Envidia

«Nadie es profeta en su patria. Esto es particularmente verdad en España. Sus habitantes tienen envidia al sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte; tienen en poco lo mucho que puede hacer, rebajan sus aciertos y se ensañan, en cambio, en sus caídas y tropiezos, sobre todo mientras vive, y con doble animosidad que en cualquier otro país… Si la suerte le lleva luego por el camino de descollar claramente sobre sus émulos […], entonces se le declara la guerra al desgraciado, convertido en pasto de murmuraciones, cebo de calumnias, imán de censuras, presa de lenguas y blanco de ataques contra su honor».

«Risala apologética de Ibn Mazam» (994-1064). Trad. García Gómez.

«Vale más ser envidiado que envidioso»…

«Si la envidia fuera tiña muchos tiñosos habría.

Parece mentira que el pueblo más generoso del mundo sea probablemente el más envidioso; una de las tantas paradojas del alma española.

En El Hospital de los podridos, entremés de Cervantes, aparece una serie de gente que odia a otros por los más variados pero siempre absurdos motivos. Véase algunos casos de enfermos que van recluidos a ese hospital.

«Había hombre que ni comía ni dormía en siete horas, haciendo discursos; y cuando veía a uno con una cadena o vestido nuevo, decía: "¿Quién te lo dio, hombre? ¿Dónde lo hubiste? ¿De dónde lo pudiste sacar? Tú no tienes hacienda más que yo; con tener más que tú, apenas puedo dar unas cintas a mi mujer." Y desvanecidos en esto se les hace una ponzoña y polilla».

Otros son más sutiles.

«—¿De qué se pudre este hermano?

»—Este hermano se pudre de que una dama muy hermosa de este lugar está enamorada de un hombre calvo y que mira con un antojo». —¿Pues de eso os pudrís, hermano? ¿Pues qué os va a vos en que la otra tenga tan mal gusto?

»—¿Pues no me ha de ir? Que más quisiera verla enamorada de un demonio. ¿Por qué una mujer tan hermosa ha de favorecer a un hombre antojicalvo?

»…Asimismo hay aquí alguno que se pudre con los que tienen las narices muy grandes». —¡Válgale el diablo! ¿Pues qué le va a él en que otros las tengan grandes o pequeñas?

»—Dice que suele un narigón de estos pasar por una calle angosta y que ocupa a tanto la calle, que es menester ir de medio lado para que pasen los que van por ella; y fuera de este inconveniente, hay otro mayor, que es gastar pañizuelos disformes en tanta manera, que puedan servir de velas de navíos».

Si hay algo que irrita al español es que otro se destaque…

«Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza
guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza;
ni pasa su infortunio ni goza su riqueza,
la hieren y acongojan fortunas y malandanzas».

cantó Antonio Machado (Campos de Castilla, 1907-1917). Como el glotón que come lo que está en su plato sin dejar de mirar lo que come el vecino, al envidioso nada le contenta si otro posee algo que él apetezca. Por ello, una de las cosas más difíciles para el español es elogiar a otro.

Es tan espinoso el camino, tan áspera la subida, que el lenguaje ha creado fórmulas diversas con las que «matizar» el elogio por merecido que éste sea. Por ejemplo, la expresión, tan natural y repetida, que el que la pronuncia probablemente no se dé cuenta de lo que representa como símbolo.

Hay que reconocer que Fulano es buen actor (o ingeniero o vendedor de corbatas). Hay que reconocer, es decir, «tenemos que hacer un esfuerzo, nos obligamos y muy a nuestro pesar» a conceder una virtud al aludido. Jamás he oído a nadie decir: «Hay que reconocer que Fulano tiene ese defecto». Para eso no hace falta esfuerzo alguno. La palabra sale fluida, el pensamiento se extiende sin dificultad. No hay que atormentarse para hallar el adjetivo que disminuye. Quizá sea ésta la razón de la graciosa expresión española de usar la expresión negativa significando lo contrario. Por ejemplo, «Es fea la niña», cuando pasa la muchacha más bella de la ciudad, o «Descalza la ha dejado su padre», si tiene millones. La intención resulta clara sin tener que usar el aborrecido elogio.

Vamos a suponer que Fulano ha pasado esa primera barrera de dificultad y que, con la muerte en el alma, «se reconozca» su valía en cualquier campo. Entonces se le hará caer en otro cualquiera. Puede ser: «Sí; pero como persona…», o, por el contrario, si se trata de un alma de Dios: «Pero como arquitecto…». La alabanza no irá completa jamás, llevará detrás siempre como un lastre. El español necesita encontrar en el admirado algo que enturbie esa admiración y le quite importancia. Cuántas veces hemos oído: «Qué listo es el c…», o, todavía más grave con una sonrisa afectuosa: «Qué bien escribe el h. de p…». Eso, aunque no lo parezca, es un elogio, el mayor de los elogios que un español pueda hacer. La palabrota final no tiene ninguna relación con la realidad. Se trata de un desahogo que permite el buen concepto anterior, algo así como la aduana que el alabado tiene que pagar. ¡No van a elogiarle gratis!

«Todos envidiamos al que nos lleve un palmo».

Goya escribe a su amigo Zapater en 1779. Su carrera va prosperando y la familia real le agasaja «con toda la grandeza gracias a Dios, que yo no merecía ni mi obra lo que logré. Pero chiquillo, campicos y buena vida, nadie me sacará de esta opinión y más ahora que empiezo a tener enemigos mayores y con mayor encono».

Ocho años después cita que se compró una berlina: «todos se han alegrado mucho menos la gente de alma baja que se ha atrevido a algo, aunque de poca consideración».

