—¿QUIÉN?
—Kaminski. Manuel K-A-M-I-N-S-K-I. ¿Lo conoció usted?
—Manuel. Sí. Claro. Por supuesto —la anciana esbozó una sonrisa inexpresiva.
—¿Cuándo fue eso?
—¿El qué?
Volvió hacia mí una oreja apergaminada como la cera. Inclinándome hacia delante, le grité:
—¡Cuándo!
—Dios mío. Hace treinta años.
—Tienen que ser más de cincuenta.
—Tanto no.
—Sí. ¡Haga un cálculo!
—Él era muy serio. Oscuro. En cierto modo siempre se mantenía en la sombra. Nos presentó Dominik.
—Estimada señora, lo que deseaba preguntar en realidad…
—¿Ha oído a Pauli? —señaló un pájaro encerrado en su jaula—. Canta de maravilla. ¿Escribirá sobre todo esto?
—Sí.
Su cabeza se desplomó, durante un momento pensé que se había dormido, pero de pronto dio un respingo y volvió a enderezarse.
—Él decía siempre que sería un desconocido durante mucho tiempo. Después se haría famoso, y luego le olvidarían de nuevo. ¿Escribe usted sobre eso? Entonces escriba también… que no lo sabíamos.
—¿Qué?
—Que se puede llegar a ser tan viejo.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Sebastian Zöllner.
—¿De la universidad?
—Sí… de la universidad.
Resolló, y su mano se deslizó por su calva con torpeza.
—Déjeme pensar. ¿Que si lo conocí? Pregunté a Dominik quién era ese tipo arrogante, y respondió que Kaminski, como si eso significara algo. Tal vez sepa usted que ya se habían interpretado composiciones mías.
—Interesante —comenté cansado.
—Por lo general se limitaba a sonreír ensimismado. Presumidos. Ya conoce usted a esa gente que se considera importante sin haber hecho nada todavía… Y luego eso también se cumple, mundus vult decipi. He trabajado en una sinfonía, un cuarteto mío se había presentado en Donaueschingen, y Ansermet había aceptado…
Carraspeé.
—Kaminski, claro. Por eso está usted aquí. Porque no ha venido por mí, sino por él, ya lo sé. En una ocasión nos vimos obligados a contemplar sus cuadros, en casa de Dominik Silva, él tenía ese apartamento en la Rue Verneuil. Kaminski en persona bostezaba en un rincón y se comportaba como si todo le resultara tedioso. Y a lo mejor lo era, no sería capaz de reprochárselo. Pero, dígame, en realidad ¿de qué universidad viene usted?
—Si no he entendido mal, ¿pagará usted la comida, no? —preguntó Dominik Silva.
—Pida lo que desee —respondí sorprendido.
Detrás de nosotros los coches pasaban rugiendo hacia la Place des Vosges, los camareros serpenteaban con habilidad entre las sillas de mimbre.
—Su francés es bueno.
—Pasable.
—El de Manuel fue siempre atroz. Jamás me he topado con nadie tan poco dotado para los idiomas.
—No me ha resultado nada fácil dar con usted.
Tenía un aspecto enteco y quebradizo, su nariz sobresalía, puntiaguda, en un rostro singularmente curvado hacia adentro.
—Vivo en distintas condiciones que antes.
—Usted hizo mucho por Kaminski —apunté cauteloso.
—No lo sobrevalore. De no haber sido yo, habría sido cualquier otro. La gente como él encuentra siempre a gente como yo. No era un rico heredero, ya sabe. Su padre, un suizo de origen polaco o viceversa, no lo recuerdo bien, cayó en bancarrota antes de su nacimiento y murió. Su madre fue socorrida más tarde por Rieming, pero éste tampoco era un hombre de posibles. Manuel siempre necesitaba dinero.
—¿Pagaba usted su alquiler?
—Así es.
—¿Y hoy ya no es usted… un hombre adinerado?
—Los tiempos cambian.
—¿Cómo lo conoció?
—A través de Matisse. Yo lo había visitado en Niza, él me dijo que había un joven pintor en París, un protegido de Richard Rieming.
—¿Y sus cuadros?
—No eran nada del otro mundo. Sin embargo, yo pensaba que eso cambiaría.
—¿Por qué?
—Por su causa más bien. Daba sencillamente la impresión de que cabía esperar algo de él. Al principio pintaba unas cosas bastante malas, surrealismo sobrecargado. Eso cambió con Therese.
