Ferney, agosto de 177…

MUCHO me entristece, señora, lo que me contáis del señor de Olavide, con quien en efecto recuerdo vagamente haber mantenido correspondencia y que quizá me haya visitado aquí en Ferney, como vos decís. Cuando tengáis mi edad, amiga mía, no seréis menos encantadora pero estaréis algo desmemoriada: antes de abandonar el mundo del todo es el mundo mismo quien comienza a abandonarnos, llevándose los recuerdos que nos prestó. Tengo en cambio muy presente en la memoria al conde de Aranda, quien confío que logrará cortarle las uñas al monstruo de la Inquisición hispánica: de momento, por lo que me decís, sólo ha conseguido limárselas un poco. No sé si conocéis el artículo que dedico a Aranda en mi Diccionario filosófico —obra de cuya paternidad suelo renegar por motivos de seguridad cuando me dirijo a un público menos fiable que vos—. Es la única entrada con nombre propio contemporáneo en ese breviario de mi filosofía y no me arrepiento de habérsela consagrado. Estoy seguro de que también en Iberia las luces de nuestra época racional van a conseguir abrirse paso, gracias al portugués Pombal y a vuestro Aranda. Ahí tenéis el caso de Austria o el de Rusia, que aún parecía más desesperado. Pero todo marcha más despacio de lo que quisiéramos. La superstición tiene a su favor la rutina de los siglos y la fidelidad de los empleos que ha ido creando a su servicio: la filosofía necesita mucho tiempo y el amparo de protectores bien situados.

Fue precisamente uno de esos gobernantes esclarecidos el que me tentó con sus protestas de amistad después de la muerte de Emilia. Corrí hacia él como Platón acudió al llamado del joven Dionisio de Siracusa; mi decepción no fue tan amarga como la suya pero bastó para enseñarme que el más filósofo de los reyes siempre será más apto para confirmar los vicios del poder que las virtudes de la filosofía.

Federico de Prusia comenzó su correspondencia conmigo cuando aún era príncipe, cuatro años antes de ceñir la corona que su padre Federico-Guillermo hubiese preferido ver en cualquier otra cabeza. Me atrevería a jurar que nunca ha habido en el mundo un padre y un hijo que se pareciesen menos… al menos a primera vista. El padre era un auténtico vándalo, que durante todo su reinado no tuvo otra preocupación que amasar mucho dinero y mantener con el menor gasto posible las mejores tropas de Europa entera. Nunca hubo súbditos más pobres que los suyos ni rey más rico. Había comprado a bajo precio gran parte de las tierras de su nobleza y recuperó en seguida la mayor parte de su inversión en forma de impuestos sobre el consumo. Si un hombre mataba una liebre, cortaba las ramas de un árbol en la vecindad de las tierras del rey o cometía cualquier otra imperceptible falta, tenía que pagar una multa a las arcas reales. Si una chica se quedaba encinta fuera del matrimonio, ella, su amante y los padres de ambos eran también multados. Gracias a tales medidas consiguió acumular, en veintiocho años de reinado, alrededor de veinte millones de escudos que guardaba en los sótanos de su palacio de Berlín, bien empaquetados en toneles cerrados con abrazaderas de hierro. Todos los efectos de sus habitaciones eran de plata maciza y de un gusto pésimo; en el cuarto de su mujer todo era de oro, hasta los grifos y las cafeteras. Hay que reconocer que Turquía es una república comparada con el despotismo que ejerció sobre Prusia el tal Federico-Guillermo.

Le llamaban el rey sargento porque su mayor placer consistía en pasar diariamente revista a su regimiento de húsares gigantescos, el más bajo de los cuales medía siete pies de alto. Podréis juzgar, señora, el asombro primero y la cólera de este bruto después ante un hijo que creció lleno de ingenio y de cortesía, aficionado a la lectura, que amaba la música y componía versos. En cuanto le veía con un libro entre las manos, se lo quitaba y lo arrojaba al fuego; si el príncipe ensayaba con su flauta, se la arrebataba y la rompía furiosamente. En ocasiones propinó a su heredero tundas de bastonazos, como si fuese un recluta torpe o díscolo de su bendito regimiento. El muchacho sentía una tierna amistad, que quizá confundía con amor, por cierta joven plebeya, hija de un maestro de escuela: ella tocaba el clavecín y el príncipe la acompañaba con su flauta. El rey sargento se enteró del romance y de inmediato ordenó que la chica fuese arrastrada por la plaza mayor de Potsdam mientras el verdugo la azotaba. El enamorado flautista se vio obligado a asistir a ese lamentable espectáculo.

Ante tales muestras de solicitud paterna, no es raro que el príncipe decidiese huir de Prusia. Planeaba dirigirse a Francia y quizá luego a Inglaterra; dos buenos amigos, Katt y Keith, habían de acompañarle en tal exilio voluntario. La mañana de la huida, los granaderos del rey detuvieron al príncipe y a uno de sus acompañantes, mientras que el otro lograba escapar por muy poco. Al pobre Katt le decapitaron de inmediato, bajo las ventanas de la torre en la que aquel padre feroz encerró al joven Federico. Durante dieciocho meses permaneció en ese calabozo, sin otra compañía que un soldado que de ser su carcelero pasó a convertirse en su amigo. Era joven, guapo, de admirable planta y sabía tocar bien la flauta: Federico descubrió que tan amable guardián podía entretenerle de múltiples maneras. Por cierto que cuando el príncipe llegó a transformarse en rey, este muchacho tan excelentemente dotado no fue olvidado por su antiguo reo. Cuando le conocí en la corte de Potsdam, ejercía junto a Federico como una mezcla de criado de confianza y primer ministro, con toda la insolencia que ambos puestos suelen inspirar.

El despótico Federico-Guillermo no se contentaba con la prisión del heredero y planeaba cortarle la cabeza como había hecho con su cómplice Katt, pues después de todo aún le quedaban otros tres hijos y esperaba tener más suerte con alguno de los restantes. Pero las presiones de su esposa y de sus consejeros, así como la intercesión decisiva del emperador de Austria, le hicieron desistir de ese propósito criminal. Liberó finalmente al príncipe, aunque le mantuvo permanentemente vigilado y evitó concederle la menor responsabilidad pública de gobierno. El joven se dedicó a estudiar filosofía, especialmente Leibniz y Wolff (a este último el rey le había expulsado de Prusia amenazando con estrangularle), y también comenzó a escribirse con algunos poetas poco recomendables del extranjero, como quien tiene el honor de ser vuestro rendido servidor. La mayoría de sus cartas eran en verso, todas muy largas y cada una pretendía ser un tratado completo sobre metafísica, historia o política. Como su francés aún no era ni mucho menos perfecto —aunque luego llegó a serlo— en mis respuestas procuraba sugerirle correcciones de forma y de contenido. Me las agradecía con halagos casi ditirámbicos, que yo me apresuraba a devolverle. Si él me llamaba hombre divino, yo le ascendía a Salomón del norte. Después de todo los epítetos no cuestan nada. Lo mejor que escribió durante esos años fue un Antimaquiavelo, combatiendo los principios poco escrupulosos del florentino. Claro que si Maquiavelo hubiese tenido a un príncipe de carne y hueso por discípulo, lo primero que le habría aconsejado hubiera sido escribir contra él para luego actuar de forma plenamente maquiavélica. Pienso, empero, que entonces Federico creía de buena fe lo que predicaba: la moderación, la justicia y el repudio de toda usurpación. El opresivo ejemplo de su padre era suficiente para hacerle aborrecer sinceramente los abusos del despotismo.