Lo tremendo de la Envidia española es que hace falta muy poco, casi nada, para despertarla. A Jardiel Poncela, que era bajo, le irritaban los americanos por su estatura. El simple hecho de que existieran lo consideraba el estupendo escritor como una ofensa continua. «No hace falta ser tan alto…», murmuraba indignado cuando pasaba junto a él alguien de un metro ochenta… Yo he oído a muchos amigos, que dan en otros campos muestras de generosidad y de nobleza, decir irritados: «Ese tipo que anda presumiendo…». Cuando yo preguntaba: «¿De qué presume?», la respuesta era increíble: «¿No lo ves?, ¡de mujeres!, ¡de guapo!». «Pero ¿tú has hablado con él?…». «No hace falta…; no hay más que ver cómo entra en los sitios avasallando.» (Es decir, convirtiendo a los presentes en vasallos suyos. Asombrosa transformación que sólo puede explicar una enfermiza sensibilidad). Pero yo sólo veía a un muchacho de buen aspecto que entraba en el café con una atractiva rubia. Jamás le vi despreciar a nadie ni mostrar a la dama con aire de reto. Me pregunto si para hacerse perdonar… debía entrar encorvado, con la camisa rota y sucia, acompañado de una zarrapastrosa…

El español puede tolerar en otro español un par de cualidades, pero nunca, más. Un hombre puede ser rico y bueno, pero no inteligente; listo y gracioso, pero pobre. En cuanto intenta alcanzar este tercer grado, se desencadena la animosidad, pero «¡Qué se ha creído, hombre!». La costumbre de tutear con tono entre protector y agresivo al torero y al jugador de fútbol es una forma de vengarse del dinero y de la fama que tienen.

«Talento y dinero no son buenos compañeros.»
«Talento y belleza todo en una pieza, gran rareza».

Recuerdo una frase de las muchas que hicieron famoso a Agustín de Foxá. Aristócrata, rico, diplomático, acababa de casarse con una muchacha guapísima, era el huésped preferido de las casas de Madrid, y, por si fuera poco, su obra en verso Baile en Capitanía llenaba el teatro tarde y noche. Al felicitarle en el saloncillo del Español, me dijo: «Mucho, ¿verdad? Yo ya he empezado a hacer correr el rumor de que tengo una úlcera en el estómago…».

Conocía bien a su mundo. En cualquier reunión, tras los «hay que reconocer» de rigor, alguien diría: «Sí, qué pena que esté tan enfermo…», y todos, en el fondo, sentirían como un alivio.

Cuando después de la guerra civil Ortega y Gasset pronunció su ciclo de conferencias en Madrid, oí a más de uno criticar… al público. La presencia de muchas señoras elegantes en el salón sacaba de quicio a bastantes intelectuales que, pobres en el aspecto económico, se resistían a admitir que una persona rica de bienes pudiese además serlo de cerebro, probablemente porque esto les hacía a ellos más pobres todavía. Publiqué por entonces un artículo defendiendo «el derecho de los ricos a la cultura», aunque sabía que era trabajo perdido.

Cuando la obra literaria, artística, ha volado tan alto en la fama que es imposible menospreciarla sin caer en el absurdo, o cuando nos gusta «a pesar nuestro», se puede comparar siempre —y siempre para mal— con otras del mismo autor. Un país que ha inventado lo de «todas las comparaciones son odiosas» es porque no concibe que existan sin hundir a una de las partes comparadas.

Y así… «sí, la obra no está mal, pero ¡es lo único que vale la pena de su producción!». Y si, envanecido por el éxito, el autor intenta una continuación, oirá:

«Nunca segundas partes fueron buenas».

¡Y esto se ha popularizado en la nación que ha visto nacer las dos partes del Quijote!

La necesidad, casi fisiológica, de zaherir al de arriba lleva al crítico a los más mezquinos y risibles intentos. Por ejemplo, los enemigos de Pérez Galdós le citaban en el periódico como el «Señor Pérez» a secas, con lo que, evidentemente, pensaban hacer desaparecer, como por escotillón, novelas, Episodios Nacionales y teatro del genial canario. Y otro resentido aludía el Dr. Marañón siempre con el aditamento de su segundo apellido «y Posadillo» convencido de que con ello «¡le hundía!».

*

La instintiva posición de rebajar lo que se presente ante la vista del español lleva a deducciones incluso cómicas. Me contaron de un joven profesor que fue a enseñar español a los Estados Unidos; en la primera reunión con sus colegas notó que todos hablaban con respeto a un caballero de avanzada edad. «¿Quién es?», preguntó el recién llegado. Le informaron que se trataba de una autoridad en el campo de la Literatura Comparada. El español le miró un segundo.

—¡Ya será menos! —dijo muy serio.

Cuando leo en el prólogo de un nuevo libro: «A requerimiento afectuoso de mis amigos reúno aquí textos míos desperdigados», no puedo evitar cierto escepticismo. No creo que haya muchos españoles que urjan a un compatriota a que publique algo…, a no ser que estén seguros de que será un fracaso.

*

Y en cuanto a «De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso», me da siempre la impresión de que están intentando empujarle para que lo dé.

*

Los españoles sólo conciben la admiración a un bando si va unido el odio entrañable al bando opuesto, no importa que se trate de juego, teatro o deporte.

«Aquel tiempo en que las glorias españolas se daban por parejas: Calvo y Vico, actores; Cánovas y Sagasta, políticos; Castelar y Salmerón, oradores; Galdós y Pereda, novelistas… Entiéndase bien esta pequeña circunstancia: la necesidad de emulación era el rasgo característico de la psicología española de entonces y acaso de la de ahora. Los españoles no pueden ponerse de acuerdo. La mitad de los españoles se sienten como impelidos a opinar lo contrario de lo que opina la otra mitad, y, en ocasiones, hasta dentro de un mismo español se produce esta escisión absoluta, seguida de radical contradicción entre las dos mitades.

»Los españoles de entonces no consideraban cada par de nombres citados a la manera de yunta de bueyes que trazan el mismo surco con un mismo arado…, no; sino que la forma de enunciación binaria encerraba irreductible oposición, equivalente a lo primero y lo último, el alfa y el omega, el bien y el mal, lo blanco y lo negro, Ormuz y Arimán, Dios y el diablo. El lagartijista prefería y celebraba otro torero cualquiera antes que Frascuelo; el frascuelista aplaudía a toreros mediocres, pero jamás hallaba nada de particular en las faenas de Lagartijo. El periodista colocaba inmediatamente después de Pereda a todos los escritores y Galdós a la cola; y los galdosianos, viceversa.

»En el Congreso se daban de puñetazos canovistas y sagastinos, salmeronianos y castelarinos. En el teatro se iban a las manos los de Vico y los de Calvo, los de Gayarre y los de Masini. En la plaza de toros se denostaban y agredían los de Lagartijo y Frascuelo…» (Pérez de Ayala, Política y toros).

