NO os preocupéis, amable amiga: no tendréis que verme inmortalizado en piedra sobre un brioso corcel. Sería impropio aunque el caballo fuese tan espléndido como dicen que resulta ser el que Falconnet ha esculpido para el monumento al gran zar Pedro por encargo de Catalina de Rusia. Me gustaba la equitación cuando mis piernas no me temblaban tanto como hoy, pero he galopado mucho más por los salones y por los escenarios que al aire libre. El señor Pigalle ha venido a verme aquí, en Ferney, y desde luego no me imagina ecuestre, como vos decís: se inclina a representarme más bien yaciendo en una camilla o incluso envuelto en un sudario. Voy a ser inmortalizado moribundo. Es lo más apropiado si bien se mira, porque tal ha sido mi estado habitual desde mi más tierna infancia.
Mi buen amigo Argental, el último ángel guardián que me queda después del fallecimiento o la dimisión de tantos otros, me había comunicado ya el donativo de vuestro duque de Alba para la estatua y me insiste para que se lo agradezca personalmente con unas líneas. Aún no me he decidido a ello pues se supone que yo no debería conocer a los mecenas de mi monumento. Éstas son las ridiculeces de ser tratado en vida con honores de difunto. Creo que lo mejor en este caso será hacerme el muerto; o aún mejor, morirme de veras, solución que con mi permiso o sin él ya no puede hacerse esperar.
Las líneas que debería escribir al duque de Alba y aún no le escribo, así como éstas que con tanto agrado os envío para que las acariciéis con esos ojos que ya no me será dado conocer, no provienen de mi mano. Tengo el pulso demasiado tembloroso desde hace años y mi vista es malísima; en verano aún puede pasar pero a partir de noviembre me quedo ciego como un topo hasta la llegada de la primavera. No es gran pérdida porque así me ahorro contemplar el glaciar inmenso en que durante esos meses se convierte este olvidado rincón suizo en el que paso ya no mis últimos años, sería presuntuoso a mi edad hablar de años, sino mis últimos días o mejor mis postreros momentos. El amanuense cuya letra con justicia elogiáis se llama Juan Luis Wagnière y es mi secretario desde hace treinta años. Sigue siendo empero un hombre joven, pues entró a mi servicio a los quince años, y me atrevo a asegurar que es modelo de secretarios. No he tenido junto a mí a nadie más honrado, más discreto ni más fiel. Ahora se resiste a transcribiros estos elogios merecidos porque nunca antes tuve ocasión de hacerlos públicos sino verbalmente: me alegra que la obediencia amistosa que me debe le obligue hoy a trazar de su puño y letra su propio panegírico.
No puedo corregir vuestra opinión sobre la historia porque en gran medida es también la mía. Pero os hago una salvedad: os referís a los libros de historia que habitualmente se escriben, no a los que se podrían escribir o a los que ya han escrito en nuestro siglo algunos ilustres ingleses. ¿Habéis leído por ejemplo los comentarios sobre historia de Inglaterra del señor Hume? ¿O la crónica de los últimos años del imperio romano que ha compuesto con incomparable elocuencia el señor Gibbon? Aunque no pretendan igualarse con tales obras, os envío mis propios modestos esfuerzos en ese campo: mi libro sobre el reinado de Luis XIV, mi relato de la guerra de 1741 y sobre todo mi ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones desde Carlomagno hasta Luis XIII. Disculpad que parezca querer abrumaros con este regalo demasiado copioso. No intento apoderarme de todo vuestro tiempo como mí amigo Federico II hubiese querido apoderarse de Austria o Polonia. Bastará con que leáis unas cuantas páginas para que advirtáis la diferencia que existe entre mi propósito al escribirlas y el de otros historiadores antiguos y modernos. Después, si vuestro fastidio ante ese género sigue incólume, podéis abandonarlas sin remordimiento. En todo caso abusaré un poco ahora de vuestra paciencia exponiéndoos mis principios sobre este asunto: recordad que lo hago para complaceros y no para catequizaros.
