SEÑORA, he decidido que no os debo negar nada. Incluso estoy dispuesto a proclamar que me gusta sufrir esclavitud si sois vos quien ejerce la tiranía. Desde luego no me considero ningún Perseo, pues me faltan músculos y me sobran huesos para ello, ni tampoco un Belerofonte, que es quien cabalgaba si no recuerdo mal el dichoso jaco volador o quizá otro bicho semejante. Sin embargo, aunque ni siquiera tengo el honor de ser vuestro escudero y serviros humildemente como a una de esas heroínas que aparecen en el poema de Ariosto, estad segura de que me unen a vos todos los sentimientos respetuosos de los caballeros de antaño.
Me pedís algo que a otros les resulta fácil e incluso inevitable, pero que hasta ahora no he sido capaz de hacer: hablar de mí mismo. Es una tarea que en el fondo me parece algo ridícula y de la que huyo nada más comenzada. El diario íntimo, las memorias, las confesiones autobiográficas son el único género literario que nunca he practicado realmente, yo, que he intentado todos los demás. Muestro así otra discrepancia de temperamento o de aptitud con Jean-Jacques Rousseau, pues ese elocuente enemigo del género humano es en cambio un rendido admirador de sí mismo.
Quien mejor ha ejecutado literariamente su autorretrato en nuestra lengua ha sido sin duda el señor Michel de Montaigne. Su escritura es viva y sabrosa, aunque a menudo incorrecta y a veces algo banal. Nos informa de que antaño prefirió el vino blanco al tinto pero que ahora parece volver a gustar de éste: no me siento capaz de dar a mis lectores noticias de semejante fuste. Sin embargo, ello no me lleva a compartir las críticas que Pascal vertió contra Montaigne, cuyo empeño admiro en conjunto, ni su dictamen jansenista de que «el yo es odioso». No odio a mi yo, pero ocurre que lo ignoro. Cuando trato de revelarlo explícitamente, me encuentro en seguida hablando de amigos, de enemigos, de sucesos históricos, de supersticiones o descubrimientos científicos. En el lugar de lo íntimo y secreto, yo tengo el mundo.
Francisco María Arouet es una persona; Voltaire, un personaje. Como dramaturgo que soy, comprenderéis que me haya ocupado más de alentar el segundo que de estudiar el primero. Creo que nuestra condición estriba en pensar sobre los objetos exteriores con los que tenemos una relación necesaria y no en escudriñar el vacío previo del que partimos, que somos y al que debemos volver. Tales consideraciones deberían inclinarme a daros una cortés pero firme negativa. Por el contrario, me pongo pese a todo a vuestras órdenes. Soy ya demasiado viejo para que ninguna mujer vaya a inspirarme el deseo de cometer otra locura por ella: no desaprovecharé la última oportunidad que se me ofrece.
Me decís que a veces es difícil discernir entre los hechos y las leyendas cuando se trata de mi biografía. Este equívoco se plantea desde la fecha misma de mi nacimiento. Preguntad qué día nací a la mayoría de los que creen saberlo: os responderán que vine al mundo el 21 de noviembre de 1694, en París. Si me lo preguntáis a mí, os diré que fue el 20 de febrero de ese mismo año, en Chatenay, muy cerca de París. Tras esta discrepancia se oculta una confusión de progenitores, como las que tanto suelen verse en los escenarios. Mi padre oficial fue Francisco Arouet, notario, casado con María-Margarita Daumard, de la que ya tenía otros dos hijos: Armand y María-Catalina. Yo nací ocho años después de mi hermana, de forma bastante inesperada. Por entonces mi madre estaba sin duda más que harta de su notario y buscaba ocasionalmente mejores consuelos. Mi padre efectivo fue uno de tales consoladores, cierto Rochebrune, autor dramático a salto de mata y también mosquetero, compositor de baladas, aventurero y sin duda bastante más ingenioso que Arouet padre. A causa de este embarazo comprometedor mi madre se retiró a la casa de campo familiar en Chatenay, donde me dio a luz a finales de febrero. Nací tan escasamente vivo que todos los interesados dieron por hecho que el problema se resolvería de inmediato por sí solo. Ni siquiera se molestaron en llevarme a bautizar, para evitar una publicidad inconveniente al episodio. Durante meses agonicé con perseverancia, actividad en la que he llegado a ser maestro a lo largo de mi vida. Cada mañana salía de mi cuarto la nodriza para informar a mi madre de que el desenlace fatal era inminente. Lágrimas, suspiros, quizá cierto alivio. Pero la chispita vital se negaba a extinguirse del todo. Ocho meses más tarde, a finales de noviembre, no hubo más remedio que admitirme como huésped provisionalmente estable en el mundo de los vivos. El 23 de noviembre fui bautizado en la iglesia de Saint-André-des-Arts, de París, registrándome como nacido dos días antes. Mi raquitismo fue mi primer disfraz y facilitó la primera trampa de mi existencia. No he guardado por todo este embrollo ningún rencor a mi madre, que murió cuando yo era aún muy niño. En mi dormitorio de Ferney, desde el que os escribo, cuelga su retrato pintado por Larguillière: lo miro y, ochenta años después, creo recordarla.
