Uno para conquistarlas, Otro para conseguirlas, Otro para abandonarlas, dos para sustituirlas, y una hora para olvidarlas.
Don Juan Tenorio, de Zorrilla.
(Citando los días que necesita para su trabajo. Setenta y dos mujeres burladas en un año).
*
«¿Quién te va a querer a ti, rica?»
(Piropo callejero).
La Lujuria española está en el aire. No hay nada de clandestino en la apreciación española de ese pecado, nada de subterráneo, de recomido, de refrenado. Por ello en España se dan poquísimos crímenes sexuales. De los crímenes sexuales, antes o después de la violación, acostumbra a ser responsable un puritano al que, desde niño, le han advertido del gravísimo pecado de la carne. Durante años el hombre comprime los deseos que pugnan por salir a la superficie, y cuando la explosión se produce, está tan fuera de lo normal como fuera de lo normal era su retención. Una noche Mr. Smith, el buen Mr. Smith, con dos gatos y un perro en su casa de Belgrave Square, asalta a una viejecita y la destroza. O como Mr. Christi, las empareda.
Esto es difícil que se dé en España y no precisamente porque falte el ánimo de la violencia (véase Ira). Es porque la presión a que tantos años se ha visto sujeto Mr. Smith es incomprensible en el caso de Juan Pérez, que ha ido soltando vapor durante toda su vida, tanto porque él lo necesitaba como porque a la sociedad que le rodeaba le parecía normal y lógico.
Normal y lógico es para los españoles esa costumbre que los extranjeros hallan increíble y que se llama el piropo, primera salida de humos que la caldera del español permite. El piropo tiene una larga gama de matices, que, en el fondo, se resumen siempre en lo mismo: Descripción en voz alta de los efectos que una mujer causa en el hombre, seguido del programa que el hombre estaría dispuesto a llevar a cabo con esa mujer.
Esta declaración se lleva a efecto ante una desconocida que en la mayoría de los casos no siente el menor interés en la relación, indiferencia que tampoco produce mayor efecto en el piropeador; porque éste ha lanzado su exclamación —ardorosa, apasionada en apariencia— como quien cumple una misión necesaria que obedece a dos motivos. Uno, el de sublimar el deseo que le sacude a la vista de la hembra. Otro, mostrar a los que le rodean que él es muy hombre y tiene que reaccionar así cuando pasa una mujer. Cumplido lo cual, puede seguir hablando de fútbol.
(Muchas extranjeras que saben bastante español para comprender un piropo callejero, me han confesado que quizá lo más humillante de esa declaración violenta, es la facilidad con que el que la lanza se distrae de lo que estaba diciendo).
«El piropo —dijo Eugenio d’Ors— es un madrigal de urgencia», definición tan bonita como inexacta. Porque ello equivaldría a ver en todo español a un trovador componiendo al paso de una mujer un grupo de palabras bellas al estilo de la España musulmana.
Efectivamente los poetas de Al Andalus extremaron su imaginación para cantar a la amada. Si es blanca: «Jamás vi ni oí tal cosa como ésta: una perla que por el pudor se transforma en cornalina. Tan blanca es su cara que cuando contemplas sus perfecciones, ves tu propio rostro sumergido en su claridad.» (Ben Abd Rabbihi, Córdoba — García Gómez, Poemas arábigo-andaluces).
O… «Su talle flexible era una rama que se balanceaba sobre el montón de arena de su cadera…», o «levantó sus ojos hacia las estrellas y las estrellas, admiradas de tanta hermosura, perdieron pie — y se fueron cayendo en la mejilla donde con envidia las he visto ennegrecerse».
Esta intención perdura en las coplas españolas:
Tu garganta, niña,
es tan clara y bella,
que el agua que bebes
se ve por ella.
*
Los ojos de mi niña
son de pan tierno
y los míos de hambre
se están muriendo.
Sería bonito que hubiera seguido así… Desgraciadamente como en la realidad los auténticos poetas son más bien tímidos, la calle queda en manos de dos grupos.
Los que rugen el programa señalado de placeres posibles, y los que, coartados por su falta de imaginación, repiten una y mil veces lo que los poetas dijeron un día. Eso de: «tienes los ojos más grandes que los pies», etc. Hay un tercer grupo que dice desmayadamente: «¡Ole las mujeres guapas!». «¡Sí, señor!»… o «¡Así se pisa!».
Los humoristas españoles han hincado la pluma con sarcasmo en este apartado. Fernández Flórez en Relato inmoral presenta al español educado en el extranjero y, por tanto, poco hecho al piropo, al que las incitaciones de sus amigos obligan a seguir a una muchacha por la calle en conturbado silencio, hasta que el «¡Viva tu madre, cachito de gloria!», recomendado por sus mentores se convierte en un cortés y tímido: «Señorita, deseo que viva su señora madre».
… O el extraordinario prólogo de Eloísa está debajo de un almendro, de Jardiel Poncela, en que una frase: «Vaya mujeres», «has visto qué mujeres», «no me digas, menudas mujeres», va saltando de fila en fila de un cine madrileño hasta que, tras la intervención monocorde de todos los hombres de la sala, comente una de las aludidas muy satisfecha:
«Digan lo que digan, para decir piropos no hay como la gente de Madrid».
Y el mejor humorista de hoy, Miguel Mihura, describe en Sublime decisión la orgullosa historia de un hombre que vive del más emocionante recuerdo de su existencia. Cuando le dijo a una máscara en un baile de trajes: «¡Vaya gallega!».
«Más tira moza que soga».
Porque lo malo del piropo es su obligación. Los varones españoles razonan más o menos así: Yo soy muy hombre. Por ello, es natural que una mujer que pase provoque en mí una reacción hormónica de deseo. Y, lógicamente, debo decirlo en voz alta para que ella lo sepa.
Muchas veces lo que ocurre es que tiene que saberlo él. Desde niños los españoles aprendemos lo importante que es destacar nuestra masculinidad y mostrar lo alejado que estamos de lo femenino. Todos los gestos de un muchacho, sus palabras y naturalmente su voz, tienen que reflejar continuamente esa posición, si no quiere provocar la befa de los compañeros. Quizá por eso el homosexual español atipla más la voz y exagera más el gesto que su colega francés, italiano, inglés. Tiene que cruzar más camino para llegar «al otro lado». Cuando yo era adolescente no se podía fumar con la mano derecha porque «hacía afeminado». (Jardiel describe en la comedia Usted tiene ojos de mujer fatal a una señora «que sólo se diferenciaba de un carabinero en que fumaba con la mano derecha»).
No comprendí entonces —ni ahora, claro— qué extraña relación había entre llevarse el pitillo a la boca con la diestra y lo femenino. Pero me guardé mucho de desafiar al tabú de la sociedad. Hoy no fumo, pero si alguna vez enciendo un cigarrillo lo mantengo en la mano izquierda. ¡No faltaría más!
La necesidad de manifestar continuamente la hombría toca otros aspectos, por ejemplo el del trabajo. Durante mucho tiempo obreros portuarios o constructores se negaron a usar guantes protectores… «Eso —decían— es para niñas…».
La línea fronteriza que el español traza alrededor de su virilidad es tan tajante como la mayoría de sus creencias. Por ejemplo: Un hombre sólo puede notar la belleza de la mujer. Cuando a un español le pregunta una muchacha sobre el aspecto físico de otro dice muy seguro «que él de hombres no entiende». Es decir, según él, no puede ver la corrección de una nariz, el tamaño de unos ojos, o si alguien tiene buena dentadura. Se niega rotundamente a comentar, y a juzgar por su respuesta, no podría distinguir a Rock Hudson de Quasimodo. «Yo de hombres no entiendo».
