MIENTRAS disfrutaba con el relato de vuestra experiencia en Inglaterra, país del que no conozco más que la lengua, he recordado los primeros días que pasé en España. Ahora ya muchas cosas que antes me sorprendieron o me molestaron son habituales para mí. A veces temo que hasta mi forma de pensar se va haciendo un poco a la española. Como creo que vos no habéis estado nunca en este desconcertante suelo que yo piso, os daré algunas noticias sobre él que quizá puedan interesaros, ya que tenéis si no me equivoco el capricho de interesaros por todo y el don de hacerlo todo interesante. Pues bien, estoy segura de que si el Gulliver de vuestro Jonathan Swift hubiese pasado por Madrid o por Sevilla habría recopilado más motivos de asombro que en todos sus restantes viajes juntos.
Grave error sería juzgar a España por lo que ocurre en Francia y no digamos, según veo, por lo que es común en Inglaterra. Aquí las tierras están casi absolutamente despobladas por culpa de las guerras, de la emigración a las Indias en busca de Eldorado, de la abundancia de curas y monjas —seres que se reproducen más frecuentemente de lo que se supone pero menos de lo debido— y de la mala distribución de la propiedad, que condena a muchos pobres a forzosa soltería. La poca gente que habita estas tierras sólo practica con denuedo la pereza y guarda contra el trabajo todo el resentimiento que merece su carácter de maldición bíblica. Aquí la industria y su comercio son cosas por demás desconocidas. El interior del país carece de caminos seguros, de canales y de ríos navegables. Los carruajes son un lujo muy infrecuente en cuanto se abandonan las tres ciudades principales. En una palabra, se puede decir que España lleva con relación a las demás naciones civilizadas un par de siglos de retraso cuando menos.
Por lo que me contáis, los ingleses padecen casi hasta el desvelo el afán de innovar para aumentar sus beneficios; sé muy bien que los franceses, al menos si viven en París, agradecen todas las novedades aunque sólo sea por afición a las diversiones y busca de placeres inéditos. Entre los españoles, por el contrario, es principio absoluto hacer siempre lo que se ha hecho el día anterior y hacerlo de la misma manera en que siempre se ha hecho. Este dogma de fe lo respetan por igual los pequeños y los grandes. Lo primero que sorprende al recorrer este paisaje es su aspecto desértico, semejante al que supongo propio de latitudes africanas: no se debe sólo al clima sino a la secular enemistad que los campesinos españoles guardan contra los árboles. Según ellos —es decir, según lo que ellos han oído a sus abuelos y a sus tatarabuelos— la sombra de los árboles es dañina porque convierte el grano en paja; aún más, porque atrae a los pájaros y éstos se alimentan desconsideradamente con los preciosos granos. Fuera árboles por tanto, que más vale achicharrarse entre dunas como siempre se hizo.
La corte real no es mejor que el agro en cuestión de rutinas: todo en ella parece dispuesto para ensalzar la hermosura y grandeza de la inmovilidad. Sometida a una etiqueta invariable, funciona de acuerdo con ritos tan sagrados como los de la religión. Los gestos más insignificantes están determinados en palacio por un reglamento de inmemorial tradicionalismo. Es imposible modificar cosa alguna so pena de cometer sacrilegio, aunque el rey mismo tenga que sufrir las consecuencias de este apego suicida al pasado: si el monarca agonizase de sed, no por ello le servirían ni un vaso de agua antes de llamar al chambelán indicado para ese gesto y cumplir todos los trámites previstos por la teatralidad cortesana.
Considerad el caso de Madrid, por ejemplo. Es una villa bastante grande, de más de ciento cincuenta mil habitantes y de una fealdad realmente sublime. Tiene fama de ser la ciudad más sucia, pestilente y vocinglera de Europa: no me ufano de conocer todas las demás pero me parece muy probable que lo sea. Hace poco leí un poema épico-burlesco sobre Madrid escrito por un francés y titulado significativamente La Merdeida. Sus versos coinciden, aunque sea grotescamente, con mis observaciones personales sobre esta urbe. Pues bien, el rey Carlos III, que es persona bastante razonable a pesar de tener la fisonomía y viveza de expresión de una oveja, intentó remediar algunas de las más notables deficiencias de la ciudad. Encargó las reformas a don Francisco Sabatini, un arquitecto español pero de origen y educación italianos que el rey se trajo de Nápoles. Sabatini hizo construir alcantarillas, cloacas y excusados para catorce mil viviendas; ordenó que las basuras se colocaran en lugares determinados en lugar de arrojarse sin otros miramientos a la vía pública; dispuso construir aceras con cargo a los propietarios de las viviendas, un poco al modo de lo hecho en París por el conde de Antin con la famosa calzada frente a su palacio; prohibió el deambular por las calles de cerdos y otros animales; mandó instalar dos mil faroles públicos que despejasen un poco las tinieblas estigias de las noches madrileñas. También por aquellos días otro ministro oriundo de Italia, el marqués de Squillace (al que los castizos llaman «Esquilache») dispuso la supresión del embozo que desde siempre había solido llevarse por calles y paseos, convertido ya en un auténtico disfraz que impedía reconocer a las personas y favorecía los manejos de los salteadores. Tantos cambios causaron vértigo en el buen pueblo de Madrid, que se sentía feliz entre la mierda y las tinieblas. Se inició una revuelta sediciosa bastante grave, encabezada como no podía ser menos por un cura, y las turbas apedrearon con entusiasmo las farolas hasta no dejar una sana, amén de intentar asaltar la casa de Sabatini para castigarle por su osadía higiénica. A partir de entonces el rey cobró prudencia y serenó un tanto sus afanes de reforma…
Si viajaseis por España tendríais ocasión de tropezar con otras curiosas peculiaridades. Al llegar a la habitación de una posada, por ejemplo, advertiríais —entre otras carencias de menor cuantía— que la puerta no tiene pestillo sino un simple picaporte. No os molestéis en protestar por ello, pues se trata de una norma del Santo Oficio. De este modo los inquisidores pueden presentarse en cualquier momento para averiguar lo que hacen los viajeros en su cuarto, sin que ningún cerrojo rebelde estorbe a su celo. ¿A qué viene esta curiosidad del Santo Tribunal? Pues a indagar sobre diversas y delicadas cuestiones: si coméis o no carne los días de vigilia, si en la habitación hay personas de distinto sexo, si las mujeres duermen solas o con hombres y —en caso afirmativo— si tales hombres son o no sus legítimos esposos, para probar lo cual hay que presentar el correspondiente certificado.
