AHORA estaba conduciendo de veras el BMW. La carretera descendía empinada, los faros tan sólo arrancaban a la oscuridad unos metros de asfalto; costaba tomar las curvas. Otra más: giré bruscamente el volante, la carretera se curvó más y más; pensé que ya había terminado, pero continuaba; nos acercamos peligrosamente al lado derecho, el motor renqueó, y reduje la marcha. El motor gimió, habíamos dejado atrás la curva.
—Tiene que reducir antes —me advirtió Kaminski.
Me ahorré la respuesta porque había llegado la curva siguiente y necesitaba concentrarme: cambiar de marcha, aminorar un poco la velocidad, reducir… El motor emitió un profundo zumbido, la carretera se estiró formando una línea recta.
—¿Lo ve? —dijo.
Le oí chasquear la lengua, observé de reojo el movimiento de sus mandíbulas. Llevaba puestas las gafas negras, las manos juntas en el regazo y la cabeza reclinada hacia atrás; seguía llevando la bata encima de la camisa y el jersey. Yo le había atado los cordones de los zapatos y le había puesto el cinturón de seguridad, pero él se lo había desabrochado en el acto. Parecía pálido y excitado. Abrí la guantera y guardé el dictáfono conectado en su interior.
—¿Cuándo fue su último encuentro con Rieming?
—Un día antes de que zarpase su barco. Fuimos a dar un paseo. Él llevaba dos abrigos, uno encima del otro, porque tenía frío. Al referirle que tenía problemas con la vista, él comentó: «Ejercite su memoria.» No paraba de palmotear y le lloraban los ojos. Estaba muy preocupado por el viaje, el agua le aterrorizaba. Richard le tenía miedo a todo.
De pronto nos encontramos en la curva más larga que había visto en mi vida: durante un minuto sentí como si girásemos en círculo.
—¿Y la relación con su madre?
Kaminski guardaba silencio. Aparecieron las casas del pueblo: sombras negras, ventanas iluminadas, un cartel con el nombre de la localidad. Durante unos segundos, las farolas de la calle se balancearon por encima de nuestras cabezas, la plaza principal mostró sus escaparates iluminados. Otro cartel con el nombre de la localidad, esta vez tachado; a continuación, de nuevo la oscuridad.
—Él se limitaba a permanecer allí. Le daban de comer, leía su periódico y por las noches se iba a su habitación a trabajar. Mamá y él siempre se trataban de usted.
Las curvas se tornaron más abiertas, relajé mis manos en el volante y me recliné en el asiento. Poco a poco me iba acostumbrando.
—Era evidente que a él no le apetecía nada incluir mis garabatos en su libro. Pero me tenía miedo.
—¿De veras?
Kaminski soltó una risita contenida.
—Yo tenía quince años y estaba un poco loco. El pobre Richard me creía capaz de cualquier cosa. ¡Desde luego no fui un niño agradable!
Callé malhumorado. Lo que me estaba contando causaría sensación, como es lógico; pero a lo mejor sólo pretendía engañarme, porque desde luego sus palabras sonaban poco verosímiles. ¿A quién podía preguntar? A mi lado se sentaba la última persona que había conocido a Rieming. Y todo lo que éste había sido al margen de los libros —los dos abrigos, el palmoteo, el miedo y los ojos llorosos— desaparecería con su memoria. Y tal vez fuese yo precisamente el último que aún… ¿Qué me estaba ocurriendo?
—Con Matisse sucedió algo parecido. Quiso echarme. Pero yo no me fui. Mis cuadros no le gustaron. Pero no me fui. ¿Sabe usted lo que ocurre cuando alguien se niega a irse? Es la forma de conseguir un montón de cosas.
—Lo sé. Cuando escribí mi reportaje sobre Wernicke…
—¿Qué podía hacer él? Al final, me mandó a ver a un coleccionista.
—Dominik Silva.
—Ay, él era tan importante y estaba tan ensimismado que impresionaba, pero a mí me traía sin cuidado. El artista joven es un ser extraño. Está casi enloquecido por la ambición y la codicia.
La carretera desembocó en la última curva. Ya se divisaba el tejado en forma de seta de la estación del ferrocarril, el valle era tan estrecho que las vías discurrían muy cerca de la carretera. Un automóvil que venía de frente se detuvo y tocó el claxon; pasé a su lado haciendo caso omiso y entonces me di cuenta de que aún conducía con las luces largas. Cuando un segundo coche dio un brusco frenazo, conecté la luz de cruce. Evité la entrada a la autopista, no me apetecía pagar el peaje. De todos modos, a esas horas las carreteras estaban vacías. Bosques en sombras, un pueblo sin luz; me sentía como si viajásemos por un país muerto. Abrí un poco la ventanilla, me sentía ligero e irreal. De noche, en coche, a solas con el pintor más grande del mundo. ¡Quién lo habría sospechado hacía una semana!
