II

UNOS pasos se aproximaron. Tras oír girar una llave, la puerta se abrió de golpe y una mujer con el delantal sucio me escudriñó con la mirada. Cuando le di mi nombre asintió y me cerró la puerta.

Justo cuando me disponía a llamar de nuevo, la puerta volvió a abrirse y apareció otra mujer, mediada la cuarentena, alta y delgada, pelo negro y ojos rasgados, casi asiáticos. Tras comunicarle mi nombre, me indicó que pasara con un escueto ademán.

—No le esperábamos hasta pasado mañana.

—Me he adelantado.

La seguí por un pasillo sin muebles al final del cual se abría una puerta; desde allí oí varias voces hablando a la vez.

—Espero que mi presencia no suponga una molestia.

Le di tiempo para que me asegurase que no, pero ella guardó silencio.

—Bien podrían haberme informado de la existencia de la carretera. He subido por un sendero y podría haberme despeñado. ¿Es usted su hija?

—Miriam Kaminski —dijo con tono gélido mientras abría otra puerta—. Espere, por favor.

Entré. Un sofá y dos sillas, una radio sobre el alféizar. En la pared colgaba el óleo de un paisaje crepuscular de colinas; período medio de Kaminski, probablemente, principios de los años cincuenta. La pared situada por encima del radiador de calefacción estaba ennegrecida; en algunas zonas pendían hilos de polvo del techo, movidos por una corriente de aire imperceptible. Me disponía a sentarme, pero en ese momento entraron Miriam y su padre. Lo reconocí en el acto.

No contaba con que fuera tan bajo, tan diminuto e informe en comparación con la figura esbelta de las viejas fotografías. Llevaba un jersey y unas gafas negras opacas; una de sus manos reposaba sobre el brazo de Miriam, mientras la otra se apoyaba en un bastón blanco. Tenía la piel morena y apergaminada, las mejillas colgaban fláccidas, sus manos parecían de un tamaño desmesurado; un pelo desgreñado rodeaba su cabeza. Vestía unos pantalones de pana raídos y deportivas, la derecha desatada con los cordones arrastrándose tras él. Miriam lo condujo hasta una silla, él tanteó buscando el brazo y se sentó. La mujer permaneció de pie, examinándome de hito en hito.

—Se llama usted Zöllner —dijo él.

Vacilé, no parecía una pregunta, además tuve que superar un momento de infundada timidez. Alargué la mano y, al toparme con la mirada de Miriam, volví a retirarla; ¡claro, qué error tan estúpido! Carraspeé.

—Sebastian Zöllner.

—Y nosotros le esperamos.

¿Había sido una pregunta?

—Si le parece bien, podemos comenzar ahora mismo —apunté—. Me he preparado a conciencia.

En efecto, había estado viajando casi dos semanas. Nunca hasta entonces había dedicado tanto tiempo a un único asunto.

—Le sorprenderá saber la cantidad de viejos conocidos que he encontrado.

—¡Preparado…! —repitió el artista—. Conocidos…

Una leve inquietud se apoderó de mí. ¿Comprendía mis palabras? Sus mandíbulas se movían, ladeó la cabeza y pareció que sus ojos me atravesaban para contemplar el cuadro de la pared, aunque, como es lógico, era sólo una sensación. Alcé los ojos hacia Miriam en demanda de ayuda.

—Mi padre tiene pocos viejos conocidos.

—Tan pocos, no —respondí—. Sólo en París…

—Tiene usted que disculparme —me interrumpió Kaminski—. Acabo de salir de la cama. He pasado dos horas intentando conciliar el sueño, luego me he tomado una pastilla para dormir y me he levantado. Necesito un café.

—No puedes tomar café —adujo Miriam.

—¿Una pastilla para dormir antes de levantarse? —inquirí.

—Espero siempre hasta el último momento, por si lo consigo por mí mismo. ¿Es usted mi biógrafo?

—Soy periodista —precisé—. Escribo para varios periódicos importantes. Actualmente trabajo en su biografía. Tengo todavía unas cuantas preguntas, por mí podemos empezar mañana.

—¿Artículos? —él levantó una de sus descomunales manos y se la restregó por la cara. Sus mandíbulas se movían—. ¿Mañana?

