Madrid, septiembre de 177…

¡QUÉ contraste entre vuestra última carta, llena de empresas y de ánimo combativo, y la que yo puedo escribiros hoy! He pasado la noche sin dormir, estoy triste y angustiada. Mi hijo está gravemente enfermo. Jugó hace unos días con muchachos de su edad a la pelota, sudó mucho, bebió agua helada después a pesar de que intenté prohibírselo. En seguida se le declaró una fuerte congestión acompañada de fiebre violentísima. He pasado toda la noche junto a su lecho, escuchándole delirar y delirando por dentro también yo misma, a causa de la preocupación. Ahora reposa con un poco más de sosiego, pero aún arde de fiebre. Yo me siento agotada y vacía. En situaciones tales como la que padezco se piensa con extraño desapego sobre la vida y sobre la muerte. A nadie me atrevo a comunicarle mis alucinaciones exhaustas sino a vos. Cuando os leo, me parece que poseéis una juventud de ánimo perpetua, humillante, casi impía a causa de su vitalidad. Ahora soy yo la anciana y os escribo con el trazo temblón de lo caduco, que estoy segura de que vos jamás conoceréis. Permitidme el lamento de la duda y disculpadme si parezco abrir la puerta a la desesperación: vos sabréis cerrarla.

¿Podéis decirme por qué, aún cuando más creo detestar la vida, sigo temiendo a la muerte? Nada me indica que no acabará todo conmigo: por el contrario, me doy cuenta del descalabro de mi espíritu tanto como el espejo me ha enseñado a constatar el de mi cuerpo. No me convencen ni los que me hablan de un más allá ni los que lo niegan. No me escucho más que a mí misma y no hallo en mí sino duda y oscuridad. «Creed —me dicen—, es lo más seguro». Pero ¿cómo puede una creer en lo que no comprende? Pascal apostó por creer porque odiaba la inteligencia; yo tengo mucha menos que él, pero la aprecio más. Lo que no se comprende sin duda puede existir, por tanto no lo niego; soy como una sorda o como una ciega de nacimiento, que acepta que puede haber sonidos y colores: pero ¿sabe qué es lo que acepta? Si bastase con no negar, todo estaría resuelto; pero con eso no basta. ¿Cómo puede una decidirse entre un comienzo y una eternidad, entre lo lleno y lo vacío? Ninguno de mis sentidos puede ayudarme y ¿qué puedo concluir sin su ayuda? Sin embargo, si no creo lo que hay que creer, estoy amenazada con ser después de mi muerte mil veces más desdichada de lo que puedo llegar a serlo en la vida. ¿Por qué opción debo determinarme, si es posible determinarse por alguna? Os lo pregunto a vos, querido maestro, que tenéis un carácter tan verdadero y firme que deberíais hallar por simpatía la verdad, si es que puede ser encontrada. Ya veis que os pido noticias del otro mundo y que me digáis si nosotros estamos llamados a desempeñar algún papel allí.

Por mi parte os envío noticias de este mundo en el que vivimos, dictadas con la sinceridad de la fatiga. Mi impresión es que es detestable, abominable, etc… Hay sin duda algunas personas virtuosas o que al menos lo parecen, en tanto que no se atente contra su pasión predominante, que por lo común suele ser en ese tipo de gente el amor de la gloria y de la reputación. Ebrios de elogios, a menudo parecen modestos; pero el cuidado que ponen en obtenerlos revela sus motivos y descubre su vanidad y su orgullo. Ahí tenéis el retrato de la gente de bien. Los demás se mueven por el interés, la envidia, los celos, la crueldad, la malevolencia y la perfidia. No conozco a nadie en este mundo, y creedme si sólo a vos excluyo, a las que una pueda confiarle sus penas sin proporcionarle un júbilo maligno y sin envilecerse ante sus ojos. Si en cambio les cuenta una sus placeres y sus éxitos, lo que despertamos es odio. ¿Hace una favores? El agradecimiento agobia a los beneficiados y les irrita hasta que se libran de él, volviéndose contra quien les ayudó. ¿Comete una alguna falta? Nunca se borrará del todo y nada puede repararla. Si tratamos con gentes de ingenio, preferirán deslumbrarnos a tomarse la molestia de instruirnos. Si por el contrario frecuentamos a los tontos, nunca nos perdonarán el serlo: nos echan la culpa de su esterilidad y de su menguada inteligencia. ¿Qué debe buscar una entonces? ¿Sentimientos? No los hay ni sinceros ni constantes. La amistad resulta una quimera, luego sólo queda el amor… ¡y hay que ver a lo que se llama amor! En fin, no quiero continuar. Ya veis a dónde me están llevando mis reflexiones. Son sólo el producto del insomnio: confieso que un buen sueño sería preferible.

CAROLINA