Me envió el libro a escondidas para que yo intentase editarlo en Holanda, pues en Prusia iba a ser imposible y él no conocía a ningún librero de confianza. Inicié las gestiones con Van Doren, proponiéndole que imprimiese la obra de Federico junto al original de Maquiavelo y todo ello acompañado por un comentario mío en apoyo de mi antimaquiavélico amigo. Y entonces el brutal rey sargento tuvo a bien morirse, para satisfacción de casi todos. Prusia había sido gobernada como una nueva Esparta; podía esperarse que el joven monarca la transformase en algo parecido a una nueva Atenas. Desde luego algunas de las costumbres atenienses eran muy del gusto de Federico pero otras, en especial las más republicanas, chocaban con su temperamento y con sus ambiciones. Quizá nunca haya habido un hombre que haya sentido con tanta fuerza la razón y que haya escuchado tanto a sus pasiones. En cualquier caso, sabía hacerse querer, al menos a distancia. Desde que llegó al trono, no cesó de intentar por todos los medios atraerme a su lado. Y yo me sentía seducido por su gentileza, por su ingenio, por sus dones y porque era rey, lo cual es gran motivo de seducción para la flaqueza humana. Mi destino ha sido correr de rey a rey, aunque siempre he amado la libertad con idolatría.

Pese a las protestas de la señora de Châtelet, que le detestó en seguida con más encono que si hubiera sido una rival, me decidí a cumplirle una visita. Estaba entonces en el pequeño castillo de Meuse, a dos leguas de Clèves, donde había caído enfermo. Le acompañaban personajes de la ciencia y del ingenio, algunos ya conocidos míos, como Maupertuis, Algarotti, Keyserlingk o Baculard de Arnaud. El castillo de Meuse no tenía más que un soldado en la puerta haciendo guardia. Me hizo entrar y tropecé con un señor que vestía una levita usada y llevaba la peluca grotescamente torcida, mientras paseaba arriba y abajo por el patio soplándose la punta aterida de sus dedos para devolverles el calor. Supe luego que se trataba de Rambonet, consejero privado y ministro de Estado, uno de los hombres más importantes del reino. Tuvo la amabilidad de acompañarme hasta los aposentos reales. Llegamos a un pequeño gabinete, sin decoración alguna en las paredes desconchadas: a la luz de una bujía, entreví en un camastro de dos pies y medio de ancho a un hombre pequeño que sudaba y temblaba bajo una manta militar, presa de un violento acceso de fiebre. Era Federico, rey de Prusia. Le hice una reverencia, me senté a su lado y comencé por tomarle el pulso, como si hubiese sido su médico de cámara. Impresionaban sus enormes y atónitos ojos azules, como los que sólo pueden tenerse en la extrema juventud. Según me cuentan, él los conserva idénticos todavía. Al poco rato se sintió mejor e insistió en levantarse para cenar. Nos sentamos a la mesa acompañados de Keyserlingk, Maupertuis, Algarotti, Baculard y el ministro de Estado Rambonet. Durante la cena discutimos a fondo de la inmortalidad del alma, de la libertad y de los andróginos de Platón. En ningún otro lugar del mundo se hubiera podido hablar con tanto desparpajo de todas las supersticiones de los hombres y nunca se hicieron sobre ellas tantas bromas despectivas. Cualquiera que nos hubiese oído podría haber pensado que éramos los siete sabios de Grecia charlando en un burdel.

Federico se esforzó cuanto pudo por retenerme a su lado, pero desde el principio dejé claro que mi estancia había de ser breve. No podía quedarme a su servicio porque prefiero la amistad a la ambición, porque me encontraba unido a la señora de Châtelet y porque, filósofo por filósofo, me gusta más una dama que un rey. Finalmente me dejó partir tras prometerle múltiples veces que volveríamos a reunimos en cuanto fuera posible. Por aquellos días murió el emperador austríaco Carlos VI, a causa de una apoplejía producida por una indigestión de champiñones: ese plato de setas iba a cambiar el mapa de Europa. Su hija María Teresa, reina de Hungría y de Bohemia, quedaba aparentemente desvalida frente a las ambiciones territoriales de vecinos poderosos. Entonces resultó evidente que Federico, ya rey de Prusia, no era tan enemigo de Maquiavelo como había parecido serlo mientras fue príncipe. Y es que estaba en su naturaleza hacer siempre lo contrario de lo que decía y escribía, no por disimulo, sino porque hablaba y escribía movido por un tipo de entusiasmo y actuaba después impulsado por otro no menos vehemente.

Federico comenzó su reinado con algunas medidas que merecieron todos mis parabienes: a los tres días de sentarse en el trono abolió en toda Prusia el uso de la tortura en los juicios criminales, veinticuatro años antes de que el marqués de Beccaria publicase su gran obra De los delitos y de las penas. También promulgó un decreto según el cual todas las religiones debían ser igualmente toleradas y el gobierno se comprometía a no estorbar ninguna, pues cada cual tiene derecho a buscar el camino hacia el cielo a su modo. En cuanto a la prensa, le concedió libertad y soportó con desdeñoso silencio las mil diatribas que se propalaron contra él. En una ocasión, al advertir un pasquín injurioso de sus adversarios que había sido puesto como un cartel en la calle, lo cambió de sitio para que pudiera ser más leído. Luego me comentó con ironía que le retrata: «Mi pueblo y yo hemos llegado a un arreglo que satisface a las dos partes: ellos dirán lo que les parezca y yo haré lo que quiera». Sin embargo, la muerte del emperador Carlos despertó en él al belicoso depredador cuya manifestación su difunto padre había esperado en vano.

