EL sonido de un teléfono me arrancó bruscamente del sueño. Tanteé en busca del auricular, algo cayó al suelo, lo encontré y lo recogí. ¿Quiénes? Wegenfeld, Anselm Wegenfeld, de recepción. Pues qué bien, contesté, ¿qué sucede? A mi alrededor iba tomando forma una habitación deteriorada: las patas de la cama y de la mesa, la 1 lámpara de la mesilla de noche salpicada de manchas, un espejo torcido. El señor anciano, dijo Wegenfeld. ¿Quién? El señor anciano, repitió con una extraña entonación. Me incorporé, despierto por completo.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, pero debería ir a echarle un vistazo.
—¿Por qué?
Wegenfeld carraspeó. Tosió, volvió a carraspear.
—Este establecimiento tiene unas reglas. Como usted comprenderá, hay ciertas cosas que no podemos tolerar. ¿Lo entiende, verdad?
—¿Qué diablos pasa?
—Digamos que tiene una visita. ¡Échela, o lo haremos nosotros!
—¿No querrá usted decir que…?
—Pues sí —contestó Wegenfeld—, justo eso —y colgó.
Me levanté, entré en el diminuto aseo y me lavé la cara con agua fría. Eran las cinco de la tarde, el profundo sueño me había hecho perder la noción del tiempo. Tardé unos segundos en recuperar el hilo del recuerdo. Un taxista taciturno nos había recogido en la gasolinera.
—No —había dicho de repente Kaminski—. A la estación, no. Quiero acostarme.
—Ahora no puede hacerlo.
—Puedo y lo haré. ¡A un hotel!
El conductor asintió con un gesto de indiferencia.
—Eso solamente nos demorará —insistí—. Tenemos que seguir.
El conductor se encogió de hombros.
—Va a dar la una —dijo Kaminski.
Miré el reloj: la una menos cinco.
—Aún falta mucho.
—Yo me acuesto a la una. Lo hago desde hace cuarenta años y no pienso cambiar. También puedo pedirle a este señor que me lleve a casa.
El taxista le lanzó una mirada codiciosa.
—De acuerdo —concedí—. A un hotel —me sentía vacío y exhausto. Le propiné al conductor un golpecito en el hombro—. Y que sea el mejor de la zona —al pronunciar la palabra «mejor» negué con la cabeza e hice un gesto negativo con la mano. Él comprendió y esbozó una sonrisa solapada.
—No iré a ningún otro —advirtió Kaminski.
Le deslicé un billete al taxista. Él me guiñó el ojo.
—Les llevaré al mejor.
—Eso espero —dijo Kaminski, y apretándose la bata, agarró con firmeza su bastón y chasqueó la lengua.
Parecía traerle sin cuidado que el coche y el equipaje hubieran desaparecido, incluyendo mi maleta y la nueva maquinilla de afeitar, ya sólo me quedaba el maletín. Seguramente no comprendía en absoluto lo sucedido. Tal vez fuese mejor silenciar el asunto.
Una ciudad pequeña: casas bajas, escaparates, una zona peatonal con la fuente de rigor, más escaparates, un hotel grande y otro mayor aún, ante los que pasamos de largo. Nos detuvimos delante de una mísera pensión. Miré inquisitivo al conductor y esbocé un gesto con el índice y el pulgar. ¿Era realmente lo más barato? Después de meditar unos instantes, reanudó la marcha.
Nos paramos ante una pensión más fea todavía, de fachada sucia y ventanas empañadas. Asentí.
—¡Magnífico! ¿Ve usted al hombre vestido de librea?
—Son dos —corrigió el chófer, al que evidentemente le divertía aquello—. Cuando vienen ministros, siempre se alojan aquí.
Pagué, le di una generosa propina, se la había ganado, y conduje a Kaminski al pequeño y sucio vestíbulo. Un picadero deprimente para viajantes de comercio.
—¡Menuda alfombra! —exclamé admirado, y pedí dos habitaciones.
Un hombre de pelo grasiento me tendió, sorprendido, el libro de registro. En la primera página escribí mi nombre, en la segunda, garabateé algo ilegible.
—Gracias, no necesito botones —dije en voz alta mientras guiaba a Kaminski hacia el ascensor.
La cabina ascendió entre sacudidas y nos condujo a un corredor apenas iluminado. Su habitación era diminuta, el armario estaba abierto, el aire viciado.
—¡Ahí cuelga un auténtico Chagall! —exclamé.
—De Marc hay más originales que copias. Deje las medicinas junto a la cama. Huele raro, ¿está usted seguro de que es un buen hotel?
