I

ME desperté cuando el revisor llamó a la puerta del compartimiento. Dijo que acababan de dar las seis y que llegaríamos al destino en media hora. Y que si le había oído. Sí, murmuré, sí. Me incorporé con esfuerzo. Me había tumbado de través en tres asientos, estaba solo en el compartimiento, me dolía la espalda, tenía la nuca rígida. Mis sueños habían sido una mezcla pertinaz de sonidos del viaje, voces en el pasillo y anuncios de andenes ignotos; me había despertado una y otra vez sobresaltado por sueños desagradables; en cierta ocasión alguien que tosía abrió de golpe la puerta del compartimiento desde fuera, obligándome a levantarme para cerrarla. Me froté los ojos y miré por la ventanilla: llovía. Me puse los zapatos, saqué de la maleta mi vieja maquinilla de afeitar eléctrica y salí bostezando.

Desde el espejo del lavabo del vagón me observaba una cara pálida, con el pelo desordenado y las marcas de la tapicería del asiento en la mejilla. Enchufé la maquinilla. No funcionó. Abrí la puerta y, al divisar al revisor en el otro extremo del vagón, grité en demanda de ayuda.

Él acudió y me miró con una leve sonrisa. La maquinilla, dije, no funcionaba, por falta de corriente, era obvio. Por supuesto que había corriente, repuso. No, repliqué. Sí, insistió él. ¡No! El revisor se encogió de hombros, entonces tal vez se debiera al cableado, en cualquier caso, él no podía hacer nada. ¡Pues eso era lo mínimo que se esperaba de un revisor!, aduje. Revisor, no, guardatrén, precisó. Le contesté que eso me daba igual. Él me preguntó qué quería decir con eso. Que me traía sin cuidado el nombre de esa profesión superflua, le expliqué. Me advirtió que no estaba dispuesto a tolerar más ofensas, y añadió que me anduviese con cuidado, que podía soltarme un sopapo. Inténtelo, repliqué, y que aun así presentaría una reclamación, que me diese su nombre. Contestó que jamás se le ocurriría darme su nombre, y que yo era un calvo apestoso. Y, dándome la espalda, se alejó mascullando maldiciones.

Cerré la puerta del lavabo y me miré preocupado al espejo. Por supuesto que no había el menor indicio de calvicie; era un enigma cómo podía habérsele ocurrido semejante idea al cretino ese. Me lavé la cara, regresé al compartimiento y me puse la americana. Fuera, las hileras de rieles, postes y conducciones eléctricas aumentaban. El tren aminoró la marcha, ahora se divisaba también el andén: paneles publicitarios, cabinas telefónicas, gente con carros de equipajes. El tren frenó hasta detenerse.

Me deslicé por el pasillo en dirección a la puerta. Un hombre me arrolló, y lo aparté de un empujón. El revisor estaba en el andén, le tendí mi maleta. Él la cogió, me miró sonriente, y la dejó caer de golpe sobre el asfalto.

—Lo siento —dijo mordaz.

Me incliné, cogí la maleta y me fui.

Pregunté a un hombre de uniforme por la ubicación del tren al que debía transbordar. Tras dedicarme una prolongada mirada, sacó un librito arrugado, se tocó levemente la lengua con el dedo índice y comenzó a pasar hojas.

—¿No tiene usted ordenador?

Me dedicó una mirada inquisitiva.

—Da igual —añadí—. Prosiga.

Pasaba hojas y más hojas, suspirando.

—Intercity seis treinta y cinco, vía ocho. Después transbordo…

Continué deprisa mi camino, no tenía tiempo para escuchar su perorata. Me costaba caminar, no estaba acostumbrado a estar despierto a esa hora. Mi tren estaba estacionado en la vía ocho. Subí, entré en el vagón, aparté a una señora gorda, me abrí paso hasta el último asiento de ventanilla libre y me dejé caer en el asiento. Al cabo de unos minutos, nos pusimos en marcha.

Frente a mí se acomodaba un caballero huesudo con corbata. Lo saludé con una inclinación de cabeza, me devolvió el saludo y apartó la mirada. Abrí la maleta, saqué mi bloc de notas y lo coloqué sobre la estrecha mesita situada entre ambos. Estuve a punto de tirar su libro, pero él logró sujetarlo por los pelos. Debía darme prisa, tenía que haber terminado el artículo hacía tres días.

