X

—SEBASTIAN. HOLA. PASA, pasa.

Hochgart me dio una palmada en el hombro, yo a él un cachete en el brazo. Me miró como si fuéramos amigos y sonreí como si lo creyese. Era el galerista, también escribía críticas ocasionales, a veces sobre exposiciones que se celebraban en su propia galería, lo cual no molestaba a nadie. Llevaba una chaqueta de cuero y el pelo largo y greñudo.

—Imposible perderse a Quilling —aduje—. ¿Me permites que haga las presentaciones? —vacilé un instante—. Manuel Kaminski.

—Mucho gusto —contestó Hochgart alargando la mano.

Kaminski, que estaba a mi lado, encogido, apoyado en su bastón, con su jersey y sus pantalones de pana para entonces muy arrugados, no reaccionó. Hochgart se quedó paralizado; luego le palmeó el hombro. Kaminski se sobresaltó, Hochgart me dirigió una sonrisa elocuente y desapareció entre la multitud.

—Pero, ¿qué ha sido eso? —Kaminski se frotaba el hombro.

—No le haga caso —seguí a Hochgart, inseguro, con la vista—. Carece de importancia. Pero hay cuadros interesantes.

—¿Y qué me importan a mí los cuadros interesantes? ¿No habrá sido capaz de traerme en serio a una exposición? Hace apenas una hora que me he tomado una pastilla para dormir, apenas sé si aún sigo con vida, ¿y usted me trae aquí?

—Se inaugura hoy —le informé nervioso encendiendo un cigarrillo.

—La última inauguración a la que asistí fue hace treinta y cinco años en el Guggenheim. ¿Es que se ha vuelto loco?

—Serán sólo unos minutos.

Seguí obligándole a caminar; la gente, al ver su bastón y sus gafas, le abría paso.

—¡Quilling tiene que haber triunfado —exclamó Eugen Manz, el director de la revista ArT—, ahora hasta los ciegos acuden a él —y tras meditar unos momentos añadió—: ¡Dejad que los ciegos se acerquen a mí! —la risa le obligó a dejar su vaso.

—Hola, Eugen —saludé con cautela. Manz era importante, yo confiaba mucho en lograr un empleo fijo en su revista.

—¡Dejad que los ciegos se acerquen a mí! —repitió.

Una mujer delgada con pómulos afilados le acarició la cabeza. Él se enjugó las lágrimas y me miró confundido.

—Sebastian Zöllner —anuncié—. ¿Te acuerdas?

—Claro —respondió—. Ya sé.

—Y él es Manuel Kaminski.

Dirigió su mirada cerúlea hacia Kaminski, luego hacia mí, y de nuevo hacia Kaminski.

—No me digas, ¿en serio?

Me sentí entusiasmado.

—Por supuesto.

—¡Oh! —exclamó retrocediendo un paso; la mujer situada tras él profirió un grito de dolor.

—Perdón, ¿qué sucede?

Eugen Manz se acercó a Kaminski, se inclinó ante él y le tendió la mano.

—Eugen Manz.

Kaminski no reaccionó.

ArT.

—Ya —farfulló Kaminski.

Manz se decidió a retirar la mano.

—¿Qué le trae hasta aquí?

—Eso querría saber también yo.

Manz soltó una carcajada, volvió a enjugarse las lágrimas y exclamó:

—¡Bueno, esto es imposible!

Dos personas se quedaron inmóviles sosteniendo sus copas: la redactora de televisión Verena Mangold y el propio Alonzo Quilling. La última vez que había visto a Quilling tenía barba; ahora iba completamente afeitado, y llevaba trenza y gafas.

—¡Mirad! —exclamó Manz—. ¡Manuel Kaminski!

—¿Qué pasa con él? —preguntó Quilling.

—Está aquí —contestó Manz.

—¿Quién? —quiso saber Verena Mangold.

—No te creo —opinó Quilling.

—¡Te lo aseguro! —exclamó Manz—. Señor Kaminski, le presento a Alonzo Quilling, y ella… —miró vacilante a Verena Mangold.

—Mangold —repuso la mujer rápidamente—. ¿Usted también es pintor?

Hochgart se nos acercó y pasó el brazo a Quilling por los hombros. Éste retrocedió dando un respingo, pero, al recordar que era su galerista, lo dejó hacer.

—¿Os gustan los cuadros?

