Ferney, agosto de 177…

CUANDO una dama pregunta a un anciano por sus amores pasados no demuestra curiosidad, amiga mía, sino crueldad. Tendrá la ocasión de ver al viejo simio caquéctico bajo la más lamentable de las luces, intentando ufanarse de buenas fortunas transcurridas hace medio siglo, pavoneándose mientras narra leyendas sobre sí mismo que los años y la senilidad le han terminado por hacer creer. Quien habla con los jóvenes no encuentra más que amantes desdichados; pero cuando se pregunta a los viejos, la crónica versa siempre sobre conquistas y pasiones felizmente satisfechas. Cada edad tiene sus propias mentiras y sus correspondientes consuelos.

En ese campo de batalla donde ningún veterano admite más que victorias, el moribundo que os escribe tiene el valor de reconocer desfallecimientos y retiradas. He librado mis combates, desde luego, como cualquier otro; sin embargo, recuerdo pocas hazañas memorables. Mi temperamento aprueba y busca el placer, pero mi salud me ha prohibido el libertinaje con mayor rigor que mis principios. Lo que llamamos amor, según creo, no es más que el tejido de la naturaleza bordado por la imaginación. No me ha faltado capacidad para tales encajes, todo lo contrario, pero en cambio mi urdimbre natural presentó desde la cuna serias deficiencias. Con la edad y la abundancia económica he sido capaz de convertirme en patriarca, mientras que nunca tuve la suerte de ser padre. Dejémoslo estar. La memoria me permite evocar a veces con dulce excitación remotas picardías; no echo de menos las apoteosis carnales de las que otros se enorgullecen ni voy a fraguarlas ahora por escrito faltando al respeto que os debo a vos y a la verdad. Os escribo acostado con mis achaques en un lecho del que añoro más las largas noches de sueño tranquilo frecuentes en la juventud que los esparcimientos eróticos de aquellos años. Y sin embargo… Cuando el placer del amor nos abandona definitivamente, sabemos que nuestro pobre cuerpo se ha hecho del todo candidato a la muerte. Y entonces, ya sin celos, nos tonificamos pensando que quienes aún practican el amor nos vengan briosamente de nuestra derrota. Ahora que tengo más de ochenta años comprendo por fin el sentido enigmático de las últimas palabras pronunciadas en su lecho de muerte por mi amiga la señora de Fontaine-Martel. «¿Qué hora es, amigo mío?». «Las dos en punto, señora». «¡Ah, cómo consuela saber que a cualquier hora siempre hay gente haciendo lo necesario para prevenir la extinción de la especie!».

Por lo pronto me atrevo a deciros que Emilia fue para mí mucho más que un gran amor: fue mi mejor amigo y el más estimulante de mis cómplices. Notad que hablo de su amistad en masculino, para diferenciarla de otras amables intimidades con personas de vuestro sexo, cuyas confidencias siempre he estimado más que las de los varones. Pero la amistad femenina tiene algo de acogedor y suave, mientras que en la masculina —por tierna que sea— nunca falta un punto de emulación y cierto tono de exigencia implacable. Emilia siempre decía que quería ser tratada como un hombre en todas partes, menos en la cama. Mi relación con la marquesa de Châtelet acaparó todos los registros imaginables: fuimos amantes apasionados durante cierto tiempo y amigos siempre, tanto en el uso femenino como en el masculino de la amistad. Nos instruimos y completamos mutuamente; estudiamos juntos; discutimos con el máximo fervor filosófico; hicimos experimentos científicos y cálculos matemáticos; nos defendimos el uno al otro de las asechanzas de nuestros rivales y hasta de los peligros de nuestros temperamentos, pues nos conocíamos mutuamente a la perfección. Discrepamos en lo teórico, nuestros caracteres chocaron hasta hacer saltar chispas y desde luego no siempre fuimos «fieles» en el sentido fastidiosamente conyugal de esa hermosa palabra. Pero cada cual permaneció leal al otro, a la verdad del otro, al ser del otro, hasta el final. Y duró dieciocho años, señora.

Se llamaba Gabriela Emilia Letonnelier de Breteuil y fue marquesa de Châtelet desde su matrimonio a los diecinueve años. Procedía de una familia muy antigua y noble; para mi gusto, siempre se mantuvo demasiado consciente de lo distinguido de su linaje. El barón de Breteuil, su padre, se ocupó de que recibiera una educación muy completa, lo que convenía perfectamente a las disposiciones intelectuales de la dama. Dominaba el latín como la señora Dacier: se sabía de memoria los trozos más hermosos de Horacio, de Virgilio y de Lucrecio; las obras filosóficas de Cicerón le eran familiares. De las lenguas modernas había aprendido italiano y algo de alemán. En cambio nunca se molestó en estudiar español pues le habían dicho que la gran obra de la literatura en ese idioma pertenecía al género humorístico y carecía de aprecio por lo que consideraba frivolidades. No necesito deciros que a ese respecto nuestros caracteres mostraban muy serias discrepancias. Cuando nos conocimos aún no sabía inglés, pero lo aprendió conmigo en pocas semanas, hasta el punto de ser pronto capaz de leer y más tarde de traducir espléndidamente al gran Newton, así como las obras de Locke y Pope. Pues su gusto predominante eran las matemáticas y la metafísica. No creo que haya habido mujer en Francia con mejor cabeza que ella para las ciencias y tampoco la mayoría de los hombres podía superarla en ese terreno. Conocía bien a Descartes y a Leibniz; después consiguió una rara maestría en las doctrinas de Newton. Escribía con claridad, precisión y elegancia. Compuso unas Instituciones de física que desarrollaban excelentemente parte del sistema de Leibniz y también un Discurso sobre la felicidad que mezclaba con agudeza las enseñanzas de los sabios clásicos con las observaciones de los mejores entre los modernos. Y en ambos libros aportó ideas propias, llenas de justeza y de razón: hablando de la felicidad, por ejemplo, condena los remordimientos —tan alabados por los moralistas devotos— como propios para cubrirnos de confusión sin provecho alguno. Carecía de simpatías por la superstición y detestaba el fanatismo.

