias, cuyo rostro se arrugó ante la amenazadora presencia del arma de su compañero, dudó ante la respuesta.

—¿Qué otros?

—¿Dónde están Ahhard y Talión? —Urias pareció palidecer.

—¡Oh, Dioses. No lo consiguieron, Legión! Vi morir al elfo tras de mí. Le ensartaron los lanceros. Luego supe que el Balkarita había sido entregado a las fieras. ¡¡Lo lamento, amigo mío, debimos haberte escuchado!! —Legión se mordió lo labios y desvió la mirada tratando de no impresionarse ante la noticia. Sin embargo, escuchó el murmullo entre sus hombres a la espalda.

—Tú pareces muy sano, MacBirras; ¿a qué se debe tanta suerte? —La asesina voz de Karla traspasó la muralla de carne de la Legión, Urias sonrió ante la presencia de la agresiva elfa.

—Vaya, Karla, es agradable volver escucharte.

—Contesta —le apremió su impresionante superior tanteándole con su arma, aún en abierta amenaza.

—¡Por todos los diablos, no era esta la bienvenida que imaginaba de mis camaradas! Pero sí, por la Cólera, escapé. Me abrí paso hasta el foso de fieras y levanté algunas de las jaulas. Organicé un buen jaleo y logré salir de la arena. Corrí por las calles y me refugié en el primer lugar seguro que encontré. Un mediohumano que había sido sacerdote de Sem me ocultó en un cobertizo. Esperé allí hasta que las cosas se calmaron. Luego salí de la ciudad y emprendí camino hacia aquí. Supuse que ningún lugar como el viejo hogar para esconderse una temporada. ¡¡Por los infiernos sangrantes del Pozo!! ¡He estado semanas escondido en un cuartucho no más grande que un ataúd! Sin saber si fuera lucían o no los gemelos. ¡¡He caminado durante una estación para llegar hasta aquí!! También esta fue una vez mi casa, Legión. Un poco de caldo caliente y una manta es todo lo que necesitaría de quienes hasta ayer se decían mis camaradas.

Robbahym hundió su mirada hacia el suelo sopesando alternativas y seguidamente tornó su mirada hacia el resto de la compañía, allí reunida que evitó encontrarse con sus ojos obligándole a tomar la decisión en solitario. Así, las pupilas de la Legión buscaron el rostro cansado y expectante de su antaño compañero de lides, a quien cercenó con ellos durante un instante. Entonces levantó su pesado armamento.

—Entra, MacBirras —dijo al fin—. Hazlo antes de que me arrepienta.

Aquel recibió la noticia con alegría y se apresuró a cruzar el colosal pórtico de entrada donde ya se habían congregado la mayoría de sus compañeros. De entre todos, quizá sólo el toro se mostró abiertamente franco. El resto, con más o menos evidencias, tuvieron un acercamiento frío. Visiblemente hostil seguía manteniéndose la elfa Karla que se negó con dureza a saludarle. Tampoco el saurio Xixor se mostraría amable. Sin embargo, Urias parecía tan entregado al agridulce reencuentro que no reparó en el resto de presentes allí congregados hasta que se tropezara con Gharin y Lem. Sería entonces cuando fue consciente de que otros habitaban aquel Alcázar que tiempos atrás también él llamó hogar.

—¿Quién… quién es esta gente? ¿Qué hacen aquí? —se sorprendió.

—Hay muchas cosas que desconoces, MacBirras —le avisó el coloso capitán de la hueste mientras el rastrillo y el portón se cerraban a sus espaldas.

—¡Gharin! Por los dioses, muchacho, qué alegría verte. —Pero Gharin no sentía recíproca esa alegría en absoluto. Sabía que su actitud en la arena de Dumhan había sido la de dejarles a su suerte. Sin la decisiva actuación de los camaradas de Legión probablemente su aventura hubiera terminado en aquellas gradas manchadas de sangre. Resultaba sin duda la única persona cuyo encuentro tras veinte años de ausencia no despertaba precisamente sentimientos amables. Pero mucho más duro se mostraría el viejo Lem cuando el guerrero se le acercó para saludarle, desconcertado por su presencia.

—¡La hueste oscura me lleve! Lem Forjadorada. Te hacíamos criadero de gusanos desde hacía tiempo.

—Aparta tus garras de mí por el momento, Crestado. Tendrás que ganarte mi confianza antes de tomarte esas licencias conmigo. —Urias quedó congelado en el camino con sus manos extendidas en un abrazo que jamás llegó a culminarse. Humillado ante el gesto hosco las descendió lentamente.

—Bueno, parece evidente que mi llegada no es del agrado de muchos —se confesó—. Admito los resentimientos. Me equivoqué y supongo que debo pagar por ello.

Legión se aproximó por detrás rompiendo aquella tensión incómoda y pesada en el ambiente.

—Basta, estás aquí y eso es lo importante. Te proporcionaremos algo de abrigo y un plato caliente. Podrás descansar. Hablaremos de esto más tarde. —Ante la mirada contrariada del herrero y la mudez tensa y fría de la mayoría de los presentes, Legión dio las órdenes pertinentes para que se atendiese a Urias. Agradeció el gesto con humildad.

Apenas el controvertido personaje se había retirado unos metros en dirección a la torre del homenaje, el coloso escarificado se volvió al resto de su compañía.

—Que nadie hable con él de nuestros planes hasta que Rexor llegue. —Entonces truncó su mirada hacia el peludo ladrón—. Rhash’a, tú que eres silencioso y sagaz en la penumbra. Sé su sombra, no le pierdas de vista. Que no respire sin que tú lo sepas. Que no dé un paso sin que tus ojos sean testigos. Pero no te delates. Quiero que piense que actúa con toda libertad.

sep

Claudia aceptó la propuesta de Sorom y comenzó a leer los libros que aquel disponía en su colección privada. Durante ese tiempo la joven se mantuvo poco comunicativa. Por las mañanas se dedicaba a aprender de Ishmant. El resto del día lo invertía en devorar aquellos gastados volúmenes e intercambiar comentarios con el félido. Se descubrió como una lectora ávida.

Una mañana, durante sus prácticas, algo en su cabeza no le dejaba concentrarse en sus avanzados ejercicios. Se detuvo un instante y solicitó atención de su tutor.

—Maestro, tengo dudas.

—Lo sé. Practica más.

—No, no es de ese tipo de dudas —quiso aclarar la joven.

—Sé perfectamente a qué tipo de dudas te refieres. Por eso te invito a continuar tu práctica. Yo no puedo resolverlas. Es una batalla que sólo tú debes emprender. La práctica te ayudará a calmar tu mente para lo que se avecina. Debes sacar tus propias conclusiones. —Ella quedó desconcertada.

—Eso mismo me ha dicho Sorom.

Y las dudas quedaron ahí, sembrando de tinieblas su semblante.

espada