La mayoría de los historiadores han escrito para halagar la vanidad de los reyes y el orgullo patriótico de las naciones. Por eso sus crónicas son una galería de gloriosos expoliadores coronados, saqueadores de provincias a toque de clarín, cargas de caballería, regios matrimonios de conveniencias, alianzas y traiciones, etc… Apenas se concede una mención a las costumbres de los ciudadanos, a los inventos que han hecho más cómoda la vida y más provechosa la industria, al comercio que enriquece a los pueblos de forma más segura que las conquistas. Los héroes militares se parecen todos unos a otros como las tormentas o las hambrunas: sólo difieren en la cuantía de los daños que causan. En cambio hay otros héroes a quienes los historiadores habituales no suelen conceder atención y que, sin embargo, son mucho más diversos y fructíferos: los grandes pensadores que han combatido los errores humanos, los inventores, los artistas que han embellecido la triste brevedad de la vida, los legisladores que han organizado sabiamente las sociedades, los científicos que ayudan a comprender el mundo natural y a dominarlo, etc… De los héroes que primero he mencionado le vienen a los individuos y a los pueblos sus males; de estos otros héroes les llega lo que hace la vida próspera y placentera.
En mi opinión, hay que escribir la historia desde un punto de vista filosófico. No simplemente para satisfacer la curiosidad por el pasado o por lo que ocurre en lugares remotos, sino sobre todo para desarrollar la razón y mejorar nuestras costumbres. De los males memorables hay que sacar escarmiento para no volver a propiciarlos: ¿recordáis, amiga mía, que el protagonista de uno de mis cuentos se llama precisamente Scarmentado? Quien lee libros de historia escritos filosóficamente acaba Scarmentado también, pero sin haber sufrido en su propia carne desastres y fechorías. En mis obras procuro conceder más importancia a la suerte general de los hombres que a las revoluciones del trono. Pues es al género humano al que hay que conceder prioridad al escribir historia: frente a esa gran asamblea cada historiador debe decir homo sum, en lugar de contentarse con narrar batallas. Es preciso desechar mucho material tosco e informe, rivalidades entre monarcas, asesinatos por usurpación, esas negociaciones interminables entre países que no son por lo común sino bellaquería inútil. Hay que concentrarse en aquello que sea relevante para trazar el despliegue de la mente humana a través de los siglos. ¿Creéis, señora, que también esto es una mera pérdida de tiempo y energía?
Algunos de los mejores historiadores han compuesto crónicas que nada tienen que ver con la hagiografía vulgar de los monarcas, pero cuya última motivación filosófica tampoco comparto. Por ejemplo Tácito, quizá el más admirable analista de los sucesos de su tiempo, que tenía el empeño de desacreditar al género humano mostrando sin piedad ni alivio todas sus atrocidades. Como no ignoráis, señora, no soy un entusiasta arrebatado de nuestra especie, de la que deploro su estupidez y su crueldad, y considero un deber denunciar los fanatismos producidos por la primera de estas lacras y que incitan a la segunda. Una antigua fábula persa cuenta que el primer hombre y la primera mujer fueron creados en el cuarto cielo y convivían con los ángeles. Cierto día comieron un pastel en lugar de la habitual e impalpable ambrosía y sintieron ganas de evacuar lo ya digerido. Preguntaron a uno de los ángeles dónde se encontraba el retrete del universo y les fue señalado un pequeño y maloliente planeta: era el nuestro. Puede que no seamos más que los ínfimos usuarios de una despreciable cloaca. Sin embargo, también me parece importante recordar que muchos individuos han dado muestras de suficiente ingenio y generosidad a lo largo de los siglos como para que no perdamos el respeto a nuestros semejantes. Nada se gana humillando genéricamente a la humanidad que todos compartimos. Habría que comportarse con el género humano al modo como solemos tratar a los hombres en particular. Si un canónigo lleva una vida escandalosa, se le dice: «¿Será posible que deshonréis la dignidad de canónigo?». Se le recuerda a un togado que tiene el honor de ser consejero del rey y que por tanto debe dar ejemplo. A un soldado se le dice, para darle ánimos: «¡Acuérdate de que perteneces al regimiento de Champagne!». Deberíamos poder decir a cada individuo: «Recuerda tu dignidad de hombre».
El obispo Bossuet escribió su historia universal para probar que todo puede explicarse por los designios de la Providencia. El principal de tales designios, según él, convierte al pueblo judío en el eje en torno al cual han girado los acontecimientos humanos desde el día de la Creación, fecha que a Bossuet le parecía confortablemente próxima. Lamento no poder estar de acuerdo con un autor tan piadoso y tan elocuente. No creo que las causas finales sirvan para dar cuenta de la complejidad de nuestras peripecias: más bien me parece que éstas son el resultado de miles de pequeñas causas eficientes, colaborando y oponiéndose unas a otras sin ningún plan preestablecido. Las acciones y deseos humanos fabrican la historia pero no la historia que planeamos sino otra que a menudo nos contradice y siempre nos sorprende. El único resorte natural cuya intervención podría parecerse algo a lo que monseñor Bossuet supone que hace la Providencia es un cierto amor al orden que anima en secreto al género humano y que le ha prevenido en muchas ocasiones de su ruina total.