No vayáis a creer que fue algo así como un espíritu puro y desencarnado. Le gustaban las diversiones, el lujo, los trajes, las joyas. La vida mundana le atraía tanto como el recogimiento estudioso y abogaba con elocuencia para incorporarme a la corte, que a mí me seducía menos que a ella a causa de tristes experiencias anteriores que ya conocéis. Una de sus pasiones más excesivas era el juego de naipes, al que se entregaba en ocasiones de manera peligrosa y que le trajo abundantes complicaciones. Y desde luego sentía con viveza la llamada de la sensualidad y de la galantería, con audacia que a veces podía parecer obscena a los más recatados. Su marido, el marqués de Châtelet, era mucho mayor que ella y no compartía sus aficiones intelectuales, aunque las respetaba. Fue un militar dedicado exclusivamente a sus campañas, que por suerte le mantenían casi siempre lejos de casa. Como había decidido tolerarlo todo, aparentaba no enterarse de nada. Pasó temporadas con Emilia y conmigo en Cirey sin causar nunca mayor trastorno que dar cabezadas ostentosas cuando nuestra sobremesa se prolongaba demasiado discutiendo cuestiones filosóficas.

Emilia era alta, corpulenta, bien formada y de facciones quizá no propiamente hermosas pero sin duda atractivas. Combinaba de manera desconcertante el mayor refinamiento intelectual y una avidez casi vulgar por esparcimientos nada elevados. De vez en cuando llamaba para un recado a un criado bien parecido y le recibía desnuda, sumergida en el agua transparente de la bañera. En nuestra sociedad la mayoría de las mujeres vive esclavizada por los prejuicios y las cargas familiares, pero cuando una escapa a ese común destino —por azares de la educación, la fortuna o el temperamento— logra hacer lo que le da la gana en un grado que ningún varón sabe permitirse. A mi Emilia le gustaban los cerebros ingeniosos y bien adiestrados pero instalados en cuerpos decididamente apetecibles. Como no siempre es fácil tenerlo todo, hizo conmigo una excepción en homenaje a la mitad intelectual de mi desigual combinación. En seguida os contaré por qué medios corrigió más adelante esta deficiencia en nuestra relación, de la que siempre estuvo un tanto quejosa.

Cuando nos conocimos, ella tenía veintisiete años y yo treinta y nueve. Había vuelto hace no mucho de Inglaterra y atravesaba una época particularmente fastidiosa de mi vida, porque perseguirme parecía haber llegado a convertirse en un hábito de nuestras autoridades más obtusas. Mis Cartas filosóficas habían sido quemadas públicamente por mano del verdugo y pesaba sobre mí una orden de prisión, momentáneamente suspendida. El arzobispo de París, Vintimille, que amaba con pasión a las mujeres pero no gustaba de los filósofos, me denunció por una Epístola a Urania, dos de cuyos versos dirigidos al mismo Dios sonaban así:

No soy cristiano pero es para amarte mejor,

pues te han convertido en tirano y yo busco un padre.

Algunos indiscretos habían hecho circular varios cantos de una epopeya de tono humorístico titulada La Doncella de Orleans, que sumieron a los beatos en auténticos trances de furor. En ella, la virginal Juana de Arco pasa sus apuros con un asno de ímpetus carnales poco respetuosos… Yo negaba con firmeza la paternidad de cualquiera de esas obras. Creo que hay que decir audazmente y con fuerza lo que uno piensa, pero sin admitir luego ningún escrito comprometedor. Nos reconocen, claro está, pero no pueden probarnos nada. Escribir y esconder la mano, tal ha sido siempre mi lema. La mentira no es un vicio más que cuando hace daño. En cambio cuando sirve para ayudar al bien es una gran virtud. Nunca he dejado de ser en esto muy virtuoso. Hay que mentir como un auténtico diablo, no tímidamente, no de vez en cuando, sino con plena osadía y siempre. De otro modo, resulta demasiado gravosa la vocación de apóstol para quienes no poseemos también la de mártir. Lo malo es que en ciertos momentos no por mucho negar se libra uno de la persecución. Tal resultaba ser entonces mi caso. Hérault, el prefecto de policía, que no me era del todo desfavorable, me aconsejó con solemnidad amenazadora: «Cuanto más talento tengáis, señor mío, más debéis sentir que os rodean los enemigos y los envidiosos. Debéis cerrarles la boca para siempre con una conducta digna de un hombre sensato y que ya tiene cierta edad». Pero a los enemigos y a los envidiosos nunca les acalla la sensatez salvo cuando ésta se manifiesta como renuncia a ejercer el talento propio. Para ello debería haberme retractado, declarar que Pascal siempre tiene razón, que todos los curas son buenos y desinteresados, que los frailes no se entregan a la intriga ni son malolientes, que la Santa Inquisición es el triunfo mayor de la humanidad y la tolerancia… Me pareció un precio demasiado alto para recuperar la tranquilidad: decidí buscarme alguna forma de protección que me amordazase menos. Entonces encontré a la marquesa de Châtelet.

Su esposo, como casi siempre, libraba batallas por algún rincón de Europa y nosotros dos nos entregamos a otras en las que también cuenta la estrategia pero que finalmente se resuelven en el cuerpo a cuerpo. Conocía mis dificultades y me habló de su castillo en Cirey, cerca de la frontera con Lorena, de donde no sería difícil huir hacia otro estado europeo si el hostigamiento llegaba hasta allí. La experiencia me ha enseñado a buscar mi madriguera cerca de las líneas fronterizas, convención idiota pero que en ocasiones puede resultar conveniente para la propia seguridad. Ahora en Ferney tengo un pie en Francia y otro en Suiza: mi único temor es que llegue un día en el que vengan a por mí juntamente los fanáticos de ambos países… Por su parte Emilia también sufría constantes problemas a causa de su desordenada afición al juego. Nunca tenía un real y la pensión de cada mes solía estar ya comprometida quince días antes de cobrarla. Pagué muchas de sus deudas, advirtiéndole de que no contrajera otras nuevas. Pero era tan incapaz de seguir mis consejos como yo los del prefecto Hérault, por lo que a ambos nos convenía abandonar las tentaciones de París sin la menor dilación.

