Madrid, junio de 177…

SERÍA yo la más presuntuosa de las mujeres si diera por supuesto que vos, el más alto y más solicitado talento de nuestra época, puede aún guardar un leve recuerdo de mí. Nos conocimos hace casi treinta años, cuando yo no tenía más que dieciséis. Fue en Versalles, durante las fiestas que celebraron el matrimonio del Delfín: para aquella ocasión vos estrenasteis La princesa de Navarra, que se convirtió en la sensación de la temporada. Sin duda es algo que os ha pasado ya tantas veces —el éxito, la gloria refulgente, la rendida admiración de los más nobles y de los más sabios— que todas esas ocasiones semejantes las rememoraréis ahora como un solo y prolongado episodio, envuelto en un único aplauso. Pero en aquellas jornadas jubilosas de Versalles, hace tres décadas, también estaba yo y presencié y participé con todo entusiasmo en la unánime ovación que os rodeaba. Una ovación que, pese a las discrepancias, ha seguido creciendo día tras día y ahora os llega desde toda Europa con halago merecido y atronador: la ovación de un siglo, de vuestro siglo.

Os aseguro que yo entonces era muy bonita, señor. Y nada tonta. Y un poco descarada. Aquella noche os vi cruzar ante mí, el salón abarrotado y rutilante, por una y rara vez sin nadie a vuestra vera para intentar seduciros o lograr importunaros. Teníais por entonces cuarenta y tantos años, la edad que yo padezco ahora, mientras que aquella tarde era sólo una niña frente al gran hombre. Pero no me arredré: «Señor de Voltaire, ¿acaso no me habéis visto, que pasáis sin saludarme?». Os detuvisteis y, apoyado en vuestro bastón de puño de plata, me dedicasteis la más graciosa de las reverencias. Luego os acercasteis para besar mi mano y decir, no sé si con la boca o con vuestros ojos chispeantes: «Señorita, si os hubiese visto no habría sido capaz de pasar».

¿Nada más? Nada más. ¡Y hace ya tanto tiempo! Pero desde aquella velada regia os he sido fiel. Si me permitís uno de esos neologismos que no os agradan, os diré que a partir de esa noche y hasta hoy mismo nunca he dejado de ser volteriana. No sólo, claro está, por ese delicioso episodio de infancia. Os he leído, señor, conozco varias de vuestras tragedias y algunos de vuestros cuentos. Uno de ellos, Cándido, tiene siempre su puesto en mi tocador. Por eso me atrevo a escribiros, arriesgándome otra vez como aquella noche a impacientaros pero esperando de nuevo vuestra cortés benevolencia. Antes de aclarar lo que pretendo solicitaros, permitid que os cuente con brevedad cómo ha sido la vida de aquella muchachita cuya mano acariciaron vuestros labios.

Como os he dicho, nunca he sido tonta. Debo añadir que mi padre tampoco me hubiese consentido serlo. Era un fermier general que no tuvo hijos varones y que se preocupó con todo esmero de mi educación. Empezó por los idiomas. Gracias a sus desvelos puedo leer y expresarme correctamente en las cuatro lenguas cultas de Europa: francés, inglés, español e italiano. Por el contrario no consideró necesario que me esforzase en latín y griego, estudios que le parecían —creo que con mucha razón— propios de otra época. «Tus clásicos deben ser Racine y Corneille, Ariosto y Cervantes», me decía. A ellos añadí luego por mi cuenta Voltaire y Shakespeare… En vista de que mis progresos en geometría y física no resultaban demasiado evidentes, decidió reforzarme en música y me envió a Roma para que me ejercitase con maestros italianos. Allí conocí a don Nicolás de Azara, el embajador de España, hombre cultísimo, aficionado a la arqueología y a la pintura, así como también lector de mi Voltaire. Y fue este diplomático ilustrado quien me presentó un día en su residencia oficial a don Iñigo López de Losada, conde de Montoro, con quien al poco me casé.

Desde hace más de quince años residimos en Madrid. Don Iñigo ha sido el más considerado y liberal de los maridos. Compartimos la afición por la música, también en parte por la literatura y ambos detestamos (con suma discreción, claro está) las atrocidades del Santo Oficio y los embelecos de los jesuitas. Empero cada uno cultivamos pasiones propias que el otro tolera manteniéndose a distancia: los toros y la caza son las suyas y la mía predominante, ¿lo adivináis?, es leer a Voltaire. Hace diez años, cuando ya habíamos perdido la esperanza de tener descendencia, nos nació un hermoso niño que ha sido la alegría de esta casa nuestra, un poco demasiado madura y cultivadamente seria. Por cierto, que el niño se llama Francisco, oficialmente en honor del padre de mi esposo pero para mí en celebración de otro François que vos ya sabéis. Es mi Paco, mi Paquito, la dulzura de una vida que la declinación de los años me va haciendo cada vez más melancólica. ¡Ay, qué poco queda de la gracia que ostentó para vos aquella atrevida niña de dieciséis años en la fiesta de Versalles!

