Ferney, julio de 177…

EL elocuente Cicerón, señora, sin el cual ninguno de los franceses puede pensar y que me agrada por ser propenso a la duda, comienza siempre sus cartas con estas palabras: si estáis bien, me alegro, por mi parte me encuentro bien. Tengo la desgracia de padecer un estado contrario al de Cicerón. Si estáis mal, lo siento mucho, por mi parte no puedo estar peor. Mi amigo Formont tuvo un día la humorada de proclamar que yo estoy lleno «de ingenio, de locuras y de cólicos». Pese a estos últimos, pongo lo que me queda del primero en contaros el devenir de las segundas.

Llegué a Londres a mitad de los años veinte, cuando ya había cumplido los treinta y dos de mi edad. La ciudad me pareció inmensa, pero empequeñecida por el gentío que pululaba sin cesar por calles y plazas. Se decía que la urbe tenía más de setecientos mil habitantes: os aseguro, señora, que producían la impresión de ser varios millones. Desde el gran incendio a mediados del pasado siglo, las calles están pavimentadas con piedras pequeñas y redondas: por en medio de la vía corre un albañal que recibe todas las basuras y es felizmente adecentado por las frecuentes lluvias. Unos postes paralelos a los muros señalan el espacio para los peatones, de unos dos metros de anchura. El resto está ocupado por carromatos, bestias de carga, coches de alquiler y coches particulares, todos arrastrados por caballos cuyos cascos resuenan de forma infernal en el pavimento, entre las destempladas disputas de los cocheros que se obstaculizan unos a otros y el restallar constante de los látigos; a ese fragor hay que añadir los pregones de los buhoneros, en muchos casos mujeres, que venden todo tipo de alimentos y de ropas, las voces de los artesanos que se ofrecen para cualquier clase de reparaciones, las súplicas innumerables y apremiantes de los mendigos, los cantantes callejeros que aúllan sus baladas a grito pelado, acompañados por organillos cuyas estridencias rebotan de pared a pared a través de la calle, los ladridos de los perros, etc… El cielo de la ciudad, ya de por sí casi siempre nublado, se ennegrece por el humo del carbón que se quema en casas y fábricas. Abundan las guaridas de ladrones, rateros, salteadores de caminos y asesinos profesionales. Suelen estar organizados en bandas que por su eficaz funcionamiento más parecen gremios o cofradías. Los más peligrosos son los que recorren la ciudad pretendiendo pura y simplemente hacer daño por diversión, sin provecho visible. Los llamados mohocks tienen la costumbre de lanzarse a las calles en estado de embriaguez para pinchar a los transeúntes con sus espadas, poner a las mujeres cabeza abajo de modo que descubran sus intimidades y sacar los ojos a las víctimas de ambos sexos que se les resisten.

¿Es el infierno? Es la vida moderna, señora. Llena de contradicciones, de estruendo y de peligros, pero grávida también de las más insólitas posibilidades. Me dejé llevar por ella al principio con cierta timidez y después con decidido entusiasmo.

Ya estaba harto de los remilgos y de la hipocresía de la buena sociedad parisina. La forma de vida inglesa tiene, cuando se la prueba por primera vez, un sabor amargo y desabrido, como su fuerte cerveza: pero una vez degustada varias veces, el paladar se acostumbra y la prefiere a cualquier otra. También la estructura social de Inglaterra puede ser comparada a una jarra de cerveza bien tirada: espuma por arriba, heces en el fondo, pero en medio un brebaje sano y tónico.