En la mesilla de noche apenas había espacio para todos los medicamentos. Por suerte, el día anterior los había guardado en mi maletín: betabloqueantes, cafinitrina, anticoagulantes, pastillas para dormir.
—¿Dónde está mi maleta? —preguntó.
—En el coche.
Frunció el ceño.
—El hombre árbol —murmuró—. ¡Interesante! ¿Ha estudiado usted al Bosco?
—No mucho.
—Bueno, y ahora márchese —dio unas alegres palmadas con las manos—. ¡Váyase!
—Si necesita algo…
—¡No necesito nada, márchese de una vez!
Salí con un suspiro. En mi habitación, que era aún más pequeña que la suya, me desvestí, me tumbé desnudo en la cama, escondí la cabeza bajo la manta y me adormecí. Cuando Wegenfeld llamó por teléfono, había dormido tres horas de un tirón.
Me costó unos instantes encontrar la habitación de Kaminski. En la puerta colgaba el cartel de «No molesten», pero no estaba cerrada con llave. Abrí sin hacer ruido.
—…se le ocurrió esa idea —decía en ese momento Kaminski— de pintarse sin cesar a sí mismo, con esa mezcla de odio y egolatría. Fue el único megalómano que tuvo toda la razón.
La mujer se sentaba erguida en la cama, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. Iba muy maquillada; era pelirroja y llevaba una blusa transparente, falda corta y medias de rejilla. Sobre el suelo reposaban sus botas, colocadas con pulcritud una junto a la otra. Kaminski, vestido y con bata, yacía de espaldas, las manos plegadas sobre el pecho, la cabeza apoyada en su regazo.
—Así que le pregunté: ¿Tiene que ser por fuerza el minotauro? Estábamos en un estudio muy ordenado, sólo lo revolvía para las sesiones de fotos, y me miraba con esos ojos negros divinos.
La mujer bostezó y le acarició, despacio, la cabeza.
—El minotauro…, dije, ¿no te estás sobrevalorando? Y eso jamás me lo perdonó. Si me hubiera reído de sus cuadros, le habría dado igual. ¡Pase usted, Zöllner!
Cerré la puerta detrás de mí.
—¿Nota usted su olor? No es un perfume caro, pero sí intenso. ¡Qué más da! ¿Cómo se llama usted?
La chica me lanzó una breve ojeada.
—Jana.
—Sebastian, alégrese de ser joven.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Inspiré para comprobarlo, pero no percibí perfume alguno.
—Esto no es posible… en serio —dije—. La han visto entrar. Me ha llamado el director.
—¡Dígale quién soy!
Callé, confundido. Sobre la mesa se veía un pequeño bloc de notas, de unas cuantas hojas tan sólo, abandonado por algún huésped. Encima se veía un dibujo. Kaminski se incorporó con torpeza.
—Era una simple broma. En ese caso debe irse, Jana. Le estoy muy agradecido.
—De acuerdo —repuso ella y comenzó a ponerse las botas.
Contemplé con atención la piel acariciando su rodilla, sus clavículas quedaron al descubierto durante un instante, el cabello rojo caía suelto sobre su nuca. Cogí rápidamente el bloc, arranqué la primera hoja y me la guardé. Abrí la puerta y Jana me siguió en silencio.
—No se preocupe, ya me ha pagado él —me comunicó.
—¿De veras?
¡Y antes había afirmado que no llevaba dinero encima! No podía dejar pasar una oportunidad semejante.
—¡Acompáñeme!
La conduje a mi habitación, cerré la puerta tras ella y le tendí un billete.
—Necesito saber algo.
Ella se apoyó en la pared y me miró. Debía de tener diecinueve o veinte años, no más. Se cruzó de brazos, levantó un pie y apretó la suela contra el papel de la pared; eso dejaría una fea huella. Echó un vistazo a mi cama revuelta y sonrió. Enfadado, noté, enfurecido, que me ruborizaba.
—Jana… —carraspeé—. ¿Puedo llamarla Jana, verdad? —tenía que ser cuidadoso para evitar que se sintiera insegura.
La joven se encogió de hombros.
—Jana, ¿qué le pidió él?
—¿Cómo?
—¿Qué le gusta?
Ella frunció el ceño.
—¿Qué le pidió que hiciera?
Ella dio un paso a un lado, apartándose de mí.
—Ya lo ha visto.
—¿Y antes? Porque eso no sería todo.
—¡Pues claro que fue todo! —me miró pasmada—. Ya ve lo viejo que es. ¿Cuál es su problema?
El perfume debió imaginárselo él. Acerqué la única silla y tomé asiento, pero me sentí inseguro y volví a levantarme.
—¿Se limitó a hablar? ¿Y usted a acariciarle la cabeza?
Asintió.
