ME congratulo de las noticias que me hacéis llegar desde Vasconia. Hace tiempo yo creía que los vascos no eran más que rústicos pastores que danzaban por los Pirineos, hablando entre sí y con sus vacas en un idioma que nadie más podía entender. Me sacaron de mi error el señor Altuna, el marqués de Narros y otros no menos ilustres representantes de un vasco diferente, más apto para servirnos de modelo hacia el futuro que empeñado en rememorar las muecas atávicas del pasado. Protesto sin embargo ante la acusación de descuidar los deberes de mi correspondencia con don Joaquín: hace casi un mes que respondí a su carta y le envié la mía a Azcoitia por Bayona. Estoy dispuesto a escribirle de nuevo pero no me resigno a que se me tenga por desatento con tan amable caballero. Vos misma podéis atestiguar, señora, que cuando amo a alguien no le doy motivos de queja como corresponsal. Aunque vos y yo sepamos, con todo respeto para el señor marqués, que el afecto que os profeso es de rango diferente…
Cada vez que recibo vuestras preguntas sobre mi vida y mis ideas, tiemblo al esforzarme por no decepcionaros. Escribís dirigiéndoos a alguien que quizá nunca fui, pero os responde sin duda quien ya está a punto de dejar de ser. Sin embargo, vuestra última encuesta me brinda una posibilidad de modesto orgullo: sí, amiga mía, yo he colaborado en la Enciclopedia. Por lo tanto puede afirmar que he contribuido un poco con mi esfuerzo a la más importante y digna tarea de nuestro siglo. Me atrevo a decir que la Enciclopedia es el gran asunto de esta época, la meta hacia la que tendía todo lo que la precedió, el origen a partir del cual irán llegando las cosas futuras, el centro de nuestros afanes filosóficos. Hasta llego a pensar que no fuimos los filósofos quienes hicimos la Enciclopedia, sino que fue el llevar a cabo esta gran obra lo que nos convirtió en filósofos.
Empecemos precisamente por tal nombradía, de la que me enorgullezco. ¿Qué es un filósofo? Un hombre de letras que se ha unido al partido de la humanidad. Alguien no sólo que razona sino que vive a partir de la razón (para nosotros, la razón es como la gracia para el cristiano); alguien cuyo ingenio es cívico y que pone su pensamiento al servicio de la utilidad social como otros al servicio de la gloria de Dios (porque la sociedad necesita que la ayudemos mientras que sería blasfemo suponer que Dios nos requiere para aumentar o conservar su gloria). Algunos de los que confunden filosofía y teología siguen creyendo que los problemas centrales de la filosofía son los metafísicos. Los filósofos de cuya secta formo parte consideramos que lo más digno de estudio son las leyes de la naturaleza y los deberes sociales del hombre. En efecto, nuestros conocimientos de física, química, botánica, zoología, etc… son incomparablemente mayores que los de nuestros venerados maestros griegos y romanos; nuestra comprensión de la dignidad de los hombres, la denuncia de la tortura, de la pena de muerte, de la esclavitud, etc… se abre paso por primera vez en la historia y aspira a dictar leyes más humanas de las que nunca hubo; pero en el terreno de las perplejidades metafísicas los esfuerzos de Malebranche o Leibniz no valen más que los de Aristóteles o Platón, ni los académicos que se plantean problemas medievales producen verdades más irrefutables que la mitología de los egipcios o de los hindúes.
El filósofo quiere que se le respete por lo útil de sus razonamientos, no por lo oscuro; está convencido de que la tarea propiamente humana no es desentrañar el misterio del ser sino dominar a la naturaleza y ser justo y tolerante en la sociedad. En épocas más lúgubres se llamó «filósofo» a quien se apartaba de los demás, renunciando a todos los bienes y comodidades para llevar una vida hirsuta. Pero nuestro filósofo no considera que este mundo sea un lugar de exilio; no cree estar en país enemigo; quiere gozar con sabia economía de los bienes que la naturaleza le ofrece; quiere obtener placer de los otros: y para obtenerlo, debe saber darlo. De modo que busca la mejor manera de convenir con aquellos entre quienes vive por azar o por elección. Los grandes de este mundo, a los que la disipación no deja tiempo para meditar, suelen ser feroces con aquellos a los que no consideran sus iguales; los que meditan poco o meditan mal son hostiles a todos, les rehúyen o les entristecen con sermones terroríficos: pero nuestro filósofo, que sabe distribuirse entre el retiro estudioso y el comercio con los demás, está lleno de humanidad. Prefiere instruir a ofuscar, pretende abrir los ojos a sus compañeros humanos pero no sacárselos.