Mi llegada a Londres, empero, no tuvo nada de triunfal. Más bien se hubiera dicho que los sinsabores del lado inglés del canal iban a prolongar y rematar lo empezado por los que dejé en la orilla francesa. Antes de salir había depositado veinte mil libras en manos de un banquero judío llamado Mendes da Costa, cuya banca familiar me dijeron que tenía la máxima importancia financiera en Inglaterra. Esa suma comprendía la mayor parte de la herencia que me había legado mi padre, recientemente fallecido. En cuanto pisé suelo inglés me dirigí hacia la casa Mendes, para cobrar mi pagaré. Me esperaba la desagradable sorpresa de que la empresa había quebrado repentinamente, por lo que apenas pude rescatar el veinte por ciento del dinero con el que contaba para sobrevivir en mi exilio. Ésta fue la primera de las muchas veces que me he arruinado en mi vida: aún no sabía, como lo sé ahora, que es mi destino salir siempre a flote. Me hallaba casi insolvente en una gran ciudad en la que el dinero cuenta por encima de todas las cosas; ignoraba la lengua del país y no tenía amigos. El único con el que creía poder contar, lord Bolingbroke, estaba por entonces ausente de Londres. Entonces me acordé de Everard Fawkener, un comerciante al que había conocido en París el año anterior en un encuentro breve pero que bastó para establecer sólidamente nuestra mutua simpatía. Fawkener se dedicaba a la importación y a la exportación; había vivido durante cierto tiempo en Alepo, donde se dedicó tanto a los negocios como a la arqueología; poseía una buena formación clásica, lo que le permitía leer con soltura y agrado lo mismo a Virgilio que a Horacio. Me agrada consignar que años más tarde fue nombrado caballero por el rey y ejerció como embajador inglés en Constantinopla ante la Sublime Puerta. Me dirigí a su casa, me acogió fraternalmente y me brindó albergue durante mis primeros meses de estancia en Inglaterra.

¡Honrado e inteligente Fawkener! He mantenido con él correspondencia y amistad a lo largo de toda una vida. Y le dediqué Zaïre, quizá mi tragedia más lograda. En su momento, esta dedicatoria despertó escándalo en París: ¡dedicar una obra dramática a un simple comerciante, un particular, en lugar de como siempre se hacía enviarla a un príncipe o un duque! Precisamente esta forma de pensar revela la miseria de Francia y la grandeza de Inglaterra. En nuestro país tenemos por digno de veneración a cualquier parásito como el miserable Rohan-Chabot, cuyo único timbre de gloria es ostentar un apellido ilustre que le permite cometer impunemente las peores felonías, sin servir de nada a la riqueza de su nación ni a la utilidad de los ciudadanos. Y en cambio se mira con menosprecio a comerciantes emprendedores cuya actividad aumenta la prosperidad del estado y proporciona a los particulares las cosas necesarias para hacer la existencia más dulce y más cómoda. Estoy seguro de que algún día nuestra sociedad pagará por tan detestable inversión de las verdaderas dignidades.

En Inglaterra, por el contrario, reina casi hasta el exceso la pasión financiera. Han inventado las compañías por acciones y cada día fundan alguna nueva, dedicada a cualquier tipo imaginable de negocios. Todo el mundo invierte, desde las clases más elevadas hasta las más populares, lo cual permite apoyar muchas industrias útiles aunque también ofrece grandes posibilidades a los bribones que pretenden prosperar a costa de la credulidad codiciosa de los demás. Se venden acciones de compañías formadas para transmutar los metales en plata, para erigir hospitales dedicados a los hijos ilegítimos, para extraer aceite de los rábanos, para patentar el movimiento perpetuo, para importar asnos de España, donde por lo visto abundan extraordinariamente, etc… Cuando yo estaba en Londres, un promotor anunció una compañía «para llevar a cabo una empresa muy ventajosa, pero que nadie podrá conocer hasta más adelante»; a las doce de la mañana del día en que hizo su anuncio público había recibido ya un millar de suscripciones de dos libras cada una y desapareció sin dejar rastro por la tarde. Hay sin duda ocasiones para reírse de este afán pero a mí en el fondo me parece admirable y señal del empuje de una nación capaz de arriesgarse para aumentar su provecho. El lema de los ingleses es property and liberty: la voz del sano amor a sí mismo.

Pero lo que más me agrada de los ingleses es su habilidad para rodearse de comodidades, las cuales me parecen mucho más importantes todavía que los lujos. Por ejemplo, el agua corriente en las casas de los particulares. Un ingenioso sistema de tuberías llena diariamente los depósitos que se encuentran en cada edificio, resolviendo un problema cotidiano y haciendo la vida más grata. En París tenemos numerosas fuentes suntuosas, más abundantes en piedra que en líquido, pero el agua llega a los pisos acarreada en cubos que es preciso llenar en el Sena, el mismo río que sirve también de cloaca máxima de la capital. En Londres las fuentes son menos numerosas y menos elegantes que las nuestras, pero los domicilios son más cómodos. Hace muchos años el ministro Colbert intentó remediar esta deficiencia del mismo modo que lo han hecho los ingleses, pero su propósito no fue llevado a la práctica: supongo que el presupuesto destinado a este fin fue empleado en alguna guerra de la que ya hemos olvidado el motivo y el número de muertos. En cuanto al servicio postal, funciona excelentemente en Inglaterra desde mil seiscientos ochenta. En Francia no hemos conseguido algo semejante (nuestra petite poste) hasta hace muy poco y su rendimiento es aún muy deficiente. Otros países desconocen por completo esta civilizada institución. Vi también, en aquellos días londinenses, que muchos ingleses practicaban un tipo de régimen muy sano: caminaban seis miles diarias, se alimentaban de un modo frugal, con más vegetales que carne, y se vestían con ropas ligeras y poco embarazosas. En la medida de mis posibilidades imité su comportamiento y me sentó muy bien.

