Ferney, agosto de 177…

SOIS curiosa, señora, aunque modesta en cuanto al objeto de vuestra curiosidad, que es tan pequeño como yo mismo dentro del infinito y abrumador universo. Pero podríais ser aún más curiosa y yo os lo perdonaría igual sin amaros menos por ello. Por ejemplo, no me habéis preguntado cuál es la mayor de mis aficiones, entre tantas —¡demasiadas, quizá!— artísticas y científicas que he pretendido cultivar a lo largo de mi vida. Os voy a responder a esa pregunta que no me habéis hecho, ganándome de este modo el derecho de no responderos tal vez mañana a una de las que me hagáis. Mi mayor afición ha sido siempre, desde mi mocedad, el teatro. Anotad esto en ese tratado científico sobre mi persona que seréis tan sensata como para no escribir nunca sabiendo que nadie sería lo suficientemente insensato para leerlo: Voltaire estuvo poseído desde muy joven por la pasión escénica. No me preocupa demasiado la gloria póstuma y sin dudar cambiaría diez siglos de gloria inmortal por el alivio de cualquiera de mis cólicos. Pero si queda memoria de mis obras, es por mis piezas de teatro por lo que espero ser recordado.

El teatro es la más atrayente de todas las carreras. Es ahí donde se puede obtener en un día nombre y fortuna. Una obra de éxito hace a un hombre al mismo tiempo rico y célebre. En mi caso, la recompensa económica es la que menos me ha preocupado siempre y acostumbro a distribuir mi parte de las ganancias entre los actores de la compañía que representa el drama. No me consideréis por ello demasiado generoso, amable señora, ni ridículamente desinteresado. He visto tantos hombres de letras pobres y despreciados que hace tiempo concluí que no debo aumentar su número. Sucede simplemente que he sabido arreglármelas para adquirir fortuna por medios que poco o nada tienen que ver con mis talentos literarios. ¿Queréis saber cómo? ¡Ah, veo que ocurre con vuestra curiosidad como con el apetito, que descubre su fuerza cuando se empieza a comer! Me apartaré un momento del teatro sólo por complaceros: bajo la voz porque me dispongo a hablaros de mis finanzas.

Siempre procuré administrar con tino mi pequeña herencia, haciendo inversiones a la vez seguras y provechosas. Ni los filósofos ni los poetas tienen fama de buen sentido en los negocios, sino que más bien se los presenta como inválidos niños grandes. Me rebelo contra esta leyenda de incompetencia: una persona acostumbrada a ejercer su razón no tiene por qué reservarla para la geometría o los versos. Mal parece guardar el sentido común para las ideas y privarse de usarlo en los asuntos de la vida. La independencia y la libertad, esos bienes supremos, necesitan dinero como un caballo necesita avena para estar fuerte y poder llevarnos lejos. Es cierto que a veces la concentración del pensamiento distrae de afanes mundanos: Tales iba mirando las constelaciones cuando se cayó al pozo, provocando la risa de la criada milesia. Pero sus conocimientos astronómicos le permitieron prever para el año siguiente una gran cosecha de aceitunas, y así compró anticipadamente las prensas de aceite con las que obtuvo grandes beneficios. La teoría, cuando no habla desde el prejuicio ni se pregunta por lo que sólo Dios puede saber, siempre tiene aspectos de utilidad para orientar la práctica.

