COMENZÓ con los dibujos fallidos propios de un chico de doce años: personas aladas, pájaros con cabeza humana, serpientes y espadas que volaban por los aires, sin el menor asomo de talento. No obstante, el gran Richard Rieming, que había vivido dos años en París con la madre de Manuel, incluyó algunos de ellos en su libro de poemas Palabras al borde del camino. Tras estallar la guerra, Rieming se vio obligado a emigrar y embarcó rumbo a América, pero murió de neumonía durante la travesía. Dos fotos infantiles mostraban al regordete Manuel vestido de marinero, en una con unas gafas que aumentaban sus ojos de manera grotesca, en otra parpadeando, como si estuviera expuesto a una luz demasiado intensa. No era un niño guapo. Pasé las páginas, el papel se estaba alabeando por la humedad.
A continuación, venían los trabajos simbolistas. Había pintado centenares de ellos, poco después de finalizar el bachillerato y de morir su madre, solo en un piso alquilado de París, protegido por su pasaporte suizo, durante la época de la ocupación alemana. Más tarde los quemó casi todos, los pocos que sobrevivieron eran bastante malos: fondo dorado, halcones pintados desmañadamente sobre árboles de los que crecían cabezas humanas de mirada sombría, un tosco moscardón en una flor que parecía de hormigón. Cualquiera sabe qué le había inducido a pintar semejantes cosas. Durante un momento, el libro se hundió entre la espuma; la brillante blancura pareció trepar por el papel; lo limpié. Viajó a Niza con una antigua carta de recomendación de Rieming para enseñarle sus cuadros a Matisse, pero éste le aconsejó cambiar de estilo y regresó a casa sin saber qué hacer. Un año después de la guerra, durante la visita a la mina de sal de Clairance, perdió al guía y vagó durante horas por las galerías abandonadas. Después de que lo encontrasen y lo sacasen al exterior, se encerró durante cinco días. Nadie supo lo sucedido. Pero desde entonces su pintura sufrió un cambio radical.
Dominik Silva, su amigo y mecenas, le pagaba un estudio. Allí trabajó, estudió perspectiva, composición y teoría del color, destruyó todos los estudios, comenzó de nuevo, volvió a destruir y a empezar de cero. Dos años después, Matisse le facilitó su primera exposición en la galería Theophraste Renoncourt de Saint-Denis. Allí colgó por primera vez, seguí hojeando, una nueva serie de cuadros: las Reflexiones.
Hoy esta serie se exhibe completa en el Metropolitan Museum de Nueva York. Los cuadros mostraban espejos enfrentados entre sí desde diferentes ángulos. Corredores de un tono gris plateado, levemente curvos, inundados de una inquietante luz fría, se abrían hacia el infinito. Los detalles en los marcos o las impurezas en el cristal se multiplicaban y alineaban en copias que se reducían, idénticas, hasta desaparecer muy lejos del campo visual. En algunos cuadros, como por descuido, se distinguían detalles del pintor, una mano con el pincel, la esquina de un caballete, en apariencia retenidos de manera fortuita por uno de los espejos y multiplicados. En una ocasión, una vela creaba un incendio de docenas de llamas flameantes paralelas; en otra, se expandía el tablero de una mesa sembrado de papeles, en cuya esquina había una tarjeta postal que reproducía Las Meninas de Velázquez entre dos espejos situados en ángulo recto en los que la reflexión del uno en el otro hacía surgir un tercero, que sin embargo no mostraba los objetos invertidos, sino en la forma correcta, generando un caos de una curiosa simetría: un efecto muy complejo. André Breton escribió un artículo, entusiasmado; Picasso compró tres cuadros. Parecía que Kaminski estaba a punto de alcanzar la fama. Pero no sucedió así. Nadie supo por qué; simplemente no sucedió. La exposición finalizó tres semanas después, Kaminski se llevó los cuadros a su casa y siguió siendo tan desconocido como antes. Dos fotos lo mostraban con unas enormes gafas que le daban un aire de insecto. Se casó con Adrienne Malle, la propietaria de una próspera papelería y vivió catorce meses con cierto desahogo. Después, Adrienne lo abandonó con la recién nacida Miriam, y el matrimonio se deshizo.