Hans Bahring, escribí, ha añadido otro más a sus muchos… ¡No!… a sus numerosos intentos de matarnos de aburrimiento con semblanzas, no, con mal investigadas semblanzas de la vida de importantes, no, de prominentes, peor aún. Medité… personalidades históricas, sí señor. Calificar de fallida su recién publicada biografía del artista, no, del pintor Georges Braque sería tal vez un honor inmerecido para un libro, que… Deslicé el lápiz entre mis labios. Ahora necesitaba una frase contundente. Me imaginé la expresión de Bahring al leer el artículo, pero no se me ocurrió nada. Era menos divertido de lo que esperaba.

Lo más probable era que se debiese al cansancio. Me froté la barbilla; los cañones de la barba eran desagradables al tacto, necesitaba afeitarme con urgencia. Guardé el lápiz y apoyé la cabeza en la ventanilla. Empezó a llover. Las gotas golpeaban el cristal y se alejaban en dirección opuesta a la marcha. Parpadeé. La lluvia arreció y las gotas al estallar parecían conformar rostros, ojos, bocas. Cerré los ojos y mientras escuchaba su repiqueteo me adormilé: durante unos segundos, no supe dónde me hallaba; me parecía flotar en un vasto espacio vacío. Abrí los ojos: sobre el cristal se extendía una película acuosa, los árboles se inclinaban ante la violencia del aguacero. Cerré el bloc y lo guardé. Me fijé en el libro que leía el hombre sentado enfrente de mí: Últimos años de Picasso, de Hans Bahring. No me gustó. En cierto modo me pareció una burla.

—Mal tiempo —comenté.

Él levantó la vista un instante.

—¿No es muy bueno, verdad?

Señalé la chapuza de Bahring.

—Yo lo encuentro interesante —dijo.

—Porque no es un experto.

—Eso será —contestó pasando la hoja.

Recliné el cuello en el reposacabezas, aún me dolía la espalda por la noche pasada en el tren. Saqué mis cigarrillos. La lluvia amainaba poco a poco, ya se dibujaban las primeras montañas en medio del vapor. Extraje con los labios un pitillo de la cajetilla. El chasquido del mechero me trajo a la memoria Naturaleza muerta de fuego y espejo, de Kaminski: una mezcla palpitante de tonos claros de la que salía una llama afilada como si quisiera abandonar el lienzo. ¿De qué año era? Lo ignoraba. Tenía que prepararme mejor.

—Este es un vagón de no fumadores.

—¿Cómo?

El hombre, sin levantar la vista, indicó la señal en el cristal.

—Sólo unas caladitas.

—Este es un vagón de no fumadores —repitió.

Dejé caer el cigarrillo y lo apagué con el pie, rechinando los dientes de rabia. De acuerdo, él se lo había buscado, no volvería a dirigirle la palabra. Saqué los Comentarios sobre Kaminski, de Komenev, un libro de bolsillo mal impreso con una desagradable maraña de notas a pie de página. La lluvia había cesado, a través de los jirones que se abrían entre las nubes se divisaba el cielo azul. Seguía muerto de sueño. Pero ya no podía dormirme, tenía que apearme enseguida.

Poco después, caminaba despacio y aterido por el vestíbulo de una estación con un cigarrillo entre los labios y un humeante vaso de café en la mano. Conecté mi maquinilla de afeitar en los lavabos. Seguía sin funcionar. De modo que tampoco allí había corriente. Delante de una librería había un expositor giratorio con libros de bolsillo: Rembrandt, de Bahring, Picasso, de Bahring y, en el escaparate, como es natural, una pila de libros de tapa dura de Georges Braque o El descubrimiento del cubo. En una droguería compré dos maquinillas de afeitar desechables y un tubo de espuma. El tren de cercanías iba casi vacío, me acomodé en el mullido asiento y cerré inmediatamente los ojos.

Cuando desperté, una joven pelirroja, de labios turgentes y manos largas y delgadas se sentaba frente a mí. La miré, pero ella no se dio por aludida. Esperé. Cuando su mirada rozó la mía, sonreí. Ella miró por la ventanilla. Sin embargo, luego se echó bruscamente el pelo hacía atrás, incapaz de ocultar del todo su nerviosismo. Yo la miraba sonriente. Al cabo de unos minutos se levantó, cogió su bolso y abandonó el vagón.

