Ferney, octubre de 177…

MI vida no ha carecido de preocupaciones, tal como os he ido contando para entreteneros en mis cartas. Pero nada sé por experiencia propia de los tormentos y las alegrías que causan los hijos. A veces siento nostalgia de esas zozobras desconocidas. Sin embargo tal carencia sólo se refiere a los hijos de carne y sangre, los que podría haber tenido Arouet; Voltaire, en cambio, ha sido padre y ciertamente prolífico. De esos otros hijos e hijas —tragedias, cuentos, poemas—, de sus partos dolorosos, de los esfuerzos por asegurarles un puesto en la buena sociedad, de los combates contra quienes querían corromperlos o emponzoñarlos, conozco todo lo que la paternidad puede enseñar. El apellido Arouet morirá conmigo: espero que el de Voltaire me sobreviva en ellos. Mi más ferviente deseo, señora, es que cuando recibáis estas líneas vuestro muchacho goce nuevamente de la salud que le corresponde, para poder seguir disfrutando los libros y las enseñanzas que la atenta sensibilidad de su madre ha de garantizarle.

Me pedís noticias del otro mundo: como merecéis menos que nadie que se os engañe, confesaré que no las tengo ni buenas ni seguras. Al comienzo de nuestra correspondencia os comenté que el hombre no puede tener más que un cierto número de cabellos, de dientes y de ideas y que llega un momento en que pierde necesariamente esos cabellos, esos dientes y esas ideas. Yo, por ejemplo, de los primeros no tengo ya ninguno, bajo la peluca que disfraza mi cráneo desguarnecido; me quedan cuatro o cinco de los segundos, lo que me condena a una dieta de puré, pero aún guardo un puñado de las últimas, en cuya administración pongo sumo cuidado: os las confío porque sé que con vos están seguras. Permitidme el estilo indirecto, sin embargo, como definitiva precaución. He conocido a un hombre que estaba convencido de que el zumbido de la abeja no sobrevivía a la muerte de ésta: y en este caso, lo válido para las abejas lo es también para las avispas… Este hombre creía, como Epicuro y Lucrecio, que nada era tan grotesco como pensar que un ser infinito podía salir de un ser finito, para además gobernarlo muy mal. Añadía que era verdaderamente disparatado conciliar lo mortal con lo inmortal. Afirmaba que nuestras sensaciones eran tan difíciles de comprender como nuestros pensamientos y que para la naturaleza o para el autor de ella no resulta más difícil dotar de ideas a un animal de dos patas que dotar a un gusano de sensaciones. Decía que la naturaleza había ordenado las cosas de tal modo que nos era indispensable pensar con la cabeza, exactamente lo mismo que no podíamos menos de andar con los pies. Comparaba al hombre con un instrumento musical que deja de emitir sonidos cuando se rompe. Aseguraba que es evidente que el hombre, al igual que los demás animales, las plantas y quizá todos los restantes seres del Universo, ha sido creado para ser y para dejar de ser. Y opinaba que ese modo de pensar debe consolarnos de todas las amarguras de la vida, las cuales son tan reales como inevitables.

Este hombre de que os hablo, siendo ya tan viejo como Demócrito, solía como aquel sabio griego reírse con su boca desdentada de las cosas de este mundo. Tampoco yo puedo contener la risa cuando oigo decir que los hombres seguirán teniendo ideas cuando ya no tengan sentidos. Cuando un hombre pierde su nariz, esa nariz perdida forma tan escasamente parte de él como de la estrella polar. Si pierde todas sus partes y deja por tanto de ser un hombre, ¿no es un poco raro decir que le queda el resultado de todo lo que ha perdido? Tan probable veo que coma y beba después de su muerte como que tenga ideas después de fallecer: ambas proposiciones son igualmente inconsecuentes aunque muchos pueblos las han tenido por simultáneamente ciertas.