—Usted trabajará sobre todo conmigo —aclaró Miriam—. El necesita tranquilidad.

—No necesito tranquilidad —replicó.

La otra mano femenina se posó sobre el otro hombro de Kaminski, la mujer me sonrió por encima de la cabeza del artista.

—Los médicos opinan lo contrario.

—Agradeceré cualquier ayuda —dije cauteloso—. Pero, como es lógico, su padre es el interlocutor principal. La fuente por antonomasia.

—Soy la fuente por antonomasia —repitió él.

Me froté las sienes. Las cosas no iban bien. ¿Tranquilidad? Yo también necesitaba tranquilidad, todo el mundo necesita tranquilidad. Era ridículo.

—Soy un gran admirador de su padre, sus cuadros han cambiado mi modo de… ver las cosas.

—Eso no es cierto —dijo Kaminski.

Empecé a sudar. Por supuesto que no lo era, pero aún no me había topado con un artista que no se lo creyera.

—¡Se lo juro! —me puse una mano sobre el corazón y, al recordar que ese gesto no podía ejercer el menor efecto sobre él, la aparté a toda prisa—. Sebastian Zöllner es el mayor de sus admiradores.

—¿Quién?

—Yo.

—Ah, ya.

Levantó la cabeza y volvió a agacharla. Por un instante me dio la impresión de que me miraba.

—Nos alegramos de que se encargue usted de este trabajo —dijo Miriam—. Hubo varias solicitudes, pero…

—Tantas no —precisó Kaminski.

—…su editor le recomendó mucho. Lo tiene en gran estima.

Eso era difícil de creer. Yo sólo había visto a Knut Megelbach una vez, en su oficina. Caminaba de acá para allá desesperado, sacando y devolviendo libros a la estantería con una mano, mientras con la otra hacía tintinear la calderilla en el bolsillo de su pantalón. Yo le había hablado del inminente renacimiento de Kaminski: se escribían nuevas tesis doctorales, el Centro Pompidou preparaba una exposición antológica, y además estaba el valor documental de sus recuerdos: no se podía olvidar lo que había visto, la gente a la que había conocido; Matisse había sido su maestro, Picasso, su amigo, Richard Rieming, el gran poeta, su padre adoptivo. Le dije a Megelbach que conocía muy bien a Kaminski, en realidad era incluso su amigo, y no cabía la menor duda de que se mostraría franco conmigo. Sólo faltaba un empujoncito para que todo el interés se centrase en él y las revistas ilustradas hablaran de su obra. Entonces el precio de sus cuadros subiría y la biografía se convertiría en un éxito rotundo.

—¿Y qué es? —había preguntado Megelbach—. ¿Qué es lo que falta?

—Que se muera, naturalmente.

Megelbach había caminado de un lado a otro unos momentos meditabundo. Después se detuvo, me miró sonriente y asintió con la cabeza.

—Me alegro —contesté—. Knut es un viejo amigo.

—¿Cómo dijo usted que se llamaba? —preguntó Kaminski.

—Tenemos que estipular un par de condiciones —explicó Miriam—. Nosotros desearíamos…

El sonido de un teléfono móvil interrumpió sus palabras. Lo saqué del bolsillo del pantalón, miré el número del que llamaba y lo desconecté.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kaminski.

—…Desearíamos pedirle que nos enseñe todo lo que pretenda publicar. Como contraprestación por nuestra colaboración. ¿De acuerdo?

La miré a los ojos. Esperaba que apartase la vista, pero curiosamente aguantó mi mirada. Al cabo de unos segundos, bajé la vista al suelo, a la suciedad de mis zapatos.

—Por supuesto.

—Y por lo que se refiere a los viejos conocidos, no los necesitará. Nos tiene a nosotros.

—Es obvio —dije.

—Mañana saldré de viaje —continuó ella—, pero pasado mañana podemos comenzar. Usted me plateará sus preguntas y, en caso necesario, yo le pediré información a él.

Callé unos segundos. Escuchaba la respiración silbante de Kaminski, sus labios se movían y chasqueaba la lengua. Miriam me miró.

—De acuerdo —respondí.

Kaminski se inclinó hacia delante y sufrió un ataque de tos, sus hombros se agitaban, presionó la mano contra su boca y el rostro se le enrojeció. Tuve que contenerme para no darle palmadas en los hombros. Cuando pasó, se quedó rígido, como vacío.

