VI

ESTABA en el vestíbulo, escuchando. Tenía a mi izquierda la puerta de la calle, a la derecha el comedor, ante mí el arranque de la escalera que llevaba al primer piso. Carraspeé. Mi voz resonó extraña en medio del silencio.

Me dirigí al comedor. Las ventanas estaban cerradas, el aire enrarecido. Una mosca golpeaba contra el cristal. Abrí con suma cautela el primer cajón de la cómoda: manteles, pulcramente doblados. El siguiente: cuchillos, tenedores y cucharas. Y el inferior: revistas de hacía veinte años, Life, Time y Paris-Match, mezcladas sin orden ni concierto. La vieja madera se resistía; me costó conseguir cerrar el cajón. Retrocedí hasta el vestíbulo.

A mi izquierda, había cuatro puertas. Abrí la primera: un reducido cuarto con una cama, una mesa y una silla, un televisor, un cuadro de la Virgen y una foto de Marlon Brando joven. Debía de ser la habitación de Anna. La puerta siguiente comunicaba con la cocina; después venía la estancia donde me habían recibido el día anterior. Tras la última, una escalera que bajaba.

Cogí mi bolsa y tanteé en busca del interruptor de la luz. Una mísera bombilla arrojó una luz sucia sobre una escalerita de madera. Los peldaños crujían, descendía tan empinada que tuve que sujetarme al pasamanos. Encendí la luz: los proyectores se encendieron crepitando y entorné los ojos. Cuando me hube acostumbrado a la claridad, comprendí que estaba en un estudio. Una estancia sin ventanas, iluminada por cuatro proyectores: quienquiera que trabajase allí, no precisaba luz natural. En el centro se veía un caballete con un cuadro empezado y, esparcidos por el suelo, docenas de pinceles. Me agaché y los palpé: todos estaban secos. Había también una pequeña paleta, los colores depositados en ella estaban duros como piedras y resquebrajados. Aspiré: el olor normal a sótano, un poco húmedo, un débil aroma a bolas de alcanfor, ni rastro de pinturas o de trementina. Hacía mucho que en ese lugar no se pintaba.

El lienzo del caballete estaba casi intacto, sólo tres pinceladas empañaban su blancura. Comenzaban en la misma mancha, abajo a la izquierda, y a partir de ella se separaban; arriba, a la derecha se veía una pequeña zona esgrafiada con tiza. Ni un solo esbozo, nada que permitiera adivinar lo que se pretendía plasmar allí. Al retroceder, me di cuenta de que tenía cuatro sombras, una por cada proyector, que confluían a mis pies. Apoyados en la pared había varios lienzos grandes, cubiertos con lonas.

Aparté la primera y me sobresalté. Dos ojos, una boca desfigurada: un rostro curiosamente torcido, como un reflejo en el agua que fluye. Estaba pintado en colores claros, unas líneas rojas salían de él como llamas que se extinguen, sus ojos me miraban inquisitivos y fríos. A pesar de que el estilo era inconfundible —la delgada capa de pintura, la tendencia al amarillo rojizo, de las que tanto hablaban Komenev y Mehring—, parecía distinto a todo lo que conocía de él. Busqué su firma y no la encontré. Alargué la mano hacia el siguiente paño; al rozarlo, se levantó una nube de polvo.