Perdonadme este itinerario biográfico y trivial, que difícilmente interesará a alguien como vos que suele compartir las confidencias de tantos reyes europeos y de una gran emperatriz. Sólo me queda haceros una última revelación, sobre la cual fundaré el ruego que voy a dirigiros. Señor de Voltaire, me aburro. No puedo más de aburrimiento en este Madrid que no es capital ni nada que se le parezca sino simplón pueblo grande, lleno de moscas, de mierda, de rezos, de curas, de hembras sin cerebro ni instrucción bostezando tras sus rejas y de gañanes embozados que no piensan más que en las fechorías de los bandoleros y en las estocadas de los matadores. En este país no se discute si Newton es más fiable en física que Descartes, ni se enfrentan los partidarios de Voltaire con los de Rousseau, ni los de Federico el Grande con los de Catalina de Rusia, ni los entusiastas de la música de Rameau con los que prefieren el estilo italiano: aquí nadie se apasiona más que por la facción de Pedro Romero frente a la de Costillares. Sólo se vive para ver morir en el ruedo, sólo se discute sobre las calidades comparadas de las diversas matanzas. Lo demás es siesta.

Y a mí ¿qué me queda? Tengo pocas amigas y no soy tan vieja ni tan española como para necesitar confesor. He tenido amantes, desde luego, pero ninguno extraordinario hasta el punto de hacerme olvidar que iba a sus brazos por fastidio, no por pasión. Ahora ya no soy joven y tengo demasiado orgullo para resignarme a ser considerada meramente interesante, después de haber sido arrebatadora: creo que la etapa de los amantes es pues capítulo cerrado. Adoro a mi hijo y estimo mucho a don Iñigo, pero francamente he de reconocer que ni la adoración ni la estima bastan tarde tras tarde para matar el tiempo inacabable. Por lo demás nunca me he molestado en aprender a bordar y, aunque amo la música, mis habilidades con el clavecín no pasan de mediocres.

De lo único que me siento capaz o, aún más, lo que creo hacer bastante bien es escribir. Pero no tengo a quién dirigir mis cartas y no es cosa de ponerme a componer versos o comedias: después de todo, soy una condesa. Y aquí empieza el estrépito de mi mayor atrevimiento. Quisiera escribiros a vos, señor de Voltaire. Aún voy más lejos: desearía que vos me contestaseis. Lo deseo más que nada en el mundo. Se trata de una osadía imperdonable, porque vos tenéis múltiples trabajos, estáis comprometido con el mundo a seguir dando incesantes muestras de vuestro genio, mantenéis correspondencia con los sabios más distinguidos y con varias testas coronadas… y yo, por mi parte, reconozco que carezco de títulos intelectuales y que me dirijo a vos porque no tengo nada mejor que hacer y porque me aburro. Soy caprichosa y egoísta, ya lo sé. Pero también sé que a vos, precisamente a vos, opuesto siempre a los pedantes y puritanos de este mundo, ni los caprichos ni el egoísmo os escandalizan: asumidos tan francamente como yo los tengo, quizá hasta os diviertan.

Señor de Voltaire, se os tiene por persona compasiva y yo os estoy pidiendo que me salvéis la vida, ¡no me dejéis morir de hastío! Si logro recibir unas líneas vuestras cada semana, o al menos cada mes, estaré curada. Viviré para disfrutar vuestros mensajes, para esperarlos con dulce impaciencia y para releerlos con deleite, para meditar mis respuestas de tal modo que os inciten de nuevo a escribirme. No os pido erudición ni filosofía en esa correspondencia. Primero, porque sé que las obtendré sin pedirlas, siempre que consiga vuestra atención. Segundo, porque no aspiro al Voltaire sabio, ni al Voltaire poeta o trágico, ni al Voltaire cortesano, maestro del siglo, sino nada menos que al Voltaire hombre. Sabemos gracias a vos cómo es el mundo, porque nos habéis explicado sus razones y desvelado sus flaquezas; pero ¿cómo sois vos mismo? Habéis iluminado los rincones más oscuros con la antorcha poderosa de vuestra inteligencia: ¿habréis de quedar vos, el más luminoso, oculto en la sombra ya derrotada?

Y si no queréis revelar vuestro ser ante los demás, por alguna íntima delicadeza que cabe comprender aun lamentándola, mostrádmelo al menos a mí sola en vuestras cartas. No debéis tener escrúpulo en esa ostentación porque yo propiamente no soy nadie y ni las personas más púdicas vacilan en desnudarse ante sus ayudas de cámara. Prometo devolveros con la mayor franqueza vuestra sinceridad; y prometo también que nadie salvo yo conocerá lo que vos queráis confiarme. Sobre todo, os amaré siempre, es decir, os seguiré amando pero ahora además os estaré infinitamente agradecida. ¿Es poco lo que os ofrezco? Nunca una gran divinidad, aunque reciba el culto de todo un continente, ha rechazado la veneración de otro templo, por humilde que éste sea.

CAROLINA DE BEAUREGARD,

CONDESA DE MONTORO