Desde luego, os envío estas noticias empaquetadas con un embalaje de dudas. Comprendo que la duda no es un estado muy agradable pero la seguridad es un estado ridículo. Algunos escépticos proclaman sus dudas para aniquilar la confianza en la razón e insinuar la conveniencia de retornar a la fe: en Pascal se encuentran ejemplos de esta actitud. Los dómines de la universidad, en cambio, descartan toda duda y responden con aplomo a las cuestiones más opacas: la divisa de Montaigne era «¿qué sé yo?», y la de estos académicos podría ser «¡qué no sabré yo!». Me parece que la actitud filosófica es distinta a cualquiera de estas dos. Como todo lo que quiere tener vigencia y eficacia, el espíritu humano debe reconocer sus límites. La razón puede ampliar poco a poco sus márgenes, pero no anularlos ni ignorarlos. Sabemos unas cuantas cosas precisamente porque renunciamos a saberlo todo: el sabio no es quien pretende saber más sino quien mejor conoce lo que no puede saber. Y por supuesto se distingue porque renuncia a pontificar sobre lo aún desconocido o sobre lo incognoscible: ni se le pasa por la cabeza perseguir a otro por sus opiniones sobre tan abismales perplejidades. Sé que mi voluntad mueve mi brazo y sé que no puede hacer funcionar mi hígado, pero ignoro el porqué tanto de lo primero como de lo segundo; conozco numerosos atributos de la materia y varias propiedades del espíritu, pero no puedo explicar qué son en el fondo estas dos sustancias ni siquiera si son dos distintas o más bien el anverso y el reverso de una sola. Etc., etc… Y aún hay enigmas más terribles. Hace unos años, la ciudad de Lisboa fue destruida casi completamente por un terremoto. Era un primero de noviembre y las iglesias de la capital estaban abarrotadas de fieles que honraban a los difuntos: decenas de miles de personas fueron a reunirse con ellos bajo los escombros de los templos. Los menos piadosos tuvieron más suerte al quedarse en casa. ¿Una señal de que a Dios le gusta ironizar a veces? Perecieron inocentes y culpables, niños y ancianos, los que iban a suicidarse ese mismo día y los que anhelaban vivir aún cien años: los malhechores y los que tenían talante benéfico. ¿Por qué? ¿Fue un castigo indiscriminado? ¿Una broma trágica? ¿Un azar sin meta ni propósito? Compuse un dolorido poema sobre el desastre, del que os copio unos versos:

¿Qué soy, dónde estoy, a dónde voy, de dónde vengo?

Somos átomos atormentados sobre este montón de barro,

a los que la muerte devora y de los que la suerte se burla,

pero átomos pensantes, átomos cuyos ojos

guiados por el pensamiento han medido los cielos;

en el seno de lo infinito lanzamos nuestro ser

sin poder ni por un momento vernos y conocernos.

El mundo es un teatro de orgullo y de error,

lleno de infortunados que hablan de la felicidad.

Ahora, bastantes años después, este tono me parece demasiado melodramático. Mi actitud actual se asemeja más a la del viejo Fontenelle, que solía terminar nuestras charlas de astronomía suspirando: «Bueno, es ridículo ir subidos en una cosa que gira y atormentarnos tanto…».

¿Desesperación? Es cierto que no está en nuestras manos modificar las leyes de la naturaleza, cuya vocación cruel demuestra el terremoto de Lisboa, ni los hábitos del comportamiento humano, que son tan mezquinos como vos me describíais en vuestra carta. Pero al menos podemos intentar la mejora de las leyes sociales que los hombres han establecido y por tanto los hombres pueden revocar; bajo normas mejores, las costumbres se suavizan y los humanos, sin cambiar de índole, cambian de hábitos. Quizá no os parezca mucho pero para mí es bastante. En la medida que me resulte posible, quisiera humanizar a los hombres; por lo demás, me alejaré a un rincón para ponerme a salvo de los vicios que no puedo remediar y para reírme sin peligrosas consecuencias de ellos. Por esa razón compré este territorio de Ferney, en suelo francés pero junto a la frontera con Ginebra: ahora tengo un pie en Francia y otro en Suiza, lo que me permitirá poner ambos en polvorosa si los fanáticos de aquí o de allá deciden castigarme por no compartir su locura. Oigo hablar mucho de libertad pero no creo que haya en Europa un particular que se haya asegurado una como la mía. Que siga mi ejemplo quien quiera o quien pueda.