Me adelanté unos pocos meses a su llegada y acometí la reforma del viejo castillo de Cirey, que se encontraba en un estado de abandono de lo menos confortable. Lo hice a mis expensas, porque la situación económica de los Châtelet no era demasiado boyante. Añadí un ala nueva al edificio, edifiqué una preciosa galería, creé un muy completo laboratorio de física, amplié notablemente la biblioteca, añadí unos jardines bastante agradables. Siempre he tenido disposición para la arquitectura, de modo que yo mismo diseñé todas las reformas y dirigí las obras. Mi mansión de Ferney también es invención mía en todas sus dependencias, por lo que sostengo que hubiera podido ganarme la vida decorosamente con el arte de Vitrubio si hubiese sido necesario. Un oficio más plácido sin duda que el que he desempeñado… Cirey mejoró mucho: Emilia tenía sus propias habitaciones y yo las mías, para que cada uno pudiera dedicarse a sus trabajos hasta las horas compartidas en sociedad. Incluso el marqués estaba contento, porque el embellecimiento de su propiedad le había resultado gratis, aunque yo me las arreglé para que a todos pareciese que lo hacía por encargo suyo. Pasó de vez en cuando temporadas con nosotros, dándonos cierta respetabilidad frente a los maledicentes. Debo decir que en tales ocasiones tuve con él menos disputas que con mi divina Emilia.

¿Cómo distribuíamos el tiempo durante nuestras jornadas en Cirey? A lo largo de la mayor parte del día, hasta la hora de la cena, la marquesa trabajaba en sus aposentos y yo en los míos. A veces emprendíamos alguna tarea en común, como un Examen crítico de la Biblia que nos ocupó entusiásticamente durante muchos meses. Como documentación empleamos una obra monumental en veinticuatro volúmenes, el Comentario literal sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento del sabio dom Calmet. Yo había visitado en la abadía de Senones a este benedictino de erudición inmensa, que pese a su acendrada piedad examinó con desconfianza racional los sucedidos inverosímiles del libro sagrado, tratando de justificar cuerdamente algunos evidentes absurdos y rechazando de plano otros. Dom Agustín Calmet vivía rodeado de los cien mil volúmenes de su abadía y creo que se los había leído todos. Combinaba la acumulación de conocimientos dispares, el escepticismo y la credulidad a partes iguales: había compuesto una historia de los vampiros, cadáveres que salen según él por la noche de sus tumbas para chupar la sangre de los vivos, y publicó su libro con la aprobación científica de la Sorbona. También estaba escribiendo una Historia genealógica de la casa de Châtelet y sin duda su detenido examen crítico de la Biblia sigue siendo el mejor del siglo. Por lo demás, un auténtico santo, hospitalario y despistado. En una de nuestras charlas en Senones le mencioné a la señora de Pompadour y me preguntó que quién era. Rechazó un obispado y escribió su propio epitafio, perfectamente apropiado: «Hic jacet qui multum lexit, scripsit, oravit; utinam bene! Amen».

Apoyada en los comentarios de dom Calmet, Emilia llegó a la conclusión de que la Biblia es una obra inverosímil, incoherente, inmoral, a menudo cruel, un libro que no puede ser considerado «sagrado» más que por un pueblo atrasado y fanático como el judío. Es de suponer que si Dios quisiera pintarse a sí mismo de forma sensible, capricho algo peregrino, lo haría al menos atribuyéndose aquellas cualidades que hacen respetar a los hombres pero no las que los vuelven odiosos o despreciables. Sin embargo resulta evidente que el supuesto autorretrato divino que aparece en las sagradas escrituras es todo menos favorecedor. Si Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, bien le hemos pagado con la misma moneda…

La señora de Châtelet tenía especial afición, como ya he dicho, a las matemáticas, a la química y a la física. Incluso quizá demasiada afición, pues minusvaloraba como simples entretenimientos mis producciones literarias y no perdía ocasión de encaminarme hacia trabajos científicos. Sin duda ese campo riguroso me interesa mucho, pero no me importa reconocer que estoy mediocremente dotado para llevar a cabo en él logros destacados. No carezco de espíritu geométrico, pero mi cabeza no está hecha para las matemáticas, ni mucho menos para las elucubraciones metafísicas. Me parezco a los arroyos límpidos de las altas montañas, que son claros porque no tienen demasiada profundidad. Sin embargo, alguna aportación pude hacer al crecimiento intelectual de mi inolvidable amiga. Cuando nos conocimos, Emilia seguía con docilidad el pensamiento de Leibniz, todavía demasiado teñido de tinieblas germánicas para mi gusto. Logré que se volcara cada vez más hacia el de Newton, a quien terminó por considerar el verdadero puntal científico de nuestra época. Es asombroso cómo llegó a penetrar en las complejidades de esa obra excepcional, de la que muchos hablan pero que muy pocos entienden. Cuando nos visitó en Cirey el caballero Algarotti, autor de un amable tratadito en el que pretendía explicar las razones de Newton a las señoras (lo tituló Neutonianismo per le dame), encontró que al menos una dama se sabía al gran sabio inglés mucho mejor que él mismo. Algarotti era un veneciano muy amable, de buen porte y consciente de tal ventaja, hijo de un comerciante muy rico; viajaba por Europa, dando lecciones y realizando conquistas de ambos sexos, sabía un poco de todo y a todo le daba su pizca de gracia.

En uno de nuestros estudios conjuntos, Emilia y yo comparamos las ideas sobre óptica de Newton con los disparates metafísicos de nuestro compatriota Descartes, a quien ahora tenían por blasfemo criticar los sucesores universitarios de aquellos que años atrás consideraban blasfemo defenderle. Según Descartes, la luz es un polvo fino y muy sutil esparcido por doquiera y los colores son sensaciones que Dios se encarga de provocar en nosotros según los movimientos que produce ese polvillo en nuestros órganos. Si tal teoría fuese cierta, debería poder verse con claridad también durante la noche y no habría forma de mantener oscura una habitación, pues el polvo luminoso se colaría por el agujero de la cerradura y la encendería toda entera. Newton, en cambio, explica convincentemente cómo la luz nos llega lanzada por el sol en sólo seis o siete minutos, según una trayectoria en línea recta; tal propagación desmiente la existencia de los torbellinos cartesianos que se moverían siguiendo líneas curvas. Además Newton demuestra cómo puede descomponerse la luz en todos los colores posibles por medio del prisma, según un sencillo y precioso experimento que Emilia y yo repetimos varias veces en nuestro laboratorio. Así tuvimos el privilegio divino de sentirnos casi dueños del arco iris.