Conocéis mi gusto por la independencia y la libertad: sin embargo no me importa formar parte de un pequeño rebaño que incluye al señor Locke, al señor Hume, al señor D’Alambert, al señor Diderot, al señor Helvetius, al caballero de Jaucourt, al marqués de Condorcet y sin duda a vos misma, señora condesa. Os cuento entre los miembros correspondientes de nuestra modesta pero distinguida academia… No somos doctores en filosofía por la Sorbona, ni por Salamanca, ni por ninguna otra docta corporación de pedantes. Por tanto a nadie debemos obediencia ni a ninguna toga la respetamos más que a la verdad. No pensamos escribir ninguna Summa en veinte volúmenes, donde se despejen todos los enigmas de Dios y del cosmos en una cadena de proposiciones latinas tan rotundas como inverificables. No pretendemos conocer y proclamar los límites del mundo: aceptamos los nuestros. Hemos cultivado el espíritu lógico y por tanto desconfiamos del espíritu sistemático. Lo que sabemos no proviene de la intuición ni de la revelación, sino de la experiencia. Creemos que el testimonio de los sentidos y la capacidad de cálculo revelan las verdades de la naturaleza; la pedagogía del dolor y del placer, las verdades de la sociedad. No siempre coincidimos en el resultado de nuestros razonamientos, pero todos aceptamos que deben ser discutidos razonablemente: ninguno está tan seguro de su verdad como de que no debe perseguir a nadie por no compartirla. Los errores se refutan o se ignoran, pero nunca se decapitan ni se queman.
Así podríamos haber pasado nuestras vidas, cada cual esforzándose por su lado en aumentar su saber y colaborar a la felicidad pública. La Enciclopedia se convirtió en la ocasión de unir nuestras fuerzas en una tarea que aprovechara nuestros distintos talentos y pusiera en común los afanes. A partir de esa obra ya no somos simplemente filósofos, sino filósofos enciclopedistas: nos apellidamos así en honor de la mayor batalla que hemos librado y de la que considero pese a todas las adversidades nuestra gran victoria. No me supongáis ciego ante los fallos de la Enciclopedia, sus debilidades declamatorias, sus insuficiencias, sus timideces, las falsificaciones que ha sufrido por culpa de un editor poco escrupuloso. Soy el primero en haberlas señalado, lo que me granjeó en su día polémicas con los señores D’Alambert y Diderot. Pero ahora, ya acabada y considerada en su conjunto, podría resumir mi opinión sobre esta obra parafraseando el dictamen que creo haberos transcrito de milord Bolingbroke sobre Marlborough: es algo tan grande que no consigo recordar si tiene defectos.
Como ha pasado con tantas otras empresas importantes, en los orígenes de nuestra Enciclopedia intervinieron una serie de afortunados azares. Existía ya en inglés una Cyclopaedia o diccionario universal de artes y ciencias, editado por Chambers en la segunda década de nuestro siglo. Era un empeño decoroso, que no ignoraba en filosofía a Bacon, Descartes, Hobbes, Spinoza, Bayle o Leibniz; que entre los científicos destacaba a Copérnico, Vesalio, Kepler, Galileo, Huygens y Newton; que se hacía eco de la exploración del planeta llevada a cabo recientemente por viajeros, navegantes y misioneros, así como del descubrimiento del pasado histórico por los nuevos estudiosos. Un trabajo bien informado, pero respetuoso con muchos prejuicios arraigados y sumamente prudente. El editor parisino André Le Breton, en colaboración después con otros tres empresarios, se planteó traducir la obra al francés con los añadidos y puestas al día que fueran oportunos. Contrataron como director del proyecto al abate Gua de Malves, quien al darse cuenta de la enormidad de la tarea recabó la ayuda de Diderot y D’Alambert, el primero como una especie de jefe de redacción y el segundo para que se ocupara de los artículos matemáticos. Poco después el abate se retiró y Diderot quedó con D’Alambert como responsables únicos de la Enciclopedia. La modesta ocurrencia de unos editores que pretendían repetir en Francia el éxito de un libro útil y rentable había ido a parar a manos de quienes podían convertirla en germen de una auténtica revolución.
Hoy me parece evidente que el señor Diderot ha sido el principal demiurgo de la creación enciclopédica. Le debo una disculpa, porque durante mucho tiempo creí que la primacía correspondía a D’Alambert, con cuyo estilo geométrico y preciso siento más afinidades que con la forma de escribir para mi gusto demasiado efusiva de Diderot. Tuve varios malentendidos con este filósofo, el más genuino quizá de nuestra cofradía, al que llegué a pedir que me devolviese los artículos que le había enviado y que aún no habían sido editados. Me empeñé sin razón en que renunciara a continuar la obra en Francia, en vista de las dificultades de censura que padecía, y la reemprendiese en Prusia; cuando D’Alambert abandonó una empresa que parecía condenada al fracaso, yo me puse de su lado y le reproché a Diderot su obstinación en proseguirla contra todo y contra todos. ¡Cuánto me equivocaba! Sin la admirable obstinación de Diderot, que quiso permanecer en Francia, fiel a sus editores, fiel al compromiso con los suscriptores, cerca de sus archivos, a despecho de la censura y de la misma cárcel, la Enciclopedia nunca hubiera podido concluirse. Fue él quien hizo todo lo difícil, lo peligroso, lo esforzado: corrigió solo las pruebas de los últimos volúmenes, trabajando hasta quince horas diarias durante semanas. Cuando apareció el último volumen, Diderot había dedicado a la Enciclopedia casi treinta años de su vida pero había ganado gracias a ella la inmortalidad. Me hubiese gustado poder estrecharle entre mis brazos antes de morir y disculparme por haber dudado de él, aumentando con mis quejas sus ya excesivas dificultades. Pero todo parece indicar que, dada mi edad y mi exilio suizo, no estamos destinados a encontrarnos: ¡pensar, amiga mía, que ese gran hombre y yo no nos hemos visto jamás!