Mis primeros años transcurrieron administrados por clérigos. Espero haber hecho lo necesario después para que los últimos se vean libres de ellos. A partir de los diez años mi padre me puso interno en el colegio Louis-le-Grand de París, con los padres jesuitas. Hace tiempo se me preguntó por lo que me habían enseñado allí y repuse: latín y tonterías. No fui justo, al menos no del todo. En efecto, los jesuitas nos formaban en latín como si esa debiera ser nuestra lengua materna. Los clásicos eran Horacio, Virgilio, Tácito, Ovidio, Cicerón… aún los cito con mayor soltura que a los autores de hace cincuenta años. Sería el peor de los desagradecidos si les reprochara haberme permitido frecuentar a tan grandes ingenios. Pero en cambio les reprocho que no me enseñaron más a fondo la lengua francesa, instrumento ya maravillosamente maduro por medio del cual hoy podemos lograr sutilezas de precisión expresiva antes imposibles. En este punto (¡pero sólo en éste!) estoy más de acuerdo con sus rivales los jansenistas, que ya el siglo pasado, en su célebre Lógica de Port-Royal, aseguraron que el orden de las palabras en el francés era el más natural de todas las lenguas, por ser el más lógico. Uno de sus gramáticos, Louis Le Laboureur, aseguró en su obra Ventajas de la lengua francesa sobre el latín que «los antiguos romanos pensaban en francés antes de hablar en latín». No voy tan lejos, porque no me gusta propasarme hasta el disparate ni siquiera cuando hay una buena causa para ello, pero sostengo que el estudio de una lengua muerta no puede compensar la postergación del idioma más vivo y universal de nuestra época.
En cuanto a las tonterías que me enseñaron, señora, son los falsos razonamientos de su teología y los dogmas de una ciencia aprendida en los libros pero de espaldas a la naturaleza. Hasta aquí llegan mis censuras. Les debo, sin embargo, conocimientos menos desdeñables. Me inculcaron el respeto a los estilos antiguos de la epopeya, la tragedia y el diálogo, respeto que nunca he perdido y que me ha guiado a lo largo de mis ejercicios literarios. También me educaron en el afán por la precisión y la sobriedad verbal, que acepta el calor del sentimiento mientras sea justo pero lo evita cuando compromete el buen gusto. Desde mis años mozos, mi divisa en todo debate intelectual ha sido: ¡define tus términos! Eso lo aprendí de mis maestros jesuitas, que me previnieron en contra de las brumas místicas y de todos los enemigos del sentido común. Fueron tan buenos profesores que más de una vez, cuando he vuelto contra ellos sus propias enseñanzas, han debido sentir una mezcla de arrepentimiento y orgullo ante este discípulo suyo. Recuerdo al padre Tournemine, dialéctico tan fino y discreto que pudiera compararse con un Fontenelle; y al padre Porée, que desarrolló mi gusto por la tragedia clásica y con el que mantuve correspondencia durante muchos años: cuando escuchaba mis opiniones infantiles sobre política solía decir que me gustaba «pesar en mis pequeñas balanzas los grandes intereses de Europa». Muchos años después, en la corte de Federico el Grande o al dirigirme a Catalina de Rusia, cuando he creído posible orientar filosóficamente a los reyes con pobres resultados, se me ha venido a la memoria su suave ironía…
No, debo reconocer que no guardo en conjunto mal recuerdo de mis maestros jesuitas. Me adiestraron en una sabiduría mundana que me ha sido muy provechosa. Ahora que han sido expulsados de Francia procuro a veces ayudar a alguno de ellos a título personal, como a este padre Adam que tengo recogido aquí en Ferney y que juega conmigo al ajedrez. Incluso le dejo ganarme de vez en cuando, para que no se sienta tan inválido; cuando en cambio me gana sin mi permiso lanzo dicterios contra los crímenes de su orden, en los que conviene sonriente. En fin, señora, de todos los vicios el que detesto más apasionadamente es el de la ingratitud: si el diablo me hubiese hecho un favor, no dudéis que ahora os hablaría bien de sus cuernos… Lo que menos les disculpo a mis antiguos maestros era su tacañería, que les llevaba a no encender las estufas de invierno del Louis-le-Grand más que cuando llegaba a helarse el agua bendita en las pilas de la iglesia. Siempre he sido extremadamente friolero, así que recogía trozos de hielo del patio de recreo y los metía a escondidas en las pilas, para acelerar la llegada de la calefacción. Bien pensado, quizá toda mi vida puede ilustrarse con esa ingenua treta… Justifica, en cualquier caso, el veredicto que aquellos santos varones dictaron sobre mí: puer ingeniosus, sed insignis nebulo. Un muchacho bien dotado, pero de lo más descarado y travieso. ¿No es, a fin de cuentas, un diagnóstico tan válido para el viejo que soy como para el niño que fui?