También cabe el recurso de compensar el elogio con una censura al familiar. Si se habla con admiración de alguien no faltará quien, tras una pequeña pausa, diga: «El hijo no ha salido igual, ¿verdad?». «Qué va, ya quisiera…», o «El hermano es el que no vale nada comparado con él… ¡Naturalmente!». Así el gran poeta Manuel Machado tuvo que acabar siendo el «Machado malo» porque era hermano del inmenso Antonio. En el caso de los Alvarez Quintero, cuya personalidad dual se resistía encarnizadamente a dividirse, se creó una leyenda. Ninguno de los dos tenía talento. El «bueno» era una hermana jorobada (que no dejaban ver a nadie) y era quien dictaba las comedias que firmaban después Serafín y Joaquín. (Esta es la versión que me dieron hace muchos años. Luego supe que existía, efectivamente, un hermano enfermo en casa, pero nadie aportó pruebas de esa paternidad literaria. Pero era más fácil de aceptar que un deforme escribiese cosas interesantes y que daban dinero. ¡Pobrecito, en algo tiene que entretenerse!).

Con ese espíritu que ha dado motivo al increíble refrán: «Piensa mal y acertarás», no es raro que en España florezca tanto la maledicencia usada para reducir las personalidades al nivel que permita ser aceptada por los ciudadanos comunes. Viejo como la sociedad española —nuestro compatriota Marcial ya se distinguió en Roma por su mala intención— sigue nuestro desarrollo satírico procurando rebajar fama y dignidad ajenas. Unas veces en el Madrid de los Austrias donde Villamediana será famoso por sus versos, por sus amores, pero especialmente por su mala lengua. ¡Con qué fruición repetirían los madrileños sus sátiras!

¡Qué galán sale Vergel!,
con cintillos de diamantes!
Diamantes que fueron antes
de amantes de su mujer.

O reflejado en la estrofa del dieciochesco Juan Pablo Forner:

Con Juan hablé mal de Pablo.
Con éste hablé mal de Juan;
sébenlo y conmigo están
por esto dados al diablo.
Con gusto Pablo me oía.
Con gusto Juan me escuchaba,
y uno y otro me incitaba;
¿en qué, pues, les ofendía?

Imagino que si esto fue leído por Juan y Pablo, reaccionarían cada uno con la misma indignación. ¿Cómo en qué? ¡El caso es muy distinto! Naturalmente… ¿Cómo voy a compararme Yo con el Otro?

O en el XI X de Pérez Galdós: «La malicia aderezada de ingenio, es grata y sabrosa a nuestros paladares, y no oirás nunca alabar a una persona por honrada, por inteligente o por otra cualidad sin que al punto venga ese inmortal y castizo tío Paco con sus implacables rebajas». (La incógnita).

El círculo cerrado de café y casino es buen ambiente para él cultivo de la maledicencia.

«Se advierte casi siempre que el hombre que da la nota más agria y venenosa es el que tiene más éxito en la tertulia del café.

»Si el que da esa nota de alacrán se identifica con ella, como ocurre muchas veces, se convierte en un bufón agresivo profesional que hace reír a los demás contertulios. Los otros lo saben, le excitan y él, dentro de su papel, lanza sus frases venenosas que producen la satisfacción un poco miserable de todos.» (Baroja, Pío, Memorias. Madrid, 1955, p. 1210).

Insiste Marañón: «El hombre del café es, entre otras cosas, manantial inagotable del resentimiento. Cuando el hombre de la calle, lleno de afanes, pasa por delante de una de esas terrazas o escaparates del casino o del café, siente en sus carnes, sin necesidad de mirarlos, los dardos del resentimiento disparados por aquellos hombres que vegetan rumiando sus propias acedías en torno a la mesilla redonda o puestos en pie detrás de un vasto cristal.» (G. Marañón, «Contestación al discurso de ingreso de don Pío Baroja en la Academia Española», 12 de mayo de 1935). Y todo ello resulta tan apetitoso para el español, que a hablar mal de alguien lo llama «Dar gusto a la lengua».

*

De la maledicencia, igual sufren los individuos que las comunidades.

El refranero de España está lleno de juicios peyorativos sobre los pueblos, y la mayoría de ellos han nacido en las localidades vecinas. Unas veces la definición es general.

«De Jaén ni hombre ni mujer, ni aire que venga de él.»
«Hijos de Madrid, uno bueno entre mil.»
«Antes marrano que murciano.»
«Hijo de Sevilla, uno bueno por maravilla.»
«Albacete, míralo y vete.»
«Burgalés, mala res.»
«Amigo de León, tuyo te sea y mío non.»
«Buena es Cuenca para ciegos.»
«Ni piedra redonda ni gente de Gerona.»
«A los de Guadalajara, ni mirarles la cara.»
«Morella (Castellón de la Plana) guárdate de ella.»
«A Huelva una vez y nunca vuelvas».

Como se ve, quien inventara el refrán no razona el porqué de su juicio tan negativo como absoluto. Pero el español no tiene por qué explicar la razón de sus preferencias o desagrados. Basta que lo diga él.

En otros casos, el insulto es más preciso. Puede ser, por ejemplo:

La suciedad…

«Mallorca, tierra porca».

«El melero de Muel (Zaragoza), que vendía más moscas que miel».

La vanidad…

«Alcalá de Henares, mucho te precias y poco vales.»
«Los de Aranjuez hasta en el c… tienen el R. P.» (Real Patrimonio.)
«Avila de los grandes fueron, ¿dónde están tus caballeros?». «Toledano, tonto y vano.»
«En Baeza (Jaén), orgullo y pobreza».

La ignorancia, la lentitud mental…

«Palenda la necia, quien te oye te desprecia.»
«Los amantes de Teruel, tonta ella y tonto él.»
«La justicia de Paralvillo (Ciudad Real), que ahorcado el hombre hacía la pesquisa.»
«El hidalgo de Fuenlabrada (Madrid), que vendió el caballo para comprar la cebada».

Hipocresía…

«¿Qué haré en Madrid que no sé mentir?
«El pamplonés, su música y su putica.»
«Gato segoviano, colmillos agudos y fíngese santo.»
«¿Es de Peñafiel? (Valladolid), pues no te fíes de él». «Cordobés, falso y cortés».