La idea de que Dios tenga un pueblo elegido en el conjunto de la humanidad es tan ridícula como suponer que Él usa pantuflas o que muestra preferencias por el agua frente al fuego. Pero la idea de que tal pueblo elegido pudiera ser el judío me resulta especialmente inepta. No sé lo que ocurría en los tiempos próximos a la Creación que tan familiares son a Bossuet, pero desde luego en épocas más recientes los judíos han formado una de las naciones más supersticiosas e incultas de la tierra, sin obras de arte, sin legisladores distinguidos, sin otra literatura que las leyendas de su mitología monoteísta, sin otra habilidad cívica que la usura ni mejor influjo histórico que su nefasta soltura para contagiar sus delirios cosmológicos a otros pueblos. Si el Espíritu Santo sigue conservando su afición por ellos será por estar mal informado, como temo que a este respecto le ocurra al sabio Bossuet. En mi Ensayo sobre las costumbres me he preocupado en cambio por naciones como las de los chinos, los indios o los musulmanes, a las cuales solemos desconocer como si estuviesen en estado de barbarie cuando en realidad tienen leyes, artes y ciencias que pueden competir ventajosamente con las de los países europeos más avanzados. Suponer que Dios se desentiende de ellas porque no veneran a Jehová ni han oído hablar de Cristo y que los historiadores debemos hacer por tanto lo mismo es un triste prejuicio contra el que he querido combatir. China en particular me parece una monarquía ilustrada que podría servir de modelo a muchos reinos europeos. Confucio enseñó a su pueblo los principios de la virtud quinientos años antes de la fundación del cristianismo: merece el título de «santo» mucho más que los torvos cristianos que suelen ostentarlo. Hace poco tiempo se tradujeron al francés dos poemas del actual emperador chino, Ch’ien Lung, y yo le envié también en verso mi admiración por ellos y por su pueblo. Me lo agradeció con un hermoso jarrón de porcelana que preside uno de mis salones de Ferney.
Señora, la tierra es un vasto escenario en el que una misma tragedia se interpreta bajo nombres diferentes. La ambición, la avaricia, el egoísmo, la vanidad, la amistad, el amor, el afán de conocer, la generosidad y el espíritu público: tales pasiones, combinadas en dosis diferentes y distribuidas socialmente de forma diversa han sido desde el comienzo del mundo y siguen siendo la fuente de cuantas empresas ha realizado la humanidad. Quien desee conocer los sentimientos, inclinaciones y derroteros de la vida entre los griegos o los romanos no tiene más que estudiar el modo de ser y de obrar de los franceses o los ingleses de hoy: no podrá equivocarse mucho si transfiere a los primeros la mayoría de las observaciones que haya hecho sobre los segundos. El comportamiento humano es muy semejante en todas las épocas y en todas las latitudes. Se repiten los errores y los crímenes, así como también los esfuerzos en pos de hacer la vida más agradable y las costumbres más suaves. Los efectos de la superstición son muy variados, mientras que los de la razón siempre son idénticos. Podemos aventurar como regla general que cuando un uso o una creencia no tienen mejor argumento a su favor que sus raíces tradicionales, su antigüedad real o supuesta, pertenece al orden del capricho o del fanatismo, pero nunca de la cordura. Las buenas leyes y los sentimientos de utilidad pública siempre pueden justificarse racionalmente, sea nuestro interlocutor blanco, amarillo o negro.
En Europa ha habido si no me equivoco cuatro épocas que podemos llamar dichosas por comparación a otras, atendiendo al desarrollo que en ellas tuvieron los conocimientos y las formas políticas: el siglo de Pericles y Platón en Grecia, el de César y Cicerón en Roma, el de los Médicis en Florencia y el de Luis XIV, Corneille y Racine en Francia.