Pero sin duda la mayor influencia educativa durante aquellos primeros años la ejerció mi padrino, el abate de Châteauneuf, un gran señor libertino amigo de la familia, en especial de mi madre, de la que quizá en algún momento fue algo más que simple amigo. A él le debo haber aprendido a construir correcta y armónicamente versos en francés, así como también me enseñó a detestar a los fanáticos. Cuando no tenía yo más que tres años me recitaba las fábulas de La Fontaine, adobadas con picaros comentarios de su cosecha, y me hizo memorizar un poema agnóstico, La Moisíada, en el cual salían igualmente malparadas todas las religiones. Aún creo recordar algunos de sus versos:
Papistas, siameses, todos discuten;
el uno dice blanco, el otro afirma negro
y nunca están de acuerdo…
Los hombres vanidosos y fanáticos
se tragan sin dificultad
las fábulas más quiméricas…
En boca de un niño de tres años, estas verdades debían resultar algo chocantes. Pero mi padrino estaba muy orgulloso de mí. Una tarde me llevó a casa de su amiga Ninon de Lenclos, la legendaria cortesana. Tres generaciones habían desfallecido entre sus brazos y muchos se habían arruinado por comprar sus caricias. Además tenía mucho ingenio, era una auténtica mujer filósofa. Detestaba las supersticiones y la hipocresía: según cuentan, fue ella quien aconsejó a Molière el argumento de Tartufo. También dicen que cuando cumplió los sesenta años tuvo la fantasía de celebrarlo abriendo su exigente lecho a un abate. Mi padrino Châteauneuf fue el agraciado. La tarde que fuimos a verla tenía ya ochenta y cinco años. Estaba seca como una momia, infinitamente decrépita y arrugada, con la piel de un amarillo negruzco pegada a los huesos. Olía a alcanfor y a sedas enmohecidas. Pero aún disfrutaba con una charla ingeniosa. Ella, más que hablar, Crujía chispeantemente. Parloteé infantilmente sobre los jansenistas y le recité algunos epigramas de producción propia, malos en sí mismos pero prometedores para haber sido compuestos a los doce años. Debió apreciarlos, porque días más tarde, al dictar su testamento, Ninon me dejó mil francos «para comprar libros». Mi padre nunca me los hizo llegar y me quedé sin los libros; pero a partir de entonces siempre he sentido una inclinación rendida y tenaz por las mujeres que unen cierta desvergüenza en sus costumbres a la audacia en las ideas.
Aunque me llevaba muy bien con mi hermana Catalina, mi hermano mayor me resultaba insoportable. Armand era un fanático religioso, un jansenista furioso que nos sermoneaba a todas horas. Mi precoz afición a la poesía le escandalizaba como si se tratase de una suerte de posesión demoníaca. Mi padre se desesperaba con nuestras disputas y un día comentó, no sin gracia: «Tengo por hijos a dos locos, el uno en prosa y el otro en verso». Al acabar el colegio, le comuniqué mi deseo de dedicarme al cultivo de la literatura y en especial mi afición al teatro. Se indignó, porque estaba convencido de que tal vocación me llevaría primero a la crápula y luego a la mendicidad. Lo cierto es que yo vivía entonces de forma bastante disipada y a los dieciséis años sacaba dinero de donde podía para gastarlo en mesas de juego y con chicas alegres de edades más convenientes a la mía que la de Ninon. Cierta noche volví tan tarde que me encontré la casa paterna cerrada; como estaba deliciosamente exhausto, me quedé dormido a la puerta, en una silla. Unos guasones me localizaron, me levantaron con sigilo y me llevaron con silla y todo frente al café de la Cruz de Malta, a orillas del Sena, donde desperté a la mañana siguiente entre la rechifla de los primeros bebedores.
