«Voyme, español rayo y fuego
y victorioso te dejo.
Ya os dejo, campos amenos,
de España me voy temblando;
que estos hombres, de ira llenos,
son como rayos sin truenos
que despedazan callando».
Lope de Vega. El cerco de Viena por Carlos V.
«Llueve de una manera molesta y hace un frío horrible… En el salón donde entramos están los ocho asientos ocupados… nos miramos todos con el odio característico con que nos miramos los españoles y nos disponemos a dormir»…
Pío Baroja. El Globo, Madrid, 1 de enero de 1903.
«El español —dijo alguien una vez— es un hombre bajito que siempre está irritado». En capítulos anteriores hemos visto la razón de esta apariencia. La intención de aparecer solemne responde a la gravedad que con el «temor de Dios» era lo más importante para un español del XVI y sigue siéndolo hoy. Un aspecto serio que llega a convertirse en iracundo en cuanto alguien intente ofenderle. Y ¡es tan fácil ofender a un español! Basta mirar a su compañera con más de una ojeada, hacer un comentario en voz alta que una sensibilidad extremada pueda considerar ofensivo, rozarle la ropa. Un locutor muy conocido recibió una bofetada de un asistente a la emisión porque se dirigió a su esposa con la habitual pregunta: «¿Señora o señorita?». La mujer se encontraba en avanzado estado interesante y el ofendido marido creyó encontrar sarcasmo en lo que sólo había sido distracción.
Ese aspecto iracundo se confirma oyéndole. Además de emplear a diario el tono de voz que otros pueblos guardan para las disputas, usa también generosamente de la violencia verbal: la interjección.
«… Es sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones como el nuestro; según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia.
»[…] hablábamos de cosas diferentes…, no obstante, nuestro amigo desparramaba entre sus frases sinnúmero de interjecciones. Eran éstas ya como un compás, como un ritmo que daba cierta arquitectura a sus frases del modo que a un edificio los cantos agudos de las esquinas y los vértices agudos de los frontis. Y nuestro amigo visiblemente sentía, cada vez que soltaba un taco, cierta fruición y descanso; se notaba que los había menester como rítmica purgación de la energía espiritual que a cada instante se le acumulaba dentro estorbándole[9]».
La costumbre de la interjección no ha debilitado del todo el concepto de que está mal. Por eso el español tiene comúnmente dos formas de vocabulario. Una es la que usa corrientemente con los del mismo sexo, otra «para señoras». Si alguien se lanza en un espectáculo público al grito escatológico, el amigo cuidará de avisarle:
—Que hay señoras, ¡hombre!
Lo que quiere decir que eche mano del otro lenguaje. Y su acondicionamiento es tal, que puede seguir gritando lo mismo, pero utilizando sinónimos menos virulentos, que a menudo empiezan por la misma sílaba (lo que les da la ilusión de decir la palabra fuerte) para acabar en una final inofensiva: Jo… lín… Cór… cholis… Miér… coles… Hijo de… Satanás… Gilí… puertas… Vete a hacer… gárgaras.
La interjección es un insulto al mundo, algo abstracto y sirve para desahogarse; el insulto es una interjección con destinatario concreto. La Ira del español le hace odiar al enemigo, y en su intento de herirle en lo más hondo, el más usado es el de aludir a la honradez de la madre, a la que en la mayoría de los casos ni siquiera se conoce. Evidentemente, con los años, lo que era una relación de causa a efecto (el hijo de la mujer que comerciaba con su cuerpo no podía ser bueno), pasó a ser una pura ofensa dirigida al hombre sin ninguna conexión con quien le dio el ser. Tan familiar es el insulto, tan repetida es la frase, que a menudo basta decir: «Empiezo a pensar en su madre», para que todos los presentes sepan a qué atenerse. La rapidez con que un español improvisa un insulto es temible. A un niño que empezó a arrojar piedras a un grupo de personas le dijo uno de los así amenazados: «Niño, no hagas eso que le puedes dar a tu padre».
La insistencia española en ese aspecto hace que la mera mención de la familia sea hoy acogida con recelo y haya que suavizar la voz y el gesto para decir, por ejemplo, «díselo a tu madre».
(La cosa, sin embargo, no ha llegado en España al extremo mejicano. Méjico que, en muchos aspectos es España sin Europa, es decir, una España más bronca y dura todavía que la peninsular, ha usado y abusado de tal modo del insulto a la madre, que ha «quemado» el nombre para usos normales. Nadie puede preguntarle a un mejicano cómo está su madre sin exponerse a una violencia verbal o a un tiro. Para tales casos, los mejicanos recurren a un diminutivo que en España sólo emplean los niños, 3' es curioso oír a un hombre maduro preguntar a otro con bigotazos de Pancho Villa: «¿Cómo está su mamá?»).
Y si esto ocurre en el civilizado ciudadano, ¿cómo será el español en estado primitivo? Antonio Machado no le regatea adjetivos:
«Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea
esclava de los siete pecados capitales.»
(Por tierras de España).
La fácil Ira, más el desprecio a los derechos ajenos que hemos señalado en el capítulo de la Soberbia, produce fácilmente la crueldad. Quizá la geografía no explique totalmente el comportamiento del hombre, pero ayuda en gran parte. La España, en general mísera, no da el contentamiento interior que en otras tierras permite al hombre mirar con ojos comprensivos los defectos ajenos. El hambre es mala consejera y la necesidad no comunica precisamente sentimientos humanitarios. En el páramo, la vida es difícil y la muerte se ve más como una lotería que como algo horripilante que hay que evitar a toda costa. La incomodidad hace la vida propia menos apetecible, y menos consideración aún se tendrá por la ajena…
«La madre rezaba y decía:
El pan nuestro de cada día…
La hija hambrienta que tal oía
bostezaba y se sonreía».
Este campesino cruel ha sido satirizado por Gila y Mingote. El primero lo describe en sus monólogos humoristas como capaz de chanzas sangrientas: «Le pusimos un petardo así de gordo en la oreja, ¡jujú! El cacho más grande que quedó de él era así… Su viuda se enfadó, y lo que le dijeron los de la Comisión de Fiestas: Si no sabe aguantar una broma que se vaya del pueblo». El genial dibujante Mingote le pinta siempre con la boina calada hasta los ojos, el aire entre tonto y malvado.
Una criada de la provincia de Toledo se ofendió cuando yo le pregunté si era cierto que gastaban bromas pesadas a los recién casados. «¡Qué va! Claro que si el novio no convida a los mozos los atamos a los dos a un burro cuando salen de la iglesia y pinchamos al animal para que salga dando corvetas por el campo». Y hablando de bodas, hay que ver las intenciones de quien creara esta copla: «Me casé con un enano — para hartarme de reír, —le puse la cama en alto— y no podía subir». Hermoso programa.