—Ahora no se trata de ellos —contestó Manz; Quilling le miró asustado—. Éste es Manuel Kaminski.

—Lo sé —dijo Hochgart, acechando con la mirada a su alrededor—. ¿Ha visto alguno de vosotros a Jablonik? —y hundiendo las manos en los bolsillos, se alejó.

—Estoy escribiendo un libro sobre Manuel —informé—. Por ese motivo, como es lógico tenemos que…

—Soy un admirador de su obra temprana —dijo Quilling.

—¿De veras? —preguntó Kaminski.

—Con la obra tardía tengo problemas.

—¿Ese trozo de hierba de la Tate Gallery es suyo? —preguntó Manz—. ¡Me dejó asombrado!

—Es de Freud —contestó Kaminski.

—¿De Freud? —preguntó Verena Mangold.

—De Lucian Freud.

—Me he equivocado —reconoció Manz—. Sorry.

—Quiero sentarme —dijo Kaminski.

—Estamos aquí de paso, viajamos juntos —expliqué dándome importancia—. Es todo cuanto puedo decir.

—Buenas noches —saludó un hombre de pelo gris.

Era August Walrat, uno de los mejores pintores del país. Los expertos lo valoraban, pero no había alcanzado el éxito; por alguna razón, nunca se había dado el caso de que una de las revistas prominentes hubiera escrito sobre él. Ahora era demasiado viejo y era ya de todo punto imposible, llevaba ahí demasiado tiempo y la ocasión había pasado. Era mejor que Quilling, todos lo sabían.

Él también lo sabía, y hasta el mismo Quilling lo sabía. A pesar de todo, nunca había conseguido una exposición individual en la galería de Hochgart.

—Este es Manuel Kaminski —le presentó Manz.

La mujer delgada le puso la mano en el hombro y se apretó contra él, que le sonrió.

—Pero si está muerto —dijo Walrat.

Verena Mangold inspiró, Manz soltó a la mujer, y yo miré asustado a Kaminski.

—Si no me siento pronto, seguro que lo estaré.

Agarré a Kaminski por el codo y lo conduje hacia las sillas alineadas junto a la pared.

—Estoy escribiendo la biografía de Manuel —manifesté en voz alta—. Por eso estamos aquí. Él y yo. Nosotros.

—Le pido disculpas —dijo Walrat—. Con ese comentario quería decir que es usted un clásico. Como Duchamp o Brancusi.

—¿Brancusi? —preguntó Verena Mangold.

—Marcel era un vanidoso —bufó Kaminski—, un ridículo fanfarrón.

—¿Me permitirá entrevistarle alguna vez? —preguntó Manz.

—Sí —contesté.

—No —replicó Kaminski.

Hice a Manz un gesto de asentimiento y estiré la mano: ¡Paciencia, yo lo arreglaría! Manz me miraba sin comprender.

—Duchamp es importante —adujo Walrat—. Alguien ante quien no se puede pasar de largo.

—La importancia no es importante —dijo Kaminski—. Lo importante es pintar.

—¿Duchamp también está aquí? —preguntó Verena Mangold.

Kaminski se sentó con un gemido sobre una silla plegable, yo lo sostuve y Manz se inclinó, curioso, por encima de mi hombro.

—Tú dispones de buena información sobre él —le dije en voz baja.

Asintió.

—En cierta ocasión escribí su necrológica.

—¿Cómo?

—Hace diez años, cuando era redactor cultural en Abendnachrichten. Mi trabajo principal consistía en hacer acopio de necrológicas. ¡Me alegro de que haya finalizado esa época!

Kaminski acercó el bastón hacia él, su cabeza estaba inclinada, sus mandíbulas trituraban; si hubiera habido menos ruido, se habrían oído los chasquidos de su lengua. Encima de él, un collage de Quilling mostraba un televisor del que manaba un espeso río de sangre y la leyenda, aplicada con spray, Watch it! Al lado, colgaban tres de sus Advertisement Papers: carteles de la fábrica de jabones DEMOT, sobre los que Quilling había pegado figuras de Tintoretto recortadas. Durante un tiempo estuvieron muy en boga, pero desde que la propia empresa DEMOT los utilizaba para la publicidad, nadie sabía ya muy bien qué pensar de ellos.

Hochgart me apartó a un lado.

—Alguien me ha comentado que usted es Manuel Kaminski.

—¡Eso ya te lo he dicho antes! —exclamé.

