HE cumplido religiosamente vuestras órdenes y he pronunciado ante mi Paquito el pregón moruno que me habéis facilitado. Espero que no os decepcione saber que se ha reído a carcajadas y que ha aplaudido con tanto entusiasmo como cuando contempla a los volatineros en la feria. De modo que he quedado contenta con él y también, como siempre, con vos.
Mi única preocupación es que lo vaya repitiendo entre burlas por ahí, pues en este país hay demasiada gente que se toma las enseñanzas de vuestro muftí perfectamente en serio. Por si lo dudáis, cosa que no creo, os contaré un sucedido reciente. Quizá recordéis al Asistente Don Pablo de Olavide, que hace años pasó por Ferney para ofreceros sus respetos y que según dicen ha mantenido a partir de entonces correspondencia con vos. Este caballero había viajado mucho por Europa, de donde retornó a España trayendo una importante biblioteca de casi tres mil volúmenes con todas las obras más importantes de los autores franceses, empezando por las vuestras, y también con muchas de ingleses ilustres como Bacon, Locke, Pope y Defoe. Se instaló en Sevilla, donde se casó con una viuda muy acaudalada, lo que le permitió llevar una brillante vida social. De su paso por Francia guardaba la afición a los salones y abrió uno en el Palacio del Alcázar, donde vivía con esplendor principesco. A esa tertulia asistió durante años lo más ilustre y lo más ilustrado de la capital andaluza. Yo he conocido en Madrid a uno de sus más asiduos visitantes, un joven magistrado serio, algo pedante pero de gran talento, llamado don Gaspar de Jovellanos. Como el Asistente favoreció mucho los espectáculos teatrales, sobre todo de obras extranjeras que aliviasen el aburrimiento bastante soez o clerical de las españolas, el señor de Jovellanos tradujo alguna de vuestras obras y también compuso un interesante drama propio, titulado El delincuente honrado, del que me han hecho grandes elogios.
Su gran amigo el conde de Aranda, a quien de seguro también debéis conocer, confirió a Olavide el cargo de Superintendente de las Nuevas Poblaciones. En el cumplimiento de tal encomienda, don Pablo se dedicó a la colonización de la Sierra Morena, ese agreste y exótico paisaje cuyo nombre ha de sonaros porque aparece en las aventuras de don Quijote. Llevó a cabo su tarea con originalidad y audacia en las ideas, instalando en esa zona despoblada colonos traídos de Centroeuropa. Pero prohibió establecer conventos en los pueblos por él fundados, lo que le valió la animadversión de los frailes. Se le oyó decir: «Ya no se necesitan más religiosos en las poblaciones. ¡Y ojalá pudiera despedir a algunos…!». No hizo falta más para que acabase frente al Tribunal de la Inquisición. Su principal delator, el padre Rolando Friburg, le acusó ante todo con vehemencia de conocer muy bien las obras de Voltaire y de Rousseau, además de mantener correspondencia amistosa con tales herejes. Por añadidura denunció que se burlaba del culto rendido a las imágenes de Cristo, la Virgen y los santos, que comía carne los viernes, que poseía cuadros con figuras desnudas, que había prohibido tocar las campanas en caso de tempestad, que negaba los milagros, que sostenía que los difuntos no deben ser enterrados en las iglesias… ¡y que aseguraba que la tierra se mueve, lo que ya es originalidad a estas alturas del siglo dieciocho! Con tales crímenes, el resultado del autillo de fe no podía ser más que condenatorio y severísimo. Se le declaró hereje, y como tal incapaz de ejercer cargos públicos, de llevar espada, montar a caballo y vestir trajes de seda. Se confiscaron todos sus bienes y se le desterró de Madrid y Sevilla; se le prohibía también volver a América, pues había vivido largo tiempo en el Perú. Se le encerró en un convento de la Mancha, de donde se escapó cierto tiempo después y supongo que ahora vivirá en algún lugar de Francia o Italia, con su vida arruinada. Pero en cierta medida la Inquisición no se ensañó demasiado con él, porque no se trataba más que de hacer una demostración de fuerza que sirviera de ominosa advertencia a quienes desde lo alto pretenden modernizar este país, empezando por el propio rey y siguiendo por Aranda. Os hago notar que los señores que frecuentaban el salón sevillano de Olavide no sólo no salieron en su defensa sino que incluso aportaron testimonios en contra suya. ¡Todo antes que ser confundidos a partir de entonces con lectores de Voltaire! En esta cobarde conducta, la actitud del señor de Jovellanos representó una honrosa excepción.
En fin, amigo mío, que tenéis mucha razón al hablar del horrible peligro de la lectura pues al menos en España tal peligro es patente. Y quedo preocupada porque mi hijo Francisco no haya podido quizá guardar de vuestra advertencia más que el tono jocoso. Pero sigamos. Vuestra historia con la marquesa de Châtelet me ha parecido tan emotiva que casi me resulta impertinente preguntaros, como una niña ávida de ser entretenida con cuentos: ¿y qué pasó después? Disculpadme si os parece que soy la peor educada y, ay, la menos joven de las niñas pero quiero saber cómo los grandes hombres sobreviven a las grandes pérdidas. Lo sospecho: haciéndose más grandes todavía. ¿Seréis tan bueno como para ocuparos de confirmar en detalle mi sospecha puesto que estoy segura de que vuestro caso no puede desmentirla?
CAROLINA