Abrí el grifo de agua caliente; demasiado, reprimí un grito de dolor; un poco menos, así estaba bien. Apoyé el libro en el borde de la bañera. Tenía numerosas cuestiones que abordar con él. ¿Cuándo se enteró de su enfermedad ocular? ¿Por qué se rompió su matrimonio? ¿Qué sucedió en la mina? Yo había grabado en cinta las opiniones de otros, pero necesitaba recoger las suyas propias; cosas que no hubiera dicho nunca. Mi libro no debía publicarse antes de su muerte, pero tampoco mucho después. Durante un corto espacio de tiempo, despertaría un enorme interés. Me invitarían a programas de televisión para hablar de él, y en la parte inferior de la pantalla aparecería en letras blancas mi nombre y la leyenda: Biógrafo de Kaminski. Eso me proporcionaría un puesto en una de las grandes revistas de arte.
El libro estaba ahora bastante mojado. Me salté las Reflexiones restantes y pasé las páginas hasta llegar a los cuadros más pequeños a témpera y al óleo de la década siguiente. Había vuelto a vivir solo, Dominik Silva le facilitaba dinero con regularidad, a veces conseguía vender algún cuadro. Su paleta cobró mayor luminosidad, sus trazos se tornaron más escuetos. Pintó hasta el límite de la reconocibilidad paisajes abstractos, vistas urbanas, escenas de calles animadas que se disolvían en una niebla pegajosa. Un hombre arrastraba tras de sí al andar sus contornos imprecisos, una papilla de nubes se tragaba las montañas, una torre parecía tornarse transparente debido al embate demasiado vigoroso del fondo; uno se esforzaba en vano por percibirla con claridad, pero lo que apenas un momento antes era todavía una ventana se revelaba ahora un reflejo de la luz, lo que parecía un muro artísticamente adornado, una nube de extravagante forma, y cuanto más mirabas, más desaparecía la torre. «Es muy sencillo —comentó Kaminski en su primera entrevista—, y endiabladamente difícil. Porque me estoy quedando ciego. Pinto así. Eso es todo.»
Apoyé la cabeza en la pared de azulejos y dejé el libro sobre mi pecho. Luz cromática nocturna, Magdalena absorta en la oración y, sobre todo, Pensamientos de un paseante somnoliento tras el poema más famoso de Rieming: una figura humana casi imperceptible que vagaba perdida por una oscuridad gris, plomiza. El Paseante, en realidad sólo gracias a Rieming, fue admitido en una exposición de los surrealistas donde casualmente llamó la atención de Claes Oldenburg. Dos años después, por mediación de Oldenburg, uno de los trabajos más endebles de Kaminski, El interrogatorio de Santo Tomás, se exhibió en una exposición de Pop art de la galería Leo Castelli de Nueva York. El título se amplió con la apostilla painted by a blind man[11] y ofrecía al lado una foto de Kaminski con gafas oscuras. Cuando se le refirió esto, se enfadó tanto que se metió en la cama y durante dos semanas padeció una gripe febril. Cuando volvió a levantarse, era famoso.
Estiré los brazos con cuidado y sacudí primero la mano derecha, luego la izquierda; el libro pesaba bastante. Por la puerta abierta, mi mirada cayó sobre el cuadro del viejo campesino. Empuñaba una guadaña, que contemplaba con orgullo. Me gustó. A decir verdad, me complacía más que los cuadros sobre los que escribía día tras día.
De repente, las pinturas de Kaminski dieron la vuelta al mundo, sobre todo debido al rumor de su ceguera.
Y cuando poco a poco se creyeron sus afirmaciones de que aún podía ver, ya fue inútil: El Guggenheim Museum organizó una exposición de su obra, los precios alcanzaron cotas de vértigo, las fotos lo mostraban con su hija de catorce años, por entonces una chica realmente guapa, en la inauguración de exposiciones en Nueva York, Montreal y París. Sus ojos, sin embargo, empeoraban de día en día. Se compró una casa en los Alpes y desapareció de la vida pública.