La misma cara, esta vez algo más pequeña y rotundamente encerrada en sí misma, una sonrisa displicente en las comisuras de los labios. Volvía a aparecer en el lienzo siguiente, esta vez con una boca de una anchura antinatural, las cejas terminaban en punta sobre la nariz, la frente se arrugaba formando arrugas como las de una máscara, pelos aislados se erizaban, sutiles como rajas en el papel. No existía arranque del cuello, ni cuerpo, tan sólo la cabeza aislada flotando en el vacío. Retiré las lonas, una tras otra; ahora el rostro se deformaba con más fuerza: el mentón se alargaba, los colores se tornaban más chillones, frente y orejas se alargaban en exceso. Sus ojos, sin embargo, parecían contemplarme cada vez más lejanos, más indiferentes y, aparté la próxima lona, más despectivos. Ahora estaba abombado hacia fuera como en uno de esos espejos deformantes, tenía nariz de Arlequín y arrugas fruncidas en la frente. En el lienzo siguiente —la lona se enganchó y la arranqué con toda mi fuerza, provocando torbellinos de polvo que me obligaron a estornudar— el rostro se comprimía, como si el que mueve a un títere cerrase el puño. En el lienzo siguiente sólo se distinguían sus perfiles imprecisos, como si se percibieran a través de una ventisca. Los restantes cuadros estaban inconclusos, eran simples bocetos con algunas zonas coloreadas; en ellos se descubría una frente aquí, una mejilla allá. En la esquina había un bloc de bocetos que alguien debía de haber arrojado allí. Lo recogí y, tras limpiarlo, lo abrí. La misma cara, desde arriba, desde abajo, desde todas las perspectivas, una vez incluso, como una máscara vista desde dentro. Los bocetos, dibujados a carboncillo, eran cada vez más vacilantes, los trazos se tornaban temblorosos y fallidos, quedando reducidos al final a una espesa mancha negra. Una fina lluvia de fragmentos de carboncillo cayó sobre mí. Las restantes páginas estaban en blanco.

Dejé a un lado el bloc y empecé a revisar los cuadros en busca de una firma o de una fecha. En vano. Di la vuelta a uno de los lienzos y examiné el marco de madera, un trozo de cristal cayó al suelo. Lo recogí con la punta de los dedos. Pero había más; por detrás de los cuadros todo el suelo estaba cubierto de pedazos de cristal. Expuse el fragmento a la luz y entorné un ojo: el proyector dio un salto diminuto, su pie hizo una onda. Era cristal tallado.

Saqué mi cámara de la bolsa. Una pequeña Kodak, muy buena, regalo navideño de Elke. Los focos iluminaban tanto que no necesitaría trípode ni flash. Me arrodillé. Según me había explicado el jefe de fotografía de Abendnachrichten, los cuadros había que fotografiarlos justo de frente para evitar cualquier acortamiento de la perspectiva, sólo así eran aptos para ser reproducidos. Fotografié dos veces cada lienzo y, acto seguido, tras levantarme y apoyarme en la pared, el caballete, los pinceles del suelo, los fragmentos de cristal. Pulsé el disparador hasta que se terminó la película. A continuación, guardé la cámara y empecé a tapar de nuevo los cuadros.

Era una tarea laboriosa, pues las lonas se enganchaban una y otra vez. ¿De qué conocía esa cara? Me apresuré; no sabía por qué, pero deseaba salir de allí lo antes posible. ¿Por qué demonios me resultaba conocida? Llegué al último cuadro, topé con su mirada despectiva, lo tapé. Me encaminé de puntillas hasta la puerta, apagué la luz y solté un involuntario suspiro de alivio.

De nuevo en el pasillo, agucé el oído. En el salón seguía zumbando la mosca.

—¿Hola?

Nadie contestó.

—¿Hola?

Subí al primer piso.

Dos puertas a la derecha, dos a la izquierda, una al final del pasillo. Empecé por el lado izquierdo. Llamé a la puerta, esperé unos instantes y abrí.

Debía de ser la alcoba de Miriam. Una cama, un televisor, estanterías con libros y un Kaminski de la serie de las Reflexiones, tres espejos, en cuyo centro se ordenaban formando un sistema perfecto de superficies, una bayeta, un zapato y un lápiz, dispuestos a modo de parodia de una naturaleza muerta; contemplándolo por el rabillo del ojo, parecía desprender un débil brillo. Debía de valer una fortuna. Revisé los armarios, pero sólo contenían vestidos, zapatos, sombreros, gafas, ropa interior de seda. Deslicé entre mis dedos una de las bragas; nunca había conocido a una mujer que usase ropa interior de seda. El cajón de la mesilla de noche estaba repleto de cajas de medicamentos: Baldrian, Valium, Benedorm, varias clases de somníferos y tranquilizantes. Habría sido interesante leer los prospectos, pero no tenía tiempo para eso.

