V

POCO después de las diez me despertó el sol que entraba por la ventana. Yacía sobre la cama sin abrir, con una docena de cintas magnetofónicas desperdigadas a mi alrededor, el dictáfono se había caído al suelo. Escuché las campanas de una iglesia en la lejanía. Me levanté con torpeza.

Desayuné bajo la misma cabeza de ciervo que había divisado el día anterior por la ventana. El café era un aguachirle. En la mesa contigua un padre regañaba a su hijo; el pequeño agachó la cabeza, cerró los ojos y se comportó como si no estuviera allí. Hugo se arrastraba con las orejas gachas por la alfombra. Llamé a la dueña y le dije que el café era infame. Ella asintió con expresión de indiferencia y trajo otra cafetera.

—¿Qué le decía yo? —le espeté.

Ella se encogió de hombros. El nuevo café era más fuerte, y a la tercera taza mi corazón comenzó a galopar. Me eché al hombro la bolsa y emprendí la marcha.

A la luz del día, el camino por el que había descendido la jornada anterior parecía muy ancho y exento de peligro, y la pendiente se había transformado en un prado empinado y florido. Dos vacas me dirigieron una mirada de tristeza, un hombre con una guadaña, parecido al campesino del cuadro, gritó algo incomprensible, le saludé con una inclinación de cabeza, él rio y esbozó un gesto de desdén. El aire era fresco; el bochorno del día anterior había desaparecido. Cuando llegué al letrero, apenas jadeaba.

Ascendí por la carretera a paso ligero, y apenas diez minutos después divisé el aparcamiento y las casas. La pequeña torre se alzaba puntiaguda hacia el cielo. El BMW gris estaba aparcado ante la puerta del jardín. Llamé al timbre.

Ahora no es buen momento, dijo Anna con hostilidad. El señor Kaminski no se sentía bien, el día anterior ni siquiera se había despedido de los invitados.

—Mal asunto —repuse satisfecho.

—Sí —replicó ella—. Muy malo. Vuelva mañana.

Pasé a su lado, crucé el pasillo y el comedor, salí a la terraza y entorné los ojos: el hemiciclo de las montañas, encuadrado en una mañana esplendorosa. Anna me siguió preguntando si había comprendido sus palabras. Contesté que prefería hablar con la señora Kaminski. Me miró de hito en hito. Luego se limpió las manos en el delantal y entró en la casa. Me senté en una silla de jardín y cerré los ojos. El calor del sol se posaba, blando, sobre mi rostro. Nunca había respirado un aire tan puro.

Sí, una vez, sí. Fue en Clairance. Intenté ahuyentar de mi mente el recuerdo, pero fue en vano.

Me había unido a un grupo de turistas a eso de las cuatro de la tarde. La jaula de acero había descendido traqueteando; las mujeres reían histéricas y un viento gélido brotaba de las profundidades. Durante unos segundos, reinó la oscuridad más absoluta.

Un corredor bajo, lámparas eléctricas que desprendían un resplandor amarillento, una puerta antiincendios de acero que se abría y cerraba entre chirridos.

Ne vous perdez pas, don’t get lost.[12]

El guía nos precedía arrastrando los pies, un americano sacaba fotos, una mujer palpaba, curiosa, las vetas blancas de la roca. El aire sabía a sal. En ese lugar se había perdido Kaminski cincuenta años antes.

El guía abrió una puerta de acero, doblamos la esquina. Al parecer, la culpa fue de sus ojos. Yo cerré los míos unos instantes y avancé a ciegas por el camino. La escena era fundamental para mi libro: me imaginaba que era Kaminski, avanzando a tientas, parpadeando, palpando, llamando, deteniéndose y gritando hasta que se dio cuenta de que no le oía nadie. Tenía que plasmar ese episodio con vigor, con el mayor dramatismo posible, necesitaba que las grandes revistas ilustradas publicasen extractos. Algún idiota me empujó, farfullé una palabrota, él hizo lo mismo, otro me rozó el codo, era portentoso comprobar la falta de educación de la gente, pero resistí la tentación de abrir los ojos. Tenía que describir a toda costa el eco de su voz en medio del silencio, eso quedaría bien.

