Pereza

«¿Tendrás razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen M. Sansdélai al hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo de darte todavía, te contaré como a mí mismo que todo esto veo o conozco, y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa; abandonar más de una pretensión empezada y las esperanzas de más de un empleo…, renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita, justa y necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once y duermo siesta; que paso haciendo quinto pie de la mesa de un café hablando y roncando, como buen español, las siete y ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una) y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitio y bostezando sin cesar las doce o la una de la madrugada; que muchas veces no ceno de pereza y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declaré que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado ninguna me ahorqué y siempre fue por pereza».

(Larra. «Vuelva usted mañana», Artículos de costumbres).

«Uno que hice y tres que pensé hacer, cuatro que me apunté».

«Hay años en que no está uno para nada».

El español está consciente de algunos de sus pecados capitales. Por ejemplo, de la Soberbia, pero la considera tan natural como la Lujuria, compañera obligada de quien sea muy hombre. No acepta en cambio la acusación de avaro, de glotón y, desde luego, jamás la de envidioso porque contradice su soberbia.

Con la Pereza ocurre un poco como con la Lujuria. Se admite y aun se exagera la fuerza con que ésta actúa sobre nosotros. Nadie se avergüenza de levantarse tarde y por el contrario se ironiza sobre el que lo hace a las ocho de la «madrugada», «con el lechero». Es fácil que alguien comente con fingido asombro: ¿Pero a esa hora es de día? Y se vanagloria de la siesta incluso quien no tiene tiempo de gozarla.

Se atribuye a Unamuno, también aquí el primer español en defectos y virtudes, que contestó a un señor que se escandalizaba de que el escritor durmiera nueve horas diarias. «Pero no olvide que cuando despierto, estoy más despierto que usted».

El español, cuando puede, se apoya en una pared o en un farol. Julio Camba lo advirtió cuando un extranjero reconoció por esa posición fotografías tomadas en las calles de España en contraste con las de otros países.

El chiste, insisto, acostumbra a seguir los carriles del gusto y disgusto de los pueblos. No es casualidad que haya tanta historieta sobre gente que ha declarado odio eterno al trabajo y que tanto autor cómico —Álvarez Quintero, Arniches, Muñoz-Seca— haya logrado la segura carcajada sacando a las tablas al holgazán.

*

«Lo que te ponen guisado
ya diez veces fue sisado».

Por pereza mucha gente se deja engañar a sabiendas. La institución de la «sisa» lo prueba. Una cocinera si va a la plaza cobra menos dinero que si va en su lugar la señora de la casa y en su actitud no hay engaño ninguno. Todos saben que, yendo ella, anunciará unos precios de carne, verdura, etc., que están por encima de la realidad. La diferencia que ella se embolsa es la «sisa» que compensa con creces el dinero que deja de ganar en sueldo.

La señora, a menudo, se resigna a ese impuesto especial, porque le permite dormir hasta más tarde por la mañana, pero su actitud no es exclusivamente femenina ni moderna. La Pereza se une como otras veces a la Soberbia y nunca sabemos dónde termina una y empieza la otra. Mandar a un «botones» al otro lado de la calle a comprar algo responde probablemente en la misma proporción al deseo de ahorrarse esfuerzos y a la sensación de señorío que ofrece el ordenar algo.

La costumbre es tan vieja como España. Muchos administradores de fincas rústicas y urbanas en el país se han enriquecido porque los señores a quienes daban cuenta de sus gestiones no las comprobaban; cuando no era tarde era temprano y cuando no hacía calor hacía frío.

El trabajo es malo para el hombre, la prueba es que cansa, sostenía González-Ruano. Y el cansancio es algo tan aborrecido por el español, que, cuando alguien sufre por un amor no correspondido, se dice de él que «pasa fatigas» como expresión de feroz tormento.

Las anécdotas sobre la pereza española son múltiples. La del tuerto que perdió un ojo porque le iba cayendo una gota de agua en él y no quiso moverse; la del obrero parado al que tras la manifestación de protesta se acerca alguien a ofrecerle ayuda: «¡Pero hombre! —ruge indignado—, ¿somos aquí tres mil personas pidiendo trabajo y ha tenido usted que escogerme a mí?». O el que se apoya en una puerta y cuando abren pregunta si es allí donde dan un premio al más perezoso.

«—Sí —le contestan—, pase usted».

«—De ninguna manera, que me entren».

La exageración ha llevado el chiste del holgazán al extremo. Un sujeto tumbado en un banco y mostrando en su aspecto falta de medios económicos, es abordado por un fabricante que se siente movido a hacer una buena acción.

—Amigo, levántese… ¿Quiere usted trabajar?

El otro se medio incorpora guiñando los ojos…

—¿Traba… qué?

No conocía el verbo.

Y se da por auténtica la historia del buzo andaluz que tardaba tanto en limpiar los fondos de un barco que el capataz, intrigado, bajó un día de improviso y se lo encontró durmiendo en el fondo del mar, perfectamente aislado del ruido del mundo.

*

Para muchos españoles el trabajo sería bueno si estuviera a la altura de su categoría social. Esta (por las causas históricas vistas en Soberbia) es casi siempre muy alta para aceptar algo tan humillante como trabajar con las manos (oficio manual fue oficio bajo mucho tiempo y lo sigue siendo para muchos). Cuando Alonso de Contreras se coloca en la tienda de un platero y éste le manda a por agua, el mozo le dice que está allí para aprender el oficio, no para servir de criado, y le tira el jarro a la cabeza.

