CAMINABA por la calle. Kaminski no iba a mi lado, pero estaba cerca, y tenía que apresurarme. A cada paso me topaba con más gente. Tropecé y caí al suelo. Intenté levantarme, pero no fui capaz: el peso de mi cuerpo había aumentado, la gravedad podía más que yo, me rozaban piernas, un zapato pisoteó mi mano, aunque no me dolió, utilizaba todas mis fuerzas para mantener lejos de mí el suelo que me retenía; en ese momento, me desperté. Eran las cuatro y media de la mañana. Reconocí los contornos del armario y de la mesa, la ventana oscura, la cama vacía de Elke a mi lado. Aparté la manta, me levanté, sentí la alfombra bajo mis pies desnudos. Del armario salía un ruido extraño, como si alguien escarbara en su interior. Abrí. Allí estaba Kaminski, acurrucado, la barbilla encima de las rodillas, los brazos alrededor de las piernas, mirándome con sus ojos claros. Deseaba hablar, pero en cuanto pronunció las primeras palabras, la habitación se desvaneció en el aire; sentí el peso de la manta sobre mi cuerpo, un sabor amargo en la boca, una sensación de abotargamiento, dolor de cabeza. Armario, mesa, ventana, cama vacía. Las cinco y diez. Carraspeé, mi voz sonó extraña, y me levanté. Percibí la alfombra bajo mis pies y, tiritando, contemplé en el espejo el estampado a cuadros de mi pijama. Me acerqué a la puerta, giré la llave, abrí.
—¡Y yo que pensaba que nunca ibas a preguntar! —exclamó Manz—. ¿Lo sabes ya? Jana entró detrás de él. ¿Qué tenía que saber?
—¡Vamos! —exclamó Manz—, ¡no te hagas el tonto!
Jana se enrollaba con cuidado un mechón de pelo alrededor de su dedo índice.
—Derroche —apuntó Manz con tono alegre—, todo locura y derroche, querido.
Sacó un pañuelo, me saludó agitándolo con gesto afectado y se rio tan alto que me desperté. Ventana, armario y mesa, la cama vacía, la manta revuelta, mi almohada se había caído al suelo, me dolía la garganta. Me levanté. Cuando sentí la alfombra bajo mis pies me acometió tal sensación de irrealidad que tanteé en busca de la pata de la cama, pero con un movimiento súbito se me escurrió entre las manos. Esta vez supe que era un sueño. Me acerqué a la ventana y levanté la persiana: brillaba el sol, la gente caminaba por el parque, pasaban los coches, eran poco más de las diez y no era un sueño. Salí al pasillo. Olía a café. Oí voces procedentes de la cocina.
—¿Es usted, Zöllner?
Kaminski, en bata, se sentaba a la mesa de la cocina y llevaba puestas sus gafas negras. Ante él había zumo de naranja, cereales, una fuente con frutas, mermelada, una cesta con bollería recién hecha y una taza de café humeante. Frente a él se sentaba Elke.
—¿Has vuelto? —pregunté con voz insegura.
Ella no contestó. Llevaba un traje sastre de corte elegante y lucía nuevo peinado: su pelo, más corto, dejaba las orejas al aire, con rizos suaves en la nuca. Tenía buen aspecto.
—¡No ha sido un sueño agradable! —dijo Kaminski—. Un espacio diminuto, sin ventilación, y yo estaba encerrado pensando que era un ataúd, pero entonces me di cuenta de que había ropas colgadas encima de mí y que se trataba de un simple armario. Después estaba en un bote y quería pintar, pero carecía de papel. ¿Puede usted creer que todas las noches sueño con la pintura?
Elke se inclinó hacia delante y le acarició el brazo. Una sonrisa infantil asomó a su rostro. Me lanzó una fugaz mirada.
—¡Ya os habéis conocido! —dijo.
—Usted también aparecía, Zöllner, pero de esa parte no me acuerdo.
Elke le sirvió café, yo acerqué una silla y me senté.
—No esperaba en absoluto tu regreso —rocé su hombro—. ¿Qué tal el viaje?
Ella se levantó y salió.
—El asunto no tiene buen cariz —comentó Kaminski.
—Espere —dije saliendo tras ella.
La alcancé en el pasillo, fuimos al salón.
—¡No tenías ningún derecho a venir aquí!
—Me encontraba en apuros. Tú no estabas, y… ¡Y después de todo, muchos se alegrarían si llevara a su casa a Manuel Kaminski!
—Entonces deberías haberlo llevado a casa de alguno de esos.
—Elke —dije agarrándola por el hombro.
Me acerqué a ella. Parecía desconocida, más joven, algo le había ocurrido. Me observaba con los ojos centelleantes, un mechón de pelo cayó sobre su frente y se quedó colgado en la comisura de su boca.
—Olvidémoslo —musité—. Soy yo. Sebastian.