Apretó los labios; me pregunté si aún conservaría dientes. Al menos acababa de pedir un bistec.
—Se refiere usted a Adrienne —precisé.
—Sé a quién me refiero. Quizá le sorprenda, pero no estoy senil. Adrienne vino después.
—¿Quién era Therese?
—¡Dios mío, todo! Ella lo cambió por completo, aunque él nunca lo reconocerá. Seguramente habrá oído hablar de su experiencia en la mina de sal, no en vano él la describe con harta frecuencia.
—Pasado mañana viajaré hasta allí.
—Hágalo, le gustará. Pero Therese fue más importante.
—No lo sabía.
—En ese caso debería usted empezar de nuevo.
—Ahora, respóndame con absoluta sinceridad: ¿Lo considera usted un gran pintor?
—Por supuesto —me topé con la mirada del catedrático Komenev—. Con ciertas limitaciones.
Komenev cruzó las manos detrás de la cabeza; su silla basculó de golpe hacia atrás. Su barbita se alejaba de su mentón afilada y ligeramente erizada.
—Por consiguiente, procedamos con orden. No perdamos el tiempo con la obra temprana. Luego, las Reflexiones. Muy insólitas para esa época. Desde el punto de vista técnico, magníficas. Pero también bastante estériles. Una buena idea esencial desarrollada con excesiva frecuencia, excesiva exactitud y excesiva minuciosidad, y su maestría con las témperas tampoco lo mejora. Algo demasiado Piranesi. Después la Luz Cromática, el Paseante, las vistas de las calles. A primera vista, fabulosos. Pero desde el punto de vista temático, no son demasiado sutiles. Y, seamos sinceros, si no se hubiera conocido su ceguera… —se encogió de hombros—. ¿Conoce usted los cuadros originales?
Vacilé. Había barajado la posibilidad de volar a Nueva York, pero salía muy caro, y además… ¿para qué estaban los libros ilustrados?
—Por supuesto.
—Entonces habrá reparado en la inseguridad del trazo. Debió de utilizar potentes lupas. No hay comparación con la perfección técnica anterior. ¿Y después? Ay, Señor, el veredicto al respecto ya se pronunció. ¡Estampas de calendario! ¿Ha visto usted ese perro espantoso junto al mar, esa imitación de Goya?
—En suma, primero derroche de técnica y falta de sensibilidad, y después al revés.
—Cabría decirlo de ese modo, sí —retiró las manos de detrás de la nuca, la silla recuperó la horizontalidad.
—Hace dos años impartí otro seminario sobre él. Los jóvenes estaban desconcertados. Ya no les decía nada.
—¿Lo ha conocido en persona?
—No, ¿para qué? Cuando se publicaron mis Comentarios sobre Kaminski, le envié el libro. Jamás contestó. ¡No lo juzgó necesario! Como ya he dicho, es un buen pintor, y los buenos pintores están sujetos a las modas. Los grandes son los únicos que no lo están.
—Hubiera debido ir a verle —opiné.
—¿Cómo dice?
—De nada sirve escribir y esperar una respuesta. Hay que visitarlos. Hay que cogerlos desprevenidos. Cuando escribí mi semblanza sobre Wernicke… ¿Conoce usted a Wernicke?
Me miró con el ceño fruncido.
—Acababa de suceder, y su familia se negaba a hablar conmigo. Pero, en lugar de marcharme, me planté delante de la puerta de su casa y les dije que escribiría sobre su suicidio a todo trance, y que tenían la opción de hablar conmigo o no. «Si se niegan —les dije—, eso significará también que su punto de vista brillará por su ausencia. Mas si se muestran dispuestos a…»
—Perdone —Komenev se inclinó hacia delante y me miró con dureza—. ¿De qué está hablando en realidad?
—No duró mucho. Lo de Therese terminó al cabo de un año.
El camarero trajo el bistec con patatas fritas. Silva empuñó los cubiertos con avidez y empezó a comer. Su cuello temblaba al tragar. Pedí una coca-cola.