—El eco en medio del silencio —musité.

Oí que torcían a la izquierda. Abandoné la pared, di unos pasos con cautela, me topé con la pared al otro lado y les seguí, guiándome por sus voces: poco a poco iba adquiriendo una sensibilidad especial para eso. Se cerró una puerta y, en un acto reflejo, abrí los ojos. Me había quedado solo.

Un corredor corto iluminado por tres lámparas. Me sorprendió que la puerta se encontrase a más de diez metros de distancia, había sonado tan cerca… Me encaminé enseguida hacia ella y la abrí. También allí había lámparas a lo largo del techo bajo una hilera de tubos de metal. No se veía ni un alma.

Retrocedí hasta el otro extremo del corredor. Así que al fin y al cabo se habían dirigido a la derecha y mi oído me había engañado. Mi aliento ascendía formando pequeñas nubecillas. Llegué a la puerta. Estaba cerrada.

Me limpié la frente, a pesar del frío sentía calor. Así pues, tenía que retroceder. Hasta la bifurcación y luego a la izquierda, por donde habíamos venido. Me detuve, conteniendo la respiración, y agucé los oídos: no escuché voz alguna. Nada. Nunca había experimentado un silencio semejante. Caminé deprisa por la galería y me detuve en la siguiente bifurcación. ¿Habíamos venido por la derecha? Claro que sí, por la derecha. De modo que ahora hacia la izquierda. La puerta de acero se abrió sin resistencia. Lámparas, tubos, otra bifurcación, pero ni un alma a la vista. Me había equivocado.

No pude evitar reírme.

Retrocedí hasta la última bifurcación y doblé a la izquierda. Otra puerta, pero en la galería situada tras ella no había luz, estaba sumido en una oscuridad como no existía en la faz de la Tierra. Asustado, volví a cerrar la puerta de golpe. Seguro que el grupo siguiente no tardaría en llegar a esa zona; además, tenía que haber trabajadores en ese lugar, al fin y al cabo la mina aún se explotaba. Agucé los oídos. Carraspeé y grité; me sorprendió no oír el más mínimo eco. La roca parecía tragarse mi voz.

Torcí a la derecha, avancé en línea recta atravesando una, dos, tres puertas, la cuarta estaba cerrada. Debía resolver la situación con lógica. Me volví hacia la izquierda, crucé dos puertas de acero y llegué a otra bifurcación. Las puertas, según había dicho el guía, estaban allí para impedir la propagación de las llamas en caso de que estallara un incendio; sin ellas, una sola llama podría propagarse por toda la mina. ¿Habría alarmas contra incendios? Durante unos instantes, barajé la idea de prenderle fuego a algo. Pero no tenía nada combustible, hasta los cigarrillos se me habían acabado.

Me fijé en las diminutas gotas de agua condensada que colgaban de los tubos. ¿Sería normal? Probé dos puertas: una estaba cerrada, otra conducía a una galería donde ya había estado. ¿O no? Me habría gustado disponer de un cigarrillo. Me senté en el suelo.

Alguien vendría, y pronto, no me cabía la menor duda. Era imposible que la instalación fuera tan grande. ¿Apagarían las luces por la noche? El suelo estaba frío como el hielo, no podía quedarme sentado. Me levanté. Grité. Vociferé. Comprendí que era inútil. Grité hasta enronquecer.

Volví a sentarme. Una ocurrencia absurda me llevó a sacar el teléfono móvil, pero, como es lógico, no había cobertura: en ninguna otra parte estás tan aislado como en una mina de sal gema. Difícil decisión: ¿Era solamente una situación apurada o corría peligro? Apoyé la cabeza contra la pared. Durante un segundo creí ver una araña, pero era una simple mancha; allí abajo no había insectos. Consulté el reloj, ya había transcurrido una hora, como si el tiempo corriera más deprisa o mi vida más despacio, quizá mi reloj funcionaba mal. ¿Debía seguir andando o esperar allí? De repente, me entró sueño. Cerré los ojos unos instantes.