Las frases populares reflejan un desprecio total hacia la sensibilidad: «No era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano», puede ser un ejemplo de la naturalidad con que se habla en España de posibilidades sangrientas.
Y si la Geografía nos ha familiarizado con la crueldad, la Historia nos ha obligado a usarla para sobrevivir. Desde los tiempos prehistóricos los españoles, —situados en una encrucijada entre Europa y África, el Mediterráneo y el Atlántico—, ven llegar pueblos de otros países para enseñarnos a vivir de esta u otra manera. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos, bizantinos, árabes, franceses, portugueses, ingleses…, cada uno de ellos apoyándose en un grupo de españoles para acabar con los otros: de la lucha diversa no queda ninguna idea clara, pero sí la costumbre de matar, costumbre coronada con la gran carnicería de la última guerra civil.
La guerra civil no es cosa nueva en España. Españoles contra españoles han luchado antes de constituirse como Estado (Castilla contra Aragón, Aragón contra Navarra, León contra Castilla) y después… Comunidades, sublevación de Cataluña, guerra de Sucesión… El parricidio político se liga al familiar. Cuando el español cree tener razón —o, mejor dicho, cuando le mueve la pasión— olvida también lazos de sangre. Hermenegildo, príncipe, lucha contra su padre el rey Leovigildo; Juan II de Aragón, contra su hijo Carlos de Viana; Pedro el Cruel y Enrique el de las Mercedes no sólo lanzan sus huestes el uno contra el otro. Su odio lleva a los hermanos a más, a luchar física y ferozmente, revolcándose en el suelo hasta que don Enrique, con la ayuda de Duguesclin, acaba con el obstáculo que le separaba del trono.
… En el siglo pasado absolutistas contra liberales, esparteristas contra conservadores, republicanos unitarios contra republicanos federales, monárquicos alfonsinos contra monárquicos carlistas, etc.
El español, por historia y geografía, tiene la palabra áspera, la amenaza pronta. Cuando en otros países hablan de pegar, aquí ya hablamos de matar. Situaciones que en otros lados requerirían una condena moral se transforman en España en condena capital. Un político aborrecido en otros países es acogido con gritos de «¡Abajo!», ¡«A bas», «Down», «Abasso!». En España, eso es poco. El enemigo político: «¡Muera!», deseo expresado con la misma tranquilidad con que se menciona el equipo rival en el campeonato y, naturalmente, el país que se ponga en contra de nuestros intereses.
Generalmente la vida física del español tiene poca importancia. Hasta hace muy poco —creo que se intentaba reformarlo—, el coste judicial de atropellar y matar a un indígena era tan bajo que resultaba absurdo. En nuestras guerras llega un momento que, a juzgar por las soflamas, parece más apreciado morir por la patria que procurar que los enemigos lo hagan por la suya, es decir, que se valora más al muerto que al vencedor.
A los españoles en su historia les ha gustado siempre terminar sus guerras con dureza y las tentativas de llegar a un compromiso que permita detener la sangre se ven siempre con suspicacia. La palabra «componenda» tiene un sentido peyorativo y el único arreglo de los tiempos modernos, el que terminó con la primera guerra carlista, es recordado casi con asco; mencionar el «abrazo de Vergara» no representa casi nunca elogiar un gesto caballeresco y digno que detuvo una hemorragia entre hermanos, sino un engaño lamentable bordeando la traición.
El desprecio a la supervivencia se nota en cualquier aspecto de la vida ciudadana. La despreocupación con que se dejan abiertos agujeros en la calzada, exponiendo al transeúnte a la caída o al automovilista al golpe, es una muestra de la indiferencia con que el posible daño físico es visto por los responsables. Tienen que desgañifarse los periódicos durante días y días para que el Municipio, el Estado o la empresa constructora se acuerde de tapar el hueco o de lavantar una barrera con un farolillo indicador. Cuando se repara o protege es porque la orden viene de arriba, no porque el que acaba de construir o destruir se le ocurra por un momento que aquello representa un peligro que debe evitarse aun cuando nadie lo mande. Si se le hace notar esa posibilidad, contestarán encogiéndose de hombros con un «Pues que se fijen».
Un día, yendo en coche de Madrid a Zaragoza, salí de una curva para encontrarme inesperadamente con un árbol en mitad de la carretera. Lo acababan de derribar unos leñadores que me miraron asombrados cuando yo bajé del coche para colmarles de improperios. No comprendían nada porque usábamos idiomas distintos. Yo les hablaba de su inmensa responsabilidad moral y ellos me contestaron que tenían un permiso del Ayuntamiento. «¿Pero no se dan cuenta que al no poner a alguien con una bandera en la curva, cualquiera puede estrellarse contra el árbol?». No, señor; no se les había ocurrido. Luego me preguntaron si me había asustado y me ofrecieron un vaso de vino. Era la clásica diferenciación española entre lo jurídico y lo personal… La posibilidad de que el señor X, llegando por la carretera sin una advertencia, se estrellase contra el obstáculo no había llegado a su imaginación. Pero cuando el señor X cobraba forma humana, hablaba, se relacionaba con ellos, estaban dispuestos a hacer de todo para ayudarle.
«[…] qué librito podría escribirse con ese título: "De la dureza de las costumbres españolas". Indigna un poco la vislumbre de lo que realmente existe bajo la aparente camaradería de los españoles. En realidad, un terrible resorte de acero los mantiene separados, prestos, si cediera, a lanzarse unos sobre otros. Cada conversación está a punto de convertirse en un combate, cuerpo a cuerpo; cada palabra es un bote de lanza; cada gesto, un navajazo. Cada español es un centro de fiereza que irradia en torno suyo odio y desprecio[10].». Habla Ortega y Gasset muchos años antes de la prueba del fuego de la guerra civil.
En un pueblo español los motes de el «Cojo», el «Tartaja», el «Chepa» indica tanto la deformidad o defecto físico de un vecino como la brutalidad con que sus vecinos se lo recuerdan diariamente. Por si fuera poco el mote se hereda. Al padre de El Cordobés le llamaban «el Renco» porque el abuelo era cojo. No se les puede recriminar demasiado si se piensa que gente tan refinada y culta como los escritores del siglo XVII aprovecharon la joroba doble de Juan Ruiz de Alarcón para llamarle «Poeta entre dos platos» y «Galápago siempre fuiste y galápago serás».
Esta tensión vital rige tanto en lo individual como en lo colectivo, y aun quizá más en el primer caso, porque las ofensas personales para el español son mucho más graves que las hechas a la comunidad de que forma parte. Yo he oído a personas habitualmente de juicio moderado alzar la voz en un paroxismo de rabia sobre minucias: «Lo que hay que hacer con ese tipo es darle cuatro tiros»; «Gente así no merece vivir». La desproporción entre el pecado y el castigo no parece ocurrírsele jamás.
