XXVII. NUEVAS ESPADAS Y VIEJOS FANTASMAS

FJtop

EL CÍRCULO SE AMPLÍA

«¿Por qué no admitir que empezamos a cada momento

existencias nuevas y que en cada una de ellas

el pasado no es más que un sueño?».

DHARU DE RITHYA.
PROVERBIOS EN LA LEJANÍA.

ODÍN NO PODÍA DEJAR DE MIRAR AQUELLA MESA Y LOS NOMBRES GRABADOS EN ELLA COMO HERIDAS ABIERTAS…

Todos habían sido convocados allí, a la última sala de la torre, en el piso más elevado de aquella construcción de piedra donde sólo las almenas que coronaban su frente se alzaban por encima de sus cabezas. Una mesa de dimensiones colosales presidía solemne aquella sala de pesados y gruesos cortinajes que cubrían unas ventanas selladas a cal y canto para evitar que desde el exterior nadie pudiera vislumbrar actividad. Una ristra de candelabros iluminaba con luz anaranjada y pulsante sus muros. Un buen número de labrados sitiales la perimetraban, exactamente iguales en gala y forma a los que se alojaban junto a la extensa tablazón de la mesa. Todos los hombres de Legión se encontraban allí murmurando en corrillos pequeños, nerviosos ante la apresurada reunión o absorbidos por la peculiar decoración del recinto. Alex y Odín, sin embargo, no hablaban con nadie. Se encontraban prendidos en el enigmático hechizo de aquella sobrecogedora mesa.

Ante cada una de aquellas sillas había una placa dorada atornillada a la madera de la mesa. En cada una de las placas podía leerse claramente un nombre. Nombres que una vez estuvieron vinculados a una empresa común. Nombres de conocidos y desconocidos que se fundían sobre aquella madera en un pasado ignoto cuyas raíces se hacían presentes:

«Venerable Ishmant Arck Muhd, Señor del Templado Espíritu», «Olem, El Asta del Dragón», «Torghâmen Orm Mostalii, Haram’Arünnah de la XII del Rojo Cohorte de Maceros de Tuh ‘Aâsack», «Gharin, Arco del Sannshary».

Había al menos una docena de plazas que tenían un dueño. Una docena de hombres que habían unido sus destinos tiempo atrás y cuyos votos aún parecían perdurar en el silencio. Entonces ambos supieron cuál era el objetivo último de aquella feroz travesía y de aquella apresurada reunión. Estaban ante el Círculo de las Espadas…

Y las Espadas se estaban reuniendo de nuevo, después de tanto reposo.

Alex alcanzó uno de los sitiales del extremo. Su opuesto pertenecía a Rexor, el Todopoderoso, Señor de las Runas, Guardián del Conocimiento. No obstante, cuando los ojos del joven acariciaron el nombre que delataba a su dueño algo profundo pareció desgarrarle. Se trataba del lugar en el que una vez se sentó Äriel, la Jinete del Viento Dorai y Virgen de Hergos. La que una vez fue consorte de la ausencia más evidente en aquella sala, Allwënn de Tuh ‘Aâsack y Sannshary, el Murâhäshii. Alex acarició con el pecho compungido el noble respaldar del asiento consciente de que en un pasado, tal vez remoto, pero ahora sin duda emocionalmente cercano, la piel de aquella misteriosa elfa de la que sólo los enfermizos celos de quien una vez fue su marido eran testigos de su existencia, rozó aquellas mismas vetas. Por primera vez en mucho tiempo las manos del músico palpaban realmente un objeto que ella había tocado. Äriel se sentaba en aquel sillón y su imaginación la evocó eternamente bella con la delicada piel de sus dedos rozando las pulidas formas de los brazos de aquel sitial privilegiado. Trató de rescatar el sonido de su voz melancólica y dulce resonando entre aquellos muros. Entendió ahora, en un fugaz retroceder en el tiempo, aquella iracunda reacción del mestizo cuando Claudia, su perdida y querida Claudia y él, bromearon sobre aquella espada que llevaba su nombre. Aparte de aquel sillón emparedado en esa olvidada sala, su espada era todo lo que un hombre poseía de un amor que había roto incluso las barreras insalvables de la muerte. También Alex añoró en aquella ocasión la poderosa presencia del mestizo de enanos.

Se emocionaron por lo que aquella mesa representaba: aquel vínculo sagrado por encima de los avatares del tiempo y rememoraron con cierta candidez el tiempo en el que creyeron haberse topado con dos singulares ladrones. ¿Qué otra cosa iban a suponer de aquellos dos elfos sino que eran simples buscavidas? Sin embargo, ahora los veían en toda su extensión y reconocieron que no habían podido tener más fortuna al encontrarse con ellos en un mundo que había obligado a los de su raza a esconderse bajo la tierra. Por un instante trataron de imaginar aquella sala años atrás, ocupados todos los lugares por sus legítimos dueños. Sentaron en su imaginación a todos cuantos conocían en sus respectivos lugares y fabricaron la imagen de aquellos que desconocían. Los vieron a todos, vinculando sus almas para el resto de sus días. Y se sintieron por un instante emocionados de poder estar allí y ser testigos de la deuda de aquellos guerreros.

Un sonido de pasos rasgó el traslúcido velo del ensueño y alertó a los presentes de que el Señor de las Runas acababa de llegar. Ante la puerta abierta la gigante envergadura del félido parecía empequeñecerla. Miraba unos legajos y pergaminos que traía consigo, justo antes de ascender su mirada y observar a los integrantes de aquella singular reunión. Su mirada era sin duda penetrante y en su expresión se dejó adivinar la solemnidad de cuanto iba a suceder tras aquellos muros. Avanzó despacio sin decir nada. Su elegante mascota caminó tras él. Sólo entonces pudieron los presentes descubrir la sombra ajada de Lem Forjadorada que le acompañaba, callado e inquieto, arrastrándose sobre su muleta.

Los comentarios cesaron de inmediato y todas las miradas siguieron los pasos del Guardián del Conocimiento hasta la altura del sitial que llevaba su nombre, presidiendo la mesa. Recorrió con sus ojos de gato aquel muestrario de rostros intrigados después de depositar la documentación sobre la mesa. Entonces permitió que su voz quebrara aquel incómodo mutismo.

—Aquellos de vosotros que poseéis un lugar en esta mesa, ocupadlo —resonó su voz engravecida—. Quienes no lo tengáis aún, coged una silla y sentaos junto al resto. —La audiencia pronto se puso en marcha, dispuesta a seguir las instrucciones del félido. Sin embargo, aquel se adelantó a alguna acción aventurada—. Respetad los asientos de los ausentes —dijo frenando en seco a alguno que ya había tenido aquella feliz idea—. Perdidos o no, son insustituibles. Pertenecen a este grupo para siempre. Habéis venido a sumar voluntades no a intercambiaros por nadie.

Todos los hombres allí reunidos acabaron por ajustarse en la mesa. Eran visiblemente minoría quienes ya poseían un lugar. La mayor parte de los presentes hubo de intercalarse entre las numerosas ausencias. Forja tuvo la intención de sentarse enfrentada a Alex, justo entre los vacíos de Allwënn y Äriel, pero Odín la detuvo justo antes de que internara su silla entre el hueco de ambas.

—Dejemos que sigan juntos —le susurró amablemente cerca de su apuntada oreja—. Respetemos su vínculo. —Ella le miró intensamente y plegó sus labios en una leve sonrisa. Fue un gesto muy hermoso el de aquel humano.

Una vez todos los testigos ocupaban su espacio en aquella dilatada madera, Rexor, confinado en el único extremo corto que alojaba asistente dio comienzo a aquella extraordinaria asamblea.

—Hubo un tiempo en el que todos estos lugares tuvieron un dueño. —Y su voz reverberó con más profundidad que nunca—. Cuatro padres hubo entonces. Sólo dos quedamos hoy aquí para ser testigos de una nueva reunión del Círculo: Halth’Kassar Lem Forjadorada, Caballero Jerivha, Heredero del Martillo y la Lanza… y quien os habla; Rexor, Señor de las Runas, Guardián de todo conocimiento. —Rexor se percató cómo los ojos de aquel concurrido salón se abrían de la sorpresa, pero continuó a pesar del asombro colectivo.

—Este es el hueco del tercero —dijo señalando el sitial vacío a su diestra—. El Venerable Ishmant, Señor del Templado Espíritu, maestro de maestros de la secta de monjes kurawa en Kissâppu. Hasta ayer caminaba con nosotros. Acordamos reunirnos en este lugar hace tiempo y ha faltado a su promesa. Graves asuntos deben haberle retenido, pues quienes le conocemos nos resistimos a la idea de que su noble alma haya viajado a contemplar a los ancestros. Hasta que las evidencias nos fuercen a pensar de otra manera el Círculo sigue abierto para él. Su rango permanece y nuestra voluntad es la suya. Nosotros fuimos en un tiempo remoto martillo, yunque, acero y fuego para el Círculo. Nuestra es la obligación de rescatarlo del olvido. Nosotros somos los tres padres. El cuarto… fue una mujer. Su lugar, hasta la fecha, el único hueco insustituible en esta reunión.

Cuando el brazo del impresionante félido señaló el escaño vacío al otro extremo de la mesa todas las miradas se prendieron en aquel sitial sin ocupante que pareció llenarse de las pupilas de los presentes.

—Vÿr’Arim’Äriel, Virgen de Hergos, Jinete del Viento de los Doré, ‘S’aalma que fue del Murâhäshii. Murió una noche de ira al comienzo de la guerra. Su lugar jamás podrá ser reemplazado pero su espíritu nos une y es testigo de este encuentro. Sabed que ese sillón jamás está vacío. Ella sigue entre nosotros. —Rexor se silenció durante unos instantes como reordenando las ideas en su cabeza. La audiencia aún se encontraba desconcertada.

—Continuaré presentando las ausencias —manifestó al fin el Señor de las Runas—. Con la esperanza de que nuestra mención las retornen pronto a su debido lugar.

—El vacío junto a ella, pertenece a la Espada del Murâhäshii. Allwënn de Tuh ‘Aâsack y Sannshary, que los dioses protejan. Aunque bien es sabido por quienes le conocemos que sabe cuidarse de peligros por sí mismo. —Aquel comentario sacó una tímida y melancólica sonrisa a los labios de su rubio compañero de lides—. La buenaventura de los dioses lo puso en nuestro camino junto a su inseparable, Gharin, el Arco del Sannshary, a quien todos conocéis —añadió señalando son sus pupilas al bello elfo. Esto dicho, el arquero notó pronto la presencia de todas las miradas sobre sí. Su espíritu regresó a su cuerpo ante el asedio dejando atrás aquel rastro de amargura que rescatar viejos recuerdos le había producido. Con un amago de sonrisa ciertamente desganada y un cabeceo débil, saludó a la concurrencia—. Allwënn partió de nuestro lado persiguiendo a la Sombra. Dispuesto a arrebatarle lo que ella antes nos había robado. Su empresa resulta formidable, pero no viajaba solo. Con él marchó el Shar’Akkôlom que poco antes se había unido a nuestras filas.

Karla levantó una ceja con incredulidad como si dudase de haber escuchado las palabras adecuadas.

—El Shar, nunca perteneció al Círculo pero habremos de tenerle como tal a partir de esta noche, si su destino regresa alguna vez a nuestro lado. Certezas tengo de cuál sería su posición si gozáramos de su presencia. La Sombra nos arrebató a dos humanos. Una mujer y un joven, compañeros de los aquí presentes. Ellos juraron traerlos de vuelta o morir en el empeño. Espero que su tardanza no signifique su derrota.

Rexor volvió su cabeza de rey hacia el flanco derecho de la mesa. Justo al lado del hueco que correspondía a Ishmant, Rhash’a se sentaba próximo disimulando mal su nerviosismo ante aquella abrumadora lista de nombres que empezaban a ponerse encima de la mesa. Junto a él, el toro Hiczo levantaba orgulloso su coronada testa afilada, imbuido de aquella aureola solemne que revestía siempre de gala las palabras de Rexor. A su lado, el primero de los tronos vacíos.