Al lado había un cuarto de baño, muy limpio y con olor a productos de limpieza; la esponja de la bañera aún estaba húmeda, ante el espejo había tres frascos de perfume. Por desgracia, ninguno era de Chanel, tan sólo marcas desconocidas para mí. Ni rastro de utensilios para afeitarse. Era obvio que el viejo utilizaba otro cuarto de baño. ¿Cómo se afeitarían los ciegos?

La puerta del final del pasillo conducía a una estancia sin ventilar. Las ventanas estaban sucias, los armarios vacíos, la cama sin hacer: un cuarto de invitados no utilizado. Una pequeña araña hacía temblar la red que había tendido en la esquina de la ventana. Sobre la mesa reposaba un lápiz con goma de borrar casi gastada y huellas de mordiscos en la madera. Lo cogí, lo giré entre los dedos, volví a depositarlo sobre la mesa y abandoné la habitación.

Ya sólo quedaban dos puertas. Llamé con los nudillos a la primera, aguardé, volví a llamar, entré. Una cama de matrimonio, una mesa y un sillón. Una puerta abierta daba a un pequeño cuarto de baño. Las persianas estaban bajadas, la lámpara del techo, encendida. En el sillón se sentaba Kaminski.

Parecía dormido, tenía los ojos cerrados, llevaba un pijama de seda demasiado grande con las mangas arremangadas. Sus manos no llegaban al final de los reposabrazos, el respaldo sobresalía por encima de su cabeza, los pies colgaban por encima del suelo. Su frente se movió, giró la cabeza, abrió y cerró los ojos muy deprisa y preguntó:

—¿Quién es?

—Yo —respondí—, Zöllner. Olvidé mi bolsa. Anna tenía que visitar a su hermana y me ha preguntado si podía quedarme, no hay problema y… sólo quería comunicárselo. Por si necesita algo.

—¿Qué voy a necesitar? —repuso con calma—. Esa vaca gorda…

Me pregunté si había oído bien.

—Vaca gorda —repitió—. Y tampoco sabe cocinar. ¿Cuánto le ha pagado?

—No sé a qué se refiere. Pero si tiene tiempo para conversar un rato…

—¿Ha estado en el sótano?

—¿En el sótano?

Se palpó la nariz con la punta del dedo.

—Eso se huele.

—¿En qué sótano?

—Ella sabe de sobra que no podemos echarla. Aquí arriba no hay forma de conseguir a nadie.

—¿Apago… la lámpara?

—¿La lámpara? —frunció el ceño—. No, no. Pura costumbre. No.

¿Habría vuelto a tomar alguna pastilla? Saqué mi dictáfono de la bolsa, lo encendí y lo deposité en el suelo.

—¿Qué ha sido eso? —inquirió.

Lo mejor era ir directamente al grano.

—Hábleme de Matisse.

Calló. Me habría gustado ver sus ojos, pero era obvio que se había acostumbrado a no abrirlos jamás si no llevaba gafas.

—Esa casa de Niza. Pensé que también a mí me apetecería vivir así algún día. ¿En qué año estamos?

—Perdón, ¿cómo dice?

—Ha estado usted en el sótano. ¿Qué año?

Se lo dije.

Se frotó la cara. Observé sus piernas. Dos zapatillas de lana se bamboleaban en el aire, una pantorrilla infantil sin pelos, blanca, quedó al descubierto.

—¿Dónde estamos?

—En su casa —contesté despacio.

—¡Entonces dígame de una vez lo que le ha pagado a esa vaca gorda!

—Volveré más tarde.

Resopló, y salí deprisa cerrando la puerta. ¡La tarea no iba a resultar fácil! Le concedería unos minutos para que se concentrase.

Abrí la última puerta y encontré por fin el despacho. Un escritorio con un ordenador, una silla giratoria, armarios archivadores, carpetas, montones de papel. Me senté y apoyé la cabeza en las manos. El sol ya estaba bajo. En la lejanía, la góndola de un funicular que trepaba por una ladera captó un rayo de sol provocando un relampagueo antes de desaparecer sobre un tramo de bosque. Oí unos golpes procedentes de algún lugar cercano; escuché, pero no se oyó ningún ruido más.