Yo fui de los primeros en saberlo, pues me escribió una carta en la cual era patente más de un negro indicio: «La muerte del emperador altera todas mis ideas pacíficas y creo que, en junio, la cuestión será más de cañón y pólvora, de soldados y trincheras, que de actrices, bailes y escenarios; me veo pues obligado a cancelar el contrato que estábamos a punto de hacer». Dicho contrato era precisamente la edición holandesa de su Antimaquiavelo. Desde luego no resultaba demasiado oportuno escribir contra el político florentino en el momento mismo de comenzar a poner en práctica sus consejos. A su ministro Podewils le planteó Federico esta charada: «Le doy un problema para que lo resuelva: cuando alguien tiene la ventaja ¿debe utilizarla o no? Estoy preparado con mis soldados y todo lo demás. Si no los utilizo, tendré en mis manos un instrumento todopoderoso pero inútil. Si utilizo a mi ejército, se dirá que he tenido la habilidad de aprovechar la superioridad que tengo sobre mi vecino». El discreto Podewils indicó que tal proceder sería considerado inmoral. Federico replicó: «¿Cuándo la moral ha disuadido a los reyes? ¿Puede uno permitirse la práctica de los Diez Mandamientos en esta madriguera de lobos que es la Europa de las grandes potencias?». En su sepulcro de Toscana, los huesos de Maquiavelo debieron crujir con aplauso. Y sin embargo, otra parte del alma complicada de Federico seguía juzgando con desaprobación su conducta, sin admitir las fáciles excusas de los aduladores. Meses después me enumeró con crudeza en otra de sus cartas las poco edificantes razones por las que entró en combate: «La ambición, el interés, el deseo de hacer hablar de mí me arrebataron: y declaré la guerra». Una confesión tan rara merece pasar a la posteridad y debe servir para hacer ver sobre qué se fundan casi todas las guerras. Nosotros los hombres de letras, poetas, historiadores, declamadores académicos, celebramos las grandes hazañas y buscamos para ellas justificaciones sublimes: pero he aquí un rey que las hace y que las denuncia.

De modo que Federico puso en pie de guerra un ejército de treinta mil hombres, adiestrado con mimo por su difunto padre durante décadas, y avanzó sobre Silesia. Su embajador en Viena propuso a la hija del difunto emperador que para evitar males mayores les cediera tres cuartas partes de esa provincia. María Teresa no tenía entonces ni tropas, ni dinero, ni crédito; sin embargo, se mostró inflexible. Prefería perderlo todo que ceder ante un príncipe al que no consideraba más que como un vasallo de sus antepasados y al cual una intercesión de su padre el emperador había salvado el cuello. Para empeorar su situación, Francia y Baviera decidieron entrar también en guerra contra ella. No se arredró. Buscó el apoyo de los feroces señores feudales húngaros, que hasta entonces guardaban con la corona imperial de Austria una relación de recelo cuando no de hostilidad. Los reunió en Presburgo y les dirigió una conmovedora súplica en latín (la mayoría de ellos no entendían el alemán), explicándoles que, abandonada por sus aliados, su honor y su trono dependían de la caballerosidad de los nobles de Hungría. Su belleza y sus lágrimas conmovieron a esos guerreros nada dóciles, quienes acabaron la sesión gritando espada en mano: «Vitam et sanguinem!». De modo que María Teresa logró finalmente reunir un ejército no demasiado numeroso pero aguerrido. El mariscal Neipperg, su comandante, se enfrentó a Federico bajo las murallas de Neisse, en Mollwitz. A las primeras de cambio, la caballería prusiana fue puesta en fuga por la caballería austríaca. Federico no estaba todavía acostumbrado a ver batallas y menos a perderlas, de modo que sin esperar a más huyó a galope tendido hasta Oppeln, a doce leguas cumplidas del escenario del combate. Siempre he pensado que el único ser vivo al que Federico ha estado realmente agradecido fue al caballo que le sacó de Mollwitz. El académico Maupertuis, que le había seguido al campo de batalla esperando participar en los honores del triunfo, tuvo menos suerte y hubo de retirarse apresuradamente en un asno que le costó dos ducados.

Federico se despertó al día siguiente en un camastro, desesperado y sin saber por dónde volver a casa. Entonces fue alcanzado por uno de sus edecanes que le comunicó que había ganado la batalla. Por lo visto la caballería prusiana era mala pero su infantería era la mejor de Europa. El monarca victorioso regresó de inmediato al frente y todo el mundo aseguró que no había abandonado el puesto de peligro ni por un momento. La historia oficial de los reinos está trufada de leyendas semejantes. En cualquier caso, la guerra distaba mucho de estar concluida. María Teresa siguió defendiéndose con tenacidad admirable. Intervinieron nuevos contendientes: Inglaterra, España, todo el mundo. Después de muchos avatares, María Teresa perdió Silesia pero conservó la mayor parte de su imperio. Los Países Bajos, Flandes, Cerdeña y otros territorios fueron distribuidos y redistribuidos. Finalmente se firmaron tratados y las potencias europeas descansaron durante ocho años hasta que el trabajo de las mujeres en materia de partos pudiera llenar las vacantes de los regimientos y los dejara listos para otra partida en el juego de los reyes. Federico volvió a casa, se acordó más que nunca de mí y me llamó de nuevo a su lado, apremiante, seductor.

Yo acababa de enviudar de mi divina Emilia. No soportaba seguir frecuentando los lugares en los que nos amamos, en los que trabajamos y discutimos, en los que fuimos dragón ilustrado de dos cabezas contra los enemigos de la razón y del buen gusto. Sólo mi sobrina, la señora Denis, por la cual confieso haber sentido en cierta época algo más ardiente que una devoción paternal, me ayudaba a sobrellevar el luto que oscurecía mi alma. Era un buen momento para que la corte francesa me hubiera recuperado, pero Luis XV no tenía demasiada simpatía por los ingenios filosóficos o literarios. Cuando la señora de Pompadour intentó avergonzarle diciendo que Federico de Prusia sentaba a su mesa a diversos sabios y acababa de conceder una pensión nada menos que de mil doscientas libras al señor D’Alambert, ni se inmutó. «Señora, los ingenios preciosos son mucho más numerosos aquí que en Prusia; me vería obligado a tener una mesa de comedor muy grande para reunirlos a todos. Fijaos: Maupertuis, Fontenelle, Lamotte, Voltaire, Fréron, Piron, Destouches, Montesquieu, el cardenal de Polignac…». La señora de Pompadour completó la lista: «Clairaut, D’Alambert, Diderot, Crébillon, Prévost…». Luis la interrumpió con un suspiro de alivio: «¡Uf, menos mal! ¡Y pensar que durante veinticinco años hubiera podido tener todo eso comiendo o cenando conmigo…!».

