NOTA FINAL

Un espíritu tan fino como el de José Bianco, comentando la obra de Nancy Mitford que cito más adelante en mi bibliografía, desautoriza de antemano el proyecto de un libro como éste: ¿para qué volver a repetir con ironía y elegancia las viejas anécdotas, agudezas y lecciones que el propio Voltaire contó ya con ironía y elegancia insuperables? En efecto, si bien siempre es caprichoso y poco satisfactorio conjeturar en primera persona lo que un escultor o un caudillo pensaron de sí mismos, aún es más difícil cuando se trata de un gran escritor. No sé si Voltaire habría compartido todos los criterios que le presto sobre el mundo y sobre su propia obra: de lo que estoy seguro es de que los hubiera expuesto mejor. Cuanto más barroco o chocante es el estilo de un literato, más fácil es hacer su pastiche: en ciertos casos el propio interesado se dedica a ello en los momentos bajos de su inspiración. Pero el transparente encaje de malicia y ligereza que es la prosa volteriana se rompe al tratar de duplicarlo y sólo deja en los dedos un polvillo luminoso como el que desprenden las alas de una mariposa cuando el coleccionista la atraviesa con un brutal alfiler. Siempre que me fue posible, he reproducido en las cartas que preceden las palabras mismas de Voltaire, para evitar el ridículo de pretender superar lo inimitable. En el resto de los casos me he atenido al menos a la norma volteriana de la claridad y la precisión, la única del todo imprescindible para evocar su tono.

Pese a todo el reproche de Bianco sigue en pie: ¿por qué repetir a Voltaire o lo que ya sabemos de él, en lugar de releerle? Ahí van mis excusas. Desdichadamente ni el siglo de Voltaire ni las ideas del patriarca de Ferney son hoy tan universalmente conocidas entre los lectores de lengua castellana como para hacer del todo superflua esta modesta aproximación a su figura y a su época. Su obra inmensa está escasamente traducida y la mayoría de las piezas breves más jugosas son inencontrables para el público común, por no hablar de su oceánica y fascinante correspondencia. Por otra parte, la confrontación de los países europeos más ilustrados con la España dieciochesca que pugnaba por ilustrarse tiene menos comentarios no especializados de los que merecería, aunque ya hay varias novelas recientes en torno a este tema (pienso, por ejemplo, en El bobo ilustrado, de José Antonio Gabriel y Galán). Mi apócrifa condesa pretende en sus cartas aportar, con tendencioso desparpajo, algunas claves divulgadoras sobre este período, amasado a la par con frustraciones y esperanzas.

Sin embargo, mi motivación personal para escribir este libro no es tan pausadamente pedagógica como las excusas anteriores podrían dar a suponer. En nuestros días se da una notable reacción antiilustrada: no la revisión crítica de un período cuyas luces también tuvieron sin duda sombras, sino la hostilidad o la ridiculización de sus principales valores y la exaltación de los opuestos. Se nos recomienda cambiar el cosmopolitismo por el nacionalismo para recuperar la comunidad perdida, renunciar al racionalismo para mejor potenciar la intuición o lógicas «paralelas» (que suelen ser en realidad para lelos), se convierte el universalismo ético en una abstracción vacía, cuando no ofensivamente etnocéntrica, se condena el hedonismo como causa de los males de la sociedad de consumo y el individualismo político como raíz de la insolidaridad desordenada en que vivimos, se desdeñan los planteamientos utilitarios para descubrir la fervorosa espiritualidad de papas, ayatolás, rabinos y tutti quanti, se potencian los filósofos que hablaron en jerigonza, de la tierra y el destino frente a los «triviales» pensadores de la convención social y las libertades públicas… En fin, para qué seguir. La moda es antiilustrada y veo que todo lo que detesto vuelve a estar de moda. Contra tal tendencia he escrito este libro —como antes otros de los míos— a modo de reivindicación de un ideario que sigo considerando perentorio y de homenaje a quienes, con su coraje y su lucidez, lo hicieron posible.

La figura de Voltaire ha suscitado todo tipo de reacciones desde hace dos siglos menos la indiferencia. Algunos de los elogios que se le han tributado suenan casi ofensivos, como el del abate Galiani: «Voltaire no es amado por nadie ni ama a nadie. Es temido: tiene su garra y eso basta. Volar alto y tener garras, he ahí lo que distingue a los grandes genios». Probablemente Nietzsche amaba a Voltaire por razones parecidas a las del ingenioso abate. En cambio algunos de sus detractores le han dedicado ataques casi honrosos, como el de Marcelino Menéndez y Pelayo: «Voltaire es más que un hombre, es una legión; y a la larga, aunque sus obras ya envejecidas llegaran a caer en el olvido, él seguiría viviendo en la memoria de las gentes como símbolo y encarnación del espíritu del mal en el mundo». No falla aquí el olfato reaccionario de don Marcelino. Voltaire es algo más que un escritor y sin duda cosa muy distinta que un simple filósofo: es un estado de ánimo, una actitud intelectual. Su obra acompaña sólo a quien la conoce, pero su sombra sigue al lado de analfabetos que ignoran hasta su nombre, aunque no vacilan en burlarse de la unción del obispo o de la prepotencia brutal del comisario.

Aprendí a amar a Voltaire antes de leerle y por la vía más eficaz, o sea detestando a quienes lo detestaban: curas, gazmoños, pedantes y visionarios. Luego leí la preciosa biografía de André Maurois y el estupendo fresco histórico de Will y Ariel Durant, por cuyo humanismo filosófico sin aspavientos siento perdurable cordialidad. Simpaticé con Bertrand Russell porque una reseña le presentaba como «el Voltaire de nuestro tiempo». A lo largo de los años, Voltaire se ha ido haciendo mi amigo y yo he ido haciendo muchos amigos volterianos. Por su parte Cioran, a quien tanto debo, me hizo aficionarme a los epistolarios de damas como la señora de Deffand o Julia de Lespinasse, de las que pretende ser prima literaria nuestra amiga Carolina de Beauregard.

Mi libro no aspira desde luego a la erudición, pero está bien documentado: no he inventado más que lo imprescindible y siempre a partir de datos verificados… Las obras que menciono en la bibliografía en modo alguno agotan el tema (para eso están los catálogos de la Voltaire Foundation) pero todas han sido leídas o releídas para componer este Jardín de las dudas. No se mencionan los títulos manejados del propio Voltaire ni de otros autores dieciochescos, como Casanova, en cuyas Memorias figura un encuentro con Voltaire y una estancia en España que me han sido muy sugerentes. Agradezco a Ricardo Artola la indicación de esa fuente.

Concluido el libro se produjo el secuestro por ETA del industrial Julio Iglesias Zamora. Muchos defectos y miserias tuvo Voltaire, pero al menos dejó claro al lado de quienes nunca hubiera estado: cada vez que asistí a una manifestación donostiarra contra ese secuestro y contra los terroristas estuve seguro de contar con su aprobación e incluso de representarle.