Tenía que proceder con método. Ese era el lugar de trabajo de Miriam. Su padre, con toda seguridad, no lo había pisado desde hacía años. Primero revisaría todos los papeles que estaban a la vista; después recorrería de abajo arriba los cajones de la mesa, luego proseguiría, de izquierda a derecha, con los armarios. En caso necesario, era capaz de ser metódico.

La mayoría eran documentos bancarios. Extractos de cuenta corriente y de depósito, en total por menos dinero del que yo esperaba. Había justificantes de una cuenta secreta en Suiza: aunque no se trataba de una suma imponente, en caso necesario podría utilizar ese dato como medida de presión. Contratos con galeristas: Bogovic había recibido primero el cuarenta, después sólo el treinta por ciento, un porcentaje llamativamente bajo. Fuera quien fuese el que hubiera negociado con él en su día, había desempeñado su papel a la perfección. Resguardos de un seguro de enfermedad —muy caro—, luego otro seguro de vida, curiosamente de Miriam, aunque no ascendía a una cuantía exagerada. Encendí el ordenador, que, tras un sobresalto estertoroso, pidió la contraseña. Probé con miriam, manuel, adrienne, papa, mamá, hola y password, pero fue inútil. Irritado, lo apagué.

Ahora le tocaba el turno a las cartas. Copias mecanográficas de una correspondencia interminable con galeristas sobre precios, ventas, envío de cuadros aislados, derechos de reproducción, tarjetas postales, libros ilustrados. La mayoría de las misivas eran de Miriam, algunas las había dictado y firmado su padre, aunque sólo las más antiguas eran de puño y letra del artista: negociaciones, propuestas, exigencias, incluso ruegos de la época anterior a la fama. Entonces su letra era casi ininteligible, las líneas se desviaban hacia la derecha, los puntos de las íes se salían fuera de las líneas. Copias de algunas respuestas a periodistas: «Mi padre no es ni ha sido un pintor figurativo, porque piensa que este concepto no tiene sentido, cualquier pintura o es figurativa o no es pintura, y esto es cuanto cabe decir al respecto.» Algunas cartas de Clure y otros amigos: citas, respuestas lacónicas, felicitaciones de cumpleaños y, en un pulcro montón, las tarjetas navideñas de Mehring, el catedrático. Invitaciones a pronunciar conferencias en universidades; por lo que sabía, él nunca daba conferencias, era evidente que las había rehusado todas. Y la fotocopia de una curiosa carta a Claes Oldenburg: Kaminski le agradecía su ayuda, pero sentía tener que admitir que consideraba el arte de Oldenburg —«disculpe la franqueza, pero en nuestro oficio las mentiras piadosas son el único pecado»— un disparate trivial. Abajo del todo, en el fondo del último cajón, encontré una gruesa carpeta de piel con una pequeña cerradura. Intenté abrirla con el abrecartas, pero en vano, de modo que la dejé a un lado para ocuparme de ella más tarde.

Miré el reloj: Tenía que apresurarme. ¿Ni una sola carta dirigida a Dominik Silva, a Adrienne, a Therese? ¡Si ésa fue la época de la correspondencia! Pero no había ninguna. Oí un motor y me acerqué, intranquilo, a la ventana. Abajo se había detenido un coche. Clure descendió de él, miró a su alrededor, dio unos pasos hacia la casa de Kaminski, y, con un suspiro de alivio comprobé que cambiaba de dirección para abrir la puerta de su jardín. Al lado oí la tos seca del artista.