Desde el comienzo de su trabajo, Diderot y D’Alambert comprendieron que no bastaba con traducir la Cyclopaedia de Chambers, ni tampoco con ampliarla y actualizarla, ni siquiera con escribir enteramente de nuevo una obra parecida. Lo que los tiempos demandaban era algo diferente y más arriesgado. La publicación inglesa era un almacén de noticias, un vasto depósito de conocimientos; pero nuestra Enciclopedia tenía que ser una fábrica de nuevas ideas. Al libro de Chambers iban los estudiosos para aumentar su información y acumular nuevos datos; de la obra dirigida por Diderot habrían de salir exploradores y vigías hacia lo ignoto, hacia lo vedado. En una palabra, Chambers ofrecía un punto de llegada y Diderot propuso un punto de partida. La otra gran diferencia entre ambos proyectos fue el tono fundamentalmente práctico del francés frente al más teórico de la obra inglesa. La vida humana no la modifican tanto las doctrinas como las técnicas: la agricultura, la imprenta, la fundición de los metales, la cirugía, los hallazgos culinarios, las artes textiles, los instrumentos de navegación… El señor Diderot se hizo competente en mil oficios y colega de mil artesanos para poder escribir los secretos de todas estas útiles operaciones. Su ambición era que si todas las artes y técnicas hoy vigentes desapareciesen de un día para otro, fuera posible reconstruirlas a partir de las descripciones y magníficas láminas de nuestra Enciclopedia. Alguien ha comparado a este indomable filósofo con Proteo, pues es capaz de adoptar cualquier aspecto de la invención humana menos los que implican superstición o intolerancia.
Cuantos en los tiempos modernos luchan contra prejuicios poderosos tienen que emplear el disimulo para no ser aplastados por la intransigencia. Lo principal no es ser sinceros, sino abrirse paso. El lema de Descartes fue «larvatus prodeo», avanzo bajo disfraces; el de Spinoza fue «caute», ten cuidado. En cierta ocasión el abate Galiani, uno de nuestros contemporáneos más ingeniosos, definió la oratoria sublime como «el arte de decirlo todo sin ir a la Bastilla, en un país en el que está prohibido decir nada». Desde que se distribuyó el prospecto para reclutar suscriptores, la Enciclopedia despertó fuertes recelos y animadversiones a priori, que como se sabe suelen desembocar en persecuciones a posteriori. Suponiendo con razón que los inquisidores buscarían su pasto en los artículos más propensos a la herejía, los autores se cuidaron de que voces tan comprometidas como «alma» o «ateo» fuesen redactadas del modo más conformista posible. Pero en cambio aprovecharon las entradas menos conspicuas para denunciar los disparates venerados. Por ejemplo el artículo «agnus scythicus», sobre cierto mítico cordero no demasiado famoso, incluía un decidido ataque al ánimo crédulo y supersticioso. En ocasiones la malicia estribaba en las conexiones que se establecían entre los términos estudiados. Así podía leerse en «antropofagia»: «véase eucaristía, comunión, altar». Otras veces eran los ejemplos los portadores del mensaje ilustrado. La preposición «contra» se documentaba con los siguientes casos: «el fanatismo va contra la razón, escribo contra los teólogos, la tortura es una práctica contra la humanidad». Estas precauciones hicieron viable la obra, al menos durante cierto tiempo, pero sin duda debilitaron el conjunto. Algunos artículos podían confundir al lector que no era capaz de adivinar entre líneas y otros, como por ejemplo el de «mujer», resultaron de una frivolidad incompatible con la seriedad de una empresa tan digna. Cuando yo le exponía por carta estas reservas, D’Alambert procuraba tranquilizarme: «El tiempo enseñará a los hombres a distinguir entre lo que hemos pensado y lo que hemos dicho». A largo plazo tiene sin duda razón, pero a mí —quizá por ser más viejo— me recomía la impaciencia ante los circunloquios que aplazan la urgencia de nuestro combate.
¿Existe en la Enciclopedia un núcleo común de doctrina filosófica, dentro de la pluralidad irremediable de sus numerosos colaboradores? Creo que sí: una religión natural que convierte a Dios en organizador del universo pero sin avalar ninguna de las iglesias proclamadas en su nombre, una psicología que reduce el espíritu a una serie de funciones de la materia y una ética que define la virtud más como el conjunto de los deberes sociales hacia los demás hombres que como el cumplimiento de arbitrarios mandatos divinos. Ciertamente estos principios no hubiesen podido exponerse sin ambages de buenas a primeras: pero, pese a todas las argucias, no permanecieron mucho tiempo ocultos para quienes debían sentirse ofendidos por ellos.
Hasta que apareció la Enciclopedia, las publicaciones de tanta envergadura como ésa venían siempre amparadas por serviles dedicatorias a prominentes personajes de la aristocracia o de la realeza, de cuyo mecenazgo dependía la financiación del empeño o al menos su protección contra rivales y adversarios. Pero la obra de Diderot y D’Alambert no buscó otro apoyo que el de sus propios usuarios, los suscriptores que a través de los años nunca le regatearon su sostén incluso en las circunstancias más adversas. Eran unos cuantos miles de personas, en su mayoría sin otro título de nobleza que los útiles empleos que cumplían al servicio de la sociedad: comerciantes, profesionales, artesanos, amigos de las artes, militares con inquietudes culturales, industriales, etc… A pesar de que en varias ocasiones pareció que iban a perder su inversión inicial, no dudaron en ampliarla cuando ello resultó imprescindible para el mantenimiento de un esfuerzo cada uno de cuyos retrasos aumentaba los gastos originariamente previstos. Hubo también benévolos donantes cuya generosidad fue más allá del monto de la suscripción oficial: cuando murió mi antigua amiga la señora Geoffrin, se supo que ella y su marido habían contribuido con más de cincuenta mil libras a los gastos de la Enciclopedia.