A vos, señora, que sois instruida y vivís fuera de Francia, estos comentarios míos no os escandalizarán. Pero en cambio encrespan a muchos pazguatos, que claman contra mí porque demuestro poco amor a mi patria. No creo que sea antipatriótico señalar aquellas ventajas foráneas que podrían mejorar nuestro país. Pero os confieso que el patriotismo me importa poco: no es sino una forma distinguida de egoísmo colectivo. Pienso que Europa es un solo país, formado por diferentes naciones. Los reyes nunca admitirán esta verdad porque limita sus privilegios, además de recortar su cofradía; tampoco la plebe, porque no halaga su pasión predominante que consiste en detestar a los vecinos para no tener que examinar las propias faltas. Es necesario que las gentes de bien defendamos esta idea comunitaria contra unos y otros. Pero quizá ni siquiera sea preciso hacerlo, pues la gente de bien de todas partes del mundo formamos ya una misma república universal, sin fronteras ni batallones.

Los clérigos católicos, sobre todo si tienen simpatías jansenistas, predican contra casi todo lo que acabo de elogiar: el comercio, los inventos modernos, el confort, el afán de provecho, el mimo a nuestro cuerpo para poder disfrutar mejor y más tiempo de él, etc… Según esos santos varones, hemos venido a este mundo a padecer para ganar el otro. No hay que apegarse a las cosas que nos rodean y nos tientan: es preciso renunciar a las riquezas terrenales —si es posible en beneficio de alguna orden religiosa— y abominar de todos los placeres, salvo el de quemar herejes. Sus lúgubres sermones coinciden en parte con los de Juan Jacobo Rousseau, quien también culpa a los adelantos de la civilización de cuantas desigualdades y sinsabores nos afligen. Leyéndole entran ganas de volver a la naturaleza y andar a cuatro patas. Como es una costumbre que perdí cuando era muy pequeño, resisto esta tentación sin dificultad. He vivido y moriré combatiendo a los enemigos del sentido común. Contra todos ellos escribí mi poema El mundano y la Defensa del mundano. ¿Conocéis las proclamas irreverentes que allí lanzo?

Doy gracias a la sabia Natura

que, por mi bien, me hizo nacer

en esta edad tan criticada por los doctores.

Me gusta el lujo e incluso la holganza,

todos los placeres, las artes de todo tipo,

la limpieza, el gusto y los adornos.

A quienes me recuerdan los días felices anteriores a la sociedad civilizada, cuando aún no había ni tuyo ni mío, les respondo:

No queráis pues, con gran simpleza,

denominar virtud lo que es pobreza.

Y a los sabios como Huet, don Agustín Calmet y otros, empeñados en buscar el asentamiento geográfico del paraíso terrestre en lugares tan improbables como el desierto que se extiende entre el Tigris y el Éufrates, les oriento para que no pierdan más el tiempo:

El Paraíso terrestre está donde yo estoy.

Por entonces, ya os digo, el Paraíso se situaba en Inglaterra. De la organización de ese país, dos cosas me parecieron particularmente envidiables. En primer lugar, el funcionamiento de su Parlamento y en general de las leyes que rigen su sistema de Estado. La nación inglesa es la única de la tierra que ha llegado a regular el poder de los reyes resistiéndose a él y que, a la postre de sucesivos esfuerzos, ha establecido por fin ese gobierno sabio en el cual el príncipe, todopoderoso para hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal, en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos, y donde el pueblo comparte las tareas de gobierno sin confusión. En segundo lugar, es admirable ver cómo conviven las más diversas formas religiosas. En la bolsa de Londres, el judío, el mahometano y el cristiano se tratan unos a otros como si fueran del mismo culto y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota. El presbiteriano se fía del anabaptista y el anglicano acepta la promesa del cuáquero. Como hombre libre que es, cada inglés va al cielo por el camino que mejor le acomoda. Si no hubiera en Inglaterra más que una religión, habría que temer cierto despotismo; si hubiese dos, se cortarían el cuello unos a otros; pero como hay treinta, viven en una paz dichosa.