Después contemplé las vetas de la roca. Salían al encuentro unas de otras, confluían, pero nunca se cruzaban, igual que los brazos de un río. Un torrente de sal de infinita lentitud atravesaba las profundidades del mundo. No podía quedarme dormido, pensé. Luego, sentí que me hablaban voces a las que respondía, en alguna parte sonaba un piano, y luego me vi en un avión contemplando vastos paisajes resplandecientes: montañas, ciudades y un mar lejano, pasaban personas, un niño rio, miré el reloj, pero mis ojos no captaban la imagen con nitidez. Me costó levantarme, tenía el cuerpo agarrotado por el frío. La puerta de acero se abrió, la traspasé, me encontré en el salón de Elke y supe que por fin me esperaban. Ella dio unos pasos hacia mí, yo extendí los brazos de alegría y abrí los ojos: estaba sentado en el suelo, bajo los tubos húmedos, a la luz amarillenta de las lámparas de la mina, solo.

Eran poco más de las seis. Ya llevaba dos horas allí. Tiritaba de frío. Me levanté, salté alternativamente sobre cada pie y di palmadas. Me encaminé hacia el final de la galería, torcí a la derecha, a la izquierda, a la derecha y de nuevo a la izquierda. Me detuve y presioné las manos contra la roca.

Qué maciza se sentía al tacto. Apoyé la frente en ella e intenté acostumbrarme a la idea de que iba a morir. ¿Debía escribir algo, una noticia postrera para… para quién en realidad? Caí de rodillas, alguien me dio una palmada en los hombros. Era un guía bigotudo al que seguían una docena de personas con cascos, máquinas fotográficas, cámaras de vídeo.

Monsieur, qu’est-ce que vous faites la?[13]

Me levanté, farfullé algo, me enjugué las lágrimas y me sumé a la hilera de turistas. Dos japoneses me contemplaban con curiosidad, el guía abrió una puerta: una algarabía de voces llegó hasta mis oídos. La galería estaba atestada de gente. En un puesto de souvenirs vendían postales, piedras de sal y diapositivas de lechosos lagos salinos. El rótulo «Salida» señalaba una escalera. Pocos minutos después, la jaula que hacía las veces de ascensor me condujo rechinando hacia arriba.

—No tenía que haber venido hasta mañana.

Alcé la cabeza. La silueta de Miriam Kaminski se erguía ante mí aureolada por el sol. Entre sus cabellos negros se percibían sutiles líneas de luz.

—Sólo quería darle los buenos días.

—Buenos días. Salgo de viaje dentro de una hora y regresaré mañana.

—Esperaba poder hablar con su padre.

Me miró como si no me hubiera oído.

—Mi padre no se encuentra bien. Dé un paseo, señor Zöllner. Haga alguna excursión. Merece la pena.

—¿Adónde va?

—Vamos a crear la Fundación Kaminski. Le explicaré con sumo gusto los detalles, podría resultarle interesante para su libro.

—Estoy seguro de ello.

Entonces supe que mientras ella estuviera allí, sería imposible hablar a solas con él. Asentí despacio y ella rehuyó mi mirada. Como es natural, yo ejercía cierto influjo sobre ella. Quién sabe si no me consideraba un tipo peligroso… Pero no había nada que hacer al respecto. Me levanté.

—Entonces saldré de excursión.

Me dirigí deprisa hacia la casa, tenía que evitar a toda costa que me acompañase hasta la salida. Por la puerta entornada de la cocina se oía el chacoloteo de los cacharros. Atisbé por la rendija: Anna estaba fregando los platos.

Al entrar, me dirigió una mirada inexpresiva. Llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza, el delantal sucio, su cara era redonda como una rueda de carro.

—Anna —le dije—. ¿Puedo llamarla Anna?

Se encogió de hombros.