Mi ejemplo sirve de prueba para lo que acabo de afirmar tanto como el caso de aquel famoso Tales de la antigüedad. Es indudable que mi capital inicial resultaba demasiado exiguo y ni en manos del mejor de los administradores podía producir grandes beneficios. Fue la ciencia la que vino en mi ayuda para permitirme multiplicarlo. Como medida popular para sanear las arcas estatales, el ministro de Finanzas Le Pelletier creó una importante lotería que despertó vivo interés en todo el país. Una tarde, durante la cena, apareció la lotería como tema de conversación. La Condamine, el gran matemático, comentó que había un error de base en su planteamiento, de tal modo que si un grupo de asociados comprase el conjunto de los billetes se llevaría la totalidad de los fondos en cada sorteo. Dado que el Estado también se consideraba jugador en el sorteo, mediante los billetes no vendidos, el importe total de su venta resultaba menor que la suma de los premios que podían concederse. ¡Curioso personaje, nuestro amigo La Condamine, mezcla modélica de conocimientos teóricos y juguetón sentido práctico! Cuando estrené con gran éxito mi tragedia de ambiente oriental Zaïre se presentó un día en una reunión disfrazado de turco, con tanta propiedad que me mantuvo engañado durante toda la charla de sobremesa. Pues bien, en cuanto conocimos gracias a La Condamine el fallo de la lotería, formamos una pequeña sociedad para aprovecharnos de la estulticia ministerial. De este modo ganamos más de un millón en cada uno de los sorteos, hasta que Le Pelletier o sus consejeros advirtieron el error fatal que habían cometido. Intentaron pleitear para que devolviésemos nuestras ganancias, pretextando que nadie tenía derecho a monopolizar todos los billetes, pero los tribunales nos dieron la razón. Este negocio nos proporcionó una bonita suma a cada uno de los socios y ocasión de innumerables risas a costa del señor Le Pelletier y su venerable mentor, el cardenal Fleury.

Con este capital sustanciosamente ampliado pude ya acometer empresas financieras de mayor alcance. Recabé el consejo de los hermanos Paris, que estaban considerados los mayores expertos en la materia, e invertí mi dinero siguiendo sus sabias directrices. Por entonces llevaba siempre mis carteras llenas de contratos, letras de cambio, pagarés y valores del Estado, documentos que no creo habitual encontrar en el portafolios de ningún escritor. Buena parte de mis fondos los puse en el asunto de los aprovisionamientos al Ejército y el resto en el comercio de Cádiz y en los barcos que trafican con América. En todos los casos la inversión resultó perfectamente rentable: el Ejército es una institución cuyas necesidades de avituallamiento nunca decaen y mis barcos fueron respetados por los piratas y supieron evitar los naufragios, al menos en la mayoría de los casos. Algunos me dicen que he sabido obtener provecho de los males que ardientemente denuncio, porque soy enemigo jurado de las guerras y proveo al Ejército, mientras que abomino de la esclavitud y obtengo rendimientos de algunos barcos que efectúan ese inhumano tráfico. Lo admito pero no me avergüenzo de ello. No he inventado ninguna de esas plagas ni nunca he callado por interés o prudencia mi requisitoria contra ambas: si estuviese en mi mano impedirlas, no durarían ni un minuto más. En cambio las he utilizado contra sí mismas, ganando gracias a sus beneficios económicos cierta invulnerabilidad ante los poderosos que me permite flagelarlas cuanto está en mi mano.

¿Me atreveré a decirlo? Creo haberme vengado del destino que me estaba reservado y del que aflige a los que son de mi condición. Nací bastante pobre y me he dedicado toda la vida a un oficio de pordioseros, el de emborronador de papeles, el mismo de Juan Jacobo Rousseau y de tantos otros: sin embargo, heme aquí con dos castillos, dos bonitas casas, setenta mil libras de renta, doscientas mil libras de plata al contado y otras cosillas obtenidas aquí y allá que me tomo buen cuidado de no contar. Ya sé que incomodaría menos a cuantos hoy quieren imponer su voluntad contra la razón si viviese en un simple tonel, como Diógenes: por eso me afean mi riqueza, que les impide aplastarme con su rencor y obligarme al silencio. Lamento no estar dispuesto a complacerles, porque no desdeño las lecciones de los cínicos pero entre ellas no encuentro la de que sea prudente seguir el consejo de nuestros enemigos.