Esta aversión al trabajo manual considerado indigno se extendía, a veces, a las necesidades bélicas. Cervantes se burla de una actitud que daba ventaja a los moros en sus escaramuzas navales con los españoles. Habla un argelino: cuando les persiguen…

Nosotros, a la ligera
listos, vivos como el fuego;
y en dándonos caza, luego
pico al viento y ropa fuera.
…hacemos nuestra vía
contra el viento sin trabajo;
y el soldado más lucido,
el más flaco y más membrudo,
luego se muestra desnudo
y del bogante asido.
Pero allá tiene la honra
el cristiano en tal extremo,
que asir en un trance el remo,
le parece que es deshonra;
y mientras ellos allá
en sus trece están honrados,
nosotros, de ellos cargados,
venimos sin honra acá.

(Cervantes, Trato de Argel. Jornada 2.)

En el siglo XVIII salió un decreto de Carlos III advirtiendo que el trabajo manual no era deshonroso y que ejercerlo no representaba dificultad para llegar a marqués, por ejemplo. No sirvió para nada. Era más fácil tener una excusa «social» que reforzara la natural pereza. ¿«Yo» hacer de carpintero? ¿Yo?

El origen del trabajo es la maldición bíblica. Esta verdad nunca ha sido tan clara como en España, donde el individuo, por humilde que sea su nacimiento, por pobre que sea el ambiente en que ha crecido, no considera el trabajo lógica consecuencia de su existencia, sino como una condena, que él tiene que cumplir sin culpa alguna. Cada vez que el español se levanta para ir a la oficina o al taller, lo hace con una profunda violencia. Las ocho horas que en él pasa son como horas de purgatorio esperando la liberación de la salida. No es raro que intente cortarlas encendiendo un cigarrillo con lentitud y morosidad o escapándose a tomar café.

Mi hermano Guillermo me hace notar que el español usa la voz trabajar para actividades que en otros países se consideran diversión. «Trabajar» en la escena es «jugar» en Francia (jouer), en los países anglosajones (to play), en Alemania (Spiel).

La «rutina» que en otras lenguas es, sencillamente, el trabajo de todos los días, tiene en español un matiz significativo. Es la labor que se realiza sin poner interés ni cariño. Y no olvidemos que la palabra española «mañana» en el sentido de dejar para ese día la urgencia de hoy, ha pasado a todas las lenguas. La voz «luego», que en el siglo XVII significó ¡pronto!, ¡en seguida!, fue relajando su sentido el compás de la forma en que era aplicada por el español, y hoy significa «más tarde», «después». Al alcance de todo español está la experiencia de entrar en una tienda y preguntar por algo que no está a la vista. Infinidad de veces el dependiente empieza a mover la cabeza negativamente y a decir «No tenemos» antes de acabar de oír la demanda.

Muchos obreros me han preguntado en España sobre mi experiencia en los EE. UU. ¿Cómo era tratado allí el trabajador? Cuando yo les hablaba de sus posibilidades —frigidaire, coche, calefacción central, agua caliente, buenas carreteras, televisión— se les hacía la boca agua, se miraban, se daban con el codo: «¿Ves, hombre? ¡Así se puede trabajar!». «Así da gusto». «Así es uno una persona respetable…».

Lo malo era cuando yo les empezaba a describir la vida del obrero americano en el trabajo; la mayoría —les recordaba— no pueden fumar en la fábrica.

—¿Que no… que no pueden echar un cigarrillo? Pero ¿cómo es posible? —Porque lo es. ¡Ah!, y en muchas empresas tienen los minutos contados para ir al lavabo…

—¿Cómo? —eso ya les parecía increíble—, ¿les estaba tomando el pelo? ¿Cómo podía una empresa intervenir en algo tan personal, tan individual como eso? ¡Qué esclavitud! Y surgía la frase tan repetida en España cada vez que se habla de puntualidad, de cumplimiento estrecho del deber, de acatar las reglas…

—¡Pero eso no es ser hombres! ¡Eso es ser máquinas!

Hace unos años la Unión Soviética, sin relaciones diplomáticas con España desde la guerra civil de 1936-39, tuvo, sin embargo, un gesto elegante con el país. Los niños que habían sido llevados a aquella nación por los republicanos, fueron autorizados a regresar a España. Eran ya hombres hechos y derechos, crecidos y educados en pleno régimen comunista; algunos de ellos traían a sus mujeres rusas. La España de Franco los acogió con cierto recelo, pero los ayudó en la búsqueda de trabajo colocándolos de acuerdo con la especialidad que habían tenido en la URSS. En las fábricas a donde fueron destinados hubo entre los trabajadores —casi todos de izquierda— un movimiento de curiosidad y de simpatía hacia quienes venían nada menos que de la «patria del proletariado…».

… Pero con asombro infinito de los que esperaban apoyo moral y material en la lucha por sus reivindicaciones (la huelga estaba prohibida), los españoles rusificados reaccionaron en contra de toda lógica marxista, a favor de los empresarios. No era que tuvieran una simpatía especial por ellos. Es que en su idea de la división capital-trabajo, los veían al menos cumpliendo su función de «explotadores», mientras los obreros no cumplían con la suya de «productores».

—Pero ¿cómo se atreven a hablar de reivindicaciones? —gritaba uno de los recién llegados—, ¿por qué no se dedican antes que nada a responsabilizarse en su trabajo?, ¿qué manera de cuidar las máquinas es ésta?, ¿qué horario de ocho horas se creen que están haciendo? ¡Eso no es producir, eso es pasar el rato! ¡En la URSS los habrían mandado a todos a Siberia!