Cuando se ve obligado por la naturaleza de la historia a describir el aspecto físico de un hombre llegará cuanto más a decir que tiene «buena facha», vaga descripción que no compromete como sería —¡Dios nos libre!— «es guapo».
Quizá la explicación de esta asombrosa ceguera se deba a que en el espíritu lujurioso del español, toda admiración física está irrevocablemente unida a un deseo, y por ello el subconsciente rechaza aterrado la posibilidad de elogiar a seres del mismo sexo. Porque lo que un verdadero hombre no puede evidentemente descubrir en otro —igualmente ocurre a las mujeres con las mujeres— es el fluido especial que gente de apariencia insignificante tiene para conquistar al sexo contrario. El «it», el «sex appeal». De ahí la frase: «Pues no sé qué la encuentras», reacción típica de mujeres bellas desdeñadas por chatillas graciosas y desvergonzadas. Pero lo otro, la comprobación pura y simple de la belleza física de otro hombre, corriente en Francia, Italia, Alemania, etc., es anatema en España.
La virilidad es cuidada en toda la vida del español que compromete gravemente su fama si hace cosas tan de mujer como llevar por la calle paquetes en general y, sobre todo, flores. Un hombre con un ramo de claveles en la mano es risible, y una de nuestras paradojas es que el único que las pasea e incluso saluda con ellas, es el más valiente y viril de los españoles, el torero.
El concepto de la virilidad aparece incluso en las declaraciones de los políticos. Yo no creo que existan muchos países en que se pueda afirmar en el Manifiesto de un nuevo gobierno que «Ese movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón sin perturbar los días buenos que para la Patria preparamos» (Primo de Rivera: 13 de septiembre de 1923).
Un español, naturalmente, no se acerca a la cocina, considerada totalmente fuera de su cuadro de acción. Puede algunas veces y como gracia preparar un plato que exija inteligencia y garbo (una paella, por ejemplo) en ocasiones especiales, y jamás permanecerá en la cocina para lavar platos. Lavar platos comprometería gravemente su nombre, y las mujeres coadyuvan a esta impresión, echando de sus dominios a quien se atreva a proponer su ayuda. «¡Que no, vamos, que no es el sitio de los hombres!», me decía una casada española en California, asombrada ante las costumbres americanas. «Que prefiero hacerlo yo aunque esté enferma, a verle ahí, con un delantal. ¡Que no, que no!».
Pero la defensa de la virilidad en público —que al parecer es lo importante dada la importancia del «qué dirán»— tiene más obligaciones. El español viste de forma que no deje lugar a dudas sobre su sexo. Los trajes son oscuros, las corbatas apenas con nota de color, las formas lo menos exageradas posibles. Dado que, por otra parte, su instinto de elegancia le hace seguir las modas, hay en su gusto una lucha constante que sólo el tiempo transforma. Llega, por ejemplo, la camisa playera de colores vivos y es acogida con exclamaciones de pasmo escandalizado si el que la lleva es amigo, de sonrisas y codazos si es un extraño. «Has visto cómo va el niño, ¡qué rica»\ «Parece mentira… ¡si es que se ha perdido la vergüenza!»…
Esto dura normalmente un año. Poco a poco la moda se va imponiendo, aceptando. Para la mayoría deja de ser afeminada. Los que se burlaran antes, llevan ahora la camisa de colores por la misma calle que fue testigo de su asombro anterior. Ahora, en cambio, se asombran ante un extranjero que lleva los pantalones más cortos de lo normal. «Pero has visto, ¡qué rica\,! cómo va… te digo yo… se ha perdido la vergüenza…». Hasta el año siguiente…
Lo curioso otra vez es que el torero viste «en femenino», con sedas y colores vivos. Esta anomalía inspiró a Fernández Flórez hace años una curiosa teoría según la cual la corrida de toros era el símbolo del amor sexual. El torero —brillante, ceñido, grácil en sus movimientos— era la mujer. El toro —brutal, directo, siguiendo solo al instinto— era el hombre. El símbolo femenino se movía ante él, le provocaba con su cuerpo y su gesto, lo encelaba (la palabra se usa aún en las críticas taurinas); cuando el toro atacaba se encontraba frustrado y se revolvía con más furia contra su enemigo. Igual que en la coquetería. El torero triunfa al final y en la muerte-posesión hay siempre sangre. Podría añadirse que en esa victoria hay el recuerdo del dominio del hombre por la mujer, desde Adán y Eva, Omfala y Hércules. En algunos casos —pocos— la balanza se ha inclinado al otro lado con la muerte, es decir, con la derrota del atormentador, la mujer.
La obsesión por ser masculino produce a veces, apoyada en el odio por alguien (véase Envidia), una acusación fácil: «Me han dicho que…». Hasta hace unos años esta insinuación podía rebatirse certeramente con una declaración de estado civil. «No, hombre. ¿Cómo va a ser, si es casado y con hijos?». Hoy esto no basta a cerrar el camino de la maledicencia. «No importa nada. Le gustan ambos sexos». Con lo que la acusación, como todas las de tipo negativo, no tiene prácticamente forma de rechazarse… ¿Cómo se prueba que una persona no es homosexual?
El español sale a la calle todas las mañanas dispuesto a demostrar al mundo lo masculino que es. Para ello, hemos visto, el piropo es elemento necesario, bandera desplegada al viento para mostrar su fisiología de hombre perfecto y siempre dispuesto al ataque. Las mujeres que encuentre tienen que sufrir —para eso son mujeres, ¡Señor!— el impacto de ese fuego que le abrasa; sino la llama, al menos las chispas.
*
La agresividad sexual española tiene su tradición, y a pesar del cuidado con que se ocultan en libros de texto las proezas en este campo, contamos con un príncipe que murió de sus excesos. Fue el hijo de los Reyes Católicos, don Juan. Casado muy joven con Margarita de Borgoña, entró en la vida marital con tal ardor, que los médicos recomendaron la separación de los recién casados, para darle lugar a reponerse. La reina Isabel contestó que lo que Dios había unido no podía separarlo ella ni siquiera por razón de Estado, y el príncipe murió a los pocos meses. Parece que la culpa de lo ocurrido recae en gran parte en ella, de cuyo temperamento tenemos una curiosa referencia. Margarita, siendo niña, había sido casada por poderes con un príncipe francés. El matrimonio se anuló antes de que tuviera tiempo de ver siquiera a su prometido. También por poderes, se casó luego con el príncipe Juan, y en su viaje a España una tempestad amenazó con hundir el barco y sus ilusiones. Con el fin de que reconocieran su cuerpo si lo arrojaba el mar a la playa, la princesa escribió unos versos en una cartela atada a su muñeca. Decían:
Ci git Margot, la gentille demoiselle
deux fois mariée et morte pucelle.
(Aquí yace Margot, la gentil damisela
casada dos veces y muerta doncella).