Ahí tenéis el árbol genealógico de mi fortuna, cuyo incremento nada debe al arte escénico. Más bien podría aseguraros lo contrario, amiga mía: que mi afición a éste me ha costado mucho dinero. He llegado a edificar con mi peculio un teatro en Ginebra, donde no lo había, y he invertido gran parte de mi tiempo, la riqueza de la que todos los hombres estamos más escasos, en preparar representaciones para amigos y costearlas sin regateos. No creo que haya entretenimiento más digno que éste para las personas de bien. ¿Qué otro habríamos de preferirle? ¿El de barajar los naipes y apostar al faraón? Ésas son diversiones para quienes no tienen alma: los afortunados que la poseen deben buscar placeres más dignos de ellos. En el teatro se aprende al mismo tiempo a pronunciar bien la lengua y a hablarla con belleza y sentimiento. El espíritu adquiere nuevas luces y buen gusto; el cuerpo desarrolla sus gracias y aprendemos a recibir placer y darlo a los demás. Lo que más agradezco a los jesuitas que me educaron fue su costumbre de hacer representar piezas por los alumnos, en presencia de sus padres. Así comenzó esta afición mía de la que os hablo.

También el teatro es aula donde puede aprenderse la verdadera moral de la gente honrada, que rara vez coincide con la de los supersticiosos. Por eso éstos, comenzando por los jansenistas y siguiendo por Juan Jacobo Rousseau, aborrecen nuestro espectáculo. Desdichados sean tales bárbaros celosos, a los que Dios ha negado un corazón y oídos. Aún más desdichados esos otros bárbaros que dicen: hay que enseñar la virtud en un monólogo, pues el diálogo es pernicioso. ¡Vaya, señores míos, si se puede hablar de moral estando solo, no veo por qué va a ser imposible hacerlo entre dos o entre tres! Señora, vos que nada tenéis de bárbara (si lo fueseis temo que me reconciliaríais con la barbarie) ¿no os indignáis como me sucede a mí de ver a gente de alta posición decirse gravemente: dediquemos nuestra vida a ganar dinero, cabalguemos, conspiremos, emborrachémonos de vez en cuando pero guardémonos bien de ir a ver nunca Polyeucte? Un hecho histórico muy revelador: cuando la emperatriz Catalina de Rusia inauguró bajo su patrocinio el primer teatro de Moscú, tuvo que obligar a los nobles por medio de multas a que asistieran a sus representaciones. ¿Deberemos imitar también en esto las costumbres despóticas de los escitas?

Del teatro lo amo todo, pero muy especialmente —a vos puedo decíroslo— amo a las grandes actrices. Las he conocido de tipos muy diversos, porque la máxima habilidad artística puede darse en temperamentos e ingenios de lo más variados. Algunas comediantas insignes, como la señorita Clairon, han sido personas de inteligencia muy despierta y tan capaces de razonar sobre unos versos como el escritor de mejor gusto. Pero otras fueron tontas de remate, y no por ello peores sobre el escenario. La señorita Duclos, por ejemplo, una de las primeras divas a la que conocí personalmente, tenía una voz admirable y una dicción cantarina que subyugaba al público. Sólo con el tono que sabía dar a expresiones como «mi padre» o «mi amante» hacía llorar a toda la sala. Entre bastidores yo solía burlarme tiernamente de ella: «A ver, señorita, me han dicho que no os sabéis el Credo.». Y ella, muy ofendida: «¡Vaya que no! Voy a rezarlo: Pater noster qui… Ayudadme un poquito, caballero, que no me acuerdo de lo que sigue». A los cincuenta años su belleza seguía siendo perfecta y cultivaba con gran ahínco un escuadrón de amantes jovencísimos. Para celebrar su cincuenta y cinco cumpleaños se casó con un galán de diecisiete… Vos, que sois mucho más joven que yo, quizá hayáis visto actuar a la señorita Gaussin, cuyos favores os diré en confidencia que disfruté durante un breve período. Era muy bonita al modo más sensual y destacaba en la interpretación de papeles morunos: su Zaïre fue insuperable.