Se dirá: Esto es sólo una frase. Pero las frases que se emplean comúnmente, los modismos de todos los días, indican, por lo contrario, mucho. Son la decantación siglo a siglo de un sentimiento enraizado en el individuo. Y, además, la guerra civil demostró que entre el dicho y el hecho no había más que la posibilidad de llevarlo a cabo. Miles de españoles fueron sacados de sus casas y recibieron «cuatro tiros» por motivos que en otros países hubieran merecido sólo un movimiento desaprobatorio de cabeza por parte de sus contrarios.
Discutir, según el Diccionario, es presentar razones distintas. Nada más. En España, esta divergencia de opinión está unida automáticamente a la pelea. Nadie se extraña al oír: «Tuvieron una discusión y, claro, llegaron a las manos».
Cuando el español se une a alguien de su pueblo… es para atacar a los del pueblo vecino. Los naturales de Entralgo y los de Lorio, los pueblos descritos por Palacio Valdés en La aldea perdida, eran mozos que encontraban natural visitar las respectivas ferias armados de estacas que resonaban duramente en las cabezas de los vecinos. Al escritor, hombre, por lo demás, suave y nada «tremendista», le parece natural esta actividad que describe sin una frase de censura. (Lo que le molesta, más tarde, es que aparezcan las pistolas. Los palos estaban bien). Incluso el Estado, que debería ser el moderador, respira violencia. Cuando la República de 1931 crea una nueva forma policíaca callejera no se le ocurre llamarla de «la paz», como en Francia, o «rápida», como en Italia. La llamará «¡de Asalto!».
El actor Fernán Gómez se asombró cuando una actriz sueca con la que trabajaba le aseguró que prefería ver las películas en España «porque aquí no las cortaba la censura». El comentario no tenía nada de sarcástico, aunque así sonara (véase Lujuria). La buena señora se refería a las escenas de violencia sangrienta, que caían bajo la tijera en Estocolmo, mientras eran pasadas sin tocar por Madrid, sabiendo que a nadie le iba a quitar el sueño un par de cadáveres más.
Sí, la muerte está presente en muchos aspectos de la vida española. No sólo es España el único país (con Francia) que mantiene la pena capital en el occidente europeo; también es el único que viste a la muerte de colores y la convierte en un espectáculo. El de los toros. La legión gritaba: «¡Viva la Muerte!», y en muchos lugares del Sur un velatorio es una fiesta… Los chistes fúnebres, el humor negro, empezaron en España mucho antes que se hicieran famosos entre los estudiantes norteamericanos. «Te doy un muertazo»…, dice uno ofendido ante la forma con que se trata el cuerpo presente de su familiar… «¿Quién te da vela en este entierro?», se pregunta a quien se entromete sin ser llamado.
Nuestra crueldad con los animales ha producido asombro y espanto en los extranjeros. «En Cuenca —cuenta un inglés— arrojaron un gato al río para que sus maullidos al descender mostrasen la profundidad del mismo», y el nombre de Despeñaperros es lo suficiente explícito para que necesite de mayores indagaciones. El asno, el caballo, el mulo español reciben un trato que aterra a los visitantes de otros países, especialmente a los anglosajones. Parece como si la violencia con que la vida trata a los españoles se la traspasan éstos a los que están bajo su cuidado.
El ABC —20 de octubre— de 1967 publicó esta nota: «España negra».
«La "España negra" como la España de pandereta, por desgracia no solamente perviven en la leyenda que de nuestro país se han forjado algunas naciones. Ciertos hechos aislados, aparentemente increíbles, nos presentan de tarde en tarde una imagen fragmentaria de nuestro pueblo que bien quisiéramos desterrar definitivamente. Tal es el caso de un pueblecito de Jaén, donde todos los años, en las fiestas locales, se lidian en capea popular varias vacas que luego, enmaromadas, son conducidas a la ermita del Patrón y, una vez bendecidas por el párroco, sacrificadas y su carne distribuida graciosamente entre los menesterosos. Lo que constituye una curiosa y antigua tradición, ha degenerado en espectáculo innoble, cruel y carnavalesco. Perdido el tipismo de la fiesta, las pobres bestias son apaleadas y torturadas desde las barreras con palos provistos de aguijones, hasta caer moribundas antes de llegar al matarife. Este año, uno de los pobres animales, enloquecido, logró escapar de sus verdugos, hasta que, cercado, se arrojó por un precipicio, matándose. Bien quisiéramos negar verosimilitud a un espectáculo semejante. Pero la persona que nos lo relata, testigo presencial de los hechos, nos merece confianza. Innecesario será divulgar el nombre de la localidad. Como innecesario será decir que confiamos en el buen juicio de las autoridades locales, para que pongan fin a tal festejo, una vez que ha perdido su primigenio y tradicional tipismo».
No falta, claro está, el grupo minoritario contrario que intenta alinear la sensibilidad de los españoles con otras naciones europeas. Pero el esfuerzo de la Sociedad Protectora de Animales tropieza a menudo con la admirada expresión de las autoridades cuando van a denunciarle algún desafuero… «¿Eso hacen? Hombre, está mal»…, y se nota que están pensando: «Bueno, ¿y por qué pierden el tiempo con esas bobadas?». En un país que considera Fiesta Nacional la de los Toros, la Sociedad tiene fatalmente poco ambiente y lo máximo que puede pretender es aliviar un poco la dureza de las costumbres. Gracias a sus esfuerzos se logró en los años veinte que los caballos de los picadores fueran provistos de petos protectores para evitar el espectáculo de las entrañas colgando sobre la arena. Hubo luego quien dijo que la medida, al ahorrar sufrimientos al caballo, había aumentado los del toro, ya que el picador puede ahora hundirle impunemente la vara, mientras que antes tenía que pensar en salvar el caballo de los cuernos. Al parecer, el intento de suprimir la crueldad española acaba, simplemente, por desplazarla hacia otras víctimas. Como cuando fray Bartolomé de las Casas consiguió con su ardorosa defensa de los indios del Caribe que éstos dejaran de trabajar como esclavos… para ser sustituidos por negros de África.
Y la misma saña que muestra frente a los animales, la muestra el español ante las plantas, el árbol especialmente. Parece increíble la tala que se ha realizado én España, preferentemente en Castilla, en los últimos siglos. Unas veces era la guerra —moros contra cristianos, franceses contra españoles— y el árbol significaba protección para el enemigo y posibilidades económicas. Otras era la necesidad de dejar pasar al ganado, mucho más importante que la agricultura para los gobiernos antiguos, porque les proveía de metálico —la lana crece más de prisa que las ramas— para las innumerables guerras que ha mantenido España por ahí fuera, casi siempre más por prestigio que por interés propio.