—¿Puedo fumar?
No me contestó, se había dormido. Tosí lo más fuerte que pude, pero de nada sirvió, no se despertó. Di golpes en el volante. Carraspeé. Tarareé entre dientes. ¡No podía dormirse, tenía que hablar conmigo! Al final desistí y apagué el dictáfono. Escuché sus ronquidos durante un rato y a continuación encendí un cigarrillo. Pero tampoco el humo le despertó. En realidad, ¿para qué necesitaba somníferos?
Parpadeé. De repente tuve la sensación de que me había quedado dormido, di un respingo, pero no había sucedido nada. Kaminski roncaba y la carretera estaba vacía. Maniobré para volver al carril derecho. Una hora después, se desperezó y me mandó parar porque tenía que hacer sus necesidades. Pregunté inquieto si quería que le ayudase, pero él murmuró que estaría bueno, se apeó y, a la luz dispersa de los faros, hurgó en su pantalón. Tanteó en busca del techo del coche, se sentó con cautela y cerró la puerta. Arranqué y, pocos segundos después, roncaba de nuevo. En una ocasión murmuró algo en sueños, su cabeza se movía de un lado a otro, exhalando un sutil olor a vejez.
La luz de la mañana fue resaltando poco a poco las montañas e hizo retroceder al cielo. En las casas diseminadas por la llanura se encendían y apagaban las luces. Salió el sol y ascendió hacia lo alto. Bajé el parasol. La carretera no tardó en llenarse de coches, camionetas de reparto y tractores a los que adelantaba tocando la bocina. Kaminski suspiró.
—¿Hay café? —preguntó de repente.
—Eso tiene fácil arreglo.
Carraspeó, exhaló por la nariz, movió los labios y aguzó el oído en mi dirección.
—¿Quién es usted?
El corazón me dio un vuelco.
—Zöllner.
—¿Adónde vamos?
—A…—tragué saliva—, a ver a Therese, su… a Therese Lessing. Ayer se nos… se le ocurrió… esa idea. Yo he querido echarle una mano.
Pareció reflexionar. Su frente se cubrió de arrugas, su cabeza temblaba un poco.
—¿Quiere que regresemos? —le pregunté.
Se encogió de hombros. Tras quitarse las gafas, las dobló y las guardó en el bolsillo de la pechera de la bata. Tenía los ojos cerrados. Se palpaba los dientes.
—¿Cuándo vamos a desayunar?
—En la próxima área de servicio podemos…
—¡A desayunar! —repitió y escupió por las buenas en el suelo delante de él. Lo miré asustado. Él alzó sus grandes manos y se frotó los ojos.
—Zöllner, ¿no? —inquirió con voz ronca.
—Exacto.
—¿Pinta usted?
—Ya no. Lo intenté, pero cuando suspendí el examen de ingreso en la Academia, dejé los pinceles. Quizá fue un error. Debería empezar de nuevo.
—No.
—Hacía composiciones cromáticas al estilo de Yves Klein. A algunas personas les gustaron. Pero, como es lógico, sería ridículo pretender en serio…
—A eso me refiero —se puso las gafas con parsimonia—. ¡A desayunar!
Encendí otro cigarrillo, no pareció molestarle. Por un momento lo lamenté. Proyecté el humo hacia él. Un letrero indicaba un área de servicio, me dirigí al aparcamiento, bajé y cerré la puerta de un portazo.
Me tomé tiempo. Lo hice adrede. Que esperase. El restaurante estaba polvoriento y lleno de humo, apenas había clientes. Pedí dos tazas de café y cinco croissants.
—¡Envuélvalo bien! ¡Pida el café bien cargado!
De su café todavía no se había quejado nadie, replicó la camarera con una mirada de displicencia. Le contesté que debía confundirme con alguien a quien eso le interesase. Me preguntó que si pretendía tomarle el pelo. Le ordené que se apresurase.
Me encaminé hacia el coche esforzándome por mantener en equilibrio las tazas humeantes y la bolsa de papel con los croissants. La puerta de atrás estaba abierta, un hombre sentado en el asiento trasero hablaba con insistencia con Kaminski. Era delgado, llevaba gafas de concha y tenía los dientes saltones. A su lado se veía una mochila.
