EMPIEZO a pensar que quizá los milagros existen, aunque no sean obra de torvos profetas ni de fanáticos convulsos, sino de mujeres amables, bellas e inteligentes. Desde este lóbrego sepulcro suizo, donde ya acomodo mi proyecto de cadáver como conviene a cualquier difunto resignado, escucho una voz suave que me ordena: «levántate y escribe». Es la vuestra, señora. ¿Cómo atreverme a seguir agonizando descortésmente, si vos me mandáis otra cosa?
Sin embargo, es probable que pronto os decepcione pese a poner toda mi voluntad en serviros. El tema acerca del cual queréis que os escriba se agota pronto: de hecho, podemos darlo ya por agotado. Voltaire hombre es cosa del pasado. Me pedís que os entretenga con una lección de arqueología sobre una momia en defectuoso estado de conservación. No hay tema menos digno de vos ni más propio para fomentar el aburrimiento en lugar de disiparlo.
Pero he prometido obedeceros. Intentaré esbozaros no mi retrato, sería excesiva presunción, sino mi esquema: resultará más que suficiente. ¿Recordáis la amarga humorada de Moliere? El cuerpo, ese harapo… Me conviene el dictamen. Señora, he cumplido ya ochenta y tres años. Hace varias décadas, un informe policial —he sido reo dos o tres veces— me describía como «grande, seco y con aire de sátiro». Grande he dejado de serlo y ahora me encorvo a pocos palmos del suelo, apoyado por lo general en un bastón. Sigo siendo seco, siempre lo he sido. El único rasgo que me ha acompañado constantemente a lo largo —que no a lo ancho— de toda mi vida es la delgadez. Pero mi aire poco tiene que ver con la risa del sátiro sino con la mueca de la calavera. Hace veintitantos años, en Berlín, durante una de mis primeras visitas al rey Federico, padecí un ataque de escorbuto y perdí todos los dientes que aún conservaba. Desde entonces tengo la boca sumida y la piel de pergamino sobre huesos salientes, bajo dos ojos hundidos varias pulgadas en sus órbitas cavernosas. Mi cráneo está desguarnecido del mínimo mechoncillo tardío de cabello. Digamos que voy siendo liquidado poco a poco, al por menor. Los años nos van quitando el pelo, los dientes y también las ideas. A mí sólo me queda ya alguna de éstas y os la dedico con mucho gusto, señora.
Mi salud no puede ser peor aunque estoy seguro de que ya nunca será mejor. En realidad he estado gravemente enfermo desde la cuna: soy un moribundo crónico. Sufro mucho, pero sufro con paciencia y resignación. No como un cristiano sino como un hombre. Hoy mismo me encuentro tan mal que si mañana me dijesen que me he muerto no me extrañaría nada. Me alimento casi exclusivamente de café: unas treinta tazas diarias. Cuando los cólicos me desgarran recurro al opio, una de las pocas sustancias naturales que podrían servir de argumento a favor de la descabellada hipótesis de una Providencia benevolente. ¿Cómo he logrado durar tanto con tan escasas aptitudes innatas para la salud? Haciendo poco caso de los médicos y siguiendo mi propio régimen: dieta rigurosa —los buenos cocineros son siempre envenenadores de lujo— y el calor de la cama. Las demás terapias consisten en introducir drogas de las que se sabe poco en un cuerpo del que apenas se sabe nada. Empero, no debo ser injusto con los médicos. Aunque el noventa y ocho por ciento son simples charlatanes con veleidades criminales, hay algunos auténticos que a base de humanidad y destreza están por encima de todos los grandes de la tierra, porque conservar la vida es casi una tarea tan excelsa como crearla. Durante muchos años el doctor Tronchin, nuestro actual Hipócrates, se ha preocupado de mantenerme sobre la faz de la tierra. Lo ha conseguido, a pesar de mis desobediencias, y le estoy más agradecido por la buena intención que por los discutibles resultados.
Ecce homo. Éste es vuestro hombre Voltaire, señora condesa. Lo poco que queda de él os pertenece sin reservas. Merecéis mucho más, os lo aseguro. Si es un hombre lo que puede aliviar vuestro tedio, sin duda hay en Madrid media docena cuyo detenido conocimiento podría facilitaros mucha mayor fruición. Pero no creáis que pretendo rehuir la correspondencia que me proponéis. Sería fatuo a mi edad, porque lo es a cualquier edad, negar a una dama discreta y hermosa el único servicio placentero que tiene la bondad de solicitarme gentilmente. Si algún día me dieseis la enorme alegría de venir a Ferney, podría enseñaros un cuartito lleno hasta el techo de paquetes bien atados. Son los miles y miles de cartas que recibo y contesto, llegadas de toda Europa. Sin duda plantean una gran tarea para un pobre moribundo, pero una tarea deliciosa y que me mantiene vivo mejor que cualquier otra pócima salutífera. Puedo aseguraros que vuestra misiva me ha producido un placer singular, de cuya repetición no me quisiera privar en el futuro. Escribidme y os responderé. Pero dejemos en su catafalco el tema de Voltaire hombre, que suena a osario. Hablemos de cualquier otra cosa, de vos por ejemplo. Las ánimas del purgatorio alivian sus tormentos pensando en las criaturas celestes y suponiendo que algún día podrán encontrarse con ellas: estoy seguro, señora condesa, que no me dais ya como tantos curas por eternamente condenado y me lo demostraréis autorizándome a no hablar ni pensar más que en vos.
Quedo rendidamente vuestro en alma puesto que mencionar también mi cuerpo sería ofenderos.
DE VOLTAIRE
Gentilhombre ordinario del rey
De la Academia Francesa