Qué tonta, pensé. A lo mejor esperaba ahora en el coche restaurante, pero me daba igual, no me apetecía levantarme. El tiempo se había tornado bochornoso: el velo de neblina hacía aparecer las montañas alternativamente cerca y lejos; de sus paredes rocosas colgaban nubes deshilachadas; los pueblos, iglesias, cementerios, fábricas, pasaban volando; una motocicleta se deslizaba renqueante por un camino. Después, de nuevo prados, bosques, más prados, hombres con mono que extendían alquitrán humeante en una carretera. El tren se detuvo y me bajé.

Un único andén con un techo en saledizo, redondo, una casita con escaparates y un guardabarrera bigotudo. Le pregunté por mi tren y él dijo algo, pero no entendí su dialecto. Volví a preguntar. Él lo intentó de nuevo, nos miramos desamparados. A continuación, me condujo hasta el panel donde figuraban los horarios de salida. Acababa de perder el tren, claro, y el siguiente no salía hasta una hora más tarde.

Era el único cliente del restaurante de la estación. ¿Subir al pueblo? Pues había un buen trecho, según la dueña. Y me preguntó si venía de vacaciones.

Al contrario, contesté. Vengo a ver a Manuel Kaminski.

No era la mejor época del año, me comentó, pero seguro que disfrutaría de un par de días buenos. Eso garantizado.

A Manuel Kaminski, repetí. Manuel Kaminski.

No lo conocía, no era de la zona.

Le dije que llevaba veinticinco años viviendo allí.

Así que no era del lugar, repuso ella, se lo figuraba. La puerta de la cocina se abrió de improviso, un hombre gordo me puso delante una sopa brillante por la grasa. La contemplé, vacilante, tomé un poco y le dije a la dueña lo bonito que me parecía todo aquello. Me sonrió orgullosa. El campo, la naturaleza, y también la estación. Lejos del mundanal ruido, entre gente sencilla.

Ella me preguntó qué quería decir.

Lejos de los intelectuales, expliqué, de esos jactanciosos afectados con título universitario. Entre gentes que todavía estaban cerca de sus animales, de sus campos, de las montañas. Que se acostaban temprano, que madrugaban. Que vivían en lugar de pensar.

Me miró frunciendo el ceño y salió; deposité sobre la mesa el dinero justo. En el impoluto lavabo me afeité: nunca había sido muy hábil en eso, la espuma se mezcló con mi sangre y, cuando me lavé, unas franjas oscuras se extendían por mi cara, que de pronto parecía roja y desnuda. ¿Calvo? ¡Era incomprensible que se le hubiera ocurrido esa idea! Meneé la cabeza, mi reflejo hizo lo mismo.

El tren era diminuto. Se componía tan sólo de dos vagones arrastrados por una pequeña locomotora; asientos de madera, sin sitio para colocar las maletas. Dos hombres con toscas batas. Una vieja. Me miró y murmuró algo incomprensible y los hombres rieron. El tren se puso en marcha.

Subíamos monte arriba por una empinada pendiente. La gravedad me apretaba contra la madera. Cuando el tren se inclinó hacia la curva mi maleta volcó; uno de los hombres soltó una carcajada, y le lancé una mirada furibunda. Otra curva. Y otra. Me mareé. A nuestro lado se abría el abismo: una pendiente herbosa que descendía a plomo, con cardos raros y coníferas aferradas al suelo. Atravesamos un túnel, el abismo saltó a nuestra derecha y, después del siguiente túnel, retornó a nuestra izquierda. Olía a boñiga de vaca. Una sorda sensación de presión se instaló en mis oídos, tragué saliva y desapareció, pero al cabo de unos minutos volvió con voluntad de permanencia. Ahora ya no se veían árboles, sólo pastos alpinos vallados y los contornos de las montañas al otro lado del abismo. Tras una nueva curva, el tren frenó y mi maleta volcó por última vez.

Bajé y encendí un cigarrillo. La sensación de mareo cedió. Detrás de la estación estaba la calle del pueblo, y más allá una casa de dos pisos con una puerta de madera corroída por la acción del tiempo; las contraventanas estaban abiertas: Pensión Schönblick, desayunos, cocina casera. Una cabeza de ciervo me miraba con tristeza desde una ventana. No tenía alternativa, había reservado habitación allí, todo lo demás era demasiado caro.

En la recepción había una mujer de alta estatura con el pelo recogido en un moño. A pesar de que hablaba despacio y se esforzaba, hube de concentrarme para entenderla. Un perro peludo olfateaba el suelo.

—Suba la maleta a mi habitación —dije—. Además, necesitaré otra almohada más, una manta y papel. Mucho papel. ¿Cómo puedo llegar a casa de Kaminski?