Diversos sabios ilustres vinieron a filosofar con nosotros en nuestro retiro. Durante dos años enteros tuvimos como huésped al célebre Koenig, que habría de morir siendo profesor en La Haya y bibliotecario de la princesa de Orange. También vino Clairault, Jean Bernouilli y Maupertuis, recién llegado éste de su expedición hacia el frígido norte para probar con sus mediciones el achatamiento de nuestro planeta en los polos. Además de la chatura de los polos y las redondeces de las señoras, la otra gran pasión de Maupertuis era la envidia y yo mismo tuve ocasión más adelante de padecer por causa de ella. La marquesa y yo solíamos comentar nuestros trabajos pero a veces cada cual mantenía reserva sobre lo que estaba estudiando, lo cual dio lugar a un curioso incidente. La Academia de Ciencias había convocado un premio para distinguir el mejor discurso sobre la naturaleza del fuego y tanto Emilia como yo decidimos participar, pero sin informarnos mutuamente de ese propósito. Nuestras contribuciones llegaron casi a la par al jurado, pues la de ella recibió el número seis y la mía el siete. Al compararlas después, entre comentarios risueños, descubrimos que la suya era más metafísica mientras que la mía se atenía más a la comprobación empírica. En cualquier caso, empatamos en la derrota y el premio se lo llevó un trabajo firmado por un sabio suizo llamado Leonard Euler. Por cierto que este concurso sosegó grandemente mis aficiones científicas, porque sometí mi discurso al examen de Koenig y él me confirmó lo que ya sospechaba: que demostraba ingenio y estudio en mis razonamientos, pero que en física no podía aspirar a ser más que un segundón aplicado. Esta apreciación tan realista como poco estimulante me devolvió a mis obras de historia y también a la poesía.

No vayáis, señora, a suponer que las investigaciones científicas ocupaban por entero nuestras jornadas de Cirey. Concluida la tarea del día en ese campo, cenábamos acompañados de buena sociedad en la galería de física, rodeados por esferas terráqueas y doctos instrumentos. Para que los criados no estorbasen, nosotros mismos nos servíamos y atendíamos a los invitados. Se disponían dos mesas auxiliares, una para las fuentes de comida y otra para los platos sucios. El vino y los manjares eran excelentes, aunque nada rebuscados. Entonces se hablaba de ciencia, pero también de arte, de poesía y de política. La cena se prolongaba gratamente durante largo tiempo. Luego yo hacía funcionar la linterna mágica, entretenimiento en el que soy bastante hábil y que provocaba abundantes risas. Aparecían la sombra de los jansenistas, algún jesuita especialmente pernicioso y el señor Rousseau. Después acometíamos una función de títeres, expresamente escrita por mí para la ocasión, o repartíamos los papeles y ensayábamos una pieza teatral, comedia o tragedia, de la que seríamos a la vez actores y público. Ensayábamos, nos disfrazábamos, cambiábamos cien veces de vestuario y de peinado. Una tarde representamos más de treinta actos, unos bien y otros regular. Me diréis: Newton nunca hizo teatro. Y yo os respondo que le hubiera admirado aún más de haberle sabido capaz de escribir sainetes. Hay que dar al alma todas las formas posibles; es un fuego sagrado que Dios nos ha confiado y que debemos alimentar con lo más precioso que podamos encontrar. Es necesario hacer entrar en nuestro ser todas las formas imaginables, abrir las puertas del alma a todas las ciencias, a todas las artes y a todos los sentimientos. Con tal de que no penetren desordenadamente, hay sitio para todo. Yo amo a las nueve musas y pretendo tener suerte con todas, aunque procuro no coquetear demasiado. El tiempo, ay, siempre me parecerá demasiado breve.

Nuestra retirada a Cirey nos evitaba problemas con las autoridades peligrosamente celosas pero no acallaba a mis enemigos, cuyas lenguas y cuyas plumas seguían destilando veneno contra mí a más y mejor. Los peores, como casi siempre, resultaban ser los que me debían algún favor. Por ejemplo el abate Pierre Desfontaines, que tiempo atrás me había escrito una carta angustiosa en petición de ayuda. El abate tenía una indebida afición a los muchachitos y solía satisfacerla con los pequeños deshollinadores saboyardos que abundan en París, a los que atraía a su casa con el pretexto de limpiar la chimenea pese a que en realidad no era tal conducto el que más le preocupaba ver obstruido. Este vicio no despierta mi entusiasmo aunque a título científico lo he practicado en alguna ocasión. Pero hacerlo una vez es ser filósofo; muchas, bujarrón. A consecuencia de la denuncia de uno de los deshollinadores deshollinados, Desfontaines se vio encerrado en Bicêtre y amenazado por un trágico destino, ya que el castigo por la sodomía es la hoguera. Se trata de una ley bárbara y desproporcionada. Si se aplicase con rigor alcanzaría a las más altas esferas, pues el propio rey Luis XV —a los dieciséis años— fue el Ganímedes de su paje La Trémouille. Cuando recibí la misiva del abate encarcelado pidiendo socorro me hallaba gravemente enfermo, como casi siempre. Todos sus amigos mínimamente influyentes se negaban a ayudarle, de modo que abandoné el lecho y viajé como pude hasta Fontainebleau para conseguir que la señora de Prie y el cardenal Fleury aseguraran el perdón del desdichado. En cuanto se vio fuera de la cárcel, me juró odio eterno. Escribió un panfleto atroz titulado Volteromanía en el que atacaba todas mis obras y me denunciaba de mil modos a las autoridades por impiedad, obscenidad, rebeldía, etc… Contesté con otro semejante, el Preservativo contra Desfontaines, donde le recordaba el tipo de favor que le había hecho y el delito que lo había requerido. Seguimos la pugna con la mayor ferocidad y mucho regocijo por parte de numerosos enemigos mutuos, hasta acabar en los tribunales. Más adelante Desfontaines comenzó a dirigir una publicación periódica, Observaciones sobre los escritos modernos, que mantuvo durante años para atacar todas las ideas filosóficas. Se convirtió en acérrimo defensor de las más rancias virtudes, especialmente de la castidad, y denunció cualquier señal de relajación moral o de heterodoxia en la literatura moderna. Mis obras, tanto reales como atribuidas, fueron siempre las principales incriminadas por este vengador ofendido por mi generosidad. A su muerte prosiguió esta noble tarea su discípulo Elías Fréron, acompañado de una aguerrida tribu formada por Piron, Palissot, Le Franc de Pompignan y otros aún menos distinguidos. Nunca dejaron de hostigarme de todas las maneras imaginables y hasta ayer mismo me he visto obligado a alancearlos sin tregua, como don Quijote al rebaño de borregos.