Ved, señora, lo que las leyes de ese país han conseguido: han devuelto a todo hombre sus derechos naturales, de los que casi todas las monarquías lo habían despojado. Estos derechos son: total libertad de persona y bienes; hablar a la nación por medio de la pluma; ser juzgado en cuestiones criminales por un jurado de hombres libres; ser juzgado en cualquier asunto sólo de acuerdo con leyes precisas; profesar en paz la religión que se prefiera. Ningún inglés teme que una carta sellada le encierre de por vida en prisión sin juicio ni acusación, como puedo atestiguar que pasa en Francia; ninguno que se le maltrate por no adorar a Dios al modo en que acostumbran sus vecinos. No voy a negaros, desde luego, que existan allí como en los demás países numerosos abusos de los grandes y prejuicios entre los pequeños. También en Londres el populacho detesta a los extranjeros, como en todas partes: quien ha nacido para oveja, es feroz con todo lo que difiere de su rebaño. En cierta ocasión, paseando por la gran urbe, fui identificado como forastero por mi indumentaria y por mi acento. La canalla desocupada se arremolinó para hostigarme, al grito de «French dog!», hasta que me encaramé en un banco de piedra y les arengué en su idioma, que afortunadamente había aprendido en seguida bastante bien: «¡Bravos ingleses, no os enfurezcáis contra mí! ¿Acaso no soy ya bastante desgraciado por no haber nacido entre vosotros?». Al oírme se pusieron a aclamarme y los mismos que un momento antes querían matarme me llevaron a mi alojamiento en hombros. La plebe es infantil en todas las latitudes y siempre es prudente llevar golosinas en el bolsillo para contentarla.

He hablado del pluralismo religioso que reina en Inglaterra, pero no deseo ocultaros que entre las clases superiores el partido con mucho mayoritario es el de la irreligión. A los franceses yo les parecía poco religioso: a los ingleses les pareció que lo era demasiado. Cuando surge alguna cuestión teológica en una reunión de la buena sociedad, todo el mundo la toma a broma y se desentiende de ella a los pocos minutos. Mi fogosidad en esos temas era contemplada con piadosa ironía. Tras una de tales discusiones, alguien me aconsejó que leyese un libro recientemente aparecido: El Cristianismo tan viejo como la Creación, de Matthew Tindal. El autor había sido profesor en el All Soul’s College de Oxford y había pasado a lo largo de su vida por varias conversiones al catolicismo, seguidas de abjuraciones del mismo credo. A los setenta y tres años publicó su obra, en la que realizó un ataque inmisericorde contra la absurda creencia en ese Dios que supuestamente castigó a nuestros primeros padres por el afán de conocer y al resto de la humanidad por el simple pecado de haber nacido. Para Tindal, la verdadera revelación está en el orden de la naturaleza y en la razón que Dios nos ha dado para que lo conozcamos. Es Newton quien nos ha revelado el auténtico rostro de Dios, no la cacofonía de los teólogos. En cuanto a la moral, tampoco aprenderemos nada escuchando a los supersticiosos: «Todo aquel que regule así sus apetitos naturales, de modo que conduzcan del mejor modo posible al ejercicio de su razón, la salud de su cuerpo y los placeres de sus sentidos, tomados y considerados juntos, pues en esto consiste su felicidad, puede tener la seguridad de que nunca ofenderá a su Hacedor, quien, como gobierna todas las cosas según su naturaleza, sólo puede esperar que sus criaturas racionales actúen de acuerdo con sus naturalezas propias». Éste es el verdadero cristianismo, tan viejo como la propia creación y que nada tiene que ver con los caprichosos dictámenes promulgados por los papas y remachados por los inquisidores. La doctrina moral de Tindal tiene sin duda ecos de Spinoza, contra cuyo peligroso influjo mucho había oído predicar en mi país, pero a mí me pareció en su conjunto sumamente sensata aunque yo no la llamaría «cristianismo» sino deísmo. Por cierto, en una reunión conocí a un joven obispo llamado Berkeley que preparaba una refutación de la obra de Tindal. Las ideas de este obispo eran muy originales porque a partir del principio de que todo nuestro conocimiento proviene de los sentidos, que a tantos ha llevado al materialismo, él creía poder deducir la inexistencia de la materia y de cuantos objetos o cuerpos nos rodean. Argumentaba con sutileza y cortesía, por lo que su conversación resultaba muy grata, pero no consiguió convencerme.