Porque en la URSS, como en los EE. UU., el trabajo es un dios ante el que se inclina todo el mundo. Y no es casualidad —ni sólo suerte en las riquezas del subsuelo— el que ambos sean los países más potentes del mundo.

En el encuentro entre americanos y andaluces, con motivo de las bases de La Rota (sur de España), pareció como si dos grupos humanos aparentemente iguales, con parecidas necesidades —comer, beber, amar, reír—, estuvieran separados por un abismo de incomprensión. Cuando un andaluz oía que le ofrecían tanto dinero —mucho para su costumbre— para trabajar de nueve a cinco, entendía sólo que tenía que estar ahí esas ocho horas. Para el americano, en cambio, significaba que tenía que trabajar durante todas esas ocho horas. Las sorpresas se sucedieron. Oí a un chófer quejarse en una taberna de Cádiz…

«—Llego con el camión al muelle… lo dejo para que lo carguen y me meto en la taberna a tomarme una copa, ¿lo natural, no? Bueno, pues llega un yanqui que chapurreaba el español y me dice: ¿Usted no trabaja como chófer?, ¿qué hace aquí? —Tomándome una copa —digo—, ¿quiere acompañarme? —y contesta el "malage"—: No es hora de copas sino de trabajo. —¿Pero qué quiere usted que haga mientras me cargan el camión? Y va y dice el tío: —Coja usted otro y lo lleva a la estación. Y así estuve toda la mañana saltando de un camión a otro como un grillo, sin tiempo para un café; eso no es trabajar, ¡eso son ganas de reventarle a uno!».

Otro se quejó de lo que consideraba «juego sucio» por parte de los americanos. Parece ser que le habían ofrecido un puesto de guarda en una zona aislada de la base, ocupación que aceptó encantado, pero… al llegar la hora de cobrar se encontró con que le descontaban unas horas. Al protestar le enseñaron unas fotos tomadas desde un helicóptero, en las que se le veía durmiendo junto a una mata «en horas de trabajo» como le señaló el de la administración. Esto le pareció muy mal al español, que consideraba de mala fe esos procedimientos. (El hecho de que estuviera de verdad durmiendo en lugar de velando como era su deber, tenía muy poca importancia a la hora de protestar. Como ya vimos en Soberbia, el español se resiente de la desconfianza ajena incluso cuando hay sobrados motivos para ello).

Ese español que quería ser guarda es uno de los miles que han sabido conciliar el tener oficialmente un puesto y poquísimo que hacer en él. Pueden ser guardas, pero en su mayoría son porteros y ordenanzas, y especialmente pululan en las oficinas públicas. Van vestidos de uniforme gris o azul con boca-mangas doradas, y su misión es difícil de explicar al curioso que cree en la eficacia de los empleos. Por de pronto su más importante papel es estar en un pasillo cerca de una puerta. Generalmente sentado, se levanta respetuosamente cuando pasa un superior y, si éste es de categoría en la administración, empuja para él la puerta. Llevan papeles y mensajes de una oficina a otra y muchas veces suben café de la calle para los altos empleados.

Son cargos generalmente inamovibles, y desde su rincón ven cambiar caras de ministros y subsecretarios con una sonrisa interna; saben que ellos se quedan, mientras aquél a quien saludan rendidamente se marchará un día u otro.

Son fruto de la Soberbia ajena —tener quien le sirva— y de la Pereza propia.

Madre, ya he visto una carta
del hijo de Veremunda;
dice que en un ministerio
tiene ya plaza segura;
que le dan ocho mil reales
y que la crecida turba
de porteros y ordenanzas
con respeto le saludan.
Que se levanta a las once,
que va a la oficina
y su única ocupación
es ponerse a fumar
junto a una estufa,
no muy lejos de una mesa
donde hay papeles y pluma.
Después sale de paseo,
después come,
después busca
en el café a sus amigos,
todos de elevada cuna.

(Barrera, Cuadernos. F. Díaz-Plaja, La vida española en el siglo XIX, Madrid, 1952, página 142).

… Decía un aspirante a oficinista en el siglo XIX. Con poca diferencia lo mismo que hoy.

Cuando el español ha conseguido su ambición de llegar a su mesa de oficina, se para[20]. Todo movimiento ulterior corre a cargo del Estado. Este movimiento se llama «escalafón» y va desplazando lenta pero seguramente al empleado en su camino ascendente para el que, en general, no hay que hacer ningún esfuerzo posterior al de las oposiciones. Su vida está ya marcada inexorablemente por la burocracia; el esfuerzo, la iniciativa personal ha desaparecido… Alguien (Dios) y algo (el Estado) se ocupan de él.

Pero no es sólo la administración estatal la que ha hecho de la Pereza una profesión española. El ansia de ser servido, de tener gente a quien mandar alrededor, se une eficazmente con el deseo del español de permanecer sentado el mayor tiempo posible. Como muestra, están los porteros de las casas particulares cuya misión, aparte de cierta limpieza y esporádica información a quien pregunte, es sencillamente «estar ahí» por si «se ofrece algo». Un portero desempeña perfectamente su deber si se sienta en una silla a las nueve de la mañana, después de barrer el portal, y se levanta a las once de la noche para cerrarlo. Su trabajo es no trabajar. Si un día sale a buscar un taxi para la señora del segundo, que está a punto de tener un niño, ya ha demostrado para cinco años la necesidad de su existencia.