Pero sin disputa la más excelsa de todas las que he tenido la suerte de conocer fue aquella Adriana Lecouvreur a la que creo ya haberme referido en una de mis cartas anteriores. He tenido la suerte de conocer varias mujeres excepcionales a lo largo de mi vida y he aprendido siempre de ellas más que de la mayoría de los hombres: la señorita Lecouvreur me resulta inolvidable, no sólo por su arte sino sobre todo por su personalidad, que tanto contrastan con la forma en que fue tratada a la hora de su muerte. Sin ser propiamente hermosa, pues estaba demasiado robusta y sus rasgos eran algo irregulares, lograba que los viejos la alabasen y los jóvenes perdieran por ella el corazón y el juicio. Tenía una gracia indescriptible en el porte y en las maneras, una música seductora en la voz, el fuego del sentimiento en sus ojos oscuros y una móvil pero noble expresión en el rostro. Su forma de interpretar supuso toda una revolución en los escenarios parisinos. La Comédie Française imponía un estilo declamatorio y vociferante: ella recitó los versos con naturalidad, sin otro énfasis que la claridad de enunciación y un volumen de voz adecuado para ser oída por los oyentes más alejados. Los comediantes tradicionales superponían sus monólogos, sin parecer darse la réplica ni atenderse unos a otros mientras guardaban silencio; la señorita Lecouvreur era tan expresiva cuando callaba como cuando intervenía y puede decirse que escuchaba activamente. Pese a lo desdichadamente breve de su carrera, el arte histriónico francés nunca volvió a ser lo mismo después de su paso por los escenarios. Todo lo cual se fundaba también en su hondura de sentimiento, en su capacidad para comunicar la pasión y la ternura del amor o el patetismo y hasta el terror de una escena trágica. Siempre he sostenido que para ser capaz de transmitir un movimiento de ánimo con fuerza hay que experimentarlo antes con fuerza también. Discrepo pues de la ingeniosa pero sofística doctrina de mi amigo Diderot en su Paradoja del comediante, según la cual es el actor que permanece más frío el que mejor sabe simular la pasión.

Adriana Lecouvreur llegó a ser una de las mujeres más instruidas de Francia. No había frecuentado a Racine y a Molière en vano, ni se sabía a Corneille de memoria como un delicioso papagayo. En su salón se respiraba un ambiente intelectual sin afectación y a su mesa se sentaban con agrado Fontenelle, el conde de Caylus y muchas damas de alcurnia, que en secreto la envidiaban. El conde de Argental, amigo de toda mi vida, a quien por sus bondades para conmigo suelo llamar «mi ángel guardián», se enamoró de ella con verdadero arrebato. Yo también la amaba, aunque con mayor discreción. La madre de Argental temía que el joven impetuoso propusiera matrimonio a una actriz y juró enviarle a las colonias hasta que se repusiera de su pasión. Cuando lo supo, Adriana le escribió una carta que revela la generosidad humana de su carácter: «Señora, diré por escrito a vuestro hijo lo que vos me ordenéis. No le veré nunca más, si usted así lo quiere. Pero no amenace con enviarlo al fin del mundo. Puede ser útil a su país; puede ser la alegría de sus amigos; le procurará a usted satisfacciones y fama; sólo tiene que guiar sus talentos y dejar que sus virtudes actúen». Argental llegó a ser consejero del Parlamento de París y somos muchos los que mucho debemos a su inteligente bondad. Hace poco, cumplidos ya los ochenta y cinco años, encontró entre los papeles dejados por su madre esa carta de la señorita Lecouvreur, que desconocía. Lloró sobre ella, como lloran los mejores sobre el pasado y sobre las huellas de la renuncia.