¿Por qué he suscitado siempre tales odios? Sin duda porque escribo de manera clara: si mi estilo fuese tenebroso como el de cualquier escolástico me perdonarían que contrariase las fábulas incompetentes en las que tantos creen. Y también porque avanzo por el camino de la verdad soltando risotadas. Siempre he rogado a Dios que hiciese bien ridículas las ideas de mis adversarios; cuando no parecieron serlo lo suficiente, me he encargado personalmente de completar su obra. Los fanáticos quieren que se les tema y aceptan que se les odie, pero no se resignan a que se haga reír a su costa. Son incompatibles con el humor y he sido yo el encargado de demostrárselo: ellos detestan más al que les burla en un chiste que todo el mundo repite sonriendo que a quien les refuta en veinte volúmenes. Además algo en mi tono habitual, escriba en serio o en broma, verso o prosa, parece exhalar cierto aroma de felicidad, inaguantable para el olfato de los pedantes y de los mártires. ¿Es que acaso soy feliz? ¡Chis! A vos os lo diré, condesa: decididamente y pese a todo, sí. Pero que nadie salvo vos me oiga porque no quiero hacer rabiar aún más a los borregos ni trastornar a los desdichados…

Algunos amigos me reprochan haber hecho demasiado caso de los aguijonazos que he recibido y responder siempre a los ataques con vehemencia algo superflua. Es cierto: cuando miro hacia atrás, me parece haberme pasado toda la vida en trifulcas y casi nunca con adversarios de mérito. Varias disculpas se me ocurren, aunque no niego un poco de vergüenza ante el reproche. En ocasiones el mentís ante mis censores o el contraataque resultaba obligado pues sus acusaciones eran tan graves y malintencionadas que podía resultarme peligroso guardar silencio. Otras veces me defendí para proteger a la gran familia de los filósofos, pues se me atacaba a mí para insultarlos y comprometerlos a todos. Yo no pretendo decir que no haya buenas razones para criticarme; lo que afirmo es que hay buenas razones para criticar muchas cosas y a muchos: empezar por mí con especial énfasis no me parece buen síntoma. La tarea que entre todos hemos emprendido para acabar con la superstición y promulgar la tolerancia merece en todo momento la pluma de un paladín, aunque sea tan achacoso, señora, como el que ahora os testimonia afecto. En último término, lo admito, mucha culpa la tendrá mi temperamento, que odia la guerra y sin embargo es de lo más belicoso. No soy militar pero soy militante. Ahora bien, no existe quien pueda decir que yo haya sido el primero en perseguir a nadie ni se me conoce un rencor que haya durado más allá de una súplica de perdón. Os confío una anécdota, para la que tengo testigos si mi palabra no os basta. Hace poco llegó a Ferney una página escrita contra mí en el peor y más ofensivo de los tonos por un miserable demasiado conocido, aunque amparado bajo seudónimo. La leí, blasfemé, pataleé, juré mil venganzas, pedí recado de escribir para responder en el acto. Entonces el amigo que me trajo el libelo me preguntó, tranquilamente: «Si XX, el autor de esa infamia, apareciese esta noche a la puerta de Ferney; si os dijese que le persiguen, que su vida está amenazada, que mañana mismo podría estar sufriendo tortura a manos del verdugo… ¿qué haríais, señor?». Y yo contesté, rechinando los dientes: «Le tomaría de la mano, le llevaría a mi cuarto, le mostraría mi lecho, que es el mejor de esta casa, y le diría que se quedara en Ferney cuanto quisiera y que, si podía, fuese feliz». Me enorgullece que nada en mi pasado ni en mi presente pueda hacer dudar de la sinceridad de tal respuesta.

Aunque nuestra existencia en Cirey tenía mucho de placentero, la señora de Châtelet echaba de menos los fulgores bulliciosos de París. A ella nadie la perseguía ni había razón para que viviese retirada del mundo: el exilio le pesaba más que a mí. Concibió la idea de introducirme poco a poco en la corte para que ni enemigos ni denuncias prevaleciesen contra mi sosiego. Vio una buena oportunidad en la boda del Delfín con la infanta de España, para cuya celebración fastuosa consiguió que me encargasen componer una pieza conmemorativa. En aquella fiesta nos encontramos, señora, tal como me habéis recordado, por primera y mucho temo que última vez: puedo aseguraros que es lo único verdaderamente grato que me ocurrió esos días. Durante meses trabajé en La princesa de Navarra, cada vez con menor entusiasmo y finalmente con cierta repugnancia. Me obsesionaba el recuerdo de que los mayores poetas dramáticos, como Racine, habían fracasado al trabajar de encargo. No es lo mismo componer durante una cena un epigrama a los bellos ojos de la dama que preside la mesa que escribir varios actos de circunstancias en los que debemos halagar la vanidad de dos reinos, intercalando fuegos artificiales y apoteosis con orquesta, a fin de satisfacer a miles de invitados que asisten para verse unos a otros y sin el menor interés por la representación. La princesa de Navarra no fue precisamente un éxito. Gustó la música de Rameau, pero mis versos apenas podían oírse en el enorme jardín de Versalles; los que se oyeron no fueron comprendidos o sonaron a impertinencias. Los orgullosos dignatarios españoles sacaron la impresión de que la gloria de su reino, de la que son tan celosos abogados en el extranjero, quedaba minimizada por comparación con la de Francia. Temo que la corte de Luis XV, en cambio, no apreció tanto mi parcialidad. Mis enemigos se esforzaron al máximo en su labor de zapa y finalmente concluí la jornada agotado, nervioso, descontento, con mucha pena y escasa gloria.