Siempre han sido épocas en las que ha predominado el espíritu crítico frente a las tradiciones y la vocación arriesgada de crear acompañada de un fuerte deseo de orden y firmeza. Esos siglos dorados han estado separados por edades oscuras, en las que imperaba la fe en lo inverosímil, la crueldad pública, la persecución de quienes pensaban de modo diferente (que muchas veces eran los únicos que pensaban), la rutina y el pánico ante lo nuevo. El esplendor de las iglesias y sus inquisidores señala siempre como sello inequívoco estas épocas tenebrosas; lo que los devotos califican como «impiedad» caracteriza a las otras. Quizá me preguntéis cómo valoro el siglo que vivimos. Para mí, es el momento del gran combate en Europa entre sombras y luces. Estamos en una edad de ilustración, pero aún no en una edad ilustrada. La intolerancia y la superstición retroceden en todas partes pero aún distan mucho de estar vencidas. Yo procuro siempre dar voces de ánimo a quienes luchan contra la infamia pero en modo alguno estoy seguro de que nuestro triunfo final vaya a ser ineluctable según creen algunos jóvenes amigos a los que estimo mucho, como el marqués de Condorcet. De vos para mí, señora, no descarto una recaída en la sinrazón bárbara que ahora, vacunada como está contra la razón por el forcejeo sostenido con ella, sería más peligrosa y duradera que nunca.
Los optimistas, cuyo filósofo de cabecera es el señor Leibniz, dicen que en este mundo todo está bien. Pienso que el optimismo es desesperante. Se trata de una filosofía cruel bajo un nombre consolador. Si aquí todo está bien, mientras todos sufrimos, podríamos pasar aún por mil mundos en los que se siguiera sufriendo y todo seguiría sin embargo estando bien. Iríamos de desdicha en desdicha y habría que decir «mejoramos». No, hay muchas cosas que están mal sobre la tierra. De unas somos responsables y de otras ciertamente no. Me parece una burla decir que diez mil infortunios componen una felicidad: lo cierto más bien es que de diez mil hombres apenas uno querría volver a comenzar su carrera, pasando de nuevo por todo lo que ha padecido. Por eso todas las religiones en todas las épocas aseguran persuasivamente que la obra de Dios ha sido alterada y que el hombre sufre las consecuencias de una caída original. Esta doctrina concluye que, puesto que hay mal en el mundo, la naturaleza humana debe haber sido corrompida y merecemos una reparación venidera. Tampoco logra convencerme este razonamiento. Las miserias de la vida, filosóficamente hablando, no logran probar mejor la caída del hombre de lo que las miserias de un caballo de tiro prueban que en tiempos remotos todos los caballos de tiro estaban fuertes y bien alimentados, sin recibir nunca latigazos, hasta que uno de sus antepasados comió demasiada avena y todos sus descendientes fueron condenados a tirar de carros.
Nuestras desventuras no provienen de ninguna maldición bíblica sino de lo irremediablemente frágil de nuestra condición natural y de disparates y abusos que las sociedades consienten. La primera fuente de males no admite enmienda pero la otra ciertamente sí. El hambre, la peste y la guerra son tres de los ingredientes más famosos de nuestro bajo mundo. Quizá las dos primeras sean regalos de esa Providencia a la que tanto veneraba el obispo Bossuet. Pero la tercera, que convoca también la presencia de las otras dos, es fruto de la imaginación caldeada de doscientas o trescientas personas repartidas por el mundo bajo el título de príncipes o ministros. Mientras éste siga siendo el monstruo que despedaza a las multitudes, los filósofos moralistas que se dedican a condenar unos cuantos alfilerazos particulares pueden quemar sus libros; en tanto sea el capricho de unos pocos individuos el que haga degollar legalmente a millares de nuestros hermanos, la parte del género humano dedicada al heroísmo militar será lo más espantoso de la naturaleza entera. Para qué sirven y qué me importan la humanidad, la beneficencia, la modestia, la templanza, la dulzura, la sabiduría, la piedad, cuando media libra de plomo tirada desde una distancia de seiscientos pasos me destroza el cuerpo y muero con veinte años entre tormentos inenarrables, en medio de otros cinco o seis mil moribundos, en tanto mis ojos, que se abren por última vez, ven la ciudad en la que he nacido destruida por el acero y por las llamas, y los últimos sonidos que oyen mis oídos son los gritos de las mujeres y de los niños que expiran bajo las ruinas, todo para servir a los pretendidos intereses de un hombre al que no conocemos… Lo peor es que si bien se mira todos los hombres han adorado a los dioses de la guerra: entre los judíos, por ejemplo, Sabaoth significa el dios de los ejércitos; menos mal que la Minerva de Homero, en la Ilíada, dice que Marte es un dios furioso, insensato e infernal.