Como recordaréis, mi padre me hizo estudiar la carrera de abogado, que no he necesitado ejercer nunca para ganarme la vida. Sin embargo últimamente, en la vejez, he debido emplear mis conocimientos jurídicos para salvar la vida de otros o al menos su buen nombre. Constato así que el derecho está cortado a mi medida: es una ciencia que puede ser tratada como un arte, es positivo, es útil, está lleno de malos usos y buenos propósitos, se vuelve letal cuando lo contamina la teología, requiere de quien lo practica con maestría, ingenio sutil y dotes teatrales… Me parece que la mayoría de los hombres han recibido de la naturaleza suficiente sentido común para darse leyes, pero no todo el mundo tiene el suficiente sentido de la justicia como para que esas leyes sean buenas. Hay que servirse muy finamente de la razón para poder distinguir los matices de la rectitud y de la deshonestidad. Lo más difícil de todo, el derecho, es ejercer bien la facultad de castigar. Que unos hombres imperfectos castiguen por sus imperfecciones a otros es algo problemático aunque sea socialmente necesario. En el momento de aplicar las penas legales es cuando más humanidad hay que demostrar, porque la tentación brutal de lo inhumano está próxima.

Por eso considero tan importante como admirable la obra sobre los delitos y las penas compuesta por el señor marqués de Beccaria, que yo he traducido del italiano en sus partes más destacadas y comentado en referencia a nuestra legislación francesa. Se denuncian allí prácticas tan atroces como la tortura, indignas de un siglo que se dice ilustrado. Por medio del tormento no se descubre ninguna verdad, sino sólo la capacidad para soportar dolores bestiales de algunos sospechosos, sean inocentes o culpables. Y ¿qué decir de la pena de muerte? El castigo debe buscar la regeneración por la sociedad de uno de sus miembros, no su amputación. La desproporción entre la pena de muerte y la mayoría de los delitos por los que se aplica resulta evidente. Durante mi estancia en Inglaterra tuve el capricho de anotar la lista de las fechorías castigadas con el patíbulo en aquel país, al que considero jurídicamente más civilizado que el nuestro: eran más de cien, entre ellas por supuesto el asesinato y la traición, pero también la falsificación de moneda o de documentos, la sodomía, la quiebra con ocultación de activo, el hurto en las casas de más de cuarenta chelines, el hurto en las tiendas de más de cinco chelines, la mutilación o robo de ganado, el atentado contra un recaudador de contribuciones, el corte de árboles en una avenida o en un parque, el envío de cartas con amenazas, la ocultación de la muerte de un marido o de un hijo, la caza de un conejo, la participación en un disturbio, la demolición de un molinete de portazgo, la fuga de la cárcel, el sacrilegio, etc., etc… En lugar de ser el bien más precioso, la vida humana está en los códigos al precio de unos centavos o sirve para expiar la transgresión de un cercado.

Os preguntaréis, amiga mía, cómo llegué a verme envuelto en pleitos legales. No ha sido en virtud de mi competencia como abogado, sino por mi arraigada costumbre de defender a la humanidad ofendida. Al poco tiempo de haberme instalado en Ferney, un viajero que provenía del Languedoc me contó el caso de un viejo protestante de Toulouse que había sido ahorcado por asesinar a su hijo al saber que el muchacho había decidido convertirse al catolicismo. El proceso tuvo conmocionada durante cierto tiempo a la opinión pública de la ciudad, porque Juan Calas —el supuesto asesino— era un comerciante muy conocido y universalmente respetado por su honradez. Al principio consideré el asunto como un ejemplo más de los crímenes a los que empuja el fanatismo religioso. Pero poco a poco me fueron llegando más detalles de lo ocurrido que aumentaron mi interés y también mi horror. El hijo de Calas, Marco Antonio, era un joven de humor sombrío y dado a la introspección, aficionado a leer el célebre monólogo del príncipe Hamlet y las páginas que Séneca dedica al suicidio. Se sabía que había fracasado en sus estudios y que no deseaba convertirse en mercader como su padre: no hay constancia alguna de que pensara hacerse católico. Una noche, mientras toda la familia Calas cenaba con un amigo, el joven Marco Antonio abandonó muy agitado la mesa y bajó con un pretexto al vestíbulo. Más tarde, cuando su hermano Pedro acompañaba al visitante a la puerta de salida alumbrándole con una vela, le encontraron ahorcado en una de las vigas del piso bajo. Todo indicaba el suicidio, pero algún católico intransigente que detestaba a este próspero protestante insinuó que la familia podía haberle asesinado para evitar que se hiciera católico.