De modo que decidí encaminarme hacia Prusia de nuevo, esperando encontrar a Federico ya escarmentado de sus aventuras bélicas. Pero como tenía el cargo de gentilhombre ordinario del rey y además el de historiador real, no podía instalarme en la corte de Potsdam sin una autorización expresa de mi monarca. Acudí a Versalles para solicitarla personalmente, con la esperanza de que me la negasen e intentaran retenerme en Francia. Pero aún no conocía por completo el humor de los grandes. Luis XV me concedió el permiso ilimitado con toda sequedad y me volvió la espalda; el mismo trato obtuve del Delfín e incluso de la señora de Pompadour, de cuya simpatía por mí había recibido antaño pruebas halagadoras. Comprendí que consideraban una impertinencia que pretendiese formar parte de su corte y una traición que me fuese a otra. Inmediatamente empezaron a proteger ostentosamente al decrépito Crébillon, cuya senil tragedia Catilina fue parangonado a lo mejor de Racine y de Corneille. En cambio Federico no escatimaba las muestras de afecto. «Estoy firmemente persuadido de que seréis muy feliz aquí en tanto yo viva», me escribió. Y antes de emprender viaje hacia Prusia me llegó la noticia de que había sido nombrado chambelán del rey Federico, con derecho a una pensión de duración ilimitada y la condecoración de la Orden del Mérito. El mismo día me llegó la notificación de mi cese como historiador real, «puesto que era un cargo incompatible con residir en un país extranjero». Decidí partir sin mayor demora, aunque Federico se mostraba un poco inconcreto respecto a los gastos del viaje y muy explícito al decirme que no quería verme acompañado por la señora Denis.

Mi estancia en Prusia duró dos años y medio, casi tanto como mi permanencia en Inglaterra y resultó no menos importante para mí que aquella otra aventura juvenil. También en esta ocasión partí en cierta medida expulsado por Francia y despechado por el trato que me dedicaba. Me doy cuenta, señora, de que nunca hubiese salido de mi patria si ella no me hubiese resultado hostil. No tengo la comezón del desplazamiento y sólo he viajado por necesidad. Veréis, consideremos nuestro planeta como una gran casa: hay quien baja a la bodega, otro sube a cubrirse de polvo en la buhardilla, el otro se pasa el día husmeando en la cocina o vigilando la despensa… pero las personas sensatas se instalan confortablemente en la sala de estar y no se mueven de allí a no ser que necesiten con mucha urgencia algo guardado en otra parte. Pues bien, la sala de estar del mundo es París. Hace veintiocho años que no la piso pero por mi gusto jamás hubiese salido de ella.

Cuando llegué a Prusia me dirigí directamente a Potsdam. El viejo rey sargento había convertido aquel antiguo villorrio en una auténtica ciudad cuartel para sus tropas. Todo lo que allí hay, edificios, manufacturas, almacenes, etc… tiene primordialmente una finalidad militar. El emplazamiento del lugar hubiese merecido algo más ameno porque es excelente: ocupa una península delimitada por el río Havel y por una serie de pequeños lagos formados por el mismo curso fluvial. Como Federico amaba ese paisaje de bosques y colinas decidió instalarse allí, pero sabiamente separado del hastío de la permanente vida de guarnición. Eligió para construir su nueva abadía de Théléme un altozano próximo a la ciudad aunque fuera de ella. En esa cumbre edificó su particular Versalles prusiano, al que tituló con imaginación algo burguesa «Sans-Souci». En la abadía de Rabelais la divisa era «haz lo que quieras», lo que en el Sans-Souci de Federico debía leerse «quered lo que yo haga». Por lo demás, el palacio destaca por la sencillez y la ligereza de sus formas: fue diseñado por el propio monarca. Se abre sobre una vasta explanada muy hermosa y seis terrazas sucesivas descienden hasta el magnífico parque. Del mismo modo que los griegos construían sus ciudades en torno a la acrópolis, el edificio de Sans-Souci se distribuye en torno a una rotonda central que es el salón o ágora donde se celebran los banquetes filosóficos del rey. Al llegar ocupé una buena habitación en el ala oeste, pero poco después me trasladé al palacio de la Residencia, dentro de Potsdam, un edificio construido por el Gran Elector que Federico había restaurado con muy buen gusto. Creo haberos mencionado ya mi tendencia de liviana mariposa filosófica a chamuscarme en el fulgor solar de los monarcas si permanezco demasiado próximo a él…

Federico vivía permanentemente en Sans-Souci, donde jamás entraban ni curas ni mujeres. La reina madre Sofía Dorotea habitaba su pequeño palacio de Monbijou, a orillas del Spree. En cuanto a la reina Isabel Cristina, estaba recluida en Schönhausen, a una legua de Berlín. Federico nunca le había perdonado el haberse visto obligado a casarse con ella, coaccionado por el padre feroz. Desde luego no tenían hijos, por la más obvia de las razones. La tercera mujer de la familia real era la hermana de Federico, Guillermina, la margrave de Bayreuth, que también había sufrido las brutalidades del rey sargento y que era el único elemento femenino de su sangre con el que Federico conservaba cierta complicidad, no exenta de enfrentamientos. Visité en diversas ocasiones a las tres grandes damas, que siempre fueron muy amables conmigo. Mi preferida era la encantadora y espiritual Guillermina, mientras que la mesa que más me resistía a frecuentar era la de la reina Isabel Cristina, de tanta frugalidad que los huéspedes solíamos asistir ya comidos a sus cenas. ¡Cuentan que en una de ellas no ofreció a la noble dama a la que había invitado más que una cereza escarchada!

¿Queréis saber cuál era la rutina diaria del rey Federico de Prusia? Quizá no deba decir «era» porque, con las mínimas alteraciones que pueda haber impuesto la edad, estoy seguro de que seguirá siendo la misma. Se levantaba a las cinco de la mañana en verano y a las seis en invierno. Nada de grandes señores esperando su despertar, ni limosneros, ni chambelanes, ni gentileshombres de cámara, ni docenas de ujieres como en la corte de Versalles. Un simple lacayo entraba para encenderle el fuego, vestirle y afeitarle. Por lo común, cuando llegaba solía encontrarle ya casi totalmente vestido. Su habitación era bastante hermosa; una rica balaustrada de plata, adornada con amorcillos muy bien esculpidos, parecía cerrar el estrado de un lecho cuyas cortinas permanecían corridas; pero detrás de las cortinas no había lecho alguno, sino una biblioteca. En cuanto a la cama del rey, era un simple catre de tijera con un colchón muy delgado, oculto tras un biombo. Marco Aurelio y Juliano, los dos regios apóstoles a quienes veneraba, seguro que no se acostaban peor. En cuanto Su Majestad estaba vestido y calzado, el estoico concedía unos pocos momentos a la secta de Epicuro: hacía venir a dos o tres favoritos, fueran tenientes de su regimiento, pajes, heiduques o cadetes jóvenes. Tomaban juntos café. Aquél al que prestaba su pañuelo permanecía media hora a solas con él. Las cosas no llegaban demasiado lejos, dado que el príncipe —cuando aún vivía su padre— había tenido en los amores de paso mala suerte y peor curación. Ahora, como no podía desempeñar el primer papel, se conformaba con disfrutar el segundo. Hiciera lo que hiciese, el asunto no le llevaba demasiado tiempo. En cuanto acababan estos entretenimientos de escolares, recibía a su primer ministro, que no era otro que aquel soldado que tan cálidamente había servido a Federico durante su prisión en la torre de Custrin. Todos los secretarios de Estado le enviaban sus informes al favorito, éste se los presentaba ya extractados al rey y Federico los despachaba con dos palabras escritas al margen de su puño y letra. Todos los asuntos del reino se solventaban así en una hora. Los secretarios rara vez se entrevistaban personalmente con el monarca: había algunos que ni siquiera le habían sido presentados. El rey sargento había impuesto tal orden en las finanzas, todo se cumplía tan militarmente, la obediencia era tan ciega, que un país de cuatrocientas leguas funcionaba gobernado como una abadía.