Algo parecido le ocurre al sereno, que tras abrir puertas durante un rato, se pasa el resto de la noche junto al fuego, hablando con algún trasnochador. Y al guardacoches. Y a la «señora del teléfono» encerrada en un cuchitril junto a la cabina telefónica y cuya misión es entregar la ficha correspondiente para la llamada y que a veces «dobla» de encargada de los lavabos. O el cerillero que pasa las horas muertas esperando que alguien quiera cigarrillos y no tenga ganas de ir al estanco.

En fin, hay en España innumerables ocupaciones que consisten en estar desocupados durante el noventa por ciento del tiempo por si se les necesita el otro diez.

Eso, en otros países, lo hacen sólo los guardias y los bomberos.

*

No es que el obrero, el empleado español, se consuele con su sueldo menguado. No, él busca una salida a su situación, pero la más fácil de ellas —trabajar intensamente para mejorar su posición— es demasiado fatigosa y por otro lado, dadas las circunstancias económicas del país, inútil, «porque aquí no hay nada que hacer». En vista de lo cual, intenta la Liberación por la puerta de la suerte. Ésta es la razón del éxito incomparable de la Lotería, de las Apuestas Mutuas —que permiten unir, además, dos aficiones nacionales, el ansia de hacerse ricos y el fútbol— y de la lotería de los ciegos. Las tres organizaciones escalonadas de forma tan perfecta, que en ellas pueden entrar todos los españoles, desde el que sólo dispone de unos céntimos para el cupón de los invidentes, hasta el ricachón que adquiere varios «enteros» de la Lotería de Navidad, jugándose unos miles de pesetas para obtener millones.

(Curiosamente esta afición a la rueda de la fortuna no ha llevado al español a la última consecuencia. Me refiero al vicio del juego que entre nosotros sólo ataca a unas señoras aburridas en la tarde y a unos cuantos caballeros de buenos medios económicos. No creo que haya influido eficazmente la prohibición gubernamental, porque el español ha resistido a la autoridad en otras mil cosas).

El español esclavo de un trabajo que no apetece, busca la solución que le eleve hasta el punto de no trabajar. Pero lo que intenta, tiene que ser decisivo y absoluto, algo que le haga saltar desde la nada al todo. Como en el caso que describe Azorín: «Un cura joven que también comía con nosotros, protege a un herrero de este pueblo que ha inventado nada menos —¡pásmese usted!— que un torpedo eléctrico. Esto si que es archiespañol clásico —nada de estudio ni de trabajo, ni de mejorar la agricultura, ni de fomentar el comercio, no. Un torpedo eléctrico que nos haga dueños en cuatro días de todos los mares del globo». (La voluntad).

Supongamos que tampoco esto funcione. El español tiene que buscar un camino que casi siempre acaba siendo el mismo. Es el de las «oposiciones» a un cargo del Estado. Estas oposiciones, como en el caso de la lotería, están al alcance de todos los bolsillos, desde la de carteros, a la que va cualquiera salido de la escuela primaria, hasta las que requieren un título pequeño (Bachiller, para Aduanas) o grande (abogado, para Notarías). Los programas son diversos y las dificultades varían, pero el principio que las informa es casi siempre el mismo; el español sacrifica unos años trabajando intensamente, para no tener que trabajar más en el resto de su vida. (Si lo hace será por su cuenta y riesgo. Su jefe, el Estado, no le requiere normalmente más que vaya unas horas de la mañana a la oficina). Se cuenta en Madrid la misma anécdota de varios ministerios: un señor es detenido en la puerta del centro oficial cuando intentaba subir.

—¿A dónde va usted? —le pregunta el portero- no hay nadie arriba…

—¡Ah! —se asombra el señor—, por la tarde ¿no trabajan?

—Cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde es que no vienen.

(Una de las mayores ironías de la burocracia española es que a la gestión que tarda meses y a veces años la llaman «hacer una diligencia»).

Todo burócrata, en principio, cree que tras terminar su purgatorio de oposiciones —y dado el sudor y la angustia que le cuesta, no exagera el juicio— le corresponde un paraíso de placidez. Por ello quien llega a requerir sus servicios, es mirado con recelo y molestia que sólo se alivia cuando se le puede mandar a rectificar papeles o a comprar más sellos.

Y cuando todo está en orden se dice que vuelva «a fines de la semana o el mes próximo».

Con sueldos a menudo mezquinos, el funcionario considera el trabajo a que le someten como algo absolutamente desagradable, que sólo puede aliviarse con malas maneras. Si el español que se acerca a la ventanilla ve al Estado sólo como enemigo con quien hay que convivir, el español que le ve llegar desde el otro lado, tiene para él, como mínimo, el calificativo de «pesado», alguien que «plantea problemas». La idea de que el gobierno le paga precisamente para ayudar a solucionar esos problemas, no parece pasar por las mentes de casi ningún funcionario español, hasta el punto de que la frase «me ha venido con la papeleta», es decir, con algo que resolver, equivale a «ha venido a dar la lata».

La situación es tan aceptada que nadie se asombra de una nota como la que publicó el «ABC» de Madrid el 30 de septiembre de 1965. En ella, el ministro de Información daba la referencia de lo acordado en el Consejo de Ministros y, refiriéndose a las nuevas normas de trabajo de los empleados de la administración pública, decía lo siguiente:

«El horario será de nueve a dos y de cinco a siete y media.