Tuve la suerte de conocer durante mi estancia en Inglaterra a muchos escritores ilustres, con los que logré departir en pie de igualdad en cuanto me hice con el dominio del idioma inglés. Por lo general siempre me trataron con amable deferencia, quizá por el padrinazgo de lord Bolingbroke y pese a que ninguno de ellos había leído ni una línea mía. Quien mayor impresión me produjo fue mister Jonathan Swift, el ingenioso autor de una sátira titulada Viajes de Gulliver, publicada poco antes de mi llegada a Londres. Swift es el Rabelais de Inglaterra, pero un Rabelais sin fárrago y sin el pésimo gusto que frecuentemente afea las páginas de Gargantúa. Su libro lo tiene todo para interesar al lector, tanto por la imaginación que revela y por la ligereza del estilo como por la amarga ironía que exhibe a costa del género humano. Nada más concluir de leerlo, me propuse traducirlo a nuestro idioma. No me importa reconocer que algunos de mis propios cuentos, como Micromegas, guardan influencias de este notable escritor. Conviví tres meses con él en la quinta de lord Petersborough y me halaga pensar que llegó a considerarme su amigo. La gente le temía un poco por la virulencia de su espíritu crítico, que no respetaba nada ni nadie aunque sabía guardar las formas. Como irlandés que era, sufría por la situación de su nación, oprimida de un modo verdaderamente inicuo por los ingleses. En cierta ocasión una hermosa dama, milady Cartwright, esposa del virrey inglés de Irlanda, elogió la particular pureza del aire de Dublín, creyendo así agradar a Swift. «¡Chis, señora, por favor! —le repuso éste con viveza—. No diga esas cosas en público o Londres nos cobrará un impuesto por respirar».

Visité también con frecuencia la residencia de Alexander Pope, a pocas millas del centro de Londres. Este gran poeta había realizado una traducción magistral de la Ilíada, cuyos versos ingleses sonaban de modo mucho más elegante que los del rudo Homero. Pero lo que yo más admiro de él es su Ensayo sobre el Hombre, que a mi juicio es el poema didáctico más bello, útil y sublime que haya sido escrito jamás en cualquier idioma. Sus versos son de una concisión prodigiosa: no se pueden condensar más ideas justas en menos y más precisas palabras. En uno de ellos llama al hombre «bufón, misterio y gloria de este mundo». Y es que él mismo tenía algo de glorioso bufón, pues una enfermedad de la columna vertebral le había reducido a poco menos de metro y medio de encorvada estatura. No podía vestirse solo y apenas era capaz de valerse por sí mismo para los cuidados más elementales de su persona. Es disculpable que su carácter fuese atrabiliario y sumamente suspicaz, aunque por lo demás su conversación fuese brillante y enorme la finura de su inteligencia. Nunca se desplazaba hasta Londres, pero muchos escritores distinguidos gustaban de reunirse con él en su mansión. Asistí en tales conciliábulos a debates literarios muy interesantes. En una ocasión, quizá con excesiva vehemencia, ataqué ese pasaje de El paraíso perdido donde Milton pretende convencernos de que del apareamiento de la Muerte y el Pecado nacen serpientes. Me parece una idea grotesca y más propia de un devoto que de un poeta. Uno de los circunstantes que más se opuso a mis razonamientos, Edward Young, me dedicó el siguiente epigrama:

Eres tan talentudo, libertino y delgado

que a veces nos pareces Milton, Muerte y Pecado.