—Entonces todo está claro —concluyó Miriam—. ¿Se aloja usted en el pueblo?

—Sí —respondí con cierta vacilación—. En el pueblo.

¿Pensaba pedirme que pasara la noche allí, en su casa? Un gesto de agradecer.

—Bien, ahora hemos de regresar con los invitados. Nos veremos pasado mañana.

—¿Tienen invitados?

—Gente del vecindario y nuestro galerista. ¿Lo conoce?

—Hablé con él la semana pasada.

—Se lo diremos —repuso ella.

Me dio la impresión de que tenía la mente en otra cosa. Me estrechó la mano con sorprendente energía y ayudó a su padre a levantarse. Ambos se dirigieron despacio hacia la puerta.

—Zöllner, digo… —Kaminski se detuvo—, ¿qué edad tiene usted?

—Treinta y uno.

—¿Por qué lo hace?

—¿Qué?

—Periodismo. Varios periódicos importantes. ¿Qué busca?

—Me parece interesante. Se aprende mucho y puedes ocuparte de asuntos que…

Él sacudió la cabeza.

—¡No desearía hacer otra cosa!

Golpeó el suelo con el bastón con gesto de impaciencia.

—No sé… de algún modo las cosas sucedieron así. Antes trabajaba en una agencia de publicidad.

—¿De veras?

Sus palabras sonaron raras; lo miré intentando comprender su sentido. Pero su cabeza cayó sobre su pecho y su expresión se tornó vacía. Miriam se lo llevó, y escuché sus pasos alejándose.

Me senté en la silla que acababa de ocupar el viejo. Los rayos de sol caían oblicuos sobre la ventana, y en ellos bailaban motas de polvo plateadas. Debía de ser bonito vivir allí. Me lo imaginé: Miriam me pasaba unos quince años, pero eso no supondría el menor problema, ella todavía estaba de muy buen ver. Su padre ya no viviría mucho, a nosotros nos quedaría la casa, su dinero, seguro que también algunos cuadros. Yo viviría allí, administraría el legado, quizá fundase un museo. Por fin dispondría de tiempo suficiente para escribir algo grande, un grueso libro. No demasiado gordo, pero sí lo bastante para la sección de novela de las librerías. Quizá con un cuadro de mi suegro en la cubierta. O mejor algo clásico. ¿Vermeer? El título en letras oscuras. Encuadernación cosida, papel grueso. Dadas mis relaciones, conseguiría unas cuantas críticas buenas. Sacudí la cabeza, me levanté y salí.

La puerta del final del pasillo estaba cerrada, pero aún se oían voces. Me abroché la americana. Tenía que mostrarme decidido y desenvuelto. Carraspeé y entré a buen paso.

Una habitación grande con la mesa puesta y dos Kaminski en las paredes: uno abstracto y un paisaje urbano neblinoso. Alrededor de la mesa y junto a la ventana había gente con vasos en la mano. Cuando entré, se hizo el silencio.

—Hola —saludé—. Soy Sebastian Zöllner.

Eso rompió el hielo en el acto; noté como el ambiente se distendía. Tendí la mano a los presentes, uno tras otro. Había dos hombres de mediana edad, sin duda uno de los notables del pueblo y un banquero de la capital. Kaminski mascullaba entre dientes; Miriam me miró atónita y pareció a punto de decir algo, pero luego se calló. Un solemne matrimonio inglés se presentó como Mr. y Mrs. Clure, los vecinos.

—Are you the writer?[1] —pregunté.

—I guess so[2] —respondió él.

Y naturalmente, Bogovic, el galerista, con quien había hablado tan sólo diez días atrás. Me estrechó la mano y me contempló pensativo.

—I understand that your new book will appear soon —le dije a Clure—. What’s the title?[3]

Lanzó una mirada a su esposa.

The Forger’s Fear.[4]

—A brilliant one! —dije dándole una palmadita en el brazo—. Send it to me, I’ll review it![5]

Sonreí a Bogovic, que por alguna razón se comportaba como si no se acordase de mí; después me giré hacia la mesa, donde el ama de llaves, enarcando las cejas, añadía otro cubierto.

—¿Pueden darme un vaso?

