Madrid, octubre de 177…

SEÑOR, mi hijo Francisco ha muerto. Siguió durante todo el día en estado febril y por la noche entró de nuevo en delirio: antes del alba había dejado de existir. Don Iñigo está muy conmocionado por este golpe a su linaje; era nuestro único hijo, su heredero, y mi edad ya no autoriza a pensar que podamos tener más. Su fortuna se dispersará entre parientes, su título de nobleza irá a parar a una rama colateral de la familia. De modo que mi marido ha perdido ciertamente mucho. Yo lo he perdido todo. Con mi niño enterré ayer mi oficio y mi contento. ¡Mis obras completas, si lo preferís! Dudo que vos, amigo mío, con vuestra vida magnífica y cumplida, celebrada por tantos, coreada por todos, repleta de páginas inmortales y de gestos inolvidables, podáis calibrar mi dolor como madre y mi frustración como mujer. Es el horror de la nada, pero no de la nada súbita en la que todo acaba sino de una nada que se prolonga, en la que debo de ahora en adelante acostumbrarme a vivir puesto que no tengo valor para dejar de hacerlo.

Me dicen que aún me quedan muchas cosas, un marido que me ama, posición social, amigos, joyas… ¡joyas! Sólo una era valiosa para mí y ya se ha ido. Por favor, no me humilléis ofreciéndome consuelos. Debo agradeceros que hasta ahora siempre me habéis tratado con la camaradería de la inteligencia. Espero que no vayáis a ofenderme en este trance exhibiendo baratijas para distraerme, como si fuese una niña o una imbécil. Vos y yo sabemos que en este mundo nada merece la pena, salvo ser Voltaire.

CAROLINA