Como ustedes no desconocen, la Ley de Retribuciones empieza a regir el día primero de octubre y es lógico que lo mismo que empiezan a recibir las remuneraciones fijadas, cumplan todos los funcionarios con el horario que se determina».

O sea, más o menos: «Hala, ya no tenéis excusa para llegar tarde o no llegar a la oficina. Os hemos subido el sueldo y lo menos que podéis hacer es presentaros al trabajo». El que éste sea eficaz, el que el público que espera turno ante las taquillas sea atendido como corresponde a quien paga sus impuestos para que estos funcionarios cobren su sueldo, es algo muy distinto y prácticamente imposible de conseguir si no se cambia el concepto general que los funcionarios tienen y, que es hoy casi el mismo que tenía el personaje de La de Bringas, la novela de Pérez Galdós, en que un muchacho de dieciséis años… «no ponía los pies en la oficina más que para cobrar los cuatrocientos dieciséis reales y pico que le regalábamos (los españoles) por su cara bonita […] en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustado la idea de que la credencial aquella no era favor, sino el cumplimiento de un deber del Estado para con los españoles precoces…». (La de Bringas, Cap. 11).

Miguel Mihura retrató a los funcionarios españoles en una comedia titulada Sublime decisión, estrenada en Madrid en 1955. El ambiente de la época era de primeros de siglo, pero a nadie engañaba dada la similitud de aquella situación con la que el español ve todos los días. La escena representaba el interior de una oficina del Estado. Había a la derecha una ventanilla a la que se acercaba tímidamente un contribuyente. No le veíamos ni oíamos, pero su presencia se reflejaba en las palabras del funcionario. «¿Qué tripa se le ha roto a usted? Sí, señor, aquí es donde se entregan esos documentos. Pero para entregar esos documentos no es la hora. La hora es cuando hayamos cerrado. ¿Qué no lo entiende usted? ¡Pues es usted un animal!».

«Cuando yo era funcionario —decía otro personaje— tenía siempre un bastón a mano. Y al primero que asomaba la cabeza, ¡hala!, un bastonazo… ¡Y así no tenía ni que hablar!» (Acto II).

El dibujante Mingote ha presentado docenas de veces el tipo humano del oficinista público, que no siente ninguna afinidad o relación de simpatía con quien aguarda minuto tras minuto. Como en muchos sitios no hay servicio de información ocurre que, tras una cola de media hora, al que espera se le dice que le falta tal o cual sello en su instancia, sello que tiene que ir a buscar y perder el turno a no ser que el ordenanza —véase Intermediarios— se lo facilite mediante una propina. Estoy seguro de que si se les propusiera a muchas oficinas del Estado:

—¿Por qué no redactan unos carteles advirtiendo a la gente de todos los documentos y sellos que necesitan antes de ponerse en la cola…?

Le mirarían a uno asombrado. ¿Por qué? Que se entere si quiere, y si no, que se fastidie. ¡Pues estaría bueno que tuviéramos que hacer de amas de cría de los despistados!

Esta extraña concepción de su misión —la de que su puesto es un regalo de la Providencia— que no requiere ninguna compensación por su parte, tiene probablemente raíces históricas. La ampliación de los servicios administrativos es del siglo de las grandes reformas, el XIX, el mismo de los frecuentes cambios políticos. Cuando un partido subía al poder, tenía que recompensar a quienes le habían ayudado y lo más fácil era ingresarlos en un Ministerio. Aunque éstos habían perdido a los partidarios del grupo derrotado, siempre quedaban algunos que no podían ser echados, y el nuevo jefe resolvía la situación creando nuevos puestos. Pronto los partidos políticos se pusieron de acuerdo para que no se moviera a nadie con la invención de los «derechos adquiridos». ¿Qué más les daba si quien iba a pagar era ese ente AJENO llamado el Estado? Los funcionarios públicos se multiplicaron, pero en su mentalidad quedó grabado con mucha más fuerza lo de Funcionario que lo de Público. ¿Qué le debían a éste si no los había nombrado? Y cuando la entrada en los cargos se hizo por oposición o concurso, se mantuvo el sello anterior.

Después de la guerra civil y especialmente en los últimos diez años, cuando España se abrió algo más a Europa y América, las circunstancias cambiaron en parte. La gente, toda la gente, empezó a apetecer un tipo de vida que antes estaba reservada a un grupo en lo alto de la escala social. Por ello, como los sueldos no bastaban y la laxitud de horas lo permitían, se inició el sistema de trabajar en varios sitios distintos. El doble trabajo es normal para muchos españoles y aún hay quien está en tres y cuatro empleos, lo cual, aunque quisiera, le impide ser eficaz en ninguno. ¿Y para qué va a serlo, si lo que le pagan en cada uno no es suficiente para obligarle a ello?

Dadas estas circunstancias, cuando el español tiene que enfrentarse con el Estado y sus brazos tentaculares, no lo hace nunca de sopetón, porque sabe que sería ahogado tras meses y meses de lucha desesperada. Los caminos más cómodos son dos: Uno, el de halagar la Soberbia del funcionario con el nombre de un amigo común, sobre todo si es un hombre importante. Veréis entonces hundirse los obstáculos, desaparecer las barreras, desvanecerse las rocas que estaban en vuestro paso. El más importante de los papeles se obtiene en diez minutos entre sonrisas, humo de tabaco y palmoteo de espaldas.