La sensualidad está en los labios y la mirada del español, está también continuamente en sus conversaciones, pero, cosa curiosa, aparece poco en sus libros. En la literatura española apenas puede encontrarse la descripción de lo sexual, y no puede culparle de ello a la Inquisición, mucho más amplia en este sentido que la censura actual. Quedan algunas descripciones de la figura de una dama:
Las teticas menudicas
que el brial quieren romper…
o como en La Celestina el goce de la posesión, o la graciosa desvergüenza de las escenas de amor en Tirant lo Blanc y en La lozana andaluza, de Francisco Delicado, más crudas que pornográficas. Quizá como isla el soneto de Góngora…
La dulce boca que a gustar convida
un amor entre perlas destilado
y a no envidiar aquel licor sagrado
que a Júpiter ministra el garzón de Ida.
… y aún así se trata de reprimir más que de animar al lector hacia el pecado, porque:
amantes, no toquéis si queréis vida,
porque entre un labio y otro colorado
amor está, de su veneno armado
cual entre flor y flor sierpe escondida.
y al final:
… sólo del amor queda el veneno.
El amor está constreñido por la moralidad y la religiosidad pública y privada. El acto sexual trae consigo un castigo, el de la muerte violenta de Calixto y Melibea, o simplemente el desengaño que sigue al goce.
Esto, naturalmente, no ocurría a otros españoles, los que seguían la cómoda y comprensiva religión de Mahoma. Cuatro esposas legítimas, todas las concubinas que podían mantener, y si morían en el combate, la subida al paraíso con huríes de ojos negros atendiendo a sus deseos…
Cuantas veces pasé divirtiéndome a su sombra con mujeres de caderas opulentas y talle estenuado:
blancas y morenas que hacían en mi alma el efecto
de las espadas refulgentes y las lanzas oscuras.
Al quitarse el manto descubría su talle flotante rama de sauce, como se abre el capullo para mostrar la flor.
(Rey Mutamid de Sevilla, siglo IX. García Gómez, ob. cit,. p. 74).
Y, uniendo la urgencia sexual con la que compartía el alma árabe, la guerra.
Me acordé de Sulayna cuando el ardor de la lid era como el ardor de mi cuerpo cuando me separé de ella.
Creí ver entre las lanzas la esbeltez de su talle y cuando se inclinaron hacia mí las abracé.
(Abul Hasan ben Al-Qartur-nur, ob. cit,. p. 78).
Mezclada a otra sensualidad, la del vino, que a pesar de mal vista por el Profeta, era tan apreciada por los andaluces de entonces como por los de ahora:
Cuando llena de su embriaguez se durmió y se durmieron los ojos de la ronda,
…me acerqué a ella tímidamente, como el amigo que busca el contacto furtivo con disimulo;
me acerqué a ella insensiblemente como el sueño; me elevé hacia ella dulcemente como el aliento.
Besé el blanco brillante de su cuello; apuré el rojo vivo de su boca.
Y pasé con ella mi noche deliciosamente hasta que sonrieron las tinieblas mostrando los blancos dientes de la aurora.
(Ben Suhayd de Córdoba, siglo XI, id. p. 100).
Otro andaluz será la excepción moderna a esta línea de castidad literaria. Aparte dé su inmenso talento, García Lorca debió mucha popularidad a la audacia de sus versos. Y La casada infiel resultó lo más conocido de su obra sin ser, ni mucho menos, lo mejor.
*
La vista de una muchacha más coqueta o despreocupada que de costumbre alegra e irrita al español. La sigue con la mirada y aun con sus pasos si tiene tiempo, pero lo hace alternando los piropos con maldiciones a su descaro. Parece que el español ha establecido definitivamente la cantidad máxima de piel que se puede ofrecer a sus ojos. Solo un centímetro más le parece una provocación insultante, una burla, un desafío. Con la facilidad que tiene de asociar todo a su propio mundo, no ve en esa exhibición una costumbre extranjera, sino la intención de mortificarle.
—¡Que no hay derecho, hombre, no hay derecho! ¡Que no se puede ir así por la calle! ¡Que es para matarlas!
Esta misma lógica —las mujeres españolas muestran lo que deben y no más— les hace extrañarse ante dibujos o fotografías de París. ¿Cómo es posible que pueda enseñarse eso sin que la gente asalte el escenario? ¿Qué les pasa a los franceses? ¿No son hombres o qué? Es en vano que se les explique que en el país vecino existe la misma proporción entre Costumbre y Deseo que hacía que nuestros padres se alegrasen ante la vista de un tobillo. Para el español que vive en perpetuo presente, esto no es razonamiento. En el fondo prefieren creer que los franceses, a pesar del crecimiento de población, no están hechos como nosotros. ¡Que no tienen la misma sangre, vamos!
Porque el español, naturalmente, se siente depositario de una tradición donjuanesca irresistible. Tiene gracia, labia, es romántico y potente en lo sexual. ¿Cómo no van a caer ante él las mujeres?
Yo creo que todo español es, realmente, un posible don Juan. Polígamo por excelencia y en general más apto al amor físico que en otros países. Las razones, en mi opinión, son dos: La primera, que se pasa el tiempo comentando el acto sexual, y sus descripciones tienden a mantenerle en un estado de excitación… La segunda, y quizá la más importante, su horario de trabajo, como se sabe, muy inferior al de otros europeos y norteamericanos… Es evidente que un cuerpo sometido a menos presiones de negocios y decisiones, un organismo que a ocho horas de descanso nocturno, añada a veces una siesta, está mucho más preparado para la aventura. Podría añadir el inteligente uso que el español hace del alcohol y al que ya me he referido en el capítulo anterior. Como dice el portero borracho de Macbeth, «el vino en poca cantidad excita los sentidos pero los ahoga en mucha». Shakespeare conocía a sus paisanos al advertirles del peligro.
Pero lo más donjuanesco de los españoles, a mi entender, es una característica del Tenorio, tan importante, que sin ella no se comprende el tipo. Consiste en contar sus hazañas, cosa tan primordial que muchas veces nos da la impresión de que éstas se llevan a cabo con este exclusivo objeto. No olvidemos que en las primeras escenas de la obra de Zorrilla, el héroe (los dos héroes, porque don Luis es un don Juan con peor suerte) halla un evidente placer en narrar la historia del año. Lo importante de sus andanzas es que se sepan y de ahí nació la conocida deducción del Dr. Marañón, negando la supermasculinidad de un hombre que necesita exhibir continuamente la prueba de su hombría:
Buen lance, ¡viven los cielos!
¡estos son los que dan fama!
(Don Juan Tenorio, parte primera, II-8).
«Mientras Sevilla reposa
creyéndome encarcelado,
otros dos nombres añado
a mi lista numerosa».
(Id. II-5).
Circula por España la historia de un médico que en una capital de provincia recibió asombrado y maravillado la oferta de amor de la señora más bella y distinguida de la ciudad: su alegría se desvaneció, sin embargo, cuando ella puso una condición a sus relaciones íntimas: Que no las supiera nadie.
—¿Que no lo puedo contar en el Casino? —aseguran que respondió el médico—, entonces no me interesa.
En círculos y cafés, los españoles aceptan a regañadientes la entrada de las mujeres: prefieren estar solos, entre hombres… para poder hablar de mujeres. Las descripciones, relatos, detalles, incidentes del contacto sexual son analizados, estudiados, consultados con afán científico. El hecho que los españoles se casen generalmente más allá de los veintiocho años, permite una experiencia que puede contarse…
… Porque la de los casados es sagrada. Los detalles íntimos del matrimonio no se cuentan en la tertulia, y el casado no tiene más remedio que callarse cuando los demás describen sus hazañas. Eso o contar las aventuras extramaritales, que naturalmente no necesitan estar cubiertas con ningún velo.