Mis visitas a la casa de Pope acabaron de una vez por todas a causa de una impertinencia mía, que no hubiera sido juzgada tan severamente en Francia. Estábamos sentados a la mesa y yo acababa de quejarme de los sempiternos achaques de mi salud. La madre de Pope, que vivía para cuidar a su hijo inválido y era muy católica, me preguntó cómo podía ser que yo, aún tan joven, padeciese una salud tan mala. Repuse, con evidente exageración: «¡Oh, la culpa es de esos malditos jesuitas, que cuando era niño me sodomizaron de forma tan brutal que ya no me repondré mientras viva!». La señora abandonó la mesa y ya no volvieron a invitarme a ella. Pese a ser una sociedad muy libre, como queda dicho, hay en Inglaterra ciertos miramientos y convenciones de una fuerza chocante. En otra ocasión fui a visitar al dramaturgo Congreve, algunas de cuyas obras me parecen muy valiosas. Hacía más de veinte años que las había escrito y vivía totalmente retirado de la escena, a la que parecía despreciar. Incluso se negó a que yo le tratase de poeta, insistiendo en que valoraba más su condición de gentleman que, por lo visto, le parecía incompatible con la otra. No pude por menos de decirle que si no hubiera sido más que un simple gentleman no me hubiese molestado en ir a verle.

Pero el más grato de los compañeros literarios que hice aquellos días fue sin duda John Gay. Además de su simpatía y su alegría contagiosas, me acercó a Gay la pasión que ambos sentíamos por el teatro. Había escrito una curiosa pieza de gran éxito, Beggar’s Opera, una combinación de drama y música que muy poco tiene que ver con las óperas que estamos acostumbrados a ver. Los protagonistas de esta Ópera del Mendigo son ladrones, asaltantes de caminos, truhanes, policías y mujeres de virtud dudosa. La música es muy sencilla y popular, interpretada sólo por tres o cuatro instrumentos como los que se oyen todos los días en cualquier esquina de Charing Cross. Algunas de sus tonadas son muy pegadizas y recuerdo en especial una, Greensleaves, cuya melodía evocadora me dijeron que data de siglos atrás. Acompañado de John Gay solía frecuentar la taberna del Arco Iris, donde una noche anunció que iba a presentarme a uno de los personajes más importantes de todo Londres. Resultó ser un tal Chetwood, apuntador de oficio en el teatro Drury Lane. En efecto, nadie podía ser más importante ni más útil para mí que Chetwood, gracias a cuyos favores pude asistir a todos los grandes estrenos teatrales, a los ensayos, conocer a los principales actores y actrices, etc…

Pese a sus frecuentes excesos y pecados contra el buen gusto, no puede negarse que los ingleses dominan como nadie el arte de la interpretación teatral. Recuerdo algunos estrenos memorables, como el de Don Sebastián de Dryden o El huérfano de Otway. Sin disputa el dramaturgo favorito de los ingleses es William Shakespeare, del cual vi numerosas tragedias: Hamlet, Macbeth, Julio César, Otelo, El rey Lear… Es indudable su fuerza en muchos pasajes y el aliento poético que alcanza en los mejores momentos (yo mismo he traducido para los franceses uno de los más destacados, el monólogo de Hamlet que comienza To be or not to be…), pero en conjunto me parece un talento más propio de una época bárbara que del siglo civilizado en que vivimos. Junto a escenas de conmovedora pasión trágica no le importa incluir pasajes vergonzosamente bufos, como los enterradores que en Hamlet hacen bromas tabernarias entre osamentas o el portero borracho de Macbeth, que dice y comete indecencias a pocos pasos del cadáver de su rey asesinado. He discutido mucho estos absurdos grotescos de Shakespeare con ingleses que se niegan a reconocerlos. Me aseguran que Shakespeare toma sus modelos de la naturaleza misma: ¡por favor, caballeros, mi culo también está en la naturaleza y sin embargo nunca me quito los pantalones en público!