Hochgart se puso en cuclillas, de modo que su rostro quedó a la misma altura que el de Kaminski.

—Tenemos que hacer fotos.

—A lo mejor puede exponer aquí —sugirió la mujer delgada.

Hasta entonces no había pronunciado una sola palabra. La miramos sorprendidos.

—No, en serio —dijo Manz pasándole el brazo por las caderas—. Tenemos que aprovechar la oportunidad. Una semblanza, quizá. En el próximo número. ¿Seguirá usted mañana en la ciudad?

—Espero que no —contestó Kaminski.

Zabl, el catedrático, se acercó con paso inseguro, derribando a Hochgart, que seguía en cuclillas en el suelo.

—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Qué pasa? ¿Cómo?

Había bebido demasiado. Tenía el pelo blanco, lucía un bronceado de solarium y llevaba, como siempre, una corbata de colores chillones.

—Necesito un taxi —dijo Kaminski.

—No es necesario —respondí—. Nos iremos enseguida —y mirando sonriente a los que nos rodeaban, expliqué—: Manuel está cansado.

Hochgart se levantó, se sacudió los pantalones y anunció:

—Este es Manuel Kaminski.

—Mañana le haremos una entrevista —añadió Manz.

—Encantado —repuso Zabl dirigiéndose a Kaminski con paso vacilante—. Zabl, catedrático de Estética —y abriéndose paso entre nosotros, se sentó en una silla libre.

—¿Nos vamos? —preguntó Kaminski.

Una camarera pasó con una bandeja; tomé una copa de vino, la vacié de un trago y cogí otra.

—¿Me equivoco al decir que es usted el hijo de Richard Rieming? —preguntó Zabl.

—Algo por el estilo —respondió Kaminski—. Disculpe la pregunta, ¿qué cuadros míos conoce usted?

Zabl nos miró a todos los presentes, uno tras otro. Su cuello temblaba.

—El caso es… en este momento… no lo sé… —descubrió los dientes en una sonrisa forzada—. En el fondo, tampoco es mi especialidad.

—Ya es tarde —dijo Manz—. No debe usted someter al señor Zabl a un interrogatorio tan severo.

—¿Es usted amigo de Quilling? —quiso saber el catedrático.

—Quizá sea una arrogancia excesiva por mi parte —afirmó Quilling—. Pero lo cierto es que siempre me consideraré discípulo de Manuel.

—En cualquier caso ha logrado usted sorprendernos —dijo Manz.

—¡No! —exclamé—. ¡Él está aquí conmigo!

—Señor Kaminski, ¿puedo invitarle la semana que viene a mi seminario? —le pidió Zabl.

—No creo que la semana que viene siga aquí —contestó Quilling—. Manuel viaja mucho.

—¿En serio? —preguntó Manz.

—Se las arregla a las mil maravillas —comentó Quilling—. A veces nos preocupa su salud, pero de momento… —rozó un instante el marco teñido de oscuro del cuadro Watch it!—, ¡toquemos madera!

—¿Ha llamado alguien a un taxi?

—Sí, nos vamos ahora mismo —informé.

La mujer de la bandeja regresó y cogí otra copa.

—¿Le vendría bien mañana a las diez? —preguntó Manz.

—¿Para qué? —preguntó Kaminski.

—Nuestra entrevista.

—No —contestó Kaminski.

—Eso ya lo aclararé yo con él —precisé.

Zabl intentó levantarse, pero tuvo que agarrarse y volvió a desplomarse sobre la silla. Hochgart apareció de improviso con una cámara fotográfica en la mano y disparó. El flash lanzó nuestras sombras contra la pared.

—¿Puedo llamarte la semana que viene? —pregunté en voz baja a Manz; tenía que negociar mientras aún recordase aquella noche.

—La próxima no me viene muy bien —entornó los ojos—. Mejor, la siguiente.

—De acuerdo —dije.

Vi a Walrat y a Verena Mangold al otro lado de la sala, bajo tres tubos de neón sobre los que Quilling había pegado recortes de periódico. Ella hablaba muy deprisa; él, recostado en la pared, miraba su copa con pesadumbre. Cogí por el codo a Kaminski y le ayudé a levantarse; acto seguido, Quilling lo cogió por el otro. Lo condujimos hacia la puerta.

—Puedo solo —dije—. ¡Déjelo!

—No es molestia —repuso Quilling—, no es molestia.