Como buen notario, mi padre oficial hubiese querido verme cursar la carrera de derecho y hasta me ofreció, por persona interpuesta, comprarme una magistratura que me garantizaría un honroso papel social. Pero en mí podía más la sangre de mi verdadero progenitor, comediante y mosquetero, así que respondí con osadía a su enviado: «Decid a mi padre que no quiero la estimación que puede comprarse; yo sabré crearme una que no me costará nada». Gracias a mi padrino el abate de Châteauneuf empecé a ser invitado a casas señoriales. Me senté a la mesa del duque de Vendôme, del príncipe de Conti y mis versos primerizos fueron elogiados por el anciano poeta Chaulieu, quien sabía rodearse de un ambiente sensual y relajado muy de mi gusto. Lo cierto es que el lujo es el clima que mejor me sienta. Como he decidido ser sincero, lo seré hasta la impudicia: creo que mi espíritu siempre ha tenido el don de la gracia mundana. Sobre todo me he entendido bien con las señoras, que como no ignoráis suelen ser las que más se aburren: a unas les componía madrigales y corregía con halagadora generosidad los versos que escribían otras. En aquellos tiempos y en París, quien triunfaba con las mujeres —no rindiéndolas, sino entreteniéndolas— tenía abiertas todas las puertas de la sociedad. Tal fue mi caso, aún adolescente.
Entonces el abate de Châteauneuf fue nombrado embajador en Holanda y me propuso irme con él a su nuevo destino en calidad de paje. Yo acepté por curiosidad y afán de cambio, con la bendición de mi padre, quien estaba convencido de que los aires de París eran demasiado embriagadores para mi alocada cabeza. En cuanto llegué a La Haya me enredé en el primer asunto amoroso serio de mi vida, lo cual demostró que el mal estaba en la cabeza y no en la ciudad. Mi adorada era la hija de una protestante francesa refugiada en Holanda y se llamaba Olimpia, aunque para mí fue Pimpette. «Sí, querida Pimpette, yo os amaré siempre… etc». Entonces lo creía de buena fe. Mi padrino, hostigado por la madre, me arrestó en la embajada pero yo me escapaba por las noches para ver a Pimpette. Cuando ello no me fue ya posible, le envié mis ropas para que me visitase disfrazada de hombre, lo que efectivamente hizo con su mejor voluntad. En fin, el escándalo. Mi padrino, tolerante pero sólo hasta cierto punto, me reexpidió de nuevo a París para evitarse problemas con la señora madre, panfletista de pluma temible.
Mi padre me recibió con tal indignación que decidí empezar desganadamente mis estudios de derecho para evitar mayores conflictos. Entonces murió el viejo rey Luis XIV y terminó por fin, con quince años de retraso, el siglo XVII. Yo tenía ya diecinueve años, por lo que, en cierta medida, puedo considerarme un hombre del siglo pasado: es algo que suele recordarme como elogio mi amiga la señora Du Deffand, cuyas simpatías por la ilustrada centuria que vivimos son más tibias que las vuestras. El día del entierro del Rey Sol, que tan alto rango aunque a muy alto precio había conseguido para Francia en el mundo, a lo largo del camino hasta la iglesia de Saint-Denis se habían improvisado numerosos puestos de bebidas y músicos callejeros tocaban sus instrumentos. El pueblo estaba borracho y con ganas de bailar, capaz siempre de convertir el luto de los grandes en verbena de los pequeños. Era un espectáculo algo indecente pero que a mí me resultó aleccionador.