Más tarde pasaba revista a su regimiento de guardias y después almorzaba con sus hermanos o con algunos oficiales y chambelanes. Su mesa era todo lo buena que se puede esperar en un país donde no hay caza, ni carne de vacuno pasable, ni una mísera pularda, y donde el trigo hay que sacarlo de Magdeburgo. Después de esta comida se retiraba a su gabinete y componía versos durante un par de horas. Un joven llamado Darget, venido de Francia, era el encargado de hacerle la lectura de obras de todo género. A partir de las siete de la tarde comenzaba un pequeño concierto, sin duda uno de los momentos más gratos de la jornada para el rey. Federico tocaba la flauta tan virtuosamente como el mejor de los artistas y muchas de las composiciones que interpretaba con su orquesta de cámara eran obra suya. No había ningún arte que no cultivase pero en la música era realmente sobresaliente. Después comenzaba la cena, en una salita que tenía por singular ornamento un cuadro cuyo bosquejo había proporcionado él mismo a su pintor Pesne, destacado colorista. Era una obra de alegre indecencia, una hermosa priapea. En ella se veían jovencitos abrazando a mujeres, ninfas montadas por sátiros, amorcillos que jugaban al juego de los Encolpos y Gitones, algunos mirones babeando de admiración ante tales empeños amatorios, parejas de tórtolas dándose el pico, chivos apareándose con cabras y carneros con ovejas, etc… A diferencia de otros monarcas, que se conceden a sí mismos derecho a cualquier libertinaje mientras imponen restricciones pudibundas a sus vasallos, Federico autorizaba a todos a vivir con igual licencia. En cierta ocasión quisieron quemar en no sé qué provincia a un pobre campesino, acusado por un cura de mantener una intriga galante con su burra; el rey anuló la sentencia, escribiendo de su puño y letra al margen del indulto que en sus estados había «libertad de conciencia y de p…». Durante nuestras cenas, presididas por la priapea de Pesne, la charla era tan libre como no creo que llegue a serlo en ninguna otra mesa de Europa, no ya de reyes sino tampoco de burgueses. No se respetaba ningún prejuicio y no había superstición o dogma sobre el que no se hicieran cáusticas glosas. En una palabra, Federico reinaba sin consejeros, sin corte y sin culto sagrado.

¡Singular gobierno, singulares costumbres, donde contrastan el estoicismo y el epicureísmo, la severidad de la disciplina militar y el relajamiento en el interior de palacio, los pajes que dan placer en los gabinetes y los soldados a los que se azota treinta y seis veces bajo las ventanas del monarca que mira, los discursos morales y la tolerancia del desenfreno, las críticas a los principios de Maquiavelo y su astuta puesta en práctica, los refinamientos de la música y la poesía con la ambición de emular a los grandes héroes ladrones de reinos! Por cierto, el propio Federico compuso una ingeniosa Disertación en favor de los ladrones y la hizo editar en las actas de la Academia de Berlín. Dudo que ningún otro gobernante europeo se hubiese atrevido a firmarla siquiera… En fin, después de cenar solíamos ir a la Ópera, en una enorme sala de trescientos pies de largo donde el monarca de Prusia reunía las voces más hermosas y los cuerpos de baile mejor adiestrados. Destacaba por encima de todos la Barberina, cuya forma de danzar gustaba especialmente a Federico; incluso creo que estaba un poco enamorado de ella, porque tenía piernas de hombre. Sus tropas la habían raptado en Venecia y la habían traído a través de Austria hasta Berlín, concediéndole entonces una pensión más elevada que la de tres ministros de Estado. Así, con ballet y delicadas arias, concluía la jornada real.

Mis obligaciones como chambelán, que yo procuraba tomarme muy en serio y el rey aún más, me exigían que le acompañara en varios de esos actos públicos, en la mayoría de los almuerzos y en todas las cenas. Pero mi principal tarea consistía en dar el último toque a las composiciones poéticas que escribía Su Majestad. Trabajábamos juntos un par de horas al día; yo corregía verso a verso, no olvidando nunca alabar mucho lo que había de bueno mientras tachaba lo que no valía nada. Federico planeaba publicarlo todo en varios volúmenes, con el título general de Obras del filósofo de Sans-Souci. Es indudable que no le concedía al rango de filósofo menos importancia que al de rey, ni viceversa. Su dominio de la lengua francesa era ya impecable, aunque a veces le fallaba el oído: versificaba en el idioma de Racine pero con la música de una charanga militar prusiana. Sin embargo no le faltaba ingenio y a veces le sobraba malicia. Nuestra relación artística fue siempre cordial en grado sumo. Me trataba con la deferencia respetuosa de un discípulo entusiasta. Estaba acostumbrado a demostraciones de ternura singulares con favoritos mucho más jóvenes que yo; una tarde, olvidando que yo no tenía esa feliz edad y que mi mano estaba ya seca y arrugada, me la tomó cariñosamente para besármela con agradecimiento. Yo también le besé las suyas y mi viejo corazón se hizo su esclavo. En cierta medida, sospecho que nunca he dejado del todo de serlo.