En mi bosquejo de historia universal he señalado los infinitos males que el fanatismo religioso ha traído a los hombres, en todas las épocas y en todas las culturas. Las mayores crueldades, las matanzas más atroces se han perpetrado siempre por motivos religiosos y con la bendición de untuosos clérigos. Una terrible amenaza resuena en muchos idiomas a lo largo de la historia: «¡Piensa como yo o muere!». Ningún filósofo puede sumarse a ella sin deshonrarse para siempre ante la humanidad. Pero los males que la religión ha persuadido a cometer no son sólo decapitaciones, quema de herejes, noches de San Bartolomé, sacrificios humanos, etc…: también ha producido otros daños, de índole intelectual. La autoridad de los teólogos ha perseguido el conocimiento y ha estancado o impedido el desarrollo de las ciencias. El desventurado país en el que habitáis, señora, es una buena prueba de lo que digo. Hay que atribuir al Tribunal de la Inquisición, a la que habría que denominar «maldita» y nunca «santa», la profunda ignorancia de la sana filosofía en la que siguen hundidas las escuelas de España, mientras que en Alemania, Inglaterra, Francia o incluso Italia se han descubierto tantas verdades y se ha ampliado tan notablemente la suma de nuestro saber. Nunca la naturaleza humana queda tan envilecida como cuando la ignorancia supersticiosa se ve dotada de poder. Para reforzar la credulidad popular en lo sobrenatural, a la que deben los clérigos su nefasta influencia, los historiadores religiosos llenan sus crónicas de milagros y portentos. No hay maravilla del pasado para la que no se aduzca el testimonio de mil anónimos o desaparecidos testigos. Se deja entender así que siguen pasando en nuestro tiempo idénticas alteraciones de las leyes de la naturaleza. En mi relato histórico he descartado lo imposible y puesto muy en duda lo inverosímil: creo que las vírgenes han dado a luz tan raramente a comienzos de nuestra era como hoy y desconfío de que el mar haya sido alguna vez tan cortés como para abrir paso a quienes querían cruzarlo a pie enjuto. En general, pongo en tela de juicio cualquier testimonio que flagrantemente sea contrario al sentido común o a la experiencia que hoy tenemos de los asuntos humanos. Me oriento por el principio de que la incredulidad es la base del conocimiento. Esta actitud me ha ganado muchas críticas y no sólo por parte de los curas. El barón de Montesquieu ha tenido a bien declarar: «Voltaire es como los monjes que escriben, no en aras del tema que tratan, sino para la gloria de su orden: escribe para su convento». Tampoco ahora estoy de acuerdo con ese gran manipulador de citas y desordenado escritor. Si he recalcado en mis obras históricas los pecados del cristianismo no es por afán sectario, sino porque aún hoy la mayoría los ensalza como virtudes. Muchos autores contemporáneos siguen alabando las cruzadas contra los albigenses, la ejecución de Jan Huss y hasta la matanza de la noche de San Bartolomé como hazañas, de modo que el mundo necesita al menos una crónica que califique esos actos como fechorías contra la humanidad y contra la verdadera moral.
Una de las prácticas más abominables de todos los tiempos, que aún perdura en el nuestro, es la esclavitud. En 1757, o sea como quien dice ayer, en la colonia francesa de Santo Domingo vivían treinta mil blancos y cien mil esclavos negros o mulatos, que trabajan en las plantaciones de azúcar, en las de índigo o de cacao, y que abrevian su vida para satisfacer nuestros nuevos apetitos y artificiales necesidades, que nuestros padres no conocían. Esos esclavos se compran en Guinea o en la Costa de Oro por un precio algo inferior al de un buey gordo. Les decimos que son hombres como nosotros, que han sido rescatados del pecado al precio de la sangre de un Dios hecho hombre y muerto por ellos, pero luego les hacemos trabajar como bestias de carga y los alimentamos peor que a éstas. Si se quieren escapar se les corta una pierna y luego se les pone a hacer girar a brazo los molinos de azúcar, después de ponerles una pata de madera. Y seguimos atreviéndonos a pesar de todo a seguir hablando del derecho de gentes.