—Si pretendes seducirme, deberías afeitarte. No deberías estar en pijama, y quizá no debería estar Rubens sentado ahí al lado esperando a que lo lleves junto a su amor de juventud.
—¿Cómo te has enterado de eso?
Ella apartó mi brazo.
—Por él.
—¡Pero si no habla de ese tema!
—Quizá contigo no. Yo he tenido la impresión de que no habla de otra cosa. No creo que te hayas dado cuenta, pero está muy nervioso —me escrutó con atención—. Y por otra parte, ¿cómo se te ha ocurrido semejante idea?
—Para tener la oportunidad de estar a solas con él. Además, necesito la escena para el comienzo del libro. O para el final, eso aún no lo he decidido. Sólo así sabré lo que sucedió en realidad —por primera vez me sentaba bien hablar con ella—. Nunca se me habría ocurrido pensar que fuese tan difícil. Todos cuentan algo distinto, la mayoría está olvidado, y todos se contradicen entre sí. ¿Cómo voy a averiguar algo?
—Quizá no debas hacerlo.
—Nada encaja. Él es completamente distinto a como me lo describieron.
—Porque es viejo, Bastian.
Me froté las sienes.
—Dijiste que quizá tuviera aún una oportunidad. ¿A qué te refieres?
—Pregúntale a él.
—¿Cómo que a él? Está completamente senil.
—Si tú lo dices —se dio media vuelta.
—Elke, ¿de verdad tiene que terminar así?
—Sí. Y no es trágico, ni malo, ni tan siquiera triste. Perdona, habría sido mejor hacértelo comprender con más delicadeza. Pero entonces nunca habría conseguido que te marcharas de aquí.
—¿Es tu última palabra?
—Mi última palabra te la dije por teléfono. Todo esto sobra. Pide un taxi y márchate a la estación. Volveré dentro de una hora. Para entonces me gustaría encontrar la casa vacía.
—¡Elke!
—De lo contrario me veré obligada a llamar a la policía.
—¿Y a Walter?
—Y a Walter —dijo al salir.
La oí hablar en voz baja con Kaminski, a continuación la puerta de casa se cerró. Me froté los ojos, me dirigí a la mesa del salón, cogí una de las cajetillas de cigarrillos de Elke y medité si debía intentar llorar. Encendí un pitillo, lo dejé en el cenicero y observé cómo se convertía en ceniza. Luego, me sentí mejor.
Regresé a la cocina. Kaminski sostenía entre las manos un lápiz y un bloc de apuntes. Tenía la cabeza ladeada sobre los hombros y la boca abierta; parecía soñar o estar escuchando a alguien. Al cabo de unos segundos, me di cuenta de que dibujaba. Su mano se deslizaba despacio sobre el papel: índice, anular y meñique se mantenían estirados, mientras el pulgar y el corazón sostenían el lápiz. Trazó sin interrupción una espiral que a veces, en lugares aparentemente casuales, formaba pequeñas ondas.
—¿Nos ponemos en marcha? —preguntó.
Me senté a su lado. Sus dedos se encorvaron, en el centro de la hoja surgió una mancha. Con un movimiento de muñeca esbozó unas rápidas rayas y a continuación apartó el bloc. Cuando lo examiné por segunda vez, la mancha se convirtió en una piedra, y la espiral, en los círculos que ésta formaba al chocar con el agua en calma, salpicando espuma. Se percibía incluso el reflejo, apenas insinuado, de un árbol.
—Es genial.
—Eso puede hacerlo hasta usted —arrancó la hoja, se la guardó y me entregó el bloc y el lápiz. Puso su mano sobre la mía—. Imagínese algo. Algo muy sencillo.
Pensé en una casa, tal como la dibujan los niños. Dos ventanas, el tejado, la chimenea y una puerta. Nuestras manos se movían. Contemplé su nariz afilada, sus cejas arqueadas; oí el tono silbante de su respiración. Volví a examinar el papel. Ahí estaba ya el tejado, plasmado con un esgrafiado sutil, como de nieve o de hiedra, luego una pared, con una contraventana abierta, una pequeña figura, formada por tres rayas, se asomaba apoyada en un brazo; ahora la puerta, caí en la cuenta de que ese dibujo era un original, si lograba convencerle de que lo firmase, podría venderlo muy caro, la puerta salió torcida, la segunda pared de la casa, con eso podría comprarme un coche, no encontró el tejado, el lápiz zozobró en la esquina inferior, algo iba mal, Kaminski soltó mi mano.
—¿Qué tal?
—Regular —contesté decepcionado.
—¿Nos vamos?
—Claro.
—¿Volveremos a coger el tren?
—¿El tren?
Reflexioné. Las llaves del coche debían de estar todavía en el bolsillo de mi pantalón, el coche continuaba en el lugar donde lo había aparcado la noche anterior. Elke no regresaría hasta dentro de una hora.
—No, hoy no.