Del primer éxtasis, empero, fui despertando poco a poco. Nuestro primer desacuerdo serio tuvo por motivo la figura más singular del pequeño círculo filosófico que mantenía Federico en lugar de corte. Se trataba de Julien Offroy de La Mettrie, un desenfadado materialista que había confundido a la Sorbona con tal habilidad que le habían concedido el título de doctor en medicina. Si hubiera practicado la ciencia de Galeno se le podrían reprochar sin duda numerosos crímenes, pero afortunadamente nunca pretendió curar a nadie sino de palabra. Se dedicó en cambio a maldecir por escrito con mucha gracia de los médicos y a componer las obras filosóficas más atrozmente blasfemas que quepa imaginarse, con títulos tan provocativos como El hombre-máquina, Arte de gozar, Antiséneca o Del soberano bien, etc… Federico le llamaba su «ateo de cámara». Era sin duda un compañero muy divertido en las cenas, porque había en él un fondo de alegría inagotable y aturdida, acompañado de un apetito realmente prodigioso. Como las autoridades médicas a las que había injuriado le perseguían en Francia, se refugió en Prusia con una jubilosa furcia que se le había unido en alguno de los burdeles de los que era asiduo. A su mujer y a sus hijos los olvidó en casa, confiado quizá en la generosidad de los vecinos. Federico disfrutaba con sus ocurrencias, cuanto más escandalosas fueran, mejor. Cuando La Mettrie aseguraba entre carcajadas que «todo el reino del hombre no es más que un conjunto de diferentes monos, a cuyo frente Pope ha puesto a Newton», Federico palmoteaba como un niño viendo las piruetas de los arlequines. Al rey le gustaba escuchar en privado enormidades porque sabía bien que nunca nadie las convertiría en doctrina respetable: los hombres estamos hechos de tal manera que nos gusta ejecutar el mal pero rechazamos a quienes lo predican. Supongo que no habéis leído nada de La Mettrie, amiga mía, de modo que permitidme que alarme un poco vuestros oídos filosóficos con uno de sus característicos himnos al desenfreno: «Que la polución y el goce, rivales lúbricos, se sucedan uno a otra, y que te hagan día y noche fundirte de voluptuosidad, hasta volver tu alma, si ello fuera posible, tan pringosa y lasciva como tu cuerpo. En fin, puesto que no tienen más recursos, sácales partido: bebe, come, ronca, duerme, sueña y si te da por pensar a veces, que sea como entre dos curdas y siempre sobre el placer del momento presente o el deseo reservado para la próxima hora. O si, no contento de sobresalir en el gran arte de las voluptuosidades, la crápula y el desenfreno ya no son lo suficientemente fuertes para ti, que la basura y la infamia sean tu glorioso patrimonio: revuélcate en ellas como hacen los puercos y serás feliz a su manera. No te exhorto al crimen, Dios no lo quiera, sino solamente y como lógica consecuencia de este sistema, al reposo en el crimen». A tales ocurrencias estrepitosas las denominaba La Mettrie las «desnudeces del ingenio». A mí me parecían obra de un ingenio más desharrapado que desnudo.

La Mettrie pensaba que todos los hombres nacen criminales y desaforados como bestias: sólo las convenciones sociales impuestas reprimen unos apetitos que las personas sin prejuicios procuran satisfacer ocultamente. Es decir, que tenemos que elegir entre la franqueza del animal salvaje o la vil hipocresía del doméstico. Al refutar las creencias y los prejuicios, la filosofía nos deja sin más motivos para rechazar los crímenes que el miedo al patíbulo. Francamente, señora, esta forma de pensar me parece tan errónea y tan dañina como la de los devotos que nos convierten en esclavos de un Dios caprichoso. Sin duda un mundo poblado de gente como La Mettrie resultaría menos fastidioso que otro en el que predominaran los Torquemadas y seguramente sería más tolerante, aunque no más sabio. Federico se divertía mucho escuchando esas enormidades porque son propias para animar una velada de espíritus fuertes, pero no hubiera querido que ninguno de sus súbditos las tomara como decálogo. Como ya había demostrado a costa de Maquiavelo, en su opinión hay un momento para teorizar agradablemente y otro muy distinto en el que se toman las decisiones y se dictan las leyes. En este asunto no pude estar de acuerdo con él y se lo hice saber.

Me opuse a la doctrina materialista de La Mettrie por dos razones fundamentales: la considero falsa y la juzgo peligrosa. No creo ser especialmente pudibundo ni me tengo por mojigato en cuestión de ingenio; además espero que me creáis, amiga mía, si os aseguro que disfruto con la ironía y aplaudo a quien es capaz de dar un sesgo humorístico al razonamiento justo. Sin embargo, me tomo en serio, y aun muy en serio, las ideas; con la tarea de la filosofía nunca bromeo. Algunas de las opiniones que he defendido han resultado chocantes para devotos y supersticiosos pero nunca para los amigos del razonar. Pretendo iluminar a los hombres, no deslumbrarlos. No quiero competir con los farsantes en proponer paradojas y maravillas, sino denunciar sus imposturas y defender la dignidad de la cordura. Soy el enemigo nato de los enemigos del sentido común. Las falsedades no cuentan con mi beneplácito filosófico aunque sean muy entretenidas y disgusten a los curas. Por eso escribí contra las teorías de La Mettrie un poema titulado La ley natural, sosteniendo que en su fuero interno cada cual puede hallar la recta voz que le llama a cooperar con los otros y respetarlos, no infligiéndoles los sufrimientos o abusos que él mismo aborrece padecer. Lo que tenemos los humanos en común es el repudio a los peores crímenes, aunque en tantas ocasiones cegados momentáneamente los cometamos: y lo que nos ciega ante la ley natural son precisamente mil diversos errores que se contagian socialmente, predicados por los fanáticos o por los cínicos. Pero es que además las exhortaciones aturdidas de La Mettrie no eran peligrosas sobre todo para la sociedad humana, que poco iba a escucharlas, sino para la filosofía misma. Brindó a nuestros enemigos la imagen libertina del filósofo que ellos siempre esperan para justificar la proscripción del conocimiento y la persecución contra las personas razonantes. Por ello, pese a mi simpatía personal por el alegre médico glotón y sus bromas de buena compañía, combatí por escrito su materialismo. Esta discrepancia entre sus filósofos no agradó demasiado al monarca que nos hospedaba.

El final de La Mettrie fue consecuente con sus principios, lo que sin duda le honra. Quienes conocían sus gustos le invitaban a cenas suculentas, en las que predominaba más la abundancia que el refinamiento. Solía asistir acompañado de su ramera, la cual mostraba por la bebida una avidez semejante a la que su protector tenía por los manjares sólidos. Cuando ya estaba embriagada, es decir poco después de los entremeses, la señora acostumbraba a combatir su acaloramiento despojándose de las prendas superfluas, que resultaban ser casi todas. Y como La Mettrie era cualquier cosa menos celoso, exhortaba a los circundantes a aprovechar como bien les apeteciera los encantos de su amiga y su buena disposición; de modo que esas cenas tenían más de saturnales que de banquetes platónicos. Una tarde disfrutaba de la hospitalidad de milord Tyrconnel, un irlandés que oficiaba como embajador de Francia ante la corte prusiana (por cierto, el embajador de Prusia en París era escocés, lo que habla bien alto de las habilidades diplomáticas de los británicos). Milord Tyrconnel era también un comilón formidable y mantenía con La Mettrie un noble pugilato por la primacía en capacidad estomacal. La cena se prolongaba ya durante varias horas, con una abundancia de platos digna de la mesa de Trimalción. La fulana de La Mettrie roncaba tiempo ha desmadejada en un canapé, sudorosa y purpúrea. Entonces, con aire triunfal, milord Tyrconnel ordenó servir ante el ahíto La Mettrie un gigantesco pastel de faisán relleno de trufas, el plato favorito del médico filósofo. ¿Sería capaz de probarlo siquiera…? Con un gemido de doloroso placer, La Mettrie acometió el monumento culinario y dio cuenta de él hasta la última migaja. Esa misma noche pereció de indigestión. Corrió por Berlín el infundio de que el ateo de cámara de Su Majestad había solicitado confesión antes de morir. Federico se sintió primero asombrado e indignado después, hasta que testigos presenciales le tranquilizaron: La Mettrie había muerto como vivió, maldiciendo a Dios y a los médicos. Ya satisfecho, el rey compuso el elogio fúnebre del autor de El hombre-máquina, ordenando que fuese leído por el secretario de la Academia de Berlín en las exequias. A la desconsolada compañera le fue concedida una generosa pensión para que no le faltasen licores con los que aliviar su luto…