Pero en otras muchas ocasiones la tala se ha verificado por puro y simple odio al árbol. (No se puede hablar aquí de influjo africano; los musulmanes, como hijos del desierto, adoran la hoja que les defiende del sol). En Castilla, que tiene casi el mismo clima cinco meses al año, se tiraron los árboles por puro capricho, y los bosques de que nos habla el Poema del Cid (Robledal de Corpes) y los que rodeaban a Madrid haciéndolo casi un lugar de placer, han desaparecido; sólo cree uno en su existencia cuando el arado desentierra el grueso tocón que fue base de una gigantesca especie. La Casa de Campo, conservada por ser propiedad real, es una isla de vegetación en el desierto…
No se crea que esto es historia pasada. Hoy los arboricidas tienen una maravillosa excusa. El peligro del choque del automóvil. Los españoles, que en general no toman precaución ninguna contra los accidentes ajenos, han desarrollado en los últimos tiempos una asombrosa, casi enfermiza, sensibilidad para evitar ese posible problema. «Un árbol…; hay un árbol en la curva del kilómetro doscientos veintiséis…, ¡a tirarlo!». Y Castilla, con un sol de justicia, ve desaparecer uno a uno el toldo natural que los árboles le dadan. El hecho de que Francia, con una temperatura mucho más suave y un parque móvil mucho más numeroso, deje a ambos lados de sus autopistas los hermosos ejemplares que la embellecen, no tiene la menor importancia. Allá ellos…
En Madrid el pretexto es otro. Facilitar la circulación rodada. Todo español al que un árbol le impida adelantar a otro coche sostiene que es necesario tirarlos todos ¡en seguida! Y en pocos años ha desaparecido el arbolado de los bulevares, a cuya sombra jugaban los niños, y el de la calle de Serrano. No hay ninguna razón para que no desaparezcan también el del Prado, de Recoletos o de la Castellana. Obsesionados como siempre por el momento actual, incapaces de mirar al futuro, los madrileños no se dan cuenta que el problema del tránsito en el centro de la ciudad no se resuelve quitando unos árboles más; esto puede ser aún un respiro, pero no una solución. Ésta, la única posible, es cerrar el centro de la ciudad al automóvil particular, y así tendrán que hacerlo todas un día u otro. (París y Barcelona así lo han comprendido y los coches se sitúan bajo los árboles).
Sí, hay odio al árbol en España. Cómo será que, a pesar del calor que hace en general, cuando se habla de alguien que puede molestar o imponerse a otro se dice: «Le está haciendo sombra».
¿O es que al español (véase Envidia) le irrita sencillamente que haya algo más alto que él?
Es muy posible que la crueldad innata del español sea heredada de un pasado en que matar no sólo fue bueno, sino incluso recomendable para ganar el cielo. Me refiero a la Guerra Santa, que en la España del Medievo animaba a los dos bandos en lucha, tanto a los cristianos como a los musulmanes. Leyendo por encima la crónica de una batalla en el siglo XII, no sabemos si la ha escrito un seguidor de Cristo o el de Mahoma. En ambas se habla de «malvados infieles» que mueren, como es justo que mueran, a mano armada, y los propios combatientes no se preocupaban demasiado de caer porque iban al Paraíso. En ambos casos el Cielo no sólo inspira a los combatientes, sino que los lanza a la batalla, animándolos si es necesario con su presencia física. Según Américo Castro, los españoles cristianos «inventaron» a Santiago, para equilibrar psicológicamente el grito de «Mahoma» que lanzaba a los españoles musulmanes al combate.
Oigamos al poeta cortesano elogiar la crueldad del rey moro Mutamid de Sevilla:
«Has hecho fructificar tu lanza con las cabezas de los reyes enemigos, porque viste que la rama
place cuando está en fruto
y has teñido tu cota con la sangre de sus héroes
porque viste que la bella se engalana de rojo».
(Ben Animar de Silves, siglo XI, o. c.p. 71).
«Trescientas lanzas son, todas tienen pendones, sendos moros mataron todos de sendos golpes», se gloria el cantor de El Cid. Y sus hombres están contentos cuando la sangre puede bajar por la espada ya enhiesta con tal abundancia, que se deslice hasta el codo, «por el codo ayuso la sangre derramando»… La General Historia de España se deleitará ante los muertos tras la victoria de las Navas de Tolosa.
[…] «el campo de batalla tan lleno fincava de moros y tanta era la mortandad que aun yendo nos en buenos caballos apenas pudimos pasar sobre los cuerpos dellos […] y acabadas estas cosas como dichas son, los nuestros, no queriendo poner término ni destajo a la gracia de Dios, fueron sin toda cansedad a todas partes, hasta la hueste en pos de los moros que huyen; y según el asmanga de los nuestros mataron y de ellos hasta doscientas veces mil moros. Ahora acabada la batalla y liberada, loado a Dios como es, cuenta aun la historia adelante de los grandes fechos que los cristianos hicieron […]» (Estoria de España, de Alfonso el sabio. Ed. Menéndez Pidal, página 694).
… Los musulmanes toledanos se muestran rebeldes contra el emir de Córdoba. El gobernador que éste manda invita a los principales de la ciudad a verle en la fortaleza, con motivo de una fiesta:
«Efectivamente, se presentaron y se les mandó entrasen por una puerta y las cabalgaduras se mandasen a la otra por donde habían de salir. Los verdugos se colocaron al borde del foso y a todos los que entraban se les cortaba el cuello hasta que ascendió el número de los muertos a 5300 y pico… Cuéntase que un médico de Toledo, al acercarse a la puerta por donde habían entrado los convidados, no encontrando a su llegada que hubiera salido nadie, dijo a los toledanos que estaban alrededor de la puerta: "Compañeros, ¿dónde están nuestros amigos que entraron por la mañana?… Yo no he visto a nadie que haya vuelto." Luego levantó los ojos, vio el vapor de la sangre y exclamó: " ¡Oh, toledanos! La espada, voto a Dios, es la que causa en vosotros este vapor de sangre, no el humo de la cocina."» (Ben Alqutiya. Sánchez Albornoz, ob. cit,. 1-134).
Esto sucedió en 807. En 1936 un periodista americano del «Chicago Tribune», Jay Alien, entra en Badajoz unos días después de ser tomada la ciudad por las tropas nacionales:
«Eran jóvenes, casi todos campesinos […], a las cuatro de la mañana los llevan a la plaza de toros, donde les espera la ametralladora. Tras la primera noche se dice que la sangre tenía un palmo de profundidad al otro lado de la calle. No lo dudo. Mil ochocientos hombres cayeron en unas doce horas. Hay más sangre de la que se cree en mil ochocientos cuerpos… La noche estaba calurosa y había un olor en el aire, un olor que yo no quiero ni puedo describir…» («Chicago Tribune». 30 de agosto de 1936).