Cuando el español encuentra una dificultad puesta por el Estado o la Iglesia a su natural instinto, rodea el obstáculo. En España no hay divorcio, pero sí muchas parejas viviendo en concubinato. (Esta palabra no se emplea jamás en España porque resulta fuerte. Suena mejor «tiene una amiga», «un amigo», con lo que se han apoderado de una palabra de uso corriente, haciéndola imposible de utilizar para los que querían referirse solamente a una relación asexual).
En España el hombre poco culto considera a las mujeres divididas en dos grupos absolutamente distintos y alejados. Uno el de su madre, su hermana y su esposa; el otro el de las «frescas». Los dos mundos son totalmente ajenos el uno del otro, les separa un abismo. «Mi mujer, en un altar», dice a menudo el marido que sale por ahí de «picos pardos»; la mujer, en su casa con los hijos, es la reserva moral a la que hay que acudir de cuando en cuando para purificarse[6]. Lo otro, es eso, una aventura que, si es necesario, pondremos en diminutivo; «la aventurilla» suena mejor porque en el caso de la mujer ya no se llama aventurilla. Se llama adulterio.
«—¡Ay, Miguel! ¿Cómo te has atrevido a dar un beso a una mujer casada? ¿No temes que Dios te castigue?
»El rostro del joven se oscureció de pronto. Una arruga profunda, maldita, surcó su frente, y se quedó un rato pensativo… Al cabo, con voz ronca, mirando al fuego, dijo Miguel:
»—Si conmigo sucediese una cosa semejante y lo averiguase, ya sé lo que había de hacer… Lo primero sería poner a mi mujer en la calle, de día o de noche, a cualquier hora que lo supiese…».
El protagonista de Palacio Valdés, «Miguel Rivera» (Maximina, 1901, p. 44), juzga de forma muy distinta si le ocurriera a él lo que él acostumbraba a hacer a los demás, pero al menos hace un esfuerzo para colocarse en esa posibilidad. La mayoría de los españoles que tratan de conseguir a una mujer no piensan jamás en los derechos del marido o los del hermano, porque (lo hemos visto en Soberbia) son incapaces de ver desde otra sensibilidad. El español puede pasarse meses convenciendo a una muchacha de que olvide las enseñanzas recibidas en cuanto a moral y religión, pero se irritará tremendamente si su hermana demanda una mínima parte de la libertad que él espera de la amiga.
Cuando el español va por la calle con su esposa, novia o hermana, mira recelosa y duramente a todos los hombres con quienes se cruza. Quien deslice la mirada hacia la señora o señorita se encontrará —si la desvía unos palmos— unos ojos ásperos: «¡Qué mira usted, hombre!, ¡hace falta desvergüenza!». Cuando ese mismo español va solo observa con el mismo descaro que ha criticado anteriormente. Jamás he oído a nadie admitir que su esposa pueda oír —con la misma razón y derecho— las groserías que él dice a la esposa de otro. «¿Por qué?». «¿Cómo por qué? —me ha contestado indignado ante mi falta de comprensión—. ¡Es muy distinto!». Claro, totalmente distinto; se trata de alguien ajeno. Alguien lejano.
En su propia y personalísima interpretación de las leyes divinas, los españoles sostienen que ellos pueden hacer lo que para ellas está prohibido. Ni siquiera la curiosa precisión del mandamiento «no desearás la mujer de tu prójimo», sin mencionar al marido de su prójima[7], calma el ansia polígama del español. Ésta es tan grande, que el mismo individuo que vacila en casarse con una viuda, porque no ha sido el primero, presume en cambio de estar relacionado íntimamente con una mujer que ha abandonado a su marido por él. Quizá vea en este último caso una gallarda prueba de batalla ganada y en la otra sólo una herencia más o menos humillante.
«Si en el Sexto no hay remisoria,
¿Quién es el guapo que entra en la gloria?».
El refrán suena más a ironía que como amenaza. Dado el gran número de pecadores, parece evidente que se concederá una moratoria, como hace el Estado cuando los que han dejado de pagar sus deudas son demasiado numerosos para meterlos en la cárcel.
La mayoría de las mujeres españolas consideran natural esta diferenciación. Se les ha dicho, desde niñas, que las necesidades físicas de los hombres son mayores y, por tanto, más lógico su pecado. «Los hombres, ya se sabe…», acostumbran a decir. «¿Qué hiciste cuando descubriste que papá te engañaba?», es una pregunta que hace una hija en una comedia contemporánea como si se tratara de una situación normal.
Cuando las esposas se van de vacaciones con sus hijos, el marido queda solo y abandonado a su suerte en la gran ciudad llena de encantos. La esposa considera lógico que no pueda mantener la fidelidad tantas semanas y, aunque no le pide cuentas, sólo confía que no caiga en manos de alguien que explote su debilidad. La mayoría de las mujeres españolas a quienes he preguntado sobre la confianza que tienen en su marido se han negado con la misma energía: a) a creer que su marido las engaña; b) a jurar que no lo haya hecho nunca.
Esta poligamia aceptada ¿procederá de la árabe? El acta oficial que tenía que firmar una casada en la España musulmana rezaba: «Fulana, hija de fulano, requiere testimonio invocable en contra de ella, de los testigos mencionados en esta escritura, de que su esposo fulano, hijo de fulano, le ha pedido permiso para tener concubina… y la esposa se lo permite autorizándole a tener concubina… cosa que hace de grado y voluntariamente.» (Formulario Notarial de Ben Mugayt. Sánchez Albornoz, La España musulmana, 2-67).
La separación entre mujeres decentes e indecentes —antes aludida— está definida en relación directa con la circunstancia española y sus costumbres. Quien no se amolde rigurosamente a ésas, queda inmediatamente al otro lado de la barricada. En el cuadro rígido de una mente española, una mujer decente hace unas cosas y deja de hacer otras en público. La que no cumple con estos requisitos, resulta una cualquiera. Para nuestros abuelos, lo era la que «fumaba y hablaba de tú a los hombres». Luego fue el pintarse, el enseñar la rodilla, la minifalda.
Con las modas —ya lo hemos visto al hablar de la virilidad— el primer impacto es siempre visto con recelo.
«Si no lo vendéis, tapadlo».
Esto tendría una cierta lógica, porque antes mostrarán escote o pierna las personas que más interés tengan en vender esa mercancía, pero el principio es más complicado. Una periodista italiana que estuvo en España en 1947 se atrevió a lucir un modelo de Dior, que por entonces había alargado repentinamente la falda. Produjo en el Madrid de entonces risas, burlas, casi pitas. Pero lo que más la desconcertó fue el grito de una mujer señalándola acusadoramente en la boca de un «Metro»:
—¡Indecente! ¡Indecente!
¿Qué tenía de indecente un traje que cubría casi el doble que los demás? No podía comprender que era indecente por eso, por ser distinto.
El falso silogismo español, las mujeres decentes se cubren hasta ahí, esta mujer se cubre menos, luego esta mujer no es decente, se aplica a rajatabla sin preocuparse de orígenes nacionales. Así ha ocurrido que la mayoría de las extranjeras que a España llegan con nuevos atuendos o arreglos faciales, son automáticamente situadas en la categoría de las «cualesquiera» o de las «fáciles». «Fíjate cómo va… menuda será… y además viaja sola…, ya se sabe que una mujer que viaja sola o con una amiga… ya se sabe que en el extranjero…».