Seis años después, Bogovic organizó en París la última exposición de Kaminski. Doce cuadros de gran formato, ahora de nuevo a témpera. Casi exclusivamente colores claros, amarillo y azul pálido, un verde penetrante, transparentes tonos beige; corrientes conectadas unas con otras, que, si retrocedías o entornabas los ojos, albergaban de pronto vastos paisajes: colinas, árboles, hierba fresca bajo la lluvia estival, un sol pálido ante el que las nubes se desvanecían generando un vapor lechoso. Pasé las hojas con más lentitud. Esas obras me gustaban. Algunas las contemplé durante largo rato. El agua fue enfriándose poco a poco.
Pero era mejor que no te gustasen: las reacciones fueron demoledoras. Habían tildado esas obras de kitsch, de penosa falta de gusto, de prueba fehaciente de su enfermedad. Una última foto a toda página mostraba a Kaminski con bastón, gafas negras y una peculiar expresión risueña recorriendo las salas de la exposición. Cerré el libro, tiritando. Lo dejé junto a la bañera y, cuando reparé en el enorme charco, era demasiado tarde. Maldije, en ese estado no podría venderlo ni siquiera en el rastrillo dominical. Me levanté, abrí el desagüe y observé cómo un pequeño remolino succionaba el agua. Miré al espejo. ¿Calvicie? Seguro que no.
Casi todos aquellos a los que les contaban que Kaminski aún vivía, se sorprendían. Les parecía inverosímil que existiera aún, oculto en las montañas, en su enorme casa, a la sombra de la ceguera y de la fama. Que siguiera las mismas noticias que nosotros, que escuchase los mismos programas de radio, que formase parte de nuestro mundo. Desde hacía cierto tiempo yo sabía que me había llegado el momento de escribir un libro. Mi carrera había comenzado bien, pero se estaba estancando. Primero había pensado en algo polémico, un ataque a un pintor conocido o a una corriente artística; barajé la posibilidad de someter a una crítica despiadada el realismo fotográfico, luego en defenderlo, pero de repente el realismo fotográfico pasó de moda. Entonces, ¿por qué no una biografía? Titubeé entre Balthus, Lucian Freud y Kaminski, pero en el ínterin falleció el primero, y el segundo, según rumores, ya había entablado conversaciones con Hans Bahring. Bostecé, me sequé y me puse el pijama. Sonó el teléfono del hotel, fui a la habitación y descolgué sin pensármelo dos veces.
—Tenemos que hablar —dijo Elke.
—¿Cómo has conseguido este número?
—Eso no importa. Tenemos que hablar.
Debía de ser urgente de verdad. Ella había salido en viaje de negocios para su agencia de publicidad, y, por lo general, en esas circunstancias nunca llamaba.
—No es buen momento. Estoy muy ocupado.
—¡Ahora!
—De acuerdo —respondí—. Espera.
Bajé el auricular. En la oscuridad, a través de la ventana, se distinguían las cumbres de las montañas y una pálida media luna. Respiré hondo.
—¿Qué pasa?
—Ayer intenté hablar contigo, pero tú volviste a casa después de que yo me marchara de viaje. Y ahora…
Soplé sobre el auricular.
—La comunicación no es buena.
—Sebastian, esto no es un teléfono móvil. La comunicación es perfecta.
—Perdona —me disculpé—. Un momento.
Bajé el auricular. Un suave pánico ascendió en mi interior. Adivinaba lo que iba a decirme, y no podía escucharlo bajo ningún concepto. ¿Y si colgaba sin más? Ya se lo había hecho tres veces. Vacilante, levanté el auricular.
—¿Sí?
—Se trata de la casa.
—¿Puedo llamarte mañana? Tengo mucho que hacer, volveré la semana próxima, entonces podremos…
—No lo harás.
—¿Qué?
—Volver. Al menos aquí, no. ¡Sebastian, tú ya no vives aquí!
Carraspeé. Ahora se me tenía que ocurrir algo. Algo sencillo y convincente. ¡Ya mismo! Pero no se me ocurría nada.
—En su momento dijiste que sería transitorio. Solo unos días, hasta que encontrases algo.
—¿Y?
—Eso ocurrió hace tres meses.
—Las viviendas escasean.
—Hay de sobra, así no podemos seguir.
Guardé silencio. A lo mejor eso era lo más efectivo.
—Además he conocido a alguien.