—Téngalo presente, caballero —decía—. La precaución es lo más importante. El mal adopta el disfraz del camino más fácil.
Kaminski asentía con una sonrisa. Me senté al volante, cerré la puerta y miré inquisitivo a ambos hombres.
—Este es Karl Ludwig —dijo Kaminski con voz tajante como si sobrase cualquier otra pregunta.
—Llámeme Karl Ludwig.
—Viajará un trecho con nosotros —me informó Kaminski.
—¿Hay algún inconveniente? —preguntó Karl Ludwig.
—Nosotros no recogemos autoestopistas.
Durante unos segundos se hizo el silencio. Karl Ludwig suspiró.
—Ya se lo decía yo, caballero.
—¡Tonterías! —me espetó Kaminski—. Zöllner, si no me equivoco, este coche es mío.
—Sí, pero…
—Déme el café. Nos vamos.
Sostuve la taza delante de él, a demasiada altura de forma deliberada; él tanteó buscándola y, tras dar con ella, la cogió. Deposité en su regazo la bolsa de papel, me bebí el café, demasiado flojo, como era de esperar, arrojé el vaso por la ventanilla y arranqué el motor. El aparcamiento y el área de servicio fueron empequeñeciéndose en el retrovisor.
—¿Puedo saber adónde se dirigen? —inquirió Karl Ludwig.
—Eso es personal —respondí.
—No me cabe la menor duda, pero…
—Quiero decir con ello que a usted no le importa.
—Tiene toda la razón —repuso Karl Ludwig asintiendo—. Le pido disculpas, señor Zöllner. —¿Cómo sabe mi nombre?
—¡Santo Dios! —exclamó Kaminski—. Porque acabo de utilizarlo.
—Por eso precisamente —remachó Karl Ludwig.
—Hábleme de usted —pidió Kaminski.
—No hay mucho que decir. He tenido una vida dura.
—Y quién no —comentó el artista.
—Sus palabras son bien ciertas, caballero —Karl Ludwig se enderezó las gafas—. Porque, escuche, en otro tiempo yo fui alguien. Mirada penetrante para discernir los secretos del mundo, de corazón sensible a todo impulso, amado con ardor por las mejores mujeres y dotado además de una voz personalísima. ¿Y ahora? ¡Míreme!
Encendí un cigarrillo.
—¿Qué decía de las mujeres?
—Era una cita de Goethe —precisó Kaminski—. ¿Es que no sabe usted nada de nada? Déme uno.
—No debe fumar.
—Cierto —reconoció Kaminski alargando la mano.
Pensando en que al fin y al cabo redundaba en mi propio interés, deposité en ella un cigarrillo. Durante unos segundos sentí la mirada de Karl Ludwig en el retrovisor. Suspiré y sostuve la cajetilla por encima de mi cabeza para que pudiera sacar un cigarrillo. Él aprovechó la ocasión. Sentí como sus dedos, blandos y húmedos, rodeaban los míos y me arrebató la cajetilla de la mano.
—¡Eh! —grité.
—Ustedes dos, si se me permite decirlo, me parecen unos personajes muy singulares.
—¿Qué quiere decir?
De nuevo su mirada en el espejo: mezquina, concentrada y taimada. Enseñó los dientes.
—Ustedes no son parientes, ni maestro y discípulo, y tampoco trabajan juntos. Él… —levantó un dedo delgado y señaló a Kaminski— …me parece conocido. Usted, no.
—Por algo será —dijo Kaminski.
—Lo supongo —repuso Karl Ludwig.
Rieron ambos. ¿Qué demonios estaba pasando?
—Devuélvame los cigarrillos —dije.
—Qué descuidado soy. Perdone —Karl Ludwig no se movió.
Me restregué los ojos, de pronto me sentía débil.
—Estimado señor —dijo Karl Ludwig—. Una gran parte de la vida es falsedad y disipación. Nos topamos con el mal y no lo reconocemos. ¿Quiere oír más?
—No —contesté.
—Sí —dijo Kaminski—. ¿Conoce al Bosco?
Karl Ludwig asintió con la cabeza.
—Pintó al demonio.
—Eso no es seguro —Kaminski se incorporó—. ¿Se refiere usted a la figura con el orinal en la cabeza que devora a una persona en la zona de la derecha del Jardín de las Delicias?
—Más arriba —precisó Karl Ludwig—; el hombre que crece de un árbol.
—Interesante idea —comentó Kaminski—. Es la única figura que mira fuera del cuadro y no manifiesta dolor alguno. Pero ahí se equivoca usted.
Yo los miraba enfurecido. ¿De qué estaban hablando?