—Soy Sebastian. Llámeme Sebastian. La comida de ayer fue excelente. ¿Podemos hablar?

No contestó. Acerqué una silla, volví a apartarla y me senté sobre la mesa de la cocina.

—Anna, ¿hay algo que le apetezca hacer?

Me miró de hito en hito.

—Quiero decir que eso… podría hacerlo hoy. ¿No le parece?

Por la ventana divisé al banquero que había asistido el día anterior a la cena acercándose desde la casa vecina. Cruzó el aparcamiento, sacó su llave del bolsillo, abrió la puerta de un coche y entró en él con parsimonia.

—Se lo diré de otro modo. Sea lo que sea lo que desee hacer hoy, yo le… ¡Déjeme intentarlo…!

—Doscientos —repuso ella.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? ¿Es usted tonto? —me miró tranquila a los ojos—. Doscientos y me ausentaré hasta mañana a mediodía.

—Es mucho —dije con voz ronca.

—Doscientos cincuenta.

—¡Así, imposible!

—Trescientos.

—Doscientos —repliqué.

—Trescientos cincuenta.

Asentí.

Ella alargó la mano, saqué mi cartera y conté el dinero. Habitualmente no llevaba encima esa suma; era lo que había pensado gastar en todo el viaje.

—¡Venga! —exclamó.

Su piel tenía un brillo aceitoso. Alargó el brazo; su mano era tan grande que los billetes desaparecieron en su interior.

—Esta tarde llamará mi hermana y contaré que tengo que acudir a visitarla con urgencia. Regresaré mañana a las doce.

—¡Ni un minuto antes! —le advertí.

La mujer asintió.

—¡Ahora váyase!

Me dirigí a la puerta de la casa con paso vacilante. ¡Una fortuna! Pero había conseguido lo que quería. Y sabe Dios que no había actuado con torpeza: ella no había tenido la menor posibilidad de decirme que no. Dejé mi bolsa en el suelo, apoyada en la pared.

—Señor Zöllner.

Me giré.

—¿No encuentra usted el camino? —preguntó Miriam.

—Sí, tan sólo deseaba…

—No me gustaría que se llevase una mala impresión —dijo Miriam—. A nosotros nos complace su labor.

—Ya lo sé.

—En estos momentos no resulta fácil. Él está enfermo. A menudo se comporta como un niño. Pero su libro es muy importante para mi padre.

Asentí, comprensivo.

—¿Cuándo se publicará?

Me asusté. ¿Sospechaba algo?

—Aún no es seguro.

—¿Por qué no es seguro? El señor Megelbach tampoco quiso contármelo.

—Depende de muchos factores. De… —me encogí de hombros—. Factores. De muchos factores. Se publicará lo antes posible.

Me miró meditabunda, me despedí apresuradamente y me puse en camino. Esta vez el descenso se me hizo muy corto: olía a hierba y a flores, un avión nadaba despacio por el cielo azul; me sentía alegre y liviano. Saqué dinero de un cajero y adquirí una nueva maquinilla de afeitar eléctrica en la droguería del pueblo.

Fui a la habitación del hotel y contemplé al viejo campesino en la pared mientras silbaba entre dientes y tamborileaba con los dedos en mi rodilla. Notaba un cierto nerviosismo. Me tumbé en la cama sin quitarme los zapatos y miré un rato al techo. Me situé ante el espejo y permanecí allí hasta que mi imagen me pareció ajena y absurda. Tras afeitarme, me di una prolongada ducha. Luego, cogí el teléfono y marqué un número que me sabía de memoria. Sonó cinco veces hasta que alguien descolgó.

—Señora Lessing —dije—. Soy yo de nuevo, Sebastian Zöllner. ¡No cuelgue!

—¡No! —dijo una voz aguda—. ¡No!

—Sólo le ruego que me escuche.

Colgó. Durante unos segundos oí la señal de ocupado. Acto seguido telefoneé de nuevo.

—Otra vez Zöllner. Le pido una breve…

—¡No! —colgó.