Llegué a los armarios. Hojeé gruesos archivadores, documentos de seguros, copias del registro de la propiedad; hacía diez años había adquirido una finca en el sur de Francia y se había deshecho de ella con pérdidas. Documentos procesales de un pleito contra un galerista que había puesto a la venta cuadros de su temprana época simbolista. También viejos álbumes de esbozos con apuntes detallados sobre la trayectoria de los rayos entre diferentes espejos: calculé su valor y durante unos instantes luché contra el deseo de quedarme uno de ellos. Había llegado al último armario: viejas cuentas, copias de declaraciones de la renta de los últimos ocho años; me habría gustado revisarlas, pero no tenía tiempo. Golpeé con los nudillos las paredes traseras con la esperanza de hallar compartimientos secretos o dobles fondos. Tumbado en el suelo, atisbé por debajo de los armarios. Me subí a una silla para observarlos por arriba.

Abrí la ventana, me senté en el alféizar y encendí un pitillo. El viento arrastraba la ceniza. Expulsé lentamente el humo al aire fresco. El sol rozaba ya una de las cumbres de las montañas, pronto se ocultaría. Así que sólo quedaba esa carpeta. Arrojé el cigarrillo chasqueando los dedos, me senté al escritorio y saqué mi navaja.

Un único corte liso de arriba abajo en la parte trasera. La piel, ya quebradiza, cedió con un crujido. Corté despacio y con cuidado, a continuación abrí la capeta por detrás. Nadie se daría cuenta. ¿Por qué iba a sacarla nadie en vida de Kaminski? Y después de muerto, daba igual.

Sólo contenía unas cuantas hojas. Unas líneas de Matisse: le deseaba éxito, había recomendado a Kaminski a varios coleccionistas y con esperanza y sus mejores deseos, muy atentamente… La carta siguiente también procedía de Matisse: lamentaba el fracaso de la exposición, recomendaba seriedad y tesón en el trabajo, y contemplaba con optimismo el futuro del señor Kaminski, por lo demás, con sus mejores deseos… Un telegrama de Picasso: Paseante maravilloso, ojalá fuese mío, felicidades, compadre, ¡viva! Después, ya muy amarillentas, tres cartas con la letra pequeña, casi ilegible, de Richard Rieming. La primera la conocía, había sido reproducida en todas las biografías de Rieming; era una sensación extraña tenerla de pronto entre las manos. Estaba ya en el barco, escribía Rieming, y no volverían a encontrarse en esta vida. Eso no era un motivo de tristeza, sino la constatación de un hecho; y, aunque tras la separación de ese cuerpo destructible, existieran otros modos de existencia futura, no estaba claro que lográsemos recordar en ellos los antiguos disfraces y reconocernos; dicho con otras palabras: caso de que existiesen las despedidas para siempre, ésta era una de ellas. Su barco navegaba ya hacia una orilla en cuya realidad aún no acertaba a creer, a pesar de las afirmaciones de los libros, de los itinerarios y de su propio pasaje. Sin embargo, no podía dejar pasar ese momento al final de una existencia fundada, en el mejor de los casos, en el compromiso con la denominada vida, para aseverar que él, Rieming, de haberse ganado el derecho a considerar hijo a alguien, sólo podía conceder ese calificativo al destinatario de esa misiva. Él había llevado una vida que apenas merecía ese nombre, había estado aquí sin saber por qué, había aguantado porque era preciso hacerlo, a menudo a costa de pasar frío, a veces escribiendo poemas, algunos de los cuales tuvieron la suerte de alcanzar el éxito. En consecuencia, apenas tenía derecho a disuadir a otra persona de que emprendiera un camino parecido, y sólo deseaba que a Manuel se le dispensase de la tristeza, que no era poco; a decir verdad, lo era todo.

Las otras dos cartas de Rieming eran más antiguas y habían sido escritas a Kaminski durante su etapa estudiantil: en una le aconsejaba que no volviera a escaparse del internado porque no servía de nada, había que aguantar; que no quería afirmar que algún día Manuel le estaría agradecido, pero le prometía que lo superaría, porque en el fondo se superaba casi todo, aunque uno no lo deseara. En la otra anunciaba que el mes siguiente se publicaría Palabras al borde del camino y que afrontaba el libro con la alegría medrosa de un niño que teme recibir en navidad un regalo equivocado, sabiendo sin embargo que, reciba lo que reciba, será acertado. Yo no tenía la menor idea de lo que pretendía decir con esas palabras. Estas líneas tenían un tinte un tanto frío y alambicado. Rieming siempre me había resultado antipático.

