IX

—LA perspectiva es una técnica de la abstracción, una convención del Quattrocento a la que nos hemos habituado. La luz tiene que atravesar muchas lentes antes de que consideremos realista una imagen. La realidad nunca ha parecido una foto.

—¿No? —comenté reprimiendo un bostezo.

Estábamos en el vagón restaurante de un tren expreso. Kaminski llevaba sus gafas, tenía el bastón apoyado junto a él, la bata estaba guardada dentro de una bolsa de plástico en el portaequipajes. El dictáfono, conectado, reposaba sobre la mesa. Se había tomado una sopa, dos platos principales y un postre, y ahora iba por el café; yo le había cortado la carne y había intentado en vano recordarle su dieta. Desde hacía dos horas se mostraba despejado y alegre, y hablaba por los codos.

—La realidad cambia a cada mirada, a cada segundo transcurrido. La perspectiva es una recopilación de reglas para encerrar este caos en el plano a cualquier precio. Ni más, ni menos.

—¿Sí?

Yo tenía hambre; al contrario que él, sólo había tomado una ensalada incomible. Unas cuantas hojas resecas con una salsa grasienta de la que me quejé, pero el camarero se limitó a contestar con un suspiro. El dictáfono hizo clic: se había terminado la cinta. Coloqué una nueva. Durante todo ese tiempo, él había conseguido no decir ni una palabra que yo pudiera utilizar.

—La verdad reside, si es que lo hace, en la atmósfera. Es decir, en el color, no en el dibujo, y mucho menos en la corrección de los puntos de fuga. ¿No se lo dijeron a usted sus profesores, verdad?

—No, no.

No tenía ni la menor idea. Mis recuerdos de la carrera se habían desvanecido: discusiones estériles en seminarios, colegas pálidos que se asustaban de sus disertaciones, el olor a comida rancia de los comedores universitarios, y alguien pidiéndote continuamente que firmases un manifiesto. En cierta ocasión, tuve que entregar un trabajo sobre Degas. ¿Degas? No se me ocurrió nada, así que lo copié de la enciclopedia de cabo a rabo. En el segundo semestre, por mediación de mi tío, conseguí el empleo en la agencia de publicidad; poco después quedó libre el puesto de crítico de arte en el periódico local y mi solicitud tuvo éxito. Lo hice bien desde el principio: algunos principiantes intentaban destacar mediante críticas feroces e iracundas, pero las cosas no funcionaban así. Por el contrario, había que ser siempre y en todas las cuestiones de la misma opinión que los colegas, y aprovechar mientras tanto las inauguraciones de exposiciones para establecer contactos. Pronto conseguí escribir para varias revistas de actualidad, lo que me permitió abandonar mi anterior empleo.

—Nadie dibujaba mejor que Miguel Angel, nadie sabía dibujar como él. Sin embargo, no concedía demasiada importancia a los colores. Contemple la Sixtina: él no acababa de comprender que los colores… mismos cuentan algo del mundo. ¿Lo está grabando usted?

—Al pie de la letra.

—Usted sabe que poseo una gran experiencia en las técnicas de los antiguos maestros. Durante cierto tiempo, incluso fabriqué los colores con mis propias manos. Aprendí a distinguir los pigmentos por el olor. Si uno se ejercita en eso, puede efectuar las mezclas sin equivocarse. En ese sentido, yo veía mejor que mi ayudante, a pesar de sus ojos penetrantes.

Dos hombres se sentaron a la mesa contigua.

—Se trata de las cuatro P —decía uno—. Precio, promoción, posición, producto.

—¡Mire por la ventanilla! —exclamó Kaminski.

Se reclinó en el asiento y se frotó la frente; volvió a llamarme la atención el tamaño desmesurado de sus manos. La piel estaba agrietada, alrededor de los nudillos se veían callosidades endurecidas: eran las manos de un artesano.

—Supongo que ahí fuera habrá colinas, prados, a ratos pueblos. ¿Es así?

—Más o menos —contesté sonriente.

—¿Brilla el sol?

—Sí.

Llovía a cántaros. Y desde hacía media hora sólo se veían carreteras atestadas de coches, naves industriales, chimeneas de fábricas. Ni colinas ni prados ni, mucho menos, pueblos.

—En una ocasión me pregunté si se podía trasladar a la pintura un viaje en tren como éste. Me refiero al viaje entero, no a una simple instantánea.