Maldije. No había nada que hacer, de verdad parecía como si tuviera que ir en persona. ¡Lo que me faltaba!

En un restaurante de la plaza principal me sirvieron una miserable ensalada de atún. A mi alrededor se sentaban los turistas, los niños graznaban, sus padres hojeaban mapas, las madres hundían los tenedores en gigantescas raciones de tarta. La camarera era joven y atractiva. La llamé: ¡Demasiado aceite en la ensalada, que se la llevase! Respondió que lo haría con sumo gusto, aunque tendría que pagarla. Pero si apenas la había probado, aduje. Eso era asunto mío, replicó. Solicité ver al encargado. Me contestó que no llegaría hasta la noche, pero que podía esperar. Como si no tuviera nada mejor que hacer, contesté guiñándole un ojo. Me comí la ensalada, pero a la hora de pagar no vino ella, sino un colega ancho de hombros. No dejé propina.

Compré cigarrillos y le pedí fuego a un hombre joven. Entablamos conversación: era estudiante y había venido a visitar a sus padres durante las vacaciones. ¿Qué estudiaba? Historia del Arte, respondió lanzándome una mirada de preocupación. Muy comprensible, comenté, sobre todo si uno había nacido allí. ¿Que por qué? Hice un ademán con la mano en dirección a la falda de la montaña. ¿Dios? Claro que no, contesté, es que allí residían grandes pintores. Él no entendía. ¡Kaminski! Me miró con expresión vacía.

Le pregunté si era cierto que no conocía a Kaminski. No, no lo conocía. El último discípulo de Matisse, expliqué, un representante de los clásicos… No se dedicaba a eso, me interrumpió, sino al arte contemporáneo en la zona de los Alpes. Allí habían surgido tendencias de lo más apasionantes, Gamraunig por ejemplo, después, como es lógico, Göschl y Wagreiner. ¿Quién? Wagreiner, exclamó él y su rostro enrojeció. ¡A ése había que conocerle! Ahora sólo pintaba con leche y sustancias comestibles. Pregunté los motivos. Él asintió, le agradaba la pregunta: por Nietzsche.

Retrocedí, preocupado. Le pregunté si Wagreiner era neodadaísta. Negó con la cabeza. ¿Artista de performances? No, contestó, no, no. Meneé la cabeza. Él murmuró algo incomprensible y nos miramos con desconfianza. A continuación, nos separamos.

Me encaminé a la pensión, hice mi maleta y aboné la cuenta. Volvería al día siguiente, no había razón alguna para pagar por una noche en la que no ocuparía la habitación. Saludé a la dueña con una inclinación de cabeza, tiré mi cigarrillo, tomé el sendero y comencé la ascensión. No precisaba taxi, para entonces me resultaba sencillo; a pesar de que llevaba una maleta, no tardé en alcanzar el letrero indicador. Carretera arriba, la primera, segunda, tercera curva, el aparcamiento. El BMW gris aún seguía delante de la puerta del jardín. Llamé al timbre. Anna abrió en el acto.

—¿No hay nadie en casa? —pregunté.

—Sólo él.

—¿Por qué sigue ahí el coche?

—Su hija ha tomado el tren.

La miré de hito en hito.

—Vengo porque se me olvidó la bolsa.

Ella asintió, entró en casa y dejó la puerta abierta. La seguí.

—Ha llamado mi hermana —informó.

—¡No me diga!

—Necesita ayuda.

—Si quiere usted marcharse, yo puedo quedarme con él.

Me miró unos instantes.

—Sería muy amable por su parte.

—No se hable más.

Ella se alisó la falda, se agachó y cogió una bolsa de viaje repleta. Se dirigió hacia la puerta, titubeó y me miró indecisa.

—Pierda cuidado —le dije en voz baja.

Ella asintió. Respiraba de forma audible, luego cerró la puerta tras de sí. Por la ventana de la cocina la vi cruzar el aparcamiento con paso cansino. La bolsa se balanceaba en su mano.