También el joven príncipe Mauricio de Sajonia le declaró su amor y ella le correspondió con pasión insólita. Fueron amantes y vivieron en tan amartelada compenetración que la ironía de los parisinos les comparaba con los tórtolos enamorados de La Fontaine. Pero el príncipe soñaba con hazañas y victorias militares; en cuanto fue nombrado mariscal de campo corrió a Curlandia a probar fortuna y fueron fondos proporcionados por su amante los que costearon en parte su aventura. Volvió años más tarde, derrotado pero nimbado por un aura de heroísmo que sus hazañas posteriores se encargaron de confirmar. La señorita Lecouvreur tenía ya treinta y seis años, cuatro más que él, y le pareció demasiado avejentada para reiniciar su romance; sobre todo cuando una docena de ricas mujeres más jóvenes le invitaban a compartir su lecho y sus rentas. Adriana nunca se recuperó completamente de este triste desaire. Al poco tiempo comenzó a padecer unas manifestaciones diarreicas que se fueron agravando hasta comprometer su vida. Un final fisiológicamente humillante para esa mujer exquisita, pero la naturaleza carece no sólo de piedad sino hasta de buen gusto. Continuó interpretando papeles con menguadas fuerzas aunque manteniendo todo su arte intacto y hubo varias veces que retirarla desmayada del escenario. Su última aparición fue en el papel de Yocasta de mi Edipo. Después, una sucesión de hemorragias la postró en el lecho del que ya no se levantó. Su desagradecido mariscal no apareció ni un momento en ese trance. Sólo Argental y yo seguimos junto a ella hasta el final: me enorgullece decir que murió en mis brazos.

Así terminó su último calvario, pero no los ultrajes que una sociedad imbécil le reservaba. Como sabéis, Francia es el único país cristiano en el que se sigue tratando a los comediantes como excomulgados y se les niega hasta el derecho de ser enterrados en suelo sagrado. Cuando están vivos se les considera dignos de entretener a los reyes; cuando mueren se les niega una tumba decente y se arrojan sus despojos al estercolero, como si fuesen los de un perro. Alguna vez los actores deberían mostrarse firmes y decir: no podemos cumplir las funciones de nuestro estado, que a tantos agrada, si nos envilecéis, estamos cansados de ser llevados a la cárcel si nos negamos a interpretar y excomulgados si interpretamos, decidnos de una vez a quién debemos obedecer si al rey o al párroco, ponednos en el último rango de la sociedad, pero dejadnos al menos disfrutar de los derechos que no se le niegan ni a los verdugos ni a los prestamistas, etc… Estoy seguro de que si hablasen así y no cediesen habrían de ser escuchados, pero nadie se atreve a dar el primer paso. Todos confían en que en su caso, merced a algún subterfugio legal, se hará una excepción ante esta ley cruel.

Pero tal excepción requiere comportamientos hipócritas y amistad con los devotos. Adriana Lecouvreur era sincera, amiga notoria de filósofos y rechazó los últimos ritos eclesiásticos pues no quiso simular en la agonía la devoción que no sintió cuando gozaba de salud. Ningún cementerio quiso acogerla y el arzobispo de París, inquisidor más por fatuidad que por fe, se ocupó personalmente de que su cadáver fuese convenientemente despreciado. Sus amigos tuvimos que trasladarlo de noche, en un coche de alquiler y sepultarlo clandestinamente a orillas del Sena, en lo que ahora se llama calle de Borgoña. Un par de meses más tarde, en Inglaterra, la actriz Anne Olfield fue sepultada con los mayores honores públicos en la abadía de Westminster, junto a los reyes y a Newton. ¿Me acusarán otra vez de poco patriotismo al preferir los usos ingleses a los nuestros? Tras el furtivo entierro, indignado por este proceder inicuo con alguien cuyo pecado había sido llevar sentimiento y buena literatura a espectadores mezquinos, escribí un poema a la muerte de Adriana. Creo que es el más conmovido de todos los que he compuesto pues lo imaginé como el monumento póstumo de aquella a la que hasta una simple lápida era negada. Mis versos escandalizaron a muchos que no consideraban escandaloso ofender públicamente el cuerpo indefenso de una de las más ilustres mujeres de Francia. Incluso intenté amotinar a los comediantes en una huelga de protesta, sólo para encontrarlos resignados y timoratos. Sabían bien que la mayoría del público disfrutaba con el genio de Adriana pero también que apoyaba la altivez fanática del arzobispo. Los atropellos nunca acaban si gozan de la impunidad que concede la abulia de quienes deberían reprobarlos.