El español se apresura a la conquista… que muchas veces consigue. Sus expresiones son apasionadas, sus gestos románticos, sus alusiones a las estrellas oportunas, y en general tiene tiempo que dedicar a su empresa. A su favor está la leyenda donjuanesca de la España romántica y la idea, en muchas mujeres, de que un viaje es un paréntesis en la vida y que los prejuicios quedaron en casa con la familia burguesa.
Otras muchas veces el español fracasa… por su culpa. Porque su sociedad le ha enseñado que las mujeres decentes e indecentes no están separadas sólo por la pureza de las primeras y la impureza de las segundas, sino, además, en el sentido social. Una mujer indecente no sólo actúa con libertad en su vida íntima; es además ordinaria, grosera, y en general todo lo contrario de una señorita en gestos y maneras. El español que las trata emplea su peor vocabulario, habla con ella «como si estuviera entre hombres».
De ahí la sorpresa cuando se encuentra con la extraña combinación de extranjeras que aceptan sus caricias, pero mantienen «antes» y «después» una dignidad increíble («como si no hubiera pasado nada entre nosotros, ¿te imaginas?») y exigen un trato correcto. Algunos han creído que se burlaban de ellos y han reaccionado tan violentamente que han perdido todas sus posibilidades sucesivas, con gran asombro por su parte, porque ya habiendo dicho que sí una vez…
Muy importante para el español esta primera vez. Todo un folklore alterna con la literatura para explicar la gravedad de la caída, que más que eso es un despeñarse…
Los cuplés de hace treinta años, como los dramas románticos y aun antes, muestran que para la mujer que se entrega fuera de legítimo matrimonio, no queda más que el camino de la prostitución, y el «mal hombre» que las puso en él, aparece en todos los relatos de las «mujeres de la vida».
Aquel hombre fue el ingrato
que mi pasión burló un día
y que olvidó al poco rato
lo que antes me prometía;
…yo me puse por delante
y con rabia jadeante
le conté mi mal vivir…
Porque sin fama, sin nombre, sin «opinión», no se puede vivir como los demás viven. Tenían honra y se la quitaron[8]. La voz deshonrar tiene un significado totalmente español, de un españolismo negro…
Un tren va por los campos aragoneses. En un departamento de tercera clase hay dos seres humanos, un hombre y una mujer: son campesinos y acaban de casarse; están en su viaje de bodas. El tren traquetea, la mujer, envuelta en su pañoleta, tiembla de frío y turbación —es la primera vez que está sola con un hombre. Él, inmóvil, con su capote hasta el cuello y la gorra calada, está también en silencio. El duro asiento salta, el viento de Moncayo silba por entre las ventanas mal cerradas. Hay dos horas de silencio.
Y finalmente él dice con voz ronca:
—¿Te deshonro aquí o en Calatayud?
Es una España extrema, es claro. Pero es simbólico. La honra…
Cuando se pierde es fulminante. El mismo pecado, como una piedra atada al cuello, las arrastra cada vez más hondo. Una mujer que ha estado con un hombre es ya presa fácil.
En una de sus más sarcásticas narraciones, la ya citada Relato inmoral, Fernández Flórez describe el caso del celoso y tradicional novio que consigue obtener los favores de su futura esposa veinticuatro horas antes de la boda… para abandonarla después por indigna, ¿cómo va a fiarse de quien se entrega al que aún no es su marido?
No importa que sucumba por engaño o excesiva confianza. El hecho es irreversible. Como lamentó don Luis Mejía al recordar la suplantación de que le ha hecho víctima don Juan:
«Yo la amaba, Don Juan, sí;
mas después de lo pasado
imposible la habéis dejado
para vos y para mí».
(IV-9).
Con la virginidad ocurre lo mismo que con el honor marital. Tan grave es que se suponga perdida como que, efectivamente, se pierda. El acto en sí es importante, pero su publicación lo es mucho más. Esto explica algo incomprensible desde el punto de vista físico, es decir, la facilidad con que los personajes del teatro y de la novela clásica española conseguían su lúbrico propósito para entrar en la habitación de una señorita. La dificultad, al parecer, estaba en abrirse paso entre puertas con cerrojos, criados vigilantes y especialmente eludir al padre, siempre ojo avizor para que nadie manchara el escudo de la familia. Los audaces cruzaban esas barreras materiales con diversos medios. Matando al criado o sobornándole, rompiendo la puerta o consiguiendo una llave falsa, aprovechando la ausencia del amo de la casa, o engañándole con la apariencia de maestros de música o de otra especialidad… Pero si, de una forma u otra, conseguían la entrada, lo demás era facilísimo. Tanto si ella era cómplice y le esperaba, como si no lo era y se sorprendía, el resultado era el mismo. El hombre la gozaba.
«Y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo», dice Dorotea en el Quijote (1-28) en la más breve de las confesiones posibles. Es un caso de aceptación previa, pero lo mismo sucede si ella odia al hombre que entra. No hay en nuestra literatura apenas ejemplos en que la mujer se resista, grite y eche al intruso de su cuarto. El hombre triunfa incluso cuando el esperado es otro. Es el caso del Don Juan de Zorrilla, que obtiene a doña Ana, la novia de don Luis; así se queja éste:
«Me habéis maniatado y habéis la casa asaltado
usurpándome mi puesto;
y, pues, el mío tomasteis
para triunfar de doña Ana
no sois vos don Juan quien gana,
porque por otro jugasteis».
(IV-8).
El cómo doña Ana no supiera distinguir, aun en la oscuridad, es tan difícil de explicar como que tampoco la Duquesa del «Burlador» de Tirso notara diferencia alguna entre su Octavio y don Juan. Parece evidente que la reacción de las mujeres al ver a un hombre en su habitación, era siempre la misma: su honor estaba ya mancillado. Nadie podía pensar más que en lo peor y, si de todas maneras la iban a menospreciar…
Llegó esto a tal punto, que deshonrar significó mucho tiempo tanto el acto físico como el hablar mal de una mujer. En el sainete de Cervantes La Guarda cuidadosa, la doncella dice a sus dueños que el sacristán la deshonró en medio de la calle, lo que aterra a quienes tenían la obligación de protegerla. Luego, resulta que la deshonra consistió en insultarla públicamente.
En la copla popular se mantuvo durante muchos años el concepto. La maledicencia «quita la honra»:
Dicen que me andas quitando
la honra y no sé por qué;
¿para qué enturbias el agua
que tú no quieres beber?
La importancia de la virginidad en España procede tanto de su tradición cristiana (la Virgen María) como de la musulmana. En el derecho matrimonial del siglo XI un padre tenía que «cubrirse» legalmente de la pérdida accidental de la virginidad de su hija, levantando la siguiente acta: «Fulano, hijo de fulano el fulaní, requiere testimonio de que ha sido designio de Alá (honrado y exaltado sea), que su hija fulana, virgen sometida a su potestad, se cayera de un peldaño, de una escalera o cayendo sobre tal o cual cosa y que se perdiera su virginidad, lo cual es divulgado por su padre fulano, cuando ella es aún impúber, al tiempo de ser depuesto ese testimonio, para que así sea público y notorio entre las gentes, evitando con ello la degradación moral de su hija y para que cuando llegue a la pubertad, no crea nadie más de lo que en este documento se dice acaecido, pecando quien otra cosa creyere y se lo imputara a fulana, difamándose con ello…» (Formulario Notarial de Ben Mugayt, siglo XI. Sánchez Albornoz, La España musulmana). (11-65).