—A tu lado, bravo Hiczo de los Z’oram del Nevada, se sentaba un astado. Su nombre es Olem de los D’akoram del Othâmar, el Asta del Dragón. —De haber podido, Hiczo hubiera palidecido sólo de saber que se sentaba al lado de un tauro Rex. Un ébano. Un D’akoram. Nunca un kirxac, un esclavo, estuvo tan cerca de tanto honor. Pero había más y aquel semental de tan brava casta no podría haberlo imaginado ni disponiendo del resto de su vida en el empeño.

—Olem vive —añadiría Rexor—, gracias a la protección de Berserk. Trabaja para que las tribus se unifiquen por fin en el norte. Él deberá ser su Estandarte. Él buscaba ser el Caudillo de los D’akoram. Esto sé de sus propios labios, como él sabe por los míos las que eran mis intenciones, entre las cuales no se hallaba por entonces esta reunión.

—Olem tiene ahora obligaciones más allá de este Círculo de Espadas. Pero el Círculo sigue abierto para él. Así es y así seguirá siendo. Pronto marcharemos hacia la última frontera y nuestros destinos habrán de hacerse uno. Los votos que nos unen siguen vivos. El Asta del Dragón es uno de los nuestros.

Después del hueco de Olem, la espinosa cresta del saurio Xixor delataba su emoción. El escamoso guerrero parecía tallado sobre la roca pero quienes le conocían sabían bien que por su cabeza batallaba un abanico de sentimientos. Su faz inhumana mantuvo un duelo con los ojos rasgados y serenos del félido que le observó durante un momento. Entre su corpulento cuerpo y Odín había otro vacío. Todo el mundo supo que las palabras de Rexor se referían a su habitual dueño cuando comenzó a hablar.

sep

—Ese es el lugar de Torghâmen Orm Mostalii, Haram’Arünnah[4] de los Tuhsêkii. Veterano lobo de la guerra con cientos de cicatrices a sus espaldas. Las últimas noticias que existen de él son que vive retirado en las proximidades de la frontera de este mismo reino desde que la Guerra deshizo el vínculo físico del Círculo. Aunque en mis primeras intenciones estaba visitarle, asuntos de índole mayor me obligaron a prescindir de ello. Torghâmen es un viejo Tuhsêk. Nada me hace dudar de su fidelidad a nuestra causa. Este grupo no partirá, ahora que nos encontramos tan cerca del reino enano, sin sumarle a nuestra causa. Para todos los efectos, el Círculo sigue abierto para él y así habrá de entenderse esta noche.

Después del vacío del enano ausente no existía ningún otro por el lado diestro de la mesa. Odín y Alex flanqueaban al rubio arquero elfo. Estaban desconcertados aún ante las intenciones del félido como el resto de los allí presentes. Sólo el medioelfo y Robbahym, exceptuando al herrero, parecían saber dónde estaban aunque tampoco ellos tenían demasiado claro cómo acabarían por desenvolverse los acontecimientos en aquella reunión. El Señor de las Runas volcó su mirada entonces hacia el lado siniestro de aquella tablazón donde sólo dos sitiales aparecían sin dueño. Entre dos de los hermanos enanos se encontraba el más próximo. A él hicieron referencia las palabras siempre profundas y graves del leónida.

—Cuando Keomara ocupó ese lugar por primera vez apenas era una niña arrancada de las Bocas y sumada por inercia a nuestra causa. Adoptamos a aquella pequeña ladrona a tiempo de evitar que se convirtiese en una más de las almas que venden su cuerpo y afanan la bolsa entre las sombras serpenteantes de la ciudad insomne. En aquel tiempo poseía la belleza sublime de la adolescencia, una lengua voraz y unas destrezas insospechadas para una mujer de tan corta experiencia. De seguir con vida, hoy la pequeña Keomara podría sin miedo ser la madre de algunos de los aquí presentes. Nada sabemos de ella. Su rastro se pierde con la Guerra. Sin embargo, tantos otros perdidos han regresado sin saberlo a la llamada del Círculo. Hoy por hoy el Círculo no aspira a encontrase de nuevo con ella pero los Dioses saben que sigue siendo una de nosotros y sus votos siguen presentes. Por eso su lugar no será ocupado por nadie, por el momento.

Todas las miradas se tornaron entonces al último de los sitiales vacantes al tiempo que Rexor hundía con pesadumbre su mirada y de sus labios se escapaba un suspiro resignado antes de que su voz volviese a la vida desde las profundidades de su garganta.

—He ahí el único de los asientos que ha sido rechazado. Urias MacBirras, el Crestado. A quien la Compañía de Legión llamó una vez Saurio. Ha declinado con sus actos nuestra causa. Su ausencia me será dolorosa aunque su presencia nunca nos fue del todo cercana. En su alma habitaba el egoísmo con mayor evidencia que en ningún otro. Sin embargo, mientras nuestra alianza perduró resultó un compañero vital, un guerrero decidido y valioso aunque siempre impredecible. Lamento su marcha porque no nos sobran alianzas. El Círculo está cerrado para él por su propia voluntad y así habrá de saberse esta noche.

El silencio…

Hosco, tenso y árido silencio se extendió de nuevo sobre aquella sala como la nieve lo hacía por los campos circundantes. Todos se miraban entre ellos abrumados por las palabras y hechos allí expuestos. Por los pensamientos que se abotargaban en sus cabezas, sin saber aún qué podía relacionarles con todos aquellos personajes ausentes y con sus historias de vínculos y votos.

—Ellos son los que no están —continuaría el félido—. Que todos sepan, ahora, quienes siguen presentes.

Aquellos viejos guerreros se echaron mano casi al unísono al pecho. Parecían rebuscar entre sus ropas. El tullido herrero resultó el primero en alcanzar el premio a pesar de contar solamente con una de sus manos. Extrajo de su cuello un colgante fino y delicado que acababa en un tramo de circunferencia dorada cuyos extremos irregulares parecían haber sido desgarrados de una pieza completa. No podía verse en la distancia pero uno de sus lados estaba grabado con elegante filigrana.

—De Lem para el Círculo —dijo con solemne tono de su voz ajada colocando la pieza sobre la madera e impulsándola para que viajase sobre ella hasta quedar a la altura del centro.

—De Robbahym para el Círculo. —También aquella misma pieza acabó deslizándose hasta encontrarse con su gemela. Gharin tenía el collar en sus manos pero en su rostro la desazón le llevaba a morderse los labios. Sus ojos no se desviaban del vacío hueco que una vez ocupara Allwënn. En su cabeza la idea de haberle perdido batallaba en solitario entre mil alternativas. Su ausencia se volvía sangre en aquella decisiva hora.

—De Gharin… para el Círculo.

Rexor quedó por un instante mirando aquellos tres colgantes hermanos sobre la mesa durante lo que pareció una eternidad. Al fin sus ojos regresaron a la concurrencia, vidriosos y húmedos.

—Muy pocos somos, me temo… Muy pocos.

—Maestro… —El cavernoso y robusto torrente de voz del minotauro obligó a prestarle atención. Rexor levantó la mirada y la volvió con lentitud hasta el coronado guerrero—. No. No están solos —anunció tratando de superar el respeto que le merecía aquel noble anfitrión al que había interrumpido—. Hiczo… Hiczo sólo es un kirxac. Ganado entre los de su sangre. Hiczo no tiene uno de esos bonitos colgantes, pero Hiczo sirve a La Legión, que sí lo tiene. Sólo evitaréis que Hiczo siga a La Legión arrancándole las piernas. Reto a Berserk en persona a intentarlo ¡Por el tótem de Biskar! —afirmó golpeando con fuerza la mesa para reafirmar su convencimiento—. Así que donde tú vayas, D’akoram, Hiczo caminará por delante.

Aquel desmesurado toro clavó sus ojos en la faz pétrea de Legión. Al principio hubo un extraño silencio… sólo al principio.

—Ezzzsssstoy con el Torrro.

—¡Horrim[5]! —explotó Kurgem con su reverberante voz—. El condenado cabestro tiene razón. También nosotros tenemos lealtades. Dicen que son pocos y yo veo una mesa repleta de grandes guerreros. ¡Que me aspen vivo! Esta cuadrilla ha derramado sangre suficiente para teñir de rojo el maldito Gran Azur ¡Y seguimos vivos! —La vehemencia del enano arrancó pronto voces entusiastas entre sus camaradas. Rexor contemplaba la escena con cierta distancia, interesado en aquella reacción imprevista y dejando actuar con libertad. Pronto una voz llamó al orden. Con cierta sorpresa no resultaba nadie acostumbrado a manifestar con asiduidad sus motivaciones.

—Esperad un momento, pandilla de enanos coléricos —interrumpiría la elfa tatuada, echada hacia atrás sobre el respaldar de su asiento y con los brazos cruzados en un gesto hosco— parecéis un corrillo de viejas gritando todos a la vez ¿Alguien se ha parado a pensar un poco? —El silencio se fue haciendo a su alrededor conforme la guerrera hablaba—. ¿Sois conscientes de quiénes eran en realidad los que se sentaban en estas sillas? Por todas las mentiras del Embaucador, aquí estuvo un Caudillo de la Guerra D’akoram, el Heredero de los Jerivha, el Shar’Akkôlom, el propio Murâhäshii… Hay un Gran Maestro Kurawa, una Jinete del Viento, el propio Legión, a cuya sombra hemos crecido todos. ¿Me olvido de alguien? —preguntó con sorna—. ¡Ah, sí! —exclamó en evidente ironía— …y este leónida que nos habla tan solo se trata ¡¡Del maldito Guardián del Conocimiento!! —Karla asesinó a todos sus compañeros con una mirada tan afilada como el hierro que pendía de su cinto.

—Y ahora… ¿Os habéis mirado vosotros, pandilla de estiércol? Aquí, tres enanos desertores, ahí un kirxac, un saurio asesino y una rata peluda que ni en sus mejores momentos pudo llamarse con propiedad un humano. Y yo. No, no creáis que me tengo por algo mejor que ninguno de vosotros. Soy una maldita elfa con tanto rencor acumulado en las venas que no dejaría una cabellera silvanna sin cobrar, si tuviera oportunidad de ello. No somos más que desecho.

Karla había conseguido enmudecer a la audiencia. Rexor continuaba expectante. Callado, sin perder detalle. Robbahym le lanzaba una mirada cargada de significado. Quizá solo él conocía hasta donde podía llegar la dureza de las palabras de aquella elfa resentida y, tal vez, ni aquel lugar ni aquel contexto resultaban el más idóneo para ello. Pero era Gharin quien veía en aquella actitud cerrada e intransigente vestigios de alguien a quien conocía demasiado bien.

—¿Qué infiernos hacemos semejante escoria reunida aquí si no es por una irónica grieta en el Tapiz? —continuó ametrallando a los suyos—. ¿Qué diablos se espera de tanta chusma? Si de tan asombrosa reunión de prohombres sólo restan tres… y uno de ellos anciano y tullido ¿Cuál es el motivo de tan ilustre reunión? ¿Una espontánea explosión de altruismo? Porque yo llevo al menos veinte años viviendo en un mundo miserable donde todos apartaban la mirada ante la desgracia ajena. ¿Qué es realmente esa basura del Círculo? Pregunto, si no es ningún agravio ¿Solo reunión de viejas glorias que de tanto en tanto se encuentran para rememorar hazañas y llorar a los que faltan? ¿Cuáles son sus votos? Tan altos y nobles se presentan y de tan poco perecen haber servido si hoy estamos aquí haciendo… no sé muy bien qué. ¿Para qué diablos se formó? ¿Cuál fue su noble causa? No debió ser demasiado trascendente, ni tampoco hubo de valer lo suficiente para inclinar la balanza o de otra forma nuestra realidad sería ahora más amable, sin duda… ¿Qué sentido tiene tanto estúpido protocolo vacío? ¿Y qué infiernos pinta en todo esto una medioelfa novata y esos humanos que con tanto celo y tanto riesgo hemos traído hasta aquí, jugándonos el pellejo?