Cuando volví de Inglaterra y comparé la forma de interpretar que allí había visto con nuestro histrionismo a la francesa, tuve claro que era preciso cambiar muchas cosas. El arte de Adriana Lecouvreur marcaba el camino que debíamos seguir, pero tropezaba con la inercia de lo que se consideraba «buen gusto» tradicional y no era más que rutina. Nuestros comediantes lograban ser a la vez ampulosos y fríos, estrepitosos y desprovistos de verdadera pasión. Estaban acostumbrados a organizar su trabajo en torno al actor o actriz principal, sin someterse a otro criterio que el lucimiento del protagonista. Con el prestigio que me concedía ser un autor de éxito, aunque mis triunfos se vieran siempre rodeados de polémica, me empeñé en asistir a los ensayos y dirigir a los actores para que hablaran y se moviesen como yo había visto comportarse en los escenarios de Londres. Algunos de los mejores, como el señor Lekain o la señorita Clairon, entendieron en seguida lo que yo pretendía, pero otros más torpes o más anticuados se negaban a abandonar los viejos hábitos. Me pasaba los ensayos repitiendo: más naturalidad, más soltura, más fuego… Después de una larga sesión intentando mejorarla, una comedianta poco dotada me espetó: «¡Estoy harta! ¡Para interpretar así el papel hay que tener el diablo en el cuerpo!». «Desde luego, señorita —contesté inmediatamente—. Estar poseído por el diablo es necesario para triunfar en cualquier arte».

Pero el pobre resultado de los espectáculos teatrales que veíamos en París no tenían los malos usos de la Comédie Française como únicos culpables. El público también contribuía bastante a estropear las funciones. Para empezar, no menos de ciento cincuenta petimetres que pagaban un suplemento al precio de la entrada se sentaban en el mismo escenario, flanqueándolo por los tres lados. Ello contribuye a que la mayoría de nuestras obras no sean más que largos discursos, pues toda acción teatral se pierde en tales condiciones o, si se practica, resulta ridícula. ¿Cómo conservar la ilusión escénica si los comediantes deben moverse dificultosamente entre una muchedumbre de mirones? En una de mis piezas, Semíramis, aparecía un fantasma, idea que confieso haber tomado de Macbeth, esa tragedia irregular pero potente del bárbaro inglés. La diferencia es que la fúnebre sombra de Banquo nunca tuvo que materializarse entre una multitud como la que encontró el alma en pena de mi obra, que para llegar al proscenio desde las bambalinas tenía que atravesar varias filas de espectadores. El día del estreno, desesperado, grité desde mi palco: «¡Dejen pasar al espectro, señores, por favor! ¡Por favor, paso al espectro!». No contribuyó en nada al realismo de la pieza, pero sí aseguró cierto éxito cómico.

Tal era otro de los problemas que el público francés planteaba a comediantes y autores dramáticos: su manía de intervenir con agudezas y groserías en las representaciones. La salida ingeniosa que se le ocurría a un espectador y que éste nunca se callaba podía acabar con la mejor tragedia. Así pasó con mi pieza histórica Adelaida Duglesclin. Uno de los protagonistas se llama Coucy y en la última escena, de gran fuerza trágica, su adversario le pregunta: «¿Estás contento, Coucy?». El gracioso de turno gritó el día del estreno desde el parterre: «Couci-couça!». Allí naufragó la historia de la desventurada Adelaida. Hoy estos comportamientos ya se han hecho más raros y hemos logrado que los petimetres abandonen el escenario, pero aun así creo que las mejores representaciones de mis obras se han dado en mis teatros de Cirey o de Ferney, con actores aficionados escogidos entre mis amigos y ante un público tan selecto como respetuoso. Yo mismo acostumbro a trabajar como actor en tales piezas, siendo mi papel favorito el del viejo Lusignan, padre de Zaïre. Para tratarse de simular a un ferviente cristiano preocupado por la salud espiritual de su hija, creo que no lo hago mal del todo. En fin, amiga mía, el espectador es un ser cruel: con nadie se es tan severo como con quien pretende agradar a muchos y no lo logra. Por otra parte, no quisiera tampoco resultar injusto con el público de París, que me ha sido tantas veces entusiásticamente favorable. Debéis saber que la costumbre de sacar al autor al escenario al final de la pieza para agradecer los aplausos comenzó precisamente conmigo tras uno de mis mayores éxitos, Mérope. ¿Conocéis la obra, señora? Os juro que no está nada mal…