—Ella era especial, de veras. Jamás vio en él lo que era, sino lo que podía llegar a ser. Y además contribuyó a ello. Aún recuerdo cómo, al contemplar un cuadro suyo, dijo en voz muy baja: «¿Tienen que ser siempre águilas?» Debería haber oído usted cómo pronunció la palabra «águilas». Eso supuso el final de su fase simbolista. ¡Era maravillosa! El matrimonio con Adrienne sólo fue un reflejo fallido de esa relación, pues ella tenía un ligero parecido con Therese. ¿Qué más puedo decir? Si me pregunta, le diré que él nunca logró olvidarla. Si toda, existencia encierra una catástrofe decisiva… —se encogió de hombros— …ésa fue la suya.
—Pero su hija es de Adrienne.
—Su madre murió cuando la niña tenía trece años —miró al infinito, como si el recuerdo le doliera—. Entonces ella se trasladó a vivir con él a esa casa situada en el culo del mundo, y desde entonces es la que se ocupa de todo.
Introdujo un trozo de carne demasiado grande en la boca y tardó un rato en recuperar el habla. Me esforcé por no mirar.
—Manuel siempre encontró a las personas que necesitaba. Le parecía que el mundo se lo debía.
—¿Por qué lo abandonó Therese?
No contestó. A lo mejor era duro de oído. Aproximé más el dictáfono hacia él.
—¿Por qué…?
—¡Y yo qué sé! Señor Zöllner, hay tantas explicaciones, tantas versiones de todo, que al final la verdad es de lo más banal. ¡Nadie conoce lo sucedido, ni tiene la menor idea de lo que otra persona piensa de él! Deberíamos dejarlo. Ya no estoy acostumbrado a que se me escuche.
Lo miré sorprendido. Su nariz temblaba, había apartado los cubiertos y me escudriñaba con sus ojos saltones. ¿Qué le había exasperado tanto?
—Aún me quedan un par de preguntas —dije cauteloso.
—¿Es que no se da cuenta? Estamos hablando de él como si ya hubiera muerto.
—Una vez interpretaron una obra nueva —se enderezó, se frotó la calva, se acarició la papada y frunció el ceño.
¡Vuelve a empezar otra vez con tus composiciones y te meteré el dictáfono en los morros!, pensé.
—Asistió al estreno en compañía de Therese Lessing. Una mujer de extraordinaria inteligencia, justo es reconocerlo. No podría precisar lo que ella vio en él… Era vanguardismo puro, una especie de misa negra, con actores embadurnados de sangre, una pantomima bajo una cruz invertida, pero los dos se pasaron todo el rato riéndose. Al principio con risitas ahogadas que impedían concentrarse a los demás espectadores, pero después empezaron a reír a carcajadas. Hasta que los echaron. Aunque claro, el ambiente se había ido al diablo, o no precisamente al diablo, usted ya me entiende. Fuera como fuese, se fue al garete. Tras la muerte de Therese, se casó, y después de que su mujer se marchara con Dominik, cosa comprensible, ya no volví a verlo nunca más.
—¿Con Dominik?
—¿Es que no lo sabe? —frunció el ceño, sus espesas cejas se arquearon, su mentón se proyectó hacia adelante—. Pero ¿qué clase de investigador es usted, caramba? A mis conciertos jamás asistió, no le interesaban. Una época así nunca vuelve. Ansermet deseaba dirigir mi suite sinfónica, pero se frustró porque… ¿Cómo, ahora mismo? No se vaya, tengo algunos discos interesantes. Hoy en día no podrá escucharlos en ningún otro lugar.
—¿Qué opina usted de sus cuadros? —el catedrático Mehring me miraba con atención por encima del borde de sus gafas.
—Primero, derroche de técnica y falta de sensibilidad, y después al revés —respondí.
—Komenev afirma lo mismo. Pero yo creo que es un error.
—Yo también —contesté a renglón seguido—. Un maldito prejuicio.
—Hace veinte años Komenev decía cosas completamente distintas. Pero entonces Kaminski estaba de moda. El año pasado lo expliqué en la universidad. Los estudiantes se mostraron entusiasmados. Creo asimismo que no se ha hecho justicia a su obra tardía. El tiempo pondrá a cada cual en su sitio.
—¿Fue usted su ayudante?
—Durante muy poco tiempo. Yo contaba diecinueve años, mi padre conocía a Bogovic, que ejerció de mediador. Mi labor consistía en moler los pigmentos. Kaminski se figuraba que obtendría colores más intensos si los preparábamos con nuestras propias manos. Si me pregunta mi parecer, una pura quimera. Pero pude vivir allí arriba, en su casa, y para su información, estuve muy enamorado de su hija. Qué guapa era, aunque, la verdad, nunca veía a nadie salvo a él. Ella no se interesó demasiado por mí.