Como el heredero era aún menor de edad, se ocupó de la Regencia el sobrino del viejo rey, Felipe de Orleans. Me resulta difícil juzgar a ese hombre aunque ahora, con la distancia de los años, soy menos severo con él de lo que fui entonces. Sin duda tenía buenas cualidades y podría haber sido un gobernante ejemplar. Era liberal no sólo en sus opiniones, pues se le oyó alguna vez públicamente elogiar el sistema político inglés, sino sobre todo en su talante. También fue misericordioso, afable y valiente. Por encima de otros elogios puede decirse que carecía de crueldad y del pábulo que suele alimentarla, el rencor. Pero estaba dominado por un afán desmedido de gozar sin trabas, sin aplazamientos y sin que ninguna consideración de su dignidad moderase sus placeres. ¡Ay, señora, la fuerza del placer! El placer nos concede de inmediato lo que la sabiduría sólo promete. Por las mañanas el regente trabajaba con diligencia en los asuntos oficiales: durante su breve mandato construyó más carreteras que Luis XIV en todo su larguísimo reinado y mejoró la economía del país, agobiada por disparatadas empresas bélicas. Pero a partir de la tarde se dedicaba a la orgía con auténtico furor báquico. Tanta disipación fue embotando poco a poco su ánimo. Entregó el gobierno al indigno cardenal Dubois, el cual no tenía otro cuidado que el de enriquecerse ni otro temor que la posibilidad de que su mujer (pues estaba casado, aunque nadie lo sabía) rechazase un día el soborno y denunciase su amañada dignidad eclesiástica. Recién alcanzada la mayoría de edad de Luis XV murió Felipe de Orleans: le fulminó una apoplejía, completamente borracho y en brazos de una de sus queridas. Sólo contaba cuarenta y nueve años. Creo que tuvo muchos más vicios de la carne que del alma: le recuerdo algo así como a un Calígula amable.
El período de la Regencia fue uno de los más desordenados y ávidos de nuestra historia. Después de la rigidez grandiosa de Luis XIV, el país entero decidió tomarse un recreo. El regente dio ejemplo, imitado con alborozada prontitud por el resto de la sociedad, cada cual según sus posibilidades. La especulación económica se convirtió en el juego frenético de toda la sociedad. La licencia de las costumbres fue acompañada por la de las palabras. Empezaron a circular numerosos libelos contra el regente, en los que se le hacían todas las acusaciones que nadie se había atrevido a lanzar contra el viejo rey: me di cuenta de que los pueblos suelen utilizar la libertad contra quien se la concede, demostrando entonces la osadía de la que no fueron capaces frente a la autoridad del déspota. Siempre he tenido facilidad para la sátira y entonces era joven, es decir, fisiológicamente mordaz. Compuse algunas coplas intencionadas y lancé algunos dardos, muy celebrados por mis conocidos: después me atribuyeron toda ocurrencia crítica que hacía reír y podía molestar. Uno de los libelos más celebrados se titulaba He visto, porque todos sus párrafos comenzaban con esas palabras: he visto al pueblo gimiendo bajo una esclavitud rigurosa, he visto los impuestos abusivos, los estafadores impunes, he visto al soldado que muere de hambre, de sed, de despecho y de rabia, he visto, por decirlo todo, adorar a los jesuitas… Y terminaba así: he visto estos males y aún no tengo veinte años. Yo acababa de cumplirlos y me atribuyeron los versículos subversivos. Negué con toda energía, como tantas veces he debido negar en mi vida lo que no me convenía reconocer haber escrito; en este caso además los versos no eran míos, aunque eso tenía poca importancia. Sin embargo me pedían que los recitara en las reuniones y todo el mundo sonreía con complicidad ante mis furiosas negativas. Un día, paseando por los jardines de Palais-Royal, me crucé con el regente, a quien me habían presentado una vez en la ópera. Me llamó para decirme: «Señor Arouet, pienso haceros ver algo que aún no habéis visto: la Bastilla». Le repuse: «No os molestéis, sire, la doy por vista». Pocos días más tarde, en efecto, me llevaron a esa ilustre mazmorra, donde pasé un año y medio.
No diré que las condiciones de mi encierro fueran atroces, pero sostengo que todo encierro es atroz para un joven como lo era yo. Procuré mantenerme ocupado en la prisión. Allí escribí los primeros cantos de mi poema épico sobre Enrique IV, el rey liberal y tolerante que intentó obligar a los franceses a ser felices. Aproveché para decir en ellos con energía lo que siempre he pensado de los fanáticos y para elogiar a los buenos gobernantes que saben garantizar la libertad sin ceder al desorden. Como no tenía papel para escribir, fui anotando los versos entre las líneas de uno de los libros que se me consentía leer. Cuando finalmente fui puesto en libertad, pedí audiencia al regente, que me recibió con benevolencia irónica. «Sire —le dije—, encuentro muy agradable que Su Majestad se ocupe de alimentarme, pero suplico a Vuestra Alteza que no se preocupe más de mi alojamiento». Se echó a reír, pues creo que sentía cierta simpatía por mí. Tampoco era precisamente devoto y desde luego no apreciaba a los supersticiosos fanáticos, de modo que teníamos algunas enemistades en común.