—¿Queréis saber lo que pienso? —preguntó con retórica. No necesitaba respuesta para continuar—. Pienso que bajo esta torre magnífica. Debajo de este solemne salón cargado de grandes y gloriosos recuerdos donde ahora nos ponemos todos tan serios y ceremoniosos hay quinientas almas que se mueren mientras hablamos. Una fosa común viviente que se desmorona por días, a quienes les han robado toda esperanza. Como a cientos igual que ellos. Como a miles antes de esos cientos ¿Y qué? ¿Tanta palabra pomposa y tanto poderoso tal y venerable cual, va a devolverles uno solo de los años consumidos bajo esta lápida? ¿Toda esta farsa va a resucitar a sus muertos? Si alguien me asegura que sí, me quedaré a escuchar lo que reste. Si por el contrario, como estoy segura de que ocurrirá, todo esto no son más que palabras huecas… me temo que esta zorra desgraciada volverá a la arena a ahogar sus miserias abriendo gargantas. —Y de un golpe de sus manos sobre la madera, se puso en pie con la firme intención de abandonar la reunión.

Una manaza encallecida y poderosa le aferró con firmeza una de sus muñecas.

sep

Robhyn se encontraba en el lugar anexo al de la tatuada elfa. Le dedicó una mirada impávida. Un gesto muy habitual en el gladiador para requerirle unos segundos de tregua.

—¿En verdad crees que estos hombres eran, cuando se sentaron por primera vez en esta mesa, quienes ahora son? —Ella dobló su pelada cabeza para mirar a quien hasta entonces había sido su único norte. Él le habló pausado y firme—. Ahora te pregunto yo, Karla ¿Has visto en esta reunión a alguien de noble ascendencia? ¿Hay entre la lista de aliados que has escuchado algún hijo o hija de rey, algún apellido ilustre, algún aristócrata sea de la raza que sea? —La airada elfa pareció tranquilizarse un momento. Cerró los ojos y admitió una negativa con la cabeza—. Todos me conocéis ahora. Decís que soy Legión. Sin embargo, mis orígenes no son mejores que los vuestros. Nací y crecí en Crym, una pequeña aldea perteneciente a las tribus de bárbaros Iriskos del Media-Kürth. No soy más que un hijo de pastores de unas tierras hostigadas por el Imperio. Los elfos, Gharin y Allwënn, eran dos desterrados de sus bosques, repudiados por los suyos, que vendían sus destrezas por un puñado de oro cuando se sentaron a esta mesa por primera vez. Torghâmen era el brazo derecho de un opositor al Hirr’Harâm, Sargon de Tuh ‘Aâsack, y Olem apenas un joven toro inquieto buscándose a sí mismo. Un D’akoram, cierto, pero no todos los de su estirpe están llamados a gobernar a los suyos. ¿Queréis saber del resto? Keomara no era más que una niña ladrona que se prostituía de las Bocas. Una aviesa timadora a la que la vida le había enseñado sus maldades y codicias demasiado pronto. Ishmant fue un asesino Natshaagharu que en un momento de su vida. Cansado de desconocer incluso el nombre de quienes asesinaba a sangre fría se replanteó su existencia y entró en la orden de los Kurawa. Lem era Jerivha, cierto, pero aquí no fue más un herrero con una pesada herencia. Más conocido por su talento con la fragua que por sus logros con la Extinta Orden. Äriel una virgen con unos votos inquebrantables. Ofreció su carne para los dioses al amor un mestizo que la idolatraba. La ruptura pesó demasiado y que le costó la vida. Éramos buenos luchadores, sin duda. Llegamos a esta mesa con algunas victorias en nuestro haber y algún camino andado. Igual que vosotros. En muchas ocasiones esas victorias no fueron limpias, ni el camino recorrido con rectitud. Pero Rexor vio algo en nosotros entonces y aún hoy me pregunto qué pudo ser. Nos dio algo por lo que luchar. En esta mesa juramos defender unos principios, unas lealtades y no regirnos por recompensas materiales. Aunque las hicimos, juramos defender la vida. Juramos lealtad a la justicia encarnada por el Imperio, es cierto… pero nuestro mayor voto no fue ninguno de esos. Fue el de mantenernos unidos, por encima de todo. El de luchar juntos, ser un solo cuerpo. Incluso ese voto, fue quebrantado.

—Hicimos grandes cosas juntos. Y Allwënn se convirtió en el Murâhäshii y Gharin en el Arco. Y no hubo sombra más rápida que Keomara, ni hacha más poderosa que la que batían mis brazos. Pero entonces se desató la guerra. Aquella maldad que juramos combatir se hizo carne y fue demasiado fuerte como para ser detenida por hombres. Äriel fue la primera en caer… Allwënn enloqueció y desapareció. Y tras él, quien siempre será su diestra. Sólo el Arco fue capaz de seguirle el rastro. Olem se dirigió al Othâmar, tenía intención de unir las tribus. Nadie por entonces creía en su empresa. Torghâmen volvió a Tuh ‘Aâsack y se apartó del mundo e Ishmant se exilió a los Grandes Hielos del Fin del Mundo. Todos desaparecimos. Yo el primero. Rompimos nuestro voto. El más sagrado. El más importante. Le dimos la espalda a aquello en lo que habíamos creído. Aquello por lo que éramos. Rexor regresó a las Cámaras del Conocimiento pero antes de marcharse nos advirtió: «Si volvéis a verme es que existe una manera de acabar con la sombra que hoy oscurece los cielos». He pasado veinte años de mi vida esperando volver a encontrarme con él. Comiéndome las entrañas pensando si otro hubiera sido nuestro destino si hubiésemos estado más atentos. Hubiéramos muerto, quizá, pero más vale morir una vez con honor que morir a diario escondido y avergonzado.

—Sin embargo, Él está aquí. Y eso solo puede significar que nuestro enemigo tiene un punto débil. Estoy seguro que tanto la joven Forja como estos jóvenes humanos o aquellos que el Shar y mi bastardo amigo persiguen tienen su papel en este extraño duelo. Por eso, el Círculo debe volver a reunirse. Debemos acabar lo que empezamos. Y si vosotros estáis aquí ahora, puedo daros mi palabra de que el azar no ha tenido nada que ver, aunque bien parezca lo contrario. He visto morir a muchos a los que amaba. Mis padres, mis amigos, mis compañeros… pueblos enteros. Y puedo jurarte, poderosa Karla, mi valiosa guerrera, y en estos años mi única familia, que la suerte de esos hombres y mujeres que se pudren en las raíces de esta torre, no te quepa un hálito de duda, depende de cuánto hoy se haga y se diga en esta sala.

Todo el mundo quedó mudo ante la confesión del coloso herido. Karla agachó la cabeza y regresó a su asiento sin decir palabra. Robbahym demostró su felicidad por aquel gesto esbozando una sonrisa amable y pasó aquel brazo de roble sobre sus hombros de elfa estrechándola con emoción.

—La valentía y predisposición de tus hombres te honra, Robbahym de Crym. Como a ellos debe honrarles la dimensión de las palabras que se acaban de escuchar. Has hablado desde el corazón y me siento afortunado de haber sido testigo de tus confesiones. Me enorgullece tu firmeza y tu convicción en esta empresa, viejo amigo. Pero la guerrera Karla está en lo cierto y no puedo pediros que os suméis a una batalla a ciegas. Debo confesaros tanto mis planes como las raíces que los sustentan. El viejo Círculo, envejecido, mermado y disperso debe ampliarse. Tal vez quienes os sentáis en torno a esta mesa seáis no solo unos merecidos candidatos, sino quizá, los únicos de los que pueda disponer. ¿Estáis preparados para escuchar noticias que son difíciles de creer? ¿Estáis dispuestos a conocer secretos que sin duda cimbrearán todo en cuanto habéis creído y sostenido hasta el momento? Sólo espero que vuestra fuerza y valentía sigan indemnes cuando acabe de narraros la única verdad que dispongo, aunque esta parezca revestida de locura.

Rexor se acomodó en su labrado sitial y colocándose sus diminutas lentes ojeó algunas de las notas y libros que había traído consigo. Aún sin apartar la mirada de aquellos viejos y amarillentos escritos, comenzó a hablar.

—… Hubo un tiempo, antes del nuestro, en el que el mundo se sumía en una cruenta guerra entre Dioses. Antes de que ningún elfo despegase sus raíces de la tierra y antes de que ningún enano emergiese desde las profundidades, los Dioses de la Luz y del Caos se enzarzaron en una batalla cruel sobre este mundo que los Dioses blancos habían creado para confundir a sus adversarios. Las divinidades de la Luz perdían irremisiblemente frente a los aliados de la Sombra, con Kaos, Simiente de la Oscuridad a la cabeza.

«Antes de que nuestros dioses naciesen, aquella batalla parecía decantarse hacia el lado sombrío, hasta que los Dioses blancos, sacrificando un gran poder, proveyeron con un arma de gran potencia a unas criaturas aparentemente inofensivas, creadas por la misma Esencia de la Vida, el Dios Omnipresente. Así entraron los humanos en la historia del mundo antes que ninguna otra raza. Kaos fue desterrado y sus huestes vencidas y sometidas. Siempre vigiladas…».

«… Estos hechos nos fueron transmitidos en una vieja y ancestral letanía llamada La Flor de Jade, nombrada así por el arma legendaria que los humanos portaron contra Kaos. Los textos originales no se han conservado hasta nuestros días. Sin embargo, un sabio erudito elfo, Vyldgünd’Yriväss Vidd’Istarill, conocido como Vyldgünd de Arckannoreth, que vivió durante el alto periodo de dominación élfica, tuvo entonces acceso a ellos. La traducción de Arckannoreth, hoy también perdida en su mayor parte, son los textos más antiguos que se conservan sobre estos sucesos y también su fuente más fidedigna. No obstante, el sabio elfo, lejos de reproducir lo que aquel épico poema transmitía creyó ver en sus líneas una advertencia. Decidió entonces escribir sus reflexiones en tres volúmenes proféticos que llamó “Los Tres Enigmas” y son, “El Encuentro”, “La Senda” y “De lo Oscuro”. Estos, a su vez, fueron consignados en varios capítulos o libros: “El libro del Enviado” y “El Círculo se Abre” componen El Encuentro. “El libro de los Herederos” y “El libro de las Alianzas”, configuran “La Senda”. “De lo Oscuro” está concebido sin fisuras en un único bloque que Arckannoreth bautiza “Cuando el Círculo se Cierra”. En ellos trazó versículos crípticos donde auguraba un retorno de la Era de las Sombras. Sería entonces que todos los males volverían a campar por el mundo, liderados por los hijos de Kaos, el Desterrado. Aunque también, sospechamos, nos decía a aquellos que habríamos de padecerlas cómo combatirlas… y vencerlas».

«… Los enigmas de Arckannoreth fueron traducidos tiempo después por otro de esos personajes singulares que en ocasiones nos brinda la Historia. Heriocario el Turdo, mentor que fue de Lord Jasbark de Mirykaban, el Tercero que llamaron, de la primera dinastía de emperadores de la vieja Lorkayr. Heliocario trató de respetar la fidelidad de las narraciones del malogrado sabio elfo aunque no pudo evitar incluir algunos usos y fórmulas que pertenecían a la primeriza tradición de emperadores humanos. En cualquier caso, el Turdo admitía las tesis de Arckannoreth. Así, sus enigmas planteaban que los dioses no se responsabilizarían del tiempo de los humanos que comenzó tras las épocas de las luchas que narra la antigua letanía. Pero enviarían señales para advertir del final de los tiempos del hombre y el comienzo del retorno de la sombra. Estos concluirían con el nacimiento de un Advenido de los Dioses. Arckannoreth, fiel a su cultura élfica lo identificó con uno de los arcángeles o héroes de Misal que los elfos consideran el Caballero. Señor de las Custodias Elfas. Misal poseía siete arcángeles o Vhärst. El Séptimo, Alehá, era el Vhärst de la guerra, el guardián del Equilibrio. Sin duda, el personaje de la Cosmogonía elfa que mejor encarnaría el papel de Mesías Salvador. Heliocario lo llama el Advenido de los Dioses, en franca deuda al recién instaurado orden imperial humano, solo dos generaciones anteriores a él. En las Aventuranzas del Turdo, el Advenido no es una deidad menor elfa sino un caudillo humano, un emperador-guerrero que sigue el mismo patrón que el de los primeros emperadores de la casa de Mirykaban, quienes entronizando la vieja dinastía de reyes de la antigua Lorkayr acabaron definitivamente con la influencia del mundo élfico, ya en absoluta decadencia…».