Inicié mi colaboración en el gran libro cuando el proyecto llevaba ya cierto tiempo en marcha. Probablemente me hubiese incorporado antes a él de haber vuelto a París, pero tras mi estancia en Prusia no recibí ninguna garantía de ser bien recibido en la capital donde nací. Por el contrario, todos los prejuicios y las conspiraciones en mi contra gozaban de esa envidiable salud que a mí, señora, siempre suele faltarme. De modo que opté por fijar mi residencia en Ginebra, una comunidad bastante tolerante cuyos ciudadanos más destacados parecían muy contentos de tenerme entre ellos. Allí vive además el doctor Teodoro Tronchin, sabia reencarnación de Esculapio a cuyos esfuerzos debo el discutible beneficio de haber sobrevivido hasta la fecha. De modo que compré una hermosa propiedad, la renové a mi gusto, la bauticé con el prometedor nombre de «Las Delicias» y me instalé a vivir en ella, en compañía de mi sobrina la señora Denis, que se encargaba de llevar mi casa como hubiese hecho la mejor de las esposas y por tanto de aumentar mis gastos en la misma previsible cuantía.
Entonces pasé a ocuparme de la Enciclopedia, de la cual había recibido el prospecto y avances importantes del primer volumen. El discurso preliminar, firmado por el señor D’Alambert, me entusiasmó de un modo que a mi edad ya no creía posible. En él se afirmaba con sereno orgullo que la gran obra proyectada no se ocupaba, como hacían otras más sumisas, de las genealogías de los héroes guerreros ni de las familias coronadas ni de las vanidosas leyendas con las que los países quieren darse el mérito del que carecen sus miembros, sino que era su tema el linaje de las ciencias y las artes de cuyos avances depende el bienestar humano. Este planteamiento coincidió rotundamente con los principios que dirigen mis reflexiones históricas, según ya os he contado. De inmediato me convertí en ferviente enciclopedista: envié a D’Alambert los artículos que me había sugerido y otros en cuya redacción me creí competente, así como algunas observaciones críticas sobre los desiguales componentes del primer volumen. Compuse muchas entradas de literatura, historia y filosofía: incluso escribí con cierto alborozo y erudición ostentosa la voz «fornicación», un tema del que ya por entonces no tenía mucho que decir y aún menos que hacer.
Pienso, amiga mía, que los hombres de letras podemos dividirnos en dos grandes enjambres: las abejas y las avispas. Las abejas liban el polen de cuantas flores encuentran, fabrican miel, la almacenan en sus panales y organizan con armonía implacable su colmena; las avispas quisieran imitarlas pero se caracterizan ante todo y sobre todo por su aguijón. A lo largo de mi oficio literario (se me podrá negar la estatura poética de Racine pero no que estoy a punto de alcanzar la longevidad de Fontenelle) me he esforzado por llegar a ser una buena abejita y cuando estaba a punto de lograrlo siempre me ha perdido mi vocación de avispa. Una Enciclopedia como la nuestra ha de ser ante todo la tarea de hacendosas abejas, pero no creo que le sobren algunos certeros aguijonazos de avispa de vez en cuando. Gracias a ellos, los lectores saborearán con mayor agrado la culta miel que se les ofrece. Procuré que mis artículos no careciesen de picante. Y hasta comencé a planear otro tipo de libro para ir aún más allá que la Enciclopedia. Después de todo, una obra en numerosos volúmenes, lenta de leer, difícil de transportar y sumamente cara, resulta demasiado «apicultora» para mí y supongo que también para los lectores que tengan en las venas sangre de avispero. ¿No sería posible compilar un diccionario mucho más breve, en un solo volumen si fuese posible, un vademécum de sabiduría portátil en el que los aguijonazos zumbasen en cada página? Este artilugio resultaría un formidable complemento a la gran Enciclopedia y quizá un arma de combate contra prejuicios y supersticiones de potencia mayor, porque llegaría antes y a un número más amplio de lectores. Así nació la idea de mi Diccionario filosófico, cuya redacción simultaneé con la de los artículos para la Enciclopedia, utilizando a veces para ambos trabajos materiales semejantes dispuestos en tono diverso.