—Nuestros grupos de prueba —gritaba el hombre de la mesa de al lado— confirman que la textura se ha vuelto más delicada. Y también que el sabor ha mejorado.

Preocupado, aproximé un poco más el dictáfono a Kaminski. Si el tipo de ahí enfrente no bajaba la voz, en la cinta sólo se le oiría a él.

—He reflexionado a menudo sobre ello —dijo Kaminski— después de verme obligado a dejarlo. ¿Cómo se comporta un cuadro con el tiempo? Por aquel entonces pensaba en el trayecto entre París y Lyon. Había que reproducirlo tal como se te presenta en el recuerdo… comprimido hasta reducirlo a lo típico.

—Aún no hemos hablado de su matrimonio, Manuel.

Frunció el ceño.

—Aún no… —volví a la carga.

—Por favor, no me llame por mi nombre. Soy mayor que usted y estoy acostumbrado a otras maneras.

—La pregunta del millón —gritó el hombre de la mesa vecina— es si los mercados europeos reaccionan de forma distinta a los asiáticos.

Me volví. Frisaba la treintena, y llevaba la americana torcida. Era pálido y peinaba sus ralos cabellos en diagonal sobre la cabeza. Justo el tipo de gente que me resultaba insoportable.

—¡La pregunta del millón! —repitió y, al toparse con mi mirada, me espetó—: ¿Qué?

—Hable usted más bajo —le aconsejé.

—¡Hablo bajo! —aseveró.

—Entonces, más bajo aún —le repliqué volviéndome.

—Tendría que ser un lienzo grande —decía Kaminski—. Y a pesar de que aparentemente nada resulta diáfano, todo aquel que hubiera hecho el viaje tendría que reconocerlo. Por entonces yo pensaba que acabaría consiguiéndolo.

—¡Y luego está la cuestión del emplazamiento! —gritó el hombre de la mesa de al lado—. ¿Dónde están las prioridades?, pregunto. ¡No lo saben!

Me volví de nuevo y lo miré.

—¿Me mira a mí? —inquirió.

—¡No! —le contesté.

—Insolente —me espetó.

—Fantoche —le solté.

—No tengo por qué tolerar eso —repuso levantándose.

—A lo mejor, sí —repliqué, levantándome a mi vez.

Me di cuenta de que era mucho más alto que yo. En el vagón, las conversaciones enmudecieron.

—Siéntese —ordenó Kaminski con un tono muy peculiar.

El hombre, preso de una súbita indecisión, avanzó pero retrocedió de nuevo. Miró a los demás sentados a su mesa y acto seguido a Kaminski. Se frotó la frente. Por fin, se sentó.

—Muy bien —dije—, eso ha sido…

—¡Usted también!

Obedecí en el acto. Lo miré con fijeza, mientras notaba los latidos de mi corazón.

Se reclinó en el asiento y sus dedos acariciaron la taza de café vacía.

—Va a dar la una, y he de acostarme.

—Lo sé —repuse, cerrando los ojos durante un instante. ¿Qué me había asustado tanto?—. En seguida llegaremos a casa.

—Quiero un hotel.

Entonces páguelo usted, estuve a punto de decir, pero me contuve. Esa mañana había tenido que sufragar, una vez más, la cuenta del hotel y del servicio de habitaciones para él. Mientras entregaba mi tarjeta de crédito al señor Wegenfeld, acudieron de nuevo a mi memoria los extractos bancarios de Kaminski. Ese ancianito avariento que viajaba, comía y dormía a mis expensas, tenía pese a todo más dinero del que yo ganaría a lo largo de toda mi vida.

—Disfrutaremos de un alojamiento privado, en casa de una… en mi casa. Un piso grande, muy confortable. Le gustará.

—Quiero ir a un hotel.

—¡Le gustará!

Elke no regresaría hasta la tarde del día siguiente. Para entonces ya nos habríamos ido, seguramente ni siquiera se daría cuenta. Comprobé satisfecho que el simio de la mesa de al lado hablaba ahora en voz baja. Yo le había intimidado.

—Déme un cigarrillo —me rogó Kaminski.

—No debe fumar.

—Cualquier cosa que acelere el asunto me parece bien. ¿A usted también, no? Al pintar, quería decir, los problemas se resuelven exactamente igual que en la ciencia.