Yo seguía corrigiendo versos del rey y en mis ratos libres completaba mis obras históricas, especialmente El siglo de Luis XIV, al que añadí en esos meses numerosas acotaciones sobre los grandes escritores de aquella época clásica. A partir de mi enfrentamiento teórico con La Mettrie empecé a notar cierto distanciamiento entre el rey y yo. Fue el propio La Mettrie, que siempre se llevó en lo personal muy bien conmigo, quien un día entre risas me dio la voz de alarma. Se había quejado ante Federico, con su exagerado humor habitual, de la privanza y el favoritismo que el monarca me concedía. «A ése déjale —fue la respuesta regia—. Debes saber que primero se estruja la naranja y luego se tira cuando ya no tiene jugo». De inmediato La Mettrie corrió a repetirme este apotegma tiránico digno de Dionisio de Siracusa, adobándolo con muecas humorísticas. Celebré con él la ocurrencia pero in pectore decidí que se acercaba la hora de poner a salvo la corteza del estrujado fruto. Pronto tuve ocasión de lamentar no haberlo intentado antes.

Mi viejo conocido Maupertuis había sido nombrado por Federico presidente de su Academia berlinesa. Cuando llegué a la corte prusiana me recibió sin ningún entusiasmo, sin duda por celos de la influencia que yo parecía tener sobre el rey (antes, en Cirey, fui yo quien tuvo celos de la influencia que él ejercía sobre la señora de Châtelet y de las ocasionales pero evidentes complacencias eróticas que ella le concedió). Era bien parecido, muy arrogante y carecía absolutamente de sentido del humor. Se jactaba de no haber leído nunca a Molière y mantenía con asnal rotundidad la opinión de que el teatro entontece a los hombres y sólo es bueno para el populacho. Le gustaba además pasar por héroe de la ciencia: cuando volvió de su excursión polar se hizo retratar vestido de lapón y convivió durante cierto tiempo con dos laponas, una de las cuales llevó luego una vida notablemente licenciosa en el mundillo parisién. Había escrito un libro titulado Venus física, en el que proponía muy seriamente cosas bastante peregrinas, como edificar una ciudad en la que no se hablase más que latín, buscar a los gigantes que deben vivir cerca del polo sur y disecarlos para ver cómo está formado su enorme cerebro, hacer un agujero directo hasta el centro de la tierra y exaltar el alma con diversas sustancias químicas a fin de poder predecir el futuro. También sostenía que los distintos miembros del feto se forman en lugares diversos del útero materno y luego se reúnen por la fuerza de la atracción universal… Su cargo de presidente lo tomaba con enorme pomposidad: hasta se había casado con una aburridísima princesa alemana para resultar más respetable. En Cirey era sumamente ateo pero ahora había vuelto ostentosamente a las prácticas religiosas y hasta se permitía de vez en cuando algún comentario más o menos místico. Le gustaban los loros, las cotorras, los perros y los gatos, con los que había formado en su casa un auténtico zoológico. En cambio no le gustaba yo. Para desprestigiarme, le contó a Federico que en cierta ocasión me había oído decir, al recibir su remesa de versos para corregir: «¡Vaya, aquí vuelve a mandarme su ropa sucia para que se la lave!». Calumnia. O, por lo menos, maliciosa indiscreción.

Maupertuis publicó entonces un Ensayo de cosmología del que se mostraba sumamente ufano. En él creyó haber demostrado lo que llamó «el principio de menor acción», es decir, que la cantidad de acción necesaria para cualquier cambio en la naturaleza es siempre el menor posible. Consideraba su descubrimiento de esta nueva ley de la naturaleza como comparable o aun superior a la gravitación de Newton. Júzguese su descontento cuando otro de nuestros antiguos huéspedes de Cirey, Koenig, miembro también de la Academia de Berlín, publicó un comentario muy respetuoso asegurando que esa ley ya figuraba expuesta con toda precisión en una carta de Leibniz. Inmediatamente, Maupertuis le acusó con los peores modales de falsedad y le exigió que en el plazo de una semana aportase como testimonio la carta citada de Leibniz. Koenig aclaró que eso era imposible, pues desconocía el paradero de la carta, cuyo texto había llegado a su poder copiado por un amigo suyo ya fallecido. Con paciencia y educación intentó, sin embargo, señalar la conexión que mostraba esa ley con otros aspectos del pensamiento físico leibniziano. Maupertuis convocó una reunión extraordinaria de la Academia, formada en su mayoría por gente que le debía su sueldo, en la que se declaró a Koenig mentiroso y falsificador, notificándole su expulsión de la docta cofradía. En vano la víctima intentó protestar razonadamente en un Aviso al público del proceso inquisitorial que se estaba llevando a cabo contra él: su voz fue acallada por la jauría de los académicos, deseosos de halagar a su jefe y no arriesgar sus emolumentos.

El asunto me pareció indignante. Como conocía a los dos principales implicados, sabía de la rectitud y moderación de Koenig, que siempre sostuvo la igualdad ante la verdad entre todos los miembros de la república de los sabios, y no ignoraba la prepotencia de Maupertuis, convencido de que un título altisonante bajo su nombre le confería ya indiscutible superioridad intelectual. Me resultó evidente que estaba en juego no el supuesto principio de la menor acción, que fuese de Leibniz o de Maupertuis me parece equivocado, sino la libertad de investigación y expresión de los hombres de letras. A sabiendas de que iba a enfrentarme con el más alto cargo científico de Prusia, intervine en la polémica a favor no de las tesis de Koenig sino de su derecho a exponerlas sin sufrir represalias. Publiqué una Respuesta de un académico de Berlín a un académico de París en la que exponía los detalles del caso y dejaba claro que Maupertuis había utilizado su presidencia para tiranizar a un colega que mantenía una opinión discrepante de la suya. Mi escrito llegó en seguida a todos los círculos intelectuales europeos, dejando a Maupertuis en una situación poco favorable ante ellos. De inmediato apareció un discurso fulminante en defensa de Maupertuis, titulado Carta de un académico de Berlín a un académico de París. Allí se ensalzaba al presidente de la Academia como merecedor «de la gloria que Homero alcanzó mucho tiempo después de su muerte», a Koenig se le trataba de «perpetrador de libelos sin talento» y a mí se me tildaba de «miserable», de «furioso», de «enemigo despreciable de un hombre de raro mérito» y de «desdichado escritor». La Carta se publicó sin firma, pero venía encabezada por el escudo con las armas de Prusia: su autor tenía que ser pues el propio Federico.