—¿No le parece extraño?
—En realidad, no. ¿Y a usted?
—¿Cómo consiguió su número de teléfono?
—Creo que en Información. Es muy listo —se echó el pelo hacia atrás—. ¿Quién es en realidad? Antes debió de ser muy… —sonrió—. Ya me entiende. ¿No es pariente suyo, verdad?
—¿Por qué? —recordé que Karl Ludwig había dicho lo mismo—. Quiero decir que por qué no, que por qué lo supone.
—¡Caramba, eso se nota! Y ahora, ¿puedo irme… —me miró a los ojos— …o desea algo más?
Me sentí acalorado.
—¿Por qué cree que no somos parientes?
Me observó durante unos segundos, al cabo de los cuales se dirigió hacia mí y, sin querer, retrocedí. La chica alargó los brazos, me pasó ambas manos por la cabeza, me agarró por la nuca y me atrajo hacia ella. Me resistí, veía sus ojos de cerca y no sabía adonde mirar. Su cabello cayó sobre mi rostro e intenté liberarme. Ella rio y retrocedió, de repente me sentí como si estuviese paralizado.
—Usted me ha pagado —dijo—. Y ahora, ¿qué?
Guardé silencio.
—¿Lo ve? —prosiguió ella enarcando las cejas—. ¡No se preocupe! —y salió riendo.
Me froté la frente. Al cabo de unos instantes mi respiración se normalizó. En conclusión: había vuelto a tirar el dinero por la ventana. Las cosas no podían continuar así. Tenía que hablar cuanto antes con Megelbach sobre los gastos.
Saqué la hoja que había arrancado del bloc. Una red de líneas rectas —mejor dicho, levemente curvadas— se extendían por la página partiendo de las dos esquinas inferiores para formar, mediante un fino sistema de intersticios, los contornos de una figura humana. ¿O no? Ahora, ya no acertaba a encontrarla. ¡Sí, ahí estaba de nuevo! Pero volvía a desaparecer. Las rayas habían sido trazadas con seguridad, de una sola vez, sin interrupción. ¿Podía hacer eso un ciego? ¿O era obra de alguna otra persona, de uno de los inquilinos de la habitación que le habían precedido, y todo era fruto de la casualidad? Tenía que enseñárselo a Komenev, no podía aclararlo yo solo. Tras doblar la hoja, me la guardé, preguntándome por qué la había dejado marchar. Telefoneé a Megelbach.
Me dijo que lo celebraba, pero, ¿hacía progresos? Todo iba sobre ruedas, le aseguré, mejor de lo esperado, el viejo ya me había contado cosas que no esperaba oír jamás, podía prometer un éxito sensacional, pero no estaba dispuesto a revelar ni una palabra más. Sólo que habían surgido gastos inesperados y… Me interrumpió un silbido. Gastos, repetí, que… La comunicación falla, dijo Megelbach, ¿no podía llamarlo más tarde? Pero es que era importante, insistí, yo necesitaría con urgencia… Megelbach aseguró que era un mal momento, que se encontraba en medio de una reunión y no sabía cómo su secretaria se había atrevido siquiera a pasarle la llamada. Era un asunto sin importancia, le dije, concretamente… Suerte, me deseó él, mucha suerte, tenía la absoluta seguridad de que estábamos a punto de lograr algo grande. A continuación, colgó. Volví a llamar, esta vez contestó la secretaria. Lo sentía, el señor Megelbach no estaba en la oficina. Imposible, aduje, hacía un momento que acababa de… Con voz cortante me preguntó si deseaba dejar algún recado. Contesté que volvería a intentarlo más tarde.
Fui a ver a Kaminski. En ese momento, un camarero sudoroso que portaba una bandeja llamaba con los nudillos a su puerta.
—¿Qué significa esto? —dije—. ¡Nadie ha pedido nada!
El camarero se pasó la lengua por los labios y me miró enfurecido. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor.
—Sí, habitación trescientos cuatro. Acaba de llamar. Menú del día, doble ración. En realidad no tenemos servicio de habitaciones, pero ha dicho que pagará generosamente.
—¡Por fin! —exclamó Kaminski desde dentro—. ¡Tráigalo, aún tiene usted que cortarme la carne! ¡Ahora no, Zöllner!
Me di la vuelta y regresé a mi habitación.
Cuando entré, sonaba el teléfono. Debía de ser Megelbach, que deseaba disculparse. Levanté el auricular, pero sólo oí el tono de la línea: había cogido el aparato equivocado, se trataba del teléfono móvil.
—¿Dónde diablos está? —gritó Miriam—. ¿Se encuentra con él?
Presioné la tecla de colgar.