Esta casi supersticiosa veneración por la virginidad y el desprecio consiguiente a la soltera que la perdiera, produce curiosas reacciones.
Yo he sido a menudo confidente de españoles que salían por vez primera al extranjero y sufrían un tremendo «shock» (España ha estado mucho tiempo encerrada en sí misma) al respirar otros aires. He oído a más de uno indignarse ante el «no» de una alemana o de una inglesa.
—¡Figúrate! A mí con esas… cuando yo sé que ha sido la amante de Fulano.
Mi respuesta les asombraba mucho más.
—Y de Mengano…, y Zutano… y de otros cien que no conoces, pero contigo no, ya ves que rara…
No lo podía creer… Porque todas las mujeres que había conocido en España «fáciles» lo eran porque habiendo caído una vez habían caído ya para siempre. Del amor de uno habían pasado al de todos llevadas por la certidumbre de que ningún hombre las hubiera aceptado como únicas. Esta es la razón de que en la prostitución española haya muchas mujeres sin vocación y que en el fondo sueñan con una casa y una cocina. Miguel Mihura las ha reflejado maravillosamente en la muchacha a quien han puesto un piso en «A media luz los tres». La chica que alterna en «cabarets», pero a la que le encanta hacerse una sopa de ajo y sacar brillo a los suelos. El hecho de que existieran mujeres que no se avergonzasen de su pasado y se permitieran el lujo de escoger a sus compañeros de cuarto, llenaba a muchos españoles de asombro y a veces de despecho.
… Porque además era una falla en el programa viajero. El español en general está seguro de que al otro lado de los Pirineos empieza el paraíso, el musulmán, el de las huríes, al alcance de la mano. La libertad de costumbres extranjeras es creencia absoluta en escuelas y academias y, apenas ha sido estampado en su pasaporte el visado de entrada en otro país, todos alargan el cuello en busca de la aventura que tiene que esperarles en la primera estación. Muchas veces la encuentran —no hay como buscar para encontrar—, otras muchas fracasan por su precipitación y brutalidad en plantear la cuestión. En su propio ambiente, con su propio problema de qué dirán, la extranjera quiere ser convencida, no arrebatada.
Cuando sus esperanzas se truncan, cuando la realidad no corresponde con lo esperado, el español reacciona característicamente. Si lo que tenía que ser no es, hay que forzarlo a que sea. Si la realidad «falla», se la cambia. Y el español que no tiene aventuras las inventa exactamente «cómo debían de haber ocurrido». Recuerdo en Venecia la confesión de un amigo…
—Anoche cuando os dejé, me ocurrió una cosa…
(Siempre pasa cuando uno no estaba).
… Entré en el bar del hotel a tomar una copa antes de acostarme. Y de pronto, chico, una mujer guapísima que se me queda mirando. Yo tenía sueño… me tomo mi copa y me marcho a mi cuarto. No había hecho más que ponerme el pijama y encender un pitillo cuando llaman a la puerta…
—Y era la señora del bar. —Exacto. Me pidió perdón, quería saber si tenía una cerilla… bueno, imagínate… Luego recapacitaba un poco. La aventura dicha así parecía demasiado vulgar. Y casi siempre añadía:
—Te advierto que es de buenísima familia.
He oído la historia situada en Nueva York, Venecia, Berlín, Londres y Hong Kong. Con variantes (en lugar del cuarto del hotel puede ser el camarote de un barco, o el «sleeping» de un tren, la muchacha puede pedir un vaso de agua o una aspirina), pero siempre con tres circunstancias permanentes. Primero, la extraordinaria belleza de la mujer; segundo la indiferencia inicial del hombre (la iniciativa es siempre de ella); tercero, la elevada clase social de la intrusa, que puede llegar a título nobiliario y nunca baja a camarera ni, naturalmente, a «fulana», lo que quitaría mérito a la cosa.
Esta coincidencia es lo que me hace naturalmente escéptico ante unos relatos que, a mi entender, sólo responden a lo que se esperaba ocurriera en la primera salida al extranjero. (Quizá mi suspicacia se deba también a resentimiento, porque en cincuenta países visitados no me ha ocurrido nunca).
El español vive con, para, en, por la lujuria. Los órganos sexuales adquieren en España infinita variedad de denominaciones, muchas de ellas absolutamente reñidas con las leyes no ya de la semántica sino de la lógica. (Hay una del órgano masculino que es femenina; y viceversa). Cualquier tropezón verbal de un extranjero ignorante de esa relación, produce grandes carcajadas y guiños entre los presentes; la naturaleza en el paisaje, en la forma de las frutas, etc., se estudia siempre en relación con esa idea fija en la mentalidad hispánica.
Una afirmación enérgica por parte del español establece que hace algo o deja de hacerlo «porque le sale de los co…». Normalmente se trata de una decisión que no tiene por qué surgir de esa inesperada procedencia…
Hay un monumento en Madrid (Alcalá frente al Retiro) del que la gente ignora bastante sobre el general representado. Todos se han fijado, sin embargo, lo bastante en cierta parte de la anatomía del caballo, para usarla como punto de referencia. «Tan grandes como…, más grandes que…».
Para el ibérico, salir a la calle representa la posibilidad de una aventura erótica. Arranca ésta en plena tensión como un combatiente en el campo de batalla y, quien ha visto el vagón del «Metro», con una muchacha agraciada perdida entre la masa, puede notar la gama de ilusiones, esperanzas y deseos en los rostros de quienes la rodean. Desde el lejano que estira el cuello e intenta deslizarse a sus proximidades, a los que situados cerca se arriman lo más posible mientras dejan vagar sus ojos por los anuncios. Es un sordo combate en el que la muchacha se defiende como puede, intentando diferenciar el contacto casual del malicioso, el empujón involuntario del buscado. Tacones en el zapato masculino, codazos y, a veces, un alfiler, acostumbran a ser sus armas y la batalla se desarrolla en impresionante silencio por espacio de varias estaciones. Cuando la víctima llega a su destino, los acosadores se quedan mirándose entre ellos como si se hubiera abierto de pronto una sima a sus pies.
La presencia constante del sexo en las calles españolas produce una constante defensa contra él. Los ojos fijos en el suelo, la expresión grave en la muchacha que quiere evitar dar pie al inoportuno. Hasta tal punto vive la mujer, pendiente y temerosa de lo que el hombre pueda intentar contra ella, que normalmente no contesta ni siquiera a quien le pregunta una dirección, cosa que desconcierta al extranjero perdido.
Cuando no va sola, tiene quien tome medidas protectoras. Si una pareja llega al cine y al lado del asiento que ella iba a ocupar está sentado un hombre medianamente joven, el novio tomará ese lugar, dejándola a ella fuera y junto al pasillo si hace falta. Operación que se lleva a cabo sin ningún disimulo, «No, tú siéntate aquí», mientras se mira fijamente el sospechoso. Esta impertinencia es casi siempre pasada en silencio, como si, en realidad, el aludido hubiera visto desvelar sus planes. Y en general es cierto; las muchachas españolas están acostumbradas a abandonar el brazo intermedio de las sillas al vecino y retraerse al fondo de su asiento para no dar motivo a exploraciones y escarceos.