Los ataques contra la Enciclopedia comenzaron a partir de la aparición del mismísimo primer volumen. Los reproches fueron de todo tipo: inexactitudes, plagios, herejías y doctrinas subversivas contra la autoridad real. Los críticos más moderados pedían las oportunas rectificaciones y propósito de la enmienda cara al futuro; los adversarios maliciosos, que se retirara a la obra el permiso real de impresión; los fanáticos, que los responsables de la publicación fuesen encarcelados. Sin duda este clima polémico en torno a la Enciclopedia contribuyó a aumentar su difusión: la atención social que recibe una empresa o una persona se mide por el estruendo del antagonismo que suscita. Lo peor de tal hostigamiento es que provocó defecciones entre los más tímidos y acentuó las disputas internas. Por fortuna para la filosofía, nuestros numerosos adversarios tampoco mantenían cordiales relaciones entre sí. Los más intransigentes, como siempre, eran los jansenistas desde su periódico Las noticias eclesiásticas; los más sutiles y bien informados, también como siempre, los jesuitas desde su revista El Diario de Trévoux, en cuyas páginas se mezclaban refutaciones y discretos elogios a la Enciclopedia. No nos faltaba la cordial hostilidad del inevitable Fréron en su Año literario y la muy peligrosa, dado su rango institucional, de Omer Joly de Fleury, que era abogado ante el Parlamento de París y un mentecato redomado. Sin embargo ninguno de ellos tuvo tanto éxito ante la opinión pública en su intento de desprestigiarnos como dos hombres de letras que optaron por el camino de la burla para asestar mejor sus dardos. Si me permitís la inmodestia, señora, diría que utilizaron en contra nuestra las lecciones volterianas… Además el más distinguido de ambos, Palissot, era conocido mío y se proclamaba mi discípulo. Estrenó una comedia titulada Los filósofos que obtuvo gran éxito cómico: a mí me respetaba, pero aparecía Rousseau a cuatro patas pastando hierba y sobre todo el señor Diderot era ridiculizado de todos los modos imaginables. Palissot llevó su descaro hasta el punto de enviarme a Ginebra su comedia, como queriendo ponerme de su lado en el coro de burlones: le respondí con una carta cortés pero firme que no dejaba dudas sobre el bando en el que me alineaba. El otro satírico era Nicolas Moreau, un escritorzuelo de tres al cuarto a sueldo del gobierno, que comenzó a publicar en el Mercurio de Francia una serie de artículos en torno a una supuesta tribu salvaje llamada los Cacuacs, que viven aproximadamente a 48 grados de latitud norte (o sea, la coordenada de París) y que son más feroces que los peores indios Caribes. Los Cacuacs no creen en la verdad absoluta y consideran que la ética es cuestión de convenciones, pero paradójicamente no cesan de hablar de «verdad» y de «virtud»; tampoco creen en la autoridad paterna, ni en la lealtad con la patria y además destilan veneno. Pero las tribus vecinas han descubierto que se les puede combatir por medio de silbidos y por tanto Moreau recomendaba a sus lectores que silbasen vigorosamente a los Cacuacs en cuanto los tuvieran a la vista. Esta pantomima no muy ingeniosa tuvo éxito, sobre todo por el acierto irrisorio del término «cacuac», que pasó a ser utilizado con delectación por muchos de nuestros enemigos.
El problema de la Enciclopedia, sin embargo, no consistía en los chistes que se hicieran a costa de los enciclopedistas, sino en la posibilidad de que se interrumpiera la publicación por orden del gobierno. Para evitar este funesto desenlace tampoco estábamos desprovistos de partidarios bien situados. Alguien tan influyente como mi amigo el marqués de Argenson, por ejemplo, había proclamado públicamente en más de una ocasión su interés en favor de que la Enciclopedia llegara a completarse. Pero el apoyo que nos resultó más decisivo lo obtuvimos de quien menos podíamos esperarlo: del responsable máximo de la censura. Durante los años más decisivos del lanzamiento de la Enciclopedia, ese peligroso cargo estuvo ocupado por un hombre inteligente y amable, lo que equivale a decir «tolerante». El señor Cristián Guillermo Lamoignon de Malesherbes tenía como principal afición la botánica (lo que no deja de ser gracioso al pensar en su apellido) y como propósito más destacado de sus estudios descubrir los errores en que había incurrido el omnisciente señor Buffon. Pero también era autor de una obra sobre la libertad de imprenta, en la que pueden leerse dictámenes tan atinados como éste: «En un siglo en el que cada ciudadano puede hablar a la nación entera por medio de la imprenta, quienes tienen talento para instruir a los hombres o el don de conmoverlos —en pocas palabras, los hombres de letras— son, en medio de un pueblo disperso, lo que eran los oradores de Roma y Atenas en medio de un pueblo congregado». El señor de Malesherbes fomentó el despliegue humanista concediendo un permiso tácito de impresión a obras que él sabía perfectamente que no podían aspirar oficialmente a la aprobación y privilegio del rey. Sus razones para actuar así eran claras, aunque difícilmente las compartirían las autoridades más conservadoras: «un hombre que hubiese leído únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del gobierno estaría casi un siglo detrás de sus contemporáneos». ¡Excelente Malesherbes! Cuando se vio obligado a ordenar una requisa de documentos en casa de Diderot, le avisó previamente para que los escondiera donde pudieran estar más seguros, que resultó ser… en el mismo despacho del jefe de la censura. Sin Malesherbes la andadura inicial de la Enciclopedia, la más amenazada puesto que es más fácil agostar una planta cuando es pequeña que cuando ya ha crecido vigorosa, hubiera sido casi imposible. Pero no vayáis a creer, amiga mía, que defendía la libertad de imprenta sólo para los filósofos. A veces autorizó ataques feroces y calumniosos de nuestros adversarios. En cierta ocasión, cuando D’Alambert le urgió a prohibir un libelo de Fréron contra él demasiado repelente, repuso con sequedad que la libertad de imprenta es algo que hay que saber disfrutar tanto como padecer.