Manz me dio unos golpecitos en el hombro, solté a Kaminski un momento.

—Digamos mejor a finales de esta semana, el viernes. Llama a mi secretaria.

—El viernes —repetí—. Perfecto.

Manz asintió distraído, la mujer delgada apoyó la cabeza en su hombro. Al volverme, vi que Hochgart estaba fotografiando en ese momento a Quilling y a Kaminski. Las conversaciones enmudecieron. Agarré apresuradamente el otro brazo de Kaminski, demasiado tarde: Hochgart ya había parado de hacer fotos. Seguimos andando, el suelo me parecía irregular, un suave temblor atravesaba el aire. Había bebido demasiado.

Descendimos por la escalera.

—¡Cuidado, escalón! —advertía Quilling a cada paso.

Yo observaba el pelo ralo de Kaminski, su mano derecha aferraba con energía el bastón. Salimos a la calle. La lluvia había cesado. Los reflejos de las farolas se deshacían en los charcos.

—¡Gracias! —dije—. He aparcado ahí enfrente.

—Yo he aparcado más cerca —replicó Quilling—. Puedo llevarle. También tengo casa para invitados.

—¿No tiene que volver?

—Esos se las arreglarán sin mí.

—Se trata de su exposición.

—Esto es más importante.

—¡Ya no le necesitamos!

—Sería más fácil así.

Solté a Kaminski, di la vuelta alrededor de ambos y dije al oído de Quilling:

—¡Suéltelo y vuelva dentro!

—¿Quién es usted para darme órdenes?

—Yo escribo críticas y usted expone. Tenemos la misma edad. Estaré presente en cada ocasión.

—No le comprendo.

Retrocedí y agarré del brazo a Kaminski.

—Aunque la verdad es que quizá me vea obligado a regresar.

—Quizá —dije.

—Al fin y al cabo, es mi exposición.

—Lo es —reconocí.

—Qué le vamos a hacer.

—Lástima —repuse.

—Ha sido un honor para mí —dijo—. Un gran honor, Manuel.

—¿Pero quién es usted? —preguntó Kaminski.

—¡Es impagable! —exclamó Quilling—. Adiós, Sebastian.

—Adiós, Alonzo.

Durante unos segundos, nos miramos repletos de odio. A continuación él dio media vuelta y corrió escaleras arriba. Cruzamos la calle y conduje a Kaminski hasta el coche de Elke. Un Mercedes amplio, veloz y lujoso, casi tan bonito como el BMW robado. A veces tenía la sensación de que todos ganaban dinero menos yo.

Necesité toda mi capacidad de concentración para mantenerme en mi carril, estaba un poco borracho. Abrí la ventanilla, el aire fresco me reconfortó. Tenía que acostarme pronto, al día siguiente necesitaría tener la cabeza despejada. La velada había sido un éxito, me habían visto con Kaminski, todo había salido bien. A pesar de todo, sentí una súbita tristeza.

—Sé por qué lo ha hecho —comentó Kaminski—. Le he infravalorado.

—¿De qué habla?

—Ha querido demostrarme que empiezan a olvidarme.

Necesité un momento para comprender sus palabras. Él echó la cabeza hacia atrás y respiró hondo.

—Nadie conocía mis cuadros.

—Eso no significa nada.

—¿Que no significa nada? —repitió—. Usted quiere escribir sobre mi vida. ¿No le ha provocado eso inseguridad?

—En absoluto —mentí—. El libro será magnífico, todo el mundo lo espera con impaciencia. Además, usted mismo lo predijo: uno es un desconocido, después logra la fama, y luego le olvidan de nuevo.

—¿Eso lo dije yo?

—Por supuesto que sí. Y Dominik Silva contó…

—No lo conozco.

—¡Dominik!

—No lo he visto jamás.

—No pretenderá decir…

Resopló con fuerza y se quitó las gafas. Tenía los ojos cerrados.

—Cuando digo que no he visto nunca a una persona, quiero decir exactamente eso. No lo conozco. Créame.

Guardé silencio.

—¿Me cree? —preguntó. Parecía ser importante para él.

—Sí —respondí en voz baja—, claro que sí.

Y de repente le creí de verdad, estaba dispuesto a creerlo todo de él, me daba igual. Incluso me daba igual cuándo se publicase el libro. Sólo deseaba dormir. Y que Kaminski no se muriera.