Eso lo saben también los padres de familia, que colocan a sus hijas en cuidadoso orden, «arropadas» por él y por un hermano por pequeño que sea. Si a pesar de esas precauciones ocurre que una muchacha tenga un «flanco» descubierto, el buen señor no vacilará en asomar la cabeza de cuando en cuando y lanzar al caballero en cuestión una mirada inquisitiva de advertencia. «Mucho cuidadito…». Una amiga me repetía: «¿Te molesta ese señor, hija mía…? Dímelo… ¿Te molesta?», mientras ella se encogía negando y el otro miraba fijamente a la pantalla como si estuviera a mil kilómetros de la voz apocalíptica.
La protagonista de Lope de Vega ya se quejaba de esta vigilancia familiar…
MENENCIA: ¡Qué cansado es el honor, pues lo que enfada conviene! no me miren, no me vean, no me murmuren, no digan, no piensen que me pasean. ¡Jesús, fulano me vio! Cierro la puerta, ¡ay de mí! Si advirtió si yo le vi. No, que antes le miré yo. Si mi padre lo entendiese, si el vecino le mirase, si en la calle se notase, si mi hermano lo supiese… Mi reputación, mi honor, mi sangre, mi calidad, mi ser y mi honestidad… ¿Puede haber cosa peor? Tú encerrada, tú guardada, cuatro paredes mirando, ¿qué ídolo estás envidiando que mueres de puro honrada?
(Lope de Vega, Los Vargas de Castilla).
«Entre santa y santo, pared de cal y canto».
En toda relación prolongada entre hombre y mujer, el español ve como fondo y símbolo el acto sexual. No concibe casi nunca la relación pura y ni siquiera cree en la amistad estrecha entre seres del mismo sexo sin achacarle muy pronto un tinte erótico. En España —advierto siempre a mis estudiantes norteamericanos— no se puede decir «me lo ha dicho mi amigo», sino «me lo ha dicho un amigo mío». ¿Por qué? Porque si sólo menciona mi amigo, la gente automáticamente piensa que es su amante. Pero ¿por qué? ¡Ah!…, porque es así. ¿Tampoco se puede decir «mi amiga»? Tampoco.
Esta obsesión de ver en dos seres que se aproximan la posible unión física, hace que actos que en otros países pasan como muestras de afecto corriente sean vistos aquí con violencia. Un beso en la pantalla ha producido en la sala durante años, y sigue haciéndolo en los pueblos pequeños, una explosión de gritos, relinchos y frases augurales de mayores placeres, y los extranjeros que se despiden cariñosamente en un lugar público se han visto rodeados de caras entre irónicas y lúbricas. Para el español el beso es la puerta que conduce a todo lo demás, y más de una americana (que besan con la misma facilidad con que se peinan) ha visto transformarse su despedida a un español en una lucha de diez minutos, hasta que el otro ha concluido que el beso no era el aperitivo, sino el postre.
El Gobierno podía haber tomado ante esta actitud la solución de acostumbrar al pueblo español a las expresiones de afecto que se emplean corrientemente en el resto del mundo euopeo y americano. Pero a impulsos de una moral estricta, tomó otro camino: el de censurar las escenas amorosas, cortándolas. Durante muchos años los espectadores veían a un hombre y una mujer dirigirse uno hacia el otro con los brazos abiertos… para encontrarlos, ya retrocediendo, en los fotogramas siguientes. Esto producía gran cólera en el público, privado de un manjar que, como todo lo prohibido, imaginaba mucho más sustancioso de lo que era.
Pero el corte no bastaba a veces, porque el «mal» estaba más hondo; la inmoralidad estribaba, más que en una escena, en una situación, y cortarlo todo significaba quitar otra posibilidad de diversión al público para el que, como en casi todos los países pobres, el cine representa una deliciosa evasión tanto en lo visual (belleza, lujo, países exóticos) como en lo material (para muchos españoles que viven en casas antiguas, equivale a sillones mullidos, calor en invierno y refrigeración en verano).
Se buscó otra solución. La de procurar que el tema de la película llegase al espectador de forma distinta de como lo habían imaginado escritor y director. Para ello, se sirvieron de un arma poderosa: el doblaje. Así ya no importaba lo que los personajes sintieran en francés, inglés o alemán. Como en español iban a decir otra cosa…
La gente empezó a no comprender nada de las películas que le presentaban. Recuerdo una famosa, Su vida íntima, con Margaret Sullivan y Charles Boyer. Éste figuraba un hombre casado y enamorado de una soltera, pero imposibilitado de cumplir su sueño porque su esposa se negaba a concederle el divorcio. Los tres iban envejeciendo a lo largo de la película, en una tensión que complicaba y agravaba la reacción de los hijos al descubrir el secreto de su padre.
La censura decidió que ese argumento era muy inmoral y el diálogo se transformó para llegar a la situación siguiente: El personaje representado por Charles Boyer era soltero y vivía con su hermana viuda y sus sobrinos. A lo largo de la película, cuando su amante le pedía angustiada: «¿Por qué no nos casamos?», él contestaba humillando la cabeza: «Mi hermana no quiere…, no lo consentirá jamás…».
Los espectadores salían asombradísimos, pero la posibilidad del engaño era rechazada por increíble. Preferían pensar patrióticamente que «esos americanos son unos "calzonazos"».
Un caso más grave ocurrió con una película posterior, Mogambo. Grace Kelly era la esposa de un cazador, y Clark Gable, el jefe del safari; Ava Gardner, la muchacha alegre con corazón de oro. El flirt entre Grace Kelly y Clark Gable tenía para los espectadores poca importancia, porque la muchacha no estaba casada (a pesar del anillo que no se podía doblar),— su compañero era sencillamente su hermano. Y ¿por qué, siendo sólo su hermano, parecía tan molesto con las entrevistas de los enamorados? Era un problema difícil, pero el censor lo resolvió a su manera. Aprovechando un momento en que Grace Kelly no miraba hacia la cámara, el doblaje la hizo decir precipitadamente: «Mi hermano no ve con buenos ojos nuestras relaciones porque es íntimo amigo de mi novio, que está enfermo en un hospital de Londres».
Desde luego era una explicación, pero lo que más desconcertaba a los asistentes a la proyección era el hecho de que los «hermanos» compartieran siempre la misma tienda de campaña. Para los mal pensados, la moral resultó mucho más dañada en la versión expurgada.
Cuando los españoles empezaron a viajar —hasta 1950 lo hacían pocos— y volvieron contando las películas tal y como las habían visto en el extranjero, la imaginación popular se desbordó. En cada escena interrumpida, los espectadores creían ver la tijera del censor privándoles de abrazos sin fin o, al menos, de los encantos físicos de la actriz en su dormitorio o en el cuarto de baño. «¿Has visto Hilda por ahí fuera? —me preguntaron una vez—. ¡Qué suerte! Aquí la censuraron de una forma criminal. ¿Te acuerdas de cuando Rita Hayworth, al bailar, se quita el guante empezando por el codo? Pues aquí cortaron después de esto».
»Y allí —repuse—, es el final de la escena».
«¿Cómo? ¿No se desnuda totalmente?».
La obsesión llegó al chiste. «¿Sabéis esa escena de Marabunta en que aparecen millares de hormigas avanzando por el bosque? Pues en la versión que dan en París en lugar de hormigas son mujeres desnudas».
Hay censura previa en todas partes. Pero aparte de que este hecho no consuela al español, que odia seguir módulos («mal de muchos, consuelo de tontos»), la censura irrita más en España que en otros países, porque no corresponde a su realidad sociológica, como en otros países. En la católica Irlanda, por ejemplo, todos están de acuerdo en que no se debe comer carne los viernes de cuaresma y el Estado prohíbe servirla como reflejo de las ideas de los individuos. Igualmente en Francia, el desnudo de una actriz no desconcierta a quien ha visto lo mismo en cualquier quiosco de periódicos.