Cualquiera hubiese quedado desanimado ante logro tan mediocre, pero Emilia perseveró en su intento como si nada hubiese pasado. Minimizó mi desazón, convenció a mis mejores amigos para que no la aumentaran con sus justificadas críticas, procuró hurtar a mi vista las malicias impresas por mis enemigos y se dedicó a convencerme de que todo había funcionado estupendamente. Mitad por complacerla y mitad por orgullo continué mis obligaciones de poeta cortesano. Obtuve mejor fortuna con una Oda a la batalla de Fontenoy en la que se cantaba elocuentemente esa gran victoria de nuestras tropas y que agradó mucho al rey. Yo no las tenía todas conmigo porque me resultaba difícil creer que unas estrofas marciales, por hábiles que fuesen, podían hacerme amable ante gentes que en el fondo me detestaban. Dos cosas envidio a nuestros hermanos los animales: su desconocimiento de los males futuros y su ignorancia de lo que de ellos se dice. A este respecto, nadie menos animal que yo. Pronto tuve ocasión de confirmar mis recelos. Escribí el libreto de El templo de la gloria, una ópera de circunstancias en mi siempre chirriante colaboración con Rameau. En ella aparecía el propio Luis XV, en figura del emperador Trajano, regresando victorioso a Roma tras sus batallas. La noche del estreno me acerqué indiscretamente al rey y le murmuré: «¿Está contento Trajano?». El monarca era tímido y detestaba las familiaridades: me miró fríamente y no repuso ni una palabra. Consideré evidente que la vocación de adulador se adecuaba mal a mis recursos.

La marquesa de Châtelet, infatigable, se propuso entonces que me eligieran miembro de la Academia francesa. Quiso empezar por hacerme inmortal para convertirme después en invulnerable. Estaba vacante el puesto del recién fallecido cardenal Fleury y decidió que había de ser para mí. Movilizó en mi favor a la duquesa de Châteauroux, que por entonces era amante del rey, y éste pareció acceder a la demanda. Pero el secretario de Estado, el conde de Maurepas, se opuso con todas sus fuerzas a mi nombramiento, secundado por el piadoso obispo de Mirepoix, uno de los mayores imbéciles de Francia por aquellas fechas, que consideraba que mi profano culo mancillaría el sillón dejado libre por el santo trasero del cardenal. También otra mujer distinguida, la señora de Tencin (madre dimisionaria del gran filósofo D’Alambert, al que había abandonado recién nacido en la escalinata de la iglesia de Saint-Jean-le-Rond) se me oponía con ahínco, menos por animadversión hacia mí que por simpatía para con mi rival ante la vacante, el dramaturgo Marivaux. Cierta tarde coincidí en una cena con el conde de Maurepas y le pregunté, con aterciopelada ironía, si era cierto que hacía todo lo posible por descartar mi candidatura a la Academia, dignidad al fin y al cabo bastante menor. Me dijo con un encono inolvidable: «Sí, es cierto, y espero aplastaros». Lo logró, claro. Marivaux fue elegido académico y yo tuve que esperar aún bastantes años para lograr un puesto al que concedía menos importancia que quienes deseaban a toda costa privarme de él.

Finalmente cometí la indiscreción definitiva que puso fin a mi carrera de cortesano. La culpa —al menos indirectamente— la tuvo la propia Emilia, que había recaído en el frenesí del juego en cuanto volvió a pisar los salones de París. Yo la acompañaba en sus interminables partidas, sin tocar los naipes y pensando con fastidio que en todo ese tiempo desperdiciado podría ya haber escrito los tres primeros actos de una nueva tragedia. Una tarde jugaban en Fontainebleau y en la mesa estaban las principales figuras del séquito privado de la reina. No había más que duquesas y príncipes, entreverados de alguna marquesa privilegiada como la mía. Emilia estaba realmente inspirada y se las arregló para perder ochenta y cuatro mil francos. Sentado junto a ella le previne en inglés: «Querida amiga, más vale que nos vayamos cuanto antes. Estás jugando con auténticos truhanes». Los carraspeos y murmullos que siguieron a mis palabras, pronunciadas a media voz, nos advirtieron de que muchos de los presentes sabían el suficiente inglés como para darse por muy ofendidos. Reconozco que sentí pánico, porque una cosa es que no me dejaran entrar en la Academia y otra mucho peor que me obligaran a entrar en la Bastilla. Huimos de París esa misma noche, sin esperar a medir cabalmente el alcance de la indignación producida por mi exabrupto. Me fui convencido de que no he nacido para calentarme junto al sol de los monarcas sino para perecer abrasado por sus rayos si me acerco demasiado: no detesto a la realeza y de vez en cuando me llevo bien con alguna de las personas que mejor la encarnan, pero siempre a prudente distancia. Puedo ser un hábil cortesano aunque sólo por correspondencia… Poco después olvidé esta lección y creí haber encontrado en Prusia un rey en cuyo regazo podía reclinar mi cabeza sin peligro: estuve a punto de perderla.

Durante varias semanas nos refugiamos en el castillo de Sceaux, donde mantenía su corte —mejor dicho su anticorte, pues en todo se oponía a la de Versalles— la intrigante, estrafalaria y genial duquesa de Maine. Minúscula de estatura pero indomable de carácter, nunca dejó de reivindicar el derecho de su esposo a ocupar el trono de Francia en lugar de Luis XV. Años más tarde sus conspiraciones dieron con ella en la Bastilla por lo que la mutua simpatía que sentíamos el uno por el otro resultó profética. Como siempre suelo hacer me dediqué a animar un poco la vida de Sceaux, que giraba de modo demasiado previsible en torno a naipes, cotilleos amorosos y comilonas indigestas. Organicé sesiones de teatro, manejé la linterna mágica, recité poemas, leí fragmentos de obras mías aún inéditas y que debían permanecer así por prudencia; también ayudé a la señora de Châtelet en sus experimentos de física, muy sencillos por carecer de los instrumentos que teníamos en Cirey, y colaboré como segunda voz en las charlas sobre newtonianismo para principiantes con que ella entretuvo a los miembros más despiertos de nuestra selecta comunidad. Creo que todos lamentaron nuestra partida, salvo una tal señora Staal-Delaunay, antipática mucama ascendida a baronesa por generosidad de la duquesa de Maine y que había concebido una notable ojeriza contra Emilia.