¿Por qué un padre tierno y amable iba a cometer semejante atrocidad, cuando otro de sus hijos ya se había hecho católico por influencia de una sirvienta y tanto el joven como la criada seguían viviendo con Calas en perfecta armonía? ¿Cómo un anciano iba a poder ahorcar a un joven vigoroso como Marco Antonio? ¿Le ayudaron la pobre madre, también anciana, los hermanos del difunto y el invitado que cenaba con ellos? Pero entonces ¿por qué sólo se juzgó y condenó a Juan Calas, si los culpables habían de ser todos o ninguno? ¿Quién había oído a Marco Antonio expresar su deseo de cambiar su religión por la fe católica? Los mil absurdos del caso fueron pasados por alto por los jueces del parlamento de Toulouse, influidos por el griterío creciente de los devotos. Se celebraron solemnes funerales por Marco Antonio Calas en una iglesia toda adornada de blanco, presidida por un esqueleto colgado del púlpito que había sido prestado por algún médico de la localidad, macabra alegoría que llevaba en una de sus garras un papel con la leyenda «abjuración contra la herejía» y en la otra la palma del martirio. Los jueces interrogaron por separado a todos los miembros de la familia y al amigo invitado, sometiéndoles a tormento. Finalmente condenaron a muerte a Juan Calas. El verdugo le rompió los miembros del cuerpo y le hundió el pecho a golpes con una barra de hierro. Luego fue atado a la rueda para que pereciera tras una larga agonía y como remate su cuerpo fue quemado públicamente. Durante tantos suplicios, Juan Calas no perdió la entereza ni dejó de proclamar su inocencia y la de su familia. Al sacerdote católico que le atendió en sus últimos momentos le hizo esta última confesión: «Muero inocente. Me consuela recordar que Jesucristo, que era la inocencia misma, quiso morir en un patíbulo aún más injusto que el mío. No siento dejar la vida, pues creo que voy a otra mejor. Pero lloro por mi mujer y por mis hijos, a los que veo envilecidos y arruinados; y el pobre forastero al que creí hacer un obsequio invitándole a mi mesa aumenta mi pesar». El sacerdote quedó convencido de la sinceridad de estas palabras finales de quien no por protestante dejaba de parecerle un hombre cabal.

Y sin embargo nadie levantó un dedo en favor de Calas. La destrozada familia se refugió en Ginebra y tuve ocasión entonces de invitarles a Ferney y de escuchar de sus propios labios la narración completa del caso. Señora, soy muy viejo. He visto cometer a lo largo de mi vida muchas injusticias, grandes y pequeñas. Mi impotencia para impedirlas o repararlas me obligó siempre a desentenderme de ellas. Pero este caso me sublevó hasta lo más hondo, como si en él se concentrara toda la estupidez y toda la crueldad a cuyo espectáculo he asistido durante decenios. Decidí que al menos por una vez el atropello fanático no había de prevalecer. A partir de ese momento y durante cuatro años, la rehabilitación de Juan Calas y la denuncia pública del procedimiento seguido contra él se convirtió en la gran tarea de mi existencia. Escribí a todas las altas personalidades que conozco, al duque de Choiseul, al rey de Prusia, a Catalina de Rusia, a cuantos podían utilizar su influencia para lograr la revisión del proceso. Naturalmente, los beatos cerraron filas contra mí, sosteniendo que incluso aunque se hubiera cometido una injusticia valía más colgar a un protestante inocente que manchar la reputación de ocho magistrados del Languedoc. Pero yo insistí, insistí e insistí. Llegué a escribir diez, veinte cartas diarias que lanzaba desde Ferney en todas direcciones. Movilicé todas las conciencias ilustradas de Europa: si se han de cometer injusticias, impidamos que nunca más sea en silencio. Intervino finalmente el Parlamento de París y la sentencia de Toulouse fue casada. La gente vitoreaba a los jueces por la calle y lo más emocionante es que el día de la reparación se cumplían exactamente tres años del suplicio de Calas. El rey concedió a la desdichada viuda treinta y seis mil libras como ínfima compensación por sus humillaciones y sufrimientos. El nombre de Juan Calas dejó de ser el de un execrable parricida y se convirtió en símbolo de la inocencia pisoteada por la obcecación. De ninguna de mis obras literarias o filosóficas me siento tan contento como de haber llevado a bien esta empresa.