Ladrones, amigos de desplumar al forastero…

«Si de Jaca me escapa, más rico soy que el Papa.»
«Salamanca a unos sana, a otros manca y a otros deja sin blanca.»
«Alba de Tormes (Salamanca)…, buena de putas, mejor de ladrones, mira tu capa dónde la pones.»
«Barcelona és bona si la bossa sona.»
«Con los de Cuenca ni trato ni cuenta.»
«Si llevas dinero a Estepa (Sevilla), que ni el alcalde lo sepa.»
«Valladolid de los vinos agudos, entran los mozos vestidos y salen desnudos.»
«Granadino, ladrón fino».

En los refranes españoles la honorabilidad de un pueblo parece depender mucho del consonante. Si el adjetivo correspondiente termina en «ino» es muy fácil encontrar un «fino» aplicado a un bandido o, en femenino, a una prostituta…

Profesión a la que los españoles aluden con fruición cuando se trata de juzgar a las mujeres de otras localidades. A juzgar por el refranero, se diría que no hay una mujer honrada en toda la península; esta tremenda conclusión no pasa jamás por la mente de quien usa esos proverbios porque, para empezar, nadie piensa que otros tengan su mismo derecho a insultar a los que viven unos kilómetros más abajo y, menos aún pueden llegar a imaginar que la suma de todos estos juicios den una idea muy baja de la moral del pueblo español. Significaría tener una conciencia colectiva a la que ya hemos echado de menos en páginas anteriores…

En algunos casos la acusación es clara, aunque no sea concreta:

«Hombre de Lugo, mujer de Betanzos y can de Villalba tres cosas malas».

Y se tiende a prevenir al forastero que quiera, ingenuamente, casarse en ese o aquel pueblo…

«De Soria, ni aire ni novia.»
«De Cabra (Córdoba), ni el viento, ni el pimiento, ni el casamiento.»
«De Cariñena (Zaragoza), ni mujer ni burra buena.»
«En Valencia el aire es fuego, la tierra es agua, los hombres mujeres y las mujeres nada.»
«De Antequera (Málaga), ni mujer ni montera».

Por si acaso alguien tardara en comprender, el español precisa…

«Cartagena, monte pelado, mar sin pescados, mujeres sin vergüenza, niños mal criados…»
«De Andújar, la que no es puta es bruja.»
«Badajoz, tierra de Dios, andan los cornudos de dos en dos.»
«En Catalojas (Guadalajara), hay más putas que hojas.»
«En Castillejo del Romeral (Cuenca), muchas putas y poco pan.»
«De Daroca (Zaragoza), o puta o loca.»
«Mallorquina, puta fina.»
«Para putas, Pajares (Oviedo) es la flor de los lugares.»
«Las toledanas, putas tempranas.»
«Puta de Toro y trucha del Duero».

En esta breve selección están representadas más de la mitad de las provincias españolas de este a oeste y de norte a sur. Ninguna región se libra de esa gigantesca mancha y, si es cierto que también hay elogios, en su mayoría son creación local, y muchas veces queda rebajado por la comparación.

«Buena es Granada, pero junto a Sevilla no vale nada.»
«Buena es Sevilla, pero junto a Granada no es maravilla».

No hace falta decir dónde nacieron los respectivos refranes.

A veces la animosidad entre pueblos se extiende a los forasteros que van a ellos a pasar el verano y se identifican pronto con filias y fobias. Cuando yo era niño veraneaba en Blanes, y el odio a Lloret, la población vecina en la misma Costa Brava, era tan grande que nosotros jamás cantábamos Marina diciendo: «Costas las de Levante —playas las de Lloret», sino: «Costas las de Levante— playas las que lloré», manteniendo el consonante sin mencionar al rival.

En algunos casos, refranes o dichos nacen de un suceso ocurrido en el pueblo, suceso que éste intenta olvidar y que los de los lugares vecinos mantienen vivo alegremente. Es el episodio de los rebuznos del Quijote, por ejemplo, o atando en San Pol de Mar (Barcelona) un alcalde quiso proteger un hermoso reloj de sol de las inclemencias del tiempo poniéndole un toldo, lo que ha mantenido hasta hoy la sarcástica pregunta: «San Pol, ¿qué hora es?», pregunta tan violentamente contestada como en el caso de Calatayud (Zaragoza). El autor de una zarzuela tuvo la desdichada idea de situar en ese pueblo una obra en la que aparecía una muchacha calumniada:

Si vas a Calatayud
pregunta por la Dolores
que es una chica muy guapa
y amiga de hacer favores.

con lo que ya no hay otra forma de referirse a esa ciudad aragonesa.

La afanosa búsqueda de lo malo en el prójimo hace que palabras sencillas adopten en español un significado torcido, casi tenebroso. Por ejemplo, «prejuicio». No hace falta ser filólogo para interpretar esa voz en el sentido en que fue inventada, es decir, en el de tener un previo interés que haga menos imparcial la opinión. Pero obsérvese que en inglés ese prejuicio puede ser favorable: «No puedo ser imparcial porque es amigo mío y, por tanto, tengo un prejuicio, I am prejudiced.» En España, en cambio, la expresión es siempre negativa. «Tiene un prejuicio» respecto a alguien equivale a que le odia a priori, jamás a que le quiere por anticipado.

La posición natural del español de estar a la defensiva y desconfiar ha producido que se pase fácilmente de ser honesto o ser bobo. «Ingenuo», que es una bella demostración de claridad en el individuo, se convierte en un insulto, y «cándido», que en inglés mantiene su prístina significación de sincero, resulta, en español, infeliz. «No seas tonto», puede interpretarse a menudo por «No seas honrado».

«Versátil»… significa en otros idiomas el versado o capaz de realizar varios trabajos. Esto es mucho para la Envidia española. Versátil aquí será el que va de oficio a oficio, pero en vez de para hacerlos todos bien —¿cómo va a tolerarse eso?—, para fracasar en todos. «De genio voluble e inconstante», dice el Diccionario.