«… Las señales que anunciarían la antesala de la Sombra serían: La desaparición de los Jerivha, que el Turdo llama Portadores de la Lanza. Arckannoreth no los menciona directamente. Habla de la huida de los Iluminados. Aunque los Jerivha no gozaron del mismo poder y relevancia durante la dominación elfa, parece una alusión muy directa a aquellos que desde tiempo inmemorial fueron las custodias de todos los lugares santos y reliquias de poder anteriores al amanecer de los elfos. En tiempos de ambos pensadores, los Jerivha eran una poderosa orden, desvinculada en principio de todo gobierno humano o elfo, defensores de los Artefactos de los Dioses, reliquias de las eras pasadas vinculadas con la guerra entre Dioses. Poco a poco los Jerivha irían adquiriendo poder en época del Imperio humano que basó su prestigio en el sostén de la poderosa Orden. Luego, cuando los emperadores consolidaron su poder, temerosos de la que Orden dictara sus destinos se fueron apartando de ella hasta quedar reducidos casi a una presencia testimonial y, con ellos, sus secretos se sumirían en las sombras incluso para la propia Orden de guerreros custodios».

«… Otra de las señales sería la perversión por parte de la Sombra de los sagrados lugares y artefactos de los Jerivha. Creedme que el Culto de Kallah, lejos de repudiar las viejas creencias se ha dedicado por siglos a buscar y desenterrar el legado mágico y sagrado de nuestros ancestros. Entre ellos, los más poderosos: aquellos que una vez guardaron los secretos Jerivha. Luego vendría lo que ellos llamaron la “Rebelión de los Desterrados” de las “Razas Hostiles”; que lucharían, textualmente, como un solo brazo y un solo ser a pesar de sus diferencias, vinculados a un estandarte sangriento surgido de las entrañas del Pozo de Sogna. Resulta tentador no poder evitar asociarlos con las legiones del exterminio y al Némesis Exterminador. Ellos, dicen los textos de Heliocario, prepararían el camino a la Amenaza, robando la esperanza a los pueblos de la ley. O lo que para él resultaba lo mismo, a los súbditos del Imperio. Sin embargo, todos estos presagios serían también el telón de fondo que marcaría el Advenimiento, la llegada de la única oportunidad…».

«… La última de las señales sería el Crepúsculo de los Dioses; que Heliocario denomina el Gran Avatar, manifestándose como un gran estremecimiento. Un gran temblor “no de la tierra, el viento o los océanos; sino de aquello que los une y los sostiene” o lo que es lo mismo: un temblor mágico, que se dejaría sentir “Desde los pilares del Astado al Reino Escinto, Desde las Soledades de Hielo al mar de Arenas y más allá de toda coordenada y más allá”. En cuyo centro se alzaría el séptimo de Misal, el Advenido de los Dioses que llegaría, según las profecías “Desde más allá del recuerdo y del olvido… desde más allá, vendrá junto a los Dioses y de los Dioses… ¡Vhärs Alehá üth wêlla aloe!”. El Advenimiento se ha cumplido conmigo, reza el enigma…

«… Las señales se han cumplido. El Crepúsculo de los Dioses se ha dejado sentir. Las huestes de la Sombra lo saben y emprendieron pronto la marcha hacia el epicentro. Pero la providencia divina estuvo con nosotros y su capricho nos llevó a tropezarnos primero con aquello que todos buscaban».

Rexor desvió intencionadamente su mirada hacia los humanos que por primera vez eran testigos de todo cuanto parecía haberse creado a su alrededor. El peso del resto de las pupilas fue pronto insoportable.

—No había semidivinidades ancestrales allí. Lo que hallamos fue a un puñado de humanos desorientados que decían venir de muy lejos y no podían explicarse haber terminado dando con sus huesos en aquel lugar desolado.

El Señor de las Runas aprovechó aquella pausa para aclarar su garganta con un poco de agua, consciente de que aun cuando su plática no había concluido en datos ni intenciones, aquellos oyentes necesitaban sin duda una tregua con la que reciclar y racionalizar lo hasta ahora visto y oído.

El silencio parecía haberles derrotado. Rendidos sobre los respaldares de sus asientos se miraban entre ellos con expresiones variadas. Para la mayoría, aquellos hechos, textos y asuntos pertenecían a un universo paralelo, exclusivo de hombres cultivados. En su azarosa vida de pendencieros y supervivientes, pocos ratos debieron disponer para lecturas de historia y relatos del pasado. Desconocían la dimensión última de cuanto allí se había expuesto. Las relaciones, tan evidentes para el Guardián del Conocimiento, para ellos apenas si tenían algún sentido concreto y definido. Sin embargo, tenían demasiado cerca aquel presente cruel que les envolvía y su agudeza de guerreros se afilaba demasiado como para ignorar el fin último de lo que en aquella mesa se estaba poniendo en juego. Resultaba demasiado simple, desposeído de tanta cita y tanta retórica:

Alguien, hacía demasiado tiempo como para contabilizarlo hoy, había parecido prever aquella maldad que ellos sufrían. El despertar de las legiones, la oscura época de matanzas y opresión en la que vivían. Se apuntaba un tímido y críptico medio para luchar contra ella. Y aquellos humanos, en apariencia no muy distinta a la de cualquier otro, parecían ser el centro de todas aquellas profecías y leyendas. Demencial, como bien se les había advertido al principio, pero esperanzador.

Los comentarios pronto se espesaron en un murmullo que crecía poco a poco en claridad hasta que los labios de alguna de aquellas gargantas se traicionaron con un comentario que sobrevoló a todos los presentes.

—No parecen poderosos —certificaría alguien colándose en un pequeño momento de silencio traidor. Resultaba evidente. Pero en aquel momento Alex, en un arrebato súbito, golpeó la mesa con su puño cerrado obligando a los presentes a prestarle atención.

—¡Es obvio que no lo somos, caballeros! No, no somos nada poderosos. ¡Somos músicos, por el amor de Dios! —Aquella revelación despertó un coro de murmullos y comentarios entre quienes desconocían tal información—. Ni incluso comparados con muchachos de nuestra edad lo somos. Mirad a mi amigo. En el lugar del que venimos su estatura y su fuerza lo convierten en alguien impresionante. En esta mesa ni siquiera merece un comentario. Os aseguro que resulta el más extraordinario de todos nosotros. Claudia es una muchacha discreta la mayor parte del tiempo y el otro chico, apenas es adolescente. ¡Y miradme a mí! ¡Por Dios! ¿A quién trato de engañar? Ni aun así vestido inspiro siquiera respeto. ¿Qué os hace pensar que de lo que hagamos o digamos depende la suerte del nadie? ¡Es una locura!

—Tiene razón —se apresuró a decir uno de los hermanos—. He visto liebres con más empaque que ellos.

—Nuestra suerte está echada si dependemos de semejantes viandas —añadiría otro.

—Esos textos deben estar equivocados. Un puñado de juglares. Los dioses nos amparen.

sep

—Quizá nos equivoquemos —intercedió la soberana voz del félido, atrayendo de nuevo hacia sí el protagonismo de la escena y silenciando los murmullos—. Nadie nos librará del error. Sin embargo, joven fue también Abdur Tassyram, el Meronio y extendió su imperio hasta abrazar las dos orillas del Azur. Músico era en su origen el Rey Valkadar de la casa de los Sartures y gobernó con sabiduría su extenso dominio. Ni la cuna, la herencia ni la juventud son lastres para los grandes hombres. El poder no está en el músculo o en la dimensión del cuerpo. No busco esa clase de poder. No nos interesa esa clase de poder.

Pero… debo reconocer que incluso yo me dejé seducir por la imagen de un caudillo vigoroso y capaz de dirigir legiones. Tardé en entender que esa no será la imagen de aquel que esperamos. Tanto el sabio elfo como su sucesor humano se dejaron engañar por el imaginario colectivo y esquemas del tiempo en el que vivieron y escribieron sus obras. El primero imaginó al Advenido como la semideidad más poderosa de un panteón cuya casa de la Guerra no es comparable con la de otras culturas. Así, para aquel elfo en plenitud de su cultura, el séptimo de Misal representaba la fuerza de su raza, la omnipotencia élfica. Para Heliocario, que vivió en un imperio balbuceante que aún necesitaba legitimarse, su Advenido correspondía exactamente con la de aquellos primeros caudillos guerreros que tres generaciones antes habían desafiado el poder establecido y fundado los aledaños de lo que más tarde sería el Imperio humano. Ambas imágenes están fabricadas según sus intereses, según su cultura, según sus propios mitos y héroes. Por lo tanto, ambas imágenes son falsas. ¿Cuál es el perfil de aquel que, según los textos, los dioses enviarán como última de las señales y en torno al cual se gestará la única oportunidad? Lo ignoro. Lo ignoraba cuando partí de las Cámaras del Conocimiento dispuesto a encontrarle y lo ignoro ahora que creo tenerle cerca, quizá sentado en esta mesa. Las evidencias están en los textos. Las señales son explícitas. Les señalan a ellos. Eso es lo único que puedo asegurar. Y por el empeño de nuestro enemigo, me atrevo a pensar que caminamos sobre tierra firme.

—Yo quiero decir algo, si se me permite —solicitó el corpulento Odín poniéndose en pie. Rexor, con un elegante movimiento de su mano le cedió la palabra—. Como ya Alex ha dicho, no somos poderosos. Es más, personalmente ni siquiera me considero lo bastante capaz como para entender lo que aquí se está diciendo. Ante esta reunión de grandes guerreros y cultivadas personalidades uno se empequeñece rápido. —Aquel comentario suscitó algunas sonrisas—. No tengo demasiado crédito para afirmar esto, pero tal vez, nadie haya caído en la cuenta de que esto puede ser un círculo vicioso. Quizá ese enemigo nos busca desesperadamente porque usted, Rexor, que es el Señor de todo el Conocimiento y todo eso, nos protege de él contra viento y marea. Esto le hace pensar que somos muy importantes. Sería precisamente ese empeño por encontrarnos lo que le confirma a usted que probablemente lo seamos. Ambos alimentan y confirman las sospechas del otro, aunque en el fondo ambos podrían estar equivocados. —Rexor le sostuvo la mirada pensativo un instante—. Bueno, quizá no me he explicado con claridad —dijo Odín turbado por aquella presión de las pupilas del félido.

—Perfectamente, hijo —le aseguró aquel.

—En cualquier caso —continuó Odín aún algo turbado—, si todo es cierto, si realmente estamos aquí porque, Dios sabrá, alguno de nosotros es ese salvador que todos aguardan… ¿Qué se espera exactamente de nosotros? ¿Qué se espera del Advenido divino? ¿Qué dicen esos textos de nosotros?

Rexor quedó por un instante mudo. Ni siquiera parecía estar en sí mismo cuando Odín dio gentil y quizá inocentemente las gracias por habérsele permitido hablar y regresó a la compostura de su asiento. Todo el mundo esperaba una respuesta. El félido dejó que sus labios dibujaran una sonrisa casi irónica antes de responder.

—Nada. Los textos no dicen nada. —Aquella confesión avivó una miríada de comentarios incluso entre quienes le habían estado siguiendo desde el principio. De entre ellos, el rubio Gharin pareció quizás el más descolocado. Él le había creído desde la primera palabra. No supo reaccionar ante la supuesta mudez de las viejas profecías.