A partir de la solución del asunto Calas comenzaron a llegar a Ferney todo tipo de denuncias sobre abusos judiciales semejantes. El primero fue el de la familia Sirven, también protestantes y también de Toulouse, cuyo problema tenía numerosos puntos en común con la tragedia de los Calas. Aún más espeluznante resultó la condena contra dos jóvenes de la Picardía, el caballero de La Barre y el señor D’Etallondes, ninguno de los cuales había cumplido aún los veinte años. Por lo visto se habían cruzado con una procesión sin descubrirse y más tarde alguien los oyó cantar entre copas una canción irreverente: fue suficiente para que se les achacase el destrozo de un viejo crucifijo que presidía el puente de Abbeville, hecho caer probablemente por algún carro. El obispo de Amiens intervino con entusiasmo en esta ridícula cruzada y consiguió que el joven D’Etallondes fuese condenado a sufrir la amputación de la lengua hasta la raíz y de la mano derecha, todo ello ante la puerta principal de la catedral, tras lo cual sería atado y quemado a fuego lento. Afortunadamente el muchacho pudo huir y se refugió en Ferney, para contarme su caso y pedir ayuda. Pero el caballero de La Barre no tuvo tanta suerte: fue decapitado y luego quemado ante una muchedumbre a la vez horrorizada y divertida. Los franceses tienen algo de arlequines antropófagos… Al subir al cadalso, el desventurado adolescente comentó con serenidad: «No creí que se pudiera matar a un joven por tan poca cosa». Cuando constató la reacción mayoritariamente adversa ante esta sentencia, el nuncio la criticó discretamente y dijo que en Roma no hubiera podido llevarse a cabo la ejecución. Es singular la capacidad de la Iglesia católica para no ser nunca menos cruel de lo que le permite su poder social, ni más tolerante de lo que le imponen las circunstancias históricas. Quizá dentro de doscientos años, cuando la extensión general de los principios filosóficos haya minado su prestigio dogmático, la veamos presentarse como adalid de los mismos derechos humanitarios cuya defensa hoy considera clara muestra de impiedad. Por ello y más que nunca: ¡aplastemos al Infame!

Pese a mis esfuerzos durante diez años, nada pude hacer para rehabilitar a los dos jóvenes ni logré que se reconociera la sevicia incompetente de sus jueces, aunque al menos favorecí cuanto pude al señor D’Etallondes para que rehiciera su vida en otros países europeos. Tuve más suerte en el caso del conde de Lally-Tollendal, un oficial injustamente decapitado tras la pérdida de las Indias acusado de haber traicionado los intereses del rey y cuyo nombre logré limpiar de infamia. También conseguí que se devolviera su prestigio a la memoria de un labrador ejecutado en la rueda por un crimen que el verdadero culpable confesó unos meses después. Sin duda tiene su importancia proclamar que han tenido lugar tales y cuales injusticias, porque así se previenen otras. Pero mi primer objetivo era evitar que se cometieran y no el obligar a reconocer que se habían cometido. En la causa contra los esposos Montballi, de Saint-Omer, no pude evitar que se ejecutara contra toda razón al esposo, aunque al menos logré la libertad de su mujer. Y después conseguí que los campesinos del país de Gex, entre los que vivo en Ferney, se vieran libres de la ley de manos muertas y gabelas que tantas penurias les acarreaba. Cuando se firmó el acuerdo, aparecí en el balcón del Ayuntamiento para dar la noticia a la multitud congregada en la plaza y les grité sólo una palabra: «¡Libertad!». Ellos vitorearon al rey y también, disculpad la inmodestia, a mí. No os aburriré con más hazañas jurídicas. El azar y también el desorden histórico de los tiempos me han convertido en una especie de última instancia de apelación para quienes se sienten atropellados por las instituciones o arbitrariamente silenciados. «¡Avisad a Voltaire!», dicen entonces. Y yo les escucho siempre y procuro ayudarles. Se me ha reprochado que en ocasiones he sido demasiado crédulo o me he equivocado, poniéndome del lado de algún culpable. Os confieso que, si fue así, no me remuerde la conciencia por ello. Me escandaliza menos la impunidad de algunos culpables que el castigo aplicado a inocentes; cuando ese castigo es la tortura o la pena de muerte, no lo quiero ni para inocentes ni para culpables.