Los críticos, insectos efímeros cuya voz dura un solo día, me acusan de haber escrito demasiado teatro y demasiado de prisa. En parte tienen razón. No ignoro que muchas de mis obras tienen fallos, versos poco afortunados y falsos desenlaces. Me gustaría ser juzgado sólo por las que creo mejores, como Zaïre, o mi Mahoma. Esta última tuvo que ser retirada a los tres días de estrenarse por orden de la autoridad, que me «convenció» amablemente de que sería mejor para mí no mantenerla en cartel. La tragedia se centra en la figura del profeta Mahoma, al que presento como un hábil impostor que propone un credo fanático a la plebe para poner en pie un gran ejército y conquistar a sus vecinos. No pretendo que históricamente Mahoma fuese un impostor, pues todo parece indicar que era intolerante y feroz pero sincero. Tampoco se trata de un ataque a la civilización musulmana, cuyos méritos he destacado convenientemente en mi obra histórica Ensayo sobre las costumbres. Lo que me interesaba subrayar es hasta qué punto la credulidad popular puede ser aprovechada por un desaprensivo para convertir la religión en arma de guerra y justificación de crímenes. Conocéis la opinión del clásico al respecto: tantum religio potuit suadere malorum. Por supuesto, no me refiero sólo a Mahoma al plantear esta escabrosa cuestión. Así lo entendió el procurador general Omer Joly de Fleury, quien denunció la tragedia como el no va más de la impiedad, la irreligión, el ateísmo y restantes males que alarman a los devotos. Fue apoyado por el censor de la policía, que era por entonces el dramaturgo Crébillon, enemigo mío porque atribuía el fracaso de sus anticuadas tragedias al éxito de las mías. Los jansenistas, que saben bien el afecto paternal que les profeso, hicieron coro con ambos. Por una vez coincidieron con ellos los jesuitas, sus antagonistas ante el reino celestial, quienes también quisieron darse por aludidos. Es cierto que a mí todos esos grupos de creyentes acabados en «istas», «itas», «anes», «anos», «ólicos» y «antes» me resultan igualmente enemigos de la razón. Tal animadversión se revelaba por lo visto con demasiada claridad en mi Mahoma. Uno de sus versos ponía esta declaración en boca del falso profeta: «Quien se atreve a pensar no nació para creerme». Todos los farsantes oyeron así dicho en voz alta lo que ellos murmuran por lo bajo para que no se les oiga. Y declararon la guerra santa contra mi tragedia. Siempre ha sido mi destino ser considerado sumamente impío por decir de cien maneras que nunca se hace bien a Dios al hacer daño a los hombres. En un último intento de salvar la representación, quise mandar una copia de la obra al mismísimo Papa, acompañada de una respetuosa dedicatoria. El Santo Padre aceptó el envío con unos cuantos desvaídos y cautos elogios. Se los agradecí comunicándole que nunca creía tan firmemente en su infalibilidad como cuando le escuchaba encomiar mis versos. Pero la gestión fue inútil y no hubo más remedio que retirar definitivamente Mahoma de los escenarios franceses. Lástima, porque es una hermosa tragedia: muy instructiva.