—Así es mi viejo amigo —le reiteraría el leónida con semblante sereno—. Los viejos textos callan sobre el papel del Advenido.

—Pe… pero eso no tiene mucho sentido —balbuceó el apuesto medioelfo, incrédulo, poniendo palabras a un sentimiento que se hacía mayoritario.

—No, tal vez no lo tenga —reconocía Rexor—. En su trilogía, Arckannoreth marca una pauta. Durante los primeros compases del Encuentro traza las líneas del Advenimiento, evidencia las señales, los símbolos, anuncia la llegada. Pronto desvía su atención hacia lo que él denomina las Lanzas. En realidad habla de una reunión de viejas espadas, y lo hace en términos bastante explícitos. «Lanzas forjadas en fraguas dispares por manos dispares» y advierte que «ha tiempo juntas ya se vistiesen de sangre». Las llama a reunirse una vez más. El sabio no especifica su número. Si son un puñado de hombres o una legión es algo que ignoro. Solo sé que habrán de encontrarse en la «encrucijada de los tiempos, allende mil caminos se hacen uno».

—¿Eso qué significa? —Rexor miró con benevolencia a la concurrencia eludiendo deliberadamente los ojos de quien interrogaba—. Puede significar muchas cosas. De hecho puede significar lo que nos plazca —advirtió inspirando largamente antes de responder mirando uno a uno de los allí reunidos—. Lo cierto es que resulta demasiado tentador para mí no reconocer al Círculo de Espadas en tales versos. Lanzas surgidas de fraguas dispares. Forjadas por manos dispares. ¿No es acaso lo que tengo ante mí? Guerreros dispares, de razas dispares. Elfos, enanos, humanos, toros, saurios… Mestizos, marcados, renegados, proscritos. No hay lanzas más dispares que las aquí reunidas y las que deberían reunirse en breve. El viejo Círculo que se amplia. ¿Y no es este lugar la encrucijada de los tiempos, allí donde mil caminos se hacen uno? Tu camino Hiczo y el tuyo, Karla. Y el vuestro, hermanos ‘Hallaqii, y el mío, y el de Lem, que tanto ha caminado, y el de Robbahym, que ahora es Legión. También es el camino de Gharin y de los ausentes, Allwënn, Asymm’Ariom, el Shar’Akkôlom… Y el de nuestros desconcertados humanos. Mil caminos que quizá esta noche se hagan uno.

—Y zssssi lo hazssssen, Maezzzsssstrrro. ¿Adónde nozzsss llevarrría ezzssssse camino?

—A la muerte misma, Guerrero Saurio. Muchos creen que el Culto ya ha vencido. Pero yo estoy seguro que su guerra no ha hecho más que comenzar. Estamos en los albores de la Era de las Sombras. Lo peor nos aguarda aún. —Aquella noticia sembró el desconcierto en las filas. Parecía demasiado desmedida, aunque por boca del Señor de las Runas incluso la más inocua conjetura podía cobrar altos visos de certeza.

—¿Peor aún que esta barbarie, Poderoso? —Arremetió Legión, como si tal posibilidad estuviese fuera de los parámetros posibles. Lem se llevó por instinto su única mano la frente—. La raza humana ha sido diezmada hasta casi la extinción. Los supervivientes se esconden en madrigueras. Hay matanzas a diario y el cruel destino del Yugo Espinoso nos tortura extendiendo su poder conforme hablamos. Veinte años de horror para los nuestros… ¿Es posible, Poderoso, que sólo hayan comenzado su labor? —Rexor mandó a la calma con gesto pausado.

—Varios son los indicios que me llevan a pensar de este modo, querido Robbahym —anunció el Guardián del Conocimiento con voz grave—. Primero: las antiguas profecías atribuyen al Advenimiento el carácter de último aviso antes del comienzo de las Sombras. Si cuanto hemos dicho en esta mesa tiene algún sentido para nosotros debemos pensar que aún estamos ante las puertas de un largo proceso que no ha hecho nada más que comenzar. Segundo: la propia lógica. La conquista del Culto no ha sido por motivaciones políticas. La libertad de cultos en el imperio hacía que precisamente en sus dominios los devotos de Kallah gozasen de muchos privilegios y no pocos derechos inalienables. Sin embargo, su gran guerra se desató contra los fieles al Emperador. Belhedor cayó pronto pero ello no detuvo sus ansias de venganza. No obstante, pasaron de largo ante los bosques elfos, siendo los hijos de Alda quienes condenas más severas y persecuciones más encarnizadas les han hecho sufrir, casi desde la época del sabio cuyos textos seguimos. Han actuado atropelladamente, con demasiada prisa, como si el tiempo fuese indispensable para ellos. Han extenuado tanto sus filas que la gran barricada del Ycter les frena. Aun así, en lugar de asfixiarles. De tomarse su tiempo para ahogarlos durante décadas, preparan una gran ofensiva contra ellos, incurriendo en grandes dispendios humanos y económicos. Detrás de tanto fanatismo existe una empresa mayor. Una empresa que incluso se nos escapa de la comprensión.

Robhyn de Crym había estado observando la reacción de sus hombres. Así que cuando el félido concluyo, alzó ambas manos con intención de detener cualquier nueva palabra.

—Mis hombres necesitan parlamento, Poderoso —anunció con autoridad haciendo valer su grueso torrente de voz—. Incluso a mí, que sospechaba grandes acontecimientos con tu regreso, todo esto me supera. —Con un gesto beneplácito, Rexor autorizó aquella reunión.

Los hombres dejaron sus asientos y caminaron unos metros apartándose de la mesa para poder discutir con cierta intimidad. Lem les observó con preocupación y no pudo evitar hacer partícipe de aquella misma incertidumbre al Señor de las Runas. Paciencia, le pidió aquel.

Los humanos y Gharin no hablaban. Sus rostros serios y desencajados lo decían todo por ellos. Después de algunos minutos, los guerreros regresaron a sus lugares y la Legión habló por todos.

—Recapitulemos, Rexor. Demasiada y muy trascendental ha sido la información para una sola noche. —El aludido le hizo saber que no había problema en ello—. Según tus estudios la Era de las Sombras aún no ha empezado a pesar del avance del Culto y de la eliminación de los humanos. —Rexor inclinó la cabeza despacio en un prolongado gesto afirmativo—. Según las leyendas, vendrá un enviado de los Dioses que liderará una facción contra su causa maligna… y ese Advenido podría sentarse en esta mesa aunque nada sepamos ni de su aspecto ni de su suerte, ni de cuál será su camino. —El Guardián del Conocimiento, con suma paciencia repitió aquel mismo gesto aprobativo. Conforme sumaba palabras a Robhyn se le hacía más difícil proseguir—. Sin embargo, esas mismas letanías y leyendas hablan de una reunión de guerreros que tú equiparas al viejo Círculo de Espadas. Por eso has decidido volver a reunirlo, si es que puede ser reunido. Mis hombres podrían aprestarte buena ayuda y has pensado ampliar el Círculo con ellos.

—Resultan un nutriente valioso, mi buen Robbahym. Uno nunca tiene suficientes aliados. —Robhyn pasó por alto aquel comentario, concentrado en dar un aspecto coherente a la multitud de noticias recibidas sobre aquella mesa.

—Siendo esto así, imaginemos por un momento que toda esta locura es cierta. Que en nuestras filas se encuentra el Paladín de los Dioses y que el Círculo reconstituido se pone en marcha. ¿Cuál sería nuestro movimiento? ¿Qué pueden hacer un puñado de desertores y viejas glorias contra este mal que se antoja omnipresente?

—Lo es, viejo amigo. Está por todas partes, ataca por todos los flancos. Pero aún le combaten. En el duro Alwebränn, en el frío norte, desde la última frontera. Cien pequeños clanes de bárbaros del Othâmar y el Media-Kürth han formado en las riveras árticas del gran río Ycter una gran barricada. Aquellos que antaño hostigaban las ricas planicies de Gallad, aquellos que jamás quisieron someter su modo de vida a las leyes y usos imperiales son hoy los últimos humanos. Y luchan y defienden sus vidas con el mismo ímpetu con el que décadas atrás se enfrentaron al emperador. Tribus que jamás pudieron convivir en paz entre ellos han formado, gracias a las adversidades, una férrea coalición de guerra. Una hermandad que debería inspirarnos. Los Toros unidos bajo el estandarte del Asta del Dragón les apoyan y también algunos clanes de enanos de cristal, los guerreros de Valhÿnnd. Barkarii, antigua Valqk’Ard, aún resiste. Sin embargo, no son alianzas suficientes. Marcharemos hacia el norte, Robbahym, la Legión. Nos uniremos a su empresa.

Es un principio, dejemos que los hechos sigan su curso.

Escuchad estos versos: «Y se levantaron unidos bajo la misma bandera quienes nunca vieron la luz del mismo día». ¿Qué os sugiere?

—Nuevamente sugiere lo que nos plazca —escupió en tono muy escéptico la elfa pintada después de que el silencio y los cruces de miradas parecieran indicar que nadie estaba dispuesto a dar su parecer. Rexor sonrió.

—Pragmática, ácida, locuaz. La guerrera Karla nos pone a prueba. Es cierto. Podrían significar lo que quisiéramos. Juguemos a que podemos dejarnos seducir si ello redunda en nuestro ánimo. Y puede resultarnos placentero pensar que quienes nunca vieron la luz del mismo día son aquellos que nunca estuvieron de acuerdo, aquellos lejanos, aquellos distintos, aquellos que pensaban diferente… y ahora se unen, y se levantan, y pelean bajo una misma bandera. Ahí están nuestros bárbaros, luchando codo a codo, espalda con espalda, con quien desde generaciones consideraron extraño, si no enemigo.

—Pero sigo sin entender, Poderoso. ¿Cómo podríamos inclinar la balanza un grupo de guerreros? —Se preocupaba en esta ocasión el rubio Gharin—. ¿Cuántos somos? ¿Doce, catorce, contando a los humanos? Incluso si estuviéramos todos ¿Qué seríamos? ¿Una veintena de hombres, mal contada?

—Pero qué hombres —sentenció el herrero—. Entre todos sumamos un millar de batallas, no deberíais de desmerecer lo que sois.

—Más aún —añadiría el félido—. No deberíais menospreciar las capacidades de un solo hombre. Cualquiera de vosotros en batalla podría decidir una victoria. Pero no, no quiero emprender camino hacia la última frontera sólo para servir una veintena de aceros más a unas filas hambrientas de hombres. Buscamos las alianzas. Extender las alianzas a los elfos. He de visitar el Sÿr Sÿrÿ[6] por muchos motivos. Conseguir que Ysill’Vallëdhor, Príncipe del Bosque del Fin del Mundo entre en la alianza de los clanes. Es un objetivo que debemos perseguir. Su influencia entre los jardines del Ycter Nevada podría incitar a nuevas alianzas, sin menospreciar a sus mesnadas de arqueros y jinetes alados. Por otra parte, es cierto que los clanes de Enanos de Hielo, abanderados por el Hakkâram de la Ultima Montaña, Hirr’im Hâssek han cerrado filas ante Valqk’Ard, que ahora llaman la Ciudad Estandarte. Pero si pudiéramos conseguir una coalición mayor…

—¿Y cómo pretendes hacer que los pequeños barbudos se pongan de acuerdo, Poderoso? —Advirtió la endiablada elfa—. Convivimos con tres hermanos ‘Hallaqii y no coinciden ni en el color de sus propios excrementos. —Aquel comentario suscitó algunas sonadas protestas y no menos sonadas amenazas por parte de los interpelados. Gharin, sin embargo, sonreía. Sabía perfectamente que, aunque exagerada, aquella elfa tenía mucha razón.

—He pensado en Sargon, Hâram de Tuh ‘Aâsack. —El nombre del temido señor de los Tuhsêkii sobrevoló los labios de la concurrencia en susurros fugaces.

—¿Sargon? —Repitieron los labios del Arco del Sannshary—. Sabes que su propio pueblo está dividido con respecto a él. ¿Qué pensar del resto? Suponiendo que accediese a tus peticiones, claro.