Aquí, en Ferney, voy consiguiendo instaurar un rincón de modesta beatitud. ¿Recordáis mi poema El mundano?: «El paraíso terrestre está donde yo estoy». Quizá termine por hacer efectivo ese verso, el más importante de los que he escrito en toda mi vida. A mis campesinos libres de gabelas les he traído el arado más perfecto que existe, pues a la vez labra, siembra y cumple todas las demás tareas. Es un buen regalo y ellos lo saben emplear dignamente. Ampliando el consejo de Cándido, yo no sólo cultivo mi jardín sino también mis huertas y mis campos. Soy lo que mis amigos ingleses llaman un gentleman-farmer. En la Biblia se nos llamaba «patriarcas», título que corresponde mejor a mi edad canónica y al número de personas que dependen de mí, aunque no sea por vínculos consanguíneos. También me dedico a la ganadería, criando bueyes y caballos. Los aires del terruño me ponen a veces de humor rabelesiano: hace unos días, el padre Adam y yo engatusamos a una mocita quinceañera para que se viniera con nosotros a ver cómo los garañones cubren a las yeguas. ¡Tendríais que haber visto su sonrojo y sus deliciosas palpitaciones ante un espectáculo que sin duda le resultó evocador!

Pero no me imaginéis licencioso casi a título póstumo. En mis dominios he levantado una iglesia, quizá el único templo que no se dedica a ningún santo ni virgen, sino sólo al simple y puro Dios. En su frontispicio he grabado lo siguiente, a fin de que no quepan dudas: «Deo erexit Voltaire.». La he erigido para Dios y sólo para rendirle culto a Él. Si se me consintiera predicar allí (no me faltan ganas de hacerlo), mi sermón sería muy breve: «Los fanáticos nos dicen que Dios apareció en tal tiempo, que predicó en una pequeña ciudad y que endureció los corazones de sus oyentes para que no creyesen en él: vamos, que les habló y a la vez les tapó los oídos. El mundo entero y vosotros, queridos hermanos, debéis reíros de esos fanáticos. Lo mismo digo de todos los dioses que se han inventado. Y lo mismo condeno a los monstruos de la India que a los de Egipto. Compadezco a las naciones que se han alejado del Dios universal por idolatrar a tantos fantasmas de dioses particulares». Bien pensado, considero que este sermón es más propio para vuestros oídos que para los de mis posibles feligreses. En el atrio de la iglesia, junto a la entrada, he dispuesto un rincón para mi tumba, de tal modo que los guasones puedan preguntarse si estoy dentro o fuera. Además de esta capilla, como supondréis, también he construido un pequeño pero cómodo teatro: quiero que todas mis devociones estén bien atendidas.