La carta siguiente era de Adrienne. Ella había meditado mucho tiempo, no le había resultado fácil. Sabía que entre las habilidades de Manuel no figuraba la de hacer felices a los demás, y que el vocablo feliz para él no tenía el mismo significado que para otros. Pero lo haría, se casaría con él, estaba dispuesta a correr el riesgo, y si era un error, lo asumiría. Eso seguramente no constituiría una sorpresa para él, pero sí que lo era para ella. Le agradecía haberle concedido tiempo, a ella le atemorizaba el futuro, pero quizá debía ser así, y seguramente algún día ella también sería capaz de pronunciar las palabras que él tanto anhelaba oír.

Releí la carta, pero no supe a ciencia cierta qué me inquietaba tanto. Ahora sólo quedaba una hoja: un fino papel cuadriculado, arrancado al parecer de un cuaderno escolar. Lo coloqué ante mí y lo alisé. Estaba fechado justo un mes antes de la carta de Adrienne. «Manuel, esto no lo escribo de verdad. Sólo me imagino…» Un zumbido eléctrico me interrumpió: el timbre de la puerta.

Angustiado, corrí escaleras abajo y abrí. Un hombre de pelo canoso se apoyaba en la valla, con un sombrero regional en la cabeza y una bolsa panzuda a su lado.

—¿Sí?

—Doctor Marzeller —anunció con voz profunda—. La cita.

—¿Tiene usted una cita?

—La tiene él. Yo soy su médico.

No contaba con eso.

—Ahora es imposible —aduje—. Vuelva usted mañana.

Él se quitó el sombrero y se pasó la mano por la cabeza.

—El señor Kaminski está trabajando —insistí—. No desea que le molesten.

—¿Quiere usted decir que está pintando?

—Estamos trabajando en su biografía. Necesita concentrarse.

—En su biografía —volvió a ponerse el sombrero—. Necesita concentrarse.

¿Por qué diablos tenía que repetirlo todo?

—Mi nombre es Zöllner —expliqué—. Soy su biógrafo y amigo.

Extendí la mano, él la estrechó con cierta vacilación. Su apretón de manos denotaba una desagradable firmeza, yo le correspondí. Me miró inquisitivo.

—Voy a verle ahora mismo —dijo avanzando un paso.

—¡No! —exclamé interponiéndome en su camino.

Me miró de hito en hito. ¿Preguntándose quizá si yo sería capaz de detenerlo? Haz la prueba, anda, pensé.

—Seguramente se trata de pura rutina —aventuré—. Él no necesita nada.

—¿Por qué cree eso?

—Está muy ocupado, de veras. No se le puede interrumpir, hay tantos… recuerdos. El trabajo le absorbe sobremanera.

Se encogió de hombros, parpadeó y retrocedió. Yo había ganado.

—Lo siento —dije magnánimo.

—¿Cómo ha dicho usted que se llama? —preguntó.

—Zöllner —respondí—. Adiós.

Me saludó con una inclinación de cabeza. Sonreí y él me devolvió la mirada sin amabilidad. Cerré la puerta. Desde la ventana de la cocina observé cómo se dirigía hacia su coche, depositaba la bolsa en el maletero, se sentaba al volante y ponía el vehículo en marcha. Luego se detuvo, bajó el cristal de la ventanilla y volvió a mirar hacia la casa; retrocedí apresuradamente, aguardé unos segundos y, tras acercarme a la ventana, vi cómo el coche tomaba la curva. Subí por la escalera, aliviado.

«Manuel, esto no lo escribo en realidad. Sólo me imagino que lo escribo, que no lo introduciré luego en un sobre y no lo enviaré al mundo real, a ti. Acabo de salir del cine. En el noticiario semanal De Gaulle parecía tan cómico como siempre; fuera ha comenzado el deshielo por primera vez en este año, e intento imaginar que eso no guarda la menor relación con nosotros dos. Porque, en el fondo, ninguno de nosotros, ni yo, ni la pobre Adrienne, ni Dominik, creemos que se te pueda abandonar. Pero a lo mejor nos equivocamos.