Callé. ¿Qué esperaba? ¿Que me echase a llorar, que gritase, que suplicase? Me sentía de lo más inclinado a ello. Recordé su casa: el sillón de piel, la mesa de mármol, el caro sofá. El mueble bar, el equipo estereofónico y el enorme televisor de pantalla plana. ¿De verdad había encontrado a alguien que quisiera escuchar su cháchara sobre la agencia, sobre dieta vegetariana, sobre política y sobre películas japonesas? Me costaba creerlo.
—Sé que esto no es fácil —dijo con voz quebradiza—. Yo tampoco te lo habría dicho… por teléfono. Pero no existe otro modo.
Seguí callado.
—Tú también sabes que las cosas no pueden seguir así.
Eso ya lo había dicho. Pero, ¿por qué no? Ante mis ojos se dibujaba el salón con claridad meridiana: ciento treinta metros cuadrados, alfombras mullidas, vistas al parque. En las tardes de estío una blanda luz meridional se posaba en las paredes.
—No puedo creerlo —le dije—, y no lo creo.
—Pues deberías. He empaquetado tus cosas.
—¿Que has hecho qué?
—Puedes venir a recoger tus maletas. De lo contrario, cuando llegue a casa mandaré que te las envíen al Abendnachrichten.
—¡A la redacción no! —exclamé. ¡Faltaría más!—. Elke, olvidaré esta conversación. Tú no has llamado y yo no he oído nada. La semana que viene discutiremos el asunto.
—Walter ha dicho que si vuelves por aquí, se encargará de echarte él mismo.
—¿Walter?
Ella no contestó. ¿Era realmente necesario que encima se llamase Walter?
—Se mudará aquí el domingo —me comunicó en voz baja.
¡Ah, ya! Ahora lo comprendía: la escasez de viviendas impulsa a las personas a hacer cosas asombrosas.
—¿Y dónde voy a ir?
—No lo sé. A un hotel. A casa de un amigo.
¿Un amigo? Ante mí surgió el rostro de mi asesor fiscal, luego el de un antiguo compañero de clase con quien me había topado en la calle la semana anterior. Nos habíamos tomado juntos una cerveza sin saber de qué hablar. Me pasé todo el rato devanándome los sesos para recordar su nombre.
—¡Elke, ésa es nuestra casa!
—No es nuestra. ¿Has colaborado alguna vez en el alquiler?
—Pinté el cuarto de baño.
—No, eso lo hicieron los pintores. Tú te limitaste a llamarlos. Y pagué yo.
—¿Quieres pasarme la cuenta?
—¿Por qué no?
—No puedo creerlo —¿lo había dicho ya?—. Nunca se me habría ocurrido pensar que fueses capaz…
—¿Verdad que no? —respondió—. A mí tampoco. ¡A mí tampoco! ¿Cómo te las arreglas con Kaminski?
—Nos hemos entendido en el acto. Creo que le caigo bien. El problema es su hija. Es su escudo protector frente a todo. Tengo que librarme de ella como sea.
—Te deseo lo mejor, Sebastian. Quizá tengas todavía una oportunidad.
—¿Qué quieres decir?
Ella no contestó.
—¡Un momento! Quiero saberlo. ¿A qué te refieres?
Colgó.
Instantes después marqué el número de su móvil, pero no contestó. Lo intenté de nuevo. Una tranquila voz de ordenador me pidió que dejara un mensaje. Lo intenté otra vez. Y otra. A la novena, me di por vencido.
De repente, la habitación ya no me resultaba confortable. Los cuadros con edelweiss, vacas y el campesino desgreñado tenían un punto amenazador. Fuera, la noche parecía cercana e inquietante. ¿Era eso lo que me deparaba el futuro? ¿Pensiones y habitaciones subarrendadas, caseras cotillas, olores de cocina a mediodía y por la mañana temprano el estrépito de aspiradores ajenos? ¡Hasta ahí podíamos llegar!
Seguro que la pobre se sentía muy confusa, casi me daba pena. A juzgar por lo que la conocía, ya debía de estar lamentándolo; seguro que al día siguiente llamaría llorando para pedirme perdón. A mí no podía engañarme. Un poco más tranquilo, cogí el dictáfono, puse la primera cinta y cerré los ojos para recordar mejor.