¡
QUERIDO amigo, mi grande y queridísimo amigo! Si el buen gusto y sobre todo el temor a resultaros ridícula no me lo prohibiesen, me dejaría ahora arrastrar a las efusiones más desordenadas de agradecimiento. Me habéis proporcionado con pleno acierto lo que mayor placer puede causarme: ¿no es halagador para un hombre oír que una mujer le certifica así el éxito de sus esfuerzos por complacerla?
Pero vuestra carta no ha satisfecho mi curiosidad, sino que la ha azuzado. Vuestra infancia, vuestros primeros años, las primeras victorias y las primeras persecuciones de esa vida que tanto ha abundado en ambas… Bien, os lo agradezco. Habéis entreabierto la puerta pero ahora no podéis extrañaros de que yo quiera traspasarla e ir más allá. Me dejasteis frente al mar, en Calais, a punto de decidir como César embarcar hacia la conquista de Inglaterra. De vuestra estancia en esa gran isla nunca he sabido nada concreto, salvo que fue decisiva en la maduración de vuestro pensamiento y de vuestro arte. Confirmádmelo, negádmelo, lo que sea, pero sobre todo contádmelo. Tengo derecho a pedíroslo, porque hasta ahora me habéis tratado demasiado bien.
No temáis ser prolijo. Ese pecado, que aborrezco en otros, en vos me parece una virtud contra la que no os perdonaré ninguna travesura. He decidido que a partir de ahora vais a ser mi única ciencia: ¡quiero hacerme volteróloga! De vos depende que consiga mi doctorado cum laude. Ya sé que la tarea es abrumadora, porque vos habéis sabido serlo todo para todos mucho mejor que el apóstol cristiano que se ufanó de ello. Empezar a estudiar a Voltaire es acometer la exploración del universo. ¿Sonreís ante mi ambición? Pues entonces respondedme sonriendo.
CAROLINA