En España, en cambio, la moralidad oficial es infinitamente más estricta que la privada. El censor decide que aquí no existe el adulterio ni las relaciones premaritales, ni el homosexualismo y, como no «existe», es inútil y peligroso abrir los ojos de los españoles sobre estos excesos. Pero como el espectador sabe que sí existen, como conoce el caso de la vecina que recibe a un hombre casado y se acuerda de que unos primos lejanos se tuvieron que casar porque esperaban un niño y ha oído que «Fulano» es «de la acera de enfrente», resiente esta desmedida protección que le convierte en un niño bobo, incapaz de ver la vida tal y como es.
Directores de películas y, especialmente, escritores teatrales han oído muchas veces la misma advertencia: «En España estas cosas no ocurren. Si quiere usted tocar esos temas, sitúe la acción en país extranjero, por ejemplo, en Francia, porque "ya se sabe que allí hay mucho vicio".» Alfonso Paso tuvo en una ocasión que transformar el ambiente de una comedia suya basada en la tradicional historia de «los Rodríguez». «Rodríguez» es el nombre vago y poco comprometedor que dan a los maridos que se quedan solos en Madrid durante el verano, cuando se lo preguntan las muchachitas que se quedan con el propósito de consolarles de su soledad. La censura le obligó a situar la acción en París, y el público oyó asombrado Dupont en lugar de Rodríguez, y el Mont Blanc en lugar de la Sierra Madrileña.
Igualmente es dura la censura española ante la gráfico. Desde 1939 hasta 1965 no se ha publicado un solo desnudo en las revistas españolas que no estuviese estratégicamente cruzado por los titulares, y al imprimir un sello con la Maja de Goya se eligió, naturalmente, la vestida.
(En los últimos meses se han abierto —sólo en Madrid y Barcelona, claro— cines especiales donde los cortes son mínimos. El público está pasmado y en un impresionante silencio y es natural. Les están dando langosta sin haber probado las gambas).
«En viendo belleza, todo hombre tropieza».
La primacía de lo sexual ha ocasionado en nuestra patria una escala de valores en la que la estética tiene una posición mucho más alta que en otros países. Ser guapa ayuda a la mujer en todas partes, pero en España es casi sine qua non para el triunfo social, y las mujeres que no lo son hacen lo imposible —peluquería, cremas, masajes— para parecerlo.
Una mujer guapa se exhibe con ilusión y orgullo. Una mujer fea se lleva al lado con cierto recelo y muchas veces porque no hay más remedio, aunque sea de gran encanto interno. En inglés charming puede referirse a una fea. La traducción española «encantadora», no. La apariencia manda, como en tantas otras vicisitudes españolas. La mirada del amigo que pasa es siempre un juicio irrevocable, y el pobre que la ha sufrido sabe que al rato estará contando a los conocidos comunes: «He visto a Fulano con una chica horrible», y él tendrá que explicar luego que se trata de una parienta lejana —éstas pueden y a veces incluso deben ser feas. «Gran fealdad, forzosa castidad»— a la que no han tenido más remedio que acompañar.
Por la atrayente, en cambio, todas las miradas son pocas.
En tiendas y en bancos, en transportes públicos, se le cede el mejor puesto y la mejor sonrisa; sus problemas de tipo administrativo quedan resueltos en el acto. Como una bandera de optimismo pasea por España ante la afectuosa aprobación de todos (unida, naturalmente, al mayor de los resquemores) (véase Envidia).
Curiosamente el español sí parece entender cuándo el hombre es feo, aunque no sepa decir cuándo es guapo. La cara es el espejo del alma —dice la gente— y al que tiene desagradable aspecto se le niega a menudo cualidades morales e incluso intelectuales. «Cómo va a saber ése nada, con la cara que tiene», es una increíble opinión española.
De cintura para arriba todo somos buenos;
de cintura para abajo, los menos.
Un hombre casto no está bien visto en España. Un hombre que no tenga públicamente una esposa o una amante es observado con cierto recelo. ¿Qué le ocurre a ése? Una vez alguien me manifestó su duda respecto a la masculinidad de cierta figura de las letras. «¿Por qué? —le pregunté yo—. ¿Has encontrado en él algo raro? ¿Su forma de hablar, su gesto?».
«Es cierto —asintió—. ¿Pero dónde está la mujer? Con quién, ¿eh?». «Pero nosotros, ¿qué sabemos? ¿No puede ser que la tenga y no quiera exhibirla?».
Me miró asombrado. ¿A quién se le ocurre tener a alguien y no mostrarla? No, no; había algo raro. «¿Y la religión? Podía ser un hombre muy religioso y, por tanto, puro, apartado de la carne».
Tampoco le convenció esta idea. Los españoles, por católicos que sean, caen a menudo en ese pecado. Ahí está Lope de Vega, a quien ni siquiera los hábitos de sacerdote lograron proteger de la tentación. Luego se arrepentía con la misma pasión que pecaba, lloraba, se angustiaba, volvía a las andadas. «Ésta es nuestra tradición —siguió mi interlocutor—: pecar, arrepentirse, luego vuelta a empezar. Pero me parece que tu amigo…, ¿eh?».
«Nuestro» amigo se había convertido en «mi» amigo. Él se apartaba prudentemente por si acaso. Hasta que el otro le «probara» su hombría. Y esto quizá movido por la misma sinrazón en que la jurisprudencia española cree al individuo culpable hasta que prueba ser inocente, lo contrario de la, mucho más humana, jurisprudencia anglosajona. Así, acatando a la sociedad y sus principios, muchos personajes conocidos tienen una amiga que comparte con ellos el primer plano de la actualidad —teatros, bailes, cenas, cocktails…— y a las que dejan en su casa por la noche para volverse a dormir solos a la suya.
Este sacrificio es obligatorio. Si se quiere mantener la buena fama en España, hay que hacer, a veces, lo contrario que en los demás países.
Recuerdo a un fumista de Madrid, que trabajaba en un hotel. Era un hombre fornido y las reparaciones le proporcionaban de cuando en cuando alguna aventurilla. Su mujer le pidió cuentas sobre ello y la respuesta que me repitió fue, más o menos, ésta; «¿No te doy lo que necesitas? Sabes que te quiero. ¿Te falta algo? Pero si una mujer me hace cucamonas, ¿qué quieres que haga? ¿Preferirías que dijeran que tu marido no era un hombre?».
Parece ser que la convenció.
*
La vigencia de la Lujuria en la vida española está implícitamente ayudada por las mujeres que colaboran a que sea parte evidente de la vida diaria. En un país donde el trabajo femenino está todavía en minoría, la existencia de la mujer se supedita en gran parte a la necesidad de atraer a los hombres, y en pocos lugares del mundo se gasta más, en proporción con los ingresos, en peluquería y modista que en España.
Su seguridad de que lo único que arrastra a un hombre fuera de casa es el sexo, tiene matices absurdos. Cualquier español, tras haber estado con una mujer durante cuatro o cinco horas en plena intimidad, puede oír la acusación…:
—¿Y por qué te vas?
—Tengo que hacer…
—¡Seguro que te vas a estar con otra!
Frase tan halagadora para la masculinidad que nadie puede ofenderse.