Otra… «responsable». El que firma, el que toma sobre sí la responsabilidad, el autor, en suma. Automáticamente en nuestro idioma la palabra adquiere un tono amenazante, peyorativo. Nadie elogia a Herrera como al «responsable» del monasterio de El Escorial. No; responsable será el que esté relacionado directamente con un fracaso, con una tragedia… Como en otros casos, el Diccionario de la Lengua marca en las dos acepciones del vocablo toda la psicología del español. Primero, la definición escueta derivada del origen etimológico. Después, el matiz que el español le ha dado. «Responsabilidad: a) obligación de responder de una cosa; b) cargo u obligación moral que resulta para uno del posible yerro».

El envidioso por verte ciego se saltaría un ojo.

No hay noticia en España que circule más de prisa que la de un ataque de alguien contra alguien. «¿Has leído el periódico de hoy?, ¡cómo te ha puesto Fulano!». Muchas veces se trata sólo de una alusión humorística sin ninguna maldad y no hay molestia en el aludido, con gran tristeza del correveidile (palabra simbólica; ¿cuántos españoles habrían tenido que apresurarse a llevar malas noticias para que la frase se convirtiera en adjetivo?).

Una vez Miguel Mihura me pidió que le consiguiera críticas de los periódicos alemanes a una obra suya que se iba a poner en Hannover. Precisamente por aquel entonces yo tenía una alumna de esa ciudad y me fue muy fácil conseguirlo. Las críticas no eran elogiosas (habían presentado A media luz los tres, de Mihura, en una Semana del Teatro Español, después de la Vida es sueño, y el alemán no es precisamente el ser capaz de adaptarse a situaciones tan distintas en veinticuatro horas).

Pasados unos días, Mihura me llamó echándome en cara el olvido de lo prometido. Le dije que tenía en mi poder las críticas, pero que, dado su poco interés y el carácter negativo de las mismas, no había considerado oportuno enviárselas. Hubo al otro lado del hilo un instante de vacilación.

—¿Que no me las has mandado porque eran malas?

—Así es, Miguel.

Otro silencio estupefacto.

—¡Qué tío!, ¡qué bueno eres! Otros amigos me habrían buscado por todas partes para comunicarme que me habían puesto verde…

No era exageración. No hay Pereza española que detenga a un «amigo» para localizar a alguien a quien pueda darle un disgusto.

Cuando tras un estreno teatral hay trescientas personas aplaudiendo y tres pateando en señal de desagrado, entran en los cafés los que han asistido a la función con una sonrisa en los labios. No esperan a que les pregunten…

¡Chicos, un pateo espantoso!…

«No sé qué propensión tiene la humanidad a alegrarse del mal ajeno, pero he observado que el público sale más alegre y decidor, más risueño y locuaz, de una representación silbada.» (Larra. «Una primera representación», La Revista Española, Madrid, 3 de abril de 1835).

La primera representación en los teatros permite al español algo único. Corregir la habitual relación de autor-espectador en la que comúnmente ve una situación inferior. ¡Él, escuchando durante hora y media lo que ha escrito otro! En Soberbia vimos cómo se apresura a salir en el entreacto, para juzgar en minutos lo que el autor compuso en meses o, a veces, en años. Pero su satisfacción es mayor si puede hacer llegar al autor directamente la expresión de su juicio adverso. El silbido, el pateo, en los teatros españoles es una muestra de ese sentimiento de venganza; el pasivo se ha vuelto activo, el espectador se ha vuelto actor, a la voz se ha contestado con la voz.

En algunos casos, ese ajuste de cuentas no puede llevarse a cabo en forma explícita, porque las circunstancias no permiten presentarse abiertamente como enemigo del autor. Entonees pueden usarse caminos oblicuos, como patear al mismo tiempo que se aplaude —lo he visto personalmente—, o bien usar del elogio con matices venenosos, como hace el que entra a saludar al autor en el entreacto. El dramaturgo está nervioso… el primer acto ha terminado sin alboroto, pero nota en el ambiente una frialdad precursora del desastre. El «amigo» aparece en la puerta y le anima así:

—Oye… ¡Y a mí que me gusta!

En una ocasión el empresario de un teatro madrileño quiso evitar el posible fracaso de la primera representación, regalando las entradas a gente aficionada al teatro. La orden llegó a taquilla cuando se había ya vendido una butaca a un habitual. El empresario lamentó la excepción…, no quería reacción negativa en el estreno.

Éste fue un escándalo. Los pitos, los golpes en el suelo, los gritos adversos llenaban la sala. En medio de la masa excitada y ruidosa, un espectador se volvía a un lado y a otro con expresión asombrada:

—¡Que no es tan malo, señores, que no hay para tanto!

Era el único que había pagado su entrada.

Esa violencia en la aventura teatral no se da normalmente en la de la novela o el ensayo, pero es por razones extra-literarias. El novelista, el filósofo, no reúne a la gente en un espacio cerrado para exhibir su inteligencia ante ellos, para pavonearse humillándoles. Además el autor teatral es el único de los escritores españoles al que le basta tener mediano éxito para poder vivir decentemente de su trabajo. Y ver conquistar gloria y dinero al mismo tiempo, es demasiado para que pueda soportarlo Juan Español… que en algo tiene que vengarse.

… Y si no ha podido ir al estreno, siempre le queda el recurso de solazarse con la recensión adversa de los periódicos. El crítico más despiadado es el que tiene más lectores, es el más popular de los periodistas locales.

Pero entendámonos… No es que la Envidia se dé en España más fuertemente entre escritores, ocurre sencillamente que sus rencillas se airean más, y sus frases maldicientes, como más ingeniosas, son también más repetidas. Hay siempre poetas fáciles para encadenar una cuarteta apenas bajado el telón de una comedia del siglo XVII adaptada por Fulano de Tal…

¿Qué ha hecho el adaptador?,
pues menuda cosa ha hecho,
cambiar el «fecho» por hecho
y cobrar por el autor.

Yo he asistido, por razones profesionales, a muchos banquetes de gente de pluma. No recuerdo uno sólo donde el elogio al homenajeado no se uniera a un desaforado ataque contra otros escritores. A las tres o cuatro frases admirativas, el orador de turno bajaba levemente la voz y miraba alrededor.

«Así es Fulano de Tal y no como otros». Y seguían diez minutos de censura y vituperio. Nunca he asistido a banquetes «a alguien» que no fueran además «contra alguien».