Pese a estas defensas, la edición de los volúmenes se vio con frecuencia interrumpida por secuestros y prohibiciones temporales. De uno de nuestros trances más críticos fui indirectamente culpable. Había invitado al señor D’Alambert a pasar unos días conmigo en Las Delicias y aproveché para ponerle en contacto con personalidades destacadas de la comunidad ginebrina. Entre ellas figuraban varios pastores protestantes, cuya amplitud de miras era tal que a mí —como le comenté en privado a mi huésped— me resultaban prácticamente socinianos (es decir, que consideraban a Cristo como un hombre excepcional y nada más). Por lo demás me parecía chocante que una ciudad tan liberal mantuviese la maldición calvinista contra el teatro. Ya sabéis mi pasión por ese dignísimo esparcimiento: había construido en Las Delicias una salita muy coqueta para nuestras representaciones privadas, pero debíamos utilizarla de forma clandestina y recibiendo frecuentes reconvenciones. Animé al señor D’Alambert a escribir un largo y encomiástico artículo sobre Ginebra, alabando la tolerancia de sus clérigos y afeándoles el mantenimiento de la prohibición que pesaba sobre el teatro. El artículo apareció en el volumen correspondiente y provocó un revuelo que ninguno habíamos previsto. Lo de menos fue la respuesta previsiblemente delirante del señor Rousseau, furibunda contra los según él nefastos efectos que tendrían las representaciones teatrales en la comunidad ginebrina. Juan Jacobo había sido el mejor amigo de Diderot en su juventud y había colaborado con artículos musicales en la Enciclopedia, pero sus arbitrariedades y demasías intelectuales le habían ido oponiendo cada vez más al resto de los enciclopedistas. Su respuesta a D’Alambert puso toda su notable habilidad sofística al servicio de ideas más propias de un primitivo feroz que de una persona civilizada… y que incluso había escrito ya teatro, aunque sin éxito alguno. Lo peor no fue, sin embargo, este enfado de nuestro desequilibrado ex colega. Los pastores calvinistas se sintieron muy ofendidos al verse tratados de socinianos y organizaron un gran revuelo, más peligroso para mí que vivía entre ellos que para ningún otro. En París, jansenistas y jesuitas se pusieron de acuerdo en que nuestra obra hacía descarada propaganda sociniana y atacaba la divinidad de Cristo. El señor D’Alambert se asustó y anunció su retirada de la Enciclopedia, defección que Diderot no le perdonó jamás. Tras intentar convencer al fugitivo para que no abandonara el puente de mando, me puse de su lado porque creí que la empresa ya no podría llevarse a cabo con dignidad en Francia, dadas las cortapisas que se nos ponían. Escribí a Diderot recomendándole que renunciase y llevase la publicación al extranjero, pues Federico de Prusia y la emperatriz Catalina se interesaban por patrocinarla. Con la publicación de los restantes volúmenes prohibida, privado de sus papeles, encarcelado, el señor Diderot se mantuvo firme en el proyecto ilustre que nos había reunido. Señora, ya os he dicho con solemnidad y contrición que todo el mérito fue suyo.
El incidente que permitió finalizar la Enciclopedia me parece característico tanto de la Francia de aquellos días como del azar que rige el devenir de los negocios humanos. Lo conozco por un testigo presencial; os lo voy a contar con cierto detalle porque seguramente lo ignoráis y ciertamente os divertirá. Una noche el rey cenaba en el Trianon con unos cuantos íntimos y la charla, tras haber girado durante un tiempo sobre la caza, recayó en la pólvora para disparar. Alguien comentó que la mejor pólvora se hacía con partes iguales de nitrato, de azufre y de carbón. El duque de La Vallière, mejor informado, sostuvo que para hacer buena pólvora de cañón era preciso mezclar una sola parte de azufre y una de carbón con cinco de nitrato bien filtrado y bien cristalizado. Intervino el duque de Nivernois: «Es gracioso que nos distraigamos todos los días matando perdices en el parque de Versalles y a veces matando hombres o dejándonos matar en la frontera sin saber exactamente con qué matamos ni con qué nos matan». «¡Ay, eso pasa con todas las cosas de este mundo! —suspiró la señora de Pompadour—. Yo no sé de qué está hecho el rojo con que me coloreo las mejillas y me pondrían en un aprieto si alguien me preguntase cómo se hacen las medias de seda que llevo puestas». «Pues es una lástima —prosiguió el duque de La Vallière— que Su Majestad nos haya confiscado ese diccionario enciclopédico en el que yo al menos ya me había gastado cien pistolas: ahí encontraríamos respuesta a todas estas preguntas».