En mi teatro he querido conservar lo mejor del gusto clásico sin caer en algunos excesos del capricho moderno. Creo importante aportar algunos elementos más realistas en los argumentos pero no comparto las teorías del gran Diderot, que ha compuesto dos tragedias —El hijo natural y El padre de familia— protagonizadas por burgueses, con tramas domésticas… ¡y en prosa! No, señora, a tanto no estoy dispuesto. Mis personajes provienen de la mitología o de la historia y desde luego no pienso renunciar al verso que ennoblece este género. También rechazo incluir en la tragedia problemas vulgares, sobre todo intrigas amorosas a lo Marivaux. Sostengo que todo lo que no es una pasión furiosa y trágica debe estar excluido del teatro serio; los amores insípidos deben ser expulsados de los escenarios como hemos hecho con los petimetres. Incluso con la verosimilitud de los decorados es preciso tener cuidado: en mi Olimpia aparecía un gran fuego ardiendo frente al sagrado altar y me empeñé en que el fuego fuese auténtico, lo que en una de las funciones estuvo a punto de provocar un incendio en la sala… He intentado también que el vestuario de los actores corresponda en lo posible al de los personajes que representan. En mi Alzira, los conquistadores españoles y los indios peruanos llevaban indumentarias en consonancia histórica con su condición, lo cual constituye una auténtica innovación pues si no me equivoco nadie lo había intentado antes.

¿Cuáles son mis modelos? No desde luego ese Shakespeare al que vos tanto apreciáis. Reconozco que la naturaleza hizo mucho por él, regalándole diamantes que no supo pulir literariamente, quizá por culpa del atraso de su tiempo. No sólo basta el genio, también el gusto es necesario: Cimabue tenía genio pictórico pero sus cuadros no valen nada y Lully poseía talento musical pero ya nadie aguanta sus composiciones salvo en Francia, pese a que estamos cansados de ellas. Fuera de Inglaterra ¿quién aceptaría montar ninguna obra de Shakespeare? Le he traducido verso a verso y puedo certificaros que es pura barbarie en un noventa y cinco por ciento de ellos. Si alguna vez las obras de ese ogro borracho triunfaran en todos los escenarios europeos, sería señal de que la corrupción del gusto teatral es ya irreversible. Peor todavía me parece el español Calderón, cuyo Heracleus también he traducido minuciosamente. Shakespeare fue un bárbaro, pero su pensamiento es libre y a menudo irreverente; Calderón es un cura bárbaro, la peor de las especies. ¡Si a vuestros españoles les gustan sus ininteligibles disparates clericales, merecen la inquisición que padecen! Fuera de los italianos y de los franceses del pasado siglo, nadie sabe componer buen teatro. Respecto a la ópera, una vez escribí un libreto para Rameau pero no pienso reincidir en la experiencia. En los ensayos, el imperioso Rameau hostigaba a los cantantes: «¡Más de prisa! ¡Cantad más de prisa!». Le respondieron que si iban aún más de prisa nadie entendería la letra. «¿Y a quién le importa eso? ¡Basta con que se escuche la música!». Así terminó mi colaboración en ese género mestizo.

Acabo estas disquisiciones que no me habéis pedido y que no sé si pueden agradaros. El teatro es importante porque es el rey de los entretenimientos y sin entretenimientos la existencia resulta insoportable, por mucho que le moleste escucharlo a Pascal. Por eso se venden tantas novelas, la mayoría malas, y por eso se juega a las cartas desde una punta de Europa a otra. Es imposible quedarse a solas seriamente con uno mismo. Si la naturaleza no nos hubiera hecho un poco frívolos, seríamos aún más desgraciados de lo que somos. Gracias a que somos frívolos la mayoría de la gente no decide ahorcarse. En busca de salvador entretenimiento pedís que os escriba, señora, y porque os comprendo y deseo agradaros os cuento tonterías sobre mi persona. Ya sé que es poca cosa, pero también la vida es poca cosa. Gozad de ella cuanto podáis mientras aguardamos a la muerte, que no es nada. Y no es que la nada no tenga sus cosas buenas, pero me parece imposible amarla pese a sus mejores cualidades.

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