Madrid, agosto de 177…

POR favor, no os quejéis de los usos ni aun de los abusos de los espectadores en los teatros de París. Os aseguro que pueden representarse dramas en condiciones bastante más indeseables. ¿Queréis saber cómo está dispuesto un teatro cualquiera de Madrid? Para empezar, los palcos son completamente abiertos, sostenidos tan sólo por unas columnillas y no tienen protección alguna que resguarde la mitad inferior de quienes los ocupan de las miradas de los que llenan el patio. Los beatos de por aquí dicen que esta configuración es prudentísima y que debería ser imitada en Italia o Francia. En efecto, los enamorados, si tienen la seguridad de que no se les ve desde abajo, pueden cometer indecencias, cosa que debe ser impedida a toda costa… También son de temer otros desórdenes, pues en Madrid actúan dos compañías —la del teatro del Príncipe y la del de la Cruz— cada una con su propia horda de partidarios acérrimos, llamados chorizos los unos y polacos los opuestos, dedicados a alborotar lo más posible durante las representaciones del grupo rival y a convertir el corral de comedias en campo de batalla. ¿Os he dicho ya que esta España es tierra de cultivo de indóciles banderías, carentes de propósito constructivo alguno y sólo definidas por el antagonismo homicida que se profesan entre sí?

Va a comenzar la representación. Frente a la escena hay un gran palco, el mayor y más ricamente adornado de todos, que lógicamente vos suponéis que espera a algún miembro principal de la nobleza o del gobierno, quizá al mismo rey. Nada de eso. Pronto lo ocupan los padres inquisidores para vigilar desde esa atalaya privilegiada las buenas costumbres tanto de los actores como de los espectadores y por supuesto el contenido doctrinal de la pieza. ¡La herejía apunta donde menos cabría esperarla o se disfraza con palabras de doble sentido! Os entretenéis en contemplar a estos figurones de venerable hipocresía, cuya misión es obligar a ser hipócritas a todos los demás, cuando de repente el centinela que está a la puerta del patio grita estentóreamente: «¡Dios!». Al oír esta voz de alarma, todos los espectadores, hombres y mujeres, así como todos los actores que ya se encuentran en el escenario, caen al unísono de rodillas y permanecen en esa postura hasta que deja de oírse el son de una campanilla que repica en la calle. Ese sonido anuncia que pasa un cura llevando el santo viático para algún enfermo grave. En caso de epidemia, la función llega a interrumpirse tres o cuatro veces y en cada ocasión hay que someterse a la piadosa gimnasia de la genuflexión. Tanto trajín conspira contra la ilusión escénica mucho más que la presencia de trescientos petimetres en el tablado.

Pese a todas estas concesiones al clero, que resultan ridículas cuando no intolerables para quienes conocen otros países europeos menos fanáticos, en las parroquias y en los conventos se murmura contra la tímida restauración del teatro en España. Para muchos eclesiásticos toda representación teatral es cosa diabólica, aunque se trate de un auto sacramental de Calderón. Por cierto, estoy de acuerdo también en esto con vos: si algo demoníaco hay en Calderón es el tedio que producen sus autos y lo absurdo de las alegorías teológicas con las que tortura al espectador. No consiento que se le compare con Shakespeare, a cuyas vigorosas virtudes poéticas soy más sensible que a los defectos que apuntáis.

Es el rey Carlos III quien insiste en abrir teatros en Madrid y Barcelona, para asemejar estas incultas villas al Nápoles de Goldoni que tanto debe añorar. Frailes y curas, aliados con los enemigos de los faroles y de las capas cortas, juran que esta afición al arte de Talía no tiene otro objetivo que descristianizar este bendito país. Un tal Moratín ha escrito que «el teatro español es la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de la inobediencia, insultos, travesuras y picardías». ¡La buena gente que antes se divertía con las romerías de los santos y contando adivinanzas en corro ahora tendrá ocasión de verse corrompida por las tramas sofísticas que inventa la marrullería de los poetas! Me parece que estos argumentos son muy semejantes a los que ha manejado el señor Rousseau para responder al señor D’Alambert cuando éste propuso en un artículo de la Enciclopedia abrir teatros en Ginebra. ¿Estoy equivocada? A lo que no ha llegado Rousseau es a componer coplillas casi subversivas contra la autoridad real como la que os copio a continuación, debida según dicen a los carmelitas de un convento de Cuenca:

Auméntense los teatros,

quítense iglesias de España,

y pues que lo manda el rey

todo lo demás es zambra.

Por favor, me ahogo, mi hastío empeora porque se le mezcla el asco: no hago más que hablar de inquisidores, beatos y frailes. ¡Rápido, abrid las ventanas, necesito aire! Es decir, necesito más Voltaire. Vuestra vida, amable señor, está jalonada por cientos de obras maestras de todos los géneros. Pero permitidme que me desvíe por el momento de ellas y os pregunte sobre una cuestión más íntima que también ha suscitado numerosos comentarios, los unos dictados por la admiración y los demás por la envidia. Se dice que no habéis tenido más que un verdadero gran amor en vuestra fecunda existencia y que en ese amor se mezclaron todos los estilos que os son favorables, pues hubo en él filosofía, enredo picaresco y finalmente tragedia. Quisiera que me hablaseis francamente de tal episodio. Espero que no veáis en esta súplica una simple prueba de la comezón femenina por asuntos de galantería: recordad que sois mi asunto científico y que me aplico a estudiaros desde todas las posibles perspectivas. Además, tengo vuestra licencia para ser aún más curiosa de lo que me he mostrado hasta ahora…

CAROLINA