Ejemplo de ese tipo de comedia puede ser la que describe Baroja. La invitación rezaba: «Esta es la deleitosa y apacible comida que celebramos en loor de nuestro ingenioso amigo don Pío Baroja […]».

«[…] pero […] yo recuerdo que este banquete fue un tanto caótico. Había poca gente a gusto. Ortega y Munilla dijo que si es que se iba a hablar mal de los escritores viejos que habían tenido la amabilidad de ir; algunos escritores jóvenes se preguntaban por qué se me había elegido a mí para darme el banquete; Cavia murmuró, Cornuty se puso a hablar de tú a Galdós y a pedirle cuentas de no se qué, y al salir Sánchez Gerona se encontró con un grupo de señoritos que dijeron que el banquete era un banquete de modernistas y que todos los modernistas eran pederastas» (Baroja, Memorias, p. 422).

Cabría una cierta justificación en el mundo literario español para ese resentimiento. Es un mundo tan pobre, hay tan poco que repartir, que la tajada que se lleve uno deja hambrientos a los demás. Pero lo trágico es que esa humana envidia del desposeído se mantiene con igual o mayor fuerza en el triunfador.

Alcanzar la cúspide no significa llegar también a la generosidad ni equivale a dejar de ser envidioso. Leamos a Menéndez Pidal:

«La falta (de presiones en nuestra curva histórica…) suele estar de parte del ilustre que desprecia a la masa y que repele o envidie al otro ilustre […;], cada individuo destacado envidia la empresa de su semejante, no quiere coadyuvar a ella, sino usurparla o arruinarla, pasión muy humana, es cierto, pero demasiado española».

Se refiere el patriarca de las letras españolas al Cid[15]. La primera figura histórico-literaria que se asoma a nuestros libros es ya una víctima del tenebroso pecado español. A Rodrigo Díaz no le envidian los oprimidos vasallos, los hombres de la gleba, los soldados que marchan a pie mientras él va a caballo. Los que le envidian y por ello buscan su perdición son los caballeros de la corte, los nobles, los infantes de Carrión.

Avanzando en la historia encontraremos el mismo fenómeno. Oigamos el lamento de fray Luis de León desde su cárcel: «Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado — dichoso el humilde estado —del sabio que se retira— de aqueste mundo malvado, y con pobre mesa y casa —en el campo deleitoso— con solo Dios se compasa —ya solas su vida pasa, ni envidiado ni envidioso—.» Es la única defensa que se le ocurría ante el peligro. Y no hay nada más triste para un enamorado de las letras españolas del siglo de oro, que ver cómo se trataban unos a otros los escritores del momento:

Dicen que ha hecho Lopico
contra mí, mil versos adversos;
mas si yo vuelvo mi pico,
con el pico de mis versos
a este Lopico, lo pico.

(El Epigrama Español, Madrid, 1941, p. 159).

Es Góngora contra Lope de Vega. Y contra él se levanta a su vez el ingenio malicioso de Quevedo:

Dice don Luis que ha escrito
un soneto, y digo yo
que si don Luis lo escribió
será un soneto maldito.
A las obras me remito
luego el poema se vea;
mas nadie que escriba crea,
mientras más no se cultive,
porque no escribe el que escribe
versos que no hay quien los lea.

(El Epigrama Español, Madrid, 1941, p. 203).

Incluso el que para muchos representa el más noble y desdichado de los escritores españoles, Miguel de Cervantes, lanzará una tremenda flecha contra el fastuoso Lope de Vega, en el prólogo a la segunda parte del Quijote. Defendiéndose de la acusación de que ya le atacara en la primera, dice Cervantes: «He sentido que me llamen envidioso y que como a ignorante me describa qué cosa es la envidia… engañóse del todo en todo; que del tal (Lope) adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa […].»

La «ocupación continua y virtuosa» de Lope de Vega consistía en tener varias amantes, aún después de entrar en el sacerdocio. Esto lo sabía todo Madrid, con lo que la frase de Cervantes dicha con tono modesto era de un terrible sarcasmo.

Y por su parte a Lope, el gran Lope, no le bastaba estar en lo alto en dinero, en prestigio, en fama. Cuando ve a Cervantes iniciando trabajosamente su camino, define su obra con una desdeñosa referencia al «tonto que alabe el Quijote».

Se quejará Zorrilla más de dos siglos después:

Dios me tuvo en tierra ajena
once años encadenado
y hubiera muerto expatriado
si El no rompe mi cadena.

Yo creo en Dios; sí, en verdad;
humillé ante El mi cabeza
y aguardé con entereza
la muerte o la libertad.

Y atado de pies y manos
de la calumnia y la envidia
sentí herirme con perfidia
los aguijones villanos.
Y no eran, Pedro, de allí
los que allí a traición me herían,
Pedro, los dardos venían
¡envenenados de aquí!

(Zorrilla, José. «A Pedro Antonio de Alarcón», o. c. 2,p. 623).

«Jamás he visto un libro en manos de quien no fuera amigo o enemigo personal (del autor)», dice Manuel Machado, La guerra literaria, Madrid, 1913, p. 20.

He aquí algunos juicios de Pío Baroja sobre los escritores españoles, sus colegas. «A mí siempre me pareció Gómez de la Serna un hombre sin gracia, de una abundancia sosa, un sinsorgo como dicen en Bilbao» (p. 303)[16]. «Ese Gómez Carrillo era uno de los rastacueros clásicos que vienen de América» (p. 387). «Pedro Coraminas era un tanto pesado, física y espiritualmente» (p. 423). Otras veces el juicio es más agrio por ser devolución de otro parecido. «¿Sabe usted lo que dice Rubén Darío de usted?» (preguntan unos periodistas con la amable intención característica de la raza). «—No, ¿qué dice? —Dice: «Pío Baroja es un escritor de mucha miga. Ya se conoce que es panadero». «¡Bah!, no me ofende nada. Yo diré de él: Rubén Darío es un escritor de buena pluma. Ya se conoce que es indio» (p. 426).