En zona republicana, Arturo Barea describe los fusilamientos de los del bando contrario:
«Las ejecuciones habían atraído a más gente de la que hubiera creído posible. Familias con niños, entre excitados y soñolientos, milicianos con sus novias, caminaban por el paseo de las Delicias, todos en la misma dirección. Coches y camiones requisados circulaban… Detrás del matadero una larga pared y una avenida con arbolillos. Los curiosos iban de uno a otro con comentarios irónicos: una frase de condolencia bastaba para hacerle a uno sospechoso.
»Anticipaba la visión de los cuerpos y su vista no me emocionó. Eran unos veinte y no aparecían desfigurados. Había visto peor en Marruecos el día anterior. Pero me impresionaron la brutalidad y la cobardía de los espectadores.
»Unos camiones del Ayuntamiento de Madrid llegaron a recoger los cadáveres. Uno de los conductores dijo: "Ahora regarán la plaza para dejarla a punto para esta noche." Se rió, pero su risa sonó a miedo». (La forja del rebelde, p. 3.)
Sí, la historia se mantiene…
En el siglo XX, más de cuatrocientos años después de la separación de musulmanes y cristianos, en tierras españolas el camino ha seguido asombrosamente paralelo. Las fuerzas de Franco llamaron «Cruzada» a la guerra civil. Los musulmanes de Egipto o el Yemen se refieren todavía hoy a la Guerra Santa contra los enemigos de su fe.
Si en la Edad Media un guerrero, Guzmán, fue llamado El Bueno porque arrojó su cuchillo a los sitiadores de la fortaleza que amenazaban con matar a su hijo si no se rendía, en 1936 un coronel del ejército, Moscardó, hizo prácticamente lo mismo al serle notificado que su hijo moriría si él no entregaba el Alcázar a su mando.
La primera vez que fui a Italia me quedé asombrado al ver a dos italianos (uno fascista y el otro comunista, a juzgar por sus palabras) discutiendo en la Galería Colonna de Roma, sin llegar jamás a las manos. Dos españoles a quienes mueven ideas tan dispares no podrían charlar más de dos minutos en las mismas circunstancias.
«Casi todas las palabras que usa la parlería política de nuestros conciudadanos son simplemente improperios. Clerical no quiere decir, en labios de los liberales, hombre que cree en la utilidad de las órdenes religiosas para el bien vivir histórico de un pueblo: quiere decir directamente hombre despreciable. Liberal no equivale a partidario del sufragio universal, sino que en voz de reaccionario viene a significar hombre de escasa vergüenza[11]».
El lenguaje es aquí —otra vez— revelador. La voz Meeting significa en inglés una reunión de personas, a veces de pensamientos dispares, para tratar de solucionar un problema. Este encuentro en España significó automáticamente la pelea, y la frase «Hubo un mitin», «Se armó el mitin» equivale a la violencia en un acto público.
Por ello la palabra española típica es intolerancia, tan sabrosamente paladeada, que ha llegado a convertirse en Santa, frase que entristecía a mi maestro y amigo el doctor Marañón. «¿Cómo puede ser Santa la intolerancia? —decía—. La intolerancia es diabólica».
«[…] Nuestra decantada intolerancia es cierta. Cuando hemos cambiado nuestras opiniones por las del vecino y adoptado su punto de vista para considerar las cosas, cerramos fieramente contra aquél que las mira desde la orilla opuesta, aunque las mire desde donde nosotros las veíamos antes.
»En las luchas del espíritu el primer deber que nos imponemos consiste en no comprender a nuestros adversarios, en ignorar sus razones porque sospechamos desde el fondo de nuestra brutalidad que si logramos penetrarlas desaparecería el casus belli. Nuestra mentalidad prefiere pelear a comprender y casi nunca esgrime las armas de la cultura que son las armas del amor[12]».
Cuando el enemigo nos molesta o le matamos o va a la cárcel sin que le salve reputación artística o intelectual. La lista de expresidiarios españoles tiene nada menos que estos nombres entre otros: Arcipreste de Hita, Fray Luis de León, Cervantes, Quevedo, Jovellanos, Maeztu, Miguel Hernández.
*
Ese espíritu está tan introducido en nuestras costumbres que vive incluso en los que creen haberlo superado. En ocasión de comentar la primera edición de este libro con un amigo yo me lamentaba de la dureza de nuestros juicios con los que no están de acuerdo.
—¡Cuánta razón tienes! —aseguró mi amigo—. Parece mentira que sigamos siendo así, cuando tan lógico y civilizado es aceptar las opiniones de los demás. ¿Que el otro piensa distinto? Pues muy bien, allá él. Tiene perfecto derecho. ¿No crees?, yo en eso soy totalmente intransigente.
Nuestra intolerancia ha hecho desaparecer de muchas calles y plazas españolas el recuerdo de seres ilustres pertenecientes al bando vencido. Como el español vive siempre en el momento presente, no se le ocurre que el enemigo de hoy será mañana tan pedazo de la historia como él mismo. Por el contrario, intenta acabar con todo lo que le recuerde, derribando estatuas e iglesias y cambiando los nombres de las calles. Nuestros vecinos los franceses han hecho exactamente lo contrario, y París está lleno de inscripciones y monumentos a seres muy opuestos, pero siempre admirados. «¡Ah!, el gran rey Enrique IV»…, «la deliciosa María Antonieta»…, «el revolucionario Dantón»…, «el extraordinario Napoleón»… No es que tengan más personalidades en su historia, es que no eliminan a ninguna[13].
Igualmente en los Estados Unidos, donde la guerra civil de 1861 se recuerda con amplia generosidad para el vencido; el general Lee es quizá más admirado y respetado que su vencedor, Grant, y en novelas y películas los «simpáticos» son siempre los soldados de los estados sudistas.
«Ante su dama, el galán más valiente es que Roldan».
La violencia es tan normal en España que quien no la siente la finge. De la misma forma que hay quien sin interesarse demasiado por las mujeres simula entusiasmo ante ellas para no quedar mal en la tertulia (¡qué pensarían de él si no!) muchos emplean frases duras sin íntima convicción. Por ejemplo, el «Voy a partirle la boca», el «¡Cómo le coja solo…!», «Ya verá quién es el hijo de mi padre», etc., etc. No pudiendo mantenerse esta actitud diariamente, hay lógicamente una desproporción grande entre la amenaza y el hecho, y el «matón» tiene por ello una gran tradición en la literatura española. Puede ser el Centurio de La Celestina, que ofrece el muestrario de males que puede hacer… Y Cervantes cantó:
«… esto oyó un valentón y dijo es cierto
lo que dice voacé señor soldado
y quien dijere lo contrario, miente.
Y luego incontinente
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese… y no hubo nada»,
… y mencionó el mendigo que si no recibía limosna se disponía a «lo que hacer suelo sin tardanza —mas uno que a sacar la espada empieza—; y ¿qué es lo que hacer suele en tal querella? —respondió el valentón: irme sin ella».