Por entonces tuvieron lugar en mi vida dos acontecimientos que iban a marcar decisivamente mis futuros derroteros: escribí mi primera obra teatral y la firmé añadiendo a mi apellido esas sílabas hoy demasiado conocidas, Voltaire. ¿Cómo se me ocurrió este nuevo nombre? Fue durante mi encierro en la Bastilla. Por ocio, quizá, por fastidio: por desafío. Cuando volviese a ser dado a luz del lóbrego vientre carcelario, quería aparecer como alguien con nuevas credenciales y con nueva fuerza. Se me ocurrió señalarlo apellidándome con aristocrático fingimiento «Arouet de Voltaire». He oído diversas explicaciones para esa elección. Hay quien dice que es un anagrama de «Arouet L(e) J(eune)», con u convertida en v y la j transformada en i. Rebuscado y redundante: ¿por qué firmar como Arouet de Arouet-le-jeune? Otros apuntan que «Voltaire» proviene de Veautaire, una pequeña granja situada en la parroquia de Asnières que me dejó un primo en herencia. Se acercan un poco más a la verdad, pero sin acertar: si tal hubiese sido el caso, me habría llamado «Veautaire» o al menos «Votaire». No, lo cierto es que inventé el nombre a partir del de un pueblecito cercano a Saint-Loup, cuna de la familia Arouet: se llama Airvault y yo lo transmuté en Voltaire, siguiendo mi gusto de ponerlo todo al revés de como suele presentarse. Pero la auténtica justificación de mi nuevo nombre de guerra fue su sonido: Voltaire es volontaire, virevolter, revolter, voltigeur… Suena a un estado de ánimo que suele ser el mío o que por lo menos lo fue hasta que los años me apagaron un tanto: voluntarioso, revoltoso y volatinero.
Mi primera tragedia se llamó Edipo y en ella volví a contar a mi modo la terrible historia griega. Mis mayores innovaciones fueron introducir coros, al modo de los clásicos, y mi empeño en suprimir la esencial trama amorosa, que los comediantes y sobre todo las comediantas exigían para garantizar el éxito de cualquier pieza. En algunos versos deslicé mensajes que después he vuelto a reiterar de muchos modos:
No nos fiemos sino de nosotros:
consultemos a nuestros ojos
y que ellos sean nuestros augurios, nuestros oráculos
y nuestros dioses.
O también estos otros, que fueron especialmente celebrados:
Nuestros sacerdotes no son
lo que el pueblo vano piensa,
sin nuestra credulidad
pierden toda su ciencia.
Mi Edipo, sin embargo, no pretendía incitar a un debate político ni religioso: su propósito era conmover y agradar a los amantes del arte, ni más ni menos. Lo que yo quería crearme era un prestigio como poeta, no como líder rebelde. Pero mi fama de libelista antigubernamental y sobre todo anticlerical, recién salido de cumplir condena en la Bastilla, me jugó una mala pasada. La pieza tuvo desde el primer día un éxito enorme, aunque por razones equivocadas. Todo el mundo la consideró un ataque contra los sacerdotes, quizá contra la misma religión y desde luego contra el regente, aunque disimulado tras un ropaje clásico. ¿Por qué contra el regente? Si puede decirse que Felipe de Orleans era una suerte de Calígula amable, hay que reconocer que su hija —la duquesa de Berry— era una Mesalina con todos los agravantes. Murió antes que su padre, extenuada por los excesos y con poco más de veinte años. La maledicencia pública, creo que con bastante fundamento, murmuraba que la duquesa y su padre habían mantenido —quizá mantenían aún— relaciones incestuosas. Y la tragedia de Edipo gira precisamente sobre el incesto de los poderosos y los males que atrae sobre la ciudad en la que se comete. El público decidió que Edipo era el regente, Yocasta su hija, la duquesa de Berry, Tebas representaba a Francia (o París, al menos) y descubrió otras muchas analogías semejantes, cuya audacia celebró ruidosamente aunque a mí ni se me habían pasado por la cabeza. Entonces aprendí que el éxito encierra siempre una fuerte dosis de malentendido.