El teléfono sonó de nuevo. Descolgué, lo dejé a un lado, medité. Respiré hondo y lo cogí.
—¡Hola! —saludé—. ¿Qué tal le va? ¿Cómo ha conseguido este número? Le prometo que…
A continuación no tuve ocasión de decir una palabra más. Caminé despacio de un lado a otro, me acerqué a la ventana, apoyé mi frente contra el cristal. Bajé el teléfono y eché el aliento: una fina niebla se pegó al cristal. Volví a colocar el aparato junto a mi oído.
—No sea usted ridícula —dije—. ¿Rapto? Está como una rosa, simplemente viajamos juntos. Puede usted acompañarnos cuando lo desee.
Sin darme cuenta, aparté el teléfono, me dolía la oreja. Limpié la ventana empañada con la manga. A pesar de que mantenía el aparato a medio metro de mi cabeza, entendía todas y cada una de sus palabras.
—¿Puedo decir algo?
Me senté en la cama. Encendí el televisor con la mano libre: un jinete galopaba por el decorado de un desierto. Cambié de canal: un ama de casa contemplaba embelesada una bayeta. Cambié de canal: la redactora cultural Verena Mangold hablaba con voz seria ante el micrófono, apagué.
—¿Puedo decir algo?
Esta vez sí que pude. Ella enmudeció tan bruscamente, que me pilló desprevenido. Durante unos segundos, los dos escuchamos sorprendidos el silencio.
—Primero: a la palabra rapto, no responderé, no voy a rebajarme hasta ese extremo. Su padre me pidió que le acompañara. Eso me exigió cambiar todas mis citas, pero lo hice por respeto y… amistad. He grabado en cinta nuestra conversación al respecto. Así que olvídese de la policía, haría el ridículo. Estamos en un hotel de cinco estrellas, su padre se ha retirado a su habitación y desea que no le molesten. Mañana por la noche le llevaré de regreso. Segundo: yo no he registrado nada. Ni su sótano ni escritorio alguno. ¡Esa imputación es monstruosa! —Ahora seguro que se daba cuenta de que se había equivocado al buscar pelea conmigo—. Y cuarto… —había perdido el hilo—, …tercero, sobre nuestro destino no le proporcionaré dato alguno. Eso debe explicárselo él mismo. Me siento… demasiado obligado hacia él —me levanté, me gustaba el sonido de mi voz—. Él está reverdeciendo. La libertad le sienta de maravilla. Si yo le contara lo que acaba de… Ya iba siendo hora de que alguien lo sacase de esa cárcel.
¿Cómo? Escuché estupefacto. ¿Había oído mal? Me incliné hacia delante y me tapé la otra oreja. No, no había oído mal.
—¿Le parece gracioso?
De la rabia, me golpeé la rodilla contra la mesilla de noche.
—Sí, eso he dicho. De esa cárcel —me acerqué a la ventana. El sol bajo caía sobre los techos, las torres, las antenas—. ¡Cárcel! Y como no deje inmediatamente de reírse, colgaré. ¿Me oye? Como no deje inmediatamente…
Pulsé la tecla de colgar.
Tiré el teléfono y caminé de un lado a otro, casi incapaz de respirar por la furia que me invadía. Me froté la rodilla. Interrumpir de golpe la conversación no había sido una medida inteligente. Di un puñetazo a la mesa, me incliné hacia delante y sentí cómo, poco a poco, mi cólera cedía. Esperé. Pero para sorpresa mía, ella no volvió a telefonear.
En realidad, las cosas habían salido bien. Ella no me tomaba en serio, así que no adoptaría medida alguna. Fuera lo que fuese lo que le había parecido tan gracioso, era obvio que le había dicho las palabras adecuadas. Una vez más. Simplemente, yo tenía ese don.
Me miré al espejo. Tal vez el revisor tuviese razón. No existía el menor signo de calvicie, por supuesto que no, pero sí un retroceso casi imperceptible del nacimiento del pelo que redondeaba mi cara, avejentándola y confiriéndole una mayor palidez. Ya no era tan joven. Me levanté. La americana tampoco me sentaba bien. Alcé una mano y volví a bajarla; mi reflejo, vacilante, hizo lo mismo. ¿O no se debía a la americana? Había algo encorvado en mi postura que nunca había percibido hasta entonces. «¡No se preocupe!» ¿De qué, por todos los diablos? «Quizá tenga todavía una oportunidad.» ¿De qué se había reído Miriam?
No, había pasado demasiado tiempo al volante, estaba exhausto, eso era todo. ¿A qué se referían todos ellos? Meneé la cabeza, contemplé mi reflejo y volví a apartar la vista en seguida. ¿A qué se referían, por todos los diablos?