No hay referencia a un enemigo en la conversación española que ño vaya acompañado de una detallada descripción de lo que se piensa hacer con él, cuando las circunstancias sean favorables. Evidentemente muchas veces no ocurre y, en último caso, el ofendido puede decir que ha pensado que era mejor dejarlo porque «no quiero ensuciarme las manos».
«Los muertos que vos matáis
gozan de buena salud…».
«Del dicho al hecho hay diez leguas de mal camino».
La imaginación de los españoles para contar peleas sólo puede compararse con la que emplean para relatar sus empresas amorosas. Como en ese caso (véase Lujuria), el hecho acostumbra a suceder en sitio lejano y sin testigos. Normalmente procede así:
«Entró el tío…, bueno, no cabía por esa puerta…, empezó a decirme que si tal o si cual…, yo callado…
(Como en el caso anterior, el protagonista está, al principio, pasivo. Con la mujer, porque es elegante hacerse el desinteresado mientras ella insiste ganada por sus encantos masculinos; con el «matón» porque, cuando más desesperado y enloquecido aparezca éste, más elegantemente contrasta la calma del que lo cuenta).
»…por fin se puso pesadísimo…, le advertí: "No te metas en líos"…, pero él insistía, empezó a decir groserías… ¡Chico!, le di así (marca con el puño), ¡pataplán!, se cayó cuan largo era. Luego me pidió perdón y tomamos unas copas».
El que habla es normalmente un tipo insignificante sin ninguna habilidad en judo o karate que pueda justificar el extraño desenlace de su pelea con un tipo «que no cabía por esa puerta», pero él insiste con aire de absoluta sinceridad. En el fondo, como con la aventura femenina, no ocurrió así, pero «tenía que haber ocurrido así» para salvar su fama, su reputación.
Una vez fui testigo de un incidente en la calle. Poco después, el agredido lo explicaba: «Quiso ponerme la mano en la cara, ¡abofetearme!». Dijo alguien: «¿Cómo quiso? ¡Te ha abofeteado!». «¡No! —rugió la víctima—, ¡no!; ¡a mí no me pone nadie la mano en la cara!». Había diez testigos del incidente, pero a él no le importaba; aunque le escociera todavía el golpe en la mejilla, no había ocurrido. Como Don Quijote, negaba la evidencia en nombre del ideal. A él nadie le ponía la mano en la cara, como al Cid nadie le mesara las barbas. Lo exigía su hombría y la historia toda de España.
«Para mí ha terminado», «Como si no existiera». Con frases parecidas el español acostumbra a borrar de su vida a un ser humano. La sensibilidad del español siempre en guardia, siempre erizada, le hace tomar por ofensas mortales lo que en otro país se acogería con un encogimiento de hombros, y desde ese momento se «le retira el saludo» al ofensor. A menudo ocurre que éste no sabe que lo es. Porque el español puede sentirse herido tanto por acción como por omisión, y quitarle un puesto administrativo a alguien es, a veces, menos grave que dejar de invitarle a una fiesta. «No se acordó de mí cuando el baile, de modo que por mí se puede ir a…», y aquí uno de los amables destinos adonde el español gusta de enviar a sus enemigos.
Esta posibilidad de ofender sin darse cuenta hace que todos los días se encuentre la gente con sorpresas. «¿Por qué no me saluda Fulano?», se pregunta el español, buceando en su memoria para recordar lo que le ha hecho. La estupefacción dura en general poco y no termina preguntándole al examigo la razón de su actitud. Por el contrario, la reacción es inmediata. «No sé lo que le pasa, pero no le necesito para nada». Y ahora en lugar de uno son dos los ofendidos, dos los que se cruzan por la calle ignorándose con tal pomposidad, que cualquiera puede notar lo artificioso de la situación. Pasan a un metro de distancia uno de otro, la barbilla hacia arriba, los ojos fijos en el horizonte, como si no existiera un ser humano en diez leguas.
Esta actitud, fácil en campo abierto, es más difícil cuando la sociedad española obliga a los amigos de ayer y hoy enemigos, a asistir a la misma reunión. Hay que ver entonces las maniobras que se desarrollan en el minúsculo espacio, las vueltas estratégicas, las diversiones tácticas, los rodeos, el urgente ir a saludar a alguien al otro extremo de la sala, que se lleva a cabo para evitar el odioso tete a tete.
Las amas de casa saben, naturalmente, de estas luchas y procuran no invitar simultáneamente a dos enemigos, entre otras cosas porque podría suceder que ninguno de los dos asistiera «si va a ir ése» (se le ha quitado ya hasta el nombre propio). Pero como los humores de los españoles cambian con tanta frecuencia, no es raro que la anfitriona investigue un poco, después de concretar día y hora: «Oye, tú, ¿cómo estás con Fulano?», pregunta que no parece nunca inoportuna y que se contesta con la verdad. «Estamos bien»; «un poco fríos, pero nos toleramos», o, en fin, «a matar», otra insistencia en uno de los verbos favoritos de los españoles.
La antipatía mutua puede proceder de mil causas. Por ejemplo, de unas oposiciones perdidas o ganadas, pero durante las cuales se han dicho cosas difíciles de olvidar luego. En las oposiciones a cátedras españolas hay un ejercicio llamado la «trinca» durante el cual los que aspiran a la plaza de profesores se dedican a juzgar la obra del rival. En principio, la idea es que sea juzgada solamente la parte científica, pero el español no concibe desgajar al hombre de su obra, y su natural inclinación a personalizar le mueve a atacar al contrincante, más que en sus libros, en su persona. Yo he asistido a una sesión en la que uno de los concursantes negó que otro hubiera estado en el archivo de Historia Moderna de Simancas y para demostrarlo sacó un papel firmado por un secretario de dicho archivo asegurando no haberle visto allí. El otro contraatacó con un recibo de una tienda de Simancas en la que había comprado unos lápices… y, a la vez, amenazó con sacar a relucir ciertos secretillos políticos…
Muchas enemistades españolas han nacido tras la «injusticia» cometida contra el perdedor de unas oposiciones. (A veces pienso si ese sistema, al parecer totalmente absurdo, no obedece a cierta habilidad por parte del Estado español, que al echar a reñir a los ciudadanos entre sí quiere evitar que se unan contra él).
No hay que añadir que muchas de esas injusticias son ciertas y han sido hechas por razones políticas; éstas influyeron tan fuertemente en las circunstancias españolas de la posguerra que, incluso cuando había justicia en la elección, se hablaba del favoritismo por la costumbre de verlos. La persecución a miembros de organizaciones tachadas de subversivas fue aprovechada por quienes querían ocupar sus puestos en la Administración del Estado y de aquí nació la frase: «¿Quién es masón?». «El que está delante en el escalafón».