Ella colocó sus manos rechonchas sobre el mostrador de recepción y me miró. El perro encontró algo en el suelo y se lo comió ruidosamente.

—Me espera —aclaré—. No soy un turista cualquiera. Soy su biógrafo.

Ella pareció reflexionar. El perro apretaba su hocico contra mi zapato. Contuve el deseo de propinarle un puntapié.

—Detrás de la casa —me explicó—, por el camino que sube. Una media hora, la casa de la torre. ¡Hugo!

Necesité un instante para comprender que se había dirigido al perro.

—Seguro que la gente suele preguntar por él, ¿no?

—¿Quién?

—No sé. Turistas. Admiradores. Alguien.

Se encogió de hombros.

—¿Sabe usted siquiera quién es ese hombre?

La mujer guardó silencio. Hugo gruñó y dejó caer algo del hocico; me esforcé por no mirar. Un tractor pasó traqueteando junto a la ventana. Le di las gracias a la patrona y salí.

El camino empezaba detrás de la plaza semicircular del pueblo, describía dos curvas, se situaba por encima del nivel de los tejados y cruzaba un pedregal pardusco. Tras una inspiración profunda, emprendí la marcha.

Fue peor de lo que esperaba. A los pocos metros, la camisa se me pegó al cuerpo. De los prados ascendía un vapor cálido, el sol ardía, el sudor corría por mi frente.

Cuando me detuve jadeando, había recorrido justo dos de las sinuosas curvas.

Me despojé de la americana y la coloqué alrededor de mis hombros. Se cayó al suelo; intenté atar las mangas alrededor de mis caderas, me entró sudor en los ojos y me lo limpié. Recorrí otras dos curvas más, luego me vi obligado a descansar.

Me senté en el suelo. Un mosquito zumbó alrededor de mi cabeza, su tono agudo cesó abruptamente; segundos después, empezó a picarme la mejilla. La humedad de la hierba se filtraba por mi pantalón. Me levanté.

Ante todo se trataba de encontrar el ritmo correcto entre el paso y la respiración. Pero se me hacía imposible y tenía que hacer continuas pausas. Mi cuerpo pronto quedó empapado por completo, mi aliento era breve y estertoroso, el pelo se me pegaba a la cara. Se oyó un zumbido sordo; asustado, me aparté de un salto y un tractor me adelantó. El hombre sentado en el asiento del conductor me miró con indiferencia, su cabeza se balanceaba con las sacudidas del motor.

—¿Me lleva? —grité.

Él no me prestó atención. Intenté seguirlo y de hecho estuve a punto de subir de un salto. Pero caí hacia atrás. Después ya no conseguí darle alcance y vi cómo se alejaba cuesta arriba, empequeñeciéndose hasta acabar desapareciendo tras la última curva. El olor a diesel aún permaneció un buen rato flotando en el aire.

Media hora después, llegué arriba. Respirando pesadamente y mareado, me agarré a un poste de madera. Cuando me volví, la pendiente pareció hundirse en las profundidades y el cielo proyectarse hacia lo alto, todo se bamboleaba hacia delante, me aferré al poste y aguardé a que se me pasara el mareo. A mi alrededor la hierba rala se mezclaba con los guijarros, ante mí el camino descendía con suavidad. Lo seguí despacio. Diez minutos después, terminó en una pequeña caldera rocosa que se abría al sur con tres casas, un aparcamiento y una carretera asfaltada que conducía hasta el valle.

Sí: ¡Una amplia carretera asfaltada! Había dado un rodeo formidable; además, habría podido subir hasta allí arriba en taxi. Me vino a la mente la posadera: ¡Me las pagaría! Conté nueve coches aparcados en la plaza. En el rótulo de la primera puerta se leía Clure; en la segunda, Dr. Günzel y en la tercera, Kaminski. Lo contemplé unos instantes. Tenía que acostumbrarme a la idea de que vivía en ese lugar.

La casa era grande y fea: dos pisos y una afilada torre ornamental de tosca imitación modernista. Ante la puerta del jardín vi estacionado un BMW gris; lo contemplé con envidia: me habría gustado conducir alguna vez un coche como aquél. Me eché el pelo hacia atrás, me puse la americana y palpé el picotazo de mosquito en mi mejilla. El sol ya estaba bajo, mi sombra estrecha y alargada caía sobre el césped por delante de mí. Llamé al timbre.