Una de las razones porque el servicio burocrático no mejora en España es precisamente porque los que tienen fuerza —dinero, nombre, relaciones políticas— y podrían quejarse de cómo los tratan en las ventanillas, no acuden a ellas, prefiriendo dar el rodeo a que antes aludía. Con lo cual, los que se presentan son gentes de menor cuantía a la que puede fácilmente humillarse sin consecuencias ulteriores. Cuando alguien (modesto o ignorante) va con la masa y se queja luego del trato, el mismo empleado se apresura a darle explicaciones: «¡Si hubiéramos sabido quién era usted! ¿Por qué no nos dijo…?». Lo que en otras palabras significa: «Como ciudadano y a pesar de mantener con sus impuestos éste y otros negocios del Estado, usted no tiene derechos, ni siquiera los obvios de la cortesía. Ahora bien, como don Fulano de Tal o como amigo del jefe superior de Administración, los tiene todos, incluso los que de acuerdo con el reglamento podrían discutirse».

*

El otro camino va a través de un intermediario. ¿Qué es un intermediario? El que hace el trabajo que uno no tiene ganas de hacer. Hay intermediarios para todos los gustos y todos los estados sociales. Por ejemplo, el «habilitado» de los funcionarios públicos, función que he intentado vanamente explicar a muchos extranjeros.

—¿Pero qué hace ese señor?

—Cobra mi paga del Estado.

—¿Y qué gana con eso?

—Una comisión que yo le doy.

—¿Pero usted no puede cobrar su paga directamente?

—Es muy complicado, hay que ir a la oficina del Tesoro, hacer cola… no vale la pena, por lo que se le deja…

Ante la dificultad burocrática el español se retrae y deja a un especialista actuar por su cuenta. Lo mismo ocurre con cualquier gestión de tipo oficina. ¿Hay que sacar un certificado de penales, una partida de nacimiento, de bautismo, un pasaporte? El español no va al ministerio de Justicia, a su Tenencia de Alcaldía, a su parroquia, al Ministerio de Gobernación… Va a una agencia que se encarga de ello. El intermediario existe para lo importante y para lo minúsculo. Si alguien se detiene un momento mirando hacia lo alto de la calle, aparece como surgido del suelo un muchacho o un anciano que pregunta respetuosamente si lo que desea usted es un taxi. En caso afirmativo se coloca unos pasos más arriba de la calle en actitud de acecho y apenas ve la luz verde agita nerviosamente los brazos y da chillidos.

Cuando el taxi se para a vuestra altura, abre la puerta con una sonrisa y respira afanosamente para mostrar lo que le ha costado conseguirlo.

—Vaya, señorito, hemos tenido suerte… (y si tiene gorra de plato, cosa importante para ser un buen intermediario, se la quita respetuosamente para recibir la propina). Y el español sube al coche, convertido en importante por unas pesetas.

Hay intermediarios en todos los establecimientos por modestos que sean. El peluquero tiene un niño que le acerca el agua o las toallas limpias, en los cafés hay cerillero, señora de los lavabos y encargada del teléfono, cada uno con su misión especial para facilitar la vida normal del cliente y resolver sus dificultades. El intermediario, a veces, más que una ayuda, es sencillamente la única posibilidad. Recuerdo cuando había problemas para obtener billetes de ferrocarril, y un extranjero me contaba desazonado:

—Llevo tres días intentando ir a Madrid —me decía en Barcelona—, tres días sin conseguirlo.

—¿Qué ha hecho usted para obtener el billete?

—¿Qué iba a hacer? Cola en la ventanilla durante horas, pero al llegar no había ya más plazas. —¿En la ventanilla? ¡Pero hombre de Dios!… para el billete hay que ir al bar de la esquina. Allí es donde se venden…

No lo comprendía el pobre.

Para ser intermediario, no hace falta cobrar. Hay quien lo es para dar la impresión de trabajo sin tener que fatigarse. Así en el mundo del cine hay una serie de señores cuya misión es anunciar algo que de todas maneras va a ocurrir. Por ejemplo, me contaba el actor Fernando Fernán-Gómez que se le acerca a menudo un amigo.

—Oye, ¿te ha llamado Fulano por teléfono? ¿No? Pues te llamará. Me ha encargado que te lo dijera.

Durante todo el día y aun toda la semana este mensaje se repite continuamente. Luego el mismo individuo se encuentra con Fulano y le advierte que ya ha dicho a Fernán-Gómez que él le iba a llamar.

(La industria del cine ha sido el gran refugio para el perezoso español porque, con la literatura, es la única que permite pasarse meses sin dar golpe «preparando algo»; incluso el pasear la calle puede ser una «toma de ambiente»).

Es evidente que la pereza es una ciencia a la que hay que dedicar tiempo y estudio. Las horas de la comida en España, por ejemplo, son resultante clásico de la pereza española, que al levantarse tarde retrasa el desayuno; tras él el almuerzo, y, naturalmente, la cena acaba resultando lo más alejado posible. Quien está en la cama, no tiene ninguna gana de levantarse, quien toma el aperitivo con los amigos no ve la razón de interrumpir el agradable rato, quien discute en los cafés no ve ninguna necesidad de acostarse…

No hay ninguna duda de que el auge de los cafés en España se debe al acondicionamiento especial que permite a un hombre o a una mujer estar horas y horas sentados en un sofá mirando o hablando. Igualmente explica la existencia de las «peñas» y casinos, donde graves señores viven observando a los que se mueven por la calle…, y la de las terrazas de los cafés. A un periodista americano le daba la impresión que Madrid se dividía en dos grupos. El primero se sentaba en las terrazas a mirar a los que circulaban, y el segundo circulaba mirando a los que estaban en las terrazas.