»A pesar del tiempo transcurrido, sigo sin saber qué somos para ti. Quizás espejos (en eso eres un experto) que reflejan tu imagen y te convierten en algo grande, diverso y vasto. Sí, serás famoso. Y te lo habrás merecido. Ahora seguramente acudirás a ver a Adrienne, tomarás lo que te dé y te encargarás de que, más adelante, cuando se marche, ella considere que es su propia decisión. Tal vez la envíes con Dominik. Entonces habrá ahí otras personas, otros espejos. Pero yo, no.

»No llores, Manuel. Tú siempre has sido un hombre de lágrima fácil, pero esta vez déjamelo a mí. Como es natural, es el fin, y morimos. Pero eso no significa que no sigamos existiendo todavía durante mucho tiempo, que hallemos a otras personas, paseemos, soñemos por la noche y podamos llevar a cabo todo lo que hace una marioneta. No sé si de verdad estoy escribiendo esto, ni si lo enviaré. Pero si lo hago, si lo consigo y lo lees, entonces, por favor, entiéndelo al pie de la letra: ¡Déjame estar muerta! No me llames, no me busques, yo ya no existo. Y ahora, mientras miro por la ventana y me pregunto por qué todos ellos no…»

Le di la vuelta, pero no continuaba, el resto debía de haberse perdido. Volví a revisar las hojas una por una, pero la que faltaba no figuraba entre ellas. Suspirando, saqué mi bloc de notas y copié la carta. La punta del lápiz se me rompió en un par de ocasiones y mi letra se tornó ilegible debido a las prisas, pero diez minutos después lo había conseguido. Volví a colocar todos los papeles en la carpeta y la deposité abajo del todo, en el cajón. Cerré los armarios, enderecé los montones de documentos y comprobé que ningún cajón quedaba abierto. Asentí satisfecho: nadie se percataría del registro, lo había efectuado con mucha habilidad. En ese instante se ponía el sol: durante unos segundos, las montañas parecieron escarpadas y gigantescas, después retrocedieron y se tornaron lisas y lejanas. Había llegado la hora de jugar mi mejor carta.

Llamé a la puerta. Kaminski no respondió.

Pasé. Estaba sentado en su sillón, el dictáfono seguía en el suelo.

—¿Otra vez? —preguntó—. ¿Dónde está Marzeller?

—El doctor acaba de telefonear. No puede venir. ¿Podemos hablar de Therese Lessing?

Guardó silencio.

—¿Podemos hablar de Therese Lessing?

—Usted debe de estar loco.

—Escuche, desearía…

—¿Qué le pasa a Marzeller? ¿Acaso ese tipo quiere que reviente?

—Ella vive, he hablado con ella.

—Llámele. ¡Qué se ha creído!

—Le digo que vive.

—¿Quién?

—Therese. Es viuda, y vive. En el norte, en la costa. Tengo la dirección.

No contestó. Levantó despacio una mano y se frotó la frente antes de bajarla de nuevo. Su boca se abría y se cerraba, su frente se cubrió de arrugas. Miré al dictáfono: la activación de voz lo había puesto en marcha, registraba cada palabra.

—Dominik le comunicó que había muerto. Pero no es verdad.

—Eso no puede ser cierto —repuso en voz baja.

Su pecho subía y bajaba, me preocupaba su corazón.

—Me enteré hace diez días. No fue muy difícil averiguarlo.

Siguió mudo. Yo le observaba con atención: giró la cabeza hacia la pared, pero no abrió los ojos. Sus labios temblaban. Hinchó las mejillas y expulsó el aire con fuerza.

—La veré dentro de poco —proseguí—. Puedo preguntarle lo que usted desee. Sólo tiene que contarme lo que pasó.

—¡Pero qué se ha figurado usted! —musitó.