—Ése no es el diablo —precisó Kaminski—, sino un autorretrato.
—¿Y eso es una contradicción? —inquirió Karl Ludwig.
Durante unos segundos reinó el silencio. Karl Ludwig sonreía en el retrovisor; Kaminski, perplejo, se mordisqueaba el labio inferior.
—Creo que ha girado mal —opinó Karl Ludwig.
—Usted no sabe adonde vamos —repliqué.
—¿Y adónde van?
—No está mal —dijo Kaminski pasando los croissants hacia el asiento trasero—. El hombre árbol. No está nada mal.
Karl Ludwig desgarró el papel y empezó a comer con avidez.
—Ha dicho usted que ha tenido una vida dura —apuntó Kaminski—. Aún recuerdo bien mi primera exposición. ¡Menudo fracaso!
—Yo también he expuesto —informó Karl Ludwig mientras masticaba.
—¿De veras?
—En privado. Hace ya mucho tiempo.
—¿Cuadros?
—Algo por el estilo.
—Seguro que era usted bueno —opinó Kaminski.
—No creo que sea lícito afirmar tal cosa.
—¿Le resultó duro? —inquirí.
—Hombre, sí —respondió Karl Ludwig—, en principio, sí. Yo había…
—No le he preguntado a usted —un deportivo iba demasiado despacio, toqué el claxon y le adelanté.
—Regular —contestó Kaminski—. Por suerte no tenía problemas económicos.
—Gracias a Dominik Silva.
—Y me sobraban ideas. Sabía que llegaría mi momento. La ambición es como una enfermedad infantil. La superas y sales de ella fortalecido.
—Algunos no la superan —medió Karl Ludwig.
—Además todavía estaba Therese Lessing —dije.
Kaminski no contestó. Le dirigí una penetrante mirada de reojo: sus rasgos se habían ensombrecido. En el retrovisor, Karl Ludwig se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Una fina llovizna de migas cayó sobre el asiento de piel.
—Quiero regresar a casa —dijo Kaminski.
—¿Perdón?
—No hay nada que perdonar. ¡Lléveme a casa!
—Quizá debiéramos discutir el asunto con más tranquilidad.
Kaminski giró la cabeza y, durante un segundo que se me hizo eterno, la sensación de que me miraba a través de la negrura de sus gafas fue tan intensa que me dejó sin aliento. Después se volvió, su cabeza cayó sobre el pecho, y su cuerpo entero pareció encogerse.
—De acuerdo —repuse en voz baja—. Regresemos.
Karl Ludwig soltó una risita contenida. Yo conecté el intermitente, salí de la carretera y di la vuelta.
—Continúe —ordenó Kaminski.
—¿Qué?
—Proseguimos el viaje.
—Pero si acaba usted de decir…
Él chistó y enmudecí. Su rostro era duro, como tallado en madera. ¿Había vuelto a cambiar de idea, o quería simplemente demostrarme su poder? Claro que no, era viejo y estaba desorientado, no debía sobrevalorarlo. Di la vuelta por segunda vez para retornar a la carretera.
—A veces resulta muy difícil tomar decisiones —dijo Karl Ludwig.
—¡Cállese de una vez! —le ordené.
Las mandíbulas de Kaminski se cerraban en el vacío, su rostro volvía a estar relajado, como si nada hubiera sucedido.
—Hablando de otra cosa… Estuve en Clairance —informé.
—¿Dónde?
—En la mina de sal.
—¡Hay que ver lo que se esfuerza usted! —exclamó Kaminski.
—¿Se perdió allí de verdad?
—Sé que suena ridículo. No conseguía encontrar al guía. Hasta entonces no me había tomado en serio el asunto de mi vista. Pero de pronto la niebla se cernía por todas partes. Solo que allí abajo no podía haber niebla, de modo que tenía un problema.
—¿Degeneración macular? —quiso saber Karl Ludwig.
—¿Qué? —pregunté.
Kaminski asintió con un gesto.
—Ha acertado.
—¿Y hoy ya no ve nada? —preguntó Karl Ludwig.
—Formas, a veces colores. Con un poco de suerte, contornos.
—¿Halló la salida sin ayuda? —pregunté.
—Sí, gracias a Dios. Utilicé el viejo truco de caminar siguiendo siempre la pared de la derecha.
—Comprendo.
¿La pared de la derecha? Intenté imaginármelo. ¿Cómo podía funcionar ese recurso?
—Al día siguiente acudí al oculista. Allí me enteré.
—Debió de pensar que se acababa el mundo —opinó Karl Ludwig.