Luis XV justificó su confiscación: le habían advertido que los veintiún volúmenes in folio que podían encontrarse en el tocador de casi todas las señoras eran la cosa más peligrosa del mundo para el reino de Francia. Pero estaba dispuesto a confirmar por sí mismo hasta qué punto era prudente esa prohibición, antes de hacerla definitiva. De modo que envió a tres pajes a buscar unos cuantos volúmenes de la obra, que los muchachos transportaron con cierto esfuerzo. De este modo pudo comprobarse que el duque de La Vallière tenía razón en lo tocante a la composición de la pólvora y la señora de Pompadour se enteró de la diferencia existente entre el antiguo rojo de España con el que las damas de Madrid aún se colorean las mejillas y el colorete de las damas de París. Además aprendió cómo se obtiene la seda y contempló una lámina en la que se mostraba el funcionamiento de la máquina que cose las medias. La señora, que siempre estuvo bien dispuesta a nuestro favor, exclamó con reproche: «¡Qué libro tan hermoso! ¡Sire, no me parece bien que nos lo hayáis confiscado para ser el único de este reino que sepa todas estas cosas tan útiles!». El rey gruñó que francamente no entendía por qué le habían hablado tan mal de esta obra. «¿No será precisamente porque es muy buena? —comentó el malicioso duque de Nivernois—. Nadie se indigna contra lo mediocre y lo insulso de ningún tipo: cuando vemos que las señoras murmuran de alguna recién llegada, podemos estar seguros de que es más hermosa que ellas». Otros añadieron que era un orgullo para el reino contar con ingenios como los que habían compuesto la Enciclopedia; que los demás pueblos de Europa la admiraban e incluso se disponían a copiarla; y que aunque hubiese algo dañino en ella, no por eso era sensato prohibirla toda, lo mismo que nadie tira toda una cena porque no haya salido bien uno de los estofados. Luis fue sensible a la fuerza de tales razones y revocó su prohibición. Así se salvó la Enciclopedia, gracias a la pólvora, al colorete y a la curiosidad de algunas personas nobles.
Durante los años que duró la creación de nuestra Enciclopedia y después, siempre he intentado mantener la unión entre los filósofos frente a la populosa jauría que nos combate. A menudo no ha resultado fácil pues es propio de quienes piensan en libertad pensar de modo distinto y dar más importancia a discrepancias nimias que a los acuerdos de fondo. La vanidad, señora, se alimenta de detalles divergentes: la razón, como es de todos, no permite pavonearse y por eso nadie se enorgullece de saber que dos más dos son cuatro. Nos apegamos a los hallazgos que nos singularizan aunque sea a costa de equivocarnos. Sin otra autoridad que la de mi edad ni mejor perspectiva que vivir a distancia de la olla de grillos parisina, es decir, en uso de mis dos únicas prerrogativas: ser viejo y vivir exiliado, me he convertido en una especie de capitán de la grey filosófica, cuya armonía intento mantener. Nuestro combate es largo y arduo pero sólo las querellas internas pueden impedir una victoria de la razón que yo veo cada año que pasa más próxima.
Sin embargo hay un tema importante que en ocasiones me ha enfrentado, aunque siempre sólo en el plano intelectual, con mis colegas más jóvenes. Me refiero a la cuestión del ateísmo. Estoy de acuerdo con el señor Diderot cuando afirma en uno de sus ingeniosos escritos que «es fundamental para la vida no confundir la cicuta con el perejil, mientras que no lo es saber si Dios existe o no». También puedo aseguraros que me encontraría más a gusto en una sociedad de ateos, si todos fuesen filósofos como el barón d’Holbach, el señor Helvetius o el propio señor Diderot, que en cualquiera de las naciones cristianas o musulmanas que hoy conocemos. Sin embargo, como ya creo haberos indicado, considero el ateísmo un error en el plano teórico y un peligro en el terreno público. ¿Pruebas de la existencia de Dios? Fuera de que este gran reloj universal demuestra con el funcionamiento de sus delicados engranajes la presencia del colosal relojero que lo puso en marcha, prefiero no embarazarme con más intrincadas disquisiciones metafísicas. Cuando yo estaba en Inglaterra, allá en mis años mozos, un distinguido discípulo de Newton, el doctor Clarke, escribió un copioso tratado con numerosas pruebas de la existencia divina; el irónico Collins hizo el siguiente comentario: «La existencia de Dios era algo de lo que ninguno habíamos dudado hasta que la probó el doctor Clarke». Casi todas las demostraciones alambicadas del único hecho metafísico que me parece evidente merecen a mi juicio la misma glosa.
Hay algo, sin embargo, que nadie que yo sepa ha aportado como prueba de la existencia de Dios, pero que para mí es la primera de sus manifestaciones en la vida humana: el placer. Pues físicamente hablando el placer es divino y tengo para mí que cualquier hombre que bebe una copa de vino de Tokay, que abraza a una mujer hermosa, cualquiera en una palabra que experimenta sensaciones agradables debe reconocer un ser supremo y benéfico. Por esta razón los antiguos convirtieron en divinidades todas las pasiones; pero como todas las pasiones nos han sido dadas con vistas a nuestro bienestar, mantengo que por medio de ellas se puede probar la existencia de un único Dios puesto que demuestran unidad en su designio. ¿Os convence mi metafísica hedonista? No me atrevería a repetirla en un aula de la Sorbona ni de vuestra Salamanca. En cualquier caso, prefiero ver a Dios en los goces de esta vida que en los castigos infernales de la próxima. Sin duda este Dios del que os hablo no puede haber nacido de ninguna virgen, ni haber muerto en un cadalso, ni ser comido en forma de oblea, ni ciertamente ha inspirado esos libros que vos y yo conocemos, llenos de contradicciones, de demencia y de horror.