Pude callarme, pero no quise. Se me desafiaba en mi campo y estaba en juego esa misma libertad de pensamiento por la que he luchado toda mi vida. Ya que el rey ponía la espada de su poder en el platillo para desequilibrar la balanza a favor del presidente de su Academia, yo debía echar mano para atacarle del arma más poderosa, la única contra la que nada pueden las autoridades científicas ni la mismísima realeza: el humor. Nadie es más fácil de ridiculizar que quien a toda costa se empeña en ser respetado. Compuse entonces una obrita llamada Diatriba del doctor Akakia, en la que un crédulo seguidor de Maupertuis pretendía poner en práctica todas las peregrinas nociones que se exponían en la Venus física. Aunque peque de inmodestia al decirlo, creo que el resultado es de notable eficacia satírica. Leí algunos trozos en privado a ciertas personas escogidas y en seguida todo el mundo comenzó a comentar la Diatriba como la definitiva demolición del señor Maupertuis. El presidente, que se encontraba en cama enfermo de miedo y de disgusto por lo que se le avecinaba, recurrió a su real patrono. Federico me llamó a su presencia. Rugía de indignación. El filósofo se había borrado por el momento y sólo quedaba el rey o, aún peor, el déspota. Me ordenó de manera inapelable arrojar al fuego mi Diatriba delante suyo. Obedientemente me acerqué a la gran chimenea de la sala con el puñado de hojas manuscritas en la mano. Entonces Federico me detuvo y, con un punto de curiosidad en su tono severo, me pidió que le leyese la obra antes de destruirla: quedaría así como un secreto entre él y yo. Comencé a leer de la mejor manera posible, fingiendo las diversas voces de los personajes y exagerando histriónicamente las exclamaciones. Después de todo, como creo ya haberos señalado, no carezco de dotes para la interpretación teatral. Cuando había leído unas páginas, oí que Federico exhalaba una especie de bufido; levanté la vista y vi que seguía mirándome con ojos furibundos, pero ahora se tapaba la boca con la mano como para disimular una sonrisa. Proseguí mi actuación y al rato el rey se volvió de espaldas, con la cara entre las manos: noté que sus hombros se agitaban y estoy seguro de que no estaba precisamente llorando. Animado por este resultado favorable aún puse más ahínco en mi histrionismo. Al cabo reímos los dos abiertamente, yo daba zapatetas burlescas por la sala y el rey aplaudía con ganas o se apretaba los costados con las manos para reprimir el torrente de carcajadas. Cuando acabé de leer la última página, el monarca recobró con un esfuerzo de voluntad su aspecto severo y me ordenó arrojar inmediatamente aquel libelo al fuego. Pero mientras le obedecía me puso una mano en el hombro y luego gruñó que yo merecía estatuas por mis escritos y que me cargaran de cadenas por mi comportamiento como chambelán.

Como supondréis, señora, las hojas que arrojé al fuego no eran la única muestra existente de mi Diatriba. En ese momento ya viajaba hacia mi editor holandés una copia de la obra, que apareció impresa pocos días después. En una semana se vendieron miles de ejemplares por toda Europa. Maupertuis entró en coma al enterarse y el rey se enfureció todo lo que podéis imaginar. Había llegado el momento de despedirme de Prusia. Escribí a mi sobrina rogándole que se reuniera conmigo en la ciudad de Francfort y partí sin mayor dilación hacia la frontera. Pero al llegar a Francfort me alcanzó el largo y vengativo brazo de Federico. El residente prusiano de Francfort, que era ciudad libre del imperio, ordenó que mi sobrina y yo fuésemos encarcelados hasta devolver la cruz de chambelán, la Orden del Mérito y sobre todo un ejemplar de las poeshias de su señor, como ese sayón decía. Durante un par de semanas la señora Denis y yo fuimos retenidos de mala manera, ya que las cruces y los reales versos habían sido enviados con el resto de mi equipaje hacia Estrasburgo y tuvimos que esperar a que volviesen para satisfacer la demanda que tan amablemente se nos hacía. Los secuaces del residente se incautaron de todo el dinero que llevábamos encima y mi sobrina tuvo que repeler los avances soeces de un alguacil borracho. Entretanto, se publicaban en Prusia las más injuriosas calumnias en contra mía, alentadas y algunas escritas de puño y letra por el rey. Por fin llegó el equipaje, devolví mis abalorios hasta quedar plenamente deschambelanizado y se me autorizó a partir. Días después cruzamos la frontera con Francia.

Ahora que lo pienso, tantos años después, comprendo que el rey de Prusia y yo nos separamos como dos enamorados entre quienes puede acabar el amor pero no la pasión: con gritos, insultos, devolución de cartas y regalos, ácidos reproches por la cruel traición. Durante cierto tiempo, furiosamente, procuramos hacernos el uno al otro todo el daño posible, a golpe de libelo, sátira o denuncia. Pasaron los años y, como suele, amainó la ira. Nos entró la nostalgia al uno del otro. Tímidamente comenzamos a buscar mediadores que facilitasen nuestro acercamiento epistolar. Por fin reanudamos nuestra correspondencia: ya nunca la hemos interrumpido aunque no hemos tenido ocasión o deseo de volver a encontrarnos personalmente. Federico sigue su oficio de héroe y de filósofo: un día se reparte Polonia con Catalina de Rusia y al día siguiente acoge en Berlín a algún sabio perseguido por los devotos o propone al señor Diderot editar la Enciclopedia en suelo prusiano si le es imposible conseguirlo en Francia. Cuando hace poco unos cuantos hombres de letras iniciaron en París una suscripción para erigirme una estatua esculpida por Pigalle, Federico fue de los primeros y más generosos contribuyentes a tal perpetuación de mi triste esqueleto. Es consecuente con su antigua opinión de que mis obras merecen monumentos y mi conducta cadenas… Por lo demás, yo fui el primero hace cuarenta años en apellidarle para la Historia: Federico el Grande. Me atrevo a creer, señora, que hubo algo más que adulación en la elección de ese calificativo y que los historiadores de mañana no me lo rechazarán.

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