Madrid, julio de 177…

HABÉIS sido excepcionalmente generoso respondiendo con tanta prontitud y tan favorable disposición a mi carta, pero temo que no habéis comprendido del todo lo que solicito de vuestra amable paciencia. Cuando os revelé mi interés por el Voltaire hombre no pretendía recibir un retrato más o menos jocoso de vuestro físico ni desde luego un parte médico de vuestros achaques, para los que os deseo dentro de lo posible un rápido alivio. Si yo pudiese conoceros personalmente, ningún otro placer superaría al de ese encuentro y estoy segura de que vuestra sola presencia, acompañada del hechizo de vuestra palabra, me proporcionaría mucho más duradero arrobo que otras formas de prestancia corporal más comunes. Pero por el momento esa alegría me está vedada y ciertamente no es posible sustituirla con descripciones de vuestra apariencia y vuestra fisiología, ni siquiera aunque provengan de esa pluma que tanto admiro por saber hacer interesante cuanto toca.

No, mi querido señor de Voltaire, el hombre al que me refiero no es el que ahora —debilitado de cuerpo pero no de ingenio— preside la razón europea desde su trono de Ferney, sino el que ha protagonizado durante tanto tiempo y con tanto brío los más distinguidos combates de nuestro siglo. No os pregunto por lo que esos ochenta años largos han hecho con vos, sino lo que vos habéis hecho durante su transcurso. Me gustaría conocer los azares y las empresas de vuestra vida, así como el devenir fructífero de vuestro pensamiento. Como comprenderéis, he oído mucho de lo que se cuenta acerca de vos desde hace décadas, pero me es imposible distinguir entre los detalles ciertos y las leyendas propaladas por la maledicencia o la veneración excesiva. Nada podría apasionarme más que conocer la verdad de vuestra aventura, garantizada por vos mismo. Vuestras obras son gloriosas pero sin duda la más excelsa de todas ellas es vuestra propia vida. ¿Es aspirar a un privilegio excesivo pediros que la rememoréis por escrito para mí?

Si decidís aceptar mi osada propuesta, confirmando así de nuevo que la magnanimidad suele acompañar al genio, os haré una promesa y os formularé un ruego (ya veis que soy como esas devotas insaciables, que nunca cesan de implorar nuevos favores a los santos a cuya milagrosa benevolencia se encomiendan). La promesa es que absolutamente nadie leerá las cartas que reciba de vos y que por tanto podéis expresaros con plena franqueza. Si no confiáis en mi discreción, hacedlo al menos en mi egoísmo, pues lo más delicioso del placer que vais a proporcionarme es que será exclusivamente para mí. Seréis mi privilegio y no lo compartiré con nadie. Vuestras palabras nacerán en vuestra pluma y morirán en mis ojos: que retocen entonces libremente y sin temor. En cuanto al ruego, mi último ruego, consiste en que olvidéis al escribirme mi sexo y mi condición. Sé que sois un hombre galante y os estimo aún más porque poseyendo la sabiduría de Sócrates y la agudeza de Diógenes no adoptáis la licenciosa grosería que a veces nos ofende en esos grandes hombres. Pero, por favor, no debilitéis vuestras confidencias con excesivos melindres por mi causa. Tratadme como a un hombre, como a uno de vuestros amigos o, si no merezco tanto, como a uno de vuestros discípulos al cual nunca desagrada nada de lo que le ilustra. Creo haberos asegurado ya que tengo buena educación y muy escasos prejuicios. Lo único que puede escandalizarme y parecerme poco respetuoso sería descubrir que no sois totalmente sincero conmigo al hablarme de vos.

Dejadme soñar por un momento que lo habéis aceptado todo, que sois un ángel y que os ponéis a mi servicio para salvar mi vida del hastío: ¡ya me parece veros cual Perseo cabalgando sobre el alado Pegaso (¿no puede ser ese célebre caballo volador un acertado emblema del moderno correo?), viniendo en mi rescate para alancear al monstruo del Aburrimiento, el más terrible de todos! Pues bien, entonces ¿por dónde comenzar? Puesto que no quisiera que abreviaseis nada, preferiría que empezaseis por el principio. ¿Cuáles fueron los orígenes de Francisco María Arouet? ¿Cómo y cuándo se convirtió en Voltaire? Sigo soñando: me parece ver cómo concluís de leer estas torpes líneas, asentís bondadosamente con la cabeza, sin ocultar una leve sonrisa y luego tomáis recado de escribir para complacerme. ¿Se trata sólo del sueño de una mujer infortunada?

CAROLINA DE BEAUREGARD