La Santa Inquisición vela continuamente en este país por nuestra salvación eterna, de tal modo que aquí quien no quiere salvarse está perdido. Cuando llega la Pascua, los párrocos exhiben en la puerta de sus iglesias la lista de los ateos o herejes que no han cumplido con el precepto eucarístico: el Santo Oficio se encarga luego de ellos. También se ocupan los inquisidores de la moda, pues nada escapa a su cuidado. El más reciente debate hispánico en materia teológica ha sido en torno a los calzones con bragueta, invento a todas luces diabólico además de extranjero. Quien lleve tales pantalones será arrastrado a la cárcel y el sastre que se los haya hecho también sufrirá su justo castigo. Curas y frailes predican contra las braguetas cada día de la semana desde los pulpitos y los domingos por la mañana y por la tarde. ¿Queréis creer que, pese a todo, hay quien se arriesga a llevar los excomulgados calzones? Sólo hay una tiranía que puede enfrentarse a todas las demás y es la de la moda.
Para bien y para mal, el rasgo de carácter distintivo de los españoles es el orgullo. El afán de ganar fama ante los demás y de ser tenidos por intrínsecamente nobles les hace acometer empresas a menudo ridículas pero alguna vez grandiosas y casi siempre inútiles. Están contagiados por don Quijote, al que Cervantes creó como una caricatura y que sus lectores han confundido con el retrato de un ideal. Cierto que también es el orgullo lo que les hace evitar muchas fechorías y, por miedo a perder su renombre, se comportan a veces con insólita decencia. En este mundo puntilloso y rígido del honor a toda costa las víctimas resultan desde luego las mujeres; aunque lo son hoy ya menos de lo que parece, pues han aprendido a torear a sus padres, esposos y amantes mucho mejor que el más hábil de los toreros. El honor de las mujeres se llama honra, consiste en la inaccesibilidad sexual salvo cumplimiento de diversos requisitos y se considera la propiedad más estimada no tanto de la mujer (que por sí misma no le concede mayor importancia) sino de los hombres que creen tener derechos sobre ella: padre, hermanos, marido, amante titular, etc… De modo que la honra es cosa que sólo se conserva o se pierde a juicio de los hombres que le rodean a una. Si las españolas no hubiesen aprendido unos cuantos trucos para darse gusto a sí mismas y honra a los hombres a quienes pertenecen, habrían acabado todas locas. Permitidme una consideración sobre la inteligencia comparada de los sexos: cuando un hombre es inteligente, llega a ser más inteligente que la mujer más inteligente (tal es vuestro caso y algún otro, pocos desde luego); pero en cambio las mujeres nunca son tan tontas como los hombres tontos. ¿Por qué? Porque las mujeres en parte son tontas y en parte quieren parecerlo para aliviar la vigilancia que las oprime; los hombres tontos, en cambio, siempre quieren parecer listos…
Voy a contaros una anécdota para ilustrar hasta dónde llega el empecinamiento masculino en ese orgullo y afán de nobleza del que os hablo. Hace pocos meses una de mis doncellas me habló de un excelente zapatero y yo le mandé llamar para encargarle que me hiciera varios pares de zapatos. Se presentó un personaje de grave y altivo continente, más parecido a un coronel de húsares que a un fabricante de calzado. Cuando le informé de mis pretensiones y le ofrecí mi pie para que tomase sus medidas, retrocedió con sobresalto ofendido. «Señora condesa —me dijo—, disculpe vuecencia pero yo soy un hidalgo y por tanto no me rebajo a tocar los pies de nadie». Asombrada, le pregunté cómo se las arreglaba entonces para hacer los zapatos. Repuso que prefería trabajar como simple remendón, reparando los que se le llevaban, aunque no tendría inconveniente en fabricarme cuantos escarpines yo quisiera con tal de que le enviara mis medidas, tomadas por manos menos nobles que las suyas. No creáis que este tipo era un demente ni siquiera demasiado extravagante: sólo un español como es debido, según dicen aquí.
Pero quizá semejantes minucias domésticas no os interesen en absoluto. Me avergüenzo un poco de entreteneros con ellas. Por desdicha mi vida cotidiana está tejida de tan triviales incidentes y yo me entretengo estudiándolos y levantando crónica mental de ellos con la mayor seriedad, como si se tratase de acontecimientos de importancia histórica. Así combato la persistente amenaza del hastío, porque no todos los días tengo la suerte de recibir carta de Voltaire.
CAROLINA