Pienso que fue este Dios quien formó nuestra especie y nos concedió un puñado de instintos, el amor propio para asegurar nuestra conservación, la benevolencia para asegurar la conservación de los otros, el deseo amoroso que también se da en el resto de los seres vivientes y el don inexplicable de poder combinar más ideas que todos los demás animales juntos. Después de otorgarnos nuestro lote, nos dijo: ahora, arreglároslas como podáis. En contra de lo que suponía el desenfrenado La Mettrie, pienso que existe una ley natural que nos hace arrepentimos de los crímenes y ensalzar las virtudes. Os lo demostraré. Dios nos hizo animales sociales, ¿concedido? Pues bien, la virtud y el vicio, el bien y el mal han sido en todas las épocas y en todos los países lo que es útil o dañino para la sociedad. En cualquier lugar y en todo tiempo, el que más se sacrifica por lo público ha sido tenido por el más virtuoso. La virtud es el hábito de hacer lo que conviene a la mayoría de los hombres y el vicio la costumbre de hacer aquello que les daña. En cada uno de nosotros puede entrar en conflicto la benevolencia hacia los demás y nuestro amor propio. Los jansenistas y el señor Rousseau, de acuerdo en esto como tantas otras veces, condenan el amor propio por ser la fuente de todo mal. Me parecen tan equivocados como quienes, al ver que el exceso de humor sanguíneo lleva a la apoplejía, creyesen que viviríamos mejor sin sangre. No, yo pienso que el amor propio bien entendido termina reforzando la benevolencia social en lugar de contrariarla. Incluso os diría que el amor propio comparte muchas características con nuestro instrumento genital: nos es muy necesario, nos es muy querido, nos da abundante placer pero hay que procurar llevarlo tapado.
¿Debemos pues practicar alguna religión? Lo tengo por socialmente aconsejable. Señora, os confieso que temo al populacho si pierde toda forma de veneración por lo divino sin ganar las luces de la filosofía; pero aún temo más a los poderosos que no se ven refrenados en su ambición por ninguna ley sagrada. Tantas cosas se han hecho respetar a lo largo de los siglos por razones religiosas que corremos el peligro de que quienes pierdan toda religión crean que ya nada merece ser respetado. Supongo que si Dios no existiese, deberíamos volver a inventarlo. Vemos, empero, que también las religiones persuaden a cometer atrocidades y que en la mayoría de los casos son peores en sus efectos sociales que la pura y simple impiedad. ¿Cuál es pues la religión que considero preferible? ¿No será la más sencilla? ¿La que tenga mucha moral y pocos dogmas? ¿La que ayude a los hombres a ser justos sin hacerles absurdos? ¿La que no ordene creer cosas imposibles, contradictorias, injuriosas para la Divinidad y perniciosas para el género humano, la que no ose amenazar con penas eternas al que tiene sentido común? ¿No será la mejor religión aquella que no imponga su credo por medio de verdugos, ni inunde de sangre la tierra por culpa de dogmas ininteligibles? ¿La que no someta a los gobernantes a un sumo sacerdote a menudo incestuoso, homicida y envenenador, valiéndose de un par de juegos de palabras y algunos textos sacros falsificados? ¿La que no enseñe más que la adoración a un Dios, la justicia, la tolerancia y la humanidad? Tal es la religión que deseo, señora, pero que no veo vigente en ningún rincón de la tierra civilizada. Pero ni siquiera ésta quisiera que llegara a imponerse por la fuerza de los gobernantes: un Estado bien regulado no debe coaccionar más a los ciudadanos en materia de religión que en cuestiones culinarias.
Digo y repito: ¡aplastad al Infame! Queréis saber a qué insigne Infame me refiero. No os lo oculto: al cristianismo. Me parece que ya son bastantes mil setecientos años de vilezas, disparates y persecuciones en nombre de la caridad fraterna. Siento una repulsión física por la mentira clerical y por su santidad homicida. Cada año a finales de agosto, cuando se aproxima la víspera de San Bartolomé, caigo en cama con fiebre: es la forma que tiene mi organismo de celebrar el aniversario de aquella matanza histórica. Pero si fuese consciente de todas las víctimas del fanatismo, debería pasarme acostado el año entero, tiritando de pavor. Tengo en mi biblioteca cientos de obras de teología y las repaso a veces con un deleite malsano: es como pasearse por un manicomio. Sin duda la superstición es a la religión como la astrología a la astronomía: la hija muy loca de una madre cuerda. Si por culpa de esos delirios no se hubieran levantado tantas hogueras ni se hubiera despedazado a tantos inocentes, podría uno pasar un buen rato riendo con tales ocurrencias. Aquí tengo, por ejemplo, un libro de cierto jesuita español del siglo pasado, llamado Tomás Sánchez. Su tema es el matrimonio y el padre Sánchez no retrocede ante sus aspectos más escabrosos. En cierto momento se plantea la interesante cuestión de las sensaciones lascivas que pudo sin culpa suya experimentar la Virgen al ser preñada por la tercera persona de la Trinidad: «An Virgo Maria semen emiserit in copulatione cum Spiritu Sancto?». Su dictamen es afirmativo, como podía sospecharse ¡Y pensar que a tantos desdichados, incluso hoy mismo, se les castiga con la muerte por blasfemar! ¡Que hace sólo unos meses se decapitó y quemó al joven caballero La Barre a los diecisiete años por haber cantado una canción irreverente! Sin embargo, no son estas ridiculeces criminales monopolio de los cristianos. El Infame es por extensión el furor fanático de cualquiera de las religiones dogmáticas: católicos, protestantes, jansenistas, musulmanes, judíos o aztecas, todos están amasados con la misma mierda empapada en sangre. Disculpad mi lenguaje, amiga mía, pero la indignación me puede. ¡Basta ya! ¡Aplastemos al Infame!
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