Le di un cigarrillo y lo encendió tembloroso. ¿Qué es lo que había dicho… a mí también? ¿Había adivinado algo?

—Yo, por ejemplo, deseaba plasmar una serie de autorretratos, pero no sólo con mi reflejo o fotografías como modelo, sino única y exclusivamente a partir de la idea que albergaba de mí mismo. Porque nadie tiene ni idea de su propio aspecto, nos forjamos unas imágenes de nosotros mismos completamente falsas. En general nos esforzamos por compensarlo con toda suerte de remedios. ¡Pero si haces lo contrario, si pintas precisamente esa imagen falsa con la mayor exactitud posible, con todos los detalles, todos los rasgos característicos…! —dio un puñetazo sobre la mesa—. ¡Un retrato que, sin embargo, no lo es! ¿Se lo imagina? Pero todo quedó en agua de borrajas.

—Al menos lo intentó.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo… lo supongo.

—Cierto, lo intenté. Después mis ojos… O quizá no fueron mis ojos, sencillamente no salió bien. Hay que reconocer la derrota. Miriam los quemó.

—¿Cómo dice?

—A petición mía —echó la cabeza hacia atrás y proyectó el humo en vertical—. Desde entonces no he vuelto a pisar mi estudio.

—¡Lo creo!

—No hay que entristecerse por ello. Porque de lo que se trata en definitiva es de valorar el propio talento. Cuando era joven y aún no había pintado nada aprovechable… No creo que sea capaz de imaginárselo. Me encerré durante una semana…

—Cinco días.

—…Vale, cinco días, para pensar. Sabía que aún no había creado nada. Nadie puede ayudarte en eso —tanteó en busca del cenicero—. No necesitaba tan sólo una buena idea. Las buenas ideas abundan por doquier. Tenía que averiguar qué clase de pintor podía llegar a ser. Hallar un camino al margen de la mediocridad.

—Al margen de la mediocridad —repetí.

—¿Conoce usted la historia del discípulo de Bodhidharma?

—¿De quién?

—De Bodhidharma. Era un sabio hindú que vivía en China. Un hombre quiso convertirse en discípulo suyo, pero fue rechazado. Por consiguiente lo siguió, mudo y sumiso, durante años. En vano. Un buen día, su desesperación se acrecentó en demasía, se enfrentó a su maestro y exclamó: «¡Maestro, no tengo nada!» Bodhidharma respondió: «¡Tíralo!» —Kaminski aplastó su cigarrillo—. Y entonces halló la iluminación.

—No lo entiendo. Si no tenía nada, por qué…

—Esa semana me salieron las primeras canas. Al abandonar mi encierro, llevaba conmigo los primeros bocetos de las Reflexiones. Aún me costó mucho plasmar el primer buen cuadro, pero eso ya no importaba —calló durante unos instantes—. Yo no soy uno de los grandes. No soy un Velázquez, ni un Goya, ni un Rembrandt. Pero en ocasiones he sido bastante bueno. Y eso no es poco. Y lo he sido gracias a esos cinco días.

—Citaré sus palabras.

—¡No debe citarlas, Zöllner, debe tenerlas presentes! —de nuevo me dio la sensación de que me miraba—. Todo lo importante se consigue a saltos.

Le hice una seña al camarero y pedí la cuenta. A saltos o no, esta vez no pagaría en su lugar.

—Perdone —me dijo cogiendo su bastón y levantándose—. No, gracias, me basto solo.

Pasó a mi lado dando pasitos, tropezó con una mesa, se disculpó, empujó al camarero, volvió a pedir disculpas y desapareció en el aseo.

—Un momento, por favor —dije.

Esperamos. Las casitas crecieron, sus ventanas de cristal reflejaban el gris del cielo, los coches colapsaban las carreteras, la lluvia arreció. El camarero dijo que no disponía de todo el tiempo del mundo.

—¡Un momento!

En el aeropuerto cercano despegó un aparato que se tragaron las nubes. Los dos hombres de la mesa contigua me lanzaron miradas furibundas y se marcharon. Fuera vi la calle principal, el rótulo luminoso de unos grandes almacenes, una fuente que escupía agua lentamente.

—¿Y bien? —inquirió el camarero.