Baroja añade que los periodistas creyeron que eso era un insulto y se queja de que a él le pueden todo y él no puede defenderse sin que le consideren ofensivo. Esto, sin embargo, es constante en España. Hay quien tiene bula para decir muchas cosas porque «ya se sabe cómo es», «conociéndole, no importa» y otros en cambio que ofenden sólo pasando por delante de uno (véase Soberbia). Es la constante personalización española por la que el hombre juzga al semejante en términos privados y no de acuerdo con la ética o la moral. Ha habido un famoso escritor y periodista a quien quería la mayor parte de los aficionados a las letras y que había hecho —confesadas por él— cosas que en otra persona hubieran bastado a que le cerrasen todas las puertas… Pero era simpático, lo que en España es bastante más importante que ser sabio o ministro.

Siguen los juicios barojianos, no por sintéticos menos graves. «Blasco Ibáñez, evidentemente es un buen novelista…, pero para mí es aburrido: es un conjunto de perfecciones vulgares y mostrencas que a mí me ahoga» (p. 428). «Palacio Valdés […] desde el primer momento me dio la impresión de un hombre muy vanidoso y que disfrazaba su suficiencia con un aire de modestia fingida» (p. 484). «Don Benito (Pérez Galdós) debía ser hombre un poco lioso y hasta trapacero… en cuestión de delicadeza para las personas… no era hombre que tuviera muchos escrúpulos… Yo creo que esta falta de sensibilidad ética hace que los libros de Galdós, a veces con grandes perfecciones técnicas y literarias, fallen» (p. 448). «La Pardo Bazán no me interesó nunca como mujer ni como escritora. Como mujer era de una obesidad desagradable, y como escritora, todo eso del casticismo y del lenguaje no he tenido muchas condiciones para sentirlo» (p. 256). «La literatura de Benavente no me ha producido nunca un gran entusiasmo: me parece algo frío y teórico» (p. 528). «Unamuno era de una intransigencia extraordinaria. No oía a la gente: así que todo lo que decía no tenía más que la propia aprobación» (p. 619). «Eso de hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno» (p. 1297). «La fraseología de Solana me sonaba a cosa conocida y me interesaba poco» (p. 717).

«Cajal, como filósofo de la medicina, no era cosa mayor. Sus ideas científicas no creo que fueran de gran envergadura» (p. 746). «Valle Inclán no era hombre de cara bonita ni mucho menos… Sus opiniones para mí no valían gran cosa» (páginas 1157-8). «Otro escritor que habla a mi parecer de una manera pedantesca es Salvador de Madariaga… hombre escolástico, conceptuoso y que a mí no me parece inteligente» (pp. 1291-2). Pero quizás el más increíble de los juicios de Baroja es el que empleaba contra Villaespesa, al que acusaba de mal poeta ante todo el mundo… porque no le devolvió un dinero prestado.

Todos estos adjetivos son piropos junto a los que emplean para otros eruditos Luís Astrana Marín y figuran en el tomo último de su obra Vida heroica y ejemplar de Miguel de Cervantes. «Mal día —decía satisfecho de haber terminado su monumental trabajo— para el hijo del sastre del Campillo, "el Nalgas", que pone el hilo y dice que es profesor y es un hediondo homosexual, para el académico chirle… para el renacuajo de fragua "que él se lo fuella y él se lo cuadra", para el estropajoso y plagiario historiador chueta "ad usum delphinis" y para el otro imbécil de trasnochado gongorismo» (p. 573).

Estamos citando a escritores conocidos, de escritores que estaban seguros de haber alcanzado un prestigio, una fama, un nombre. No les bastaba. Porque la altura del español no se precisa por el nivel a que está él sino por lo bajo que quedan los otros. Unamuno define…

«La envidia ha estropeado y estropea no pocos ingenios españoles, sin ella lozanos y fructuosos. Todos recordamos el famoso símil de la cucaña. Hay en el fondo de nuestra alma cierta propensión a no creernos ricos sino a proporción que son los demás pobres, poso que hay que limpiar[17]».

Esto es tan cierto que se ha popularizado en la historia del rico que pagaba a un sereno para que en las noches de frío y viento se paseara por delante de su casa. Cuando el de arriba oía los pesados zapatos chapotear en el agua y los resoplidos de quien intentaba entrar en calor con el movimiento, se arrebujaba entre las mantas con una sonrisa de felicidad. «¡Cómo se estará mojando ese hombre!».

Quien suba en España sube a su riesgo, porque en cuanto destaca su cabeza sobre los demás empiezan a tirarle y la relación amistosa anterior no le protegerá jamás. Entre los refranes españoles hay uno que ofrece una hermosa muestra de agradecimiento. Reza así: «Al maestro, puñalada».

Lo que pensará el mundo exterior no ha detenido este tipo de campaña. Cuando Echegaray obtuvo el Premio Nobel de Literatura, hubo en España varias manifestaciones y banquetes. ¿Para celebrar su triunfo? No. Para condenarlo y protestar de tal galardón. Yo, sin ninguna simpatía personal por la obra de ese autor, me pregunto si en otro país podría haberse dado una muestra más impresionante de falta de solidaridad. (Otro grupo, probablemente enemigo ideológico del anterior, se opuso con todas sus fuerzas a que le dieran el «Nobel» de 1912 a don Benito Pérez Galdós). Como ejemplo contrario puede verse el de los franceses que discuten en cartas y artículos periodísticos todos las aspectos de la vida humana y eterna, pero que al salir al extranjero forman un bloque granítico de mutuo elogio. «¿Qué piensa Sartre del escritor católico Claudel? —Una maravilla. —¿Qué cree el católico Mauriac del comunista Argón? —Que es un magnífico escritor».

Igual que en España. A Cela le preguntaron en América: «—¿Qué piensa de Gironella?». Contestó: «—¿Giro… qué?». Y el otro le paga con la misma moneda. Y ¿cuándo termina esa perpetua guerra civil española? Con la muerte. «De Mortuis nil nisi bonum» es verdad absoluta en España. En cuanto ha desaparecido el enemigo se vuelca el caudal de los ditirambos, firmado por sus más tenaces detractores en vida. Sería muy bonito pensar que se trata de caridad cristiana, pero me temo que la explicación sea otra. Iriarte ya lo sospechaba…

«A los autores antiguos
admiras sólo, Becerra.
Sólo alabas, sólo aplaudes
a los difuntos poetas.
Permite, amigo, que en esto
complacerte no pretenda;
no estimo tu voto en tanto
que por lograrle me muera».