—Sargon tiene reputación de gran general —comentó pausado el Señor de las Runas—. Es un caudillo orgulloso, valiente y sus victorias se cuentan por docenas. Su aura trasciende sus fronteras y a su propio pueblo. Pero por encima de ello, es el Hâram en Tuh ‘Aâsack. Es el Hirr’ Hâram[7]. La Ciudad-Montaña es un emblema para los Nwândy. Incluso para las tribus hermanas del Alwebränn. Su voz tendrá más peso que la de ningún otro.

—¿Estás seguro? —Preguntó Robbahym.

—¡Hagamos la prueba! —Propuso aquel que se volvió hacia los hermanos—. Berkem, Târ, Kurgem. Vosotros sois Ausveqos. Si vuestro Hâram os pidiera ir a la guerra ¿Qué responderíais?

Ni siquiera necesitaron mirarse. Eran desertores. Se libraron de la muerte y la máscara en sus tierras. Según Kurgem, preferiría untarse de miel el trasero y dejar que las cabras lo lamiesen hasta hacerle ver el hueso que volver a las órdenes de los ‘Hallaqii. Sin embargo, cuando Rexor invirtió la pregunta y les propuso luchar bajo el estandarte de los Tuhsêk los tres hermanos se miraron en silencio y maldiciendo su estampa aseguraron que sería un honor morir a las órdenes del Hirr’Harâm.

—El viejo círculo espera vuestra respuesta.

sep

Aquella mañana se había levantado fría como tantas otras en aquel invierno temprano a los pies del macizo de los enanos. El interior del amurallado recinto del Alcázar se encontraba bañado por la tersa alfombra de nieve que circundaba los valles. Hacía sólo unos minutos aquel patio de armas había sido un hervidero de personas excitados ante la expectación despertada por una llegada inaudita.

Un hermoso y ensillado caballo blanco se había acercado hasta las mismas torres barbacanas llamando la atención de los vigilantes. Pronto las almenas se cuajaron de individuos que miraban extrañados a aquel soberbio ejemplar equino recostado sobre la nieve.

—¡¡Es Iärom!! —reconocería Gharin de inmediato, alertado al encontrarle de regreso sin su jinete. Lem Forjadorada no escatimó esfuerzos para devolver al animal al refugio de las murallas. En pocos minutos aquel albino rocín descansaba tras los maderos del establo provisto de agua y comida, así fuese un embajador de lejanas tierras.

Durante algún tiempo, la noticia de aquel caballo sin jinete resultó la comidilla de aquellas gentes sencillas poco habituadas a las noticias del exterior. La ausencia de su propietario hizo pensar en lo peor hasta que un examen detenido de las alforjas rescató cierta nota manuscrita cuya apresurada y laboriosa letra la hacía propiedad del medioenano. Rexor la leyó en voz alta para el resto de los que allí acabaron reuniéndose.

—Este caballo ha recorrido medio continente para llegar hasta aquí —diría después de repasar en silencio las primeras líneas. En la escueta nota y mediante un lenguaje algo críptico, probablemente en previsión de que pudiera haber acabado interceptada, Allwënn contaba que habían acabado en la ciudad portuaria de las Bocas del Dar. Que su persecución les obligaba a embarcar en una fragata del Culto. Esperaban encontrarse con Ishmant que había abandonado la aldea de los medianos e iniciado la persecución por vía fluvial.

Este asunto en particular tranquilizó los ánimos de Rexor cuyas últimas noticias del monje habían sido su intención de aguardar aldea mediana en previsión posibles represalias. Había llegado a temer que la ausencia del Venerable se debiese a una grave complicación en este sentido. La nota de Allwënn continuaba advirtiendo que probablemente no estarían a tiempo para el reencuentro y que concluía dando las instrucciones pertinentes para tratar a su caballo en su ausencia. Aunque con reservas, aquellas noticias fueron tomadas como moderadamente esperanzadoras.

sep

Poco después, Rexor se encontraba a solas con el animal. Iärom acusaba el viaje. Sabían de la extraordinaria naturaleza de aquella montura pero con seguridad aquella travesía había puesto a prueba su resistencia. Sólo Gharin le acompañaba. Parecía, en cualquier caso, más preocupado en acariciar y hablar con el rocín que en dar compañía al Señor de las Runas. Fue en estas circunstancias que mirando el despejado orbe celeste los rasgados ojos de aquel enorme félido se hicieron con el volar elegante de un ave que parecía descender en amplios círculos hacia el alcázar. Rexor requirió las habilidades de su acompañante.

—Gharin, mira las alturas. Dime que ven tus ojos de elfo.

El arquero algo extrañado por la petición del leónida alzó sus pupilas privilegiadas y pronto tuvo una visión nítida de aquella rapaz que sin duda se aproximaba a ellos desde las alturas.

—Es un halcón, Poderoso. Un halcón diamante.

—No son propios de estas latitudes —manifestó con contundencia Rexor evidenciando el motivo por el que había solicitado de las destrezas del mestizo.

Alargando su descenso en círculos y bajo la atenta mirada de aquellos dos personajes el alado animal acabó posándose en uno de los dientes de piedra de la almenada torre.

Félido y elfo se miraron absortos.

—¡Es un correo, Rexor! —desveló sorprendido pero con notable seguridad aquel rubio acompañante—. Un mensajero de los Ürull.

En aquel momento, casi por inercia, la mente del Señor de las Runas regresó a la reunión de hacía unos días, que prosiguió más o menos en estos términos…

sep

—¿Preguntáis al pobre Hiczo, Poderoso señor? —respondió el toro con su acostumbrada grandilocuencia—. Qué puede responder este pobre kirxac. Hasta ayer, el poderoso Hiczo vivía en la arena de gladias. Sangraba en la arena y moriría en la arena. Hoy piden al poderoso Hiczo luchar por una causa noble junto a valerosos guerreros y pequeños humanos. Hiczo no tenía vida ayer y hoy dicen que las viejas leyendas contaban con su hacha vengadora y su rabia de Berseker. —El enorme minotauro se irguió en toda su solemne estatura y arrancando la descomunal hacha que descansaba a su lado la tendió con fuerza sobre la añeja tablazón de noble madera sobresaltando a cuantos se hallaban cerca—. ¡Por todos los demonios del Pozo! Sois el D’akoram del D’akoram. Hiczo peleará por los pequeños humanos que protegéis y morirá libre, si ha de morir. Que ese Círculo vuestro cuente con mi acero, Poderoso Rexor. —Aquella actitud violenta y desmedida arrancó carcajadas abiertas en los hermanos y sonrisas en la mayoría, salvo a la dura Karla, que abominaba de aquellas teatrales reacciones del toro.

—¡Bravo por el ternero! —vitoreaba uno de los ‘Hallaqii—. Si señor, así habla un puerco bastardo cornudo de tu raza. No hemos llegado hasta aquí para quedarnos sentados. ¡Por mil cabezas de orcos! Puedes contar con mi hacha, también.

—¡Qué infiernos! Mi martillo es tuyo —añadió Târ.

—Mi pico abrirá cabezas en tu honor, hombre león. Yo también quiero un colgantito y una bonita placa con mi nombre en esta mesa —sentenció Kurgem. Como sus hermanos él también colocó su pesado armamento sobre la madera. Xixor hizo desplegar su cresta aunque solo fuese para llamar la atención y colocó también su pesado alfanje sobre la tabla.

—Lazzsssss palabrrras de los Herrrmanozzss son lasss míazzsss. Mi Señor. —Rexor volvió la mirada hacia el herrero después de pasearla por toda la concurrencia sin poder reprimir una sonrisa de satisfacción en su rostro felino. Aquel le devolvió una parca mueca de complacencia.

—Yo siempre te he seguido, Poderoso —confesaría quien ahora llamaban Legión—. Renuevo mis votos esta noche. Iré contigo donde tus pasos me lleven. —Rexor inclinó su testa de rey recibiendo afectuosamente el cumplido.

—Hago nuevos mis votos, como los de Allwënn si aquí estuviera, aunque hubiésemos de sacárselos a golpes —confesaría el Arco del Sannshary.

Los ojos de Rexor se fueron casi por inercia hacia la enjuta elfa cargada de tatuajes. Aquella alargó con malicia su decisión hundida en su asiento con los brazos cruzados sobre su pecho y la faz fruncida.

—Por supuesto que contaréis conmigo, panda de matarifes. No os dejaría solos ni así alcanzase la gloria con ello. —Todo el mundo recibió con felicidad la aportación de aquella salvaje e indómita guerrera.

Rhash’a, más comedido, quizá arrastrado por la inercia de sus compañeros, como siempre, también se mostró favorable.

—No necesito la respuesta del Venerable —interrumpieron las palabras del félido—. Y conozco la del Shar’Akkôlom tanto como la de Lem, sentado a mi diestra. Las acciones del Asta del Dragón le unen a nosotros de manera inexorable. Buscaremos a Torghâmen aunque para ello tengamos que peinar todo el Ghar’al’Aasâck, y pediremos a los dioses porque nos traigan de vuelta a quienes aún nada sabemos de ellos. Así, solo me resta por saber la voluntad de nuestra joven Forja.

La aludida soltó la mano de Odín que aferraba bajo la madera, oculta de la vista y se incorporó algo azorada al saberse centro de la atención. Carraspeó un instante para aclarar la voz.

—Aún no sé bien cómo he acabado en esta mesa pero creo que a estas alturas poco importa —confesaría con voz algo temblorosa ente la concurrida audiencia lanzando una mirada al roble humano para apoyarse en ella. Aquel le devolvió una sonrisa confortable—. Yo tenía un hogar y una vida… y ahora veo que era cómoda y reducida como una madriguera de roedores. No puedo volver a ella. Ni siquiera sé si podría hacerlo, conociendo lo que ahora conozco. —Forja guardó silencio un instante. Odín, a su lado sabía que la emoción se le había apelmazado en la garganta—. Para esta medioelfa novata resultaría un privilegio acompañaros —confesó al fin.

Rexor se sintió reconfortado con la última incorporación. Su rostro desvelaba la satisfacción de una empresa lograda con éxito. Entonces con la misma solemnidad que había tratado de imponer en toda aquella reunión pidió algunos objetos de oro con los que Lem forjaría las nuevas insignias. Pronto la mesa se cuajó de anillos, colgantes y una diversa colección de piezas que se reunieron para tal efecto. Sólo cuando el herrero aseguró que tenía materia prima suficiente, Rexor anunció a los presentes que debían realizar en público el juramento que los vincularía para siempre.

En ese momento Alex se levantó de su asiento visiblemente enojado.

—Un momento señores. Odín y yo protestamos. —Todos se volvieron hacia el encrespado humano. Rexor quiso saber los motivos de tan enérgica queja—. Lo hacéis otra vez, señor. Todos lo hacéis. Nos ignoráis —añadió resentido—. Si alguno de nosotros es o no ese fabuloso personaje del que habláis nos parece a nosotros más descabellado que a nadie. Aunque a estas alturas nos importa bien poco. Hasta que estéis seguros de ello, hasta que alguien en este endemoniado mundo pueda asegurarnos qué diablos pintamos nosotros en todo esto exigimos el derecho de ser tratados como el resto. —Las palabras de músico dejaron atónitos a los presentes que comenzaron a murmuran entre ellos—. Ya está bien de hacernos sentir como sacos. Como bultos que transportáis y escondéis a placer. En el remoto caso de que tengáis razón y que nuestra presencia aquí tenga algún maldito sentido, sea o no el que esperáis ¿Cómo demonios se supone que vamos a demostrarlo si nadie deja de considerarnos simple mercancía?

—Apoyo todo lo que dice mi compañero —corroboró el corpulento Odín que se levantó de su asiento para añadir aquella frase y regresar de nuevo a él.

—Por el gordo trasero de mi difunta abuela, yo también —chanceó Berkem con cierta sorna, sin saber que arrancaría más votos a favor entre sus compañeros. Rexor, casi obligado por la situación aceptó la enmienda en un prolongado silencio en el que les estudió con su penetrante mirada.