¿A qué dedico los ratos que me dejan libres mis obligaciones agrícolas y mis tareas literarias? A la más antigua y la más perentoria de las obligaciones humanas: a la hospitalidad. Vivo permanentemente acompañado de parientes más o menos próximos presididos por mi sobrina, prófugos a los que nadie brinda cobijo y algún que otro jesuita a quien la expulsión de la orden ha dejado sin oficio. Pero mis miras son más amplias. Me considero el anfitrión del mundo. Aquí se alojan viajeros no sólo de toda Europa, sino también de ultramar y de oriente. Nadie les pregunta sus creencias con tal de que respeten las de los demás. No necesitan exhibir salvoconductos, les basta el certificado innato de su humanidad. Se les recibe cordialmente y nadie apresura su marcha: no quiero parecerme a los reyes que conocemos ni tampoco a la propia vida, que suele ser inhóspita. En Ginebra, los burgueses han excluido de todos sus derechos cívicos a quienes llaman «nativos», es decir, a los hijos de los forasteros que fueron a trabajar a la ciudad. No les exigen limpieza de sangre para trabajar en labores serviles pero sí para intervenir en la gestión de la comunidad a la que benefician. Cansado de intentar mejorar sin éxito su suerte, he alojado en mi pequeña comunidad a veinte o treinta familias de nativos ginebrinos. Se dedican a fabricar excelentes relojes que yo promociono entre todas las personas pudientes y de buen gusto que conozco. Ya hemos vendido varias docenas a la emperatriz Catalina, a Federico de Prusia, al duque de Choiseul, al conde de Argental… ¿No os interesarían, señora, unos cuantos relojes de Ferney? Si me enviaseis una miniatura de vuestro retrato, la incluiríamos en la tapa de cada uno de ellos, uniendo así lo hermoso a lo útil. Os aseguro que el funcionamiento de nuestros relojes es impecable: marcan la hora presente y señalan la venidera, la de la amistad sin fronteras entre los humanos.

Si yo fuese sensato, no desearía sino que mis últimos años —que serán meses o semanas tan sólo, teniendo en cuenta mi salud y mi edad— transcurrieran en estas tareas que acabo de contaros. El trabajo no me falta sino más bien el tiempo para llevarlo a cabo. Corrijo mis escritos anteriores para que aparezcan sin falsificaciones ni cortes en las obras completas que un editor está preparándome. Mi correspondencia es cada vez más copiosa, hasta el punto de que mi secretario Wagnière y dos ayudantes más apenas pueden atenderla. Y os aseguro, querida amiga, que no siempre la obligación de escribir una carta es tan grata como cuando sois vos la destinataria… Sin embargo, mi sensatez no llega hasta el colmo de haberme hecho del todo sedentario. Desde hace unos días, me aguijonea de nuevo la inquietud, esa inquietud que ha sellado mi existencia y que yo siempre he atribuido a presiones ajenas, aunque ahora veo que contó con mi complicidad. Señora, deseo volver por última vez a París. En los primeros meses del año próximo el señor Lekain va a estrenar allí mi tragedia Irene. ¿No sería una buena ocasión para intentar volver? Pisar de nuevo un teatro parisién, observar personalmente cómo el público reacciona ante mis versos, abrazar al conde de Argental y a la señora de Deffand, conocer personalmente al señor Diderot, asistir a una reunión de la Academia francesa, oír el acento que acompañó mi infancia junto a las orillas dulcemente turbias del Sena… Es una locura, ya lo sé. El viaje es demasiado largo, resultará forzoso hacerlo en invierno, los caminos son malos, el frío atroz, yo apenas tengo fuerzas y sólo sobrevivo apoyado en rutinas de las que deberé alejarme. Por otro lado, aunque el nuevo rey ha tomado algunas disposiciones que indican tolerancia y hasta nombró por cierto tiempo ministro a nuestro amigo el filósofo Turgot, la corte no me ha hecho llegar ningún signo de simpatía: es más, he oído decir que la reina María Antonieta siente por mí una aversión que huele a insidias de confesionario. Y sin embargo cada vez estoy más decidido a emprender la aventura. El doctor Tronchin me extiende anticipadamente el certificado de defunción si lo intento, pero llevo toda mi larga vida traicionando los fúnebres pronósticos de los médicos. Y a fin de cuentas, qué más da. Ahora estoy vivo y el resto de lo que me aguarda es silencio, como asegura Hamlet en uno de los pocos momentos decentes del indecente teatro de Shakespeare. Sí, el resto será silencio. Pero antes del silencio, aún puedo volver a París.

VOLTAIRE