Miriam dijo algo en voz baja a Bogovic, éste frunció el ceño y ella meneó la cabeza.

Nos sentamos a la mesa. Había una sopa muy insípida de manzanas y pepinos.

—Anna es una experta en mi dieta —explicó Kaminski.

Comencé a hablar de mi viaje, del descaro del revisor esa mañana, de la ignorancia de los empleados del ferrocarril, del tiempo tan cambiante e inestable.

—La lluvia viene y se va —comentó Bogovic—. Así es la lluvia.

—As if in training[6] —dijo Clure.

Luego hablé de la dueña de la pensión, que ignoraba quién era Kaminski. ¡Inconcebible! Di un golpe en la mesa y los vasos tintinearon. Mi temperamento ejerció un efecto contagioso. Bogovic movía su silla de un lado a otro, el banquero hablaba con Miriam en voz baja y, cuando subí el tono de voz, enmudeció. Anna trajo guisantes con pastel de maíz, reseco, casi intragable, el plato principal obviamente. Lo acompañamos con un vino blanco detestable. No acertaba a recordar haber comido tan mal en mi vida.

—Robert —dijo Kaminski—, tell us about your novel![7]

—I wouldn’t dare call it a novel, it’s a modest thriller for unspoilt souls. A man happens to find out, by mere chance, that a woman who left him a long time ago…[8]

Comencé a hablar de mi fatigosa ascensión. Imité al conductor del tractor y su expresión, mostré cómo el motor hacía bambolear sus mejillas. Mi juego provocó hilaridad. Describí mi llegada, mi horror al descubrir la carretera, mi inspección de los buzones.

—¡Figúrense! ¡Günzel! ¡Menudo nombre!

—¿Y eso por qué? —inquirió el banquero.

—¡Pero oiga, uno no puede llamarse así!

Describí la actitud de Anna al abrirme la puerta. Justo en ese momento, ella entraba con el postre; como es lógico, me sobresalté, pero instintivamente me di cuenta de que enmudecer sin más habría sido un tremendo error. Imité su mirada embobada, mostré cómo me había dado con la puerta en las narices. Sabía de sobra que el imitado siempre es el último en reconocerse a sí mismo. Y así fue: depositó la bandeja con tanta fuerza que tintineó, y abandonó la estancia. Bogovic miraba absorto por la ventana, el banquero había cerrado los ojos, Clure se frotaba la cara. En medio del silencio se oían los vigorosos chasquidos de la lengua de Kaminski.

Durante los postres, una crema de chocolate demasiado dulce, hablé del reportaje que había escrito sobre Wernicke, el artista cuyo fallecimiento causó tanto revuelo.

—Conocerán ustedes a Wernicke, ¿no?

Es curioso, pero nadie lo conocía. Describí el momento en que la viuda me había tirado un plato, así, sin más ni más, en su salón, acertándome en el hombro. Me había hecho bastante daño. Las esposas, declaré, solían ser la pesadilla de cualquier biógrafo, y una de las razones por las que este trabajo me resultaba tan grato era precisamente la ausencia… ¡Pero me comprenderían, claro!

Kaminski hizo un ademán y, como obedeciendo a una orden, todos se levantaron. Salimos a la terraza. El sol se ponía en el horizonte. Las faldas de las montañas resaltaban, rojizas y oscuras.

—Amazing[9] —dijo Mrs. Clure, su marido le acarició suavemente los hombros.

Acabé de beberme el vaso de vino y miré a mi alrededor para comprobar si alguien volvía a llenarlo. Sentía un agradable cansancio. Debería haberme marchado a casa para escuchar de nuevo las cintas con las conversaciones de las dos últimas semanas. Sin embargo, no me apetecía. A lo mejor me invitaban a pasar la noche allí arriba. Me situé junto a Miriam y aspiré el aire.

—¿Chanel?

—Perdón, ¿cómo dice?

—Su perfume.

—¿Qué? No —negó con la cabeza y se apartó de mí—. ¡No!

—Debería irse mientras todavía haya luz —sugirió Bogovic.

—Ya me las arreglaré.

—De lo contrario, quizá no encuentre el camino de vuelta.

—¿Lo dice por experiencia?

Bogovic sonrió con sarcasmo.

—Yo nunca voy a pie.

—La carretera no está iluminada —advirtió el banquero.