La duquesa de Berry no quiso perderse la obra de moda y asistió a una de las representaciones de mi Edipo. Tampoco faltó el propio regente, que la presenció por su lado acompañado de la duquesa de Orleans: me permití dedicar a ésta la pieza, en un gesto que algunos consideraron de suprema insolencia. Pese a los rumores contra mí, agigantados por envidiosos y beatos, el regente pareció en esta ocasión no querer darse por enterado. Como ya he indicado, creo que a su modo me apreciaba. Pero entonces comenzaron a correr de mano en mano unos versos terribles, anónimos, titulados Filípicas y de nuevo todos los dedos me señalaron acusadoramente como su autor. No era cierto tampoco esta vez, pero no merecía la pena esforzarse en negarlo. Ni desde luego estaba dispuesto a brindar la ocasión de que me llevasen por segunda vez a la Bastilla, que ahora sí daba definitivamente por vista. En tales circunstancias, París ya no era residencia conveniente para un filósofo y creo que Aristóteles fue muy sabio retirándose a Calcis cuando el fanatismo reinaba en Atenas. Decidí por tanto exiliarme durante algún tiempo al castillo de Sully, donde sabía que sería bien recibido, hasta que mi nombre dejara de sonar cada vez que algún gracioso anónimo atacase al gobierno. Salí de París al galope, envuelto en una gran tempestad. Contemplando tantos nubarrones y relámpagos, mientras nos ensordecía el estrepitoso desorden del temporal, comenté: «Vaya, parece que también el Reino celestial se ha convertido en Regencia».
Ya no volví a instalarme en París hasta después de la muerte del regente. Entonces y durante un breve período de tiempo, todo pareció marchar a mi favor. Estrené varias obras teatrales con éxito variable —el número de mis enemigos era creciente— pero siempre con notoriedad. Hice circular, aún de modo semiclandestino, mi gran poema épico La Enriqueida, cuyos primeros cantos concebí en la Bastilla. Junto al elogio de Enrique IV, mi poema consistía en una denuncia de las guerras de religión y de las persecuciones por motivos de creencias. A partir de los horrores de la noche de San Bartolomé repasé en esos versos algunos de los innumerables casos históricos de sangre vertida para agradar a dioses crueles; denuncié con toda la elocuencia de que fui capaz a quienes invocan al Señor mientras pasan a sus hermanos a cuchillo. Puedo decir que mi Enriqueida impresionó a la opinión más ilustrada: algunos dijeron que era el mejor poema épico compuesto jamás en lengua francesa y hubo quien lo comparó ventajosamente con La Eneida de Virgilio. Entre los más devotos, empero, me granjeó pocas simpatías. El ser incapaz de amortiguar mi mordacidad también me valió muchas enemistades. Entre ellas la del viejo y pomposo Juan Bautista Rousseau, quien se empeñó en leerme su inacabable Oda a la posteridad para que le diera mi opinión, es decir, para que se la elogiase. «Creo que esa oda nunca llegará a su destinatario», dictaminé. No me lo perdonó.
El joven Luis XV me invitó a la corte y hasta mandó representar dos piezas mías, una tragedia y una comedia. Conocí a la reina con la que acababa de casarse, la princesa polaca María Leszcynska. A la reina le gustó la tragedia, con la que lloró, y también la comedia, con la que se rió bastante. Se me dirigía constantemente diciendo con su exótico acento «¡Ah, mi pobre Voltaire!», y me asignó de su propio peculio una pensión de mil quinientas libras, un gesto tan simpático como imprevisto. También conocí por esos días a milord Bolingbroke, cuya esposa era francesa y que pasaba una temporada en una villa cerca de París. Fue Bolingbroke quien me recomendó por primera vez la lectura de John Locke, el gran filósofo inglés que luego aprendí a admirar pero de cuyas opiniones por entonces no tenía más que una noción confusa y bastante errónea. En fin, solía verme invitado a las casas más señoriales y siempre en compañía de alta alcurnia, lo que arrebató un tanto mi cabeza aún inexperta y siempre proclive a la exaltación gozosa. En cierta ocasión, al sentarme a una mesa para cenar rodeado por los apellidos más ilustres de Francia, exclamé con risible petulancia: «¡Espero que aquí todos seamos por lo menos o príncipes o poetas!». No tardé mucho en darme cuenta a mi costa de la esencial diferencia entre unos y otros.