—¿Estaba usted presente cuando pintaba?
—Se veía obligado a utilizar grandes lupas, que llevaba sujetas a la cabeza igual que un joyero. Era muy nervioso; a veces rompía sus pinceles de rabia, y cuando tenía la impresión de que yo era demasiado lento en el trabajo… En fin, nosotros difícilmente podemos hacernos una idea de sus padecimientos. Planificaba cada cuadro hasta el más mínimo detalle, tenía un montón de bocetos, pero al mezclarlos la composición se malograba.
Al cabo de un mes, me despedí.
—¿Sigue manteniendo contacto con él?
—Le envío felicitaciones de Navidad.
—¿Y le contesta?
—Lo hace Miriam. Supongo que no se puede pedir más.
—Sólo dispongo de diez minutos.
Bogovic se acarició la barba con ademán inquieto. Ante la ventana se perfilaba el muro del Palais Royal, sobre el escritorio colgaba un boceto de David Hockney de una villa californiana.
—Sólo puedo decir que lo quiero como a un padre. ¡Puede grabarlo sin problemas! Como a un padre. Lo conocí a finales de los años sesenta. Papá, que dirigía aún la galería, se sentía henchido de orgullo por haber conseguido a Kaminski. Por aquel entonces, Manuel venía en tren, ya sabe usted que se niega a montar en un avión. A pesar de todo, le gusta viajar. Ha emprendido grandes viajes, como es lógico necesita un chófer. Le encantan las aventuras. Nosotros teníamos sus grandes paisajes en depósito. Seguramente lo mejor que ha creado. El Musée d’Orsay estuvo a punto de adquirir dos de ellos.
—¿Qué pasó?
—Nada, que al final no se los quedaron. Señor Zellner, yo he…
—¡Zöllner!
—…conocido a muchos creadores. Gente buena. Pero sólo a un genio.
Se abrió la puerta, entró una ayudante con blusa ceñida y colocó una hoja escrita; Bogovic la contempló durante unos segundos, después la apartó a un lado. La miré con una sonrisa y ella apartó la vista, pero me di cuenta de que yo le gustaba. Era conmovedoramente tímida. Cuando salió, me ladeé un poco para que me rozase al pasar, pero me esquivó. Le guiñé un ojo a Bogovic y frunció el ceño. Seguro que era homosexual.
—Acudo a verle dos veces al año —prosiguió—. La semana que viene le visitaré de nuevo. Es raro que se haya recluido tanto. Papá le habría conseguido una vivienda aquí o en Londres. Pero él se negó.
—¿Está completamente ciego?
—Si lo averigua, comuníquemelo. En los últimos tiempos no le ha ido muy bien, una grave operación de bypass. Yo mismo estuve allí, en el hospital… No, no, miento, eso fue con papá. Pero también lo habría hecho por él. Como ya le he dicho, quiero a ese hombre. A mi padre no lo quise. Manuel Kaminski es el más grande. A veces creo que David —señaló el cuadro de la villa— es el más grande. O Lucian, o algún otro. Otras considero que el más grande soy yo. Pero después, al pensar en él, sé que nosotros no somos nada.
Señaló un cuadro de la pared de enfrente: una figura inclinada sentada a orillas de un océano oscuro, a su lado, un perro gigantesco, plasmado desde una extraña perspectiva.
—¿Ese lo conoce, verdad? La muerte junto al mar lívido. Jamás lo venderé.
Caí en la cuenta de que Komenev había hablado de ese cuadro. ¿O fue Mehring? No recordaba lo que habían dicho de él, ni de si debía gustarme.
—No parece de Kaminski —comenté a la ligera.
—¿Por qué lo dice?
—Porque él… porque… —me miré las palmas de las manos—. Por… el trazo. Ya sabe, el trazo. ¿Qué sabe usted de Therese Lessing?
—Jamás he oído ese nombre.
—¿Cómo se comporta en las negociaciones?
—Todo eso lo lleva Miriam. Desde los diecisiete años. Ella es mejor que abogado y esposa al mismo tiempo.
—Está soltera.
—¿Y?
—Lleva demasiado tiempo viviendo con él. En las montañas, apartada del mundo. ¿Me equivoco?