(No es raro que en un ejercicio de café —el billar— hayan sido los españoles tantos años los primeros del mundo).

La Pereza necesita, sin embargo, una coartada. Puede ser… el calor (¡quién va a trabajar con este calor!) o el frío. Puede ser reumatismo, puede ser la incomprensión de la familia que pone dificultades a todo, como el caso del muchacho andaluz que, tras muchos meses de paro, dice a su madre que al día siguiente empieza a trabajar.

—¿Dónde? —le pregunta la madre ilusionada…

—En el tajo.

—¿En el tajo? ¿Tan lejos?

—¿Tan lejos? Pues ya no voy.

La miseria no basta a mover al auténtico perezoso. Si alguien le recuerda la posibilidad de sacar algo, dice que no merece la pena: «aquí no hay quien consiga nada, España está muy mal para eso». Es la exclamación que irritaba a Larra, contra don Periquito, abandonado, holgazán y descuidado: «Este cuarto está hecho una leonera, ¿qué quiere usted?, en este país…, y quedó muy satisfecho de la excusa que a su natural descuido había encontrado.» (Larra, En este país. Artículos de costumbres). Las casas españolas son, en general, incómodas, aparte de por razones económicas ya vistas (Soberbia), porque es más fácil marcharse al café que hacerla confortable. Siempre recordaré a una señora de Córdoba a la que acudimos cuando el hotel no pudo ofrecernos cuarto. La señora nos enseñó la habitación que alquilaba a los forasteros, y al tantear la cama la encontré durísima. Se lo dije y se mostró sorprendida de mis pretensiones. —Ya se sabe —me dijo textualmente— que en los viajes se duerme mal.

Y, sin embargo, las casas españolas tienen alicientes para la pereza que no se encuentran en otros países más ricos. Por ejemplo, el ascensor que en edificios de cinco pisos en barrios populares es ya condición imprescindible, cuando en Alemania, la gente sube a pie en edificios construidos después de la guerra. Lo mismo ocurre con la calefacción, relativamente más extendida en España que en Francia, Alemania o Inglaterra.

Todo español, por modesto que sea, se considera con derechos a vacaciones largas y en sitio distinto. Lo que gente acomodada de Nueva York no ha conseguido nunca, le parece muy lógico a una pobre modista o portera de Madrid o Barcelona.

El ideal del español en general es ganar dinero sin trabajar, «sin dar golpe» como reza la frase popular. Y ha agudizado tanto la búsqueda, que los estafadores profesionales trabajan increíblemente con la imaginación y la palabra para conseguir el dinero que necesitan para vivir. Yo he sido engañado un par de veces y siempre me ha admirado el esfuerzo mental para inventar la historia que tenía que sacarme unas pesetas; el botín era siempre desproporcionado.

Y alguien ha conseguido en España que le pagaran por no hacer nada. Sólo en nuestro país podía darse la figura de Don Tancredo, que salía a la plaza enharinado, se colocaba en un pedestal y rezaba a Dios para que el toro creyera efectivamente que se trataba de una estatua y no le empitonara. Don Tancredo colabora por estarse quieto. Un símbolo y la ambición de muchos españoles.

*

Los españoles tienen unas casillas mentales en que colocar sus teorías sobre diversos temas. Esas casillas se llenan con la primera información llegada, que ya no hace falta que sea contrastada, comparada, revisada. Basta que llene el hueco; despues de lo cual el juicio está ya decidido respecto de aquel actor, de aquella figura literaria…

«Las escasas ideas se paseaban por el cerebro de los españoles como los guardias del orden, por parejas. Aquí no se concebía más que dos cosas: blanco o negro, tuerto o derecho, chico o grande. Y si alguien pretendía colocar una tercera noción, la idea del matiz, la de un justo medio entre la simple simetría de los pares, anatema sit.» (Sagasta y Cánovas, Calvo y Vico, Lagartijo y Frascuelo…).

Habla Manuel Machado (La guerra literaria, página 20), y esa idea de la pereza intelectual está, aunque él no lo añada, unida a la Envidia que hemos analizado en el capítulo anterior. Porque con una pareja se tiene siempre la satisfacción de atacar al otro, al malo, para que pueda pasarse el disgusto de alabar al primero.

Esta admiración u odio vale ya para siempre, y es absoluto, sin sombra ninguna. Si Cervantes es un genio, tiene que ser también perfecto en todos los otros órdenes de la vida, y sus admiradores resienten, como un insulto personal, que alguien apunte que, quizás en la administración de los bienes del Estado, el gran escritor no fuera totalmente escrupuloso. Los admiradores de Baroja no admiten que su ídolo tenga un estilo gramatical deficiente y, si se les pone ejemplos patentes, dicen que Baroja «tiene el estilo de no tener estilo» o algo parecido… Todo es granítico, inmutable.

Y probablemente en el mantenerse en juicio hecho hace años de un individuo o de una organización, pesa tanto la Soberbia, «sostenella y no enmendalla», como la Pereza. ¿Para qué vamos a volver a estudiar eso y, a lo peor, tener que cambiar de idea?

Esta precisión en la ignorancia se da también en otros aspectos de la comprensión intelectual: «¿Para qué esforzarnos en estudiar a fondo a un extranjero, por ejemplo, si nos basta una definición-cliché para cada uno de los países?». «Ya se sabe que el alemán es disciplinado y trabajador —hay que ver cómo se ha levantado Alemania—, pero pesado».