—Podría llevarme alguien en coche —sugerí.

Durante unos segundos reinó el silencio.

—La carretera no está iluminada —repitió el banquero.

—Tiene razón —afirmó Kaminski con voz ronca—. Debería usted irse.

—It’s much safer[10] —dijo Clure.

Sostuve mi vaso con más fuerza y los miré de hito en hito. Carraspeé de nuevo.

—En ese caso… me pondré en camino.

—Siga usted la carretera —me indicó Miriam—. Al cabo de un kilómetro verá un poste indicador, doble entonces a la izquierda y veinte minutos después habrá llegado.

Le lancé una mirada furibunda, deposité el vaso en el suelo, me abroché la americana y emprendí la marcha. A los pocos pasos oí que todos se echaban a reír a mis espaldas. Agucé el oído, pero ya no logré entender una sola palabra; el viento me traía sólo jirones de vocablos sueltos. Sentía frío. Apreté el paso. Me alegraba de irme. ¡Asquerosos lameculos, daba asco ver a esos aduladores! El anciano me daba pena.

La verdad es que oscurecía muy deprisa. Tuve que entornar los ojos para distinguir el curso de la carretera; sentí la hierba bajo mis pies, me detuve y con cuidado regresé a tientas al asfalto. En el valle ya se divisaban con claridad los puntos de luz de las farolas. Allí estaba el poste indicador, ahora ilegible, allá el camino por el que tenía que irse.

Resbalé y me caí de bruces. Enrabietado, cogí una piedra y la lancé a la negrura del valle. Me froté la rodilla e imaginé su caída mientras arrastraba otras piedras, cada vez en mayor cantidad, hasta que finalmente un desprendimiento de la pendiente sepultaba en algún lugar a un cándido paseante. La idea me gustó y tiré otra piedra. No estaba seguro de encontrarme todavía en el camino, bajo mis pies se desprendían guijarros, a punto estuve de caer de nuevo. Tenía frío. Me agaché y palpé el suelo: sentí la tierra endurecida por las pisadas de los caminantes. ¿Y si me sentaba y aguardaba sin más a que se hiciera de día? A lo mejor me helaba y encima me aburriría como una ostra mientras tanto, pero al menos no me despeñaría.

No, eso quedaba descartado. A ciegas, puse un pie delante del otro, me deslicé hacia delante pasito a pasito, agarrándome a los arbustos. Ya estaba pensando en pedir socorro cuando se dibujaron los contornos del muro de una casa y de un tejado plano, cubierto de piedra. A continuación vi ventanas, la luz brillaba a través de las cortinas corridas. Estaba en una calle iluminada. Tras doblar la esquina, me encontré en la plaza del pueblo. Dos hombres con chaqueta de cuero me miraron con curiosidad. En el balcón de un hotel, una mujer con rulos estrechaba en su pecho a un caniche que gemía.

Abrí de un empujón la puerta de la pensión Schönblick y escudriñé a mi alrededor buscando a la dueña, pero ni rastro de ella, la recepción estaba vacía. Cogí la llave y subí las escaleras para encaminarme a mi habitación. Mi maleta estaba junto a la cama, en las paredes colgaban acuarelas de vacas, edelweiss, un campesino de hirsuta barba blanca… Me había ensuciado el pantalón durante la caída y no había traído otro, pero podría sacudirlo. Necesitaba tomar un baño caliente con urgencia.

Mientras se llenaba la bañera, saqué el dictáfono, la caja con las cintas de las conversaciones y el libro ilustrado Manuel Kaminski, obra completa. Escuché los mensajes de mi móvil: Elke me rogaba que la llamase sin tardanza. El redactor cultural de Abendnachrichten necesitaba lo antes posible la crítica despiadada de Bahring. Luego, Elke otra vez: ¡Sebastian, llama, es importante! Y una tercera: ¡Bastían, por favor! Asentí ensimismado y desconecté el teléfono.

Contemplé mi cuerpo desnudo en el espejo del cuarto de baño con un vago sentimiento de insatisfacción. La espuma, que crujía suavemente, desprendía un olor agradable y dulzón. Me deslicé despacio dentro del agua y, durante unos segundos, el calor me dejó sin aliento; creía estar flotando en un océano vasto e inmóvil. Después, tanteé en busca del libro.