Ferney, octubre de 177…

NO es ya a los hombres a quienes me dirijo; es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si les está permitido a las débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles para el resto del universo atreverse a pedirte algo, a ti que todo lo das y todo lo retiras, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores ligados a nuestra naturaleza; que esos errores no sean la fuente de nuestras calamidades. No nos has dado un corazón para odiarnos ni manos para degollarnos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar la carga de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros lenguajes insuficientes, entre todos nuestros usos ridículos, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan dispares ante nuestros ojos y tan iguales ante ti, que todos estos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados humanos no sean señales de odio y de persecución; que los que encienden cirios en pleno mediodía para celebrarte soporten a los que se conforman con la luz de tu sol; que los que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen lo mismo bajo un ropón de lana negra; que sea igual adorarte en una jerga formada a partir de una lengua antigua o en una jerga más nueva; que aquellos cuya indumentaria está realzada en rojo o en violeta, que dominan sobre una pequeña parcela de un pequeño montón del barro de este mundo, y que poseen unos cuantos fragmentos redondeados de cierto metal, disfruten sin orgullo de lo que ellos llaman grandeza y riqueza, y que los otros los contemplen sin envidia: pues tú sabes que no hay en estas vanidades nada que envidiar ni nada de lo que enorgullecerse.

¡Ojalá puedan los hombres recordar que son hermanos! ¡Que todos tengan horror a la tiranía ejercida sobre las almas, como execran el bandolerismo que arrebata por la fuerza el fruto del trabajo y de la pacífica industria! Si es que los flagelos de la guerra son inevitables, al menos no nos odiemos ni nos desgarremos unos a otros en el seno mismo de la paz. Empleemos el instante que dura nuestra existencia en bendecir igualmente en mil lenguas diversas, desde Siam hasta California, tu bondad que nos ha concedido este instante.

Señora, sabed que mi pensamiento está con vos: desconsolado y desconsolador, pero próximo. Adiós, amiga mía, adiós. Vuestro

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