Por entonces, los vínculos que nos unían ya no eran eróticos, sino amistosos y en cierto modo discretamente conyugales. Existía entre nosotros la más tierna de las complicidades y éramos como los dos únicos miembros de una academia muy ilustrada y nada convencional, erguida frente al mundo con mutuo esfuerzo. Pero el ímpetu amoroso había desfallecido, sin duda por mi culpa. Atribuí mi deficiencia carnal frente a Emilia a mi salud y a mi edad, que entonces ya me parecía avanzada. Pero lo cierto es que no padecía tales desfallecimientos en mis escarceos con la voluptuosa señorita Gaussin, la perfecta Zaïre, ni más adelante con quien menos debiera haberme atraído según la norma social: la señora Denis, hija de mi querida hermana fallecida, cuya alegre sensualidad regordeta consiguió efectos tan estimulantes como incestuosos en mi deteriorado organismo. Con Emilia, en cambio, ese vínculo esencial estaba ya claramente roto. Ella misma lo asume con hermosa franqueza en una página del Discurso sobre la felicidad: «He sido feliz durante diez años por el amor de aquel que había subyugado mi alma y esos diez años los he pasado cara a cara con él sin ningún momento de fastidio ni de languidez. Cuando la edad, las enfermedades, quizá también un poco la facilidad del goce disminuyeron su gusto por mí, tardé en darme cuenta: yo amaba por los dos. Pasaba mi vida entera junto a él y mi corazón, carente de sospechas, gozaba del placer de amar y de la ilusión de creerme amada. Es verdad que he perdido ese estado tan feliz y no sin que me haya costado muchas lágrimas. Se precisan sacudidas terribles para romper semejantes cadenas: la llaga de mi corazón ha sangrado durante mucho tiempo; he tenido motivos para quejarme y lo he perdonado todo». Comprenderéis, amiga mía, la emoción que siento al copiar para vos estas líneas nobles y sinceras. Seguíamos juntos, empero: en cierto modo, nunca hemos dejado de estarlo.

Quizá la primera gran alteración de este equilibrio, que parecía destinado a prolongarse sin rupturas, llegó desde Prusia. Recibí una carta deliciosa, en un francés aún balbuceante, del joven príncipe Federico. En ella me revelaba su devoción por mi obra y por mi persona. Más tarde, ya coronado rey, me invitó a reunirme con él por una temporada. Estuve ausente no menos de cinco largos meses y Emilia soportó peor que descuidara su compañía por la de un monarca del que desconfiaba que si me hubiese ido con cualquier mujer. Quizá más adelante os cuente hasta qué punto teníamos razón ambos: yo al interesarme por el desconcertante rey filósofo y ella al presentir que era mayor su amor al poder que su amor a la filosofía… y a mí. Entonces el destino nos propuso otra tentación, que resultó definitiva y trágica.

Próximo a Cirey, en Lunéville, tenía su capital de un reino tan honorario como inexistente Estanislao Leckzinsky, padre de nuestra reina María. ¿Recordáis? Aquella que solía llamarme «mi pobre Voltaire»… Pues fue junto a su padre donde el azar que juega con nosotros y nuestros sentimientos me hizo en verdad desdichadamente miserable. Fijaos, señora, en el fatal encadenamiento de las causas y sus efectos. La querida del rey Estanislao era la señora de Boufflers, atractiva, simpática y dotada de un humor malicioso pero irresistible que sabía expresar de palabra y por escrito, en verso y en prosa. Como su temperamento era algo más que fogoso, por decirlo cortésmente, concedía sus favores a un círculo sorprendentemente amplio de admiradores. Entre ellos, uno de los más asiduos era el canciller de Estanislao, el marqués de La Galaizière. El rey había cumplido ya los setenta años y era muy obeso, por lo que no protestaba de compartir el servicio viril a su exigente amiga con suplentes más jóvenes. Cuentan que una noche, después de la cena, requebraba con entusiasmo a la señora de Boufflers mientras le prodigaba caricias más paternales que lascivas. La dama estaba bastante ebria y muy enardecida por el manoseo, de modo que se impacientó con el aplazamiento del desenlace: «¿Esto va a ser todo, señor?». Estanislao se incorporó con un resoplido asmático y se despidió así: «El resto, señora, os lo contará mi canciller». Por cierto que esta anécdota de su suegro era la preferida del buen rey Luis XV.

Pues bien, resulta que el confesor del rey —un jesuita especialmente detestable llamado Menou— odiaba a la desenvuelta y nada piadosa señora de Boufflers. Le reprochaba todo aquello que tan amable la hacía a ojos de los demás. Como buen polaco, Estanislao era devoto hasta la superstición y según sus fuerzas declinaban prestaba más y más oídos al jesuita en sus diatribas contra la querida. El reverendo padre concibió el plan de alejar a la señora de Boufflers de Lunéville, sustituyéndola a la vera del rey por otra dama más dócil y menos impúdica. La elegida fue la señora de Châtelet, pues se rumoreaba con insistencia que sus relaciones conmigo no pasaban ya de platónicas. De modo que fuimos invitados a pasar una temporada en Lunéville, donde la gente mataba el tiempo jugando a las cartas, cambiando subrepticiamente de pareja en los dormitorios y atiborrándose de comida, como en Sceaux y como en todas partes donde hay más ricos que sabios. La marquesa de Châtelet y yo cambiamos el orden del día, introduciendo teatro, conciertos, poesía, ciencia y todo aquello que aleja la vida de los humanos de la estúpida rutina animal. El resultado de todo ello nada tuvo que ver con los pérfidos planes del jesuita. La señora de Boufflers concibió un gran aprecio por Emilia y en vez de hacerse rivales se convirtieron en aliadas. El rey Estanislao, animado por los encantos de la buena compañía, descuidó sus rezos y recobró el debido interés por su querida. De modo que todos ganaron menos yo, que lo perdí todo. Porque Emilia, mi Emilia, conoció en la corte a un militar muy apuesto y se enamoró furiosamente de él.