Una de las mayores deficiencias de la sociedad inglesa, comparada con la nuestra, es el escaso reconocimiento que concede al espíritu de la mujer. Nuestro siglo ilustrado debería haberse dado cuenta en todas partes de que la cordura y la agudeza femeninas sirven a la causa de la sabiduría mucho mejor que la mayor parte de las locuras varoniles. Pero esa gran verdad sólo parece admitida como es debido en Francia. ¿Estáis de acuerdo conmigo, vos que sois un delicioso ejemplo de esa capacidad en otros países maltratada? Cuando uno compara a un filósofo alemán, como ese Christian Wolff que tanto interesa al gran Federico, con uno de nuestros filósofos franceses, como Fontenelle o D’Alambert, lo primero que salta a la vista es la diferencia de estilo. El alemán escribe para un público de profesores y de estudiantes, para catedráticos, para doctores en teología, para eruditos… es decir, para gente que tiene la obligación de leerle y que por rivalidad académica buscará con lupa la menor de sus inexactitudes. No pretende interesar al hombre de la calle, al simple particular: por el contrario, quiere mantenerle a distancia respetuosa mediante todos los trucos de una palabrería más abstrusa que culta. Se avergonzaría de ser comprendido por cualquiera puesto que su prestigio se parece al de Jehová en el Sinaí, que sólo condescendió a mostrarle a Moisés su trasero y eso entre rayos y truenos. El francés, en cambio, evita las palabras demasiado técnicas, pedantescas o crudas porque no quiere resultar desagradable ni aburrido. Se dirige a un público volátil, que sólo presta atención a quien sabe seducirle dado que no tiene obligación ninguna de atender a lo que le fastidia, que quiere ser convencido no sólo con buenas razones sino también con buenas maneras. Son las mujeres las que nos acostumbran a discutir con gracia y claridad los temas más áridos y espinosos. Hablamos con ellas de modo incesante; deseamos que nos escuchen; tememos cansarlas y aburrirlas. Nos creamos así un modo especial de explicarnos con facilidad y este método pasa de la conversación a la escritura. Es en los salones donde hemos aprendido a expresarnos, señora, no en las aulas ni en los claustros; nos han enseñado no doctores rígidos y puntillosos, sino damas inteligentes y amables. Sin ellas, sin vosotras, creeríamos aún que lo profundo siempre ha de ser árido, confundiríamos lo que ilumina con lo que ofusca y no sabríamos decir la verdad más que en latín.

Como digo, en Inglaterra las señoras tienen muy poca intervención en el desarrollo de la cultura. No hay salones como los de París. Cuando lady Mary Montagu intentó establecer uno, fue mirada como una excéntrica ridícula que no sabía cuál era su lugar. Lady Mary fue sin duda una mujer muy notable, perfectamente educada y culta, que se empeñó con tesón en introducir en Inglaterra la inoculación contra la viruela, que tantas vidas y tantas bellezas ha salvado en ese país y allá donde se practica. Le recuerdo, señora, que por aquel entonces —¡y aún hoy día, en parte!— la vacuna era mirada en Francia como una infección más peligrosa que el simple contagio de la propia enfermedad. Tuve el honor de conocer también a otra señora extraordinaria, aunque de un estilo personal completamente distinto. Me refiero a Sarah Churchill, la viuda del duque de Marlborough, a la que no le interesaban demasiado los problemas filosóficos: «Por favor, no me hables de libros —solía decirle a su marido—. Los únicos libros que me interesan son los hombres y las barajas». En la época en que el duque gozaba del mayor poder, cuando en Francia gobernaba Luis XIV, ella era la dama favorita de la reina Ana y alentaba una política bélica contra nuestro país. El poderío militar francés estaba a punto de ser definitivamente demolido. Pero entonces la reina comenzó a preferir a otra señora, lady Masham, postergando un poco a la apasionada Sarah. La duquesa no lo pudo soportar y un día, con calculado descuido, vertió un vaso de agua encima de la nueva favorita. Consecuencia: ella y su marido fueron apartados de la corte, los tories volvieron al poder y se firmó la paz con Francia. Un simple vaso de agua y una mujer despechada cambiaron el curso de la historia de Europa. El duque de Marlborough padeció después todo tipo de vejaciones y descréditos; sólo al final de su vida fue rehabilitado. A su muerte uno de sus enemigos, lord Bolingbroke, comentó: «Era tan gran hombre que no puedo recordar si tenía o no defectos». Durante más de veinte años, la viuda se ocupó de mantener contra todos la llama limpia de su memoria, encerrada en su castillo de Blenheim. Allí tuve ocasión de visitarla y de quedar impresionado por su energía y distinción. Poco después, el duque de Somerset quiso aliviar esa altiva soledad proponiéndole matrimonio, ganándose la siguiente réplica: «Aunque fuese joven y bella como fui, en lugar de vieja y ajada como soy, y aunque pusierais el imperio del mundo a mis pies, no compartirías nunca el corazón y la mano que antes pertenecieron a John Churchill».