—¿No quiere saber la verdad?

Pareció reflexionar. Ahora lo tenía en mis manos. Él no contaba con eso; ¡también había minusvalorado a Sebastian Zöllner! Incapaz de estarme quieto por el nerviosismo, me acerqué a la ventana y atisbé entre las lamas de la persiana. A cada segundo que transcurría, las luces se tornaban más nítidas en el valle. El crepúsculo redondeaba los arbustos como si fuesen grabados en cobre.

—La semana que viene la visitaré —insistí—. Entonces podré preguntarle…

—Yo no viajo en avión —replicó.

—Por supuesto que no —le tranquilicé; estaba muy desorientado—. Está en su casa. ¡Todo va bien!

—Las medicinas están al lado de la cama.

—Estupendo.

—Le estoy diciendo que las recoja, majadero —repuso tranquilo.

Lo miré de hito en hito.

—¿Que las recoja?

—Nos vamos allí.

—¡No lo dirá en serio!

—¿Por qué no?

—Puedo transmitirle cualquier pregunta. Pero lo que usted pretende es imposible. Está usted demasiado… enfermo —estuve a punto de decir «viejo»—. No puedo asumir esa responsabilidad —¿soñaba o estábamos manteniendo de verdad esa conversación?

—¿No se habrá equivocado usted, no la habrá confundido con otra? ¿Y si le han tomado el pelo?

—A Sebastian Zöllner —afirmé—, nadie…

Él resopló con desdén.

—No —remaché—. Ella vive y… desearía hablar con usted —añadí con cierta vacilación—. Podría telefonear y…

—No telefonearé. ¿Pretende acaso dejar escapar esta oportunidad?

Me froté la frente. ¿Qué había sucedido, no lo tenía todo controlado? De un modo u otro el asunto se me había ido de las manos. Pero Kaminski tenía razón: el viaje duraría dos días, nunca habría osado imaginar que se me ofrecería la oportunidad de pasar tanto tiempo con él. Podría preguntarle lo que se me antojase. Mi libro sería una fuente imperecedera, leído por los universitarios, citado en las Historias del Arte.

—Es raro saber que ha entrado usted en mi vida —comentó—. Raro y poco grato.

—Es famoso. Es lo que usted deseaba. Ser famoso significa contar con alguien como yo —no supe por qué había pronunciado esas palabras.

—En el armario hay una maleta. Meta un par de cosas mías.

Yo respiraba con dificultad. ¡Imposible! Esperaba sorprenderlo y confundirlo para obligarlo a hablar de Therese. ¡Pero no pretendía raptarlo!

—Hace años que no viaja.

—La llave del coche está colgada al lado de la puerta de casa. ¿Sabrá usted conducir, no?

—De maravilla.

¿Se proponía de verdad, ahora mismo, así, sin más, conmigo…? Debía de estar loco. Por otra parte: ¿Constituía eso un problema para mí? El viaje pondría en peligro su salud, por supuesto. Pero de ese modo el libro vería antes la luz.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Me senté en el borde de la cama. ¡Tranquilo, me dije, tranquilo! ¡Piensa! También podía abandonar y largarme sin más; él se dormiría y al día siguiente por la mañana lo habría olvidado todo. Y se habría malogrado la ocasión de mi vida.

—¡De acuerdo, vámonos! —exclamé.

Al levantarme de un salto, la cama chirrió y él se sobresaltó.

Se quedó petrificado durante unos segundos, como si ahora fuese él quien no acabara de creérselo. Luego, alargó despacio la mano. Se la estreché y en ese preciso instante supe que la decisión estaba tomada. Era fresca y blanda al tacto, pero su apretón denotaba una sorprendente firmeza. Lo sostuve y él se deslizó del sillón. Me quedé quieto y me condujo hacia la puerta. Una vez en el pasillo, se detuvo y le hice avanzar con determinación. En la escalera, ya no habría sido capaz de decir cuál de nosotros llevaba al otro.

—No tan deprisa —dije con voz ronca—. Aún he de recoger su equipaje.