—¿Y qué trato es el que demandáis exactamente, mis jóvenes amigos? —les preguntó. Alex pareció turbarse por un instante y miró a su corpulento compañero que estaba igualmente perdido. Entonces confesó la primera idea razonable que se cruzó por su mente.

—Queremos pertenecer al… Círculo, supongo —se adelantó el joven músico, mirando a su compañero buscando en él una confirmación.

—Sí, queremos jurar con vosotros —añadió Odín.

Rexor guardó silencio de nuevo y con él toda aquella reunión de espadas. Aquellos instantes parecieron volverse eternos en el corazón de aquellos jóvenes.

—Está bien —aseguró al fin Rexor—. Juraréis si eso os reconforta. Pero el juramento no es algo baladí. Implica unas obligaciones y deberes.

—Estamos preparados para asumirlo. —Manifestó Alex con rotundidad—. Hace tiempo que lo estamos. ¿No es así, Hansi?

Odín cabeceó tratando de disimular no estar del todo convencido.

Rexor les dirigió una mirada sólida. Lo hizo para medir su convicción. Ambos jóvenes la soportaron con entereza. Quizá estaban en lo cierto y había llegado el momento de pedirles algo más.

sep

La puerta que trancaba la salida a las almenas se abrió después de un par de intentos. Rexor y Gharin salieron al inclemente exterior. En aquellas alturas, el roce del aire helado proveniente de las montañas se volvía afilado e hiriente, como no menos hermosa se hacía la contemplación del valle a un lado y la monstruosidad del Ghar’ al ‘Aâsack a las espaldas. Allí, posado sobre uno de aquellos dientes de piedra se encontraba el bello ejemplar de halcón diamante. Inmaculado en su plumaje blanco, tan sólo manchado en las puntas de sus alas y en una delicada tiara sobre sus grandes ojos. Parecía no inmutarse ante la presencia de aquellos dos intrusos que se guardaron de avanzar despacio. Era un correo. Llevaba a la vista un pequeño pliego de pergamino inserto en una cánula y atado a una de sus patas.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Acaso conoce el camino? —Rexor se volvió hacia su compañero elfo y le respondió en un susurro.

—Los elfos Ürull guardan secretos arcanos. La capacidad de sus halcones es sin duda uno de ellos. Pero este halcón no es un ejemplar cualquiera, querido Gharin.

El animal sólo pareció inquietarse cuando las grandes manos del félido le rodearon en un delicado abrazo pero su nerviosismo parecía como el de la joven que pese a desear la caricia del amado se muestra cortésmente reacia al inicio, sólo para obligar a aquel a extremar su afecto.

El Guardián de Conocimiento deshizo la presa que sujetaba el pliego de las garras del animal que en cuanto se vio libre de su carga, como si entendiese que su misión concluía en aquel preciso instante, emprendió vuelo nada más sentirse liberado. Rexor desplegó el mensaje, cifrado y críptico y leyó su contenido.

—¿Quién lo envía? —La curiosidad de Gharin se tornó pregunta.

—Tal como imaginaba. Ysill’Vallëdhor, en persona. —Gharin abrió los ojos por la sorpresa.

—¿El Señor del Sÿr Sÿrÿ? ¿Cómo…?

—No hay tiempo para explicaciones, mi querido amigo —interrumpió el félido con evidente urgencia, apenas concluida la apresurada y breve notificación que le llegada del extremo del mundo—. Reúne a los hombres. Temo que he de partir enseguida. Hay nuevas que no pueden aguardar y que, por nuestra seguridad, aún no puedo revelarte.

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No dejaba de observarles…

Mientras hablaban, mientras comían…

Observaba sus gestos, sus miradas. Cualquier cosa que pudiese darle una información, acaso un detalle que le sugiriese un recuerdo, un atisbo, algo que le sirviese de ayuda. Lem observaba a los humanos. Estaba seguro que uno de ellos había de ser su Heredero y debía reconocerlo. El fornido Odín poseía la arquitectura y el temple. Era reservado. Contundente en su postura y entregado a la ayuda a aquella comunidad. Quizá se mostraba demasiado complaciente con aquella joven, la medioelfa que llamaban Forja. Había despertado algo entre ellos, de eso no había duda. Solían verse a escondidas, aunque sólo hablaban y se acaramelaban un poco como cualquier cortejo entre jovenzuelos. El otro, Alexis, parecía más blando de músculo pero poseía una fuerza de carácter que le hacía dudar. Era mucho más joven a sus ojos, acostumbrados a llamar hombre sólo a un mentón repleto de pelo que el joven músico probablemente jamás tendría.

Lem estaba seguro que aquel que llevaba el linaje de los Fittefürg caminaba con Rexor. Había entrado en aquel alcázar por la misma puerta que los otros. No podía ser hijo suyo. No era un heredero directo. Debía elegirlo, aunque ello rompiese la consanguinidad de la estirpe. Quizá el sabio leónida también sospechara que ese Advenido que todos esperaban debía de tener algún vínculo con la orden de los Jerivha. ¿Cómo si no? Tendría mucha lógica, argumentaba para sí, después del peso que los hijos del Innombrable parecían tener en todo este asunto. No debía ser ninguna sorpresa que aquel enviado por los dioses necesitase vincularse con la extinta orden.

Un gesto. Una palabra. Una señal…

La elección parecía difícil sin un poco de ayuda. Su mente se perdió en una conversación anterior.

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—¿Qué has decidido hacer, mi buen amigo? El tiempo apremia. —Lem observó detenidamente las facciones venerables de quien le interrogaba. A la luz de las velas Rexor crecía en solemnidad.

—Esperar la Marca. Esperar una señal. Uno de tus humanos hará o dirá algo que pueda ayudarme en mi elección. Sólo necesito un gesto. Estoy a punto de romper miles de años de tradición. Sólo concédeme un poco de tiempo, amigo mío. La Marca no habrá de ser la misma si el Heredero no lleva mi sangre.

Rexor posó su amplia mano sobre los hombros del herrero, antaño murallas formidables, y apartó la larga pipa de su boca entre volutas de humo.

—Tal vez tengas tu tiempo, pero no seré yo el que pueda ofrecértelo muy a mi pesar, mi buen amigo. —Lem agarró con fuerza el antebrazo del leónida y lo apretó con gesto reconfortante—. ¿Y con la Orden? ¿Qué piensas hacer?

Lem regresó de nuevo la mirada hacia los ojos rasgados de aquel ser cargado de auras.

—Usaré la capilla. Les llamaré. Les invocaré a este lugar. A cuantos queden, que no serán muchos —suspiró—. Los Jerivha tenemos recursos desesperados para momentos desesperados. Oirán mi señal. Regresarán. Y yo les daré motivos para luchar de nuevo… y un Heredero a quien seguir.

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—¡¡Maestro Lem, maestro!! —una voz sacó de sus cábalas al tullido herrero y le devolvió de golpe al tenebroso escenario subterráneo. Un joven soldado le llamaba y en su gesto se advertía el apremio.

—El Poderoso requiere su presencia en la superficie. Dice que es urgente.

—Mil diantres. Ayúdame, hijo. Este anciano ya no puede apurarse como antaño, maldita la guerra —se quejó mientras trataba torpemente de erguirse antes de recibir las manos generosas de su joven pupilo—. La urgencia del Señor de las Runas es la urgencia de toda nuestra raza. No le hagamos esperar.

El herrero alcanzó la sala de guardia del primer piso tan rápido como sus mermadas facultades le permitieron. Entró apurado por el arco de piedra, aunque su viejo corazón aún aguantaba aquellas desacostumbradas prisas. Descubrió entonces que todos estaban allí: la comitiva de Legión, los humanos, la medioelfa y Gharin. Se reunían entorno a Rexor y su albina mascota, quien ya parecía haber iniciado una plática que interrumpió con la llegada apresurada del herrero.

—¡Ah, Lem! Al fin estamos todos —exclamó al verle.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —El herrero parecía alterado.

—He recibido noticias del norte. He de marchar cuanto antes. Me llevaré a uno de los muchachos. Lem no tuvo tiempo de asimilar toda la trascendencia de la información y atropelló sus preguntas.

—¿Noticias?, ¿del Norte? ¿Te vas? Pero… ¿Cuándo?

—De inmediato —entonces Lem captó en toda su dimensión la gravedad del asunto—. No tengo tiempo para dar explicaciones, pero no os preocupéis. Mis noticias son esperanzadoras. Espero que mi estancia fuera sea breve. Tengo pensado regresar en cuanto me sea posible… y habrá de ser en breve. Hay asuntos en ’Tûh’Aäsack que debo resolver. Usaré el portal de la Capilla. Uno de los chicos vendrá conmigo.

—¿Cómo que te llevas a uno de los chicos? —Volvió a inquirir el herrero. Rexor arrugó el rostro contrariado.

Ambos jóvenes iban a iniciar una protesta cuando el félido fue requerido por el viejo herrero a separarse del grupo y hablar a solas. Lanzando un suspiro resignado, Rexor siguió al renqueante Lem unos metros.

—Verás, Rexor… —los gestos del herrero invitaban a cualquier ojo sagaz a deducir que no sabía cómo iniciar aquella conversación.

—Lem, no tengo mucho tiempo —apremió el félido.

—Yo… no he elegido aún. ¿No podrían quedarse? Sólo un poco más de tiempo. Mi carga es pesada, lo sabes. —Rexor balanceó su testa en una convincente negativa.

—Imposible, amigo mío. Este lugar es seguro, pero mucho más lo es el lugar a donde voy. Preferiría llevarme a los dos. Si dejo a uno aquí es por concederte ese privilegio. —Lem se mordía los labios apurado—. Deberás elegir y elegir ahora. Me marcharé en cuanto abras la capilla y el portal esté listo.

Los ojos de herrero se fueron hasta la pareja de humanos que cuchicheaban con el resto sobre aquella apresurada decisión de Rexor. Sólo tenía un nombre en la cabeza, así que pensó que sería bueno seguir su instinto.

—De acuerdo, me quedo con el gigante. —Rexor trató de darle una oportunidad de cambio—. Odín es mi elección.

—¿Estás seguro?

—¡No, maldita sea! No lo estoy. Así que no me pongas más dificultades. Me quedo al gigante.

—Es tu voluntad —apenas sin aguardar otra reacción del vetusto artesano, Rexor enfiló de nuevo hacia el grupo de hombres que había dejado atrás.

—Está bien, caballeros. Me ausentaré por un tiempo, no podría precisar cuánto. Intentaré manteneros informados. Alex, hijo, vienes conmigo. —Alex quedó un poco turbado ante la sorpresiva noticia y no reaccionó—. ¡Aprisa, muchacho! Coge lo que creas útil. No tenemos todo el día. Ve ligero, nuestro viaje será más rápido de lo acostumbrado.

La orden de Rexor resultaba tan contundente que el joven no se atrevió a cuestionarla.

—Vamos, muchacho te ayudaré con los pertrechos —se ofreció el rubio Gharin, que se llevó consigo un par de mozalbetes como asistentes.

El resto aguardó a que el joven regresara sin apenas hacer comentarios. Aunque sobrevolaba cierta tensión contenida, todos se privaron de mortificar al Señor de las Runas con sus dudas.

Tan rápido como pudo, Alex estuvo de vuelta en el mismo lugar que abandonase poco antes. Volvía ataviado con su nueva cota de malla y el resto de los añadidos que había recibido en aquella torre. Portaba a la espalda el antaño escudo de Gharin y cargaba al cinto su nueva espada. Tenía un aspecto extraño pero había empezado a acostumbrarse a aquella nueva sensación.

—Formidable —diría Rexor cuando le vio aparecer—. ¿Listo para emprender el viaje?

—Dame un segundo, maestro. Quisiera… —Rexor entendió la petición y le concedió ese tiempo.