Disfrutaba yo entonces, señora, del aprecio de una de las mujeres más excepcionales que he conocido en mi vida, Adriana Lecouvreur. No sólo fue la mejor actriz de su época, sino también una persona de fina inteligencia natural, amiga de conversar con filósofos y gente de buena compañía. Mi amigo el conde de Argental y yo sentíamos por ella algo más tierno pero no menos respetuoso que la pura admiración artística. De su temprana muerte y del indigno proceder que se tuvo con sus restos quizá os hable en otra ocasión. El caso es que una noche me hallaba yo en el palco de la señorita Lecouvreur, asistiendo a una ópera nada memorable. Como siempre, diversos admiradores aparecían a cada momento para homenajear a la bella, que agradecía los cumplidos con donaire y una voz incomparable. Uno de los importunos fue el caballero de Rohan-Chabot, retoño degenerado de una de las más distinguidas familias de Francia, que se dedicaba a la usura para costearse su sórdido libertinaje. A este presuntuoso rufián, que se ufanaba de lo que lograron sus mayores hace cuatro siglos para excusar lo que él acababa de cometer hace cuatro horas, le molestó verme en tan buena relación con la señorita Lecouvreur. Después de unas cuantas zafiedades de corto ingenio, a las que le respondí con suavidad irónica, insistió: «¿Señor Arouet o señor de Voltaire? ¿Cómo diablos os llamáis?». Le contesté: «Soy el primero de un apellido modesto que procuro honrar, en lugar de arrastrar por el cieno un nombre ilustre». Rohan-Chabot levantó su bastón para pegarme y yo eché mano de mi espada, dispuesto a que su ofensa no quedara impune. Con su habitual discreción y mucha profesionalidad artística, Adriana Lecouvreur se desmayó ostentosamente, lo que concluyó por el momento aquel desagradable incidente.
Pocos días más tarde me encontraba cenando en la casa del duque de Sully cuando me trajeron aviso de que alguien deseaba verme a la puerta del palacio. Salí sin sospechar nada y encontré a cuatro sicarios que, sin mediar palabra, comenzaron a darme una rotunda paliza. Desde su carroza, estacionada a pocos pasos de allí, Rohan-Chabot contemplaba el espectáculo y hasta se permitía recomendarles: «¡No le peguéis mucho en la cabeza, que de ahí a lo mejor sale algo bueno!». Al oírle, la servil pandilla de mirones que hacía corro en torno nuestro prorrumpía en elogios al canalla: «¡Ah, qué caballero tan bondadoso! ¡Qué amable caballero!». Cuando por fin se cansaron, volví a entrar maltrecho en el palacio y corrí junto a los comensales que creía amigos míos para rogarles que me acompañaran a presentar una denuncia contra los matones. El duque de Sully procuró serenarme cortésmente, pero dejó claro que no pensaba moverse. ¡Después de todo no se trataba más que de un Arouet al que había zurrado un Rohan! Oí algunas risitas y algunos comentarios supuestamente ingeniosos. Un obispo dijo que los palos habían estado muy mal dados pero muy bien recibidos. Un conde comentó con cínica sonrisilla: «¡Mal estaríamos si los poetas no tuvieran espaldas!». Etcétera.
Todos sabían que Rohan-Chabot era un miserable, pero no por eso dejaba de llevar su noble apellido. Yo era ingenioso, había escrito obras de mérito, les entretenía con mis agudezas, pero no era más que el hijo de un simple notario. Sulfurado, decidí vengarme por mí mismo. Desafié a Rohan, le reté a duelo, le hostigué de todas las maneras posibles, hasta decidí contratar yo también un grupo de rufianes para pagarle con su misma moneda. Lo único que conseguí fue acabar otra vez en la Bastilla, aunque en esta ocasión por poco tiempo: una semana después me llevaron custodiado a Calais y me encontré rumbo a Inglaterra, el destierro que yo mismo había elegido para no pudrirme otro año en el calabozo. Aprendí mucho con esta triste aventura. Y también cambié mi forma de pensar respecto a los temas que habían de interesarme como poeta y como filósofo. Nada de Edipo, ni de Enrique IV, ni de endechas a mi bella Pimpette: a partir de ahora debía ocuparme de la locura del mundo, de sus injusticias, de los abusos de los poderosos y de los intolerantes, de la maldad de los hombres, del silencio de Dios. Los estacazos de Rohan me convirtieron del todo en Voltaire, por lo que en cierto modo fue él mismo quien decidió la respuesta definitiva a aquella impertinente pregunta suya que dio origen a nuestra disputa.
Pero ¿qué estoy haciendo? El secreto para ser aburrido es decirlo todo. Y yo imprudentemente os lo estoy contando todo, cuando lo que se supone que debería hacer es aliviar vuestro aburrimiento. Perdonadme, señora. Recordad que si no acierto a serviros mejor es sólo por mi excesivo celo en obedeceros.
VOLTAIRE