Kaminski asintió lentamente.
—¿Y sabe usted una cosa?
Karl Ludwig se inclinó hacia delante.
—Se acabó.
El sol estaba casi en el cénit. La calima del mediodía difuminaba las montañas, ya muy lejanas. Bostecé y me acometió un agradable sopor. Empecé a hablar de mi reportaje sobre Wernicke. De cómo me enteré del caso por casualidad, las grandes obras comienzan muchas veces con la suerte, de cómo llegué a la casa el primero y atisbé por la ventana. Describí los inútiles intentos de la viuda por librarse de mí. Como siempre, el relato era bien recibido: Kaminski sonreía absorto, Karl Ludwig me miraba con la boca abierta. Me detuve en la próxima gasolinera.
Nuestro coche era el único, las dependencias de la gasolinera parecían adheridas al césped. Kaminski se apeó mientras yo llenaba el depósito. Se alisó su bata bostezando, se apretó la espalda con una mano, y se enderezó apoyándose en el bastón.
—Lléveme a los servicios.
Asentí.
—¡Karl Ludwig, fuera!
Karl Ludwig se puso sus gafas con gran parsimonia y mostró los dientes.
—¿Por qué?
—Voy a cerrar con llave.
—No se preocupe, me quedaré en el coche.
—Por eso precisamente.
—¿Pretende usted ofenderle? —preguntó Kaminski.
—Usted me ofende —reiteró Karl Ludwig.
—Él no le ha hecho nada.
—Yo no he hecho nada.
—¡Déjese de tonterías!
—Por favor. Se lo ruego.
Con un suspiro me incliné hacia delante, guardé el dictáfono, saqué la llave del coche, lancé una mirada de advertencia a Karl Ludwig y, tras colgarme la bolsa, cogí de la mano a Kaminski. Percibí de nuevo su tacto blando, su extraña seguridad, y una vez más me acometió la sensación de que en realidad era él quien me guiaba a mí. Mientras esperaba, contemplé los anuncios publicitarios: ¡Bebe cerveza!, un ama de casa sonriente, tres niños gordos, una albóndiga redonda de cara sonriente. Me apoyé un momento en la pared, sentía un enorme cansancio.
Nos encaminamos hacia la caja.
—No llevo dinero encima —me advirtió Kaminski.
Rechinando los dientes, saqué mi tarjeta de crédito. Fuera arrancó un motor, se apagó, volvió a arrancar y se alejó; la cajera miraba con curiosidad el monitor de la cámara de vigilancia. Tras firmar, cogí a Kaminski del brazo. La puerta se abrió siseando.
Me detuve tan bruscamente que Kaminski estuvo a punto de desplomarse.
Sin embargo, no estaba muy sorprendido. Me daba la impresión de que no había podido suceder de otra manera, de que se estaba ejecutando una partitura ominosa y necesaria. Me froté los ojos. Quise gritar, pero me fallaron las fuerzas. Lentamente caí de rodillas, me senté en el suelo y apoyé la cabeza en las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó Kaminski.
Cerré los ojos. De repente me traía sin cuidado. ¡Que se fueran al diablo él, mi libro y mi futuro! ¿Qué tenía que ver yo con todo eso? ¿Qué me importaba a mí ese anciano? El asfalto estaba caliente. La oscuridad, veteada de claridad, olía a hierba y a gasolina.
—¡Zöllner! ¿Se ha muerto acaso?
Abrí los ojos. Me levanté despacio.
—¡Zöllner! —vociferó Kaminski.
Su voz era aguda y cortante. Lo dejé allí parado y entré de nuevo. La mujer de la caja reía, como si nunca hubiera presenciado algo tan gracioso.
—¡Zöllner!
Ella descolgó el teléfono, pero lo rechacé: la policía sólo nos retrasaría y haría un montón de preguntas inoportunas. Dije que me ocuparía del asunto en persona.
—¡Zöllner!
Que nos pidiera un taxi. Ella lo hizo, pero pretendió cobrarme el dinero de la llamada. Le pregunté si estaba loca, salí y cogí a Kaminski por el codo.
—¡Ya era hora! ¿Qué ocurre?
—No disimule, lo sabe de sobra.
Aceché a mi alrededor. Una leve brisa formaba olas que recorrían los campos, del cielo pendían unas cuantas nubes deshilachadas. En el fondo era un lugar apacible. Habríamos podido quedarnos allí.
Sin embargo ya venía nuestro taxi. Ayudé a Kaminski a acomodarse en el asiento trasero y pedí al conductor que nos llevara a la estación de tren más próxima.