No, amiga mía, no soy un revolucionario. Estoy convencido de que la igualdad absoluta entre los hombres no sólo es imposible sino también indeseable. Creo que parte de la humanidad debe trabajar con sus brazos y que no todos pueden aspirar a los refinamientos de la educación ni a las delicadezas de la filosofía: pero ningún hombre debe ser tratado por los hombres como un animal, ni carecer de derechos y de protección. ¿Cuál es la mejor de las formas políticas? ¿Es preferible un estado monárquico o un estado republicano? Hace cuatro mil años que se debate esta cuestión. Preguntad a los ricos, ellos siempre prefieren la aristocracia; interrogad al pueblo y os responderá que quiere la democracia: sólo los reyes son partidarios de la realeza. ¿Cómo puede ser entonces que casi toda la tierra esté gobernada por monarcas? Preguntádselo a los ratones que propusieron un día colgarle el cascabel al gato. Pero me parece que la verdadera razón es, como tantos han dicho ya, que los hombres son raramente dignos de gobernarse a sí mismos. Nunca ha habido gobierno perfecto, porque los hombres tienen pasiones; si no las tuviesen, no necesitarían gobierno. El más tolerable de todos en teoría es sin duda el republicano, porque es el que más acerca a los hombres a su igualdad natural. Todo padre de familia debe ser amo en su casa y no en la de su vecino. Como una sociedad está compuesta de diversas casas y familias, es contradictorio que un solo hombre sea dueño de todas las casas y los terrenos. Me parece natural que cada uno de esos hombres libres tenga voz y voto por el bien de la sociedad. El gobierno civil debe ser la voluntad de todos ejecutada por uno o por varios en virtud de leyes que los miembros de la sociedad han establecido. Entre los antiguos, «político» quería decir «ciudadano»; hoy «político» significa «el que engaña a los ciudadanos». Hasta que esa palabra no recupere merecidamente su sentido prístino, poco importa la forma de gobierno que prefiramos para cada país. Por lo demás, creo que la libertad de pensamiento y la libertad de comercio son la base de la prosperidad de las naciones. Pero, ay, os lo repito de nuevo: lo difícil no es teorizar sino colgarle el cascabel al gato.
Sin embargo, pese al terrible espectáculo que ofrece la historia humana y que aún vemos en torno a nosotros, no creo que la mayoría de los humanos seamos malvados. De los mil millones de hombres que habitan quizá hoy la tierra, al menos quinientos son mujeres que se ocupan de coser, hilar, alimentar a sus pequeños, mantener su casa y que cotillean un poco de sus vecinas, pero escaso mal pueden hacer al conjunto de los demás. Tampoco son dañinos los doscientos millones de niños, que ni roban ni matan, así como los muchos ancianos o enfermos que ya no tienen capacidad para ello. No deben quedar más de cien millones de personas jóvenes y robustas, capaces de cometer crímenes. De ellos, el noventa por ciento se preocupa de trabajar la tierra y producir industrias, proporcionando a todos alimento y vestido. No tienen ni deseo ni tiempo de hacer el mal a gran escala. De los diez millones restantes, habrá gente ociosa y de buena compañía, dedicada al estudio o a los placeres, así como magistrados, profesionales, filósofos, etc… Incluso sacerdotes que pretenden llevar realmente la vida pura y sencilla que preconizan para los demás. Ni siquiera la mayoría de los fanáticos pone en práctica las aberraciones a las que dice rendir culto: la humanidad sería muy desdichada si fuera tan común cometer atrocidades como creer en ellas. Los verdaderos malvados entonces no son más que algunos políticos de diversa índole empeñados en turbar la paz del mundo y unos cuantos miles de vagabundos, matones y facinerosos dispuestos a entrar a su servicio. No creo que lleguen a sumar un millón e incluyo en la nómina a los asaltantes de caminos. De modo que en el peor de los casos no pienso que pueda considerarse malvado a más de un ser humano de cada mil.
Hay pues mucho menos mal en la tierra de lo que se dice o lo que se cree. Hay todavía demasiado, sin duda: se ven desdichas y crímenes horrorosos; pero el placer de quejarse y de exagerar es tan grande que al menor arañazo grita uno que el mundo entero rebosa sangre… Si alguien nos engaña una vez, consideramos que el planeta está habitado exclusivamente por perjuros. De este modo, un espíritu melancólico que ha sufrido una injusticia ve el universo entero cubierto de condenados y demonios, lo mismo que el joven voluptuoso que cena con su amada al salir de la ópera no imagina que haya infortunados y sostiene, como Leibniz, que todo está bien.
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