En los pueblos las enemistades se mantienen durante generaciones, y el obligado contacto a que el espacio obliga hace más ceñuda la mirada, áspero el gesto. En cualquier lugar español hay Capuletos y Montescos que a veces ni siquiera recuerdan cuándo empezó el resentimiento. Otras veces, la causa permanece viva a costa de dinero. Se trata de viejos pleitos iniciados por una mísera causa (un árbol frutal contra la pared, el derecho de paso por un camino), y se mantiene año tras año sin ninguna esperanza de sacar beneficio económico (ha costado ya más el pleito), pero sólo por la Ira que provoca la sola idea de abandonarla dando la razón al vecino.
Pero aunque el «ruido» sea mayor que la «furia», la crueldad está presente largamente en la idiosincrasia del español. De Don Juan se menciona generalmente su característica más conocida, la del hombre que engaña a las mujeres, pero, curiosamente, nadie le recuerda como a matador de hombres. Y, sin embargo, la famosa apuesta tenía dos filos: «Muertos en desafío y mujeres burladas». Los muertos figuran en su lista en menor número que las mujeres, pero no hay razón concreta para que no sea al contrario. Al fin y al cabo, Don Juan necesita varios días para una conquista, mientras que para despedir de la vida a un hombre le bastan los minutos del desafío. La intención es la misma en ambos casos. Eliminar los obstáculos a su egoísmo.
La gente no mata como Don Juan, aunque intente amar como Don Juan; pero, en el fondo de su corazón, lo encuentra normal en ambos sentidos. Cuando Goya, el más español de los pintores, pinta escenas de la vida popular, pinta con sangre. No hablo ya de los Desastres de la guerra, que al fin y al cabo reflejan un momento excepcional, el de la lucha por la Independencia, sino de ese tremendo cuadro en que dos campesinos se atacan a garrotazos. Lo que hace esa escena excepcional es que los dos campesinos se han enterrado hasta las corvas de sus piernas, para hacer imposible la huida del cobarde o del débil.
Quien haya hablado con cualquier campesino español, se dará cuenta de la dureza de sus expresiones: «¡Ay va!, ¡se te ha saltado un ojo!», le dijo delante de mí un campesino de Aranjuez a otro que solamente lo tenía inyectado en sangre. Y dadle autoridad a un español del pueblo y habréis puesto en sus manos, con la escopeta, un escape a sus instintos iracundos.
Para un guarda de la Casa de Campo de Madrid que yo conocí, cualquier delito en su jurisdicción, empezando con robar un poco de leña, merecía el peor castigo: «Si le cojo, dos tiros hay que darle; sí, señor, ¡para acabar con esa ralea! ¿No cree usted?». Me miraba con los ojos inyectados de rabia trocada en asombro cuando yo le dije que no, que no creía que la vida de un hombre valiera menos que cuatro ramas de un árbol.
«No hay peor cuña que la de la misma madera».
«Cuando al ruin hacen señor, no hay cuchillo de mayor dolor».
Esto se hace evidente en situaciones parecidas. El orgullo español es mucho más importante que la solidaridad social, y la gente más dura con los obreros o campesinos es la que saliendo de entre ellos ha conseguido un principio de autoridad.
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La crueldad es admirada a veces románticamente. Hace años hubo en Madrid un caso que se hizo célebre. Un tal Jarabo mató a tres personas para robarlas. El crimen, odioso desde todos los puntos de vista, tenía características especiales que movieron asombradamente a mucha gente a colocarse al lado del asesino. Éste era guapo, de buena familia, rico hasta que sus locuras destruyeron su fortuna. Era un Don Juan, y el comentario: «¡Qué tío!, ¡qué bárbaro!», aplicado a él, tuvo a menudo un tintín de admiración, más clara por parte de las mujeres más humildes (criadas, vendedoras del mercado), pero manifiesta en la mayoría del sexo femenino.
Matar fue durante años un espectáculo. Cuando mi padre era niño, todavía las ejecuciones eran públicas y la costumbre era llevar a los muchachos jóvenes y, al caer la cabeza del condenado sobre el pecho, darles una bofetada para que el recuerdo quedase clavado en su mente.
«Aquí yace media España;
murió de la otra media».
dijo Larra en su El día de difuntos de 1836.
¿Muerte moral? Las guerras civiles de entonces ya daban a la frase un tinte realista. Quizás haya más simbología en los versos de Machado casi un siglo después:
Españolito que vienes al mundo;
guárdete Dios;
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón».
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«Triste país en donde todos los hombres son graves y todas las mujeres displicentes, en donde en la mirada de un hombre que pasa vemos la mirada de un enemigo.» (Baroja. Vieja España, patria nueva).
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Hace unos años hubo un tímido intento de dar un poco de amabilidad a la dureza con que los españoles se miran unos a otros. Surgieron unos cartelitos en los coches que decían: «Sonría, por favor». A los pocos días apareció otro desgraciadamente simbólico: «No sonría y conduzca mejor». El que lo puso ya sabía (Soberbia) que el otro conducía mal su coche mientras que él era perfecto.
Se ha comentado muchas veces el amor de los españoles por cuadros, estatuas sangrientas y macabras. Las figuras de los «Pasos» de Semana Santa tienen las heridas reproducidas con el mayor de los realismos; las espinas parecen realmente clavarse en la carne del Señor; las espadas, en el corazón de la Virgen de los Dolores. El arte barroco mostró mártires decapitados, despellejados, clavados en cruz, procurando hacer llegar al espectador tanto el choque físico como el de la compasión por el inocente. Y el exceso de dramatismo nunca daña: «A mal Cristo, mucha sangre». Si el escultor no conseguía obtener la admiración del público por la perfección física de su obra conseguiría al menos la violenta sacudida ante las desbordantes heridas —más pintura— que el Señor recibió en el suplicio.
Igualmente unido a lo fisiológico-pasional, son los cuadros de Valdés Leal, donde los cadáveres de obispos y reyes se muestran en su podredumbre aristocrática, con los gusanos reptando por entre sedas, alhajas, cetros y báculos.
Los dos lienzos más famosos de este pintor se guardan en un edificio de Sevilla, cuyo nombre, para mí, es una muestra de crueldad mucho mayor que las reproducciones antes aludidas. El edificio es conocido por Hospital de los Incurables…, y durante siglos al sevillano le ha parecido natural llamar así a una institución a la que un día, como quien no quiere la cosa, hay que llevar a alguien de la familia:
—Vamos, padre, madre…, tía…, te llevaremos al hospital, allí estarás bien…
—¿A qué hospital, hijo?
—Al de los… Incurables.
*
La crueldad española es, probablemente, la característica más difundida en el extranjero. La diagnosis es cierta; pero el reconocimiento, equivocado, porque se basa en verdades a medias.