Alex se volvió hacia el grupo y despidió de sus viejos y nuevos compañeros con la misma emoción de quien parece marchar para no regresar jamás. A pesar de que Rexor le apremió a no dilatar mucho aquella separación, ya que regresarían en breve, algo le decía al joven músico que las cosas no iban a ser como el félido tenía en mente. Especialmente emotiva fue la separación de aquel gigante rubicundo, cada vez más barbado y desconocido. Después de fundirse en un largo abrazo, Odín le señaló una nueva pieza que se alojaba en su cuello. Era un pequeño colgante dorado con un cuarto de aro como símbolo, en cuyo interior unas extrañas palabras en algún desconocido alfabeto aseguraban un vínculo sagrado de lealtad y compromiso. Todos los allí presentes disponían ya de uno idéntico.

—No te preocupes. Ahora nada puede separarnos, socio. —Las palabras de Odín le llegaron muy dentro. En sus ojos se advertía la emoción contenida.

—Hasta que nos volvamos a ver, grandullón.

—Cuídate.

Alex se volvió entonces hacia el solemne félido que le aguardaba paciente. Con un inseguro movimiento de cabeza admitía estar preparado.

—Lem, por favor. Ábrenos la capilla.

El corpulento muchacho siguió con la mirada a su amigo hasta que aquel despareció al bajar unas escalinatas de piedra. Incluso después de que la figura de Alex se perdiese en las profundidades, Odín continuó mirando su vacío. Se mordió los labios y se tragó el sentimiento. Ahora se quedaba solo, ya se había enfrentado una vez a la pérdida de Claudia. Sabía que no podría superar perder también a Alex. Confiaba que el motivo que impulsaba a Rexor a tomar aquella drástica medida estuviese, como siempre, bien justificado. Sólo los brazos cálidos de Forja, que notaron su angustia, le liberaron de aquella amarga sensación.

sep

Bajaron unas angostas escaleras de caracol de cuyo interior rezumaba un profundo olor denso y compacto que ascendía como si llevase allí atrapado desde la misma creación del mundo. El último tramo descansaba en lo que parecía un viejo almacén donde anchos y gruesos pilares sostenían una pesada bóveda de crucería. Había pasado por tiempos mejores. Ahora se presentaba repleto de trastos inservibles, piedras y objetos ciertamente irreconocibles a la escasa luz. No portaban lumbre alguna. Lem parecía conocer perfectamente el camino. Sorteando aquella gruesas patas de paquidermo que parecían los pilares llegaron hasta una más de aquellas acumulaciones de desechos que Rexor ayudó a apartar. Luego de esto, Lem extrajo con sumo cuidado una de las piedras del paramento y metió su mano intacta en el hueco, que le devoró el brazo hasta el codo. Después de un esforzado tanteó retiró su brazo al tiempo que un pesado sonido de piedra que se desliza inundó la oscura sala. Alex miró hacia todos los lados casi por inercia buscando aquello que el oculto resorte había abierto y que hacía temblar la estancia como si la tierra se sacudiese allí mismo.

—No busques, muchacho —le diría el herrero—. Está aquí mismo.

Alex miró al frente y quedó un tanto extrañado. Nada parecía haber cambiado en el muro que tenía a pocos palmos de su cara. No obstante, necesitó parpadear un par de veces y casi tuvo un arrebato de pellizcarse el rostro cuando contempló al envejecido humano atravesarlo y desaparecer tras él como si no existiese.

—No te inquietes, joven humano —le consolaría el sabio leónida—. Ahora no es más que un efecto óptico. En realidad no existe tal muro. —Y esto diciendo, le invitó a pasar con un gesto. Alex confesaría que tuvo que cerrar los ojos temiendo que en el último momento aquella piedra se hiciese sólida de nuevo propinándole un buen puñetazo en las narices.

Pero no fue así. Cuando los ojos del joven volvieron a abrirse estaba en una sala bien iluminada por altas lámparas de aceite en una arquitectura robusta pero de gran dignidad. Tras él podía divisar sin problemas el panel de piedra que se había desplazado para dejarles el paso y en su abertura se apreciaba sin problemas el otro lado, con Rexor, que en ese momento también cruzaba el umbral custodiado por aquel magnífico felino blanco.

—Mi sancta-santorum —confesó el herrero henchido de orgullo—. No es gran cosa, pero tiene toda la gravedad de los Jerivha.

—¿Esto es una capilla de los Jerivha?

—Es un lugar santo, hijo, y secreto.

La sala resultaba más espaciosa y alta de lo que cabría esperar. Carecía de imágenes pero abundaban los grabados, sobre todo escritura críptica y versículos en Doré-Transcryto. Sus columnas, aún recias y anchas como los pilares de la sala anexa, ganaban en esbeltez y gracia. Pero sobre todo había un olor inexplicable. Un olor pesado y denso, demasiado fuerte al principio como para ser calificado de agradable. Era parecido al del acero ardiente, como metal fundido. Conforme los sentidos se acostumbraban a él, seducía y embriagaba como el vino viejo. Cargaba la atmósfera de una particular dimensión. Sacra, casi celestial.

—Vamos Alex. No quisiera aguardar mucho tiempo aquí. —El muchacho despertó de una fantástica ensoñación inspirada en las sobrias incrustaciones sobre la piedra donde imaginaba a aquellos legendarios caballeros caminando entre las columnas de aquella sólida construcción de roca.

—Os dejaré solos —añadió Lem a modo de despedida. Tras aguardar la afirmación de Rexor marchó por el umbral abierto y volvió a accionar el resorte que colocaba de nuevo el muro en su lugar. Por un instante Alex se sintió habitante de un tenebroso mausoleo de donde no parecía existir salida alguna.

—Vamos, muchacho, sígueme.

La planta tenía forma de cruz griega. Alojaba en uno de sus brazos un enorme espejo circular enmarcado por un grueso maderamen envejecido por el tiempo. El gran espejo, que bien doblaba en tamaño las generosas formas de Rexor, le devolvió su imagen asustada y empequeñecida al lado de su formidable compañía.

Casi sin esperar Rexor se plantó frente a aquel descomunal cristal en forma de círculo. Desmontó el laborioso pomo de su alfanje ante la absorta y atenta mirada de su acompañante humano. Luego montó el pomo en el extremo del astil que hasta entonces había servido de bastón. Terminado el proceso abrió sus manos frente al gigantesco espejo y comenzó a recitar en su cavernosa voz unos versos en una lengua incomprensible y arcana. El pomo de su bastón se iluminó y con él trazaría sobre el aire un arco que parecía coincidir con el recorrido del marco de aquel impresionante artefacto. De pronto, la madera comenzó a tener un aspecto más pulido y menos agrietado, hasta el punto de poder asegurar que acababa de salir de las manos del maestro ebanista apenas montada. Luego, en la madera comenzaron a escribirse unos lazos de sobrio trazo que pronto se adivinaron palabras en una escritura artificiosa y extraña. Por último, el propio cristal del espejo se oscureció dejando de ofrecer el reflejo que hasta hacía un instante mostraba. De su interior, no sobre su superficie ahora negra como boca de lobo, sino como si en aquella profundidad pudieran alojarse constelaciones enteras, surgió un símbolo circular cuajado de trazos y signos que palpitaba en un iridiscente resplandor de leve intermitencia. Entonces Rexor adoptó su habitual postura franca y calmada y se dirigió al joven.

—La puerta está abierta. ¿Preparado para el viaje?

El cristal ya no parecía cristal. Antes bien, su apariencia se asemejaba al líquido. Como si aquel gran círculo fuese, desafiando todas las leyes de la física imaginables, un rebosante estanque vertical. Tanto es así que Alex estaba seguro que de arrojar una piedra en su centro aquel cristal se desplazaría mansamente en suaves y graciosas ondas concéntricas.

—Preparado… creo —le aseguró balbuceante.

Rexor agarró con firmeza la mano del joven y con un paso enérgico y decisivo avanzaron hacia el mágico cristal hasta internarse en él. Alex cerró los ojos por inercia.

El viaje apenas duró un segundo. Sólo una súbita sensación de vértigo. Ese cosquilleo en las tripas que se produce ante un descenso veloz e inesperado y cierto hormigueo en el rostro. Aún con los ojos cerrados Alex apreció enseguida que la atmósfera en derredor había cambiado. Había desparecido aquel olor pesado y metálico reemplazado por un súbito frescor con aromas de flores y percibía con claridad, así estuviese sólo dentro de sus oídos, un suave y melodioso cántico de voces masculinas. Como un armonioso telón de fondo para sus sentidos. Al despegar los párpados ya no se encontraba en la cripta.

sep

La estancia parecía multiplicarse por mil hacia las alturas y en todas direcciones. Bellísimos e intrincados pilares, como nervios y ramaje de árboles, ascendían hasta unas cumbres que parecían imposibles de ser alcanzadas por ningún mortal. Las cúpulas, así fuesen el mismo cielo, eran translúcidas. Sólo aquellas apuntadas y esbeltas nervaduras, como un esqueleto vegetal, se cruzaban sobre su cabeza. A través de las transparentes bóvedas los haces de luz bajaban en lanzas dibujando ramilletes. Tras él, un espejo idéntico al que dejaron en el subsuelo de la torre que ahora volvía a obsequiarles el reflejo. A su alrededor, a varias docenas de metros, había unas figuras ataviadas de ricas vestiduras largas, ondulantes y ceremoniosas. Eran altos y delgados de facciones marmóreas y cabellos lisos de un color inmaculado, como lenguas de glaciar. De ellos eran las voces armónicas que resonaban en susurrantes ecos de cadencias infinitas. Uno de tantos se adelantaría, avanzando hacia el centro de la inabarcable sala donde habían aparecido hasta quedar a cierta distancia de la pareja de intrusos. Con un estudiado gesto, inclinó suavemente su noble cabeza y movió su mano señalando a su alrededor.

—Ärhandu’hel, Yaavharä-Idrissïll. Bienvenidos al corazón de Sÿr Sÿrÿ, morada de los Ürull. Señores del Fin del Mundo.

sep

Un largo corredor de piedra, desnudo y mal iluminado recogía el reverberar de los pasos marciales de aquella acorazada escolta. Entre unos soldados que le custodiaban el flanco las oscuras galas de la Luna del Abismo de mecían entre las sombras a paso vivo. Su atuendo largo, cuajado de los símbolos de su jerarquía se detuvo en un amplio vuelo ante una sencilla puerta de madera. Luego de despedir a su escolta y dejar sólo a dos guardias apostados abrió la puerta y penetró en la estancia que cerraba.

El interior era una celda austera y pequeña. Oscura y cargada. Sentado, dándole la espalda, un hombre vestido de sacerdote miraba por una ventana cerrada, como si poco importase que las maderas de las contraventanas tapiaran la vista.

—Estáis vivo. —Lord Velguer apenas avanzó un paso después de internarse en la reducida habitación. La figura tardó unos instantes en responder. Su voz sonó cansada y resignada.

—¿Habéis venido a prenderme, Mi Señor?

—No me hubiese molestado en venir hasta aquí para eso, Cardenal —reconoció aquel con un matiz arrogante en sus palabras. ‘Rha se giró despacio en su incomodo sitial revelando su rostro aún más consumido y demacrado que de costumbre.

—Si no venís a apresarme, señor —dijo con aplomo—. ¿A qué debo el honor de su presencia?

—Guardad vuestro sarcasmo conmigo, Cardenal. Vos no merecéis honor alguno. Ni os imagináis lo que he tenido que hacer y decir en Belhedor para salvar vuestro pellejo. Los Lictores y Criptores en persona pedían vuestra cabeza. Mi reputación está ahora bajo mínimos.

—Con todos mis respetos, señor. Nadie sabe lo que yo he tenido que hacer. Hasta qué bajezas he descendido para salir con vida del mar.

—A nadie le importan vuestras miserias, Cardenal. Os aseguro que si vivís no se los debéis a vuestras destrezas. De eso os doy mi palabra. —Rha’ se tragó el orgullo con dificultad y agachó la mirada—. Os he conseguido una segunda oportunidad. Vestíos decentemente. Partimos hacia Gallad.

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