La envidia puede disfrazarse de sentimientos varios para disimularse. Por ejemplo, de orgullo local como en el caso de El caballero de Olmedo, muerto por celos de sus éxitos en las corridas y en el trato con las damas. Don Alonso recuerda las advertencias de Fabia…

Siempre dice que me guarde
y siempre que no camine
de noche sin más razón,
de que la envidia me sigue.
Pero ya no puede ser
que don Rodrigo me envidie,
pues hoy la vida me debe;
que esta deuda no permite
que un caballero tan noble
en ningún tiempo la olvide.

… pero sí, lo olvida su enemigo, en quien puede más el resentimiento ante el afortunado forastero.

¿Sabéis quién soy?
D. FERNANDO: —El de Olmedo, el matador de toros, que viene arrogante y necio a enfrentar los de Medina… haciéndole matar luego por un criado. (Lope de Vega. El Caballero de Olmedo, acto III).

Otras, se reviste de orgullo patriótico. Yo he oído con asombro a uno de los hombres más generosos de Madrid referirse con despecho a unos americanos que estaban cerca de nosotros comiendo con apetito. «Ya están aquí esos insultándonos con sus dólares». Esto ocurría antes de las bases, es decir, antes de que pudiera haber un sentimiento político de «invasión» en la presencia del extranjero. Era sencillamente que al español le molesta la riqueza ajena, y un caballero bebiendo buen champaña en un rincón del restaurante, tiene ya ganada automáticamente la antipatía de la mayoría de los comensales a los que ni siquiera ha dirigido la mirada. («Y además nos desprecia», podría decir a esto alguno).

En el entremés La Cárcel de Sevilla Cervantes lleva las posibilidades de envidia al último trance, el del ahorcado. «Paisano» quiere que «cuando estuviere ahorcado le limpien el rostro y le pongan un cuello almidonado». «Aun hasta la muerte fue limpio mi amor —señala su amiga Beltrana—, yo apostaré que no ha habido mejor ahorcado en el mundo». Y remata Torbellina: «¡Oh qué de envidiosos ha de haber!».

Cuando en España alguien sube tiene una fortuna envidiable. ¿Por qué envidiable?, ¿por qué tiene que unirse ese sentimiento a la comprobación de la suerte ajena? No hay quien lo explique, pero a todos parece natural que quien esté por encima, tenga que llevar el castigo de su audacia. Y como en el caso de la Intolerancia, también la Envidia se ha hecho tan normal en la vida española que ha podido hablarse de Santa Envidia si lo que se desea es bueno… ¡Santa Envidia…!

«La lucha por la existencia es aquí más ruda que en otras partes, reviste caracteres de ferocidad en el reparto de las mercedes políticas y en la esfera común; tiene por expresión la envidia en varias formas y en peregrinas manifestaciones. Se da el caso extraño de que el superior tenga envidia del inferior y ocurre que los que comen a dos carrillos defienden con ira y anhelo una triste migaja.» (Pérez Galdós. Tormento. O. C., tomo 4, p. 1473).

Sí, no se trata sólo de desear lo máximo sino de negar que otros tengan su mínimo. «Eso de hacer el amor, es tan bueno que debería estar prohibido a los pobres». Una broma, claro, pero…

Conozco el caso de un español que abandonó iracundo un puesto que tenía porque le habían dado a otro el mismo sueldo y categoría que él había tenido antes. ¡Su razón era que a él le había costado más años alcanzarlo!

Igualmente en el caso de las oposiciones españolas a cátedra. Todos están convencidos que son absurdas, increíbles, que no sirven para evitar injusticia, y sí para crear resentimientos y odios que duran toda la vida. Pero cuando algún ministro bien intencionado ha querido suprimirlas ha encontrado una resistencia encarnizada. «¡Ah no!, si yo lo he sufrido, que lo súfranlos demás».

*

Unamuno, el más español de los intelectuales, empleó su mejor dialéctica para tratar de explicar el corazón de sus conciudadanos. Ya vimos su defensa de la Soberbia, tema en que era al mismo tiempo definidor y definido. En el caso de la Envidia sólo era observador, pero observador apasionado porque sentía todos los pecados nuestros sobre su conciencia.

Nunca se ha descrito mejor esa desazón nacional. Cuando las pinturas de «Abel Sánchez» quitan el sueño a Joaquín, Antonia, su mujer, quiere convencerle de que se dedique a la investigación para conseguir a su vez fama y gloria.

«No puedo, Antonia; no puedo. Sus éxitos me quitan el sueño y no podría trabajar en paz. La visión de sus cuadros maravillosos se pondría entre mis ojos y el microscopio y no me dejarían ver lo que otros no han visto sino por él. No puedo, no puedo[18]».

Y en su deseo de salvar al español, Unamuno le hace irresponsable del estigma:

«¿Por qué miró Dios con agrado la ofrenda de Abel y con desdén la de Caín? «—Acaso porque Dios veía ya en Caín al futuro matador de su hermano, el envidioso». —Entonces es que le había hecho envidioso, es que le había dado un bebedizo.»[…] ¿no se te ha ocurrido pensar que si Caín no mata a Abel habría sido éste el que acabaría matando a su hermano?
»—¿Y cómo se te puede ocurrir esto?
»—Las ovejas de Abel eran adeptas a Dios, y Abel, el pastor, hallaba gracia a los ojos del Señor; pero los frutos de la tierra de Caín, el labrador, no gustaban a Dios, ni tenía para El gracia Caín. El agraciado, el favorito de Dios era Abel… el desgraciado, Caín…
»—Y ¿qué culpa tenía Abel de eso?
»—¡Ah!, ¿pero tú crees que los afortunados, los agraciados, los favoritos, no tienen culpa de ello? La tienen de no ocultar y ocultar, como una vergüenza que lo es, todo favor gratuito, todo privilegio no ganado por propios méritos, de no ocultar esa gracia en vez de hacer ostentación de ella. Porque no me cabe duda de que Abel restregaría a los hocicos de Caín su gracia, le azuzaría con el humo de sus ovejas sacrificadas a Dios. Los que se creen justos, suelen ser unos arrogantes que van a deprimir a los otros con la ostentación de su justicia. Ya dijo quien lo dijera que no hay canalla mayor que las personas honradas[19]».