Le entregué la tarjeta de crédito sin mediar palabra. Un avión descendió con luces intermitentes, las hileras de rieles aumentaron, él camarero regresó aduciendo que mi tarjeta estaba bloqueada. Imposible, le dije, tenía que intentarlo otra vez. Me contestó que no era idiota. Le repliqué que no estaba muy seguro de ello. Me miró de los pies a la cabeza, se frotó el mentón, pero no contestó. El tren estaba frenando y no me quedaba tiempo para discusiones. Le arrojé un billete e hice que me devolviera íntegra la vuelta. Cuando me levanté, Kaminski salía del lavabo.

Agarré las dos bolsas, la mía y la que contenía su bata, lo cogí del codo y lo conduje hacia la puerta de salida. La abrí con un gesto brusco, reprimí el impulso de darle un empujón, salté al andén y le ayudé a descender con cuidado.

—Quiero acostarme.

—Ahora mismo. Tomaremos el metro y…

—No.

—¿Por qué?

—Jamás he viajado en semejante artilugio y no pienso empezar a hacerlo ahora.

—No queda lejos. El taxi sale caro.

—No tanto.

Me arrastró por el andén repleto, mientras esquivaba a la gente con sorprendente habilidad; salió a la calle como si fuera algo natural, y levantó la mano. Un taxi se detuvo, el conductor salió y le ayudó a entrar por la portezuela. Yo me acomodé en el asiento delantero, con la garganta seca de rabia, y le indiqué la dirección.

—¿Por qué lloverá? —preguntó Kaminski meditabundo—. Aquí siempre llueve. Creo que éste es el país más feo del mundo.

Lancé al taxista una mirada de preocupación. Era bigotudo y gordo y parecía muy fuerte.

—A excepción de Bélgica —añadió Kaminski.

—¿Ha estado usted en Bélgica?

—Dios me libre. ¿Querrá pagar usted? Yo no llevo suelto.

—Creía que no llevaba dinero.

—Exacto. Ni un céntimo.

—¡Yo he pagado todo lo demás!

—Muy generoso por su parte. Necesito acostarme.

Nos detuvimos, el conductor me miró y, como la situación me resultaba embarazosa, pagué. Descendí, la lluvia azotó mi rostro. Kaminski resbaló, lo sostuve, su bastón cayó ruidosamente al suelo; cuando lo recogí, estaba empapado. El mármol de la entrada devolvió el eco de nuestros pasos, el ascensor nos elevó en absoluto sigilo. Durante unos instantes, temí que Elke hubiese cambiado la cerradura. Sin embargo, mi llave aún servía.

Abrí y escuché: no se oía nada. Bajo la abertura del buzón yacía el correo de los dos últimos días. Tosí en alto, escuché. Silencio total. Estábamos solos.

—No sé si estoy en lo cierto —dijo Kaminski—, pero tengo la impresión de que hemos venido a parar a su pasado en lugar de al mío.

Lo conduje a la habitación de invitados. La cama estaba hecha.

—Hay que ventilar —se quejó; abrí la ventana—. Medicamentos —los alineé sobre la mesilla de noche—. El pijama.

—Está en la maleta, y ésta en el coche.

—¿Y el coche?

Callé.

—Ah, ya —repuso—. Bien. Déjeme solo.

En el salón estaban mis otras dos maletas, llenas hasta los topes. ¡Así que Elke había sido capaz! Fui al vestíbulo y recogí las cartas: facturas, publicidad, dos sobres dirigidos a Elke, el primero de una de sus aburridas amigas, el otro de un tal Walter Munzinger. ¿Walter? Tras abrirlo, lo leí, pero era un simple cliente de su agencia, la misiva era muy distante y formal, debía de tratarse de otro Walter.

También hallé cartas dirigidas a mí. Más facturas, publicidad, ¡Bebe cerveza!, tres comprobantes de pago por artículos impresos, dos invitaciones: a la presentación de un libro la semana próxima y a la inauguración de una exposición esa misma noche, los nuevos collages de Alonzo Quilling. Asistiría gente importante. En circunstancias normales habría ido a cualquier precio. Era una calamidad que nadie pudiera saber que Kaminski estaba conmigo.

Examiné la invitación y recorrí la estancia de un lado a otro. La lluvia tamborileaba contra el cristal. En realidad, ¿por qué no? Eso podía cambiar totalmente mi posición.

Abrí la maleta más grande y comencé a repasar mis camisas. Necesitaría mi mejor americana. Y otros zapatos. Y, como es lógico, las llaves del coche de Elke.