Ferney, agosto de 177…

¡POR Dios, señora condesa! ¿Os dais cuenta del crimen que estáis cometiendo? Habéis osado corromper a vuestro tierno e inocente retoño iniciándole en el más nefando de los vicios, la lectura. Y ahora queréis hundirle aún más en la abominación a la que lo precipitasteis, poniendo en sus manos relatos que nada tienen de piadosos ni cantan loores a «itas», «istas», «anos», «olicos», «anes», «antes» y demás santos derviches. Sabed que una vez encenagado en la lectura, vuestro pobre hijo ya no se detendrá ante ninguna fechoría: se atreverá a pensar por sí mismo, desobedecerá a los farsantes aunque lleven un ropón hasta los pies, intentará descubrir las causas del mundo físico y social que nos rodea en lugar de repetir las jaculatorias usuales y quizá hasta llegue a convencerse de que un buen comerciante o un buen tejedor son personas más útiles a sus semejantes que un rufián de apellido ilustre o un general de caballería. De ahí a blasfemar contra la imprescindible tortura o incluso pedir la abolición del Santo Oficio no hay más que un paso. Sabéis que os aprecio, amiga mía, pero no me pidáis que sea vuestro cómplice en tales delitos. Por el contrario, os envío la transcripción de un sermón que debéis repetir en voz alta ante vuestro vástago para que se arrepienta de sus malos pasos y vuelva cual hijo pródigo a la casa de nuestro padre común, que es el fanatismo, y de nuestra madre, la ignorancia. Amén.

EL HORRIBLE PELIGRO DE LA LECTURA

Nos, Yusuf Cheribi, muftí del Santo Imperio otomano por la gracia de Dios, luz de las luces, elegido entre los elegidos, a todos los fieles aquí presentes: majadería y bendición.

Como sea que Said Effendi, actual embajador de la Sublime Puerta ante un pequeño estado llamado Franquelia, situado entre España e Italia, ha traído entre nosotros el pernicioso uso de la imprenta, y después de haber consultado acerca de esta novedad con nuestros venerables hermanos los cadíes e imames de la ciudad imperial de Estambul y sobre todo con los fakires, conocidos por su celo contra la inteligencia, ha parecido bien a Mahoma y a nos el condenar, proscribir y anatematizar la antedicha infernal invención de la imprenta, por las causas que a continuación serán enunciadas.

1. Esta facilidad de comunicar los pensamientos tiende evidentemente a disipar la ignorancia, la cual es guardiana y salvaguardia de los estados bien organizados.

2. Hay que temer que, entre los libros traídos de Occidente, se encuentren algunos sobre la agricultura y sobre los medios de perfeccionar las artes mecánicas, obras que podrían a la larga —¡Dios no lo quiera!— espabilar el ingenio de nuestros agricultores y nuestros fabricantes, excitar su industria, aumentar sus riquezas e inspirarles algún día cierta elevación de alma y cierto amor del bien público, sentimientos absolutamente opuestos a la sana doctrina.

3. Pudiera suceder finalmente que llegásemos a tener libros de historia despojados de esas fábulas que mantienen a la nación en una beata imbecilidad. Se cometería en tales libros la imprudencia de hacer justicia a las buenas y a las malas acciones, y de recomendar la equidad y el verdadero amor a la patria, lo que es manifiestamente contrario a los derechos de nuestra elevada autoridad.

4. Es muy posible que, dentro de algún tiempo, miserables filósofos —con el pretexto especioso pero punible de ilustrar a los hombres y de hacerlos mejores— viniesen a enseñarnos virtudes peligrosas de las que el pueblo nunca debe tener conocimiento.

5. Incluso podrían, aumentando el respeto que tienen por Dios e imprimiendo escandalosamente que lo llena todo con su presencia, disminuir el número de peregrinos a la Meca, con gran detrimento de la salud de las almas.

6. Sucedería también sin duda que, a fuerza de leer a los autores occidentales que han tratado las enfermedades contagiosas y la manera de prevenirlas, llegásemos a ser tan desdichados como para cuidarnos de la peste, lo que constituiría un atentado enorme contra las órdenes de la Providencia.

Atendiendo a estas y otras causas, para edificación de los fieles y en pro del bien de sus almas, les prohibimos por siempre jamás leer ningún libro, bajo pena de condenación eterna. Y, temiendo que la tentación diabólica les induzca a instruirse, prohibimos a los padres y a las madres que enseñen a leer a sus hijos. Y, para prevenir cualquier infracción de nuestra ordenanza, les prohibimos expresamente pensar, bajo las mismas penas; exhortamos a todos los verdaderos creyentes para que denuncien ante nuestra oficialidad a cualquiera que haya pronunciado cuatro frases bien coordinadas de las que pudiera inferirse un sentido claro y neto. Ordenamos que en todas las conversaciones haya que servirse de términos que no significan nada, según el antiguo uso de la Sublime Puerta.

Y para impedir que vaya a entrar algún pensamiento de contrabando en la sagrada ciudad imperial, hacemos especial encargo al primer médico de Su Alteza, nacido en algún remoto pantano del cansado occidente septentrional; pues dicho médico, como ya ha matado a cuatro augustas personas de la familia otomana, está más interesado que nadie en evitar la menor introducción de conocimientos en el país; por la presente, le conferimos el poder de capturar toda idea que se presente por escrito o de palabra ante las puertas de la ciudad y le ordenamos que traiga dicha idea atada de pies y manos ante nuestra presencia, para que le inflijamos el castigo que nos parezca más conveniente.

Dado en nuestro palacio de la estupidez, el día siete de la luna de Muharem, en el año mil ciento cuarenta y tres de la hégira.

Por la transcripción,

FRAY FRANCISCO V.

capuchino indigno

para servir a vuestra Señoría