El italiano, «listo, pero frívolo y cobarde en la guerra». «Al francés le engaña siempre su mujer y odia a los españoles». «El inglés es aburrido y muy hipócrita». «El norteamericano es como un niño y poco culto…».

Igualmente en lo regional: «el gallego, astuto»; «el catalán es serio y trabajador, pero ¡cómo habla!»; «el andaluz es muy gracioso»; «el aragonés, muy terco».

¿Para qué preocuparse de más?

«Si quieres ser feliz como me dices,
no analices, muchacho, no analices…».

Esta Pereza explica en gran parte la política española; los programas que solicitan el esfuerzo mancomunado de los ciudadanos son siempre considerados poco apetecibles por la gente, que prefiere los que le den la felicidad sin esfuerzos excesivos por su parte, los taumatúrgicos, en suma. Calificar a la República como de «trabajadores de todas clases» no provocó ningún entusiasmo entre los españoles, que, en cambio, lucharon y murieron por mitos tan irrealizables como el anarquismo, el imperio, el paraíso comunista o la vuelta a la España de Santa Teresa.

En lo diario, tampoco el español se ayuda para que le ayuden. Son poquísimas las agrupaciones ciudadanas que, como en otros países, se reúnen para organizar su barrio, su escuela, su salubridad pública y pedir, luego en todo caso, la ayuda gubernamental. El español lo espera casi todo de arriba. Si no del cielo, al menos del Estado, que para eso está.

*

¿Quieres vivir sin afanes?
Deja la bola rodar
que lo que fuera de Dios
a las manos se vendrá.

Hay algo que evidentemente ayuda a la Pereza de muchos españoles, lo mismo que ha hecho que las viejas ciudades árabes —callejuela, mujer tapada, mercado al aire libre, artesanía— aparezcan hoy exactamente lo mismo que en la Edad Media. Es algo que está reñido con el progreso, ya que éste supone el intento de activar y, si es necesario, torcer la marcha natural de los acontecimientos. Este algo se llama fatalismo y, a su amparo, el hombre se niega a moverse porque está seguro de la inutilidad de su esfuerzo.

«Quien para pobre está alistado,
lo mismo le da correr que estar sentado».

La voluntad de Alá se ha convertido en la del Dios cristiano o quizás en la de un elemento abstracto que se llama Destino, Sino, Fatalidad… Uno de los dramas más apreciados del romanticismo se llama Don Álvaro o la fuerza del sino; su autor fue el Duque de Rivas y millones de no españoles conocen su argumento a través de la ópera de Verdi La forza del destino. Don Álvaro quiere a la hija del Marqués de Vargas, que se opone a la boda; cuando va a raptarla, es sorprendido por el padre, arroja una pistola al suelo en señal de rendición y el arma se dispara, matando al padre de su amada. En la confusión que sigue, cree que ésta ha perecido también y va a la guerra de Italia a buscar inútilmente la muerte. Allí le encuentra un hermano de la muchacha, ávido de venganza. Él se resiste, pero obligado por los insultos del otro, se bate y le hiere mortalmente. Condenado a muerte por el hecho, se resigna, pero un ataque enemigo le permite escapar. Huye a refugiarse en un convento español y allí va a buscarle el otro hijo del Marqués. Otra vez don Álvaro se niega al duelo, otra vez es provocado hasta serle imposible evitarlo. Hiere también al adversario, éste pide confesión, va Don Álvaro a llamar a un monje penitente en una ermita… y «el monje» es su amada, allí refugiada también desde hace años, para expiar su participación en la desgracia familiar. Cuando el moribundo la ve, cree que ha estado viviendo con don Álvaro, la llama a su lado y antes de morir la clava un puñal. Don Álvaro, enloquecido, insulta a los monjes que llegaban aterrados, se proclama a sí mismo el diablo y se suicida arrojándose por un precipicio. Su acto, por desesperado que sea, responde a una cierta lógica. Si hay alguien que pueda hablar de fatalismo es, sin ninguna duda, Don Álvaro.

Sin tanto dramatismo, esa actitud es compartida por muchos españoles, quizá por la necesidad subconsciente de encontrar un pretexto a sus pocos deseos de trabajar. Si está todo escrito, si «el que nace para ochavo no llegará nunca a cuarto», resulta evidentemente absurdo cansarse inútilmente.

Estos principios valen para renunciar de antemano tanto a la gloria material como a la moral. Así algunos escritores en ciernes se niegan a escribir. Porque «de todas maneras lo va a prohibir la censura».

Con lo que su conciencia queda perfectamente tranquila. Es inútil que uno quiera animarles recordándoles que, aun suponiendo que su obra sea prohibida y nunca se sabe lo que puede ocurrir, le queda toda la América hispana y la traducción a otros idiomas como caminos que le conduzcan al bienestar y a la fama. Casi nunca se les convence. Mueven la cabeza una y otra vez tristemente…

—Nada, no hay nada que hacer…

… Y quizás otro Don Quijote queda así inédito…

Sí, el Fatum, el sino, representa mucho en la vida diaria del español. ¿Cómo será que a un nuevo empleo en la administración estatal, en el ejército, en la marina, lo llaman… Destino?

*

… Cuando el español deja de trabajar es porque le jubilan. Jubilar, según el Diccionario, es «eximir del servicio a un funcionario por razón de edad o de enfermedad», y en otra acepción: «Dar gritos de júbilo».