—Es probable que sea así —respondió con tono gélido—. Y ahora, tiene que disculparme. La próxima vez debería concertar una cita en lugar de limitarse a…
—Por supuesto —me levanté—. La semana que viene yo también estaré allí. Me ha invitado… —el apretón de manos de Bogovic era blando y algo húmedo—. A la Arcadia.
—¿Adónde?
—Cuando sea rico, le compraré su Muerte junto al mar lívido. Cueste lo que cueste.
Me contempló en silencio.
—¡Sólo era una broma! —dije regocijado—. No se lo tome a mal. Una simple broma.
—No tengo ni idea de lo que le ha contado ese viejo asno. ¡Yo nunca viví con Adrienne!
No me había resultado fácil convencer a Silva para que mantuviéramos un segundo encuentro; había insistido varias veces en que él escogiese el local. Negaba con la cabeza, sus labios estaban manchados de marrón por el helado de chocolate, una visión horrenda.
—La quería y me daba pena. Me ocupé de ella y de la niña, porque Manuel se negaba a hacerlo. A lo mejor no le gustó. Pero eso es todo.
—¿A quién he de creer?
—¡Ese es su problema, nadie está obligado a rendirle cuentas a usted! —replicó con una mirada altanera—. Seguramente pronto se reunirá usted con Manuel. Pero nunca llegará a imaginarse cómo era por aquel entonces. Conseguía convencer a todo el mundo de que llegaría a ser uno de los grandes. Había que darle todo cuanto se le antojaba. Therese fue la única que no… —rebanó los restos de helado de la copa y lamió la cuchara por ambos lados— …la única —meditaba, pero parecía haber olvidado lo que quería decir.
—¿Tomará café? —pregunté inquieto.
La cuenta superaba con creces mis recursos; yo aún no había hablado con Megelbach de los gastos.
—Señor Zöllner, todas esas historias son agua pasada. En realidad nosotros ya no existimos. La vejez es algo absurdo. Uno existe pero no existe, es como un espectro —durante unos instantes fijó la mirada por encima de mí, en los tejados, en el otro lado de la calle. La piel de su cuello era tan delgada que las venas sobresalían con claridad—. Miriam tenía mucho talento, era despabilada, un tanto irascible. A los veinte años tuvo un novio que fue a visitarla y se quedó dos días, pero volvió a marcharse y nunca más regresó. No es fácil tenerlo como padre. Me gustaría volver a verla.
—Se lo diré.
—Mejor no —repuso sonriendo con tristeza.
—Aún me quedan algunas preguntas.
—Créame, a mí también.
—Ignorábamos que se pudiera llegar a ser tan viejo. ¡Escríbalo! Escríbalo al pie de la letra —señaló la jaula del pájaro—. ¿Oye usted a Pauli?
—¿Conoció usted bien a Therese?
—Cuando se marchó, él deseaba quitarse la vida.
—¿De veras? —me incorporé.
Ella cerró los ojos unos instantes: hasta sus parpados estaban arrugados; nunca había visto algo así.
—Eso afirmó Dominik. Yo nunca se lo habría preguntado a Manuel. Nadie se habría atrevido a tanto. Sin embargo, él estaba completamente fuera de sí. Sólo dejó de buscarla cuando Dominik le dijo que estaba muerta. ¿Le apetece un té?
—No. Sí. Sí, por favor. ¿Tiene una foto suya?
La anciana levantó la tetera y sirvió con mano temblorosa.
—Pregúntele a ella, quizá le envíe una.
—¿A quién debo preguntar?
—A Therese.
—¡Pero si está muerta!
—Oh, no, qué va. Vive en el norte, en la costa.
—¿Pero no había muerto?
—No, eso fue lo que le dijo Dominik. Manuel nunca habría parado de buscarla. Yo adoraba a Bruno, su marido. Era tan humano, completamente distinto a… ¿Azúcar? Ahora hace mucho que murió. La mayoría han muerto —dejó la tetera—. ¿Leche?
—No. ¿Tiene sus señas?
—Creo que sí. ¿Le oye? Qué bien canta. Los canarios no suelen cantar. Pauli es una excepción.
—¡Por favor, déme la dirección!
Ella no contestó, parecía no haber entendido.
—Si he de ser sincero —dije despacio—, no oigo nada.
—¿Qué?
—No canta. Ni se mueve, y creo que tampoco se encuentra muy bien de salud. Por favor, ¿sería tan amable de darme la dirección?