El señor de Saint-Lambert era un hombre joven —sin duda bastante más que la señora de Châtelet, que ya había cumplido los cuarenta—, hermoso, ingenioso y sensato hasta la frialdad. Era capitán del regimiento del príncipe de Beauvau, disfrutando de la fama de componer versos y hacer el amor con igual competencia. Pero creo que esta segunda faceta de sus habilidades le interesó a Emilia más que la primera. Una tarde, tras haber trabajado varias horas en mi historia del reinado de Luis XIV, entré en la habitación de la marquesa sin avisar y me los encontré a ambos en un sofá, dedicados a algo que no eran versos ni filosofía. Perdí la cabeza y las buenas maneras, les insulté a gritos, juré con truculencia ridícula la más atroz venganza contra ambos. Saint-Lambert no perdió la serenidad y se puso a mi disposición para dirimir el asunto en un duelo a espada, aunque comentando que le sería muy penoso matar a alguien a quien tanto admiraba desde su adolescencia. La verdad es que el muchacho era bastante agradable, pese a que su destino le llevaba a interferir en los amores de nosotros los filósofos. Una de las pocas cosas que tengo en común con el loco de Juan Jacobo Rousseau es que también a él ese dichoso Saint-Lambert le privó de los favores de la señora de Houdetot, de la que tan encaprichado estaba. En fin, batirme en duelo con un joven y aguerrido capitán es una forma de suicidio que ni Séneca ni Catón me habrían recomendado. De modo que salí de la habitación dando un portazo y dispuesto a abandonar Lunéville para siempre jamás.

Emilia vino a verme a mi cuarto y me habló en tono a la par cariñoso y razonable. «Os quiero como siempre —me dijo— pero desde hace ya tiempo os quejáis de que las fuerzas os faltan y que no tenéis la suficiente salud para satisfacer sin peligro mi temperamento amoroso. No puedo consentir que enferméis y estoy segura de que vos tampoco deseáis verme decaída. ¿Qué de malo tiene que sea un amigo quien os sustituya en mi lecho, si nadie podrá sustituiros nunca en mi estima?». Sus palabras me hicieron suspirar y sonreír. «Tenéis razón, amiga mía, como siempre. Perdonad mis anatemas de hace un momento. Ya estoy apaciguado. Pero si las cosas tienen que ser como vos decís y yo acepto, procurad al menos que no pasen ante mis ojos». Y así proseguimos nuestra relación, con cierta resignación amarga por mi parte pues me daba cuenta de que no era simple atracción física lo que Emilia sentía por Saint-Lambert. Estaba enamorada furiosamente de él, mucho más sin duda que él de ella: de nuevo mi pobre Emilia amaba por los dos…

Despechado como nunca lo había estado antes, me refugié entonces en la escritura de un cuento oriental, que quizá no sea de lo peor que he compuesto. Me gustaba leer las historias de Las mil y una noches en la preciosa versión que de ella nos dio Antonio Galland. A ese ambiente exótico llevé mi desencanto. Conté las aventuras y desventuras de Zadig, un amable filósofo que además tenía la inmensa suerte de ser aún joven y apuesto. Y hablé de las envidias de la corte, de la ingratitud de los reyes y de los súbditos, de la obcecación y de la hipocresía de los clérigos, de la infidelidad casi automática de las mujeres, de la brutalidad rapaz de los guerreros, de lo inescrutable y finalmente irónico de nuestro destino. Me burlé de Versalles y de mi amada, pero me burlé sobre todo de mí mismo. Mientras escribía ese cuentecillo supuestamente oriental me sentí aliviado y más libre que nunca.

Pero nuestro enredo tenía aún que pasar de la comedia a la farsa y de ahí a la tragedia. Emilia me confesó con preocupación que estaba embarazada. Había tenido un hijo catorce años antes y desde luego no esperaba otro: a su edad podía ser muy peligroso. Pero quería afrontar la situación del modo más conveniente. El marqués de Châtelet fue convocado a Cirey y recibido con las más insólitas muestras de afecto por todos nosotros. Durante varias cenas le rogamos que nos contara sus gloriosas campañas, mientras le servíamos de beber y coreábamos elogios a su valor. Los escotes de la marquesa eran tan pronunciados que casi nos hacían enrojecer. Concluía las veladas en el dormitorio conyugal, del que ya apenas recordaba ni siquiera la decoración. Finalmente se le comunicó la buena nueva de que esperaba otro retoño y se sintió lleno de orgullo senil. Dentro de lo que podía esperarse, todo parecía marchar muy bien. A su debido tiempo, los dolores del parto alcanzaron a Emilia mientras trabajaba en su gabinete en un arduo problema de geometría. Dio a luz una niña con tanta facilidad como si hubiese tenido veinte años menos, pero dos días después se vio aquejada de una fiebre altísima, perdió la conciencia y murió en pocas horas. En torno a su lecho llorábamos Saint-Lambert, el marqués y yo, pues los tres la habíamos amado. Fuera la nieve del invierno caía sobre Cirey. Sin saber lo que hacía, salí del castillo, a ese jardín que había dispuesto hace tantos años para agradarle y resbalé en el hielo, cayendo de bruces. Me levantó el desolado Saint-Lambert y yo no hacía más que repetir sollozando, mientras me apoyaba en su brazo: «¡Me la habéis matado, amigo mío! ¡Vos me la habéis matado, grandísimo bruto!».

Creí que no sobreviviría al dolor y he sobrevivido cuarenta años. Olvidarla, empero, nunca la he olvidado. De tantos recuerdos como tengo de nuestra vida en común, mi preferido es el de un viaje que hicimos en coche. Volvíamos a Cirey pero aún nos faltaban dos o tres jornadas para llegar. También era invierno y la carretera estaba nevada, casi impracticable. Al vehículo se le rompió el eje de las ruedas delanteras y volcamos aparatosamente. Salimos por una de las ventanillas, magullados y ateridos. Hacía un frío terrible. Los palafreneros tenían que ir a buscar ayuda al pueblo más cercano, que distaba media legua, lo cual podía llevar varias horas. Sentados en el talud, arrebujados entre cobertores de pieles, compartimos un manguito y nuestras manos heladas se encontraron dentro de la suave calidez. La noche invernal era clarísima: el cielo mostraba, con la nitidez artificial de una esfera armilar, todas sus remotas formas. Eran los astros de Newton, las estrellas y planetas cuyos elípticos trayectos la ciencia moderna ha sabido determinar. Los fuimos identificando uno tras otro y por un momento nuestras manos abandonaban el refugio del manguito para señalar el cuerpo celeste cuyo nombre pronunciábamos. Luego se reunían de nuevo para darse mutuo calor, mientras hablábamos de la gravitación cósmica. Estábamos solos en la noche frente al universo inmenso y silencioso. Así nos recuerdo; así quiero, señora, que penséis en nosotros.

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