Estando yo en Londres murió Isaac Newton, sin disputa el más grande de los sabios de nuestro tiempo. Digo «sin disputa» y digo mal, porque hay franceses que le menosprecian por comparación a Descartes y alemanes que le consideran de menor talla que Leibniz. Se trata de infantiles rivalidades nacionalistas: los espíritus estrechos quieren participar por contagio patriótico de la gloria de los grandes hombres, cuando éstos en realidad no tienen más patria que la humanidad. Los franceses se pavonean como si fuesen inventores de todas las artes, pero le deben la pólvora y la imprenta a sendos alemanes, las gafas que les permiten leer la letra menuda a Francesco Spina, el telescopio a Galileo, el verdadero sistema planetario al ciudadano de Prusia oriental Nicolás Copérnico, los logaritmos al inglés Neper y otro inglés, el incomparable Newton, les ha enseñado en qué consiste la luz, cuál es la gran ley que hace moverse los astros y dirige los cuerpos graves hacia el centro de la tierra. En su poema sobre el hombre proclama Pope: «Dios dijo “hágase la luz” y apareció Newton». Comparto el sentido de esta hipérbole poética. Dediqué buena parte de mi estancia en Inglaterra al estudio de la física newtoniana, con intención de presentar de forma clara sus fundamentos a los franceses para que el conocimiento de esta ciencia admirable se extendiera por nuestro país. Luego diré cómo me fue en la empresa. Pero en especial quedé muy impresionado ante las honras fúnebres que se tributaron a Newton. Todo Londres participó de un modo u otro en ellas. El cadáver fue primero expuesto en un suntuoso catafalco, flanqueado por enormes hachones, antes de ser llevado a la abadía de Westminster, donde yace enterrado entre los reyes y otros altos próceres. A la cabeza del cortejo mortuorio iba el lord Canciller, seguido por todos los ministros de la Corona. En Francia, los genios de la ciencia no son enterrados en Saint-Denis: se dan por satisfechos con no ser apaleados por nobles felones o encerrados de por vida en la Bastilla. De todas formas, debo decir que años más tarde me enteré de que no todos los méritos de Newton fueron científicos. También fue nombrado gran maestre del Tesoro del Reino, pero no precisamente por aclamación popular. Isaac Newton tenía una sobrina muy linda, la señorita Conduit, que gustó mucho al tesorero Halifax. Para llegar a gran maestre, el cálculo infinitesimal y la ley de la gravitación universal de nada le hubiesen servido sin su hermosa sobrinita…

Permanecí casi tres años entre los ingleses. A mi vuelta, escribí unas Cartas inglesas —también tituladas luego Cartas filosóficas— que trataban de mis principales hallazgos en Inglaterra: la tolerancia religiosa, el parlamento, la física de Newton, la dignidad y libertad del comercio, la vacuna contra la viruela, el aprecio público por las letras, la literatura y la escena, etc… Escribí tales Cartas, distintas a todo lo que había publicado antes, obedeciendo al ingenuo impulso que he sentido toda mi vida de poner mi pluma al servicio del bien público entre mis conciudadanos. Procuré alegrar cuanto pude los temas comentados, para asegurarles mayor audiencia. Por ejemplo cuando traté de las teorías de Newton, el más abstruso de los capítulos, me imaginé al sabio sentado bajo un árbol y comenzando a pensar en la gravitación al ver caer una manzana a sus pies. He sabido después mil veces repetida esta ocurrencia pedagógica, hasta el punto que creo haber añadido una tercera manzana a las dos ya célebres de la historia, la de Eva y la que motivó el juicio de Paris. También expliqué lo más relevante del pensamiento de John Locke, quien afirma que todo nuestro conocimiento viene de los sentidos y considera posible que Dios haga a la materia pensar puesto que sabemos que es capaz de hacerla vivir. Esta doctrina pareció indecentemente audaz a los censores, dado que ya nuestro padre Descartes ha dejado claro que la materia y el espíritu son dos entidades totalmente diferentes, que sólo se saludan ocasionalmente a través de la glándula pineal.

Por ese y otros pecados del mismo fuste, mis Cartas fueron consideradas abominables y quemadas públicamente por mano del verdugo. De nuevo tuve que retirarme discretamente de París, rumiando el dictamen que como despedida londinense me regaló el discreto lord Chesterfield: «Nuestros prejuicios son nuestras queridas; la razón es a lo sumo nuestra mujer, a la que oímos con mucha frecuencia, desde luego, pero a la que rara vez hacemos caso».

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