Cuando se dice, por ejemplo, que la Inquisición española torturaba a sus víctimas, se afirma algo que, aun siendo cierto, no tiene valor de ejemplo si no se añade que en aquella época todos los tribunales religiosos y seglares atormentaban a sus prisioneros como medio legal de hacerles confesar. Con esta perspectiva, la actuación de la Inquisición se puede ver con menos desagrado, aun cuando por su naturaleza religiosa el Santo Oficio no debería haber apelado a procedimientos de tal dureza. Lo malo de la Inquisición, como vio muy bien el Dr. Marañón, no fue la brutalidad física, sino la espiritual. No el que atormentara los cuerpos, sino que lo intentara con las almas, es decir, que persiguiera ideas y quisiera extirpar las que no le gustaban de lo más sagrado e invulnerable del hombre: su conciencia.
Cuando se atormentaba en España, se hacía también en toda Europa, y, en los museos holandeses, al lado de los instrumentos de tortura para los protestantes, están los que usaron contra los sacerdotes católicos. María Tudor fue llamada «la Sangrienta» porque la sangre que hizo derramar era protestante y esta religión fue la que, al vencer, decidió los apodos. En otro caso habría sido María «el brazo de la fe» o algo parecido.
Lo malo para el nombre español es que sus principales enemigos del XVI y XVII fueron también los mejores impresores del tiempo. El mundo que empezaba a leer fue inundado de panfletos, y el que sólo sabía mirar, de grabados que mostraban la crueldad española con protestantes y con indios americanos.
La crueldad española en América, en realidad, fue detenida por la codicia —nadie acaba con los instrumentos de trabajo— y por la Lujuria. El español no discriminó en mujeres como hacían —públicamente al menos— el anglosajón y el holandés, y llenó el continente de mestizos, que acabaron echándole. El hecho cierto es que los rasgos característicos del indio puedan verse repetidos por millones desde el sur de Río Grande hasta el de Hornos, constituyendo esta raza el 63 % de la población en Bolivia; 53 %, Guatemala; Perú, 45 %; Ecuador, 39 %; Méjico, 30 %; mientras que en lo que hoy son los Estados Unidos y Canadá hay que buscar con el mapa en la mano las «reservas» donde se guardan las casi extinguidas especies del piel roja. Se admitirá que como «asesinos de razas» los españoles fueron bastante ineficaces.
Y, por lo demás, tan español era Pizarro atormentando a Atahualpa como fray Bartolomé de las Casas acusando a sus compatriotas de «crímenes contra la humanidad» en el siglo XVI.
El español no quiso destruir ningún pueblo, aunque tratara de imponer su autoridad a todos. No hubo «genocidio» durante su historia y el oprimido pudo elegir siempre el marcharse (judíos, moriscos).
La crueldad española es una circunstancia vital nacida al influjo de la dureza que ha rodeado al español desde niño. La crueldad del español no llega nunca al deleite; acepta el dolor, la sangre y la muerte como parte integrante de la vida humana, pero no se refocila contemplándola ni le parece bien extremarla. El sadismo es excepcional.
Veamos el caso más aparente, el de las corridas de toros. Quien movido de un deseo de cambiar la leyenda negra por otra blanca igualmente artificial sostiene que no hay crueldad en ese espectáculo, debe ser más admirado por su patriotismo que por su claridad mental. Una fiesta en la que seis toros son picados, banderilleados y muertos a estoque y donde otros dos elementos (el caballo y el hombre) se arriesgan a la herida mortal, no puede evitar ser cruel (y que en otros lugares existan otros espectáculos igualmente feroces tampoco basta a mejorar el nuestro).
Pero la crueldad con los toros está condicionada y supeditada al desarrollo de la fiesta. Yo no conozco a ningún buen aficionado al que «le guste» la suerte de varas. Cuando la pica se hunde en el morrillo del toro hay muestras de atención: «Está bien…, mal puesta», pero jamás he visto a nadie complacerse ante el chorro de sangre que baja manchando el costado de la fiera. Y tan precisa es la relación entre la pica y su función de humillar la cabeza del toro, que al menor indicio de que el picador la hunda más de lo necesario nace la más violenta de las protestas. Si hay un error en el juicio del público es casi siempre contra el varilarguero, al que muchas veces se le chilla injustamente…; muestra de la antipatía con que se ve su acción sanguinaria.
Lo mismo ocurre cuando el torero tarda en matar: la espada entra inútilmente o el descabello falla una y otra vez. Si el público de toros en verdad fuera cruel, si de verdad, como quieren algunos extranjeros, fuera a la plaza a «ver sufrir» al toro, celebraría con aplausos la prolongación de esa agonía. Y los que están en la plaza, especialmente el espada, que oye pitos e insultos y ve alejarse la posibilidad de la oreja, saben de sobra que no es así.
El hombre mata a la fiera frente a un público numeroso. Esto quizá sea cruel. Pero debe matarla de frente y por derecho, metiendo el brazo por entre las astas del toro. Esta es justicia. El toro debe morir porque las leyes de la corrida las han hecho los hombres y no los toros, pero sin que se le recorte al animal la cornamenta, sin que haya una excesiva ventaja por parte del torero por cojera o debilidad física del cornúpeta. (Todos los toreros, los más diestros como los más torpes, llevan en su cuerpo las cicatrices reveladoras de la capacidad de defensa del toro, sin la cual no hay toreo).
El sadismo es una actitud mental ante el dolor, una delicia intelectual ante el sufrimiento ajeno. La crueldad española, por el contrario, es directa, a flor de piel, me atrevería a decir «sana». La prueba es que entre los españoles no ha habido nunca literatura llamada del terror, donde los autores escriben experiencias sádicas para complacencia de los masoquistas lectores, género al que tan dados son los anglosajones aunque su inventor literario fuera un marqués de París. La crueldad española (como la Lujuria) no necesita reprimirse, ahogarse o refugiarse en un libro. El español no es cruel con el desdichado. Un mendigo tiene en España todas las posibilidades de ganarse la vida. El español no hará nada para evitar la mendicidad, si para ello hace falta organizar comités, buscar trabajo para los desheredados de la fortuna…; todo esto representa una capacidad de mirar al futuro que el español no tiene; pero presentar a cualquier ciudadano de la península o de sus islas un desgraciado, y acudirá a socorrerle por pobre que él mismo sea.
Hace unos años en Madrid hubo un muchachito que iba con una bandeja de pasteles. De pronto fingía tropezar y éstos se le caían al suelo. El niño empezaba a recogerlos, mientras los transeúntes se reunían a su alrededor. Explicaba sollozando que su amo le haría pagar los dulces que había estropeado, y en pocos minutos los que le rodeaban habían puesto en sus manos gran cantidad de pesetas. El niño daba las gracias, recogía los pasteles y se iba a otra esquina de la ciudad a repetir el mismo juego. Cuando, tras varias semanas de accidentes parecidos, la policía intervino, se acabó el negocio, que hasta entonces no había fallado una sola vez.